V PARTE
El sacramento del matrimonio
«Este es un gran misterio, y yo digo que
se refiere a Cristo y a la Iglesia»
(Ef
5,32)
87. El sacramento del matrimonio en la carta a los Efesios (28-VII-82/1-VIII-82)
1. Iniciamos hoy un nuevo capítulo sobre el
tema del matrimonio, leyendo las palabras de San Pablo a los Efesios:
«Las casadas estén sujetas a sus maridos
como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es
cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como
la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo.
«Vosotros, los maridos, amad a vuestras
mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla,
purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela
a si gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e
intachable. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El
que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne,
sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros
de su cuerpo. ‘Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá
a su mujer, y serán dos en una carne’. Gran misterio es éste, pero yo
lo aplico a Cristo y a la Iglesia. Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela
como a sí mismo, y la mujer reverencie a su marido), (Ef 5, 22-33).
2. Conviene someter a análisis profundo el
citado texto, contenido en el capítulo 5 de la Carta a los Efesios, así como,
anteriormente, he analizado, cada una de las palabras de Cristo que parecen
tener un significado-clave para la teología del cuerpo. Se trataba de las
palabras con las que Cristo se remitía al «principio» (Mt 19, 4; Mc
10, 6), al «corazón» humano, en el sermón de la montaña (Mt 5,
28) y a la resurrección futura (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20,
35). El texto entresacado ahora de la Carta a los Efesios constituye como el «coronamiento»
de esas sintéticas palabras-clave a que me he referido. Si de ellas ha salido
la teología del cuerpo en sus rasgos evangélicos, sencillos y al mismo tiempo
fundamentales, hay que presuponer, en cierto sentido esta teología al
interpretar el mencionado paso de la Carta a los Efesios. Y, por lo mismo, si se
quiere interpretar dicho paso hay que hacerlo a la luz de
lo que Cristo nos dijo sobre el cuerpo humano. El habló no sólo refiriéndose
al hombre «histórico» y por lo mismo al hombre, siempre «contemporáneo»,
de la concupiscencia (a su «corazón»), sino también poniendo de relieve, por
un lado, las perspectivas del «principio», o sea, de la inocencia original y
de la justicia y, por otro, las perspectivas escatológicas de la resurrección
de los cuerpos, cuando «ni tomarán mujeres ni maridos» (cf. Lc 20,
35). Todo esto forma parte de la óptica teológica de la «redención de
nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).
3. También las palabras del autor de la Carta
a los Efesios (1) tienen como centro el cuerpo; y esto, tanto en su significado
metafórico, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, como en su significado
concreto el cuerpo humano en su perenne masculinidad y feminidad, en su
perenne destino a la unión en el matrimonio, como dice el libro del Génesis:
«Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer;
y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).
¿De que forma aparecen y convergen
estos dos significados del cuerpo en el párrafo de la Carta a los Efesios? ¿Y por
qué aparecen y convergen en ella? Estos son los interrogantes que hay que
hacerse esperando respuestas no tanto inmediatas y directas, cuanto más bien
profundas y a largo plazo a las que nos han preparado ya los análisis
precedentes. En efecto, ese paso de la Carta a los Efesios no se puede entender
correctamente si no es en el amplio contexto bíblico, considerándolo
como «coronamiento» de los temas y de las verdades que, a través de la
Palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura, van y vienen como grandes
olas. Se trata de temas centrales y de verdades esenciales. Y por eso el citado
texto de la Carta a los Efesios es también un texto-clave y «clásico».
4. Es un texto muy conocido en la liturgia en
la que aparece siempre relacionado con el sacramento del matrimonio. La lex
orandi de la Iglesia ve en él una referencia explícita a este sacramento:
y la lex orandi presupone y al mismo tiempo expresa siempre la lex
credendi. Admitiendo esta premisa hemos de preguntarnos enseguida: ¿Cómo
emerge la verdad sobre la sacramentalidad del matrimonio en este texto «clásico»
de la Carta a los Efesios? ¿Cómo se expresa y se confirma en él? Se
verá claramente que la respuesta a estos interrogantes no puede ser inmediata y
directa, sino gradual y «a largo plazo». Esto se ve incluso en una primera
lectura de este texto, que nos lleva al libro del Génesis y consiguientemente
«al principió», y que, en la descripción de las relaciones entre Cristo y la
Iglesia toma de los escritos de los Profetas del Antiguo Testamento la bien
conocida analogía del amor nupcial entre Dios y su pueblo escogido. Sin
examinar estas relaciones resultaría difícil responder a la pregunta sobre cómo
la Carta a los Efesios trata de la sacramentalidad del matrimonio. Así
se ve cómo la prevista respuesta ha de pasar a través de todo el ámbito de
los problemas analizados precedentemente, es decir, a través de la teología
del cuerpo.
5. El sacramento o la sacramentalidad -en el
sentido más general de este término- se cruza con el cuerpo y presupone la «teología
del cuerpo». Efectivamente, el sacramento según el significado
generalmente conocido, es un signo visible. El cuerpo en su aspecto
visible significa la «visibilidad» del mundo y del hombre. Así, pues,
de alguna manera -aunque sea de forma muy general- el cuerpo entra en la
definición del sacramento, siendo él mismo «signo visible de una realidad
invisible», es decir, de la realidad espiritual, trascendente, divina. Con este
signo -y mediante este signo- Dios se da al hombre en su trascendente verdad y
en su amor. El sacramento es signo de la gracia y es un signo eficaz. No
solo la indica y expresa de modo visible en forma de signo, sino
que la produce y contribuye eficazmente a hacer que la gracia se convierta en
parte del hombre y que en él se realice y se cumpla la obra de
la salvación la obra presente en los designios de Dios desde la eternidad y
revelada plenamente por Jesucristo.
6. Diría que esta primera lectura del texto
«clásico» de la Carta a los Efesios indica la dirección en la que se
desarrollarán nuestros ulteriores análisis. Es necesario que éstos comiencen
por la preliminar comprensión del texto en sí mismo; pero
luego deben llevar, por decirlo así, más allá de sus confines, para
comprender dentro de lo posible «hasta el fondo» la inmensa riqueza de verdad
revelada por Dios y contenida en esa estupenda página. Utilizando la conocida
expresión de la Constitución Gaudium et spes, se puede decir que ese
texto tomado de la Carta a los Efesios «revela -de modo especial- el
hombre al hombre y le indica su altísima vocación» (Gaudium
et spes 22): en cuanto que el hombre participa de la experiencia de la
persona encarnada. De hecho Dios, creando al hombre a su imagen, desde el
principio lo creó «varón y mujer» (Gén 1, 27).
En los análisis sucesivos trataremos de
comprender mas profundamente -sobre todo a la luz del citado texto de la Carta a
los Efesios- el sacramento (especialmente, el matrimonio como sacramento):
primero, en la dimensión de la Alianza y de la gracia, y después, en la
dimensión del signo sacramental.
(1) El problema de la paternidad paulina de la
Carta a los Efesios, reconocida por algunos exegetas y negada por otros, puede
resolverse con una posición media, que aquí aceptamos como hipótesis
de trabajo: o sea, que San Pablo confió algunos conceptos a su secretario,
el cual después los desarrolló y perfiló. Es ésta la solución provisional
del problema que tenemos presente, al hablar del «Autor de la Carta a los
Efesios», del «Apóstol» y de «San Pablo».
88. Vida cristiana de la familia (4-VIII-82/8-VIII-82)
1. En nuestra reflexión precedente cité el
capítulo V de la Carta a los Efesios (vv. 22-23). Ahora, después de una
primera lectura sobre este texto «clásico», conviene examinar el modo en que
este pasaje -tan importante para el ministerio de la Iglesia, como para la
sacramentalidad del matrimonio- se encuadra en el contexto inmediato de toda
la Carta.
Aun sabiendo que hay una serie de problemas
discutidos entre los escrituristas respecto a los destinatarios, a la paternidad
e incluso a la fecha de su composición, es necesario constatar que la Carta a
los Efesios tiene una estructura muy significativa. El autor comienza esta Carta
presentando el plan eterno de la salvación del hombre en Jesucristo.
«...Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo... en El nos eligió... para que fuésemos santos e inmaculados ante
El en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su
gracia, que nos otorgó gratuitamente en el Amado, en quien tenemos la redención
por su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia...,
para realizarlo al cumplirse los tiempos, recapitulando todas las cosas en
Cristo...» (Ef 1, 3. 4-7. 10).
El autor de la Carta a los Efesios, después
de haber presentado con palabras llenas de gratitud el designio que, desde la
eternidad, está en Dios y, a la vez, se realiza ya en la vida de la humanidad,
ruega al Señor para que los hombres (y directamente los destinatarios de la
Carta) conozcan plenamente a Cristo como cabeza: «...le puso por cabeza de
todas las cosas en la Iglesia que es su cuerpo la plenitud del que lo
acaba todo en todos» (1, 22-23). La humanidad pecadora está llamada a una vida
nueva en Cristo, en quien los gentiles y los judíos deben unirse como en un
templo (cf. 2. 11-21). El Apóstol es heraldo del misterio de Cristo entre los
gentiles, a los cuales se dirige sobre todo, doblando «las rodillas ante el
Padre», y pidiendo que les conceda, «según la riqueza de su gloria, ser
poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu» (3, 14. 16).
2. Después de esta revelación tan profunda y
sugestiva del misterio de Cristo en la Iglesia, el autor pasa, en la segunda
parte de la Carta, a orientaciones más detalladas, que miran a definir
la vida cristiana como vocación que brota del plan divino, del que hemos
hablado anteriormente, es decir, del misterio de Cristo en la Iglesia. También
el autor toca aquí diversas cuestiones, validas siempre para la vida cristiana.
Exhorta a conservar la utilidad subrayando al mismo tiempo que esta unidad se
construye sobre la multiplicidad y diversidad de los dones de Cristo. A cada uno
se le ha dado un don diverso, pero todos, como cristianos, deben «vestirse del
hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (4,
24). A esto está vinculada una llamada categórica a superar los vicios y
adquirir las virtudes correspondientes a la vocación que todos han obtenido en
Cristo (cf. 4, 25-32). El autor escribe: «Sed, en fin, imitadores de
Dios, como hijos amados, y caminad en el amor, como Cristo nos amó y se
entregó por nosotros... en sacrificio» (5, 1-2).
3. En el capítulo V de la Carta a los
Efesios estas llamadas se hacen aún más concretas. El autor condena
severamente los abusos paganos, escribiendo: «Fuisteis algún tiempo tinieblas,
pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz» (5, 8). Y
luego: «No seáis insensatos, sino entendidos de cuál es la voluntad de Dios.
Y no os embriaguéis de vino (referencia al Libro de los Proverbios 23, 31)...,
al contrario, llenáos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos,
himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros
corazones» (5, 17-19). El autor de la Carta quiere ilustrar con estas palabras
el clima de vida espiritual, que debe animar a toda comunidad cristiana. Y, pasa
luego, a la comunidad doméstica, esto es, a la familia. Efectivamente,
escribe: «Llenáos del Espíritu.. dando siempre gracias a Dios Padre por todas
las cosas en nombre de nuestro Señor Jesucristo, sujetos los unos a los otros
en el temor de Cristo» 15, 20-21). Y precisamente así entramos en el pasaje de
la Carta que será tema de nuestro análisis particular. Podemos constatar fácilmente
que el contenido esencial de este texto «clásico» aparece en el cruce de los dos
principales hilos conductores de toda la Carta a los Efesios: el primero, el
del misterio de Cristo que, como expresión del plan divino para la salvación
del hombre, se realiza en la Iglesia; el segundo, el de la vocación cristiana
como modelo de vida para cada uno de los bautizados y cada una de las
comunidades, correspondiente al misterio de Cristo, o sea, el plan divino para
la salvación del hombre.
4. En el contexto inmediato del pasaje citado,
el autor de la Carta trata de explicar de qué modo la vocación cristiana,
concebida así, debe realizarse y manifestarse en las relaciones entre todos
los miembros de una familia: por lo tanto, no sólo entre el marido y
la mujer (de quienes trata precisamente el pasaje del capítulo 5, 22-23,
elegido por nosotros), sino también entre padres e hijos. El autor escribe: «Hijos,
obedeced a vuestros padres en el Señor, porque es justo. Honra a tu padre y a
tu madre. Tal es el primer mandamiento, seguido de promesa, para que seáis
felices y tengáis larga vida sobre la tierra. Y vosotros, padres, no exasperéis
a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor»
(6, 1-4). A continuación se habla de los deberes de los siervos con relación a
los amos y viceversa, de los amos en relación a los siervos, esto es, a los
esclavos (cf. 6, 5-9), lo que se refiere también a las orientaciones
concernientes a la familia en sentido amplio. Efectivamente, la familia estaba
constituida no sólo por los padres e hijos (según la sucesión de
generaciones), sino también pertenecían a ellas en sentido amplio incluso los
siervos de ambos sexos: esclavos y esclavas.
5. Así, pues el texto de la Carta a los
Efesios, que nos proponemos hacer objeto de un análisis profundo, se halla en
el contenido inmediato de enseñanzas sobre las obligaciones morales de
la sociedad familiar (las llamadas «Haustaflen» o códigos domésticos,
según la definición de Lutero). Encontramos también instrucciones análogas
en otras Cartas (por ejemplo, en la dirigida a los Colosenses, 3, 18-4, y en la
primera Carta de Pedro, 2, 13-3, 7). Además, este contexto inmediato forma
parte de nuestro pasaje, en cuanto también el texto «clásico» que hemos
elegido trata de los deberes recíprocos de los maridos y de las mujeres. Sin
embargo, hay que notar que el pasaje 5. 22-23 de la Carta a los Efesios se
centra de suyo exclusivamente en los cónyuges y en el matrimonio y lo
que respecta a la familia, también en sentido amplio, se halla ya en el
contexto. Pero antes de disponernos a hacer un análisis profundo del texto,
conviene añadir que toda la Carta termina con un estupendo estimulo a la lucha
espiritual (cf. 6, 10-20), con breves recomendaciones (cf. 6, 21-22) y una
felicitación final (cf. 6, 23-24). La llamada a la lucha espiritual parece
estar lógicamente fundada en la argumentación de toda la Carta. Esa llamada
es, por decirlo así, la conclusión explícita de sus principales hilos
conductores.
Teniendo así ante los ojos la estructura
total de toda la Carta a los Efesios, en el primer análisis trataremos de
clasificar el significado de las palabras: «sujetaos los unos a los otros en el
temor de Cristo» (5, 21), dirigidas a los maridos y a las mujeres.
89. Relación de los cónyuges a imagen de la relación de Cristo con la Iglesia (11-VIII-82/15-VIII-82)
1. Comenzamos hoy un análisis más detallado
del pasaje de la Carta a los Efesios 5, 21-33. El autor, dirigiéndose a los cónyuges,
les recomienda que estén «sujetos los unos a los otros en el temor de
Cristo» (5, 21).
Se trata aquí de una relación de
doble dimensión o de doble grado: recíproco y comunitario El uno
precisa y caracteriza al otro. Las relaciones recíprocas del marido y de
la mujer deben brotar de su común relación con Cristo. El autor de la Carta
habla del «temor de Cristo» en un sentido análogo a cuando habla del «temor
de Dios». En este caso, no se trata de temor o miedo, que es una actitud
defensiva ante la amenaza de un mal, sino que se trata sobre todo de respeto por
la santidad, por lo sacrum: se trata de la pietas que en el
leaguaje del Antiguo Testamento fue expresada también con el término «temor
de Dios» (cf. por ejemplo, Sal 103, 11; Prov 1, 7; 23, 17; Sir
1, 11-16). Efectivamente, esta pietas, nacida de la profunda conciencia
del misterio de Cristo debe constituir la base de las relaciones recíprocas
entre los cónyuges.
2. Igual que el contexto inmediato,
también el texto elegido por nosotros tiene un carácter «parenético» es
decir, de instrucción moral. El autor de la Carta desea indicar a los cónyuges
cómo deben ser sus relaciones recíprocas y todo su comportamiento. Deduce las
propias indicaciones y directrices del misterio de Cristo presentado al comienzo
de la Carta. Este misterio debe estar espiritualmente presente en las recíprocas
relaciones de los cónyuges. Penetrando sus corazones, engendrando en ellos ese
santo «temor de Cristo» (es decir, precisamente la pietas) el
misterio de Cristo debe llevarlos a estar «sujetos los unos a los otros»: el
misterio de la elección, desde la eternidad, de cada uno de ellos en Cristo
«para ser hijos adoptivos» de Dios.
3. La expresión que abre nuestro pasaje de Ef
5, 21-33, al que nos hemos acercado gracias al análisis del contexto remoto e
inmediato, tiene una elocuencia muy particular. El autor habla de la mutua
sujeción de los cónyuges, marido y mujer, y de este modo da también a conocer
cómo hay que entender las palabras que escribirá luego sobre la
sumisión de la mujer al marido. Efectivamente, leemos: «Las casadas estén
sujetas a sus maridos como al Señor» (5, 22). Al expresarse así, el autor no
intenta decir que el marido es «amo» de la mujer y que el contrato inter-personal
propio del matrimonio es un contrato de dominio del marido sobre la mujer. En
cambio, expresa otro concepto: esto es, que la mujer, en su relación con Cristo
-que es para los dos cónyuges el único Señor- puede y debe encontrar la
motivación de esa relación con el marido, que brota de la esencia misma del
matrimonio y de la familia. Sin embargo, esta relación no es sumisión
unilateral. El matrimonio, según la doctrina de la Carta a los Efesios, excluye
ese componente del contrato que gravaba y, a veces, no cesa de gravar sobre esta
institución. En efecto, el marido y la mujer están «sujetos los unos a los
otros», están mutuamente subordinados. La fuente de esta sumisión recíproca
está en la pietas cristiana, y su expresión es el amor.
4. El autor de la Carta subraya de modo
particular este amor, al dirigirse a los maridos. Efectivamente escribe: «Y
vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres»... y con esta manera de
expresarse destruye cualquier temor que hubiera podido suscitar (dada la
sensibilidad contemporánea) la frase precedente: «Las casadas estén sujetas a
sus maridos». El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual
la mujer se convertiría en sierva o esclava del marido, objeto de sumisión
unilateral. El amor cierta mente hace que simultáneamente también el marido
esté sujeto a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo igual que
la mujer al marido. La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio, se
realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión.
Cristo es fuente y, a la vez, modelo de esta sumisión que, al ser recíproca «en
el temor de Cristo», confiere a la unión conyugal un carácter profundo y
maduro. Múltiples factores de índole psicológica o de costumbre, se
transforman en esta fuente y ante este modelo, de manera que hacen surgir, diría,
una nueva y preciosa «fusión» de los comportamientos y de las relaciones
bilaterales.
5. El autor de la Carta a los Efesios no teme
aceptar los conceptos propios de la mentalidad y de las costumbres de entonces;
no teme hablar de la sumisión de la mujer al marido; ni tampoco teme (también
en el último versículo del texto que hemos citado) recomendar a la mujer que
«reverencie a su marido» (5, 33). Efectivamente, es cierto que cuando el
marido y la mujer se sometan el uno al otro «en el temor de Cristo», todo
encontrará su justo equilibrio, es decir corresponderá a su vocación
cristiana en el misterio de Cristo.
6. Ciertamente es diversa nuestra sensibilidad
contemporánea, diversas son también las mentalidades y las costumbres, y es
diferente la situación social de la mujer con relación al hombre. No obstante,
el fundamental principio parenético que encontramos en la Carta a los Efesios,
sigue siendo el mismo y ofrece los mismos frutos. La sumisión recíproca «en
el temor de Cristo» -sumisión que nace del fundamento de las pietas cristiana-
forma siempre esa profunda y sólida estructura que integra la comunidad de
los cónyuges, en la que se realiza la verdadera «comunión» de las
personas.
7. El autor del texto a los Efesios, que
comenzó su Carta con una magnífica visión del plan eterno de Dios para con la
humanidad, no se limita a poner de relieve solamente los aspectos tradicionales
de las costumbres o los aspectos éticos del matrimonio, sino que sobrepasa el
ámbito de la enseñanza y, al escribir sobre las relaciones recíprocas de los
cónyuges, descubre en ellas la dimensión del misterio de Cristo, de quien él
es heraldo y apóstol. «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor,
porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y
salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres
a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como
Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...» (5, 22 23). De este modo, la
enseñanza propia de esta parte parenética de la Carta en cierto sentido se
inserta en la realidad misma del misterio oculto desde la eternidad en Dios
y revelado a la humanidad en Jesucristo. En la Carta a los Efesios somos
testigos diría, de un encuentro particular de ese misterio con la
esencia misma de la vocación al matrimonio. ¿Cómo hay que entender este
encuentro?
8. En el texto de la Carta a los Efesios este
encuentro se presenta ante todo como una gran analogía. Leemos allí: «Las
casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor...»; he aquí el
primer miembro de la analogía. «Porque el marido es cabeza de la mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia...» éste es el segundo miembro, que constituye
la clarificación y la motivación del primero. «Y como la Iglesia está sujeta
a Cristo, así las mujeres a sus maridos...»: a la relación de Cristo
con la Iglesia, presentada antes, se expresa ahora como relación de la Iglesia
con Cristo, y aquí está comprendiendo el siguiente miembro de la analogía.
Finalmente: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a
la Iglesia y se entregó por ella...»: he aquí el último miembro de la analogía.
La continuación del texto de la Carta desarrolla el pensamiento fundamental,
contenido en el pasaje que acabamos de citar; y todo el texto de la Carta a los
Efesios en el capítulo 5 (vv. 21-33) está totalmente penetrado por la misma
analogía; esto es, la relación recíproca entre los cónyuges, marido y mujer,
los cristianos la entienden a imagen de la relación entre Cristo y la
Iglesia.
90. El matrimonio, signo visible del eterno misterio divino (18-VIII-82/22-VIII-82)
1. Al analizar los respectivos componentes de
la Carta a los Efesios, constatamos en el capítulo anterior que la relación
recíproca entre los cónyuges, marido y mujer, los cristianos la entienden a
imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia.
Esta relación es, al mismo tiempo, revelación
y realización del misterio de la salvación, de la elección de amor, «escondida»
desde la eternidad en Dios. En esta revelación y realización el misterio de la
salvación comprende el rasgo particular del amor nupcial en la relación de
Cristo con la Iglesia, y por esto se puede expresar de la manera más adecuada
recurriendo a la analogía de la relación que hay -que debe haber- entre marido
y mujer dentro del matrimonio. Esta analogía esclarece el misterio al menos
hasta cierto punto. Más aun, parece que, según el autor de la Carta a los
Efesios, esta analogía es complementaria de la del «Cuerpo místico» (cf. Ef
1, 22-23), cuando tratamos de expresar el misterio de la relación de Cristo con
la Iglesia, y remontándonos aún más lejos, el misterio del amor eterno de
Dios al hombre, a la humanidad: el misterio que se expresa y se realiza en el
tiempo a través de la relación de Cristo con la Iglesia.
2. Si -como hemos dicho- esta analogía
ilumina el misterio, a su vez es iluminada por ese misterio. La
relación nupcial que une a los cónyuges, marido y mujer, debe -según el autor
de la Carta a los Efesios- ayudarnos a comprender el amor que une a Cristo con
la Iglesia, el amor recíproco de Cristo y de la Iglesia, en el que se realiza
el eterno designio divino de la salvación del hombre. Sin embargo, el
significado de la analogía no se agota aquí. La analogía utilizada en la
Carta a los Efesios, al esclarecer el misterio de la relación entre Cristo y la
Iglesia, descubre a la vez, la verdad esencial sobre el matrimonio esto
es, que el matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos únicamente
cuando refleja el amor que Cristo-Esposo dona a la Iglesia, su Esposa, y con el
que la Iglesia (a semejanza de la mujer «sometida», por lo tanto,
plenamente donada) trata de corresponder a Cristo. Este es el amor redentor,
salvador, el amor con el que el hombre, desde la eternidad, ha sido amado por
Dios en Cristo: «En El nos eligió antes de la constitución del mundo para que
fuésemos santos e inmaculados ante El...» (Ef 1, 4).
3. El matrimonio corresponde a la vocación
de los cristianos en cuanto cónyuges sólo si, precisamente, se refleja
y se realiza en él ese amor. Esto aparecerá claro si tratamos de leer de
nuevo la analogía paulina en dirección inversa es decir,
partiendo de la relación de Cristo con la Iglesia, y dirigiéndonos
luego a la relación del marido y de la mujer en el matrimonio. En el texto se
usa el tono exhortativo: «Las mujeres estén sujetas a sus maridos..., como la
Iglesia está sujeta a Cristo». Y, por otra parte: «Vosotros, los maridos,
amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia...». Estas expresiones
demuestran que se trata de una obligación moral. Sin embargo, para poder
recomendar esta obligación, es necesario admitir que en la esencia mismo del
matrimonio se encierra una partícula del mismo misterio. De otro modo,
toda esta analogía estaría suspendida en el aire. La invitación del autor de
la Carta a los Efesios, dirigida a los cónyuges, para que modelen sus
relaciones recíprocas a semejanza de las relaciones de Cristo con la Iglesia «como-así»
estaría privada de una base real, como si le faltara la tierra bajo
los pies. Esta es la lógica de la analogía utilizada en el citado texto a los
Efesios.
4. Como se ve, esta analogía actúa en dos
direcciones. Si, por una parte, nos permite comprender mejor la esencia de la
relación de Cristo con la Iglesia, por otra, a la vez, nos permite penetrar más
profundamente en la esencia del matrimonio, al que están llamados los
cristianos. Manifiesta, en cierto sentido, el modo en que este matrimonio, en su
esencia más profunda, emerge del misterio del amor eterno de Dios al
hombre y a la humanidad: de ese misterio salvífico que se realiza en el tiempo
mediante el amor nupcial de Cristo a la Iglesia. Partiendo de las palabras de la
Carta a los Efesios (5, 22-33), podemos desarrollar luego el pensamiento
contenido en la gran analogía paulina en dos direcciones: tanto en la dirección
de una comprensión más profunda de la Iglesia, como en la dirección de una
comprensión más profunda del matrimonio. En nuestras consideraciones
seguiremos, ante todo, esta segunda, recordando que en la base de la comprensión
del matrimonio en su esencia misma, está la relación nupcial de Cristo con la
Iglesia. Esta relación se analiza más detalladamente aún para poder
establecer-suponiendo la analogía con el matrimonio cómo éste se convierte en
signo visible del eterno misterio divino, a imagen de la Iglesia unida
con Cristo. De este modo la Carta a los Efesios nos lleva a las bases mismas
de la sacramentalidad del matrimonio.
5. Comencemos, pues, un análisis detallado
del texto. Cuando leemos en la Carta a los Efesios que «el marido es cabeza de
la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, y salvador de su cuerpo» (5,
23), podemos suponer que el autor, que ha aclarado ya antes que la sumisión de
la mujer al marido, como cabeza, se entiende como sumisión recíproca «en el
temor de Cristo», se remonta al concepto arraigado en la mentalidad del tiempo,
para expresar ante todo la verdad acerca de la relación de Cristo con la
Iglesia, esto es, que Cristo es cabeza de la Iglesia. Es cabeza como «salvador
de su cuerpo». Precisamente la Iglesia es ese cuerpo que -estando sometido en
todo a Cristo como a su cabeza- recibe de El todo aquello por lo que viene a ser
y es su cuerpo: es decir, la plenitud de la salvación como don de Cristo, el
cual «se ha entregado a sí mismo por ella» hasta el fin. La «entrega» de
Cristo al Padre por medio de la obediencia hasta la muerte de cruz adquiere aquí
un sentido estrictamente eclesiológico: «Cristo amó a la Iglesia y se
entregó por ella» (Ef 5, 25). A través de una donación
total por amor ha formado a la Iglesia como su cuerpo y continuamente
la edifica, convirtiéndose en su cabeza. Como cabeza es salvador de su cuerpo
y, a la vez, como salvador es cabeza. Como cabeza y salvador de la Iglesia es
también esposo de su esposa.
6. La Iglesia es ella misma en tanto en
cuanto, como cuerpo, recibe de Cristo, su cabeza, todo el don de la salvación
como fruto del amor de Cristo y de su entrega por la Iglesia: fruto de la
entrega de Cristo hasta el fin. Ese don de si al Padre por medio de la
obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), es al mismo tiempo, según la
Carta a los Efesios, un «entregarse a sí mismo por la Iglesia». En esta
expresión, diría que el amor redentor se transforma en amor nupcial:
Cristo, al entregarse a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor
se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa, como
el marido con la mujer, entregándose a través de todo lo que, de una vez para
siempre, está incluido en ese su «darse a sí mismo» por la Iglesia. De este
modo, el misterio de la redención del cuerpo lleva en si, de alguna manera, el
misterio «de las bodas del Cordero» (cf. Ap 19, 7). Puesto que Cristo
es cabeza del cuerpo, todo el don salvífico de la redención penetra a la
Iglesia como al cuerpo de esa cabeza, y forma continuamente la más profunda,
esencial sustancia de su vida. Y la forma de manera nupcial, ya que en el texto
citado la analogía del cuerpo-cabeza pasa a la analogía del esposo-esposa, o
mejor, del marido-mujer. Lo demuestran los pasajes sucesivos del texto a los que
nos conviene pasar más adelante.
91. El esposo y la esposa en el misterio de Cristo y de la Iglesia (25-VIII-82/29-VIII-82)
1. En las precedentes reflexiones sobre el capítulo
5 de la Carta a los Efesios (21-33) hemos llamado especialmente la atención
sobre la analogía de la relación que existe entre Cristo y la Iglesia, y de la
que existe entre el esposo y la esposa, esto es, entre el marido y la mujer,
unidos por el vínculo matrimonial. Antes de disponernos al análisis de los
pasajes siguientes del texto en cuestión, debemos tomar conciencia del hecho de
que en el ámbito de la fundamental analogía paulina: Cristo e Iglesia, por una
parte, hombre y mujer, como esposos, por otra, hay también una analogía
suplementaria: esto es, la analogía de la Cabeza y del Cuerpo.
Precisamente esta analogía ccnfiere un significado principalmente eclesiológico
al enunciado que analizamos: la Iglesia, como tal, está formada por Cristo; está
constituida por El en su parte esencial, como el cuerpo por la cabeza. La unión
del cuerpo con la cabeza es sobre todo de naturaleza orgánica, es,
sencillamente, la unión somática del organismo humano. Sobre esta unión orgánica
se funda, de modo directo la unión biológica, en cuanto se puede decir que «el
cuerpo vive de la cabeza» (si bien del mismo modo, aunque de otra manera, la
cabeza vive del cuerpo). Y además, si se trata del hombre, sobre esta unión
orgánica se funda también la unión psíquica, entendida en su integridad y,
en definitiva, la unidad integral de la persona humana.
2. Como ya he dicho (al menos en el pasaje
analizado), el autor de la Carta a los Efesios ha introducido la analogía
suplementaria de la cabeza y del cuerpo en el ámbito de la analogía del
matrimonio. Parece incluso que haya concebido la primera analogía: «cabeza,
cuerpo», de manera más central desde el punto de vista de la verdad sobre
Cristo y sobre la Iglesia, que él proclama. Sin embargo, hay que afirmar del
mismo modo que no la ha puesto al lado o fuera de la analogía
del matrimonio como vínculo nupcial. Más aún, al contrario. En todo el
texto de la Carta a los Efesios (5, 22-33), y especialmente en la primera parte,
de la que nos estamos ocupando (5, 22-23), el autor habla como si en el
matrimonio también el marido fuera «cabeza de la mujer», y la mujer «cuerpo
del marido», cual si los dos cónyuges formaran una unión orgánica. Esto
puede hallar su fundamento en el texto del Génesis donde se habla de «una sola
carne» (Gén 2, 24), o sea, en el mismo texto al que se referirá el autor de
la Carta a los Efesios después en el marco de su gran analogía. No obstante,
en el texto del libro del Génesis se pone claramente de relieve que se trata
del hombre y de la mujer como de dos distintos sujetos personales, que deciden
conscientemente su unión conyugal, definida por el arcaico texto con los términos:
«una sola carne». Y también en la Carta a los Efesios queda igualmente claro.
El autor se sirve de una doble analogía: cabeza-cuerpo, marido-mujer, a fin de
ilustrar con claridad la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia.
En cierto sentido, especialmente en este primer pasaje del texto a los Efesios
5, 22-23, la dimensión eclesiológica parece decisiva y predominante.
3. «Las casadas estén sujetas a sus maridos
como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de
la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así
las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras
mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...» (Ef 5,
22-25).
Esta analogía suplementaria «cabeza-cuerpo»
hace que en el ámbito de todo el pasaje de la Carta a los Efesios 5, 22-33, nos
encontremos con dos sujetos distintos, los cuales, en virtud de una especial
relación recíproca, vienen a ser, en cierto sentido un solo sujeto:
la cabeza constituye juntamente con el cuerpo un sujeto (en el sentido físico
y metafísico), un organismo, una persona humana, un ser. No cabe duda de que
Cristo es un sujeto diverso de la Iglesia, sin embargo, en virtud de una relación
especial, se une con ella, como en una unión orgánica de cabeza y cuerpo: la
Iglesia es así fuertemente, así esencialmente ella misma en virtud de la unión
con Cristo (místico). ¿Se puede decir lo mismo de los esposos, del hombre y de
la mujer, unidos por un vínculo matrimonial? Si el autor de la Carta a los
Efesios ve la analogía de la unión de la cabeza con el cuerpo también
en el matrimonio, esta analogía, en cierto sentido, parece referirse al
matrimonio, teniendo en cuenta la unión que Cristo constituye con la Iglesia y
la Iglesia con Cristo. La analogía, pues, se refiere sobre todo al matrimonio
mismo como a la unión en virtud de la cual «serán dos una sola carne» (Ef
5, 31; cf. Gén 2, 24).
4. Sin embargo, esta analogía no oscurece
la individualidad de los sujetos: la del marido y la de la mujer, es
decir, la esencial bi-subjetividad que está en la base de la imagen de «un
solo cuerpo», más aún, la esencial bi-subjetividad del marido y de la mujer
en el matrimonio, que hace de ellos, en cierto sentido, «un solo Cuerpo»,
pasa, en el ámbito de todo el texto que estamos examinando (Ef 5,
22-33), a la imagen de la Iglesia-Cuerpo, unido con Cristo como Cabeza. Esto se
ve especialmente en la continuación de este texto, donde el autor describe la
relación de Cristo con la Iglesia precisamente mediante la imagen de la relación
del marido con la mujer. En esta descripción la Iglesia-Cuerpo de Cristo
aparece claramente como el sujeto segundo de la unión conyugal, al cual el
sujeto primero, Cristo, manifiesta el amor con que la ha amado, entregándose «a
sí mismo por ella». Ese amor es imagen y, sobre todo, modelo del amor que el
marido debe manifestar a la mujer en el matrimonio cuando ambos están sometidos
uno al otro «en el temor de Cristo».
5. Efectivamente, leemos: «Vosotros, los
maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó
por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la
palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa
semejante, sino santa e inmaculada. Los maridos deben amar a sus mujeres como a
su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece
jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la
Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne» (Ef 5,
25-31).
6. Es fácil descubrir que en esta parte del
texto de la Carta a los Efesios 5, 22-33 «prevalece» claramente la
bi-subjetividad: se pone de relieve tanto en la relación
Cristo-Iglesia como en la relación marido-mujer. Esto no quiere decir que
desaparezca la imagen de un sujeto único: la imagen de «un solo cuerpo». Esta
se conserva incluso en el pasaje de nuestro texto, y en cierto sentido está allí
todavía mejor explicada. Lo veremos con mayor claridad al analizar
detalladamente el pasaje antes citado. Así, pues, el autor de la Carta a los
Efesios habla del amor de Cristo a la Iglesia, explicando el modo en que se
expresa ese amor, y presentando, a la vez, tanto ese amor como sus expresiones
cual modelo que debe seguir el marido con relación a la propia mujer. El amor
de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: «Cristo
amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla» (Ef 5,
25-26). En el principio de esta santificación está el bautismo
fruto primero y esencial de la entrega de si que Cristo ha hecho por la
Iglesia. En este texto el bautismo no es llamado por su propio nombre, sino
definido como purificación «mediante el lavado del agua, con la palabra» (Ef
5-26). Este lavado, con la potencia que se deriva de la donación
redentora de sí, que Cristo ha hecho por la Iglesia, realiza la purificación
fundamental mediante la cual el amor de El a la Iglesia adquiere un carácter
nupcial a los ojos del autor de la Carta.
7. Es sabido que en el sacramento del bautismo
participa un sujeto individual en la Iglesia. Sin embargo, el autor de la Carta,
a través de ese sujeto individual del bautismo ve a toda la Iglesia. El amor
nupcial de Cristo se refiere a ella, a la Iglesia, siempre que una persona
individual recibe en ella la purificación fundamental por medio del bautismo.
El que recibe el bautismo, en virtud del amor redentor de Cristo, se hace, al
mismo tiempo, participe de su amor nupcial a la Iglesia. «El lavado del agua,
con la palabra» en nuestro texto es la expresión del amor nupcial en el
sentido de que prepara a la esposa (Iglesia) para el esposo, hace a la Iglesia
esposa de Cristo, diría «in actu primo». Algunos estudiosos de la Biblia
observan aquí que, en el texto que hemos citado, el «lavado del agua» evoca
la ablución ritual que precedía a los desposorios, y que constituía un
importante rito religioso incluso entre los griegos.
8. Como sacramento del bautismo el «lavado
del agua con la palabra» (Ef 5, 26) convierte a la Iglesia en esposa no
sólo «in actu primo», sino también en la perspectiva más
lejana, o sea, en la perspectiva escatológica. Esta se abre ante
nosotros cuando, en la Carta a los Efesios, leemos que «el lavado del agua»
sirve, por parte del esposo, «a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha
o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27). La
expresión «presentársela» parece indicar el momento del desposorio, cuando
la esposa es llevada al esposo, vestida ya con el traje nupcial, y adornada para
la boda. El texto citado pone de relieve que el mismo Cristo-Esposo se preocupa
de adornar a la Esposa-Iglesia, procura que esté hermosa con la belleza de la
gracia, hermosa gracias al don de la salvación en su plenitud, concedido ya
desde el sacramento del bautismo. Pero el bautismo es sólo el comienzo, del que
deberá surgir la figura de la Iglesia gloriosa (como leemos en el texto), cual
fruto definitivo del amor redentor y nupcial, solamente en la última venida de
Cristo (parusía).
Vemos con cuánta profundidad el autor de la
Carta a los Efesios escruta la realidad sacramental, al proclamar su gran analogía:
tanto la unión de Cristo con la Iglesia, como la unión nupcial del hombre y de
la mujer en el matrimonio quedan iluminados de este modo por una especial luz
sobrenatural.
92. El amor de Cristo a la Iglesia, modelo del amor conyugal (1-IX-82/5-IX-82)
1. El autor de la Carta a los Efesios, al
proclamar la analogía entre el vínculo nupcial que une a Cristo y a la
Iglesia, y el que une al marido y la mujer en el matrimonio, escribe así. «Vosotros,
los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó
por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la
palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa
semejante, sino santa e intachable» (Ef 5, 25-27).
2. Es significativo que la imagen de
la Iglesia gloriosa se presente, en el texto citado, como una esposa toda
ella hermosa en su cuerpo. Ciertamente, se trata de una metáfora; pero
resulta muy elocuente y testimonia cuán profundamente incide la importancia del
cuerpo en la analogía del amor nupcial. La Iglesia «gloriosa» es la que no
tiene «mancha ni arruga». «Mancha» puede entenderse como signo de fealdad,
«arruga» como signo de envejecimiento y senilidad. En el sentido metafórico,
tanto una como otra expresión indican los defectos morales, el pecado. Se puede
añadir que en San Pablo el «hombre viejo» significa el hombre del pecado (cf.
Rom 6, 6). Cristo, pues, con su amor redentor y nupcial hace ciertamente
que la Iglesia no sólo venga a estar sin pecado, sino que se conserve «eternamente
joven».
3. Como puede verse, el ámbito de la metáfora
es muy amplio. Las expresiones que se refieren directa e inmediatamente al
cuerpo humano, caracterizándolo en las relaciones recíprocas entre el
esposo y la esposa, entre el marido y la mujer, indican, al mismo tiempo,
atributos y cualidades de orden moral, espiritual y sobrenatural. Esto es
esencial para tal analogía. Por tanto, el autor de la Carta puede definir el
estado «glorioso» de la Iglesia en relación con el estado del cuerpo de la
esposa, libre de señales de fealdad o envejecimiento («o cosa semejante»),
sencillamente como santidad y ausencia del pecado: Así es la Iglesia «santa
e intachable». Resulta obvio, pues de qué belleza de la esposa se trata,
en que sentido la Iglesia es Cuerpo de Cristo y en qué sentido ese
Cuerpo-Esposa acoge el don del Esposo que «amó a la Iglesia y se entregó por
ella». No obstante, es significativo que San Pablo explique toda esta realidad
que por esencia es espiritual y sobrenatural, por medio de la semejanza del
cuerpo y del amor, en virtud de los cuales los esposos, marido y mujer, se hacen
«una sola carne».
4. En todo el pasaje del texto citado esta
bien claramente conservado el principio de la bi-subjetividad:
Cristo-Iglesia, Esposo-Esposa (marido-mujer). El autor presenta el amor de
Cristo a la Iglesia -ese amor que hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo, del
que El es la Cabeza- como modelo del amor de los esposos y como modelo de las
bodas del esposo y la esposa. El amor obliga al esposo-marido a ser solícito
del bien de la esposa-mujer, le compromete a desear su belleza y, al mismo
tiempo, a sentir esta belleza física. El esposo se fija con atención en su
esposa como con la creadora, amorosa inquietud de encontrar todo lo que de bueno
y de bello hay en ella y desea para ella. El bien que quien ama crea, con su
amor, en la persona amada, es como una verificación del mismo amor y su medida.
Al entregarse a sí mismo de la manera más desinteresada, el que ama no lo hace
al margen de esta medida y de esta verificación.
5. Cuando el autor de la Carta a los Efesios
-en los siguientes versículos del texto (5, 28-29) piensa exclusivamente en los
esposos mismos, la analogía de la relación de Cristo con la Iglesia resuena aún
más profundamente y le impulsa a expresarse así: «Los maridos deben amar a
sus mujeres como a su propio cuerpo» (Ef 5, 28). Aquí
retorna, pues, el tema de «una sola carne», que en dicha frase y en las frases
siguientes no sólo se reitera, sino que también se esclarece. Si los maridos
deben amar a sus mujeres como al propio cuerpo, esto significa que esa uni-subjetividad
se funda sobre la base de la bi-subjetividad y no tiene carácter real, sino
intencional: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo propio del marido, pero debe
amarlo como a su propio cuerpo. Se trata, pues, de la unidad, no en el sentido
ontológico, sino moral: de la unidad por amor.
6. «El que ama a su mujer, a sí mismo se ama»
(Ef 5, 28). Esta frase confirma aún más ese carácter de unidad.
En cierto sentido el amor hace del «yo» del otro el propio «yo»: el «yo»
de la mujer, diría, se convierte por amor en el «yo» del marido. El cuerpo es
la expresión de ese «yo» y el fundamento de su identidad. La unión del
marido y de la mujer en el amor se expresa también a través del cuerpo. Se
expresa en la relación recíproca, aunque el autor de la Carta a los Efesios lo
indique sobre todo por parte del marido. Este es el resultado de la estructura
de la imagen total. Aunque los cónyuges deben estar «sometidos unos a los
otros en el temor de Cristo» (esto ya se puso de relieve en el primer versículo
del texto citado: (Ef 5, 22-23), sin embargo, a continuación el
marido es sobre todo, el que ama y la mujer, en cambio, la que es
amada. Se podría incluso arriesgar la idea de que la «sumisión» de la
mujer al marido, entendida en el contexto de todo el pasaje (5, 22-23) de la
Carta a los Efesios, significaba, sobre todo, «experimentar el amor». Tanto más
cuanto que esta «sumisión» se refiere a la imagen de la sumisión de la
Iglesia a Cristo, que consiste ciertamente en experimentar su amor. La Iglesia,
como esposa, al ser objeto del amor redentor de Cristo Esposo, se convierte en
su cuerpo. La mujer, al ser objeto del amor nupcial del marido, se convierte en
«una sola carne» con él en cierto sentido, en su «propia» carne. El autor
repetirá esta idea una vez más en la última frase del pasaje que estamos
analizando: «Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo»
(Ef 5, 33).
7. Esta es la unidad moral, condicionada y
constituida por el amor. El amor no solo une a dos sujetos, sino que les permite
compenetrarse mutuamente, perteneciendo espiritualmente el uno al otro, hasta
tal punto que el autor de la Carta puede afirmar: «El que ama a su mujer, a sí
mismo se ama» (Ef 5, 28). El «yo» se hace, en
cierto sentido, el «tú», y el «tú» el «yo» (se entiende en sentido
moral). Y por esto la continuación del texto que estamos analizando, dice así:
«Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como
Cristo a la Iglesia, por que somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 29-30).
La frase que inicialmente se refiere aún a las relaciones de los cónyuges,
en la fase sucesiva retorna explícitamente a la relación Cristo Iglesia, y así,
a la luz de esa relación, nos induce a definir el sentido de toda la frase. El
autor, después de haber explicado el carácter de la relación del marido con
la propia mujer, formando «una sola carne», quiere reforzar aún más su
afirmación precedente «El que ama a su mujer, a sí mismo se aman» y, en
cierto sentido, sostenerla con la negación y la exclusión de la posibilidad
opuesta («nadie aborrece jamás su propia carne», Ef 5, 29). En
la unión por amor, el cuerpo «del otro» se convierte en «propio», en el
sentido de que se tiene solicitud del bien del cuerpo del otro como del propio.
Dichas palabras, al caracterizar el amor «carnal» que debe unir a los esposos,
expresan, puede decirse, el contenido más general y, a la vez, el más
esencial. Parece que hablan de este amor, sobre todo, con el leaguaje del «ágape».
8. La expresión, según la cual, el hombre «alimenta
y abriga» la propia carne -es decir, el marido «alimenta y abriga» la carne
de la mujer como la suya propia- parece indicar más bien la solicitud de los
padres, la relación tutelar, mejor que la ternura conyugal. Se debe buscar la
motivación de este carácter en el hecho de que el autor pasa aquí
indistintamente de la relación que une a los esposos a la relación entre
Cristo y la Iglesia. Las expresiones que se refieren al cuidado del cuerpo, y
ante todo a su nutrición, a su alimentación, sugieren a muchos
estudiosos de la Sagrada Escritura una referencia a la Eucaristía, con la
que Cristo, en su amor nupcial, «alimenta» a la Iglesia. Si estas
expresiones, aunque en tono menor, indican el carácter específico del amor
conyugal, especialmente del amor en virtud del cual los cónyuges se hacen «una
sola carne», al mismo tiempo, ayudan a comprender, al menos de modo general, la
dignidad del cuerpo y el imperativo moral de tener cuidado por su bien: de ese
bien que corresponde a su dignidad. El parangón con la Iglesia como Cuerpo de
Cristo, Cuerpo de su amor redentor y, a la vez, nupcial, debe dejar en la
conciencia de los destinatarios de la Carta a los Efesios (5, 22-23) un
sentido profundo del «sacrum» del cuerpo humano en general, y
especialmente en el matrimonio, como «lugar» donde este sentido del «sacrum»
determina de manera particularmente profunda las relaciones recíprocas de las
personas y, sobre todo, las del hombre con la mujer, en cuanto mujer y madre de
sus hijos.
93. La sacramentalidad del matrimonio (8-IX-82/12-IX-82)
1. El autor de la Carta a los Efesios escribe:
«Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como
Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 29-30).
Después de este versículo, el autor juzga oportuno citar el que en toda la
Biblia puede ser considerado el texto fundamental sobre el matrimonio, texto
contenido en el Génesis, capítulo 2, 24: «Por esto dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne» (Ef
5, 31: Gén 2, 24). Se puede deducir del contexto inmediato de la Carta a
los Efesios que la cita del libro del Génesis (Gén 2, 24) es aquí
necesaria no tanto para recordar la unidad de los esposos, definida «desde el
principio» en la obra de la creación, cuanto para presentar el misterio de
Cristo con la Iglesia, de donde el autor deduce la verdad sobre la unidad de los
cónyuges. Este es el punto más importante de todo el texto, en cierto
sentido, su clave angular. El autor de la Carta a los Efesios encierra en
estas palabras todo lo que ha dicho anteriormente, al trazar la analogía y
presentar la semejanza entre la unidad de los esposos y la unidad de Cristo con
la Iglesia. Al citar las palabras del libro del Génesis (Gén 2-24)
el autor pone de relieve que las bases de esta analogía se buscan en la
línea que, dentro del plan salvífico de Dios, une el matrimonio, como la
más antigua revelación (y «manifestación») de ese plan en el
mundo creado, con la revelación y «manifestación» definitiva, esto
es, la revelación de que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef
5, 25), dando a su amor redentor un carácter y sentido nupcial.
2. Así, pues, esta analogía que impregna el
texto de la Carta a los Efesios (5, 22-23) tiene su base última en el plan salvífico
de Dios. Esto quedará aún más claro y evidente cuando situemos el pasaje del
texto, que hemos analizado, en el contexto general de la Carta a los Efesios.
Entonces se comprenderá más fácilmente la razón por la que el autor, después
de haber citado las palabras del libro del Génesis (2, 24), escribe: «Gran
misterio este, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5, 32).
En el contexto global de la Carta a los
Efesios y ademán en el contexto más amplio de las palabras de la Sagrada
Escritura, que revelan el plan salvífico de Dios «desde el principio», es
necesario admitir que el término «mysterion» significa aquí el misterio
antes oculto en la mente divina y después revelado en la historia del
hombre. Efectivamente, se trata de un misterio «grande», dada su
importancia: ese misterio, como plan salvífico de Dios con relación a la
humanidad, es, en cierto sentido, el tema central de toda revelación, su
realidad central. Es lo que Dios, como Creador y Padre desea transmitir sobre
todo a los hombres en su Palabra.
3. Se trataba de transmitir no sólo la «buena
noticia» sobre la salvación, sino de comenzar, al mismo tiempo, la obra de
la salvación, como fruto de la gracia que santifica al hombre para la vida
eterna en la unión con Dios. Precisamente en el camino de esta revelación-realización,
San Pablo pone de relieve la continuidad entre la más antigua Alianza, que Dios
estableció al constituir el matrimonio ya en la obra de la creación, y la
Alianza definitiva en la que Cristo, después de haber amado a la Iglesia y
haberse entregado por ella, se une a la misma de modo nupcial, esto es, como
corresponde a la imagen de los esposos. Esta continuidad de la iniciativa
salvífica de Dios constituye la base esencial de la gran analogía
contenida en la Carta a los Efesios. La continuidad de la iniciativa salvífica
de Dios significa la continuidad e incluso la identidad del misterio, del «gran
misterio», en las diversas fases de su revelación -por lo tanto, en cierto
sentido, de su «manifestación»- y, a la vez, de su realización; en la fase
«más antigua» desde el punto de vista de la historia del hombre y de
la salvación, y en la fase «de la plenitud de los tiempos» (Gál 4,
4).
4. ¿Se puede entender ese «gran misterio»
como «sacramento»? ¿Acaso el autor de la Carta a los Efesios habla en el
texto que hemos citado, del sacramento del matrimonio? Si no habla de él
directamente y en sentido estricto -en este punto hay que estar de acuerdo con
la opinión bastante difundida de los escrituristas y teólogos-, sin embargo,
parece que en este texto habla de las bases de la sacramentalidad de toda
la vida cristiana, y en particular, de las bases de la sacramentalidad del
matrimonio. Habla, pues, de la sacramentalidad de toda la existencia cristiana
en la Iglesia, y especialmente del matrimonio de modo indirecto pero
del modo más fundamental posible.
5. «Sacramento» no es sinónimo de «misterio»
(1). Efectivamente, el misterio permanece «oculto» -escondido en Dios mismo-,
de manera que, incluso después de su proclamación (o sea, revelación), no
cesa de llamarse «misterio», y se predica también como misterio. El
sacramento presupone la revelación del misterio y presupone también su
aceptación mediante la fe, por parte del hombre. Sin embargo, es, a la vez,
algo más que la proclamación del misterio y la aceptación de él mediante la
fe. El sacramento consiste en «manifestar» ese misterio en un signo que
sirve no sólo para proclamar el misterio, sino también para realizarlo en el
hombre. El sacramento es signo visible y eficaz de la gracia. Mediante él, se
realiza en el hombre el misterio escondido desde la eternidad en Dios, del que
habla la Carta a los Efesios (cf. Ef 1, 9) al comienzo; misterio de la
llamada a la santidad, por parte de Dios, del hombre en Cristo, y misterio de su
predestinación a convertirse en hijo adoptivo. Se realiza de modo misterioso,
bajo el velo de un signo: no obstante, el signo es siempre un «hacer sensible»
ese misterio sobrenatural que actúa en el hombre bajo su velo.
6. Al considerar el pasaje de la Carta a los
Efesios que hemos analizado, y en particular las palabras; «Gran misterio éste,
pero entendido de Cristo y de la Iglesia», hay que constatar que el autor de la
Carta escribe no sólo del gran misterio escondido en Dios, sino también -y
sobre todo- del misterio que se realiza por el hecho de que Cristo, que con acto
de amor redentor amó a la Iglesia y se entregó por ella, con el mismo acto se
ha unido a la Iglesia de modo nupcial, como se unen recíprocamente marido y
mujer en el matrimonio instituido por el Creador. Parece que las palabras de la
Carta a los Efesios motivan suficientemente lo que leemos al comienzo mismo de
la Constitución «Lumen gentium»:... «La Iglesia es en Cristo como
un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el genero humano» (Lumen gentium, 1).
Este texto del Vaticano II no dice: «La
Iglesia es sacramento», sino «es como un sacramento», indicando así que de
la sacramentalidad de la Iglesia hay que hablar de modo analógico y no idéntico
respecto a lo que entendemos cuando nos referimos a los siete sacramentos que
administra la Iglesia por institución de Cristo. Si existen las bases para
hablar de la Iglesia como de un sacramento, la mayor parte de estas bases están
indicadas precisamente en la Carta a los Efesios.
7. Se puede decir que esta sacramentalidad de
la Iglesia está constituida por todos los sacramentos, mediante los cuales ella
realiza su misión santificadora. Además se puede decir que la sacramentalidad
de la Iglesia es fuente de los sacramentos, y en particular del Bautismo y de la
Eucaristía, como se deduce del pasaje, ya analizado de la Carta a los Efesios (cf.
Ef 5, 25-33). Finalmente hay que decir que la sacramentalidad de la
Iglesia permanece en una relación particular con el matrimonio: el
sacramento más antiguo.
(1) El «sacramento», concepto central para
nuestras reflexiones, ha recorrido un largo camino durante los siglos. La
historia semántica del término «sacramento» hay que comenzarla desde el término
griego «mysterion», que, a decir verdad, en el libro de Judit significa
todavía los planes militares del rey («consejo secreto», cf. Jdt 2,
2), pero ya en el libro de la Sabiduría (2, 22) y en la profecía de Daniel (2,
27) significa los planes creadores de Dios y el fin que El asigna al mundo y que
sólo se revelan a los confesores fieles.
En este sentido «mysterion», sólo aparece
una vez en los Evangelios: «a vosotros os ha sido dado conocer el misterio del
reino de Dios» (Mc 4, 11 y par.). En las grandes Cartas de San
Pablo ese término se encuentra siete veces, culminando en la revelación del misterio
tenido secreto en los tiempos eternos, pero manifestado ahora...» (Rom
16, 25-26).
En las Cartas posteriores tiene lugar la
identificación del «mysterion» con el Evangelio (cf. Ef 6, 19) e
incluso con el mismo Jesucristo (cf. Col 2, 2; 4. 3; Ef 3, 4), lo
que constituye un cambio en la inteligencia del término; «mysterion» no es ya
sólo el plan eterno de Dios, sino la realización en la tierra de ese
plan, revelado en Jesucristo.
Por esto, en el período patrístico comienzan
a llamarse «mysterion» incluso los acontecimientos históricos en los que se
manfiesta la voluntad divina de salvar al hombre. Ya en el siglo II, en los
escritos de San Ignacio de Antioquía, de San Justino y Melitón, los misterios
de la vida de Jesús, las profecías y las figurar simbólicas del Antiguo
Testamento se definen con el término «mysterion».
En el siglo III comienzan a aparecer las
versiones más antiguas en latín de la Sagrada Escritura, donde el término
griego se traduce o por el término «mysterion», o por el término «sacramentum»
(por ejemplo: Sab 2, 22; Ef 5, 32), quizá por apartarse explícitamente
de los ritos mistéricos paganos y de la neoplatónica mistagogía gnóstica.
Sin embargo, originariamente el «sacramentum»
significaba el juramento militar que prestaban los legionarios romanos. Puesto
que en él se podía distinguir el aspecto de «inciación a una nueva forma de
vida», «el compromiso sin reservas», «el servicio fiel hasta el peligro de
muerte». Tertuliano pone de relieve estas dimensiones en el sacramento
cristiano del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía. En el siglo III
se aplica, pues, el término «sacramentum», tanto al misterio del plan salvífico
de Dios en Cristo (cf. por ejemplo Ef 5, 32), como a su realización
concreta por el medio de las siete fuentes de gracia, llamadas hoy «sacramentos
de la Iglesia».
San Agustín, sirviéndose de varios
significados de ese término, llamó sacramentos a los ritos religiosos tanto de
la Antigua como de la Nueva Alianza, a los símbolos y figuras bíblicas, así
como también a la religión cristiana revelada. Todos estos sacramentos, según
San Agustín, pertenecen al gran sacramento: al misterio de Cristo, y de la
Iglesia. San Agustín influyó sobre la precisación ulterior del término «sacramento»,
subrayando que los sacramentos son signos sagrados; que tienen en sí semejanza
con lo que significan y que confieren lo que significan. Contribuyó, pues, con
sus análisis a elaborar una concisa definición escolástica del sacramento: «signum
efficax gratiae».
San Isidoro de Sevilla (siglo VII) subrayó
después otro aspecto: la naturaleza misteriosa del sacramento que, bajo los
velos de las especies materiales, oculta la noción del Espíritu Santo en el
alma del hombre.
Las Summas Teológicas de los siglos XII y XIII
formularon ya las definiciones sistemáticas de los sacramentos, pero tiene un
significado particular la definición de Santo Tomás: «Non omne signum rei
sacrae est sacramentum, sed solum ea quae significant perfectionem sanctitatis
humanae» (3.ª qu. 60, a. 2).
Desde entonces se entendió como «sacramento»
exclusivamente cada una de las siete fuentes de la gracia y los estudios de los
teólogos apuntaron sobre la profundización de la esencia y de la acción de
los siete sacramentos, elaborando, de manera sistemática, las líneas
principales contenidas en la tradicón escolástica.
Sólo en el último siglo se ha prestado atención
a los aspectos del sacramento, desatendidos en el curso de los siglos, por
ejemplo a su dimensión eclesial y al encuentro personal con Cristo, que han
encontrado expresión en la Constitución sobre la Liturgia (núm. 59). Sin
embargo, el Vaticano II torna, sobre todo, al significado originario del «sacramentumm-misterium»,
denominando a la Iglesia «sacramento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo género humano» (Lumen gentium, 1).
Aquí entendemos el sacramento -de acuerdo con
su significado originario- como realización del eterno plan divino referente a
la salvación de la humanidad.
94. El amor de Dios al pueblo elegido, signo del amor conyugal (15-IX-82/19-IX-82)
1. Nos encontramos ante el texto de la Carta a
los Efesios 5, 22-33, que ya, desde hace algún tiempo, estamos analizando
debido a su importancia para el problema del matrimonio y del sacramento. En el
conjunto de su contenido, comenzando por el capítulo primero, la Carta trata,
sobre todo, del misterio «escondido desde los siglos en Dios» como don
destinado eternamente al hombre. «Bendito sea Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición
espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la
constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos
predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto
nos hizo gratos en su amado» (Ef 1, 3-6).
2. Hasta ahora se habla del misterio escondido
«desde los siglos» (Ef 3, 9) en Dios.
Las frases siguientes introducen al lector en
la fase de la realización de ese misterio en la historia del hombre: el don,
destinado a él «desde los siglos» en Cristo, se hace parte real del hombre
en el mismo Cristo: «en quien tenemos la redención por virtud de su
sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia que
superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y prudencia.
Por éstas nos dio a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito,
que se propuso realizar en Cristo en la plenitud de los tiempos, recapitulando
todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, en El» (Ef 1,
7-10).
3. Así el eterno misterio ha pasado del
estado de «ocultamiento en Dios», a la fase de revelación y realización.
Cristo, en quien la humanidad ha sido «desde los siglos» elegida y bendecida
«con toda bendición espiritual», del Padre: Cristo, destinado, según el «designio»
eterno de Dios, para que en El, como en la Cabeza, «fueran recapituladas todas
las cosas, las del cielo y las de la tierra», en la perspectiva escatológica
revela el misterio eterno y lo realiza entre los hombres. Por esto,
el autor de la Carta a los Efesios, en la continuación de la misma Carta,
exhorta a aquellos a quienes ha llegado esta revelación, y a todos los que la
han acogido en la fe, a modelar su vida en el espíritu de la verdad conocida.
De modo particular exhorta a lo mismo a los esposos cristianos, maridos y
mujeres.
4. En la máxima parte del contexto la Carta
se convierte en instrucción, o sea, parénesis. El autor parece hablar, sobre
todo, de dos aspectos morales de la vocación de los cristianos, haciendo, sin
embargo, referencia continua al misterio que ya actúa en ellos gracias a
la redención de Cristo, y obra con eficacia sobre todo en virtud del bautismo.
Efectivamente, escribe: «En El también vosotros, que escucháis la palabra de
la verdad, el Evangelio de nuestra salud, en el que habéis creído, fuisteis
sellados con el sello del Espíritu Santo prometido» (Ef 1, 13). Así,
pues, los aspectos morales de la vocación cristiana permanecen vinculados
no sólo con la revelación del eterno misterio divino en Cristo y con su
aceptación en la fe, sino también con el orden sacramental que, aun
cuando no aparezca en primer plano en toda la Carta, sin embargo, parece estar
presente en ella de manera discreta. Por lo demás, no puede ser de otro modo,
ya que el Apóstol escribe a los cristianos que, mediante el bautismo, se harían
miembros de la comunidad eclesial. Desde este punto de vista, el pasaje de la
Carta a los Efesios cap. 5, 22-23, analizado hasta ahora, parece tener una
importancia particular. Efectivamente, arroja una luz especial sobre la relación
esencial del misterio con el sacramento, y especialmente sobre la
sacramentalidad del matrimonio.
5. En el centro del misterio está Cristo.
En El -precisamente en El-, la humanidad ha sido eternamente bendecida «con
toda bendición espiritual». En El -en Cristo-, la humanidad ha sido elegida «antes
de la creación del mundo», elegida «en la caridad» y predestinada a la
adopción de hijos. Cuando después, con la «plenitud de los tiempos», este
misterio eterno se realiza en el tiempo, se realiza también en El y por El; en
Cristo y por Cristo. Por medio de Cristo se revela el misterio del amor divino.
Por El y en El queda realizado: en El «tenemos la redención por la virtud de
su sangre, la remisión de los pecados...» (Ef 1, 7). De este
modo los hombres que aceptan mediante la fe el don que se les ofrece en Cristo,
se hacen realmente partícipes del misterio eterno, aunque actúe en ellos bajo
los velos de la fe. Esta donación sobrenatural de los frutos de la
redención hecha por Cristo adquiere, según la Carta a los Efesios 5,
22-33, el carácter de una entrega nupcial de Cristo mismo a la Iglesia, a
semejanza de la relación nupcial entre el marido y la mujer. Por lo tanto, no sólo
los frutos de la redención son don, sino sobre todo lo es Cristo: El se entrega
a Sí mismo a la Iglesia, como a su Esposa.
6. Debemos preguntarnos si en este punto tal analogía
nos permite penetrar más profundamente y con mayor precisión en el
contenido esencial del misterio. Debemos hacernos esta pregunta, tanto más
cuanto que ese pasaje «clásico» de la Carta a los Efesios (5, 22-23) no
aparece en abstracto y aislado, sino que forma una continuidad, en cierto
sentido, una continuación de los enunciados del Antiguo Testamento, que
presentaban el amor de Dios-Yahvé al pueblo-Israel, elegido por El, según la
misma analogía. Se trata en primer lugar de los textos de los Profetas que en
sus discursos han introducido la semejanza del amor nupcial para caracterizar de
modo particular el amor que Yahvé nutre por Israel, el amor que, por parte del
pueblo elegido, no encuentra comprensión y correspondencia; más aún, halla
infidelidad y traición. La manifestación de infidelidad y traición fue ante
todo la idolatría, culto a los dioses extranjeros.
7. A decir verdad, en la mayoría de los casos
se trataba de poner de relieve de manera dramática precisamente esa traición y
esa infidelidad, llamadas «adulterio» de Israel; sin embargo en la base de todos
estos enunciados de los Profetas está la convicción explícita
de que el amor de Yahvé al pueblo elegido puede y debe ser comparado con el
amor que une al esposo con la esposa, al amor que debe unir a los cónyuges.
Convendría citar aquí numerosos pasajes de los textos de Isaías, Oseas,
Ezequiel (algunos de ellos ya se han citado anteriormente, al analizar el
concepto de «adulterio» teniendo como base las palabras que pronunció Cristo
en el sermón de la montaña). No se puede olvidar que al patrimonio del Antiguo
Testamento pertenece también el «Cantar de los Cantares», donde la imagen del
amor nupcial está delineada -es verdad- sin la analogía típica de los textos
proféticos, que presentaban en ese amor la imagen del amor de Yahvé a Israel,
pero también sin ese elemento negativo que en los otros textos constituye el
motivo de «adulterio», o sea, de infidelidad. Así, pues, la analogía del
esposo y de la esposa, que ha permitido al autor de la Carta a los Efesios
definir la relación de Cristo con la Iglesia, posee una rica tradición
en los libros de la Antigua Alianza. Analizando esta analogía en el «clásico»
texto de la Carta a los Efesios, no podemos menos de remitirnos a esa tradición.
8. Para iluminar esta tradición nos
limitaremos de momento a citar un pasaje del texto de Isaías. Dice el Profeta:
«Nada temas, que no serás confundida; no te avergüences, que no serás
afrentada. Te olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo
del oprobio de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé
Sebaot, y tu redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Si,
Yahvé te llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud,
¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné,
pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. /.../. No se apartará mas de ti mi
misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvé, que te ama»
(Is 54, 4-7. 10).
En el próximo capítulo comenzaremos el análisis
del citado texto de Isaías.
95. El amor de Dios a su pueblo y el amor nupcial en los profetas (22-IX-82/26-IX-82)
1. La Carta a los Efesios, mediante la
comparación de la relación entre Cristo y la Iglesia con la relación nupcial
de los esposos hace referencia a la tradición de los Profetas del Antiguo
Testamento. Para ilustrarlo, citamos el siguiente texto de Isaías: «Nada
temas, que no serás confundida no te avergüences, que no serás afrentada. Te
olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo del oprobio
de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu
Redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Si, Yahvé te
llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud, ¿podrá
ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en
mi gran amor vuelvo a llamarte. Desencadenando mi ira, oculté de ti mi rostro;
un momento me alejé de ti; pero en mi eterna misericordia me apiadé de ti,
dice Yahvé, tu redentor. Será como al tiempo de Noe, en que juré que nunca más
el diluvio se echaría sobre la tierra. Así juro yo ahora no volver a enojarme
contra ti, no volver a reñirte. Que se muevan los montes, que tiemblen los
collados, no se apartará más de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será
inquebrantable, dice Yahvé, que te ama» (Is 54, 4-10).
2. El texto de Isaías no contiene en
este caso los reproches hechos a Israel como a esposa infiel, que resuenan con
tanta fuerza en los otros textos, especialmente de Oseas o Ezequiel. Gracias a
esto, resulta mas transparente el contenido esencial de la analogía bíblica;
el amor de Dios-Yahvé a Israel-pueblo elegido se expresa como el amor del
hombre-esposo a la mujer elegida para ser su mujer a través del pacto conyugal.
De este modo Isaías explica los acontecimientos que constituyen el curso de la
historia de Israel, remontándose al misterio escondido casi en el corazón
mismo Dios. En cierto sentido, nos lleva en la misma dirección,
en que nos llevará, después de muchos siglos, el autor de la Carta a los
Efesios, que -basándose en la redención realizada ya en Cristo- descubrirá
mucho más plenamente la profundidad del mismo misterio.
3. El texto del Profeta tiene todo el colorido
de la tradición y de la mentalidad de los hombres del Antiguo Testamento. El
Profeta, hablando en nombre de Dios y como con sus palabras, se dirige a Israel
como esposo a la esposa que ha elegido. Estas palabras desbordan de un auténtico
ardor de amor y, a la vez, pone de relieve todo el carácter específico, tanto
de la situación como de la mentalidad propias de esa época. Subrayan que la
opción por parte del hombre quita a la esposa el «deshonor» que, según
la opinión de la sociedad, parecía vinculado al estado núbil, ya sea el
originario (la virginidad), ya sea el secundario (la viudez), ya sea, en fin, el
derivado del repudio de la mujer no amada (cf. Dt 24, 1) o eventualmente
de la mujer infiel. Sin embargo, el texto citado no hace mención de la
infidelidad; en cambio, revela el motivo de «amor misericordioso» (1),
indicando con esto no solo la índole social del matrimonio en la Antigua
Alianza, sino también el carácter mismo del don, que es
el amor de Dios a Israel-esposa: don que proviene totalmente de la iniciativa de
Dios. En otras palabras: indicando la dimensión de la gracia, que
desde el principio se contiene en ese amor. Esta es quizá la más fuerte «declaración
de Amor» por parte de Dios, unida con el solemne juramento de fidelidad para
siempre.
4. La analogía del amor que une a los esposos
queda fuertemente puesta de relieve en este pasaje. Dice Isaías: «...tu marido
es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel,
que es el Dios del mundo todo» (Is 54, 5). Así, pues, en ese texto el
mismo Dios, con toda la majestad de Creador y Señor de la creación, es llamado
explícitamente «esposo» habla de su gran «afecto», que no se alejará de
Israel-esposa, sino que constituirá un fundamento estable de la «alianza de
paz» con él. Así el motivo del amor nupcial y del matrimonio se
vincula con el motivo de la «alianza». Además, el «Señor de los ejércitos»
se llama a sí mismo no solo «creador», sino también «redentor». El texto
tiene un contenido teológico de riqueza extraordinaria.
5. Confrontando el texto de Isaías con la
Carta a los Efesios y constatando la continuidad respecto a la analogía del
amor nupcial y del matrimonio, debemos poner de relieve, al mismo tiempo, cierta
diversidad de óptica teológica. El autor de la Carta ya en el primer capítulo
habla del misterio del amor y de la elección con que «Dios Padre de nuestro Señor
Jesucristo» abraza a los hombres en su Hijo, sobre todo como de un misterio «escondido
en la mente de Dios». Este es el misterio del amor paterno, misterio de la
elección a la santidad («para que fuésemos santos e inmaculados ante El»: Ef
1, 4) y de la adopción de hijos en Cristo («y nos predestinó a la adopción
de hijos suyos por Jesucristo»: 1, 5). En este contexto, la deducción de la
analogía sobre el matrimonio, que hemos encontrado en Isaías («tu esposo es
tu Creador, que se llama Yahvé Sebaot»: Is 54, 5), parece ser un
detalle que forma parte de la perspectiva teológica. La primera dimensión
del amor y de la elección, como misterio escondido desde los siglos en
Dios, es una dimensión paterna y no «conyugal». Según
la Carta a los Efesios, la primera nota característica de ese misterio está
unida con la paternidad misma de Dios, puesta especialmente de relieve por los
Profetas (cf. Os 11, 1-4; Is 63, 8-9; 64, 7; Mal 1, 6).
6. La analogía del amor nupcial y del
matrimonio aparece solamente cuando el «Creador» y el Santo Israel, del texto
de Isaías, se manifiesta como «Redentor». Isaías dice: «Tu marido es tu
Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel» (Is
54, 5). Ya en este texto es posible, en cierto sentido, leer el paralelismo
entre el «esposo» y el «Redentor». Pasando a la Carta a los Efesios, debemos
observar que este pensamiento está allí precisamente desarrollando en la
plenitud. La figura del Redentor (2) se delinea ya en el capítulo primero como
propia de Aquel que es el «Hijo amado» del Padre (Ef 1, 6), amado
desde la eternidad: de Aquel, en el cual todos hemos sido amados por el
Padre, «desde los siglos». Es el Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «en
quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados según
las riquezas de su gracia» (Ef 1, 7). El mismo Hijo, como Cristo (o sea,
como Mesías), «amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25).
Esta espléndida formulación de la Carta a
los Efesios resume en sí y, a la vez, pone de relieve los elementos del Cántico
de Sión (cf. por ejemplo, Is 42, 1; 53, 8-12; 54, 8).
Y de esta manera la donación de sí mismo por
la Iglesia equivale al cumplimiento de la obra de la redención. De este modo el
«creador Señor de los ejércitos» del texto de Isaías se convierte en el «Santo
de Israel», del «nuevo Israel», como Redentor. En la Carta a los Efesios la
perspectiva teológica del texto profético se conserva y, al mismo tiempo, se
profundiza y se transforma. Entran en ella nuevos momentos revelados: el momento
trinitario, cristológico (3) y finalmente escatológico.
7. Así, pues, San Pablo, al escribir la Carta
al Pueblo de Dios de la Nueva Alianza y precisamente a la Iglesia de Efeso, no
repetirá más: «Tu marido es tu Hacedor», sino que mostrará de qué modo el
«Redentor», que es el Hijo primogénito y desde los siglos «amado del Padre»,
revela simultáneamente su amor salvífico que consiste en la entrega de
sí mismo por la Iglesia como amor nupcial con el que desposa a la Iglesia y
la hace su propio Cuerpo. Así la analogía de los textos proféticos del
Antiguo Testamento, (sobre todo, en el caso del libro de Isaías), se conserva
en la Carta a los Efesios y, a la vez, queda evidentemente transformada. A la
analogía corresponde el misterio que, a través de ella, se expresa y, en
cierto sentido, se explica. En el texto de Isaías este misterio apenas está
delineado, como «semioculto»; en cambio, en la Carta a los Efesios está
plenamente desvelado (se entiende que sin dejar de ser misterio). En la Carta a
los Efesios es explícitamente distinta la dimensión eterna del misterio en
cuanto escondido en Dios («Padre de nuestro Señor Jesucristo») y la dimensión
de su realización histórica, según su dimensión cristológica y, a la vez,
eclesiológica. La analogía del matrimonio se refiere sobre todo a la segunda
dimensión. También en los Profetas (en Isaías) la analogía del matrimonio se
refería directamente a una dimensión histórica: estaba
vinculada con la historia del Pueblo elegido de la Antigua Alianza, con la
historia de Israel; en cambio, la dimensión cristológica y eclesiológica en
la realización veterotestamentaria del misterio, se hallaba sólo como en embrión:
sólo fue preanunciada.
No obstante, es claro que el texto de Isaías
nos ayuda a comprender mejor la Carta a los Efesios y la gran analogía del amor
nupcial de Cristo y de la Iglesia.
(1) En el texto hebreo tenemos las palabras hesedrahamim,
que aparecen juntas más de una vez.
(2) Aunque en los libros bíblicos más
antiguos el «redentor» (en hebreo: go’el) significase a la persona
obligada por vínculos de sangre a vengar al pariente asesinado (cf. por
ejemplo. Núm 35, 19), a dar ayuda al pariente desventurado (cf. por
ejemplo, Rt 4, 6) y especialmente a rescatarlo de la esclavitud (cf. por
ejemplo, Lev 25, 48), con el paso del tiempo esta analogía se aplicó a
Yavé («El que ha redimido a Israel de la casa de la servidumbre, de la mano
del Faraón, rey de Egipto»: Dt 7, 8).
Particularmente en el Déutero-Isaías el
acento se traslada por la acción de rescate a la persona del Redentor, que
personalmente salva a Israel, casi sólo por su misma presencia, «no por dinero
ni por dones» (Is 45, 13).
Por esto el pasaje del «Redentor» de la
profecía de Isaías 54 a la Carta a los Efesios tiene la misma motivación de
aplicación, en dicha Carta, que los textos del Cántico sobre el Siervo de Yavé
(cf. Is 53, 10-12, Ef 5, 23, 25-26).
(3) En el lugar de la relación «Dios-Israel».
Pablo introduce la relación «Cristo-Iglesia», aplicando a Cristo todo lo que
en el Antiguo Testamento se refiere a Yavé (Adonai-Kyrios). Cristo es Dios,
pero Pablo le aplica también todo lo que se refiere al Siervo de Yavé en los
cuatro Cánticos (Is 42; 49; 50; 52-53), interpretados en sentido mesiánico
durante el período intertestamentario.
El motivo de la «Cabeza» y del «Cuerpo» no
es derivación bíblica, sino probablemente helenística (¿estoica?). En la
Carta a los Efesios este tema se ha utilizado en el contexto del matrimonio
(mientras que en la primera Carta a los Corintios el tema del «Cuerpo» sirve
para demostrar el orden que reina en la sociedad.
Desde el punto de vista bíblico la introducción
de este motivo es una novedad absoluta.
96. El matrimonio como analogía del amor nupcial entre Cristo y la Iglesia (29-IX-82/3-X-82)
1. En la Carta a los Efesios (5, 22-33) -igual
que en los Profetas del Antiguo Testamento (por ejemplo, en Isaías)-
encontramos la gran analogía del matrimonio o del amor nupcial entre Cristo y
la Iglesia.
¿Qué función tiene esta analogía con
relación al misterio revelado en la Antigua y en la Nueva Alianza? A esta
pregunta hay que responder gradualmente. Ante todo, la analogía del amor
conyugal o nupcial ayuda a penetrar en la esencia misma del misterio. Ayuda a
comprenderlo hasta cierto punto -se entiende que de modo analógico-. Es obvio
que la analogía del amor terreno, humano, del marido a la mujer, del amor
humano nupcial, no puede ofrecer una comprensión adecuada y completa de esa
realidad absolutamente trascendente, que es el misterio divino, tanto en su
ocultamiento desde los siglos en Dios, como en su realización «histórica» en
el tiempo, cuando «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef
5, 25). El misterio sigue siendo transcendente con relación a esta
analogía, como respecto a cualquier otra analogía, con la que tratamos de
expresarlo en lenguaje humano. Sin embargo, al mismo tiempo, esta analogía
ofrece la posibilidad de cierta «penetración» cognoscitiva en la esencia
misma del misterio.
2. La analogía del amor nupcial nos permite
comprender en cierto modo el misterio que desde los siglos está escondido en
Dios, y que en el tiempo es realizado por Cristo, precisamente como el amor de
un total e irrevocable don de sí por parte de Dios al hombre en Cristo. Se
trata del «hombre» en la dimensión personal y, a la vez, comunitaria (esta
dimensión comunitaria se expresa en el libro de Isaías y en los Profetas como
«Israel», en la Carta a los Efesios como «Iglesia»: se puede decir: Pueblo
de Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza). Añadamos que en ambas
concepciones la dimensión comunitaria está situada de algún modo, en primer
plano, pero no tanto que vele totalmente la dimensión personal que, por otra
parte, pertenece sencillamente a la esencia misma del amor nupcial. En ambos
casos nos encontramos más bien con una significativa «reducción
de la comunidad a la persona» (1): Israel y la Iglesia son considerados
como esposa-persona por parte del esposo-persona («Yahvé» y «Cristo»). Cada
«yo» concreto debe encontrarse a sí mismo en ese bíblico «nosotros».
3. Así, pues, la analogía de la que tratamos
permite comprender, en cierto grado, el misterio revelado del Dios vivo, que es
Creador y Redentor (y en cuanto tal es, al mismo tiempo, Dios de la Alianza);
nos permite comprender este misterio a la manera de un amor nupcial, así como
permite comprenderlo también a la manera de un amor «misericordioso» (según
el texto del libro de Isaías), o también al modo de un amor «paterno» (según
la Carta a los Efesios, principalmente el cap. I). Estos modos de comprender el
misterio son también, sin duda, analógicos. La analogía del amor nupcial
contiene en sí una característica del misterio que no se pone directamente de
relieve ni por la analogía del amor misericordioso ni por la analogía del amor
paterno (o por cualquiera otra analogía utilizada en la Biblia, a la que hubiéramos
podido referirnos).
4. La analogía del amor de los esposos (o
amor nupcial) parece poner de relieve sobre todo la importancia del
don de sí mismo por parte de Dios al hombre, elegido «desde los siglos»
en Cristo (literalmente: a «Israel», a la «Iglesia»), don total (o mejor, «radical»)
e irrevocable en su carácter esencial, o sea, como don. Este don es ciertamente
«radical» y, por esto «total». No se puede hablar aquí de la «totalidad»
en sentido metafísico. Efectivamente, el hombre, como criatura, no es capaz de
«recibir» el don de Dios en la plenitud trascendental de su divinidad. Este «don
total» (no creado ) sólo es participado por Dios mismo en la «trinitaria
comunión de las Personas». En cambio, el don de sí mismo por parte de Dios al
hombre, del que habla la analogía del amor nupcial, sólo puede tener la
forma de la participación en la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1, 4),
como lo ha esclarecido con gran precisión la teología. No obstante, según
esta medida, el don hecho al hombre por parte de Dios en Cristo es un don «total»,
o sea, «radical», como indica precisamente la analogía del amor nupcial: en
cierto sentido, es «todo» lo que Dios «ha podido» dar de sí mismo al
hombre, teniendo en cuenta las facultades limitadas del hombre-criatura. De este
modo, la analogía del amor nupcial indica el carácter «radical» de la
gracia: de todo el orden de la gracia creada.
5. Parece que todo lo anterior se puede decir
con referencia a la primera función de nuestra gran analogía, que pasó de los
escritos de los Profetas del Antiguo Testamento a la Carta a los Efesios, en la
que, como ya hemos notado, sufrió una significativa transformación. La analogía
del matrimonio, como realidad humana, en el que se encarna el amor nupcial
ayuda, en cierto grado y en cierto modo, a comprender el misterio de la
gracia como realidad eterna en Dios y como fruto «histórico» de la
redención de la humanidad en Cristo. Sin embargo, hemos dicho antes que esta
analogía bíblica no sólo «explica» el misterio, sino que también, por otra
parte, el misterio define y determina el modo adecuado de comprender la analogía,
y precisamente este elemento suyo, en el que los autores bíblicos ven «la
imagen y semejanza» del misterio divino. Así, pues, la comparación
del matrimonio (a causa del amor nupcial) con la relación de «Yahvé-Israel»
en la Antigua Alianza y de «Cristo-Iglesia» en la Nueva Alianza, decide a la
vez acerca del modo de comprender el matrimonio mismo y determina
este modo.
6. Esta es la segunda función de
nuestra gran analogía. Y, en la perspectiva de esta función, nos acercamos de
hecho al problema «sacramento y misterio», o sea, en sentido general y
fundamental, al problema de la sacramentalidad del matrimonio. Esto parece
particularmente motivado a la luz del análisis de la Carta a los Efesios (5,
22-33). En efecto, al presentar la relación de Cristo con la Iglesia a imagen
de la unión nupcial del marido y de la mujer, el autor de esta Carta habla, del
modo más general y, a la vez, fundamental, no sólo de la realización del
eterno misterio divino, sino también del modo en que ese misterio se ha
expresado en el orden visible, del modo en que se ha hecho visible,
y, por esto, ha entrado en la esfera del Signo.
7. Con el término «signo» entendemos aquí
sencillamente la «visibilidad del Invisible». El misterio escondido desde los
siglos en Dios -o sea, invisible- se ha hecho visible ante todo en el mismo
acontecimiento histórico de Cristo. Y la relación de Cristo con la
Iglesia, que en la Carta a los Efesios se define «mysterium magnum»,
constituye la realización y lo concreto de la visibilidad del mismo
misterio. Con todo, el hecho de que el autor de la Carta a los Efesios compare
la relación indisoluble de Cristo con la Iglesia, con la relación entre el
marido y la mujer, esto es, con el matrimonio -haciendo al mismo tiempo
referencia a las palabras del Génesis (2, 24), que con el acto creador de Dios
instituyen originariamente el matrimonio-, dirige nuestra reflexión hacia lo
que se ha presentado ya antes -en el contexto del misterio mismo de la creación-
como «visibilidad del Invisible», hacia el «origen» mismo de la historia
teológica del hombre.
Se puede decir que el signo visible del
matrimonio «en principio», en cuanto que esta vinculado al signo visible de
Cristo y de la Iglesia en el vértice de la economía salvífica de Dios, transpone
el plano eterno de amor a la dimensión «histórica» y
hace de él el fundamento de todo el orden sacramental. Mérito
particular del autor de la Carta a los Efesios es haber acercado estos dos
signos, haciendo de ellos el único gran signo, esto es, un sacramento
grande (sacramentum magnum).
(1) No se trata sólo de la personificación de
la sociedad humana, que constituye un fenómeno bastante común en la literatura
mundial, sino de una «corporate personality» específica de la Biblia,
marcada por una continua relación recíproca del individuo con el grupo.
(Cf.
H. Wheeler Robinson, «The Hebrew Conception of Corporate Personality» BZAW 66,
1936, págs. 49-62; cf. también J. L. McKenzie, «Aspects of Old Testament
Thought», en: The Jerome Biblical Commentary, vol. 2, Londres, 1970, pág.
748).
97. El matrimonio, sacramento primordial (6-X-82/10-XI-82)
1. Continuamos el análisis del texto clásico
del capítulo 5 de la Carta a los Efesios, versículos 22-33. A este propósito
conviene citar algunas frases de uno de los análisis precedentes dedicados a
este tema: «El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta
del don divino, porque lleva en si la dimensión interior del don. Y con ella
trae al mundo su particular semejanza con Dios, con la que trasciende y domina
también su "visibilidad" en el mundo, su corporeidad, su masculinidad
o feminidad, su desnudez. Un reflejo de esta semejanza es también la conciencia
primordial del significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de
la inocencia originaria» (+cap. 19, 20-2-1980).. Estas frases resumen en pocas
palabras el resultado de los análisis centrados en los primeros capítulos del
libro del Génesis, en relación a las palabras mediante las que Cristo, en su
conversación con los fariseos sobre el tema del matrimonio y de su
indisolubilidad, hizo referencia al «principio». Otras frases del mismo análisis
plantean el problema del sacramento primordial: «Así en esta
dimensión, se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que
transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en
Dios desde la eternidad. Y este es el misterio de la verdad y del amor, el
misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente... Es la
inocencia originaria la que inicia esta participación...» (+cap. 19).
2. Hay que ver de nuevo el contenido de estas
afirmaciones a la luz de la doctrina paulina expresada en la Carta a los
Efesios teniendo presente, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-33,
situado en el contexto total de toda la Carta. Por lo demás, la Carta nos
autoriza a hacer esto, ya que el autor mismo, en el capítulo 5, versículo 31,
hace referencia al «principio», y precisamente a las palabras de la institución
del matrimonio en el libro del Génesis (Gén 2, 24). ¿En qué sentido
podemos entrever en estas palabras un enunciado acerca del sacramento, acerca
del sacramento primordial? Los análisis precedentes del «principio» bíblico
nos han llevado gradualmente a esto, teniendo en cuenta el estado de la
originaria gratuidad del hombre en la existencia y en la gracia, que fue el
estado de inocencia y de justicia originarias. La Carta a los Efesios nos
impulsa a acercarnos a esta situación -o sea, al estado del hombre antes del
pecado original- desde el punto de vista del misterio escondido desde la
eternidad en Dios. Efectivamente, leemos en las primeras frases de la Carta que
«Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo... nos bendijo con toda bendición
espiritual en los cielos en Cristo, por cuanto que en El nos eligió
antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e
inmaculados ante El en caridad...» (Ef 1, 3-4).
3. La Carta a los Efesios abre ante nosotros
el mundo sobrenatural del misterio eterno, de los designios eternos de Dios
Padre respecto al hombre. Estos designios preceden a la «creación del mundo»,
por lo tanto, también a la creación del hombre. Al mismo tiempo esos designios
divinos comienzan a realizarse ya en toda la realidad de la creación. Si al
misterio de la creación pertenece también el estado de la inocencia originaria
del hombre creado, como varón y mujer, a imagen de Dios, esto significa que el
don primordial otorgado al hombre por parte de Dios, incluía en sí ya el
fruto de la elección del que leemos en la Carta a los Efesios:
«Nos eligió... para que fuésemos santos e inmaculados ante El»
(Ef 1, 4). Precisamente esto parecen poner de relieve las palabras
del libro del Génesis cuando el Creador-Elohim encuentra en el hombre -varón y
mujer-, al aparecer «ante El», un bien digno de complacencia: «Y vio Dios ser
muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Sólo después del pecado,
después de la ruptura de la alianza originaria con el Creador, el hombre siente
necesidad de esconderse «del Señor Dios»: «Te he oído en el jardín, y
temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10).
4. En cambio, antes del pecado, el
hombre llevaba en su alma el fruto de la elección eterna en Cristo, Hijo eterno
del Padre. Mediante la gracia de esta elección, el hombre, varón y mujer, era
«santo e inmaculado» ante Dios. Esa primordial (u originaria) santidad y
pureza se expresaba también en el hecho de que, aunque los dos estuviesen «desnudos...
no se avergonzaban de ello» (Gén 2, 25), como ya hemos tratado de poner
de relieve en los análisis precedentes. Confrontando el testimonio del «principio»,
referido en los primeros capítulos del libro del Génesis, con el testimonio de
la Carta a los Efesios, hay que deducir que la realidad de la creación
del hombre estaba ya impregnada por la perenne elección del
hombre en Cristo: llamada a la santidad a través de la gracia de adopción
como hijos «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su
gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado»: Ef 1, 5-6).
5. El hombre, varón y mujer, desde el «principio»
es hecho partícipe de este don sobrenatural. Esta gratificación ha sido dada
en consideración a Aquel que, desde la eternidad, era «amado» como Hijo,
aunque -según las dimensiones del tiempo y de la historia- la gratificación
haya precedido a la encarnación de este «Hijo amado» y también a la «redención»
que tenemos en El «por su sangre» (Ef 1, 7). La redención debía
convertirse en la fuente de la gratificación sobrenatural del hombre después
del pecado y, en cierto sentido, a pesar del pecado. Esta gratificación
sobrenatural, que tuvo lugar antes del pecado original, esto es, la gracia de la
justicia y de la inocencia originarias -gratificación que fue fruto de la
elección del hombre en Cristo antes de los siglos-, se realizó precisamente por
relación a El a ese único Amado, incluso anticipando cronológicamente su
venida en el cuerpo. En las dimensiones del misterio de la creación, la elección
a la dignidad de la filiación adoptiva fue propia sólo del «primer Adán»,
es decir, del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, como varón y mujer.
6. ¿De qué modo se verifica en este
contenido la realidad del sacramento primordial? En el análisis del «principio»,
del que hemos citado hace poco un pasaje, dijimos que «el sacramento como signo
visible, se constituye con el hombre, en cuanto ‘cuerpo’, mediante su
"visible" masculinidad y feminidad. En efecto, el cuerpo, y sólo él,
es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha
sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio
escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo» (+Cap. 19).
Este signo tiene además una eficacia propia
como decía también: «La inocencia originaria», unida a la experiencia del
significado esponsalicio del cuerpo, hace realmente que «el hombre se sienta,
en su cuerpo de varón o de mujer, sujeto de santidad» (+Cap. 19). «Se siente»
y lo es desde el «principio». La santidad conferida al hombre originariamente
por parte del Creador pertenece a la realidad del «sacramento de la creación».
Las palabras del Génesis 2, 21, «el hombre... se unirá a su mujer y
serán dos en una sola carne», pronunciadas teniendo como fondo esta realidad
originaria en sentido teológico, constituyen el matrimonio como parte
integrante y, en cierto sentido, central del «sacramento de la creación».
Constituyen -o quizá mejor, confirman sencillamente- el carácter de su origen.
Según estas palabras el matrimonio es sacramento en cuanto parte integral y,
diría, punto central del «sacramento de la creación». En este sentido es
sacramento primordial.
7. La institución del matrimonio,
según las palabras del Génesis 2, 24, expresa no sólo el comienzo de la
fundamental comunidad humana que, mediante la fuerza «procreadora» que le es
propia («procread y multiplicaos»: Gén 1, 28) sirve para continuar la
obra de la creación, pero, al mismo tiempo, expresa la iniciativa salvífica
del Creador que corresponde a la elección eterna del hombre, de la que
habla la Carta a los Efesios. Esa iniciativa salvífica proviene de Dios Creador
y su eficacia sobrenatural se identifica con el acto mismo de la creación del
hombre en el estado de la inocencia originaria. En este estado, ya desde el acto
de la creación del hombre, fructificó su eterna elección en Cristo. De este
modo hay que reconocer que el sacramento originario de la creación toma su
eficacia del «Hijo amado» (cf. Ef 1, 6, donde se
habla de la «gracia que nos otorgó en su Hijo amado». Si luego se trata del
matrimonio, se puede deducir que -instituido en el contexto del sacramento de la
creación en su globalidad, o sea, en el estado de la inocencia originaria- debía
servir no sólo para prolongar la obra de la creación, o sea, de la
procreación, sino también para extender sobre las posteriores generaciones de
los hombres el mismo sacramento de la creación, es decir, los frutos
sobrenaturales de la elección eterna del hombre por parte del Padre en el Hijo
eterno: esos frutos con los que el hombre ha sido gratificado por Dios en el
acto mismo de la creación.
La Carta a los Efesios parece autorizarnos a
entender de este modo el libro del Génesis y la verdad sobre el «principio»
del hombre y del matrimonio que allí se contiene.
98. El matrimonio sacramento, restauración del sacramento primordial (13-X-82/17-X-82)
1. En nuestra precedente reflexión tratamos
de profundizar -a la luz de la Carta a los Efesios- sobre el «principio»
sacramental del hombre y del matrimonio en el estado de la justicia (o
inocencia) originaria.
Sin embargo, es sabido que la heredad de la
gracia fue rechazada por el corazón humano en el momento de la ruptura de la
primera alianza con el Creador. La perspectiva de la procreación, en lugar
de estar iluminada por la heredad de la gracia originaria donada por Dios
nada más infundir el alma racional, fue ofuscada por la heredad del pecado
original. Se puede decir que el matrimonio, como sacramento
primordial, fue privado de esa eficacia sobrenatural que, en el momento de su
institución, sacaba del sacramento de la creación en su globalidad. Con todo,
incluso en este estado, esto es, en el estado pecaminoso hereditario del hombre,
el matrimonio jamás dejo de ser la figura de aquel sacramento, del que
habla la Carta a los Efesios (Ef 5, 22-33) y al que el
autor de la misma Carta no vacila en definir «gran misterio». ¿Acaso no
podemos deducir que el matrimonio quedó como plataforma de la realización de
los eternos designios de Dios según los cuales el sacramento de la creación
había acercado a los hombres y los había preparado al sacramento de la redención,
introduciéndoles en la dimensión de la obra de la salvación? El análisis de
la Carta a los Efesios, y en particular del texto «clásico» del capítulo 5,
versículos 22-33, parece inclinarse a esta conclusión.
2. Cuando el autor, en el versículo 31, hace
referencia a las palabras de la institución del matrimonio, contenidas en el Génesis
(2, 24: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer y serán los dos una sola carne»), e inmediatamente después declara: «Gran
misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,
32), parece indicar no sólo la identidad del misterio escondido desde los
siglos en Dios, sino también la continuidad de su realización, que existe
entre el sacramento primordial vinculado con la gratificación sobrenatural del
hombre en la creación misma y la nueva gratificación, que tuvo lugar cuando «Cristo
amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla...» (Ef 5,
25-26), gratificación que puede ser definida en su conjunto como sacramento
de la redención. En este don redentor de sí mismo «por» la Iglesia, se
encierra también -según el pensamiento paulino- el don de sí por parte de
Cristo la Iglesia, a imagen de la relación nupcial que une al marido y a la
mujer en el matrimonio. De este modo el sacramento de la redención reviste, en
cierto sentido, la figura y la forma del sacramento primordial. Al matrimonio
del primer marido y de la primera mujer, como signo de la gratificación
sobrenatural del hombre en el sacramento de la creación, corresponde el
desposorio, o mejor, la analogía del desposorio de Cristo con la Iglesia, como
fundamental signo «grande» de la gratificación sobrenatural del hombre
en el sacramento de la redención, de la gratificación en la que se renueva, de
modo definitivo, la alianza de la gracia de elección, quebrantada en el «principio»
con el pecado.
3. La imagen contenida en el pasaje citado de
la Carta a los Efesios parece hablar sobre todo del sacramento de la redención
como de la realización definitiva del misterio escondido desde los
siglos en Dios. En este mysterium magnum se realiza definitivamente
todo aquello de lo que había tratado la misma Carta a los Efesios en el capítulo
primero. Efectivamente, como recordamos, dice no sólo: «En El (esto es, en
Cristo) -Dios- nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos
santos e inmaculados ante El...» (Ef 1, 4), sino también: «En El
-Cristo- tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados, según
las riquezas de Su gracia, que superabundantemente derramó sobre
nosotros... (Ef 1, 7-8). La nueva gratificación sobrenatural del hombre
en el «sacramento de la redención» es también una nueva realización del
misterio escondido desde los siglos en Dios, nueva en relación al sacramento de
la creación. En este momento la gratificación es, en cierto sentido, una «nueva
creación». Pero se diferencia del sacramento de la creación en cuanto que la
gratificación originaria, unida a la creación del hombre, constituía a ese
hombre «desde el principio», mediante la gracia, en el estado de la originaria
inocencia y justicia. En cambio, la nueva gratificación del hombre en el
sacramento de la redención le da, sobre todo, la «remisión de los pecados».
Sin embargo, también aquí puede «sobreabundar la gracia», como dice en otra
parte San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom
5, 20).
4. El sacramento de la redención -fruto del
amor redentor de Cristo- se convierte basándose en su amor nupcial a la
Iglesia, en una dimensión permanente de la vida de la Iglesia misma,
dimensión fundamental y vivificante. Es el mysterium magnum de Cristo y
de la Iglesia: misterio eterno realizado por Cristo, que «se entregó por ella»
(Ef 5, 35); misterio que se realiza continuamente en la Iglesia, porque
Cristo «amó a la Iglesia» (Ef 5, 35), uniéndose a ella con amor
indisoluble, tal como se unen los esposos, marido y mujer, en el matrimonio. De
este modo la Iglesia vive del sacramento de la redención, y, a su vez, completa
este sacramento como la mujer, en virtud del amor nupcial, completa al propio
marido, lo que ya se puso de relieve, en cierto modo, «al principio», cuando
el hombre halló en la primera mujer «una ayuda semejante a él» (Gén 2,
20). Aunque la analogía de la Carta a los Efesios no lo precise, sin embargo,
podemos añadir que también la Iglesia unida a Cristo, como la mujer con el
propio marido, saca del sacramento de la redención toda su fecundidad y
maternidad espiritual. Lo testimonian, de algún modo, las palabras de la Carta
de San Pedro, cuando escribe que hemos sido «engendrados no de semilla
corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe
1, 23). Así el misterio escondido desde los siglos en Dios -misterio que al
«principio», en el sacramento de la creación, se convirtió en una realidad
visible a través de la unión del primer hombre y de la primera mujer en la
perspectiva del matrimonio-, en el sacramento de la redención se convierte en
una realidad visible en la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia, que
el autor de la Carta a los Efesios presenta como la unión nupcial de los
esposos marido y mujer.
5. El sacramentun magnum (el texto
griego dice: tò mysterion toúto méga estín) de
la Carta a los Efesios, habla de la nueva realización del misterio escondido
desde los siglos en Dios; realización definitiva desde el punto de vista de la
historia terrena de la salvación. Habla además de «hacer -al misterio-
visible» de la visibilidad del Invisible. Esta visibilidad no hace ciertamente
que el misterio deje de ser misterio. Esto se refería al matrimonio constituido
al «principio», en el estado de la inocencia originaria, dentro del contexto
del sacramento de la creación. Esto se refiere también a la unión de Cristo
con la Iglesia, como «misterio grande» del sacramento de la redención. La
visibilidad del Invisible no significaba -si así se puede decir- una claridad
total del misterio. Como objeto de la fe, permanece velado incluso a través de
aquello en que precisamente se expresa y se realiza. La visibilidad del
Invisible pertenece, pues, al orden de los signos, y el «signo» indica
solamente la realidad del misterio, pero no la «desvela». Así como el «primer
Adán» -el hombre, varón y mujer- creado en el estado de la inocencia
originaria y llamado en este estado a la unión conyugal «en este sentido
hablamos del sacramento de la creación», fue signo del misterio eterno, así
también el «segundo Adán», Cristo, unido con la Iglesia a través del
sacramento de la redención con un vínculo indisoluble, análogo a la alianza
indisoluble de los esposos, es signo definitivo del mismo misterio eterno. Al
hablar pues de la realización del misterio eterno hablamos también del
hecho de que se convierte en visible con la visibilidad del signo. Y
por eso hablamos incluso de la sacramentalidad de toda la heredad del
sacramento de la redención, con referencia a toda la obra de la creación y de
la redención, y mucho más con referencia al matrimonio instituido en el
contexto del sacramento de la creación, como también con referencia a la
Iglesia, cual Esposa de Cristo, dotada de una alianza de tipo conyugal con El.
99. El matrimonio y la nueva economía sacramental (20-X-82/24-X-82)
1. En el capítulo precedente hablamos de la
heredad integral de la Alianza con Dios, y de la gracia unida originariamente
con la obra divina de la creación. De esta heredad integral -como conviene
deducir del texto de la Carta a los Efesios 5, 22-33- formaba parte también el
matrimonio, como sacramento primordial, instituido desde el «principio» y
vinculado con el sacramento de la creación en su totalidad. La sacramentalidad
del matrimonio no es sólo modelo y figura del sacramento de la Iglesia (de
Cristo y de la Iglesia), sino que forma también parte esencial de la nueva
heredad: la del sacramento de la redención, con el que la Iglesia es
gratificada en Cristo. Hay que remitirse aquí una vez más a las palabras de
Cristo en Mateo 19, 3-9 (cf. también Mc 10, 5-9), donde Cristo, al
responder a la pregunta de los fariseos acerca del matrimonio y de su carácter
específico, se refiere sólo y exclusivamente a la institución originaria
del mismo por parte del Creador al «principio». Reflexionando sobre el
significado de esta respuesta a la luz de la Carta a los Efesios, y en
particular de Ef 5, 22-23, llegamos a la conclusión de una relación
doble, en cierto sentido, del matrimonio con todo el orden sacramental, que, en
la Nueva Alianza, emerge del sacramento mismo de la redención.
2. El matrimonio como sacramento primordial
constituye, por una parte, la figura (y, por tanto: la semejanza, la analogía),
según la cual se construye la estructura fundamental portadora de la nueva
economía de la salvación y del orden sacramental, que toma origen de la
gratificación nupcial que la Iglesia recibe de Cristo, juntamente con todos los
bienes de la redención (se podría decir, valiéndonos de las palabras
iniciales de la Carta a los Efesios: «Con toda bendición espiritual», Ef
1, 3). De este modo el matrimonio, como sacramento primordial, es asumido e
insertado en la estructura integral de la nueva economía sacramental, que surge
de la redención en forma, diaria, de «prototipo»: es asumido e
insertado como desde sus mismas bases. Cristo mismo, en la conversación con los
fariseos (cf. Mt 19, 3-9) confirma de nuevo, ante todo, su existencia.
Reflexionando bien sobre esta dimensión, habría que concluir que todos los
sacramentos de la Nueva Alianza encuentran, en cierto sentido, su prototipo en
el matrimonio como sacramento primordial. Esto parece proyectarse en el clásico
pasaje citado de la Carta a los Efesios, como diremos dentro de poco.
3. Sin embargo, la relación del matrimonio
con todo el orden sacramental, que surge de la gratificación de la Iglesia con
los bienes de la redención, no se limita solamente a la dimensión de modelo.
Cristo, en su conversación con los fariseos (cf. Mt 19), no sólo
confirma la existencia del matrimonio instituido desde el «principio» por el
Creador, sino que lo declara también parte integral de la nueva economía
sacramental, del nuevo orden de los «signos» salvíficos, que toma origen
del sacramento de la redención, del mismo modo que la economía originaria
surgió del sacramento de la creación; y en realidad Cristo se limita al único
sacramento que había sido el matrimonio instituido en el estado de la inocencia
y de la justicia originarias del hombre, creado como varón y mujer «a imagen y
semejanza de Dios».
4. La nueva economía sacramental, que esta
constituida sobre la base del sacramento de la redención, brotando de la
gratificación nupcial de la Iglesia por parte de Cristo, difiere de la
economía originaria. Efectivamente se dirige no al hombre de la justicia e
inocencia originarias, sino al hombre gravado por la heredad del pecado original
y por el estado de pecaminosidad (status naturæ lapsæ). Se
dirige al hombre de la triple concupiscencia según las palabras clásicas
de la primera Carta de Juan (2, 16), al hombre en el que «la carne... tiene
tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias
a las de la carne» (Gál 5, 17), según la teología (y la antropología)
paulina, a la que hemos dedicado mucho espacio en nuestras reflexiones
precedentes.
5. Estas consideraciones, acompañadas por un
profundo análisis del significado del enunciado de Cristo en el sermón de la
montaña acerca de la «mirada concupiscente» como «adulterio del corazón»,
disponen a comprender el matrimonio como parte integrante del nuevo orden
sacramental, que toma origen del sacramento de la redención, o sea, de ese «gran
misterio» que, como misterio de Cristo y de la Iglesia, determina la
sacramentalidad de la Iglesia misma. Además, estas consideraciones preparan
para comprender el matrimonio como sacramento de la Nueva Alianza, cuya
obra salvífica esta orgánicamente unida con el conjunto de ese ethos, que ha
sido definido en los análisis anteriores ethos de la redención. La
Carta a los Efesios expresa, a su modo, la misma verdad: efectivamente, habla
del matrimonio como sacramento «grande» en un amplio contexto parenético,
esto es, en el contexto de las exhortaciones de carácter moral, concerniente,
precisamente, al ethos que debe calificar la vida de los cristianos, es decir,
de los hombres conscientes de la elección que se realiza en Cristo y en la
Iglesia.
6. Sobre este amplio fondo de las reflexiones
que surgen de la lectura de la Carta a los Efesios (más en particular de Ef
5, 22-33), se puede y se debe finalmente tocar aún el problema de los
sacramentos de la Iglesia. El texto citado a los Efesios habla de ello de modo
indirecto y, diría, secundario, aunque suficiente, a fin de que también este
problema encuentre lugar en nuestras consideraciones. Sin embargo, conviene
precisar aquí, al menos brevemente, el sentido que adoptamos en el
uso del término «sacramento» que es significativo para nuestras
reflexiones.
7. Efectivamente, hasta ahora nos hemos
servido del término «sacramento» -de acuerdo, por una parte, con toda la
tradición bíblico-patrística (1)-, en un sentido más amplio del que es
propio de la terminología teológica tradicional y contemporánea, la cual con
la palabra «sacramento» indica los signos instituidos por Cristo y
administrados por la Iglesia, que expresan y confieren la gracia divina a la
persona que recibe el sacramento correspondiente. En este sentido, cada uno de
los siete sacramentos de la Iglesia está caracterizado por una determinada acción
litúrgica, constituida mediante la palabra (forma) y la «materia» específica
sacramental, según la difundida teoría hilemórfica que proviene de Tomas de
Aquino y de toda la tradición escolástica.
8. En relación a este significado
circunscrito así, nos hemos servido en nuestras reflexiones de un significado más
amplio y quizás más antiguo y más fundamental del término «sacramento»
(2). La Carta a los Efesios, y especialmente 5, 22-23, parece
autorizarnos a esto de modo particular. Sacramento significa aquí el misterio
mismo de Dios, que está escondido desde la eternidad, sin embargo no en
ocultamiento eterno, sino sobre todo en su misma revelación y realización
(también: en la relación mediante la realización). En este sentido se ha
hablado también del sacramento de la creación y del sacramento de la redención.
Basándonos en el sacramento de la creación, es cómo hay que entender la
sacramentalidad originaria de matrimonio (sacramento primordial). Luego, basándonos
en el sacramento de la redención podemos comprender la sacramentalidad de la
Iglesia, o mejor, la sacramentalidad de la unión de Cristo con la Iglesia que
el autor de la Carta a los Efesios presenta con la semejanza del matrimonio, de
la unión nupcial del marido y de la mujer. Un atento análisis del texto
demuestra que en este caso no se trata sólo de una comparación en sentido
metafórico, sino de una renovación real (o sea, de una «recreación»
esto es, de una nueva creación), de lo que constituía el contenido
salvífico (en cierto sentido, la «sustancia salvífica» del sacramento
primordial. Esta constatación tiene un significado esencial, tanto para aclarar
la sacramentalidad de la Iglesia (y a esto se refieren las palabras tan
significativas del primer capítulo de la Constitución Lumen gentium)
como también para comprender la sacramentalidad del matrimonio, entendido
precisamente como uno de los sacramentos de la Iglesia.
(1) Cf. Leonis XIII Acta, vol. II, 1881,
pág. 22.
(2) A este propósito, cf. el discurso de la
audiencia general del miércoles, día 8 de septiembre de este año, nota 1, (+Cap.
93).
100. La sacramentalidad del matrimonio y la redención del cuerpo (27-X-82/31-XI-82)
1. El texto de la Carta a los Efesios (5,
22-23) habla de los sacramentos de la Iglesia -y en particular del Bautismo y de
la Eucaristía-, pero sólo de modo indirecto y en cierto sentido alusivo,
desarrollando la analogía del matrimonio con referencia a Cristo y a la
Iglesia. Y así leemos primeramente que Cristo, el cual «amó a la Iglesia y se
entregó por ella» (5, 25), hizo esto «para santificarla, purificándola,
mediante el lavado del agua con la palabra» (5, 26). Aquí se trata, sin duda,
del sacramento del Bautismo, que por institución de Cristo se confiere
desde el principio a los que se convierten. Las palabras citadas muestran con
gran plasticidad de qué modo el Bautismo saca su significado esencial y su
fuerza sacramental del amor nupcial del Redentor, en virtud del cual se
constituye sobre todo la sacramentalidad de la Iglesia misma, sacramentum
magnum. Quizá se pueda decir lo mismo también de la Eucaristía,
que da la impresión de estar indicada por las palabras siguientes sobre el
alimento del propio cuerpo, que cada uno de los hombres nutre y cuida «como
Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su Cuerpo» (5, 29-30). En efecto.
Cristo nutre a la Iglesia con su Cuerpo precisamente en la Eucaristía.
2. Sin embargo, se ve que ni el primero ni en
el segundo caso podemos hablar de un tratado de sacramentos ampliamente
desarrollado. Tampoco se puede hablar de ello cuando se trata del sacramento
del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. La Carta a los
Efesios, expresando la relación nupcial de Cristo con la Iglesia, permite
comprender que, basándonos en esta relación, la Iglesia misma es el «gran
sacramento», el nuevo signo de la Alianza y de la gracia, que hunde sus raíces
en la profundidad del sacramento de la redención, lo mismo que de la
profundidad del sacramento de la creación brotó el matrimonio, signo
primordial de la Alianza y de la gracia. El autor de la Carta a los Efesios
proclama que ese sacramento primordial Se realiza de modo nuevo en el «sacramento»
de Cristo y de la Iglesia. Incluso por esta razón el Apóstol, en el texto «clásico»
de Ef 5, 21-33, se dirige a los esposos a fin de que estén «sujeto, los
unos a los otros en el temor de Cristo» (5, 21) y modelen su vida conyugal fundándola
sobre el sacramento instituido desde el «principio» por el Creador: sacramento
que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia
entre Cristo y la Iglesia.
3. Aunque la Carta a los Efesios no hable
directa e inmediatamente del matrimonio como de uno de los sacramentos de la
Iglesia, sin embargo la sacramentalidad del matrimonio queda
particularmente confirmada y profundizada en ella. En el «gran
sacramento» de Cristo y de la Iglesia los esposos cristianos están llamados a
modelar su vida y su vocación sobre el fundamento sacramental.
4. Después del análisis del texto clásico
de El 5, 21-33, dirigido a los esposos cristianos, donde Pablo les anuncia el «gran
misterio» (sacramentum magnum) del amor nupcial de Cristo y de la
Iglesia, es oportuno retornar a las significativas palabras del Evangelio, que
ya hemos sometido anteriormente a análisis, viendo en ellas los
enunciados-clave para la teología del cuerpo. Cristo pronuncia estas
palabras, por decirlo así, desde la profundidad divina de la «redención
del cuerpo» (Rom 8, 23). Todas estas palabras tienen un
significado fundamental para el hombre, precisamente dado que él es cuerpo, en
cuanto es varón y mujer. Tienen un significado para el matrimonio, donde el
hombre y la mujer se unen de tal manera que vienen a ser «una sola carne», según
la expresión del libro del Génesis (2, 24), aunque, al mismo tiempo, las
palabras de Cristo indiquen también la vocación a la continencia «por el
reino de los cielos» (Mt 19, 12).
5. En cada uno de estos caminos «la redención
del cuerpo» no es sólo una gran esperanza de los que poseen «las primicias
del Espíritu» (Rom 8, 23), sino también un manantial permanente de
esperanza de que la creación será «liberada de la servidumbre de la corrupción
para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib.
8, 21). Las palabras de Cristo, pronunciadas desde la profundidad divina del
misterio de la redención, y de la «redención del cuerpo», llevan en sí el
fermento de esta esperanza: les abren la perspectiva tanto en la dimensión
escatológica, como en la dimensión de la vida cotidiana. Efectivamente, las
palabras dirigidas a los oyentes inmediatos se dirigen a la vez al hombre «histórico»
de los diversos tiempos y lugares. Precisamente ese hombre que posee «las
primicias del Espíritu... gime... suspirando por la redención del...
cuerpo» (ib., 8, 23). En el se centra también la esperanza «cósmica»
de toda la creación, que en él, en el hombre, «espera con impaciencia la
manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19).
6. Cristo conversa con los fariseos que le
preguntan: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?» (Mt
19, 3); le preguntan de este modo, precisamente porque la ley atribuida a Moisés
admitía el llamado «libelo de repudio» (Dt 24, 1). La respuesta de
Cristo es ésta: «¿No habéis leido que al principio el Creador los hizo varón
y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a
la mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una
sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,
4-6). Si luego se trata del «libelo de repudio», Cristo responde así: «Por
la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres,
pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo
caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (ib., 19, 8-9). «El
que se casa con la repudiada por el marido, comete adulterio» (Lc 16,
18).
7. El horizonte de la «redención del cuerpo»
se abre con estas palabras, que constituyen la respuesta a una pregunta concreta
de carácter jurídico-moral; se abre, ante todo, por el hecho de que Cristo se
coloca en el plano de ese sacramento primordial que sus
interlocutores heredan de modo singular, puesto que heredan también la revelación
del misterio de la creación, encerrada en los primeros capítulos del libro del
Génesis.
Estas palabras contienen a la vez una
respuesta universal, dirigida al hombre «histórico» de todos los tiempos y
lugares, porque son decisivas para el matrimonio y para su indisolubilidad;
efectivamente, se remiten a lo que es el hombre, varón y mujer, como ha venido
a ser de modo irreversible por el hecho de ser creado «a imagen y semejanza de
Dios»: el hombre que no deja de ser tal incluso después del pecado original,
aun cuando este le haya privado de la inocencia original y de la justicia.
Cristo que, al responder a la pregunta de los fariseos, hace referencia al «principio»
parece subrayar de este modo particularmente el hecho de que El habla desde la
profundidad del misterio de la redención, y de la redención del cuerpo. La
redención, en efecto, significa como una «nueva creación»,
significa la apropiación de todo lo que es creado: para expresar
en la creación la plenitud de justicia, equidad y santidad designada por Dios,
y para expresar esa plenitud sobre todo en el hombre, creado como varón y
mujer, «a imagen de Dios».
Así, en la óptica de las palabras de Cristo,
dirigidas a los fariseos, sobre lo que era el matrimonio «desde el principio»,
volvemos a leer el texto clásico de la Carta a los Efesios (5, 22-33) como
testimonio de la sacramentalidad del matrimonio, basada en el «gran misterio»
de Cristo y de la Iglesia.
101. El matrimonio, «ethos» de la redención del cuerpo (24-XI-82/28-XI-82)
1. Hemos analizado la Carta a los Efesios y,
sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-23, desde el punto de vista de la
sacramentalidad del matrimonio. Examinemos ahora el mismo texto desde la óptica
de las palabras del Evangelio.
Las palabras de Cristo dirigidas a los
fariseos (cf. Mt 19) se refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a
la revelación primordial del querer y actuar salvífico de Dios «al principio»,
en el misterio mismo de la creación. En virtud de este querer y actuar salvífico
de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una
sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos
«en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios (cf. Gaudium et spes,
24), hijos adoptivos en el Hijo Primogénito, amado desde la eternidad. A esta
unidad y a esta comunión de personas, a semejanza de la unión de las Personas
divinas (cf. Gaudium et spes 24), están dedicadas las palabras de
Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo
tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio de la redención.
Efectivamente, la originaria «unidad en el cuerpo» del hombre y de la mujer no
cesa de forjar la historia del hombre en la tierra, aunque haya perdido la
limpidez del sacramento, del signo de la salvación, que poseía «al principio».
2. Si Cristo ante sus interlocutores, en el
Evangelio de Mateo y Marcos (cf. Mt 19; Mc 10), confirma el
matrimonio como sacramento instituido por el Creador «al principio»
-si en conformidad con esto, exige su indisolubilidad-, con esto mismo abre
el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a las fuerzas que brotan «de
la redención del cuerpo» y que ayudan a superar las consecuencias del
pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según el designio
eterno del Creador. La acción salvífica que se deriva del misterio de la
redención asume la originaria acción santificante de Dios en el misterio mismo
de la creación.
3. Las palabras del Evangelio de Mateo (cf. Mt
19, 3-9 y Mc 10, 2-12), tienen, al mismo tiempo, una elocuencia ética
muy expresiva. Estas palabras confirman -basándose en el misterio de la redención-
el sacramento primordial y, a la vez, establecen un ethos adecuado, al
que ya en nuestras reflexiones anteriores hemos llamado «ethos de la redención».
El ethos evangélico y cristiano, en su esencia teológica, es el ethos de la
redención. Ciertamente, podemos hallar para ese ethos una interpretación
racional, una interpretación filosófica de carácter personalista; sin
embargo, en su esencia teológica, es un ethos de la redención, más aún: un
ethos de la redención del cuerpo. La redención se convierte, a la
vez, en la base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano,
enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta
dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza
conyugal.
4. Cristo hace referencia al carácter
indisoluble del matrimonio como sacramento primordial y, al confirmar este
sacramento sobre la base del misterio de la redención, saca de ello, al mismo
tiempo, las conclusiones de naturaleza ética: «El que repudia a su mujer y se
casa con otra, adultera con aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa
con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11 s.; cf. Mt 19, 9). Se
puede afirmar que de este modo la redención se le da al hombre como
gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna
como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en
el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo
eficaz de la acción salvífica de Dios «desde el principio», a la vez -a la
luz de las palabras de Cristo que estamos meditando-, este sacramento
constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y
mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo.
5. La dimensión ética de la redención del
cuerpo se delinea de modo especialmente profundo, cuando meditamos sobre las
palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña con relación al
mandamiento «No adulterarás». «Habéis oído que fue dicho No adulterarás.
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con
ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Hemos dedicado un amplio comentario
a esta frase lapidaria de Cristo, con la convicción de que tiene un significado
fundamental para toda la teología del cuerpo, sobre todo en la dimensión del
hombre «histórico». Y, aunque estas palabras no se refieren directa e
inmediatamente al matrimonio como sacramento, sin embargo, es imposible
separarlas de todo el sustrato sacramental, en que, por lo que se refiere al
pacto conyugal, está colocada la existencia del hombre como varón y mujer:
tanto en el contenido originario del misterio de la creación, como también,
luego, en el contexto del misterio de la redención. Este sustrato sacramental
se refiere siempre a las personas concretas, penetra en lo que es el hombre y la
mujer (o mejor, en quién es el hombre y la mujer) en la propia dignidad
heredada a pesar del pecado y «asignada» de nuevo continuamente como tarea al
hombre mediante la realidad de la redención.
6. Cristo, que en el sermón de la montaña
da la propia interpretación del mandamiento «No adulterarás»
-interpretación constituitiva del nuevo ethos- con las mismas lapidarias
palabras asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y simultáneamente
(aunque del texto sólo se deduce esto de modo indirecto) asigna también a cada
mujer la dignidad de cada hombre (1). Finalmente, asigna a cada uno -tanto al
hombre como a la mujer- la propia dignidad: en cierto sentido, el «sacrum»,
de la persona y esto en consideración de su feminidad o masculinidad, en
consideración del «cuerpo». No resulta difícil poner de relieve que las
palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña se refieren al
ethos. Al mismo tiempo, no resulta difícil afirmar, después de una reflexión
profunda, que estas palabras brotan de la profundidad misma de la redención del
cuerpo. Aun cuando no se refieran directamente al matrimonio como sacramento, no
es difícil constatar que alcanzan su propio pleno significado en relación con
el sacramento: tanto el primordial, que está vinculado al misterio de la creación,
como el otro en el que el hombre «histórico», después del pecado y a causa
de su estado pecaminoso hereditario, debe volver a encontrar la dignidad y la
santidad de la unión conyugal «en el cuerpo», basándose en el misterio de la
redención.
7. En el sermón de la montaña -como también
en la conversación con los fariseos acerca de la indisolubilidad del
matrimonio- Cristo habla desde lo profundo de ese misterio divino. Y, a la vez,
se adentra en la profundidad misma del misterio humano. Por esto apela al
«corazón», a ese «lugar íntimo», donde combaten en el hombre el bien y el
mal, el pecado y la justicia, la concupiscencia y la santidad. Hablando de la
concupiscencia (de la mirada concupiscente: cf. Mt 5, 28), Cristo hace
conscientes a sus oyentes de que cada uno lleva en si, juntamente con el
misterio del pecado, la dimensión interior «del hombre de la concupiscencia»
(que es triple: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
orgullo de la vida», 1 Jn 2, 16). Precisamente a este hombre de la
concupiscencia se le da en el matrimonio el sacramento de la redención
como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos.
Y simultáneamente, en relación con el matrimonio como sacramento, le es
asignado como ethos a cada hombre, varón y mujer; se le asigna a su «corazón»,
a su conciencia, a sus miradas y a su comportamiento. El matrimonio -según las
palabras de Cristo (cf. Mt 19, 4)- es sacramento desde «el principio»
mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre,
es sacramento que surge del misterio de la «redención del cuerpo».
(1) El texto de San Marcos, que habla de la
indisolubilidad del matrimonio, afirma claramente que también la mujer se
convierte en sujeto de adulterio, cuando repudia al marido y se casa con otro (cf.
Mc 10, 12).
102. Matrimonio sacramental y la vida según el Espíritu (1-XII-82/5-XII-82)
1. Hemos analizado la Carta a los Efesios, y
sobre todo el pasaje del capítulo 5, 22-33, en la perspectiva de la
sacramentalidad del matrimonio. Ahora trataremos de considerar, una vez más, el
mismo texto a la luz de las palabras del Evangelio y de las Cartas paulinas a
los Corintios y a los Romanos.
El matrimonio -como sacramento que nace del
misterio de la redención y que renace, en cierto modo del amor nupcial de
Cristo y de la Iglesia- es una expresión eficaz de la potencia salvífica de
Dios, que realiza su designio eterno incluso después del pecado y a pesar de la
triple concupiscencia, oculta en el corazón de cada hombre, varón y mujer.
Como expresión sacramental de esa potencia salvífica, el matrimonio
es también una exhortación a dominar la concupiscencia (tal como de ella
habla Cristo en el sermón de la montaña). Fruto de este dominio es la unidad e
indisolubilidad del matrimonio, y además el sermón de la montaña). Fruto de
ese dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo
sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de
la dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la convivencia
conyugal, como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas.
2. La verdad, según la cual, el matrimonio,
como sacramento de la redención, es concedido «al hombre de la concupiscencia»,
como gracia y a la vez como ethos, encuentra particular expresión también en
la enseñanza de San Pablo, especialmente en el capítulo 7 de la primera
Carta a los Corintios. El Apóstol, comparando el matrimonio con la
virginidad (o sea, con la «continencia por el reino de los cielos») y declarándose
por la «superioridad» de la virginidad, constata igualmente que «cada uno
tiene de Dios su propio don: éste, uno, aquel, otro» (1 Cor 7, 7). En
virtud del misterio de la redención, corresponde, pues, al matrimonio
un «don» particular, o sea, la gracia. En el mismo contexto el Apóstol, a
dar consejos a sus destinatarios, recomienda el matrimonio «por el peligro de
la incontinencia» (ib., 7, 2), y, luego, recomienda a los esposos que «el
marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido» (ib.,
7, 3). Y continúa así: «Mejor es casarse que abrasarse» (ib., 7, 9).
3. Basándose en estas fórmulas paulinas, se
ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium
concupiscentiæ. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar,
enseña explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y
que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la
mujer como gracia, expresa en sus palabras, sugestivas y a la vez paradójicas,
sencillamente el pensamiento de que el matrimonio es asignado a los esposos como
ethos. En las palabras paulinas «Mejor es casarse que abrasarse», el verbo «abrasarse»
significa el desorden de las pasiones, proviniente de la misma
concupiscencia de la carne (de manera análoga presenta la concupiscencia el Sirácida
en el Antiguo Testamento: cf. Sir 23, 17). En cambio, el «matrimonio»
significa el orden ético, introducido conscientemente en este ámbito.
Se puede decir que el matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y
de su recíproca compenetración en el «corazón» del hombre y de la mujer,
como también en todas sus relaciones recíprocas.
4. Esta verdad -es decir, que el matrimonio,
como sacramento que brota del misterio de la redención, es concedido al hombre
«histórico» como gracia y a la vez como ethos- determina además el carácter
del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. Como sacramento de
la Iglesia, el matrimonio tiene índole de indisolubilidad. Como sacramento
de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la
mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención
del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado
de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál
5, 25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza»
que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día,
esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la
concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción
egoísta y la misma «carne», en la alianza sacramental de la masculinidad y
feminidad, se convierte en el «sustrato» específico de una comunión duradera
e indisoluble de las personas (communio personarum) de manera digna de
las personas.
5. Los que, como esposos, según el eterno
designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen «una
sola carne», están llamados también, a su vez, mediante el
sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don»
recibido en el sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una
vida «según el Espíritu», con capaces de volver a descubrir la gratificación
particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que la «concupiscencia»
ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de
deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la
gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a
encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido
nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.
6. La vida «según el Espíritu» se
manifiesta, pues, también en la «unión» recíproca (cf. Gén 4, 1),
por medio de la cual los esposos, al convertirse en «una sola carne», someten
su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: «Conoció Adán
a su mujer, que concibió y parió..., diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón»
(Gén 4, 1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también
en la conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de los
mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en la conciencia
profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado
origen, participando -como padres-, en las fuerzas del misterio de la creación.
A la luz de la esperanza, que está vinculada con el misterio de la redención
del cuerpo (cf. Rom 8, 19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo
concebido y nacido de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a
las «primicias del Espíritu» (ib., 8, 23) «para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 21). Y si «la
creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (ib 8, 22),
una esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a luz,
esto es, la esperanza de la «manifestación de los hijos de Dios» (ib.,
8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al mundo trae
consigo un destello.
7. Esta esperanza que está «en el mundo»,
impregnando -como enseña San Pablo- toda la creación, al mismo tiempo, no es
«del mundo». Más aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es «del
mundo», con lo que hay «en el mundo». «Porque todo lo que hay en el mundo,
concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no
viene del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 16). El
matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota
en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la
Iglesia, «viene del Padre». No procede «del mundo», sino «del Padre». En
consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la
esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los
padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por una
parte, «pasa el mundo y también sus concupiscencias», por otra parte, «el
que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ib., 2, 17). Con
el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen del hombre en el
mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las
dimensiones históricas, sino también en las escatológicas.
8. A esto se refieren las palabras en las
que Cristo se remite a la resurrección de los cuerpos, palabras que traen
los tres sinópticos (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc
20, 34-39). «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en
casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo»: así dice Mateo y de
modo parecido Marcos; y Lucas: «Los hijos de este siglo toman mujeres y
maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la
resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no
pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la
resurrección» (Lc 20, 34-36). Estos textos ya han sido sometidos
anteriormente a un análisis detallado.
9. Cristo afirma que el matrimonio
-sacramento del origen del hombre en el mundo visible temporal- no pertenece
a la realidad escatológica del «mundo futuro». Sin embargo, el hombre,
llamado a participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del
cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo visible
temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial del misterio mismo
de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a participar de la realidad de
la resurrección futura, trae al mundo esta vocación, por el hecho de que en el
mundo visible temporal tienen su origen por obra del matrimonio de sus padres.
Así, pues, las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad
del «mundo futuro», al mismo tiempo desvelan indirectamente el significado de
este sacramento para la participación de los hombres, hijos e hijas, en
la resurrección futura.
10. El matrimonio, que es sacramento
primordial -renacido, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la
Iglesia- no pertenece a la «redención del cuerpo» en la dimensión de la
esperanza escatológica (cf. Rom 8, 23). El mismo matrimonio, concedido
al hombre como gracia, como «don», destinado por Dios precisamente a los
esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo, como ethos,
ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la perspectiva de
la esperanza escatológica. Tiene un significado esencial para la «redención
del cuerpo» en la dimensión de esta esperanza. De hecho, proviene del Padre y
a El se debe su origen en el mundo. Y si este «mundo pasa», y si con el pasan
también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el
orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento
sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la
concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de
Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).
11. En este sentido, el matrimonio, como
sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del
hombre, esto es, la perspectiva de la «redención del cuerpo» en la dimensión
de la esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo
acerca de la resurrección: «En la resurrección... ni se casarán ni se darán
en casamiento» (Mt 22, 30): sin embargo, también lo que, «siendo hijos
de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son hijos de Dios» (Lc
20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a
la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio»
humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza
de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal,
respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la
esperanza escatológica.
103. El matrimonio sacramento y la significación esponsal y redentora del amor (15-XII-/19-XII-82)
1. El autor de la Carta a los Efesios, como ya
hemos visto, hablar de un «gran misterio», unido al sacramento primordial
mediante la continuidad del plan salvífico de Dios. También él se remite al
«principio», como había dicho Cristo en la conversación con los fariseos (cf.
Mt 19, 8), citando las mismas palabras: «Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne» (Gén
2, 24). Ese «misterio grande» es, sobre todo, el misterio de la unión de
Cristo con la Iglesia, que el Apóstol presenta a semejanza de la unidad de los
esposos: «Lo aplico a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Nos
encontramos en el ámbito de la gran analogía, donde el matrimonio como
sacramento, por un lado, es presupuesto y, por otro, descubierto
de nuevo. Se presupone como sacramento del «principio» humano, unido al
misterio de la creación. En cambio, es descubierto de nuevo como fruto del amor
nupcial de Cristo y de la Iglesia, vinculado con el misterio de la redención.
2. El autor de la Carta a los Efesios, dirigiéndose
a los esposos, les exhorta a plasmar su relación recíproca sobre el modelo de
la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia. Se puede decir que -presuponiendo
la sacramentalidad del matrimonio en su significado primordial- les manda aprender
de nuevo este sacramento a base de la unión nupcial de Cristo y de la
Iglesia: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó por ella para santificarla...» (Ef 5, 25-26). Esta
invitación dirigida por el Apóstol a los esposos cristianos, tiene su plena
motivación en cuanto ellos, mediante el matrimonio como sacramento, participan
en el amor salvífico de Cristo, que se expresa, al mismo tiempo, como amor
nupcial de El a la Iglesia. A la luz de la Carta a los Efesios -precisamente por
medio de la participación en este amor salvífico de Cristo- se confirma y a la
vez se renueva el matrimonio como sacramento del «principio» humano, es
decir, sacramento en el que el hombre y la mujer, llamados a hacerse «una sola
carne», participan en el amor creador de Dios mismo. Y participan en él tanto
por el hecho de que, creados a imagen de Dios, han sido llamados en virtud de
esta imagen a una particular unión (communio personarum), como porque
esta unión ha sido bendecida desde el principio con la bendición de la
fecundidad (cf. Gén 1, 28).
3. Toda esta originaria y estable estructura
del matrimonio como sacramento del misterio de la creación -según el «clásico»
texto de la Carta a los Efesios (Ef 5, 21.22) se renueva en el misterio
de la redención, ya que ese misterio asume el aspecto de la gratificación
nupcial de la Iglesia por parte de Cristo. Esa originaria y estable forma del
matrimonio se renueva cuando los esposos lo reciben como sacramento de la
Iglesia, beneficiándose de la nueva profundidad de la gratificación del hombre
por parte de Dios, que se ha revelado y abierto con el misterio de la redención,
porque «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a ella, para santificarla...» (Ef
5, 25-26). Se renueva esa originaria y estable imagen del matrimonio como
sacramento, cuando los esposos cristianos -conscientes de la auténtica
profundidad de la «redención del cuerpo» se unen «en el temor de Cristo» (Ef
5, 21).
4. La imagen paulina del matrimonio, asociada
al «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia, aproxima la dimensión
redentora del amor a la dimensión nupcial. En cierto sentido, une estas dos
dimensiones en una sola. Cristo se ha convertido en Esposo de la Iglesia, ha
desposado a la Iglesia como a su Esposa, porque «se entregó por ella» (Ef
5, 25). Por medio del matrimonio como sacramento (como uno de los sacramentos de
la Iglesia) estas dos dimensiones del amor, la nupcial y la redentora,
juntamente con la gracia del sacramento, penetran en la vida de los esposos. El
significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, que se manifestó
por vez primera en el misterio de la creación sobre el fondo de la inocencia
orginaria del hombre, se une en la imagen de la Carta a los Efesios con el
significado redentor, y de este modo queda confirmado y en cierto sentido «nuevamente
creado».
5. Esto es importante con relación al
matrimonio, a la vocación cristiana de los maridos y de las mujeres. El texto
de la Carta a los Efesios (5, 21-33) se dirige directamente a ellos y les habla
sobre todo a ellos. Sin embargo, esa vinculación del significado nupcial del
cuerpo con su significado «redentor» es igualmente esencial y válido para
la hermenéutica del hombre en general; para el problema fundamental de su
comprensión y de la autocomprensión de su ser en el mundo. Es obvio que no
podemos excluir de este problema el interrogatorio sobre el sentido de ser
cuerpo, sobre el sentido de ser, en cuanto cuerpo, hombre y mujer. Estos
interrogantes se plantearon por primera vez en relación con el análisis del «principio»
humano, en el contexto del libro del Génesis. En cierto sentido, fue ese
contexto quien exigió que se plantearan. Del mismo modo lo exige el texto «clásico»
de la Carta a los Efesios. Y si el «misterio grande» de la unión de Cristo
con la Iglesia nos obliga a vincular el significado nupcial del cuerpo con su
significado redentor, en esta vinculación encuentran los esposos la
respuesta al interrogante sobre el sentido de «ser cuerpo», y no sólo ellos,
aunque sobre todo a ellos se dirija este texto de la Carta del Apóstol.
6. La imagen paulina del «misterio grande»
de Cristo y de la Iglesia habla indirectamente también de la «continencia por
el reino de los cielos», en la que ambas dimensiones del amor, nupcial y
redentor, se unen recíprocamente de un modo diverso que en el matrimonial, según
proporciones diversas. ¿Acaso no es el amor nupcial, con el que
Cristo «amó a la Iglesia», su Esposa, «y se entregó por ella», de idéntico
modo la más plena encarnación del ideal de la «continencia por el reino de
los cielos» (cf. Mt 19, 12)? ¿No encuentran su propio apoyo en ella
todos los que -hombres y mujeres- al elegir el mismo ideal, desean vincular la
dimensión nupcial del amor con la dimensión redentora, según el modelo de
Cristo mismo? Quieren confirmar con su vida que el significado nupcial del
cuerpo -de su masculinidad o feminidad-, grabado profundamente en la estructura
esencial de la persona humana, se ha abierto de un modo nuevo, por parte de
Cristo y con el ejemplo de su vida, a la esperanza unida a la redención del
cuerpo. Así, pues, la gracia del misterio de la redención fructifica también
-más aún, fructifica de modo especial- con la vocación a la continencia «por
el reino de los cielos».
7. El texto de la Carta a los Efesios (5,
22-33) no habla de ellos explícitamente. Ese texto se dirige a los esposos y
está construido según la imagen del matrimonio, que por medio de la analogía
explica la unión de Cristo con la Iglesia: unión en el amor redentor y
nupcial, al mismo tiempo. Precisamente este amor que, como expresión viva y
vivificante del misterio de la redención, ¿no supera acaso el círculo
de los destinatarios de la Carta, circunscritos por la analogía del matrimonio?
¿No abarca a todo hombre y, en cierto sentido, a toda la creación, como denota
el texto paulino sobre la «redención del cuerpo» en la Carta a los Romanos (cf.
Rom 8, 23)? El «sacrammentum magnum» en este sentido es incluso un
nuevo sacramento del hombre en Cristo y en la Iglesia: sacramento «del
hombre y del mundo», del mismo modo que la creación del hombre, varón y
mujer, a imagen de Dios, fue el originario sacramento del hombre y del mundo. En
este nuevo sacramento de la redención está incluido orgánicamente el
matrimonio, igual que estuvo incluido en el sacramento originario de la creación.
8. El hombre, que «desde el principio» es
varón y mujer, debe buscar el sentido de su existencia y el sentido de su
humanidad, llegando hasta el misterio de la creación a través de la realidad
de la redención. Ahí se encuentra también la respuesta esencial al
interrogante sobre el significado del cuerpo humano, sobre el significado de la
masculinidad y feminidad de la persona humana. La unión de Cristo con la
Iglesia nos permite entender de qué modo el significado nupcial del cuerpo se
completa con el significado redentor, y esto en los diversos caminos de la vida
y en las distintas situaciones: no sólo en el matrimonio o en la «continencia»
(o sea, virginidad o celibato), sino también, por ejemplo, en el multiforme sufrimiento
humano, más aún: en el mismo nacimiento y muerte del hombre. A través
del «misterio grande», de que trata la Carta a los Efesios, a través de la
nueva alianza de Cristo con la Iglesia, el matrimonio queda incluido de nuevo en
ese «sacramento del hombre» que abraza al universo, en el sacramento del
hombre y del mundo, que gracias a las fuerzas de la «redención del Cuerpo» se
modela según el amor nupcial de Cristo y de la Iglesia hasta la medida del
cumplimiento definitivo en el reino del Padre.
El matrimonio como sacramento sigue siendo una
parte viva y vivificante de este proceso salvífico.
104. El «lenguaje del cuerpo» en la comunión del matrimonio sacramental (5-I-83/9-I-83)
1. «Yo, ... te quiero a ti, ..., como esposa»;
«yo, ... te quiero a ti, ..., como esposo»: estas palabras están en el centro
de la liturgia del matrimonio como sacramento de la Iglesia. Estas palabras las
pronuncian los novios insertándolas en la siguiente fórmula del
consentimiento: «...prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la
salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Con
estas palabras los novios contraen matrimonio y al mismo tiempo lo reciben como
sacramento, del cual ambos son ministros. Ambos, hombre y mujer, administran
el sacramento. Lo hacen ante los testigos. Testigo cualificado es el
sacerdote, que al mismo tiempo bendice el matrimonio y preside toda la liturgia
del sacramento. Testigos, en cierto sentido, son además todos los participantes
en el rito de la boda, y en «forma oficial» algunos de ellos (normalmente
dos), llamados expresamente. Ellos deben testimoniar que el matrimonio se
contrae ante Dios y lo confirma la Iglesia. En el orden normal de las cosas, el
matrimonio sacramental es un acto público, por medio del cual dos persona un
hombre y una mujer, se convierten ante la sociedad de la iglesia en marido y
mujer, es decir, en sujeto actual de la vocación y de la vida matrimonial.
2. El matrimonio como sacramento se contrae
mediante la palabra, que es signo sacramental en razón de su
contenido: «Te quiero a ti como esposa -como esposo- y prometo serte fiel,
en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y
honrarte todos los días de mi vida». Sin embargo, esta palabra sacramental es
de por sí solo el signo de la celebración del matrimonio. Y la celebración
del matrimonio se distingue de su consumación hasta el punto de que, sin esta
consumación, el matrimonio no está todavía constituido en su plena realidad.
La constatación de que un matrimonio se ha contraído jurídicamente, pero no
se ha consumado (ratum - non consummatum), corresponde a la constatación
de que no se ha constituido plenamente como matrimonio. En efecto, las palabras
mismas «Te quiero a ti como esposa -esposo-» se refieren no sólo a una
realidad determinada, sino que puede realizarse sólo a través de la cópula
conyugal. Esta realidad (la cópula conyugal) por lo demás viene
definida desde el principio por institución del Creador: «Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los
dos una sola carne» (Gén 2, 24).
3. Así pues, de las palabras con las
que el hombre y la mujer expresan su disponibilidad a llegar a ser «una sola
carne», según la eterna verdad establecida en el misterio de la creación,
pasamos a la realidad que corresponde a estas palabras. Uno y otro
elemento es importante respecto a la estructura del signo sacramental, al
que conviene dedicar el resto de las presentes consideraciones. Puesto que el
sacramento es el signo mediante el cual se expresa y al mismo tiempo se actúa
la realidad salvífica de la gracia y de la alianza, hay que considerarlo ahora
bajo el aspecto del signo, mientras que las reflexiones anteriores se han
dedicado a la realidad de la gracia y de la alianza.
El matrimonio, como sacramento de la Iglesia,
se contrae mediante las palabras de los ministros, es decir, de los nuevos
esposos: palabras que significan e indican, en el orden intencional, lo que (o
mejor: quien) ambos han decidido ser, de ahora en adelante, el uno para el otro
y el uno con el otro. Las palabras de los nuevos esposos toman parte de la
estructura integral del signo sacramental, no sólo por lo que
significan, sino, en cierto sentido, también con lo que ellas significan
y determinan. El signo sacramental se constituye en el orden intencional, en
cuanto que se constituye contemporáneamente en el orden real.
4. Por consiguiente, el signo del sacramento
del matrimonio se constituye mediante las palabras de los nuevos esposos, en
cuanto que a ellas corresponde la «realidad» que ellas mismas constituyen. Los
dos, como hombre y mujer, al ser ministros del sacramento en el momento de
contraer matrimonio, constituyen al mismo tiempo el pleno y real signo
visible del sacramento mismo. Las palabras que ellos pronuncian no
constituirían de por sí el signo sacramental del matrimonio, si no
correspondiesen a ellas la subjetividad humana del novio y de la novia y al
mismo tiempo la conciencia del cuerpo, ligada a la masculinidad y a la
femineidad del esposo y de la esposa. Aquí hay que traer de nuevo a la mente
toda la serie de análisis relativos al libro del Génesis. (cf. Gén 1; 2),
hechos anteriormente. La estructura del signo sacramental sigue siendo
ciertamente en su esencia la misma que «en principio». La determina, en
cierto sentido, «el lenguaje del cuerpo», en cuanto que el hombre y la
mujer, que mediante el matrimonio deben llegar a ser una sola carne, expresan en
este signo el don recíproco de la masculinidad y de la femineidad, como
fundamento de la unión conyugal de las personas.
5. El signo del sacramento del matrimonio se
constituye por el hecho de que las palabras pronunciadas por los nuevos esposos
adquieren el mismo «lenguaje del cuerpo» que al «principio», y en todo caso
le dan una expresión concreta e irrepetible. Le dan una expresión intencional
en el plano del intelecto y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. Las
palabras «Yo te quiero a ti como esposa - como esposo» llevan en sí
precisamente ese perenne, y cada vez único e irrepetible, «lenguaje del cuerpo»
y al mismo tiempo lo colocan en el contexto de la comunión de las personas: «Prometo
serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y
amarte y honrarte todos los días de mi vida». De este modo, el «lenguaje del
cuerpo» perenne y cada vez nuevo, es no sólo el «substrato» sino, en
cierto sentido, el contenido constitutivo de la comunión de las personas. Las
personas -hombre y mujer- se convierten de por sí en un don recíproco. Llegan
a ser ese don en su masculinidad y femineidad, descubriendo el significado
esponsalicio del cuerpo y refiriéndolo recíprocamente a sí mismo de modo
irreversible: para toda la vida.
6. Así el sacramento del matrimonio como
signo permite comprender las palabras de los nuevos esposos, palabras que
confieren un aspecto nuevo a su vida en la dimensión estrictamente personal (e
interpersonal: communio personarum), basándose en el «lenguaje del
cuerpo». La administración del sacramento consiste en esto: que en el momento
de contraer matrimonio el hombre y la mujer, con las palabras adecuadas y en la
relectura del perenne «lenguaje del cuerpo», forman un signo, un signo
irrepetible, que tiene también un significado de cara al futuro: «todos los días
de mi vida», es decir, hasta la muerte. Este es signo visible y eficaz
de la alianza con Dios en Cristo, esto es, de la gracia, que en dicho signo
debe llegar a ser parte de ellos, como «propio don» (según la expresión
de la primera Carta a los Corintios, 7).
7. Al formular la cuestión en categorías
sociojurídicas, se puede decir que entre los nuevos esposos se ha estipulado un
pacto conyugal de contenido bien determinado. Se puede decir además que, como
consecuencia de este pacto, ellos se convierten en esposos de modo socialmente
reconocido, y que de esta manera se ha constituido en su germen la familia como
célula social fundamental. Este modo de entender está obviamente en
consonancia con la realidad humana del matrimonio, más aún, es fundamental
también en el sentido religioso y religioso-moral. Sin embargo, desde el punto
de vista de la teología del sacramento, la clave para comprender el
matrimonio sigue siendo la realidad del signo, con el que el matrimonio
se constituye sobre el fundamento de la alianza del hombre con Dios en Cristo y
en la Iglesia: se constituye en el orden sobrenatural del vínculo sagrado que
exige la gracia. En este orden el matrimonio es un signo visible y eficaz.
Originado en el misterio de la creación, tiene su nuevo origen en el misterio
de la redención, sirviendo a la «unión de los hijos de Dios en la verdad y en
la caridad» (Gaudium et spes, 24). La liturgia del sacramento del
matrimonio da forma a ese signo: directamente, durante el rito sacramental,
sobre la base del conjunto de sus elocuentes expresiones; indiretamente, a lo
largo de toda la vida. El hombre y la mujer, como cónyuges, llevan este signo
toda la vida y siguen siendo ese signo hasta la muerte.
105. La significación esponsal del cuerpo y la condición esponsal de la Alianza (12-I-83/16-I-83)
1. Analizamos ahora la sacramentalidad del
matrimonio bajo el aspecto del signo.
Cuando afirmamos que en la estructura del
matrimonio como signo sacramental, entra esencialmente también el «lenguaje
del cuerpo», hacemos referencia a la larga tradición bíblica. Esta
tiene su origen en el libro del Génesis (sobre todo 2, 23-25) y culmina
definitivamente en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 2123). Los Profetas
del Antiguo Testamento han tenido un papel esencial en la formación de esta
tradición. Al analizar los textos de Oseas, Ezequiel Deutero-Isaías, y de
otros Profetas, nos hemos encontrado en el camino de esa gran analogía, cuya
expresión última es la proclamación de la Nueva Alianza bajo la forma de un
desposorio entre Cristo y la Iglesia (cf. ib). Basándose en esta larga
tradición, es posible hablar de un específico «profetismo del cuerpo», tanto
por el hecho de que encontramos esta analogía sobre todo en los Profetas, como
mirando al contenido mismo de ella. Aquí el «profetismo del cuerpo» significa
precisamente el «lenguaje del cuerpo».
2. La analogía parece tener dos
estratos. En el estrato primero y fundamental, los Profetas presentan
la comparación de la Alianza establecida entre Dios e Israel, como un
matrimonio (lo que nos permitirá también comprender el matrimonio mismo
como una alianza entre marido y mujer) (1). En este caso la Alianza nace de la
iniciativa de Dios, Señor de Israel. El hecho de que, como Creador y Señor, El
establece alianza primero con Abraham y luego con Moisés, atestigua ya una
elección particular. Y por esto, los Profetas, presuponiendo todo el contenido
jurídico-moral de la Alianza, profundizan más, revelando una dimensión de
ella incomparablemente más honda de la del simple «pacto». Dios, al elegir a
Israel, se ha unido con su pueblo mediante el amor y la gracia. Se ha ligado con
vínculo particular, profundamente personal, y por esto Israel, aunque es un
pueblo, es presentado en esta visión profética de la Alianza como «esposa» o
«mujer», en cierto sentido, pues, como persona:
«...Tu marido es tu Hacedor; / Yavé de los
ejércitos es su nombre, / y tu Redentor es el Santo Israel /, que es el Dios
del mundo todo... / Dice tu Dios... / No se apartará de ti mi amor / ni mi
alianza de paz vacilará» (Is 54, 5. 6. 10).
3. Yavé es el Señor de Israel, pero se
convirtió también en su Esposo. Los libros del Antiguo Testamento dan
testimonio de la completa originalidad del «dominio» de Yavé sobre su pueblo.
A los otros aspectos del dominio de Yavé, Señor de la Alianza y Padre de
Israel, se añade uno nuevo revelado por los Profetas, esto es, la dimensión
estupenda de este «dominio», que es la dimensión nupcial. De este modo, lo
absoluto del dominio resulta lo absoluto del amor. Con relación a este
absoluto, la ruptura de la Alianza significa no sólo la infracción del «pacto»
vinculada con la autoridad del supremo Legislador, sino la infidelidad y la
traición: se trata de un golpe que incluso traspasa su corazón de Padre, de
Esposo y de Señor.
4. Si en la analogía utilizada por los Profetas, se puede hablar de estratos,
éste es, en cierto sentido, el estrato primero y fundamental. Puesto que la
Alianza de Yavé con Israel tiene el carácter de vínculo nupcial a semejanza
del pacto conyugal, ese primer estrato de su analogía revela el segundo, que
es precisamente el «lenguaje del cuerpo». En primer lugar, pensamos en el
lenguaje en sentido objetivo: los Profetas comparan la Alianza con el
matrimonio, se remiten al sacramento primordial de que habla el Génesis 2, 24
donde el hombre y la mujer se hacen, por libre opción, «una sola carne». Sin
embargo, es característico del modo de expresarse los Profetas, el hecho de
que, suponiendo el «lenguaje del cuerpo» en sentido objetivo, pasan simultáneamente
a su significado subjetivo, o sea, por decirlo así, le permiten al
cuerpo mismo hablar. En los textos proféticos de la Alianza, basándose en
la analogía de la unión nupcial de los esposos, «habla» el cuerpo mismo;
habla con su masculinidad o femineidad, habla con el misterioso lenguaje del don
personal, habla, finalmente -y esto sucede con mayor frecuencia-, tanto con el
lenguaje de la fidelidad, es decir, del amor, como con el de la infidelidad
conyugal, esto es, con el del «adulterio».
5. Es sabido que fueron los diversos pecados
del pueblo elegido -y sobre todo las frecuentes infidelidades relacionadas con
el culto al Dios uno, esto es, las varias formas de idolatría- los que
ofrecieron a los Profetas la oportunidad para las enunciaciones dichas. El
Profeta del «adulterio» de Israel ha venido a ser de modo especial Oseas,
que lo estigmatiza no sólo con las palabras, sino en cierto sentido también
con hechos de significado simbólico: «Ve y toma por mujer a una prostituta y
engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose
de Yavé» (Os 1, 2). Oseas pone de relieve todo el esplendor de la
Alianza, de ese desposorio, en el que Yavé se manifiesta Esposo-cónyuge
sensible, afectuoso, dispuesto a perdonar, y a la vez exigente y severo. El «adulterio»
y la «prostitución» de Israel constituyen un evidente contraste con el vínculo
nupcial, sobre el que está basada la Alianza, lo mismo que, análogamente,
el matrimonio del hombre con la mujer.
6. Ezequiel estigmatiza de manera análoga
la idolatría, valiéndose del símbolo del adulterio de Jerusalén (cf. Ez
16) y, en otro pasaje, de Jerusalén y de Samaría (cf. Ez 23): «Pasé
yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo el tiempo del amor...; me ligué a ti
con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor Yavé, y fuiste mía» (Ez
16, 8). «Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombrandía y te diste al
vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándose a ellos» (Ez
16, 15).
7. En los textos proféticos al cuerpo humano
habla un «lenguaje» del que no es el autor. Su autor es el hombre en
cuanto varón o mujer, en cuanto esposo o esposa, el hombre con su vocación
perenne a la comunión de las personas. Sin embargo, el hombre no es capaz,
en cierto sentido, de expresar sin el cuerpo este lenguaje singular de su
existencia personal y de su vocación. Ha sido constituido desde «el principio»
de tal modo, que las palabras más profundas de espíritu: palabras de amor, de
donación, de fidelidad, exigen un adecuado «lenguaje del cuerpo». Y sin él
no pueden ser expresadas plenamente. Sabemos por el Evangelio que esto se
refiere tanto al matrimonio como a la continencia «por el reino de los cielos».
8. Los Profetas, como portavoces inspirados de
la Alianza de Yavé con Israel, tratan precisamente, mediante este «lenguaje
del cuerpo»; de expresar tanto la profundidad nupcial de dicha Alianza, como
todo lo que la contradice. Elogian la fidelidad, estigmatizan, en cambio, la
infidelidad como «adulterio»; hablan, pues, según categorías éticas,
contraponiendo recíprocamente el bien y el mal moral. La contraposición del
bien y del mal es esencial para el ethos. Los textos proféticos tienen en este
campo un significado esencial, como hemos visto ya en nuestras reflexiones
precedentes. Pero parece que el «lenguaje del cuerpo» según los Profetas, no
es únicamente un lenguaje del ethos, un elogio de la fidelidad y de la pureza,
sino una condena del «adulterio» y de la «prostitución». Efectivamente,
para todo lenguaje, como expresión del conocimiento, las categorías de la
verdad y de la no-verdad (o sea, de lo falso) son esenciales. En los textos de
los Profetas que descubren la analogía de la Alianza de Yavé con Israel en el
matrimonio, el cuerpo dice la verdad mediante la fideliad y el amor
conyugal, y, cuando comete «adulterio», dice la mentira, comete la falsedad.
9. No se trata aquí de sustituir las
diferenciaciones éticas con las lógicas. Si los textos proféticos señalan la
fidelidad conyugal y la castidad como «verdad», y el adulterio, en cambio, o
la prostitución, como no-verdad, como «falsedad» del lenguaje del cuerpo, eso
sucede porque en el primer caso, el sujeto (= Israel como esposa) está concorde
con el significado nupcial que corresponde al cuerpo humano (a causa de su
masculinidad o femineidad) en la estructura integral de la persona; en cambio,
en el segundo caso, el mismo sujeto está en contradicción y colisión con este
significado.
Podemos decir, pues, que lo esencial para el
matrimonio, como sacramento, es el «lenguaje del cuerpo», releído en la
verdad. Precisamente mediante él se constituye, en efecto, el signo
sacramental.
(1) Cf. Prov 2, 17; Mal 2, 14.
106. El matrimonio como alianza de personas (19-I-83/23-I-83)
1. Los textos de los Profetas tienen gran
importancia para comprender el matrimonio como alianza de personas (a imagen de
la Alianza de Yavé con Israel) y, en particular, para comprender la alianza
sacramental del hombre y de la mujer en la dimensión del signo. El «lenguaje
del cuerpo» entra -como ya hemos considerado anteriormente- en la estructura
integral del signo sacramental, cuyo principal sujeto es el hombre, varón y
mujer. Las palabras del consentimiento conyugal constituyen este signo, porque
en ellas halla expresión el significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y
femineidad. Este significado se expresa, sobre todo, por las palabras: «Yo te
recibo... como esposa... esposo». Por lo demás, con estas palabras se confirma
la «verdad» esencial del lenguaje del cuerpo y queda excluida también
(al menos indirectamente, implicite) la «no-verdad» esencial, la
falsedad del lenguaje del cuerpo. Efectivamente, el cuerpo dice la verdad por
medio del amor, la fidelidad, la honestidad conyugal, así como la no verdad, o
sea, la falsedad, se expresa por medio de todo lo que es negación del amor, de
la fidelidad, de la honestidad conyugal. Se puede decir, pues, que, en el
momento de pronunciar las palabras del consentimiento matrimonial, los nuevos
esposos se sitúan en la línea del mismo «profetismo del cuerpo», cuyo
portavoz fueron los antiguos Profetas. El «lenguaje del cuerpo», expresado por
boca de los ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia, instituye el
mismo signo visible de la Alianza y de la gracia que -remontándose en su origen
al misterio de la creación- se alimenta continuamente con la fuerza de la «redención
del cuerpo», ofrecida por Cristo a la Iglesia.
2. Según los textos proféticos, el cuerpo
humano habla un «lenguaje», del que no es el autor. Su autor es el hombre
que, como varón y mujer, esposo y esposa, relee correctamente el
significado de este «lenguaje». Relee, pues, el significado nupcial del
cuerpo como integralmente grabado en la estructura de la masculinidad o
femineidad del sujeto personal. Una relectura correcta «en la verdad» es
condición indispensable para proclamar esta verdad, o sea, para instituir el
signo visible del matrimonio como sacramento. Los esposos proclaman precisamente
este «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad, como contenido y principio
de su nueva vida en Cristo y en la Iglesia. Sobre la base del «profetismo del
cuerpo», los ministros del sacramento del matrimonio realizan un acto de carácter
profético. Confirman de este modo su participación en la misión profética
de la Iglesia, recibida de Cristo. «Profeta» es aquel que expresa con palabras
humanas la verdad que proviene de Dios, aquel que profiere esta verdad en lugar
de Dios, en su nombre y, en cierto sentido, con su autoridad.
3. Todo esto se refiere a los nuevos esposos,
que, como ministros del sacramento del matrimonio, instituyen con las palabras
del consentimiento conyugal el signo visible, proclamando el «lenguaje del
cuerpo», releído en la verdad, como contenido y principio de su nueva vida en
Cristo y en la Iglesia. Esta proclamación «profética» tiene un carácter
completo. El consentimiento conyugal es, al mismo tiempo, anuncio y causa
del hecho de que, de ahora en adelante, ambos serán ante la Iglesia y la
sociedad marido y mujer. (Entenderemos este anuncio como «indicación» en el
sentido ordinario del término). Sin embargo, el consentimiento conyugal tiene
sobre todo el carácter de una recíproca profesión de los nuevos
esposos, hecha ante Dios. Basta detenerse con atención en el texto, para
convencerse de que esa proclamación profética del lenguaje del cuerpo, releído
en la verdad, está inmediata y directamente dirigida del «yo» al «tú»: del
hombre a la mujer y de ella a él. Precisamente tienen puesto central en el
consentimiento conyugal las palabras que indican el sujeto personal, los
pronombres «yo» y «a ti». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad
de su significado nupcial, constituye, mediante las palabras de los nuevos
esposos, la unión-comunión de las personas. Si el consentimiento conyugal
tiene carácter profético, si es la proclamación de la verdad que proviene
de Dios y, en cierto sentido, la enunciación de esta verdad en el nombre de
Dios, esto se realiza sobre todo en la dimensión de la comunión
interpersonal, y sólo indirectamente «ante» los otros y «por» los
otros.
4. En el fondo de las palabras pronunciadas
por los ministros del sacramento del matrimonio, está el perenne «lenguaje del
cuerpo», al que Dios «dio comienzo» al crear al hombre como varón y mujer:
lenguaje que ha sido renovado por Cristo. Este perenne «lenguaje del cuerpo»
lleva en sí toda la riqueza y profundidad del misterio: primero de la creación
y de la redención (la liturgia del sacramento del matrimonio ofrece un rico
contexto de ello). Al releer de este modo «el lenguaje del cuerpo», los
esposos no sólo incluyen en las palabras del consentimiento conyugal la
plenitud subjetiva de la profesión, indispensable para realizar el signo propio
de este sacramento, sino que llegan también, en cierto sentido, a las
fuentes mismas de las que ese signo toma cada vez su elocuencia profética y
su fuerza sacramental. No es lícito olvidar que «el lenguaje del cuerpo»,
antes de ser pronunciado por los labios de los esposos, ministros del matrimonio
como sacramento de la Iglesia, ha sido pronunciado por la palabra del Dios vivo,
comenzando por el libro del Génesis, a través de los Profetas de la Antigua
Alianza, hasta el autor de la Carta a los Efesios.
5. Empleamos aquí varias veces la expresión
«lenguaje del cuerpo» refiriéndonos a los textos proféticos. En estos
textos, como ya hemos dicho, el cuerpo humano habla un «lenguaje», del que no
es autor en el sentido propio del término. El autor es el hombre -varón y
mujer- que relee el verdadero sentido de ese «lenguaje», poniendo de relieve
el significado nupcial del cuerpo como grabado integralmente en la estructura
misma de la masculinidad y femineidad del sujeto personal. Esta relectura «en
la verdad» del lenguaje del cuerpo confiere, ya de por sí, un carácter
profético a las palabras del consentimiento conyugal, por medio de las
cuales, el hombre y la mujer realizan el signo visible del matrimonio como
sacramento de la Iglesia. Sin embargo, estas palabras contienen algo más que
una siempre relectura en la verdad de ese lenguaje, del que habla la femineidad
y la masculinidad de los nuevos esposos en su relación recíproca: «Yo te
recibo como mi esposa - como mi esposo». En las palabras están incluidos: el
propósito, la decisión y la opción. Los dos esposos deciden actuar en
conformidad con el lenguaje del cuerpo, releído en la verdad. Si el hombre, varón
y mujer, es el autor de ese lenguaje, lo es, sobre todo, en cuanto quiere
conferir, y efectivamente confiere a su comportamiento y a sus acciones el
significado conforme con la elocuencia releída de la verdad de la masculinidad
y de la feminidad en la recíproca relación conyugal.
6. En el ámbito el hombre es artífice
de las acciones que tienen, de por sí, significados definidos. Es, pues, artífice
de las acciones y, a la vez, autor de su significado. La suma de estos
significados constituye, en cierto sentido, el conjunto del «lenguaje del
cuerpo», con el que los esposos deciden hablar entre sí como ministros del
sacramento del matrimonio. El signo que ellos realizan con las palabras del
consentimiento conyugal no es un mero signo inmediato y pasajero, sino un signo
de perspectiva que reproduce un efecto duradero, esto es, el vínculo conyugal,
único e indisoluble («Todos los días de mi vida», es decir, hasta la
muerte). En esta perspectiva deben llenar ese signo del múltiple contenido que
ofrece la comunión conyugal y familiar de las personas, y también del
contenido que, nacido «del lenguaje del cuerpo», es continuamente releído en
la verdad. De este modo, la «verdad» esencial del signo permanecerá orgánicamente
vinculada al ethos de la conducta conyugal. En esta verdad del signo y,
consiguientemente, en el ethos de la conducta conyugal, se inserta con gran
perspectiva el significado procreador del cuerpo, es decir, la paternidad
y la maternidad, de las que ya hemos tratado. A la pregunta: «¿Estáis
dispuestos a recibir de Dios, responsable y amorosamente, los hijos y a
educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?», el hombre y la mujer
respondan: «Sí, estamos dispuestos».
Y por ahora dejamos para otros capítulos
profundizaciones ulteriores del tema.
107. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia (26-I-83/30-I-83)
1. El signo del matrimonio como sacramento de
la Iglesia se constituye cada vez según esa dimensión que le es propia desde
el «principio», y al mismo tiempo se constituye sobre el fundamento del amor
nupcial de Cristo y de la Iglesia, como la expresión única e irrepetible de la
alianza entre «este» hombre y «esta» mujer, que son ministros del matrimonio
como sacramento de su vocación y de su vida. Al decir que el signo del
matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye sobre la base del «lenguaje
del cuerpo», nos servimos de la analogía (analogía attibutionis), que
hemos tratado de esclarecer ya anteriormente. Es obvio que el cuerpo, como tal,
no «habla», sino que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado
precisamente, basándose en el «cuerpo», en la masculinidad o femineidad del
sujeto personal, más aún, basándose en lo que el hombre puede expresar únicamente
por medio del cuerpo.
En este sentido, el hombre -varón o mujer- no
sólo habla con el lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al
cuerpo hablar «por él» y «de parte de él»: diría en su nombre y con su
autoridad personal. De este modo, también el concepto de «profetismo del
cuerpo», parece tener fundamento: el «profeta», efectivamente, es aquel que
habla «por» y «de parte de»: en nombre y con la autoridad de una persona.
2. Los nuevos esposos son conscientes de esto
cuando, al contraer matrimonio, realizan su signo visible. En la perspectiva de
la vida en común y de la vocación conyugal, ese signo inicial, signo
originario del matrimonio como sacramento de la Iglesia, será colmado
continuamente por el «profetismo del cuerpo». Los cuerpos de los esposos hablarán
«por» y «de parte de» cada uno de ellos, hablarán en el nombre y con
la autoridad de la persona, de cada una de las personas, entablando el diálogo
conyugal, propio de su vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído a
su tiempo oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la
verdad! Los cónyuges están llamados a construir su vida y su convivencia como
«comunión de las personas» sobre la base de ese lenguaje. Puesto que al
lenguaje corresponde un conjunto de significados, los esposos -a través de
su conducta y comportamiento, a través de sus acciones y expresiones («expresiones
de ternura»: cf. Gaudium et spes, 49)- están llamados a convertirse en
los autores de estos significados del «lenguaje del cuerpo», por el cual, en
consecuencia, se construyen y profundizan continuamente el amor, la fidelidad,
la honestidad conyugal y esa unión que permanece indisoluble hasta la muerte.
3. El signo del matrimonio como sacramento de
la Iglesia se forma cabalmente por esos significados, de los que son autores los
esposos. Todos estos significados dan comienzo y, en cierto sentido, quedan «programados»
de modo sintético en el consentimiento matrimonial, a fin de construir luego
-de modo más analítico, día tras días- el mismo signo, identificándose con
él en la dimensión de toda la vida. Hay un vínculo orgánico entre el
releer en la verdad el significado integral del «lenguaje del cuerpo» y el
consiguiente empleo de ese lenguaje en la vida conyugal. En este último
ámbito el ser humano -varón y mujer- es el autor de los significados del «lenguaje
del cuerpo». Esto implica que tal lenguaje, del que él es autor, corresponda a
la verdad que ha sido releída. Basándonos en la tradición bíblica, hablamos
aquí del «profetismo del cuerpo». Si el ser humano -varón y mujer- en el
matrimonio (e indirectamente también en todos los sectores de la convivencia
mutua) confiere a su comportamiento un significado conforme a la verdad fundamental
del lenguaje del cuerpo, entonces también él mismo «está en la
verdad». En el caso contrario, comete mentira y falsifica el lenguaje del
cuerpo.
4. Si nos situamos en la línea de perspectiva
del consentimiento matrimonial que -como ya hemos dicho- ofrece a los esposos
una participación especial en la misión profética de la Iglesia, transmitida
por Cristo mismo, podemos servirnos, a este propósito, también de la distinción
bíblica entre profetas «verdaderos» y profetas «falsos». A través del
matrimonio como sacramento de la Iglesia, el hombre y la mujer están llamados
de modo explícito a dar -sirviéndose correctamente del «lenguaje del cuerpo»-
el testimonio del amor nupcial y procreador, testimonio digno de «verdaderos
profetas». En esto consiste el significado justo y la grandeza del
consentimiento matrimonial en el sacramento de la Iglesia.
5. La problemática del signo sacramental del
matrimonio tiene carácter profundamente antropológico. La formamos basándonos
en la antropología teológica y en particular sobre lo que, desde el comienzo
de las presentes consideraciones precedentes, que se refieren al análisis de
las palabras-clave de Cristo (decimos «palabras-clave» porque nos abren -como
la llave- cada una de las dimensiones de la antropología teológica,
especialmente de la teología del cuerpo). Al formar sobre esta base el análisis
del signo sacramental del matrimonio, del cual -incluso después del pecado
original- siempre son partícipes el hombre y la mujer, como «hombre histórico»,
debemos recordar constantemente el hecho de que el hombre «histórico», varón
y mujer, es, al mismo tiempo, el «hombre de la concupiscencia»; como
tal, cada hombre y cada mujer entran en la historia de la salvación y están
implicados en ella mediante el sacramento, que es signo visible de la alianza y
de la gracia.
Por lo cual, en el contexto de las presentes
reflexiones sobre la estructura sacramental del signo del matrimonio, debemos
tener en cuenta no sólo lo que Cristo dijo sobre la unidad e indisolubilidad
del matrimonio, haciendo referencia al «principio», sino también (y todavía
más) lo que expresó en el sermón de la montaña, cuando apeló al «corazón
humano».
6. Y ahora, otra idea.
La primera lectura sacada del libro de Nehemías
nos recuerda la veneración con que el Pueblo de Dios escuchaba las palabras
de la Sagrada Escritura, mientras las leía el sacerdote Esdras el día «consagrado
a Dios»: «Esdras abrió el libro a vista del pueblo... y cuando lo abrió el
pueblo entero se puso en pie. Esdras pronunció la bendición del Señor Dios
grande y el pueblo entero alzando las manos respondió ‘Amén, amén’» (Neh
8, 5-6).
El Evangelio de San Lucas nos habla del
episodio en que Jesús en la sinagoga de Nazaret, al principio de
su actividad mesiánica, lee un pasaje del Profeta Isaías que precisamente se
refería a EL.
Sea esto para nosotros una indicación de cómo
debemos leer la Palabra divina, con qué predisposición debemos escucharla
y cómo la hemos de aplicar a nosotros mismos: «Tus palabras, Señor, son espíritu
y vida» (cf. Jn 6, 23).
Si las recibimos con el corazón dispuestos a
que lleguen a ser vida de nuestras almas, se cumplirá en nosotros lo que
expresa con tanto entusiasmo el Salmo de la liturgia de hoy:
«La ley del Señor es perfecta / y es
descanso del alma; / el precepto del Señor es fiel / e instruye al ignorante. /
Los mandatos del Señor son rectos / y alegran el corazón; / la norma del Señor
es límpida / y da luz a los ojos» (Sal 19 [18], 8-9).
Así sea, amados hermanos y hermanas, en cada
uno de nosotros. La escucha de la Palabra de Dios nos alegre el corazón y guíe
nuestra conducta en el año del Señor 1983 y durante toda nuestra vida. Amén.
108. La veracidad en «el lenguaje del cuerpo» (9-II-83/13-II-83)
1. Dijimos ya que en el contexto de las
presentes reflexiones sobre la estructura del matrimonio como signo sacramental,
debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo declaró sobre la unidad e
indisolubilidad, haciendo referencia al «principio», sino también (y aún más)
lo que dijo en el sermón de la montaña, cuando apeló al «corazón humano».
Aludiendo al mandamiento «No adulterarás», Cristo habló de «adulterio en el
corazón»: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en
su corazón» (Mt 5, 28).
Así, pues, al afirmar que el signo
sacramental del matrimonio -signo de la alianza conyugal del hombre y de
la mujer- se forma basándose en el «lenguaje del cuerpo» una vez releído en
la verdad (y releído continuamente), nos damos cuenta de que el que relee
este «lenguaje» y luego lo expresa, en desacuerdo con las exigencias
propias del matrimonio como pacto y sacramento, es natural y moralmente el
hombre de la concupiscencia: varón y mujer, entendidos ambos como el «hombre
de la concupiscencia». Los Profetas del Antiguo Testamento tienen ante los ojos
ciertamente a este hombre cuando, sirviéndose de una analogía, censuran el «adulterio
de Israel y de Judá». El análisis de las palabras pronunciadas por Cristo en
el sermón de la montaña nos lleva a comprender más profundamente el «adulterio»
mismo. Y a la vez nos lleva a la convicción de aquel el «corazón» humano no
es tanto «acusado y condenado» por Cristo a causa de la concupiscencia (concupiscentia
carnis), cuanto, ante todo, «llamado». Aquí se da una decisiva
divergencia entre la antropología (o la hemenéutica antropológica) del
Evangelio y algunos influyentes representantes de la hermenéutica contemporánea
del hombre (los llamados maestros de la sospecha).
2. Pasando al terreno de nuestro análisis
presente, podemos constatar que, aunque el hombre, a pesar del signo sacramental
del matrimonio, a pesar del consentimiento matrimonial y de su realización,
permanezca siendo naturalmente el «hombre de la concupiscencia», sin embargo
es, a la vez, el hombre de la «llamada». Es «llamado» a través del
misterio de la redención del cuerpo, misterio divino, que es simultáneamente
-en Cristo y por Cristo en cada hombre- realidad humana. Además, ese misterio
comporta un determinado ethos que por esencia es «humano», y al que ya hemos
llamado antes ethos de la redención.
3. A la luz de las palabras pronunciadas por
Cristo en el sermón de la montaña, a la luz de todo el Evangelio y de la Nueva
Alianza, la triple concupiscencia (y en particular la concupiscencia de
la carne) no destruye la capacidad de releer en la verdad el «lenguaje del
cuerpo» -y de releerlo continuamente de un modo más maduro y pleno-, en
virtud del cual se constituye el signo sacramental tanto en su primer momento
litúrgico, como, luego, en la dimensión de toda la vida. A esta luz hay que
constatar que, si la concupiscencia de por sí engendra múltiples «errores»
al releer el «lenguaje del cuerpo» y juntamente con esto engendra incluso el
«pecado», el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal
como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda
siempre la posibilidad de pasar del «error» a la «verdad», como también la
posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como
expresión de una vida según el Espíritu (cf. Gál 5, 16).
4. De este modo, en la óptica evangélica y
cristiana del problema, el hombre «histórico» (después del pecado original),
basándose en el «lenguaje del cuerpo» releído en la verdad, es capaz -como
varón y mujer- de constituir el signo sacramental del amor, de la
fidelidad y de la honestidad conyugal, y esto como signo duradero: «Serte
fiel siempre en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad y
amarte y respetarte todos los días de mi vida». Esto significa que el hombre
es, de modo real, autor de los significados por medio de los cuales, después de
haber releído en la verdad el «lenguaje del cuerpo», es incluso capaz de
formar en la verdad ese lenguaje en la comunión conyugal y familiar de las
personas. Es capaz de ello también como «hombre de la concupiscencia», al ser
«llamado» a la vez por la realidad de la redención de Cristo (simul lapsus
et redemptus).
5. Mediante la dimensión del signo, propia
del matrimonio como sacramento, se confirma la específica antropología teológica,
la específica hermenéutica del hombre, que en este caso podría llamarse también
«hermenéutica del sacramento», porque permite comprender al hombre
basándose en el análisis del signo sacramental. El hombre -varón y mujer-
como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto
consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el
autor del «lenguaje del cuerpo», puede ser también autor (co-autor) del
matrimonio como signo: signo de la divina creación y «redención del cuerpo».
El hecho de que el hombre (el varón y la mujer) es el hombre de la
concupiscencia, no prejuzga que sea capaz de releer el lenguaje del cuerpo en la
verdad. Es el «hombre de la concupiscencia», pero al mismo tiempo es capaz de
discernir la verdad de la falsedad en el lenguaje del cuerpo y puede ser autor
de los significados verdaderos (o falsos) de ese lenguaje.
6. Es el hombre de la concupiscencia, pero
no está completamente determinado por la libido (en el sentido en que
frecuentemente se usa este término). Esa determinación significaría que el
conjunto de los comportamientos del hombre, incluso también, por ejemplo, la
opción por la continencia a causa de motivos religiosos, sólo se explicaría a
través de las específicas transformaciones de esta «libido». En tal caso
-dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo-, el hombre estaría condenado, en
cierto sentido, a falsificaciones esenciales: sería solamente el que expresa
una específica determinación de parte de la «libido», pero no expresaría la
verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aun
cuando pensase manifestarla. En consecuencia, estaría condenado, pues, a
sospechar de sí mismo y de los otros, respecto a la verdad del lenguaje del
cuerpo. A causa de la concupiscencia de la carne podría solamente ser «acusado»,
pero no podría ser verdaderamente «llamado».
La «hermenéutica del sacramento» nos
permite sacar la conclusión de que el hombre es siempre esencialmente «llamado»
y no sólo «acusado», y esto precisamente en cuanto «hombre de la
concupiscencia» .
109. El amor conyugal en el Cantar de los Cantares (23-V-84/27-V-84)
1. Durante el Año Santo suspendí el
desarrollo del tema referente al amor humano en el plan divino. Quisiera
concluir ahora esta materia con algunas consideraciones, sobre todo acerca de la
enseñanza de la Humanæ vitæ, anteponiendo algunas reflexiones sobre el «Cantar
de los Cantares» y el libro de Tobías. Efectivamente, me parece que todo lo
que trato de exponer en los próximos capítulos constituye el coronamiento de
cuanto he explicado.
El tema del amor nupcial, que une al hombre y
a la mujer, conecta, en cierto sentido, esta parte de la Biblia con toda la
tradición de la «gran analogía» que, a través de los escritos de los
Profetas, confluyó en el Nuevo Testamento y, particularmente, en la Carta a los
Efesios (cf. Ef 5, 21-23), cuya explicación interrumpí al comienzo del
Año Santo.
Este amor ha sido objeto de numerosos estudios
exegéticos, comentarios e hipótesis. Respecto a su contenido, en apariencia «profano»,
las posiciones han sido diversas: mientras por un lado se desaconsejaba
frecuentemente su lectura, por otra ha sido la fuente en la que se han inspirado
los mayores escritores místicos, y los versículos del «Cantar de los Cantares»
han sido insertados en la liturgia de la Iglesia (1).
Efectivamente, aunque el análisis del texto
de este libro nos obligue a colocar su contenido fuera del ámbito de la gran
analogía profética, sin embargo, no se puede separar de la realidad del
sacramento primordial. No es posible releerlo más que en la línea de lo
que está escrito en los primeros capítulos del Génesis, como testimonio del
«principio», de ese «principio» al que se refirió Cristo en su conversación
decisiva con los fariseos (cf. Mt 19, 4) (2). El «Cantar de los Cantares»
está ciertamente en la línea de ese sacramento donde, a través del «lenguaje
del cuerpo», se constituye el signo visible de la participación del hombre y
de la mujer en la alianza de la gracia y del amor, que Dios ofrece al hombre. El
«Cantar de los Cantares» muestra la riqueza de este «lenguaje», cuya primera
expresión está ya en el Génesis 2, 23-25.
2. Ya los primeros versículos del «Cantar»
nos introducen inmediatamente en la atmósfera de todo el «poema», donde el
esposo y la esposa parecen moverse en el círculo trazado por la irradiación
del amor. Las palabras de los esposos, sus movimientos, sus gestos, corresponden
a la moción interior de los corazones. Sólo bajo el prisma de esta moción se
puede comprender el «lenguaje del cuerpo», con el que se realiza el
descubrimiento al que dio expresión el primer hombre ante la que había
sido creada como «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 20 y 23), y que
había sido tomada, como dice el texto bíblico, de una de sus «costillas» (la
«costilla» parece indicar también el corazón).
Este descubrimiento -analizado ya a base del Génesis
2- adquiere en el «Cantar de los Cantares» toda la riqueza del lenguaje del
amor humano. Lo que en el capítulo 2 del Génesis (vv. 23-25) se expresó
apenas con unas pocas palabras, sencillas y esenciales, aquí se desarrolla como
un amplio diálogo, o mejor, un dúo, en el que se entrelazan las palabras del
esposo con las de la esposa y se completan mutuamente. Las primeras palabras del
hombre en el Génesis, cap. 2, 23, a la vista de la mujer creada por Dios,
manifiestan el estupor y la admiración, más aún, el sentido de fascinación.
Y semejante fascinación -que es estupor y admiración- fluye de manera más
amplia en los versículos del «Cantar de los Cantares». Fluye en onda plácida
y homogénea desde el principio hasta el fin del poema.
3. Incluso un análisis somero del texto del
«Cantar de los Cantares» permite darse cuenta de que se expresa en esa
fascinación recíproca el «lenguaje del cuerpo». Tanto el punto de partida
como el de llegada de esta fascinación -recíproca estupor y admiración- son
efectivamente la femineidad de la esposa y la masculinidad del esposo en la
experiencia directa de su visibilidad. Las palabras de amor que ambos pronuncian
se centran, pues, en el «cuerpo», no sólo porque constituye por si mismo la
fuente de la recíproca fascinación, sino también y sobre todo porque en él
se detiene directa e inmediatamente la atracción hacia la otra persona,
hacia el otro «yo» -femenino o masculino- que engendra el amor con el impulso
interior del corazón.
El amor, además, desencadena una experiencia particular de la belleza,
que se centra sobre lo que es visible, pero que envuelve simultáneamente a toda
la persona. La experiencia de la belleza engendra la complacencia, que es recíproca.
«Tú, la más bella de las mujeres...» (Cant
1, 8), dice el esposo, y hacen eco las palabras de la esposa: «Tengo la tez
morena, pero hermosa, muchachas de Jerusalén» (Cant 1, 5). Las palabras
del encanto masculino se repiten continuamente, retornan en los cinco cánticos
del poema. Y encuentran eco en las expresiones semejantes de la esposa.
4. Se trata de metáforas que hoy
pueden sorprendernos. Muchas de ellas están tomadas de la vida de los pastores;
y otras parecen indicar el estado regio del esposo (3). El análisis de ese
lenguaje poético se deja a los expertos. El hecho mismo de utilizar la metáfora
demuestra cómo, en nuestro caso, el «lenguaje del cuerpo» busca apoyo y
confirmación en todo el mundo visible. Se trata, sin duda, de un «lenguaje»
que se relee simultáneamente con el corazón y con los ojos del esposo, en el
acto de especial concentración sobre todo el «yo» femenino de la esposa. Este
«yo» le habla a través de cada rasgo femenino, suscitando ese estado de ánimo
que puede definirse como fascinación, encanto. Este «yo» femenino se expresa
casi sin palabras; sin embargo, el «lenguaje del cuerpo» expresado sin
palabras halla eco rico en las palabras del esposo, en su hablar lleno de
transportes poéticos y de metáforas, que dan testimonio de la experiencia de
la belleza, de un amor de complacencia. Si las metáforas del «Cantar» buscan
por esta belleza una analogía con las diversas cosas del mundo visible (con
este mundo, que es el «mundo propio» del esposo), al mismo tiempo, parecen
indicar la insuficiencia de cada una de ellas en particular. «Toda eres
hermosa, amada mía; y no hay en ti defecto» (Cant 4, 7): con esta
expresión termina el esposo su canto, dejando todas las metáforas, para volver
a la única, a través de la cual «el lenguaje del cuerpo» parece expresar lo
que es más propio de la feminidad y el todo de la persona.
Continuaremos el análisis del «Cantar de los
Cantares» en los próximos capítulos.
(1) «Al Cantar hay que tomarlo, pues,
sencillamente por lo que es de modo manifiesto: un canto de amor humano». Esta
frase de J. Winandy, o.s.b., expresa la convicción de exegetas cada vez más
numerosos a Winandy, Le Cantique des Cantiques. Poème d’amour mué en écrit
de Sagesse, Maredsous 1960, pág. 26).
M. Dubarle añade: «La exégesis católica,
que ha insistido a veces en el sentido obvio de los textos bíblicos en pasajes
de gran importancia dogmática, no debería abandonarlo a la ligera, cuando se
trata del Cantar». Refiriéndose a la frase de G. Gerleman, Dubarle continúa:
«El Cantar celebra el amor del hombre y de la mujer sin mezclar elemento alguno
mitológico, sino considerándolo sencillamente en su nivel y en su carácter
específico. Está en él implicitamente, sin existencia didáctica, lo
equivalente a la fe yahvista (ya que las fuerzas sexuales no se ponían bajo el
patronato de las divinidades extranjeras y no se atribuían a Yahvé mismo, que
aparecía como trascendiendo este ámbito). El poema estaba, pues, en armonía tácita
con las convicciones fundamentales de la fe de Israel.
«La misma actitud abierta, objetiva, no
expresamente religiosa en relación con la belleza física y el amor sexual se
vuelve a encontrar en alguna reproducción del documento yahvista. Estas
diversas semejanzas demuestran que el pequeño libro no está tan aislado en el
conjunto de la literatura bíblica, como a veces se ha afirmado» (A. M.
Dubarle, «Le Cantique des Cantiques dans l’exégèse récente» in: Aux
grands carrefours de la Révélation et de l’exégèse de l’Ancien
Testament, Recherches bibliques VIII, Louvain 1967, págs. 149, 151.
(2) Esto no excluye evidentemente la
posibilidad de hablar de un «sinificado más pleno» en el Cantar de los
Cantares.
Cf., por ejemplo: «los amantes en el éxtasis
del amor dan la impresión de ocupar y llenar todo el libro, como protagonistas
únicos... Por esto, Pablo, al leer las palabras del Génesis «Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo
ser» (Ef 5, 31), no niega el sentido real e inmediato de las palabras
que se refieren al matrimonio humano; pero añade a este sentido primero, uno más
profundo con una referencia inmediata: ‘Lo aplico a Cristo y su Iglesia’,
cantando qué ‘gran misterio es éste’ (Ef 5, 32)...
Algunos lectores del Cantar de los Cantares se
han lanzado a ver inmediatamente en sus versos un amor desencarnado. Han
olvidado a los amantes, o los han petrificado en ficciones, en claves
intelectuales... han multiplicado las menudas correlaciones alegóricas en cada
frase, palabra o imagen... No es ése el camino. Quien crea en el amor humano de
los novios, quien tenga que pedir perdón del cuerpo, no tiene derecho a
remontarse... En cambio, afirmado el amor humano es posible descubrir en él la
revelación de Dios» (L. Alonso-Schökel, «Cantico del Cantici Introduzione»:
en: La Bibbia, Parola di Dio scritta per noi. Testo ufficiale della CEI,
vol. II, Torino 1980, Marietti, págs. 425-427).
(3) Para explicar la inclusión de un canto de
amor en el canon bíblico, los exegetas judaicos, ya desde los primeros siglos
d.C., han visto en el Cantar de los Cantares una alegoría del amor de Yahvé
hacia Israel, o una alegoría de la historia del pueblo elegido, donde se
manifiesta este amor, y en el Medioevo la alegoría de la Sabiduría Divina y
del hombre que la buscaba.
La exégesis cristiana, desde los primeros
Padres, hac~a extensiva esta idea a Cristo y a la Iglesia (cf. Hipólito y
Origenes), o al alma individual del cristiano (cf. San Gregorio de Nisa) o María
(cf. San Ambrosio) y también a su Inmaculada Concepción (cf. Ricardo de San
Victor). San Bernardo ha visto en el Cantar de los Cantares un diálogo de la
Palabra de Dios con el alma, y esto llevó al concepto de San Juan de Cruz sobre
los desposorios místicos.
La única excepción, en esta larga tradición,
fue Teodoro de Mopsuestia, en el siglo IV, el cual vio en el «Cantar de los
Cantares» un poema que canta el amor humano de Salomón por la hija del Faraón.
En cambio, Lutero refirió la alegoría de
Salomón y a su reino. En los últimos siglos han aparecido nuevas hipótesis.
Por ejemplo, se ha considerado el «Cantar de los Cantares» como un drama de la
fidelidad mantenida por una esposa hacia un pastor, a pesar de todas las
tentaciones, o como una colección de cantos interpretados durante los ritos
populares de las bodas o mítico-rituales que reflejaban el culto de
Adonis-Tamuz. Incluso se ha visto en el Cantar la descripción de un sueño,
remitiéndose tanto a las ideas antiguas sobre el significado de los sueños,
como también al psicoanálisis.
En el siglo XX se ha vuelto a las más antiguas
tradiciones alegóricas (cf. Bea), viendo de nuevo en el Cantar de los Cantares
la historia de Israel (cf. Jouon, Ricciotti), y un midrash desarrollado
(como lo llama Robert en su comentario, que constituye una «suma» de la
interpretación del Cantar).
Sin embargo, a la vez, se ha comenzado a leer
el libro en su significado más evidente, como un poema exultantes del natural
amor humano (cf. Rowley Young, Laurin).
El primero que demostró cómo este significado
se vincula con el contexto bíblico del cap. 2 del Génesis, fue Karl Barth.
Dubarle parte de la premisa de que un fiel y feliz amor humano revela al hombre
los atributos del amor divino, y Van de Oudenrijn ve en el «Cantar de los
Cantares» el anticipo del sentido típico que aparece en la Carta a los Efesios
5, 23. Murphy, excluyendo toda explicación alegórica y metafórica, pone de
relieve que el amor humano, creado y bendecido por Dios, puede ser tema de un
libro bíblico inspirado.
D. Lys constata que el contenido del «Cantar
de los Cantares» es, al mismo tiempo, sexual y sacral. Cuando se prescinde de
la segunda característica, se llega a tratar al Cantar como una composición erótica
puramente laica, y cuando se ignora la primera, se cae en el alegorismo.
Solamente poniendo juntos estos dos aspectos, se puede leer el libro de modo
justo.
Al lado de las obras de los autores antes
citados, y especialmente por lo que se refiere a un esbozo de la historia de la
exégesis del Cantar de los Cantares, cf. H. H. Rowley, «The interpretation of
the Song of Songs» en: The Servanto of the Lord and other Essays on the Old
Testament, London 1952/Lutterworth/, págs. 191-233; A. M. Dubarle, «Le
Cantique des Cantiques dans l’exégese de l’Ancien Testament», Recherches
Bibliques VIII. Louvain 1967, Desclée de Brouwer, págs. 139-151; D. Lys, Le
plus beau chant de la création Commentaire du Cantique des Cantiques,
Lectio divina 51, París 1968, Du Cerf, págs.
31-35;
M. H. Pope, Song of Songs, The Anchor Bible, Garden City N. Y., 1977,
Doubleday, págs. 113-234.
110. El amor masculino y femenino en el Cantar (30-V-84/3-VI-84)
1. Reanudamos nuestros análisis del «Cantar
de los Cantares», con el fin de comprender de manera más adecuada y exhaustiva
el signo sacramental del matrimonio, tal como lo manifiesta el lenguaje del
cuerpo, que es un lenguaje singular de amor engendrado por el corazón.
El esposo, en cierto momento, al expresar una
particular experiencia de valores, que irradia sobre todo lo que está en
relación con la persona amada, dice:
«Me has enamorado, hermana y novia mía, / me
has enamorado con una sola de tus miradas, / con una vuelta de tu collar./ ¡Que
bellos tus amores, hermana y novia mía...» (Cant 4, 9-10).
De estas palabras emerge que es de importancia
esencial para la teología del cuerpo -y en este caso para la teología del
signo sacramental del matrimonio- saber qué es el «tú» femenino para el
«yo» masculino y viceversa.
El esposo del Cantar de los Cantares exclama:
«¡Toda eres hermosa, amada (amiga) mía» (Cant 4, 7), y la llama «hermana
mía, novia (esposa)» (Cant 4, 9). No la llama con su nombre propio,
sino que usa expresiones que dicen más.
Bajo cierto aspecto, respecto al apelativo de
«amada», el de «hermana» utilizado para la esposa parece ser más elocuente
y arraigado en el conjunto del Cantar, que manifiesta cómo el amor revela al
otro.
2. El término «amada» indica lo que
siempre es esencial para el amor, que pone el segundo «yo» al lado del
propio «yo». La «amistad» -el amor de amistad (amor amicitiæ)-
significa en el «Cantar» un particular acercamiento sentido y experimentado
como fuerza interiormente unificante. El hecho de que en este acercamiento el «yo»
femenino se revele para el esposo como «hermana» -y que precisamente como
hermana sea esposa- tiene una elocuencia particular. La expresión «hermana»
habla de la unión en la humanidad y, a la vez, de la diversidad y originalidad
femenina de la misma con relación no sólo al sexo, sino al mismo modo de «ser
persona», que quiere decir tanto «ser sujeto» como «estar en relación». El
término «hermana» parece expresar, del modo más sencillo, la subjetividad
del «yo» femenino en la relación personal con el hombre, estos es, en su
apertura hacia los otros, que son entendidos y percibidos como hermanos. La
«hermana», en cierto sentido, ayuda al hombre a definirse y concebirse de este
modo, constituyendo para él una especie de desafío en esta dirección.
3. El esposo del Cantar acepta el desafío y
busca el pasado común como si él y su mujer descendiesen del círculo de la
misma familia, como si desde la infancia estuvieran unidos por los recuerdos del
hogar común. De este modo se siente recíprocamente cercanos como hermano y
hermana, que deben su existencia a la misma madre. De lo que se deduce un específico
sentido de pertenencia común. El hecho de que se sientan hermano y hermana les
permite vivir con seguridad la recíproca cercanía y manifestarla, encontrando
apoyo en esto y sin tener el juicio inicuo de los otros hombres.
Las palabras del esposo, mediante el apelativo
«hermana», tienden a reproducir, diría, la historia de la femineidad de la
persona amada, la ven todavía en el tiempo de la infancia y abrazan todo su «yo»,
alma y cuerpo, con una ternura desinteresada. De aquí nace esa paz de
la que habla la esposa. Se trata de la «paz del cuerpo», que en apariencia se
asemeja al sueño («no vayáis a molestar, no despertéis al amor hasta que él
quiera»). Esta es sobre todo la paz del encuentro en la humanidad como
imagen de Dios, y el encuentro por medio de un don recíproco y desinteresado
(«Yo seré para él mensajera de paz», Cant 8, 10).
4. En relación con la trama precedente, que
podría llamarse trama «fraterna», surge en el amoroso dúo del Cantar de los
Cantares otra trama, digamos: otro substrato del contenido. Podemos examinarla
partiendo de ciertas locuciones que parecen tener un significado clave en el
poema. Esta trama jamás surge explícitamente, sino a través de toda la
composición y se manifiesta expresamente sólo en algunos pasajes. He aquí que
habla el esposo:
«Eres jardín cerrado, hermana y novia
mía; / eres jardín cerrado, fuente sellada» (Cant 4, 12).
Las metáforas que acabamos de leer: «jardín
cerrado, fuente sellada» revelan la presencia de otra visión del mismo «yo»
femenino, dueño del propio misterio. Se puede decir que ambas metáforas
expresan la dignidad personal de la mujer que, en cuanto sujeto espiritual se
posee y puede decidir no sólo de la profundidad metafísica, sino también de
la verdad esencial y de la autenticidad del don de sí, que tiende a la unión
de la que habla el libro del Génesis.
El lenguaje de las metáforas -lenguaje poético-
en este ámbito parece ser particularmente apropiado y preciso. La «hermana-esposa»
es para el hombre dueña de su misterio como «jardín cerrado» y «fuente
sellada». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad va junto con el
descubrimiento de la inviolabilidad interior de la persona. Al mismo tiempo,
precisamente este descubrimiento expresa la auténtica profundidad de la recíproca
pertenencia de los esposos conscientes de pertenecerse mutuamente, de estar
destinados el uno a la otra: «Mi amado es mío y yo soy suya» (Cant 2,
16; cf. 6, 3).
Esta conciencia de la recíproca pertenencia
resuena sobre todo en boca de la esposa. En cierto sentido, ella responde con
tales palabras a las del esposo con las que él ha reconocido dueña del propio
misterio. Cuando la esposa dice: «Mi amado es mío», quiere decir, al mismo
tiempo: es aquel a quien me entrego yo misma, y por esto dice: «y yo soy suya»
(Cant 2, 16). Los adjetivos: «mío» y «mía» afirman aquí toda la profundidad
de esa entrega, que corresponde a la verdad interior de la persona.
Corresponde además al significado nupcial de
la femineidad en relación con el «yo» masculino, esto es, al «lenguaje del
cuerpo» releído en la verdad de la dignidad personal.
El esposo pronuncia esta verdad con las metáforas
del «jardín cerrado» y de la «fuente sellada». La esposa le responde con
las palabras del don, es decir, de la entrega de sí misma. Como dueña de la
propia opción dice: «Yo soy de mi amado». El Cantar de los Cantares pone de
relieve sutilmente la verdad interior de esta respuesta. La libertad del
don es respuesta a la conciencia profunda del don expresada por las palabras del
esposo. Mediante esta verdad y libertad se construye el amor, del que hay que
afirmar que es amor auténtico.
111. La verdad sobre el amor en el Cantar (6-VI-84/10-VI-84)
1. También reflexionaremos sobre el Cantar de
los Cantares a fin de comprender mejor el signo sacramental del matrimonio.
La verdad del amor, proclamada por el Cantar
de los Cantares, no puede separarse del «lenguaje del cuerpo». La verdad del
amor hace ciertamente que el mismo «lenguaje del cuerpo» se relea en la
verdad. Esta es también la verdad del progresivo acercamiento de los
esposos que crece por medio del amor: y la cercanía significa también la
iniciación en el misterio de la persona, pero sin que implique su violación
(cf. Cant 1, 13-14. 16).
La verdad de la creciente cercanía de los
esposos por medio del amor se desarrolla en la dimensión subjetiva «del corazón»,
del afecto y del sentimiento, que permite descubrir en sí al otro como don y,
en cierto sentido, de «gustarlo» en sí (cf. Cant 2, 3-67).
A través de esta cercanía, el esposo vive más
plenamente la experiencia del don que, por parte del «yo» femenino, se une con
la expresión y el significado nupciales del cuerpo. Las palabras del hombre
(cf. Cant 7, 1-8) no contienen solamente una descripción poética de la
amada, de su belleza femenina, en la que se detienen los sentidos, sino que hablan
del don y del donarse de la persona.
La esposa sabe que hacia ella se dirige el «anhelo»
del esposo y va a su encuentro con la prontitud del don de sí (cf. Cant 7,
9-10. 11-13), porque en el amor que los une es de naturaleza espiritual y
sensual a la vez. Y también, a base de ese amor, se realiza la relectura del
significado del cuerpo en la verdad, porque el hombre y la mujer deben
constituir en común el signo de recíproco don de sí, que pone el sello
sobre toda su vida.
2. En el Cantar de los Cantares el «lenguaje
del cuerpo» se inserta en el proceso singular de la atracción recíproca del
hombre y de la mujer, que se expresa en frecuentes retornelos que hablan de la búsqueda
llena de nostalgia, de solicitud afectuosa (cf. Cant 2, 7) y de recíproco
encuentro de los esposos (cf. Cant 5,2). Esto les proporciona alegría y
sosiego y parece inducirlos a una búsqueda continua. Se tiene la impresión de
que, al encontrase al juntarse experimentando la propia cercanía, continúan
tendiendo incesantemente a algo: ceden a la llamada de algo que supera el
contenido del momento y traspasa los mitos del eros, tal cual se ven en las
palabras del mutuo «lenguaje del cuerpo» (cf. Cant 1, 7-8; 2, 17). Esta
búsqueda tiene una dimensión interior: «el corazón vela» incluso en el sueño.
Esta aspiración que nace del amor, sobre la base del «lenguaje del cuerpo» es
una búsqueda de la belleza integral, de la pureza libre de toda mancha: es una
búsqueda de perfección que contiene, diría, la síntesis de la belleza
humana, belleza del alma y del cuerpo.
En el Cantar de los Cantares el eros humano
desvela el rostro del amor siempre en búsqueda y casi nunca
saciado. El eco de esta inquietud impregna las estrofas del poema:
«Yo misma abro a mi amado; / abro, y mi amado
se ha marchado ya. / Lo busco y no lo encuentro; /lo llamo y no responde» (Cant
5, 6). «Muchachas de Jerusalén, os conjuro / que si encontráis a mi amado
/ le digáis..., ¿qué le diréis?.., / que estoy enferma de amor» (Cant 5,
9).
3. Así, pues, algunas estrofas del Cantar de
los Cantares presentan el eros como la forma del amor humano, en el que actúan
las energías del deseo. Y en ellas se enraíza la conciencia, o sea, la certeza
subjetiva del recíproco, fiel y exclusivo pertenecerse. Pero, al mismo tiempo,
otras muchas estrofas del poema nos obligan a reflexionar sobre la causa de la búsqueda
y de la inquietud que acompañan a la conciencia de ser el uno de la otra. Esta
inquietud, ¿forma parte también de la naturaleza del eros? Si fuese así, esta
inquietud indicaría también la necesidad de la autosuperación. La
verdad del amor se expresa en la conciencia de la recíproca pertenencia, fruto
de la aspiración y de la mutua búsqueda, y en la necesidad de la aspiración y
de la búsqueda, resultado de la pertenencia recíproca.
En esta necesidad interior, en esta dinámica
de amor, se descubre indirectamente la casi imposibilidad de apropiarse y
posesionarse de la persona por parte de la otra. La persona es alguien que
supera todas las medidas de apropiación y enseñoreamiento, de posesión y
saciedad, que brotan del mismo «lenguaje del cuerpo». Si el esposo y la esposa
releen este «lenguaje» bajo la luz de la plena verdad de la persona y del
amor, llegan siempre a la convicción cada vez más profunda de que la amplitud
de su pertenencia constituye ese don recíproco donde el amor se revela «fuerte
como la muerte», esto es, se remonta hasta los últimos límites del «lenguaje
del cuerpo», para superarlos. La verdad del amor interior y la verdad del don
recíproco llaman, en cierto sentido, continuamente al esposo y la esposa -a
través de los medios de expresión de la recíproca pertenencia e incluso apartándose
de esos medios- a lograr lo que constituye el núcleo mismo del don de
persona a persona.
La verdad del amor, proclamada por el Cantar
de los Cantares, no puede separarse del «lenguaje del cuerpo». La verdad del
amor hace ciertamente que el mismo «lenguaje del cuerpo» se relea en la
verdad. Esta es también la verdad del progresivo acercamiento de los
esposos que crece por medio del amor: y la -cercanía significa también la
iniciación en el misterio de la persona, pero sin que implique su violación
(cf. Cant 1, 13-14. 16).
4. Siguiendo los senderos de las palabras
trazadas por las estrofas del «Cantar de los Cantares», parece que nos
acercamos, pues, a la dimensión en la que el «eros» trata de integrarse,
también mediante la otra verdad del amor. Siglos después -a la luz de la
muerte y resurrección de Cristo-, esta verdad la proclamará Pablo de Tarso,
con las palabras de la Carta a los Corintios:
«La caridad es longánime, es benigna, no es
envidiosa; no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo,
no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la
verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad
jamás decae» (1 Cor 13, 4-8).
¿La verdad sobre el amor, expresada en las
estrofas del «Cantar de los Cantares» queda confirmada a la luz de estas
palabras paulinas? En el Cantar leemos, por ejemplo, sobre el amor, que sus
«celos» son «crueles como el abismo» (Cant 8, 6), y en la Carta
paulina leemos que «la caridad no es envidiosa. ¿En qué relación se hallan
ambas expresiones sobre el amor? ¿En qué relación está el amor que «es
fuerte como la muerte», según el Cantar de los Cantares, con el amor que «jamás
decae», según la Carta Paulina? No multipliquemos estas preguntas, no abramos
el análisis comparativo. Sin embargo, parece que el amor se abre aquí ante
nosotros en dos perspectivas: como si aquello, en que el «eros» humano cierra
el propio horizonte, se abriese todavía, a través de las palabras paulinas, a
otro horizonte de amor que habla otro lenguaje; el amor que parece brotar de
otra dimensión de la persona y llama, invita a otra comunión. Este amor ha
sido llamado con el nombre de «ágape» y el ágape lleva a plenitud al
eros, purificándolo .
Concluimos así estas breves meditaciones
sobre el Cantar de los Cantares, destinadas a profundizar ulteriormente el tema
del «lenguaje del cuerpo». En este ámbito, el «Cantar de los Cantares»
tiene un significado totalmente singular.
112. El amor espiritual en el libro de Tobías (27-VI-84/1-VII-84)
1. Al comentar, en los capítulos anteriores,
el Cantar de los Cantares, puse de relieve cómo el signo sacramental del
matrimonio se constituye sobre la base del «lenguaje del cuerpo» que el hombre
y la mujer expresan con la verdad que les es propia. Bajo este aspecto quiero
analizar hoy algunos pasajes del libro de Tobías.
En el relato de los esponsales de Tobías con
Sara se encuentra, además de la expresión «hermana» -por la que parece que
en el amor nupcial está arraigada una índole fraterna- otra expresión que es
también análoga a la del Cantar.
Como recordaréis, en el dúo de los esposos,
el amor que se declaran mutuamente, es «fuerte como la muerte» (Cant
8, 6). En el libro de Tobías encontramos la frase que, al decir que él amó
a Sara «y se le apegó su corazón» (Tob 6, 19), presenta una situación
que confirma la verdad de las palabras sobre el amor «fuerte como la muerte».
2. Para entender mejor, hay que ir a algunos
detalles que encuentran explicación teniendo como fondo el carácter específico
del libro de Tobías. Leemos allí que Sara, hija de Raquel, con anterioridad
había «sido dada a siete maridos» (Tob 6, 13), pero todos murieron
antes de unirse a ella. Esto había acaecido por obra del espíritu maligno y
también el joven Tobías tenía razones para temer una muerte análoga.
De este modo, el amor de Tobías debía afrontar
desde el primer momento la prueba de la vida y de la muerte. Las
palabras sobre el amor «fuerte como la muerte», que pronuncian los esposos del
Cantar de los Cantares en el transporte del corazón, asumen aquí el carácter
de una prueba real. Si el amor se muestra fuerte como la muerte, esto sucede
sobre todo en el sentido de que Tobías y, juntamente con él, Sara van sin
titubear hacia esta prueba. Pero en esta prueba de la vida y de la muerte vence
la vida, porque, durante la prueba de la primera noche de bodas, el amor,
sostenido por la oración, se manifiesta más fuerte que la muerte.
3. Esta prueba de la vida y de la muerte tiene
también otro significado que nos hace comprender el amor y el matrimonio de los
nuevos esposos. Efectivamente, ellos, al unirse como marido y mujer, se hallan
en la situación en que las fuerzas del bien y del mal se combaten y se miden
recíprocamente. El dúo de los esposos del Cantar de los Cantares parece no
percibir en absoluto esta dimensión de la realidad. Los esposos del Cantar
viven y se expresan en un mundo ideal o «abstracto», en el cual parece no
existir la lucha de las fuerzas objetivas entre el bien y el mal. ¿Es acaso la
fuerza y la verdad interior del amor las que atenúan la lucha que se desarrolla
en el hombre y en torno a él?
La plenitud de esta verdad y de esta fuerza
propia del amor parece, sin embargo, que es diversa y da la impresión de que
tiende más bien allí donde nos conduce la experiencia del libro de Tobías. La
verdad y la fuerza del amor se manifiestan en la capacidad de ponerse entre las
fuerzas del bien y del mal, que combaten en el hombre y en torno a él, porque
el amor tiene confianza en la victoria del bien y está dispuesto a hacer todo,
a fin de que el bien venza. En consecuencia, la verdad del amor de los esposos
del libro de Tobías no se confirma con las palabras expresadas por el lenguaje
del trasporte amoroso como en el Cantar de los Cantares, sino por las opciones y
los actos que asumen todo el peso de la existencia humana en la unión de ambos.
El «lenguaje del cuerpo», aquí, parece usar las palabras de las opciones y de
los actos que brotan del amor, que vence porque ora.
4. La oración de Tobías (Tob 8, 5-8),
que es, ante todo, plegaria de alabanza y de acción de gracias, luego de súplica,
coloca el «lenguaje del cuerpo» en el terreno de los términos esenciales de
la teología del cuerpo. Se trata de un lenguaje «objetivizado», invadido, no
tanto por la fuerza emotiva de la experiencia, cuanto por la profundidad y
gravedad de la verdad de la existencia misma.
Los esposos profesan esta verdad juntos, al unísono,
ante el Dios de la Alianza: «Dios de nuestros padres». Puede decirse que, bajo
este aspecto, el «lenguaje del cuerpo» se convierte en el lenguaje de los
ministros del sacramento, conscientes de que en el pacto conyugal se
manifiesta y se realiza el misterio que tiene su fuente en Dios mismo.
Efectivamente, su pacto conyugal es la imagen -y el sacramento primordial de la
Alianza de Dios con el hombre, con el género humano- de esa alianza que nace
del Amor eterno.
Tobías y Sara terminan su oración con las
palabras siguientes: «Ten misericordia de mí y de ella y concédenos a ambos
larga vida» (Tob 8, 7).
Se puede admitir (basándose en el contexto)
que ellos tienen ante los ojos la perspectiva de perseverar en la comunión
hasta el fin de sus días, perspectiva que se abre ante ellos con la prueba de
la vida y de la muerte, ya durante la primera noche nupcial. Al mismo tiempo,
ven con la mirada de la fe la santidad de esta vocación, en la que -a través
de la unidad de los dos, construida sobre la verdad recíproca del «lenguaje
del cuerpo»- deben responder a la llamada de Dios mismo, contenida en el
misterio del Principio. Y por esto piden: «Ten misericordia de mí y de ella».
5. Los esposos del Cantar de los Cantares
declaran mutuamente, con palabras fogosas, su amor humano. Los nuevos esposos
del libro de Tobías piden a Dios saber responder al amor. Uno y otro encuentran
su puesto en lo que constituye el signo sacramental del matrimonio. Uno y otro
participan en la formación de este signo.
Se puede decir que a través de uno y otro el
«lenguaje del cuerpo», releído tanto en la dimensión subjetiva de la verdad
de los corazones humanos, como en la dimensión «objetiva» de la verdad del
vivir en la comunión, se convierte en la lengua de la liturgia.
La oración de los nuevos esposos del libro de
Tobías parece ciertamente confirmarlo de un modo diverso de como lo hace el
Cantar de los Cantares, y también de manera que, sin duda, conmueve más
profundamente.
113. El amor conyugal en la Carta a los Efesios (4-VII-84/8-VII-84)
1. Hoy vamos a referirnos al texto clásico
del capítulo 5 de la Carta a los Efesios, la cual revela las fuentes eternas de
la Alianza en el amor del Padre y, a la vez, su nueva y definitiva institución
en Jesucristo.
Este texto nos lleva a una dimensión tal del
«lenguaje del cuerpo» que podríamos llamar «mística». En efecto, habla del
matrimonio como de un «gran misterio» («Gran misterio es éste», Ef 5,
32), si bien se verifica de manera definitiva en las dimensiones escatológicas,
sin embargo el autor de la Carta a los Efesios no duda en extender la analogía
de la unión de Cristo con la Iglesia en el amor esponsal, delineada de un modo
tan «absoluto» y «escatológico», al signo sacramental del pacto esponsal
del hombre y de la mujer, los cuales están «sujetos los unos a los otros en el
temor de Cristo» (Ef 5, 21). No vacila en extender aquella analogía
mística al «lenguaje del cuerpo», interpretado en la verdad del amor
esponsal y de la unión conyugal de los dos.
2. Es necesario reconocer la lógica de este
magnífico texto, que libera radicalmente nuestro modo de pensar de elementos
maniqueístas o de una consideración no personalista del cuerpo, y, al mismo
tiempo, aproxima el «lenguaje del cuerpo», encerrado en el signo sacramental
del matrimonio, a la dimensión de la santidad real.
Los sacramentos insertan la santidad en el
terreno de la humanidad del hombre; penetran el alma y el cuerpo, la femineidad
y la masculinidad del sujeto personal, con la fuerza de la santidad. Todo ello
viene expresado en el lenguaje de la liturgia: en él se expresa y se hace
realidad.
La liturgia,
el lenguaje litúrgico, eleva el pacto conyugal del hombre y de la mujer,
fundamentado en «el lenguaje del cuerpo» interpretado en la verdad, a las
dimensiones del «misterio» y, al mismo tiempo, permite que tal pacto se
realice en las susodichas dimensiones mediante el «lenguaje del cuerpo».
De esto habla precisamente el signo del
sacramento del matrimonio, el cual, en el lenguaje litúrgico, expresa un suceso
interpersonal, cargado de intenso contenido personalista, encomendado a los dos
«hasta la muerte». El signo sacramental significa no sólo el «fieri» -el
nacer del matrimonio- sino que edifica todo su «esse», su duración: el
uno y el otro en cuanto realidad sagrada y sacramental, radicada en la dimensión
de la Alianza y de la Gracia, en la dimensión de la creación y de la redención.
De este modo, el lenguaje litúrgico confía a entre ambos, al hombre y a la
mujer, el amor, la fidelidad y la honestidad conyugal mediante el «lenguaje del
cuerpo». Les confía la unidad y la indisolubilidad del matrimonio con el «lenguaje
del cuerpo». Les asigna como tarea todo el «sacrum» de la persona y de la
comunión de las personas, igualmente las respectivas femineidad y
masculinidad precisamente con este lenguaje.
3. En este sentido, afirmamos que la expresión
litúrgica llega a ser «lenguaje del cuerpo». Esto pone de manifiesto toda una
serie de hechos y cometidos que forman la «espiritualidad» del
matrimonio, su «ethos». En la vida diaria de los esposos estos hechos se
convierten en obligaciones, y las obligaciones en hechos. Estos hechos -como
también los compromisos- son de naturaleza espiritual, sin embargo se expresan
al mismo tiempo con el «lenguaje del cuerpo».
El autor de la Carta a los Efesios escribe a
este propósito: «...los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio
cuerpo...» (Ef 5, 33), (= «como a sí mismos» Ef 5, 33), «y la
mujer reverencie a su marido» (Ef 5, 33). Ambos, finalmente estén «sujetos
los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).
El «lenguaje del cuerpo», en cuanto
ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico se expresa no sólo como el
atractivo y la complacencia recíproca del Cantar de los Cantares, sino
también como una profunda experiencia del «sacrum» que parece estar inmerso
en la misma masculinidad y femineidad mediante la dimensión del «mysterium»:
«mysterium magnum» de la Carta a los Efesios, que ahonda sus raíces
precisamente en el «principio», es decir, en el misterio de la creación del
hombre: varón y hembra a imagen de Dios, llamados ya «desde el principio», a
ser signo visible del amor creativo de Dios.
4. De esta manera, pues, aquel «temor de
Cristo» y «respeto» de los cuales habla el autor de la Carta a los Efesios,
no es otra cosa que una forma espiritualmente madura de ese atractivo recíproco;
es decir, del hombre por la femineidad y de la mujer por la masculinidad,
atractivo que se manifiesta por primera vez en el Libro del Génesis (Gén 2,
23-25). Inmediatamente, el mismo atractivo parece deslizarse como largo torrente
a través de los versículos del Cantar de los Cantares para encontrar, en
circunstancias totalmente distintas, su expresión más concisa y concentrada en
el Libro de Tobías.
La madurez espiritual de este atractivo no es
otra cosa que el fructificar del don del temor, uno de los siete
dones del Espíritu Santo, de los cuales nos ha hablado San Pablo en la primera
Carta a los Tesalonicenses (1 Tes 4, 4-7).
Por otra parte, la doctrina de San Pablo sobre
la castidad como «vida según el Espíritu» (cf. Rom 8, 5), nos permite
(particularmente en base a la primera Carta a los Corintios, cap. 6) interpretar
aquel «respeto» en un sentido carismático, o sea, como don del Espíritu
Santo.
5. La Carta a los Efesios, al exhortar a los
esposos a fin de que estén sujetos los unos a los otros «en el temor de Cristo»
(Ef 5, 21) y al inducirles, luego, al «respeto» en la relación
conyugal parece poner de relieve, conforme a la tradición paulina, la castidad
como virtud y como don.
De esta manera, a través de la virtud
y más aún a través del don («vida según el Espíritu») madura
espiritualmente el mutuo atractivo de la masculinidad y de la femineidad.
Ambos, el hombre y la mujer, alejándose de la concupiscencia encuentran la
justa dimensión de la libertad de entrega, unida a la femineidad y masculinidad
en el verdadero significado del cuerpo.
Así, el lenguaje litúrgico, o sea, el
lenguaje del sacramento y del «mysterium», se hace en su vida y la convivencia
«lenguaje del cuerpo» en toda una profundidad, sencillez y belleza hasta aquel
momento desconocidas.
6. Tal parece ser el significado integral
del signo sacramental del matrimonio. En ese signo -mediante el «lenguaje
del cuerpo»-, el hombre y la mujer salen al encuentro del gran «mysterium»,
para transferir la luz de ese misterio -luz de verdad y de belleza, expresado en
el lenguaje litúrgico- en «lenguaje del cuerpo», es decir, lenguaje de la práctica
del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, o sea, en el ethos que
tiene su raíz en la «redención del cuerpo» (cf. Rom 8,23). En esta línea,
la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia.