48. Lo «ético» y lo «erótico» en el amor humano (12-XI-80/16-XI-80)

1. Hoy reanudamos el análisis que comenzamos en el capítulo anterior, sobre la relación recíproca entre lo que es «ético» y lo que es «erótico». Nuestras reflexiones se desarrollan sobre la trama de las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales se refirió al mandamiento «No adulterarás» y, al mismo tiempo, definió la «concupiscencia» (la «mirada concupiscente»), como «adulterio cometido en el corazón». De estas reflexiones resulta que el «ethos» está unido con el descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es necesario encontrar continuamente en lo que es «erótico» el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano, tarea de naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre, varón y mujer, no experimenta esa plenitud del «eros», que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es «erótico» se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros.

2. Estas reflexiones están estrechamente vinculadas con el problema de la espontaneidad. Muy frecuentemente se juzga que lo propio del ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es erótico en la vida y en el comportamiento del hombre; y por este motivo se exige la supresión del ethos «en ventaja» del eros. También las palabras del sermón de la montaña parecerían obstaculizar este «bien». Pero esta opinión es errónea y, en todo caso, superficial. Aceptándola y defendiéndola con obstinación, nunca llegaremos a las dimensiones plenas del eros, y esto repercute inevitablemente en el ámbito de la «praxis» correspondiente, esto es, en nuestro comportamiento e incluso en la experiencia concreta de los valores. Efectivamente, quien acepta el ethos del enunciado de Mateo 5, 27-28,- debe saber que también está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones, que nacen de la perenne atracción de la masculinidad y de la feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón.

3. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el ámbito en que se forman las relaciones con las personas del otro sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y, sobre todo, de los actos interiores; que tenga conciencia de los impulsos internos de su «corazón» de manera que sea capaz de individuarlos y calificarlos con madurez. Las palabras de Cristo exigen que en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser verdaderamente hombre interior- sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el auténtico señor de los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila una fuente oculta; y finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es conveniente para la «pureza del corazón», construyendo con conciencia y coherencia ese sentido personal del significado esponsalicio del cuerpo, que abre el espacio interior de la libertad del don.

4. Ahora bien, si el hombre quiere responder a la llamada expresada por Mateo 5, 27-28, debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo, el significado de la feminidad y de la masculinidad. Debe aprenderlo no sólo a través de una abstracción objetivizante (aunque también esto sea necesario), sino sobre todo en la esfera de las reacciones interiores del propio «corazón». Esta es una «ciencia» que de hecho no puede aprenderse sólo en los libros, porque se trata aquí en primer lugar del «conocimiento» profundo de la interioridad humana. En el ámbito de este conocimiento, el hombre aprende a discernir entre lo que, por una parte, compone la multiforme riqueza de la masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos del «corazón», dentro de un cierto, límite, se confundan entre si, sin embargo, se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir una valoración madura y perfecta, que lo lleve a discernir y juzgar los varios motivos de su mismo corazón. Y es necesario añadir que esta tarea se puede realizar y es verdaderamente digna del hombre.

Efectivamente, el discernimiento del que estamos hablando está en una relación esencial con la espontaneidad. La estructura subjetiva del hombre demuestra, en este campo, una riqueza específica y una diferenciación clara. Por consiguiente, una cosa es, por ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo. Análogamente, por lo que se refiere a la esfera de las reacciones inmediatas del «corazón» la excitación sensual es bien distinta de la emoción profunda, con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reacciona en la expresión integral de la feminidad y de la masculinidad. No se puede desarrollar aquí más ampliamente este tema. Pero es cierto que, si afirmamos que las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 son rigurosas, lo son también en el sentido de que contienen en sí las exigencias profundas relativas a la espontaneidad humana.

5. No puede haber esta espontaneidad en todos los movimientos e impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente en realidad de una opción y de una jerarquía adecuada. Precisamente a precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad mas profunda y madura, con la que su «corazón», adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. En cuanto que este descubrimiento se consolida en la conciencia como convicción y en la voluntad como orientación, tanto de las posibles opciones como de los simples deseos, el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad, de la que nada, o poquísimo, sabe el «hombre carnal». No cabe la menor duda de que mediante las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, estamos llamados precisamente a esta espontaneidad. Y quizá la esfera más importante de la «praxis» -relativa a los actos más «interiores» es precisamente la que marca gradualmente el camino hacia dicha espontaneidad.

Este es un tema amplio que nos convendrá tratar de nuevo, cuando nos dediquemos a demostrar cuál es la verdadera naturaleza de la evangélica «pureza de corazón». Por ahora, terminemos diciendo que las palabras del sermón de la montaña, con las que Cristo llama la atención de sus oyentes -de entonces y de hoy- sobre la «concupiscencia» («mirada concupiscente»), señalan indirectamente el camino hacia una madura espontaneidad del «corazón» humano, que no sofoca sus nobles deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido, los facilita.

Baste por ahora lo que hemos dicho sobre la relación recíproca entre lo que es «ético» y lo que es «erótico», según el ethos del sermón de la montaña.

49. La redención del cuerpo (3-XII-80/7-XII-80)

1. Al comienzo de nuestras consideraciones sobre las palabras de Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), hemos constatado que contienen un profundo significado ético y antropológico. Se trata aquí del pasaje en el que Cristo recuerda el mandamiento: «No adulterarás», y añade: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (o con relación a ella) en su corazón». Hablamos del significado ético y antropológico de estas palabras, porque aluden a las dos dimensiones íntimamente unidas del ethos y del hombre «histórico». En el curso de los análisis precedentes, hemos intentado seguir estas dos dimensiones, recordando siempre que las palabras de Cristo se dirigen al «corazón», esto es, al hombre interior. El hombre interior es el sujeto específico del ethos del cuerpo, y Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus oyentes y discípulos. Se trata indudablemente de un ethos «nuevo». Es «nuevo» en relación con el ethos de los hombres del Antiguo Testamento, como ya hemos tratado de demostrar en análisis más detallados. Es «nuevo» también respecto al estado del hombre «histórico», posterior al pecado original, esto es, respecto al «hombre de la concupiscencia». Se trata, pues, de un ethos «nuevo» en un sentido y en un alcance universales. Es «nuevo» respecto a todo hombre, independientemente de cualquier longitud y latitud geográfica e histórica.

2. Este «nuevo» ethos, que emerge de la perspectiva de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña, lo hemos llamado ya más veces «ethos de la redención» y, más precisamente, ethos de la redención del cuerpo. Aquí hemos seguido a San Pablo, que en la Carta a los Romanos contrapone «la servidumbre de la corrupción» (Rom 8, 21) y la sumisión a «la vanidad» (ib., 8, 20) -de la que se hace participe toda la creación a causa del pecado- al deseo de la «redención de nuestro cuerpo» (ib., 8, 23). En este contexto, el Apóstol habla de los gemidos de «toda la creación» que «abriga la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 20-21). De este modo, San Pablo desvela la situación de toda la creación, y en particular la del hombre después del pecado. Para esta situación es significativa la aspiración que -juntamente con la «adopción de hijos» (ib., 8, 23)- tiende precisamente a la «redención del cuerpo», presentada como el fin, como el fruto escatológico y maduro del misterio de la redención del hombre y del mundo, realizada por Cristo.

3. ¿En qué sentido, pues, podemos hablar del ethos de la redención y especialmente del ethos de la redención del cuerpo? Debemos reconocer que en el contexto de las palabras del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), que hemos analizado, este significado no aparece todavía en toda su plenitud. Se manifestará más completamente cuando examinemos otras palabras de Cristo, esto es, aquellas en las que se refiere a la resurrección (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36). Sin embargo, no hay duda alguna de que también en el sermón de la montaña Cristo habla en la perspectiva de la redención del hombre y del mundo (y precisamente, por lo tanto, de la «redención del cuerpo»). De hecho, ésta es la perspectiva de todo el Evangelio, de toda la enseñanza, más aún, de toda la misión de Cristo. Y aunque el contexto inmediato del sermón de la montaña señale a la ley y a los Profetas como el punto de referencia histórico, propio del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, sin embargo, no podemos olvidar jamás que en la enseñanza de Cristo la referencia fundamental a la cuestión del matrimonio y al problema de las relaciones entre el hombre y la mujer, se remite al «principio». Esta llamada sólo puede ser justificada por la realidad de la redención; fuera de ella, en efecto, permanecería únicamente la triple concupiscencia, o sea, esa «servidumbre de la corrupción», de la que escribe el Apóstol Pablo (Rom 8, 21). Solamente la perspectiva de la redención justifica la referencia al «principio», o sea, la perspectiva del misterio de la creación en la totalidad de la enseñanza de Cristo acerca de los problemas del matrimonio, del hombre y de la mujer y de su relación recíproca. Las palabras de Mateo 5, 27-28 se sitúan, en definitiva, en la misma perspectiva teológica.

4. En el sermón de la montaña Cristo no invita al hombre a retomar al estado de la inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a encontrar -sobre el fundamento de los significados perennes y, por así decir, indestructibles de lo que es «humano»- las formas vivas del «hombre nuevo». De este modo se establece un vínculo, más aún, una continuidad entre el «principio» y la perspectiva de la redención. En el ethos de la redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: «No adulterarás»; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de los oyentes hacia esa «plenitud de la justicia» querida por Dios creador y legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre: primero con una visión interior «del corazón», y luego con un modo adecuado de ser y de actuar. La forma del hombre «nuevo» puede surgir de este modo de ser y de actuar, en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina la concupiscencia de la carne y a todo el hombre de la concupiscencia. Cristo indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser camino de templanza y de dominio de los deseos, y esto en la raíz misma, ya en la esfera puramente interior («todo el que mira para desear..»). El ethos de la redención contiene en todo ámbito -y directamente en la esfera de la concupiscencia de la carne- el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una inmediata continencia y de una templanza habitual.

5. Sin embargo, la templanza y la continencia no significan -si es posible expresarse así- una suspensión en el vacío: ni en el vacío de los valores ni en el vacío del sujeto. El ethos de la redención se realiza en el dominio de sí, mediante la templanza, esto es, la continencia de los deseos. En este comportamiento el corazón humano permanece vinculado al valor, del cual, a través del deseo, se hubiera alejado de otra manera, orientándose hacia la mera concupiscencia carente de valor ético (como hemos dicho en el análisis precedente). En el terreno del ethos de la redención la unión con ese valor mediante un acto de dominio, se confirma, o bien se restablece, con una fuerza y una firmeza todavía mas profundas. Y se trata aquí del valor del significado esponsalicio del cuerpo, del valor de un signo transparente, mediante el cual el Creador -junto con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer a través de la masculinidad y feminidad- ha escrito en el corazón de ambos el don de la comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. De este valor se trata en el acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28).

6. Este acto puede dar la impresión de la suspensión «en el vacío del sujeto». Puede dar esta impresión particularmente cuando es necesario decidirse a realizarlo por primera vez, o también, mas todavía, cuando se ha creado el hábito contrario, cuando el hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la carne. Sin embargo, incluso ya la primera vez, y mucho más si se adquiere después el hábito, el hombre realiza la gradual experiencia de la propia dignidad y, mediante la templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra que realiza lo que en él es esencialmente personal. Y, además, experimenta gradualmente la libertad del don, que por un lado es la condición, y por otro es la respuesta del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano, en su feminidad y masculinidad. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se realiza a través del dominio de sí, a través de la templanza de los «deseos», cuando el corazón humano estrecha la alianza con este ethos, o más bien, la confirma mediante la propia subjetividad integral: cuando se manifiestan las posibilidades y las disposiciones más profundas y, no obstante, más reales de la persona, cuando adquieren voz los estratos más profundos de su potencialidad, a los cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no permitiría manifestarse. Estos estratos no pueden emerger tampoco cuando el corazón humano está anclado en una sospecha permanente, como resulta de la hermenéutica freudiana. No pueden manifestarse siquiera cuando en la conciencia domina el «antivalor» maniqueo. En cambio, el ethos de la redención se basa en la estrecha alianza con esos estratos.

7. Ulteriores reflexiones nos darán prueba de ello. Al terminar nuestros análisis sobre el enunciado tan significativo de Cristo según Mateo 5, 27-28, vemos que en él el «corazón» humano es sobre todo objeto de una llamada y no de una acusación. Al mismo tiempo, debemos admitir que la conciencia del estado pecaminoso en el hombre histórico es no sólo un necesario punto de partida, sino también una condición indispensable de su aspiración a la virtud, a la «pureza de corazón», a la perfección. El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente arraigado en el realismo antropológico y axiológico de la Revelación. Al referirse, en este caso, al «corazón», Cristo formula sus palabras del modo más concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible sobre todo a causa de su «corazón», que decide de él «desde dentro». La categoría del «corazón» es, en cierto sentido, lo equivalente de la subjetividad personal. El camino de la llamada a la pureza del corazón, tal como fue expresada en el sermón de la montaña, es en todo caso reminiscencia de la soledad originaria, de la que fue liberado el hombre-varón mediante la apertura al otro ser humano, a la mujer. La pureza de corazón se explica, en fin de cuentas, con la relación hacia el otro sujeto, que es originaria y perennemente «conllamado».

La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el «corazón» del hombre.

50. Significado antiguo y nuevo de «la pureza» (10-XII-80/14-XII-80)

1. Un análisis sobre la pureza será complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña esta comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). De este modo Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

2. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza -pero también de la impureza moral- en el significado fundamental y mas genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos «traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen» (Mt 15, 2).

Jesús dijo entonces a los presentes: «No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro» (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: «...lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias; pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre» (cf. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

Cuando decimos «pureza», «puro», en el significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. «Ensuciar» significa «hacer inmundo», «manchar». Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo se habla de una «calle sucia», de una «habitación sucia», se habla también del «aire contaminado». Y así también el hombre puede ser «inmundo», cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo, es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (cf. Lev 15). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a la «pureza ritual».

3. Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral (1). Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y «material». En todo caso se difundió una tendencia explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical nada hace al hombre inmundo «desde el exterior», ninguna suciedad «material» hace impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en el Levítico 15, 16-24; 18, 1, ss., o también 12, 1-5) sirviesen, además de para fines higiénicos incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de no vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mateo 15, 18-20, antes citadas ninguno de los aspectos de la «inmundicia» sexual, en el sentido estrictamente somático, bio-fisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).

El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una analogía, según la cual el mal moral se compara precisamente con la inmundicia. Ciertamente esta analogía ha entrado a formar parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre». Aquí Cristo habla de todo mal moral, de todo pecado, esto es, de transgresiones de los diversos mandamientos, y enumera «dos malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias», sin limitarse a un específico genero de pecado». De ahí se deriva que el concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de pureza, y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mateo 15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado con el mandamiento «No adulterarás» y «No desearás la mujer de tu prójimo», es decir, a lo que se refiere a las relacione, recíprocas entre el hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos entender también la bienaventuranza del sermón de la montaña, dirigida a los hombres «limpios de corazón», tanto en sentido genérico, como en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar este significado.

5. El significado mas amplio y general de la pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito «somático» y «sexual», es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el «mirar a la mujer» y se equipara a un «adulterio cometido en el corazón» (cf. Mt 5, 27-28).

San Pablo no es el autor de las palabras sobre la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta de Juan. Sin embargo, se puede decir que análogamente a esa que para Juan (1 Jn 2, 16-17) es contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo (entre lo que viene «del Padre» y lo que viene «del mundo») -contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como «concupiscencia de la carne y soberbia de la vida»-, San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción, la oposición y juntamente la tensión entre la «carne» y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): «Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16-17). De aquí se sigue que la vida «según la carne» está en oposición a la vida «según el Espíritu». «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales» (Rom 8, 5).

En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza -la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón de la montaña- se realiza precisamente en la «vida según el Espíritu».

(1) Junto a un sistema complejo de prescripciones referentes a la pureza ritual, basándose en el cual se desarrolló la casuística legal, existía, sin embargo, en el Antiguo Testamento el concepto de una pureza moral, que se había transmitido por dos corrientes.

Los Profetas exigían un comportamiento conforme a la voluntad de Dios, lo que supone la conversión del corazón, la obediencia interior y la rectitud total ante él (cf., por ejemplo, Is 1, 10-20; Jer 4, 14; 24, 7; Ez 36, 25 ss.). Una actitud semejante requiere también el Salmista: «¿Quién puede subir al monte del Señor?... El hombre de manos inocentes y puro corazón... recibirá la bendición del Señor» (Sal 24 [23] 3-5).

Según la tradición sacerdotal, el hombre que es consciente de su profundo estado pecaminoso, al no ser capaz de realizar la purificación con las propias fuerzas, suplica a Dios para que realice esa transformación del corazón, que solo puede ser obra de un acto suyo creador: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro... Lávame: quedaré mas blanco que la nieve... Un corazón quebrantado y humillado, Tu no lo desprecias» (Sal 51 [50] 12, 9, 19).

Ambas corrientes del Antiguo Testamento se encuentran en la bienaventuranza de los «limpios de corazón» (Mt 5, 8), aun cuando su formulación verbal parece estar cercana al Salmo 24. (Cr. J. Dupont, Les beatitudes, vol. III: Les Evangelistes, París 1973, Gabalda, págs. 603 604).

51. Tensión entre carne y espíritu en el corazón del hombre (17-XII-80/21-XII-80)

1. «La carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne». Queremos profundizar hoy en estas palabras de San Pablo tomadas de la Carta a los Gálatas (5, 17), con las que la semana pasada terminamos nuestras reflexiones sobre el tema del justo significado de la pureza. Pablo piensa en la tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su «corazón». No se trata aquí solamente del cuerpo (la materia) y del espíritu (el alma), como de dos componentes antropológicos esencialmente diversos, que constituyen desde el «principio» la esencia misma del hombre. Pero se presupone esa disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de las que participan todo hombre «histórico». En esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él (1). La terminología paulina, sin embargo, significa algo más: aquí el predominio de la «carne» parece coincidir casi con la que, según la terminología de San Juan, es la triple concupiscencia que «viene del mundo». La «carne», en el lenguaje de las Cartas de San Pablo (2), indica no sólo al hombre «exterior», sino también al hombre «interiormente» sometido al mundo (3), en cierto sentido, cerrado en el ámbito de esos valores que sólo pertenecen al mundo y de esos fines que es capaz de imponer al hombre: valores, por tanto, a los que el hombre, en cuanto «carne», es precisamente sensible. Así el lenguaje de Pablo parece enlazarse con los contenidos esenciales de Juan, y el lenguaje de ambos denota lo que se define por diversos términos de la ética y de la antropología contemporáneas, como por ejemplo: «autarquía humanística», «secularismo» o también, con un significado general, «sensualismo». El hombre que vive «según la carne» es el hombre dispuesto solamente a lo que viene «del mundo»: es el hombre de los «sentidos» el hombre de la triple concupiscencia. Lo confirman sus acciones, como diremos dentro de poco.

2. Este hombre vive casi en el polo opuesto respecto a lo que «quiere el Espíritu». El Espíritu de Dios quiere una realidad diversa de la que quiere la carne, desea una realidad diversa de la que desea la carne y esto ya en el interior del hombre, ya en la fuente interior de las aspiraciones y de las acciones del hombre, «de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 17).

Pablo expresa esto de modo todavía más explícito, al escribir en otro lugar del mal que hace, aunque no lo quiera, y de la imposibilidad -o más bien, de la posibilidad limitada- de realizar el bien que «quiere» (cf. Rom 7, 19). Sin entrar en los problemas de una exégesis pormenorizada de este texto, se podría decir que la tensión entre la «carne» y el «espíritu» es ante todo, inmanente, aun cuando no se reduce a este nivel. Se manifiesta en su corazón como «combate» entre el bien y el mal. Ese deseo, del que habla Cristo en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28), aunque sea un acto «interior» sigue siendo ciertamente -según el lenguaje paulino- una manifestación de la vida «según la carne». Al mismo tiempo, ese deseo nos permite comprobar cómo en el interior del hombre la vida «según la carne» se opone a la vida «según el espíritu», y cómo esta última, en la situación actual del hombre, dado su estado pecaminoso hereditario, está constantemente expuesta a la debilidad e insuficiencia de la primera, a la que cede con frecuencia, si no se refuerza en el interior para hacer precisamente lo «que quiere el Espíritu». Podemos deducir de ello que las palabras de Pablo, que tratan de la vida «según la carne» y «según el espíritu», son al mismo tiempo una síntesis y un programa; y es preciso entenderlas en esta clave.

3. Encontramos la misma contraposición de la vida «según la carne» y la vida «según el Espíritu» en la Carta a los Romanos. También aquí (como por lo demás en la Carta a los Gálatas) esa contraposición se coloca en el contexto de la doctrina paulina acerca de la justificación mediante la fe, es decir, mediante la potencia de Cristo mismo que obra en el interior del hombre por medio del Espíritu Santo. En este contexto Pablo lleva esa contraposición a sus últimas consecuencias, cuando escribe: «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz. Por lo cual el apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, este no es de Cristo. Mas si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia» (Rom 8, 5-10).

4. Se ven con claridad los horizontes que Pablo delinea en este texto: el se remonta al «principio», es decir, en este caso, al primer pecado del que tomó origen la vida «según la carne» y que creó en el hombre la herencia de una predisposición a vivir únicamente semejante vida, juntamente con la herencia de la muerte. Al mismo tiempo Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte, de lo que es signo y anuncio la resurrección de Cristo: «El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8, 11). Y en esta perspectiva escatológica, San Pablo pone de relieve la «justificación» en Cristo, destinada ya al hombre «histórico», a todo hombre de «ayer, de hoy y de mañana» de la historia del mundo y también de la historia de la salvación: justificación que es esencial para el hombre interior, y está destinada precisamente a ese «corazón» al que Cristo se ha referido, hablando de la «pureza» y de la «impureza» en sentido moral. Esta «justificación» por la fe no constituye simplemente una dimensión del plan divino de la salvación y de la santificación del hombre sino que es, según San Pablo, una auténtica fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones.

5. He aquí de nuevo las palabras de la Carta a los Gálatas: «Ahora bien; las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lasciva, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas...» (5, 19-21). «Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza... (5, 22-23). En la doctrina paulina, la vida «según la carne» se opone a la vida «según el Espíritu», no sólo en el interior del hombre, en su «corazón», sino, como se ve, encuentra un amplio y diferenciado campo para traducirse en obras. Pablo habla, por un lado, de las «obras» que nacen de la «carne» -se podría decir: de las obras en las que se manifiesta el hombre que vive «según la carne»- y, por otro, habla del «fruto del Espíritu», esto es, de las acciones (4), de los modos de comportarse, de las virtudes, en las que se manifiesta el hombre que vive «según el Espíritu». Mientras en el primer caso nos encontramos con el hombre abandonado a la triple concupiscencia, de la que dice Juan que viene «del mundo», en el segundo caso nos hallamos frente a lo que ya antes hemos llamado el ethos de la redención. Ahora sólo estamos en disposición de esclarecer plenamente la naturaleza y la estructura de ese ethos. Se manifiesta y se afirma a través de lo que en el hombre en todo su «obrar», en las acciones y en el comportamiento, es fruto del dominio sobre la triple concupiscencia: de la carne, de los ojos, y de la soberbia de la vida (de todo eso de lo que puede ser justamente «acusado» el corazón humano y de lo que pueden ser continuamente «sospechosos» el hombre y su interioridad).

6. Si el dominio en la esfera del ethos se manifiesta y se realiza como «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de si» -así leemos en la Carta a los Gálatas-, entonces detrás de cada una de estas realizaciones, de estos comportamientos, de estas virtudes morales, hay una opción específica, es decir, un esfuerzo de la voluntad fruto del espíritu humano penetrado por el Espíritu de Dios, que se manifiesta en la elección del bien. Hablando con lenguaje de Pablo: «El Espíritu tiene tendencias contrarias a la carne» (Gál 5, 17), y en estos «deseos» suyos se demuestra más fuerte que la «carne» y que los deseos que engendra la triple concupiscencia. En esta lucha entre el bien y el mal, el hombre se demuestra más fuerte gracias a la potencia del Espíritu Santo que, actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que sus deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo -y no tanto- «obras» del hombre, cuanto «fruto», esto es, efecto de la acción del «Espíritu» en el hombre. Y por esto Pablo habla del «fruto del Espíritu» entendiendo esta palabra con mayúscula.

Sin penetrar en las estructuras de la interioridad humana mediante sutiles diferenciaciones que nos suministra la teología sistemática (especialmente a partir de Tomás de Aquino), nos limitamos a la exposición sintética de la doctrina bíblica, que nos permite comprender, de manera esencial y suficiente, la distinción y contraposición de la «carne» y del «Espíritu».

Hemos observado que entre los frutos del Espíritu el Apóstol pone también el «dominio de sí». Es necesario no olvidarlo, porque en las reflexiones ulteriores reanudaremos este tema para tratarlo de modo más detallado.

(1) «Paul never, like the Greeks, identified ‘sinful flesh’ with the physical body...

Flesh, then, in Paul is not to be identified with sex or with the physical body. It is closer to the Hebrew thought of the physical personality - the self including physical and psychical elements as vehicle of the outward life and te lower levels of experience.

It is man in his humanness with all the limitations, moral weakness, vulnerability, creatureliness and mortality, which being human implies...

Man is vulnerable both to evil and to God; he is a vehicle, a channel, a dwellingplace, a temple, A battlefield (Paul uses each metaphor) for good and evil.

Which shall possess, Indwell, master him - whether sin, evil, the sprit that now worketh in the children of disobedience, or Christ, the «Holy Spirit, faith grace - it is for each man to choose.

That he can so choose, brings to view the other side of Paul’s conception ot human spirito (R.E.O. White, Biblical Ethics, Exeter 1979, Paternoster Press, páginas 135-138).

(2) La interpretación de la palabra griega sarx «carne» en las Cartas de Pablo depende del contexto de la Carta. En la Carta a los Gálatas, por ejemplo, se pueden especificar, al menos, dos significados distintos de sarx.

Al escribir a los Gálatas, Pablo combatía contra dos peligros que amenazaban a la joven comunidad cristiana.

Por una parte, los convertidos del Judaísmo intentaban convencer a los convertidos del paganismo para que aceptaran la circuncisión, que era obligatoria en el Judaísmo. Pablo les echa en cara que «se glorian de la carne», esto es, de poner la esperanza en la circuncisión de la carne. «Carne» en este contexto (Gál 3, 1-5, 12; 6, 12-18) significa, pues, «circuncisión», como símbolo de una nueva sumisión a las leyes del judaísmo.

El segúndo peligro, en la joven iglesia gálata, provenía del influjo de los «Pneumáticos», los cuales entendían la obra del Espíritu Santo más bien como divinización del hombre, que como potencia operante en sentido ético. Esto los llevaba a infravalorar los principios morales. Al escribirles, Pablo llama «carne» a todo lo que acerca el hombre al objeto de su concupiscencia y le halaga con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (cf. Gál 5, 13; 6, 10).

La sarx, pues, «se gloría» igualmente de la ley como de su infracción, y en ambos casos promete lo que no puede mantener.

Pablo distingue explicitamente entre el objeto de la acción y la sarx. El centro de la decisión no está en la «carne»: «Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne» (Gál 5, 16). El hombre cae en la esclavitud de la carne cuando se confía a la «carne» y a lo que ella promete (en el sentido de la «ley» o de la infracción de la ley).

(Cf. F. Mussner, Der Galaterbrief, Herders Theolog Kommentar zum NT, IX, Freiburg 1974, Herder, p. 367; R. Jewett, Paul’s Anthropological Terms, A Study of Their Use in Conflict Settings, Arbeiten zur Geschichte des antiken Judentums und des Urchristentums, X, Leiden 1971, Brill, pp. 95-106).

(3) Pablo subraya en sus Cartas el carácter dramático de lo que se desarrolla en el mundo. Puesto que los hombres, por su culpa, han olvidado a Dios, «por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza» (Rom 1, 24), de la que proviene también todo el desorden moral que deforma, tanto la vida sexual (ib., 1, 24-27), como el funcionamiento de la vida social y económica (ib., 1, 29-32) e incluso cultural; efectivamente, «conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (ib., 1, 32).

Desde el momento en que, a causa de un solo hombre entró el pecado en el mundo (ib., 5, 12), «el Dios de este mundo cegó su inteligencia incredula para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo» (2 Cor 4, 4)- y por esto también «la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la injusticia» (Rom 1, 18).

Por esto «el continuo anhelar de las criaturas ansia la manifestación de los hijos de Dios con la esperanza de que también ellas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 19-21), esa libertad para la que «Cristo nos ha hecho libres (Gál 5, 1).

El concepto de «mundo» en San Juan tiene diversos significados: en su Carta primera, el mundo es el lugar donde se manifiesta la triple concupiscencia (1 Jn 2, 13-16) y donde los falsos profetas y los adversarios de Cristo tratan de seducir a los fieles pero los cristianos vencen al mundo gracias a su fe (ib., 5, 4); efectivamente, el mundo pasa junto con sus concupiscencias, y el que realiza la voluntad de Dios vive eternamente (cf. ib., 2, 17).

(Cf. P Grelot, «Monde», in: Dictionnaire de Spiritualité, Asaétique et mystique doctrine et histoire, fascicules 68-69), Beauchesne, p. 1.628 ss. Además: J. Mateos J. Barreto, Vocabulario teológico del Evangelio de Juan, Madrid 1980, Edic. Cristiandad, págs. 211-215).

(4) Los exégetas hacen observar que, aunque, a veces, para Pablo el concepto de «fruto» se aplica también a las «obras de la carne» (por ejemplo, «Rom 6, 21; 7, 5), sin embargo «el fruto del Espíritu» jamás se llama obra».

En efecto para Pablo «las obras» son los actos propios del hombre (o aquello en lo que Israel pone, sin razón, la esperanza), de los que el responderá ante Dios.

Pablo evita también el término «virtud», arete; se encuentra una sola vez, con sentido muy general, en Flp 4, 8. En el mundo griego esta palabra tenía un significado demasiado antropocéntrico; especialmente los estoicos ponían de relieve la autosuficiencia o autarquía de la virtud.

En cambio, el término «fruto del Espíritu» subraya la acción de Dios en el hombre. Este «fruto» crece en él como el don de una vida, cuyo único autor es Dios; el hombre puede, a lo sumo, favorecer las condiciones adecuadas para que el fruto pueda crecer y madurar.

El fruto del Espíritu, en forma singular, corresponde de algún modo a la «justicia» del Antiguo Testamento, que abarca el conjunto de la vida conforme a la vcluntad de Dios; corresponde también, en cierto sentido, a la «virtud» de los estoicos, que era indivisible. Lo vemos, por ejemplo, en Ef 5, 9. 11: «El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad... no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas...».

Sin embargo, «el fruto del Espíritu» es diferente, tanto de la «justicia» como de la «virtud», porque él (en todas sus manifestaciones y diferenciaciones que se ven en los catalogos de las virtudes) contiene el efecto de la acción del Espíritu, que en la Iglesia es fundamento y realización de la vida del cristiano.

(Cf. H. Schlier, Der Brief an die Galater, Meyer’s Kommentar Göttingen 1971 Vandenhoeck-Ruprecht, pp. 255-264; O. Bauernfeind, arete In: Theological Dictionary of the New Testament, ed. G. Kittel G. Bromley, vol. 1, Grand Rapids 19789, Eerdmans, p. 460; W. Tatarkiewicz, Historia Filozofii, t. 1, Warszawa 1970, PWN, pp. 121 E. Kamlah, Die Form der katalogischen Paränese im Neuen Testament, Wissen-schaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament, 7, Tübingen 1964, Mhr, p. 14.)

52. La vida según el Espíritu (7-I-81/11-I-81)

1. ¿Qué significa la afirmación: «La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne»? (Gál 5, 17). Esta pregunta parece importante, más aún, fundamental en el contexto de nuestras reflexiones sobre la pureza de corazón, de la que habla el Evangelio. Sin embargo, el autor de la Carta a los Gálatas abre ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más amplios. En esta contraposición de la «carne» al Espíritu (Espíritu de Dios), y de la vida «según la carne» a la vida «según el Espíritu», está contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es, la expresión de la fe en el realismo antropológico y ético de la redención realizada por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que ya conocemos, llama también «redención del cuerpo». Según la Carta a los Romanos 8, 23, la «redención del cuerpo» tiene también una dimensión «cósmica» (que se refiere a toda la creación), pero en el centro de ella está el hombre: el hombre constituido en la unidad personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre, en su «corazón», y consiguientemente en todo su comportamiento, fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la «justificación», esto es, hacen realmente que la justicia «abunde» en el hombre, como se inculca en el Sermón de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunden en la medida que Dios mismo ha querido y que El espera.

2. Resulta significativo que Pablo, al hablar de las «obras de la carne» (cf. Gál 5, 11-21), menciona no sólo «fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías» -por lo tanto, todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los «pecados carnales» y del placer sexual ligado con la carne-, sino que nombra también otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también «carnal» y «sensual»: «idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias...» (Gál 5, 20-21). De acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien a llamar a todas las obras enunciadas aquí «pecados del espíritu» humano, antes que pecados de la «carne». No sin motivo habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la «concupiscencia de los ojos» o de la «soberbia de la vida», que no los efectos de la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, Pablo las califica como «obras de la carne». Esto se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese significado más amplio (en cierto sentido metonímico), que en las Cartas paulinas asume el término «carne», contrapuesto sólo y no tanto al «espíritu» humano, cuanto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.

3. Existe, pues, una significativa analogía entre lo que Pablo define como «obras de la carne» y las palabras con las que Cristo explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos acerca de la «pureza» ritual (cf. Mt 15, 2-20). Según las palabras de Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en sentido moral esta en el «corazón» y proviene «del corazón» humano. Se definen como obras impuras, en el mismo sentido no sólo los «adulterios» y las «fornicaciones», por lo tanto los «pecados de la carne» en sentido estricto, sino también los «malos deseos, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias». Cristo como ya hemos podido comprobar, se sirve del significado, tanto general como específico de la «impureza», (y, por lo tanto, indirectamente también de la «pureza»). San Pablo se expresa de manera análoga: las obras «de la carne» en el texto paulino se entienden tanto en el sentido general como en el específico. Todos los pecados son expresión de la «vida» según la carne, que se contrapone a la «vida según el Espíritu». Lo que, conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás, parcialmente justificado), se considera como «pecado de la carne», en el elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especie) de lo que él denomina «obras de la carne», y, en este sentido, uno de los síntomas, es decir, de las obras de la vida «según la carne» y no «según el Espíritu».

4. Las palabras de Pablo a los Romanos: «Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne para vivir segun la carne, que si vivís según la carne, moriréis; más si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 12-13), nos introducen de nuevo en la rica y diferenciada esfera de los significados, que los términos «cuerpo» y «espíritu» tienen para él. Sin embargo, el significado definitivo de ese enunciado es parenético, exhortativo, por lo tanto, válido para el ethos evangélico. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo hablo en el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano y exhortándolo al dominio de los deseos, también de los que se expresan con la «mirada» del hombre dirigida hacia la mujer, a fin de satisfacer la concupiscencia de la carne. Esta superación, o sea, como escribe Pablo, el «hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del «espíritu», es condición indispensable de la «vida según el Espíritu», esto es, de la «vida» que es antítesis de la «muerte», de las que se habla en el mismo contexto. La vida «según la carne», en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir, lleva consigo como efecto la «muerte» del Espíritu.

Por lo tanto, el término «muerte» no significa solo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol amplía continuamente el horizonte del «pecado-muerte», tanto hacia el «principio» de la historia del hombre, como hacia el final. Y por esto, después de haber enumerado las multiformes «obras de la carne», afirma que «quienes las hacen no heredarán el reino de Dios» (Gál 5, 21). En otro lugar escribirá con idéntica firmeza: «Habéis de saber que ningún fornicario o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5). También en este caso, las obras que impiden tener «parte en el reino de Cristo y de Dios», esto es, las «obras de la carne», se enumeran como ejemplo y con valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar los pecados contra la «pureza» en el sentido específico (cf. Ef 5, 3-7).

5. Para completar el cuadro de la contraposición entre el «cuerpo» y el «fruto del Espíritu», es necesario observar que en todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 1). Escribe precisamente así: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). Como ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición «cuerpo-Espíritu», vida «según la carne», vida «según el Espíritu», penetra profundamente toda la doctrina paulina sobre la justificación. El Apóstol de las gentes proclama, con excepcional fuerza de convicción, que la justificación del hombre se realiza en Cristo y por Cristo. El hombre consigue la justificación en la «fe actuada por la caridad» (Gál 5, 6), y no sólo mediante la observancia de cada una de las prescripciones de la ley veterotestamentaria (en particular de la circuncisión»). La justificación, pues, viene «del Espíritu» (de Dios) y no «de la carne». Por esto, exhorta a los destinatarios de su Carta a liberarse de la errónea concepción «carnal» de la justificación, para seguir la verdadera, esto es, la «espiritual». En este sentido los exhorta a considerarse libres de la ley, y aún más, a ser libres con la libertad, por la cual Cristo «nos ha hecho libres».

Así pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol, nos conviene considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir, la pureza de corazón, según la medida de esa libertad con la que Cristo «nos ha hecho libres».

53. La pureza de corazón evangélica (14-I-81/18-I-81)

1. San Pablo escribe en la Carta a los Gálatas: «Vosotros, hermanos habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). La semana pasada nos hemos detenido ya a reflexionar sobre estas palabras; sin embargo, nos volvemos a ocupar de ellas hoy, en relación al tema principal de nuestras reflexiones.

Aunque el pasaje citado se refiera ante todo al tema de la justificación sin embargo, el Apóstol tiende aquí explícitamente a hacer comprender la dimensión ética de la contraposición «cuerpo-espíritu» esto es, entre la vida según la carne y la vida según el Espíritu. Más aún, precisamente aquí toca el punto esencial, descubriendo casi las mismas raíces antropológicas del ethos evangélico. Efectivamente si «toda la ley» (ley moral del Antiguo Testamento) «halla su plenitud» en el mandamiento de la caridad, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada dirigida a la libertad humana, una llamada a su realización plena y, en cierto sentido, a la mas plena «utilización» de la potencialidad del espíritu humano.

2. Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el contenido del mandamiento más grande del Evangelio. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres», precisamente en el sentido en que El nos ha manifestado la subordinación ética (y teológica) de la libertad a la caridad y que ha unido la libertad con el mandamiento del amor. Entender así la vocación a la libertad («Vosotros... hermanos, habéis sido llamados a la libertad», Gál 5, 13), significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida «según el Espíritu». Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: «Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (ib.)

3. En otras palabras: Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que «Cristo nos ha liberado». En efecto, Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la caridad, la libertad, gracias a la cual, estamos «los unos al servicio de los otros»; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de «obras» nuevas y de «vida» según el Espíritu. La antítesis y, de algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el hombre en «un pretexto para vivir según la carne». La libertad viene a ser entonces una fuente de «obras» y de «vida» según la carne. Deja de ser la libertad auténtica, para la cual «Cristo nos ha liberado», y se convierte en «un pretexto para vivir según la carne», fuente (o bien instrumento) de un «yugo» específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive «según la carne», esto es, se sujeta -aunque de modo no del todo consciente, más sin embargo, efectivo- a la triple concupiscencia, y en particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para la que «Cristo nos ha liberado»; deja también de ser idóneo para el verdadero don de si, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado esponsalicio del cuerpo humano, del que hemos tratado en los precedentes análisis del libro del Génesis (cf. Gén 2, 23-25).

4. De este modo, la doctrina paulina acerca de la pureza, doctrina en la que encontramos el eco fiel y auténtico del sermón de la montaña, nos permite ver la «pureza de corazón» evangélica y cristiana en una perspectiva más amplia, y sobre todo nos permite unirla con la caridad en la que toda «la ley encuentra su plenitud». Pablo, de modo análogo a Cristo, conoce un doble significado de la «pureza» (y de la «impureza»): un sentido genérico y otro específico. En el primer caso, es «puro» todo lo que es moralmente bueno; en cambio, es «impuro» lo que es moralmente malo. Lo afirman con claridad las palabras de Cristo según Mateo 15, 18-20, citadas anteriormente. En los enunciados de Pablo acerca de las «obras de la carne», que contrapone al «fruto del Espíritu», encontramos la base para un modo análogo de entender este problema. Entre las «obras de la carne», Pablo coloca lo que es moralmente malo, mientras que todo bien moral está unido con la vida «según el Espíritu». Así, una de las manifestaciones de la vida «según el Espíritu» es el comportamiento conforme a esa virtud, a la que Pablo, en la Carta a los Gálatas, parece definir más bien indirectamente, pero de la que habla de modo directo en la primera Carta a los Tesalonicenses.

5. En los pasajes de la Carta a los Gálatas, que ya hemos sometido anteriormente a análisis detallado, el Apóstol enumera en el primer lugar, entre las «obras de la carne»: «fornicación, impureza, libertinaje»; sin embargo, a continuación, cuando contrapone a estas obras el «fruto del Espíritu», no habla directamente de la «pureza», sino que solamente nombra el «dominio de sí», la enkráteia. Este «dominio» se puede reconocer como virtud que se refiere a la continencia en el ámbito de todos los deseos de los sentidos, sobre todo en la esfera sexual; por lo tanto, está en contraposición con la «fornicación, con la impureza, con el libertinaje», y también con la «embriaguez», con las «orgías». Se podría admitir, pues, que el paulino «dominio de sí» contiene lo que se expresa con el término «continencia» o «templanza», que corresponde al término latino temperantia. En este caso, nos hallamos frente al conocido sistema de las virtudes, que la teología posterior, especialmente la escolástica, tomará prestado, en cierto sentido, de la ética de Aristóteles. Sin embargo, Pablo ciertamente no se sirve, en su texto, de este sistema. Dado que por «pureza» se debe entender el justo modo de tratar la esfera sexual, según el estado personal (y no necesariamente una abstención absoluta de la vida sexual), entonces indudablemente esta «pureza» está comprendida en el concepto paulino de «dominio» o enkráteia. Por esto, en el ámbito del texto paulino encontramos sólo una mención genérica e indirecta de la pureza, en tanto en cuanto el autor contrapone a estas «obras de la carne» como «fornicación, impureza, libertinaje», el «fruto del Espíritu», es decir, obras nuevas, en las que se manifiesta «la vida según el Espíritu». Se puede deducir que una de estas obras nuevas es precisamente la «pureza»: es decir, la que se contrapone a la «impureza» y también a la «fornicación» y al «libertinaje».

6. Pero ya en la primera Carta a los Tesalonicenses, Pablo escribe sobre este tema de modo explícito e inequívoco. Allí leemos «La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo (1) en santidad y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen a Dios (1 Tes 4, 3-5). Y luego: «Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (1 Tes 4, 7-8). Aunque también en este texto nos dé que hacer el significado genérico de la «pureza» identificada en este caso con la «santificación» (en cuanto que se nombra a la «impureza» como antítesis de la «santificación»), sin embargo, todo el contexto indica claramente de qué «pureza» o de qué «impureza» se trata, esto es, en qué consiste lo que Pablo llama aquí «impureza», y de que modo la «pureza» contribuye a la «santificación» del hombre.

Y, por esto, en las reflexiones sucesivas, convendrá volver de nuevo sobre el texto de la primera Carta a los Tesalonicenses, que acabamos de citar.

(1) Sin entrar en las discusiones detalladas de los exegetas, sin embargo, es necesario señalar que la expresión griega tò heatoû skeûos puede referirse también a la mujer (cf. 1 Pe 3, 7).

54. El respeto al cuerpo según San Pablo (28-I-81/1-II-81)

1. Escribe San Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses: «...Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación; que os abstengáis de la fornificación; que cada uno sepa mantener su propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios» (1 Tes 4, 3-5). Y después de algunos versículos, continua: «Que no os llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (ib., 4, 7-8). A estas frases del Apóstol hicimos referencia durante nuestro encuentro del pasado 14 de enero. Sin embargo, hoy volvemos sobre ellas porque son particularmente importantes para el tema de nuestras meditaciones.

2. La pureza, de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se manifiesta en el hecho de que el hombre «sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso». En esta formulación cada palabra tiene un significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.

En primer lugar, la pureza es una «capacidad», o sea en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad es decir, virtud. Lleva a abstenerse «de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso. Se trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve de modo aun más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis. Precisamente esta facultad debe ser particularmente «dominada», ordenada y hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la «pureza» pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza.

3. El texto de la primera Carta a los Tesalonicenses (4; 3-5) demuestra que la virtud de la pureza, en la concepción de Pablo, consiste también en el dominio y en la superación de «pasiones libidinosas»; esto quiere decir que pertenece necesariamente a su naturaleza la capacidad de contener los impulsos del deseo sensible, es decir, la virtud de la templanza. Pero, a la vez, el mismo texto paulino dirige nuestra atención hacia otra función de la virtud de la pureza, hacia otra dimensión suya -podría decirse- más positiva que negativa. La finalidad, pues, de la pureza, que el autor de la Carta parece poner de relieve, sobre todo, es no sólo (y no tanto) la abstención de la «impureza» y de lo que a ella conduce, por lo tanto, la abstención de «pasiones libidinosas», sino, al mismo tiempo, el mantenimiento del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con «santidad y respeto».

Estas dos funciones, la «abstención» y el «mantenimiento» están estrechamente ligadas y son recíprocamente dependientes. Porque, en efecto, no se puede «mantener el cuerpo con santidad y respeto», si falta esa abstención «de la impureza», y de lo que a ella conduce, en consecuencia se puede admitir que el mantenimiento del cuerpo (propio e, indirectamente, de los demás) «en santidad y respeto» confiere adecuado significado y valor a esa abstención. Esta, de suyo, requiere la superación de algo que hay en el hombre y que nace espontáneamente en él como inclinación, como atractivo y también como valor que actúa, sobre todo, en el ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones sobre otras dimensiones de la subjetividad humana, y particularmente sobre la dimensión afectivo-emotiva.

4. Considerando todo esto, parece que la imagen paulina de la virtud de la pureza-imagen que emerge de la confrontación tan elocuente de la función de la «abstención» (esto es, de la templanza) con la del «mantenimiento del cuerpo con santidad y respeto»- es profundamente justa, completa y adecuada. Quizá debemos esta plenitud no a otra cosa sino al hecho de que Pablo considera la pureza no sólo como capacidad (esto es, actitud) de las facultades subjetivas del hombre, sino, al mismo tiempo, como una manifestación concreta de la vida «según el Espíritu», en la cual la capacidad humana está interiormente fecundada y enriquecida por lo que Pablo, en la Carta a los Gálatas 5, 22, llama «fruto del Espíritu». El respeto que nace en el hombre hacia todo lo que es corpóreo y sexual, tanto en sí, como en todo otro hombre, varón y mujer, se manifiesta como la fuerza más esencial para mantener el cuerpo «en santidad». Para comprender la doctrina paulina sobre la pureza, es necesario entrar a fondo en el significado del término «respeto», entendido aquí, obviamente, como fuerza de carácter espiritual. Precisamente esta fuerza interior es la que confiere plena dimensión a la pureza como virtud, es decir, como capacidad de actuar en todo ese campo en el que el hombre descubre, en su interior mismo, los múltiples impulsos de «pasiones libidinosas», y a veces, por varios motivos, se rinde a ellos.

5. Para entender mejor el pensamiento del autor de la primera Carta a los Tesalonicenses, es oportuno tener presente además otro texto, que encontramos en la primera Carta a los Corintios. Pablo expone allí su gran doctrina eclesiológica, según la cual, la Iglesia es Cuerpo de Cristo; aprovecha la ocasión para formular la argumentación siguiente acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido» (1 Cor 12, 18); y más adelante: «Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de mas. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (ib., 12, 22-25).

6. Aunque el tema propio del texto en cuestión sea la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sin embargo en torno a este pasaje, se puede decir que Pablo, mediante su gran analogía eclesiológica (que se repite en otras Cartas, y que tomaremos a su tiempo), contribuye, a la vez, a profundizar en la teología del cuerpo. Mientras en la primera Carta a los Tesalonicenses escribe acerca del mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», en el pasaje que acabamos de citar de la primera Carta a los Corintios quiere mostrar a este cuerpo humano precisamente como digno de respeto; se podría decir también que quiere enseñar a los destinatarios de su Carta la justa concepción del cuerpo humano.

Por eso, esta descripción paulina del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios, parece estar estrechamente ligada a las recomendaciones de la primera Carta a los Tesalonicenses: «Que cada uno sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4). Este es un hilo importante, quizá el esencial, de la doctrina paulina sobre la pureza.

55. La pureza del corazón según San Pablo (14-II-81/8-II-81)

1. En nuestras consideraciones del capítulo anterior sobre la pureza, según la enseñanza de San Pablo, hemos llamado la atención sobre el texto de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y esto le ofrece la oportunidad de hacer el siguiente razonamiento acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido... Aún más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisioco en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 18. 22-25).

2. La «descripción» paulina del cuerpo humano corresponde a la realidad que lo constituye: se trata, pues, de una descripción «realista». En el realismo de esta descripción se entreteje, al mismo tiempo, un sutilísimo hilo de valuación que le confiere un valor profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es posible «describir» el cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción -con toda su precisión- no puede ser adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se trata sólo del cuerpo (entendido coma organismo, en el sentido «somático)» sino del hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido «es», diría, ese cuerpo. Así pues, ese hilo de valoración, teniendo en cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al describir el cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración. Esta es una de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la literatura, escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y finalmente de la cultura de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecía la pena de ser tratado separadamente.

3. La descripción paulina de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 no tiene ciertamente un significado «científico»: no presenta un estudio biológico sobre el organismo humano, o bien, sobre la «somática» humana: desde este punto de vista es una simple descripción «pre-científica» por lo demás concisa, hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas las características del realismo común y es, sin duda, suficientemente «realista». Sin embargo, lo que determina su carácter específico, lo que de modo particular Justifica su presencia en la Sagrada Escritura, es precisamente esa valoración entretejida en la descripción y expresada en su misma trama «narrativo-realista». Se puede decir con certeza que esta descripción no sería posible sin toda la verdad de la creación y también sin toda la verdad de la «redención del cuerpo», que Pablo profesa y proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de «respeto» hacia el cuerpo humano, debido a la «santidad» (cf. 1 Tes 4, 3-5, 7-8) que surge de los misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina esta igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo, como de las varias manifestaciones de un «culto del cuerpo» naturalista.

4. El autor de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 tiene ante los ojos el cuerpo humano en toda su verdad; por lo tanto, el cuerpo impregnado, ante todo (si así se puede decir) por la realidad entera de la persona y de su dignidad. Es, al mismo tiempo, el cuerpo del hombre «histórico», varón y mujer, esto es, de ese hombre que, después del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y por la realidad del hombre que había tenido la experiencia de la inocencia originaria. En las expresiones de Pablo acerca de los «miembros menos decentes» del cuerpo humano, como también acerca de aquellos que «parecen más débiles», o bien acerca de los «que tenemos por más viles», nos parece encontrar el testimonio de la misma vergüenza que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del pecado original. Esta vergüenza quedó impresa en ellos y en todas las generaciones del hombre «histórico», como fruto de la triple concupiscencia (con referencia especial a la concupiscencia de la carne). Y, al mismo tiempo, en esta vergüenza -como ya se puso de relieve en los análisis precedentes- quedo impreso un cierto «eco» de la misma inocencia originaria del hombre: como un «negativo» de la imagen, cuyo «positivo» había sido precisamente la inocencia originaria.

5. La «descripción» paulina del cuerpo humano parece confirmar perfectamente nuestros análisis anteriores. Están en el cuerpo humano los «miembros menos decentes» no a causa de su naturaleza «somática» (ya que una descripción científica y fisiológica trata a todos los miembros y a los órganos del cuerpo humano de modo «neutral», con la misma objetividad), sino sola y exclusivamente porque en el hombre mismo existe esa vergüenza que hace ver a algunos miembros del cuerpo como «menos decentes» y lleva a considerarlos como tales. La misma vergüenza parece, ala vez, constituir la base de lo que escribe el Apóstol en la primera Carta a los Corintios: «A los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia» (1 Cor 12, 33). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el «respeto» por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto» se considera como esencial para la virtud de la pureza.

6. Volviendo todavía a la «descripción» paulina del cuerpo en la primera Carta a los Corintios 12, 18-25, queremos llamar la atención sobre el hecho de que, según el autor de la Carta, ese esfuerzo particular que tiende a respetar el cuerpo humano y especialmente a sus miembros más «débiles» o «menos decentes», corresponde al designio originario del Creador, o sea, a esa visión de la que habla el libro del Génesis: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Pablo escribe: «Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 24-25). La «escisión en el cuerpo», cuyo resultado es que algunos miembros son considerados «más débiles», «más viles», por lo tanto, «menos decentes», es una expresión ulterior de la visión del estado interior del hombre después del pecado original, esto es, del hombre «histórico». El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis 2, 25 que «estaban desnudos... sin avergonzarse de ello», tampoco experimentaba esa «desunión en el cuerpo». A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y que Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (cf. 1 Cor 12, 25), correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del «corazón» Esta armonía, o sea, precisamente la «pureza de corazón», permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato «insospechable» de su unión personal o communio personarum.

7. Como se ve, el Apóstol en la primera Carta a los Corintios (12, 18-25) vincula su descripción del cuerpo humano al estado del hombre «histórico». En los umbrales de la historia de este hombre está la experiencia de la vergüenza ligada con la «desunión en el cuerpo», con el sentido del pudor por ese cuerpo (y especialmente por esos miembros que somáticamente determinan la masculinidad y la feminidad). Sin embargo, en la misma «descripción», Pablo indica también el camino que (precisamente basándose en el sentido de vergüenza) lleva a la transformación de este estado hasta la victoria gradual sobre esa «desunión en el cuerpo», victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la pureza, o sea, «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto». Al «respeto», del que trata en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), Pablo se remite de nuevo en la primera Carta a los Corintios (12 18,25), al usar algunas locuciones equivalentes, cuando habla del «respeto», o sea, de la estima hacia los miembros «más viles», «más débiles» del cuerpo y cuando recomienda mayor «decencia» con relación a lo que en el hombre es considerado «menos decente». Estas locuciones caracterizan más de cerca ese «respeto», sobre todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos en lo que se refiere al cuerpo; lo cual es importante tanto respecto al «propio» cuerpo, como evidentemente también en las relaciones recíprocas (especialmente entre el hombre y la mujer, aunque no se limitan a ellas).

No tenemos duda alguna de que la «descripción» del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios tiene un significado fundamental para el conjunto de la doctrina paulina sobre la pureza.

56. La pureza y la vida según el Espíritu (11-II-81/15-II-81)

1. En los capítulos inmediatamente precedentes hemos analizado dos pasajes tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del «respeto». Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el respeto es considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la pureza, como virtud cristiana, en las Cartas paulinas se manifiesta como un camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención «de la impureza», que implica el mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una «capacidad» centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como «capacidad» es precisamente expresión y fruto de la vida «según el Espíritu» en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la pureza -la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo están presentes y estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo «templo» (por lo tanto: morada y santuario) del Espíritu Santo.

2. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?», pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6, 19), después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. «Huid la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo» (ib., 6, 18). La nota peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el hecho de que este pecado, al contrario de todos los demás, es «contra el cuerpo» (mientras que los otros pecados quedan «fuera del cuerpo»). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la motivación para las expresiones «los pecados del cuerpo» o los «pecados carnales». Pecados que están en contraposición precisamente con esa virtud, gracias a la cual el hombre mantiene «el propio cuerpo en santidad y respeto« (cf. 1 Tes 5).

3. Estos pecados llevan consigo la «profanación» del cuerpo: privan al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que se les debe a causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también «profanación del templo». Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural que es la morada y la presencia continua del Espíritu Santo en el hombre -en su alma y en su cuerpo- como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el «cuerpo» del hombre ya no es solamente «propio». Y no sólo por ser cuerpo de la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza. Cuando el Apóstol escribe: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que esta en vosotros y habéis recibido de Dios» (1 Cor 6, 19), quiere indicar todavía otra fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.

4. La realidad de la redención, que es también «redención del cuerpo», constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los hombres. Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha impreso en el cuerpo humano -en el cuerpo de cada hombre y de cada mujer- una nueva dignidad, dado que en El mismo el cuerpo humano ha sido admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la «redención del cuerpo», nace a la vez también una nueva obligación de la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: «Habéis sido comprados a precio» (ib., 6, 2). Efectivamente, el fruto de la redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres, el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de obligación cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles de que no se debe cometer la «impureza», no se debe «pecar contra el propio cuerpo» (ib., 6, 18). Escribe: «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (ib., 6, 13). Es difícil expresar de manera más concreta lo que comporta para cada uno de los creyentes el misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en cada uno de los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al «propio» cuerpo y, evidentemente respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y en la mujer hacia el hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere Pablo en la primera carta de los Tesalonicenses (4, 3-5), cuando habla de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».

5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio, Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando con palabras incluso drásticas la «impureza», esto es, el pecado contra la santidad del cuerpo, el pecado de la «impureza»: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con El» (1 Cor 6 15-17). Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo como parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella, dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica también en la pureza entendida como un empeño particular fundado sobre la ética. El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1 Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso especial, o sea, el deber de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto». La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor de la abstención de la «impureza», más aún, actúa a fin de hacer conseguir una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.

Lo que resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios (6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la pureza como realización de la vida «según el Espíritu», es de una profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema más de una vez.

57. La doctrina paulina sobre la pureza (18-III-81/22-III-81)

1. En el capítulo anterior centramos la atención sobre el pasaje de la primera Carta a los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano «templo del Espíritu Santo» Escribe: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio» (1 Cor 6, 19-20). «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Cor 6, 15). El Apóstol señala el misterio de la «redención del cuerpo», realizado por Cristo, como fuente de un particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza, a ésa que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4).

2. Sin embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del pensamiento contenido en los textos paulinos, si no tenemos en cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre también de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio «templo», habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones, conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2, según los Setenta y la Vulgata), el más apropiado a la virtud de la pureza parece ser el don de la «piedad» (eusebeia, donum pietatis) (1). Si la pureza dispone al hombre a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), la piedad, que es don del Espíritu Santo; parece servir de modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros... y que no os pertenecéis?», adquieren la elocuencia de una experiencia y se convierten en viva y vivida verdad en las acciones. Abren también el acceso pleno a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la pureza y su conexión orgánica con el amor.

3. Aunque el mandamiento del propio cuerpo «en santidad y respeto» se forme mediante la abstención de la «impureza» -y este camino es indispensable-, sin embargo, fructifica siempre en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio», según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y, por lo tanto, también en su cuerpo. Por esto, San Pablo termina su argumentación de la primera Carta a los Corintios en el capítulo 6 con una significativa exhortación: «Glorificas, pues a Dios en vuestro cuerpo» (v. 20). La pureza como virtud, o sea, capacidad de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el «templo» del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que penetra cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor y también la conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu Santo que es la piedad, constituye una trama poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin embargo, merece una profundización particular. Esto podrá realizarse en el curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).

4. Y ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina paulina acerca de la pureza, entendida como «vida según el Espíritu», parece indicar una cierta continuidad con relación a los libros «sapianciales» del Antiguo Testamento. Allí encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los pensamientos, palabras y obras: «Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo lascivo» (Sir 23, 4-6). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: «Hacia ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado» (Sir 51, 20). Además, se podría también, de algún modo, tener en consideración el texto del libro de la Sabiduría (8, 21) conocido por la liturgia en la versión de la Vulgata: «Scivi quoniam alitar non possum esse continens, nisi Deus det; at hoc ipsum orat sapientias, scire, cuius esset hoc donum» (2).

Según este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría, cuanto sería la sabiduría condición de la pureza, como de un don particular de Dios. Parece que ya en los textos sapienciales, antes citados, se delinea el doble significado de la pureza: como virtud y como don. La virtud esta al servicio de la sabiduría, y la sabiduría predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una conducta y de una vida que sean puras.

5. Como Cristo en su bienaventuranza del sermón de la montaña, la que se refiere a los «puros de corazón», pone de relieve la «visión de Dios», fruto de la pureza y en perspectiva escatológica, así Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones de la temporalidad, cuando escribe: «Todo es limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con las obras le niegan...» (Tit 1, 15 ss.). Estas palabras pueden referirse también a la pureza, en sentido general y específico, como a la nota característica de todo bien moral. Para la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los Corintios (6, 13-20), esto es, en el sentido de la «vida según el Espíritu», parece ser fundamental -como resulta del conjunto de nuestras consideraciones- la antropología del nacer de nuevo en el Espíritu Santo (cf. también Jn 3, 5 ss.). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la realidad de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya expresión última es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de la redención del cuerpo.

6. El modo de entender y de presentar la pureza -heredado de la tradición del Antiguo Testamento y característico de los libros «sapienciales»- era ciertamente una preparación indirecta, pero también real, a la doctrina paulina acerca de la pureza entendida como «vida según el Espíritu». Sin duda, ese modo facilitaba también a muchos oyentes del sermón de la montaña la comprensión de las palabras de Cristo cuando, al explicar el mandamiento «no adulterarás», se remitía al «corazón» humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con cuánta profundidad, se distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas fuentes bíblicas y evangélicas.

(1) La eusebeia o pietas en el período helenístico romano se refería generalmente a la veneración de los dioses (como «devoción»), pero convservaba todavía el sentido primitivo más amplio del respeto a las estructuras vitales.

La eusebeia definía el comportamiento recíproco de los consanguíneos, las relaciones entre los cónyugues, y también la actitud debida por las legiones al César y por los esclavos o los amos.

En el Nuevo Testamento, solamente los escritos más tardíos aplican la eusebeia a los cristianos; en los escritos más antiguos este término caracteriza a los «buenos paganos» (Act 10, 2, 7; 17, 23).

Y así la eusebeía helénica, como también el «donum pietatis», aun refiriéndose indudablemente a la veneración divina, cuentan con una amplia base en la connotación de las relaciones interhumanas (cf. W. Foerster, art. eusebeia en: «Thelogica: Dictionary or the New Testament», ed. G. Kittel G. Bromiley, vol. VII, Grand Rapids 1971, Erdimans, págs. 177-182).

(2) Esta versión de la Vulgata, conservada por la Neo-Vulgata y por la liturgia, citada bastantes veces por Agustín (De S. Virg., par. 43: Confess. VI, ll; X, 29; Serm. CLX, 7), cambia, sin embargo, el sentido del original griego, que se traduce así: «Sabiendo que no la habría obtenido de otro modo (= la Sabiduría), si Dios no me la hubiese concedido..)».

58. Función positiva de la pureza del corazón (1-IV-81/5-IV-81)

1. Antes de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el sermón de la montaña, es necesario recordar una vez más estas palabras y volver a tomar sumaríamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base. Así dice Jesús: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Se trata de palabras sintéticas que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo se remitió al «principio». A los fariseos, los cuales -apelando a la ley de Moisés que admitía el llamado libelo de repudio-, le habían preguntado: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?», El respondió: «¿No habéis leido que al principio el Creador los hizo varón y mujer?... Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 3-6). También estas palabras han requerido una reflexión profunda, para sacar toda la riqueza que encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología del cuerpo.

2. Siguiendo la referencia al «principio» hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del libro del Génesis, que tratan precisamente de ese «principio». De los análisis hechos, «ha surgido no sólo una imagen de la situación del «hombre -varón y mujer- en el estado de inocencia originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en relación al carácter del matrimonio y en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por lo tanto, en el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.

3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación: esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre -varón y mujer- en el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el hombre «histórico» lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo, pronunciadas en el sermón de la montaña, parecen tener -dentro de su concisa enunciación- una elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia, es necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma -de la triple concupiscencia- y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué Jesús define esa concupiscencia (precisamente: el «mirar para desear») como «adulterio cometido en el corazón». Al hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como también proféticos y «sapiesenciales»; y además, el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos conocimientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.

4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente, es una verdad de carácter ético y, en definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento: «No adulterarás». La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer -precisamente el mal de la concupiscencia de la carne- y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es la «pureza de corazón», de la que habla Cristo en el mismo contexto del sermón de la montaña. Desde el punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa «pureza», que constituye lo contraria del adulterio «cometido en el corazón». Si esa «pureza de corazón», de la que tratamos, se entiende según el pensamiento de San Pablo, como «vida según el Espíritu», entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana, más aún, orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la «pureza de corazón», indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe aspirar.

5. De aquí la pregunta: ¿Qué verdad, válida para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente, por esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido al «principio». Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia del hombre de la concupiscencia, presentándole el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejo ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Esta es la pureza del «hombre de la concupiscencia» que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la «vida según el Espíritu» (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la «redención del cuerpo» realizada por Cristo. Precisamente por esto en las palabras del sermón de la montaña encontramos la llamada al «corazón», es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.

El significado normativo de las palabras de Cristo esta profundamente arraigado en su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana.

6. Según la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (cf. 1 Tes 4, 3), o sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer -e incluso la simple mirada- vuelvan a adquirir ese contenido auténticamente esponsalicio de sus significados. Y precisamente este contenido se indica en el Evangelio por la «pureza de corazón».

7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia) la «templanza» se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña y unidas con los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de la pureza de corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo, exhortando a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4). Más aun, precisamente en una pureza, tan madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es «templo» (cf, 1 Cor 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo -especialmente cuando se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer- toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Este es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso de la «pasión y libídine», de las que escribe San Pablo (y que por otra parte, conocemos por los análisis precedentes; baste recordar al Siracida 26, 13. 15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse mas plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también mas plenamente en un verdadero don para otra persona.

Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, orientan al corazón humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para donarla a los demás.

59. La dignidad del matrimonio y de la familia (8-IV-81/12-IV-81)

1. Nos conviene concluir ya las reflexiones y los análisis basados en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales apeló al corazón humano, exhortándole a la pureza: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Hemos dicho repetidas veces que estas palabras, pronunciadas una vez a los determinados oyentes de ese sermón, se refieren al hombre de todo tiempo y lugar, y apelan al corazón humano, en el que se inscribe la más íntima y, en cierto sentido, la más esencial trama de la historia. Es la historia del bien y del mal (cuyo comienzo está unido, en el libro del Génesis, con el misterioso árbol de la ciencia del bien y del mal) y, al mismo tiempo, es la historia de la salvación, cuya palabra es el Evangelio, y cuya fuerza es el Espíritu Santo, dado a los que acogen el Evangelio con corazón sincero.

2. Si la llamada de Cristo al «corazón» humano, y antes aún, su referencia al «principio» nos permite construir, o al menos, delinear una antropología, que podemos llamar «teología del cuerpo», ésta teología es, a la «vez, pedagogía. La pedagogía tiende a educar al hombre, poniendo ante el las exigencias motivándolas e indicando los caminos que llevan a su realización. Los enunciados de Cristo también tienen este fin: se trata de enunciados «pedagógicos». Contienen una pedagogía del cuerpo, expresada de modo conciso y, al mismo tiempo, muy completo. Tanto la respuesta dada a los fariseos con relación a la indisolubilidad del matrimonio, como las palabras del sermón de la montaña que se refieren al dominio de la concupiscencia, demuestran -al menos indirectamente- que el Creador ha asignado al hombre como tarea el cuerpo, su masculinidad y feminidad; y que en la masculinidad y feminidad le ha asignado, en cierto sentido, como tarea su humanidad, la dignidad de la persona y también el signo transparente de la «comunión» interpersonal, en la que el hombre se realiza a sí mismo a través del auténtico don de sí. Al poner ante el hombre las exigencias conformes a las tareas que le han sido confiadas el Creador indica, a la vez, al hombre, varón y mujer, los caminos que llevan a asumirlas y a realizarlas.

3. Analizando estos textos-clave de la Biblia hasta la raíz misma de los significados que encierran, descubrimos precisamente esa antropología que puede llamarse «teología del cuerpo». Y esta teología del cuerpo funda después el método más apropiado de la pedagogía del cuerpo, es decir, de la educación (más aún, de la autoeducación) del hombre. Esto adquiere una actualidad particular para el hombre contemporáneo, cuyos conocimientos en el campo de la biofisiología y de la biomedicina han progresado mucho. Sin embargo, esta ciencia trata al hombre bajo un determinado «aspecto» y, por lo tanto, es más bien parcial que global. Conocemos bien las funciones del cuerpo como organismo, las funciones vinculadas a la masculinidad y a la feminidad de la persona humana. Pero esta ciencia de por sí no desarrolla todavía la conciencia del cuerpo como signo de la persona, como manifestación del espíritu. Todo el desarrollo de la ciencia contemporánea que se refiere al cuerpo como organismo, tiene más bien carácter de conocimiento biológico, porque está basado sobre la separación, en el hombre, entre lo que en él es corpóreo y lo que es espiritual. Al servirse de un conocimiento tan unilateral de las funciones del cuerpo como organismo no es difícil llegar a tratar el cuerpo, de manera más o menos sistemática, como objeto de manipulación; en este caso el hombre deja, por así decirlo, de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo, porque se le priva del significado y de la dignidad que se derivan del hecho de que este cuerpo es precisamente de la persona. Nos hallamos aquí en la frontera de problemas que frecuentemente exigen soluciones fundamentales, imposibles sin una visión integral del hombre.

4. Precisamente aquí aparece claro que la teología del cuerpo, cual nace de esos textos-clave de las palabras de Cristo, se convierte en el método fundamental de la pedagogía, o sea, de la educación del hombre desde el punto de vista del cuerpo en la plena consideración de su masculinidad y feminidad. Esa pedagogía puede ser entendida bajo el aspecto de una específica «espiritualidad del cuerpo«; efectivamente, el cuerpo, en su masculinidad o feminidad, es dado como tarea al espíritu humano (lo que de modo estupendo ha sido expresado por San Pablo en el lenguaje que le es propio) y por medio de una adecuada madurez del espíritu se convierte también el en signo de la persona, de lo que la persona es consciente, y en auténtica «materia» en la comunión de las personas. En otros términos: el hombre, a través de su madurez espiritual, descubre el significado esponsalicio del propio cuerpo. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña indican que la concupiscencia de por sí, no revela al hombre ese significado, sino que, al contrario, lo ofusca y oscurece. El conocimiento puramente «biológico» de las funciones del cuerpo como organismo unidas con la masculinidad y feminidad de la persona humana, es capaz de ayudar a descubrir el auténtico significado esponsalicio del cuerpo, solamente si va unido a una adecuada madurez espiritual de la persona humana. Sin esto, ese conocimiento puede tener efectos incluso opuestos; y esto lo confirman múltiples experiencias de nuestro tiempo.

5. Desde este punto de vista es necesario considerar con perspicacia las enunciaciones de la Iglesia contemporánea. Su adecuada comprensión e interpretación como también su aplicación práctica (esto es precisamente, la pedagogía) requiere esa profunda teología del cuerpo que, en definitiva, ponemos de relieve sobre todo con las palabras-clave de Cristo. En cuanto a las enunciaciones contemporáneas de la Iglesia, es necesario conocer el capítulo titulado «dignidad del matrimonio y de la familia y su valoración», de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, parte II, cap. I) y, sucesivamente, de la Encíclica de Pablo VI Humanæ vitæ. Sin duda alguna, las palabras de Cristo, a cuyo análisis hemos dedicado mucho espacio, no tenían otro fin que la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia; de donde se deduce la convergencia fundamental entre ellas y el contenido de los dos mencionados documentos de la Iglesia contemporánea. Cristo hablaba al hombre de todo tiempo y lugar; las enunciaciones de la Iglesia tienden a actualizar las palabras de Cristo y, por esto, deben interpretarse según la clave de esa teología y de esa pedagogía, que encuentran raíz y apoyo en las palabras de Cristo.

Es difícil realizar un análisis global de los citados documentos del Magisterio supremo de la Iglesia. Nos limitaremos a entresacar algunos pasajes de ellos. He aquí de qué modo el Vaticano II -al poner entre los problemas más urgentes de la Iglesia en el mundo contemporáneo «la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia»- caracteriza la situación existente en este ámbito: «La dignidad de esta institución (es decir, del matrimonio y de la familia) no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones, es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación» (Gaudium et spes, 47). Pablo VI, al exponer en la Encíclica Humanæ vitæ este último problema, escribe entre otras cosas: «Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y (...) llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada» (Humanæ vitæ, 17).

¿Acaso nos encontramos ahora en la órbita de la misma urgencia, que en otra ocasión provocó las palabras de Cristo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, como también las del sermón de la montaña, relativas a la pureza de corazón y al dominio de la concupiscencia de la carne, palabras que desarrollo más tarde con tanta perspicacia el Apóstol Pablo?

6. En la misma línea el autor de la Encíclica Humanæ vitæ, al hablar de las exigencias propias de la moral cristiana presenta, al mismo tiempo, la posibilidad de cumplirlas, cuando escribe: «El dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética -Pablo VI utiliza este término-, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Pero esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo (precisamente este esfuerzo ha sido llamado antes ‘ascesis’), pero, gracias a su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegrarnente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales.. Favorece la atención hacia el otro cónyuge, ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y hace profundizar más su sentido de responsabilidad...» (Humanæ vitæ, 21).

7. Detengámonos en estos pocos pasajes. Ellos -especialmente el último- demuestran de manera clara cuán indispensable es, para una comprensión adecuada de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia contemporánea, esa teología del cuerpo, cuyas bases hemos buscado sobre todo en las palabras de Cristo mismo. Precisamente la teología del cuerpo -como ya hemos dicho- se convierte en el método fundamental de toda la pedagogía cristiana del cuerpo. Haciendo referencia a las palabras citadas, se puede afirmar que el fin de la pedagogía del cuerpo está precisamente en hacer, ciertamente, que «las manifestaciones afectivas» -sobre todo las «propias de la vida conyugal»- estén en conformidad con el orden moral, o sea, en definitiva, con la dignidad de las personas. En estas palabras retorna el problema de la relación recíproca entre el «eros» y el «ethos», de los que ya hemos tratado. La teología, entendida como método de la pedagogía del cuerpo, nos prepara también a las reflexiones ulteriores sobre la sacramentalidad de la vida humana y, en particular de la vida matrimonial.

El Evangelio de la pureza de corazón, ayer y hoy: al concluir con esta frase el presente ciclo de nuestras consideraciones -antes de pasar al ciclo sucesivo, en el que la base de los análisis serán las palabras de Cristo sobre la resurrección del cuerpo-, deseamos dedicar todavía un poco de atención a la «necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad», de la que trata la Encíclica de Pablo VI (cf. Humanæ vitæ, 22), y queremos centrar estas observaciones sobre el problema del ethos del cuerpo en las obras de la cultura artística, con referencia especial a las situaciones que encontramos en la vida contemporánea.

60. El cuerpo humano en la obra de arte (15-IV-81/19-IV-81)

1. En nuestras reflexiones precedentes -tanto en el ámbito de las palabras de Cristo en las que El hace referencia al «principio», como en el ámbito del sermón de la montaña, esto es, cuando El se remite al «corazón» humano- hemos tratado de hacer ver, de modo sistemático, cómo la dimensión de la subjetividad personal del hombre es elemento indispensable, presente en la hermenéutica teológica, que debemos descubrir y presuponer en la base del problema del cuerpo humano. Por lo tanto, no sólo la realidad objetiva del cuerpo, sino todavía mucho más, como parece, la conciencia subjetiva y también la «experiencia» subjetiva del cuerpo entran, constantemente, en la estructura de los textos bíblicos, y por esto, requieren ser tenidos en consideración y hallar su reflejo en la teología. En consecuencia, la hermenéutica teológica debe tener siempre en cuenta estos dos aspectos. No podemos considerar al cuerpo como una realidad objetiva fuera de la subjetividad personal del hombre, de los seres humanos: varones y mujeres. Casi todos los problemas del «ethos del cuerpo» están vinculados, al mismo tiempo, a su identificación ontológica como cuerpo de la persona, y al contenido y calidad de la experiencia subjetiva, es decir, al tiempo mismo del «vivir», tanto del propio cuerpo como en las relaciones interhumanas, y particularmente en esta perenne, relación «varón-mujer». También las palabras de la primera Carta a los Tesalonicenses con las que el autor exhorta a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (esto es, todo el problema de la «pureza de corazón») indican, sin duda alguna, estas dos dimensiones.

2. Se trata de dimensiones que se refieren directamente a los hombres concretos, vivos, a sus actitudes y comportamientos. Las obras de la cultura, especialmente del arte, logran ciertamente que esas dimensiones de «ser cuerpo» y de tener experiencia del cuerpo», se extiendan, en cierto sentido, fuera de estos hombres vivos. El hombre se encuentra con la «realidad del cuerpo» y «tiene experiencia del cuerpo» incluso cuando éste se convierte en un tema de la actividad creativa, en una obra de arte, en un contenido de la cultura. Pues bien, por lo general es necesario reconocer que este contacto se realiza en el plano de la experiencia estética, donde se trata de contemplar la obra de arte (en griego aisthánormai: miro, observo) -y, por lo tanto, en el caso concreto, se trata del cuerpo objetivizado, fuera de su identidad ontológica, de modo diverso y según criterios propios de la actividad artística-, sin embargo el hombre que es admitido a tener esta visión está, a priori, muy profundamente unido al significado del prototipo, o sea, modelo, que en este caso es él mismo: -el hombre vivo y el cuerpo humano vivo- para que pueda distanciar y separar completamente ese acto, sustancialmente estético, de la obra en sí y de su contemplación, gracias a esos dinamismos o reacciones de comportamiento y de valoraciones, que dirigen esa experiencia primera y ese primer modo de vivir. Este mirar, por su naturaleza, «estético» no puede, en la conciencia subjetiva del hombre, quedar totalmente aislado de ese «mirar» del que habla Cristo en el sermón de la montaña: al poner en guardia contra la concupiscencia.

3. Así, pues, toda la esfera de las experiencias estéticas se encuentra, al mismo tiempo, en el ámbito del ethos del cuerpo. Justamente, pues, es necesario pensar también aquí en la necesidad de crear un clima favorable a la pureza; efectivamente, este clima puede estar amenazado no sólo en el modo mismo en que se desarrollan las relaciones y la convivencia de los hombres vivos, sino también en el ámbito de las objetivizaciones propias de las obras de cultura, en el ámbito de las comunicaciones sociales: cuando se trata de la palabra hablada o escrita; en el ámbito de la imagen, es decir, de la representación o de la visión, tanto en el significado tradicional de este término, como en el contemporáneo. De este modo llegamos a los diversos campos y productos de la cultura artística, plástica, de espectáculo, incluso la que se basa en técnicas audiovisuales contemporáneas. En esta área, amplia y bien diferenciada es preciso que nos planteemos una pregunta a la luz del ethos del cuerpo, delineado en los análisis hechos hasta ahora sobre el cuerpo humano como objeto de cultura.

4. Ante todo, se constata que el cuerpo humano es perenne objeto de cultura, en el significado más amplio del término, por la sencilla razón de que el hombre mismo es sujeto de cultura, y en su actividad cultural y creativa él compromete su humanidad, incluyendo, por esto, en esta actividad incluso su cuerpo Pero en las presentes reflexiones debemos restringir el concepto de «objeto de cultura», limitándonos al concepto entendido como «tema» de las obras de cultura y, en particular, de las obras de arte. En definitiva, se trata de la «tematización», o sea, de la «objetivación» del cuerpo en estas obras. Sin embargo, es necesario hacer aquí inmediatamente algunas distinciones, aunque sólo sea a modo de ejemplo. Una cosa es el cuerpo humano vivo: del hombre y de la mujer, que, de por sí, crea el objeto de arte y la obra de arte (como por ejemplo, en el centro, en el ballet y, hasta cierto punto, también durante un concierto), y otra cosa es el cuerpo como modelo de la obra de arte, como en las artes plásticas, escultura o pintura. ¿Se puede colocar en el mismo rango también el filme o el arte fotográfico en sentido amplio? Parece que si, aunque desde el punto de vista del cuerpo como objeto-tema se verifique, en este caso, una diferencia bastante esencial. En la pintura o escultura el hombre-cuerpo es siempre un modelo, sometido a la elaboración específica por parte del artista. En el filme, y todavía más en el arte fotográfico, el modelo no es transfigurado, sino que se reproduce al hombre vivo: y en tal caso el hombre, el cuerpo humano, no es modelo para la obra de arte, sino objeto de una reproducción obtenida mediante técnicas apropiadas.

5. Es necesario señalar ya desde ahora que dicha distinción es importante desde el punto de vista del ethos del cuerpo, en las obras de cultura. Y añadimos también inmediatamente que la reproducción artística, cuando se convierte en contenido de la representación y de la transmisión (televisiva o cinematográfica), pierde, en cierto sentido, su contacto fundamental con el hombre-cuerpo, del cual es reproducción, y muy frecuentemente se convierte en un objeto «anónimo», tal como es, por ejemplo, una fotografía anónima publicada en las revistas ilustradas, o una imagen difundida en las pantallas de todo el mundo. Este anonimato es el efecto de la «propagación» de la imagen, reproducción del cuerpo humano, objetivizado antes con la ayuda de las técnicas de reproducción, que -como hemos recordado antes- parece diferenciarse esencialmente de la transfiguración del modelo típico de la obra de arte, sobre todo en las artes plásticas. Ahora bien, esta anonimato (que, por otra parte, es un modo de «velar» u «ocultar» la identidad de la persona reproducida), constituye también un problema específico desde el punto de vista del ethos del cuerpo humano en las obras de cultura y especialmente en las obras contemporáneas de la llamada cultura de masas.

Limitémonos hoy a estas consideraciones preliminares, que tienen un significado fundamental para el ethos del cuerpo humano en las obras de la cultura artística. Sucesivamente estas consideraciones nos harán conscientes de lo muy estrechamente ligadas que están a las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña, comparando el «mirar para desear» con el «adulterio cometido en el corazón». La ampliación de estas palabras al ámbito de la cultura artística es de particular importancia, por cuanto se trata de «crear un clima laborable a la castidad», del que habla Pablo VI en su Encíclica «Humanæ vitæ». Tratemos de comprender este tema de modo muy profundo y esencial.

61. El respeto al cuerpo en las obras de arte (22-IV-81/26-IV-81)

1. Reflexionemos ahora -en relación con las palabras de Cristo en el sermón de la montaña- sobre el problema del ethos del cuerpo humano en las obras de la cultura artística. Este problema tiene raíces muy profundas. Conviene recordar aquí la serie de análisis hechos en relación con la referencia de Cristo al «principio», y sucesivamente con la llamada que El mismo «hizo al «corazón» humano, en el sermón de la montaña. El cuerpo humano -el desnudo cuerpo humano en toda la verdad de su masculinidad y feminidad- tiene un significado de don de la persona a la persona. El ethos del cuerpo, es decir, la regularidad ética de su desnudez, a causa de la dignidad del sujeto personal, está estrechamente vinculado a ese sistema de referencia, entendido como sistema esponsalicio, en el que el dar de una parte se encuentra con la apropiada y adecuada respuesta de la otra al don. Tal respuesta decide sobre la reciprocidad del don. La objetivación artística del cuerpo humano en su desnudez masculina y femenina, a fin de hacer de el primero un modelo y, después, tema de la obra de arte, es siempre una cierta transferencia al margen de esta originaria y específica configuración suya con la donación interpersonal. Ello constituye, en cierto sentido, un desarraigo del cuerpo humano de esa configuración y su transferencia a la dimensión de la objetivación artística: dimensión específica de la obra de arte o bien de la reproducción típica de las técnicas cinematográficas o fotográficas de nuestro tiempo.

En cada una de estas dimensiones -y en cada una de modo diverso- el cuerpo humano pierde ese significado profundamente subjetivo del don, y se convierte en objeto destinado a un múltiple conocimiento, mediante el cual los que miran, asimilan, o incluso, en cierto sentido, se adueñan de lo que evidentemente existe, es más, debe existir esencialmente a nivel de don, hecho de la persona a la persona, no ya en la imagen, sino en el hombre vivo. A decir verdad, ese «adueñarse» se da ya a otro nivel, es decir, a nivel del objeto de la transfiguración o reproducción artística; sin embargo, es imposible no darse cuenta que desde el punto de vista del ethos del cuerpo, entendido profundamente, surge aquí un problema. Problema muy delicado, que tiene sus niveles de intensidad según los diversos motivos y circunstancias tanto por parte de la actividad artística, como por parte del conocimiento de la obra de arte o de su reproducción. Del hecho que se plantee este problema no se deriva ciertamente que el cuerpo humano, en su desnudez, no pueda convertirse en tema de la obra de arte, sino sólo que este problema no es puramente estético ni moralmente indiferente.

2. En nuestros análisis anteriores (sobre todo en relación a la referencia de Cristo al «principio»), hemos dedicado mucho espacio al significado de la vergüenza, tratando de comprender la diferencia entre la situación -y el estado- de la inocencia originaria, en la que «estaban ambos desnudos... sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25) y, sucesivamente, entre la situación -y el estado- pecaminoso en el que nació entre el hombre y la mujer, junto con la vergüenza, la necesidad específica de la intimidad hacia el propio cuerpo. En el corazón del hombre sujeto a la concupiscencia esta necesidad sirve, si bien indirectamente, a asegurar el don y la posibilidad del darse recíprocamente. Tal necesidad determina también el modo de actuar del hombre como «objeto de la cultura», en el más amplio significado de la palabra. Si la cultura demuestra una tendencia explícita a cubrir la desnudez del cuerpo humano, ciertamente lo hace no sólo por motivos climáticos, sino también con relación al proceso de crecimiento de la sensibilidad personal del hombre. La anónima desnudez del hombre-objeto contrasta con el progreso de la cultura auténticamente humana de las costumbres. Probablemente es posible confirmar esto también en la vida de las poblaciones así llamadas primitivas. El proceso de afinar la sensibilidad personal humana es ciertamente factor y fruto de la cultura.

Detrás de la necesidad de la vergüenza, es decir, de la intimidad del propio cuerpo (sobre la cual informan con tanta precisión las fuentes bíblicas en Génesis 3), se esconde una norma más profunda: la del don orientada hacia las profundidades mismas del sujeto personal o hacia la otra persona, especialmente en la relación hombre-mujer según la perenne regularidad del darse recíproco. De este modo, en los procesos de la cultura humana, entendida en sentido amplio, constatamos -incluso en el estado pecaminoso heredado por el hombre- una continuidad bastante explícita del significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Esa vergüenza originaria, conocida ya desde los primeros capítulos de la Biblia, es un elemento permanente de la cultura y de las costumbres. Pertenece al origen del ethos del cuerpo humano.

3. El hombre de sensibilidad desarrollada supera, con dificultad y resistencia interior, el límite de esa vergüenza. Lo que se pone en evidencia incluso en las situaciones que por lo demás justifican la necesidad de desnudar el cuerpo, como por ejemplo, en el caso de los exámenes o de las intervenciones médicas. Especialmente hay que recordar también otras circunstancias, como por ejemplo, las de los campos de concentración o de los lugares de exterminio, donde la violación del pudor corpóreo es un método conscientemente usado para destruir la sensibilidad personal y el sentido de la dignidad humana. Por doquier -si bien de modos diversos- se confirma la misma línea de regularidad. Siguiendo la sensibilidad personal, el hombre no quiere convertirse en objeto para los otros a través de la propia desnudez anónima, ni quiere que el otro se convierta para él en objeto de modo semejante. Evidentemente «no quiere» en tanto en cuanto se deja guiar por el sentido de la dignidad del cuerpo humano. Varios, en efecto, son los motivos que pueden inducir, incitar, incluso empujar al hombre a actuar de modo contrario a lo que exige la dignidad del cuerpo humano, en conexión con la sensibilidad personal. No se puede olvidar que la fundamental «situación» interior del hombre «histórico» es el estado de la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16). Este estado -y, en particular, la concupiscencia de la carne- se hace sentir de diversos modos, tanto en los impulsos interiores del corazón humano, como en todo el clima de las relaciones interhumanas y en las costumbres sociales.

4. No podemos olvidar esto ni siquiera cuando se trata de la amplia esfera de la cultura artística, sobre todo la de carácter visivo y espectacular, como tampoco cuando se trata de la cultura de «masas», tan significativa para nuestros tiempos y vinculada con el uso de las técnicas de divulgación de la comunicación audiovisual. Se plantea un interrogante: cuándo y en qué caso esta esfera de actividad del hombre -desde el punto de vista del ethos del cuerpo- se pone bajo acusa de «pornovisión», así como la actividad literaria, a la que se acusaba y se acusa frecuentemente de «pornografía» (este segundo término es más antiguo). Lo uno y lo otro se realiza cuando se rebasa el límite de la vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal respecto a lo que tiene conexión con el cuerpo humano, con su desnudez, cuando en la obra artística o mediante las técnicas de la reproducción audiovisual se viola el derecho a la intimidad del cuerpo en su masculinidad o feminidad y -en último análisis- cuando se viola la profunda regularidad del don y del darse recíproco, que está inscrita en esa feminidad y masculinidad a través de toda la estructura del ser hombre. Esta inscripción profunda -mejor incisión- decide sobre el significado esponsalicio del cuerpo humano, es decir, sobre la llamada fundamental que éste recibe a formar la «comunión de las personas» y a participar en ella.

Al interrumpir en este punto nuestra reflexión, que continuaremos en el próximo capítulo conviene hacer constar que la observancia o la no observancia de estas regularidades, tan profundamente vinculadas a la sensibilidad personal del hombre, no puede ser indiferente para el problema de «crear un clima favorable a la castidad» en la vida y en la educación social.

62. Límites éticos en la obra de arte (29-IV-81/3-V-81)

1. Hemos dedicado ya una serie de reflexiones al significado de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, en el que exhorta a la pureza de corazón, llamando la atención incluso sobre la «mirada concupiscente». No podemos olvidar estas palabras de Cristo aun cuando se trata de la vasta esfera de la cultura artística, sobre todo la de carácter visual y espectacular, así como cuando se trata de la esfera de la cultura «de masas» -tan significativa para nuestros tiempos-, vinculada con el uso de las técnicas de divulgación de la comunicación audiovisual. Hemos dicho últimamente que a la citada esfera de la actividad del hombre se le acusa a veces de «pornovisión», así como en relación a la literatura se lanza la acusación de «pornografía». El uno y el otro hecho tiene lugar cuando se sobrepasa el límite de la vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal respecto a lo que se relaciona con el cuerpo humano, con su desnudez, cuando en la obra artística, mediante las técnicas de producción audiovisual, se viola el derecho a la intimidad del cuerpo en su masculinidad o feminidad y -en último análisis- cuando se viola esa íntima y constante destinación al don y al recíproco darse, que esta inscrita en aquella feminidad y masculinidad a través de toda la estructura del ser-hombre. Esa profunda inscripción, más aún, incisión, decide sobre el significado esponsalicio del cuerpo, es decir, sobre la fundamental llamada que éste recibe a formar una «comunión de personas» y a participar en ella.

2. Es obvio que en las obras de arte, así como en los productos de la reproducción artística audiovisual, la citada constante destinación al don, es decir, esa profunda inscripción del significado del cuerpo humano, puede ser violada sólo en el orden intencional de la reproducción y de la representación; se trata en efecto -como ya se ha dicho precedentemente- del cuerpo humano como modelo o tema. Sin embargo, si el sentido de la vergüenza y la sensibilidad personal quedan en tales casos ofendidos, ello acaece a causa de su transferencia a la dimensión de la «comunicación social», por tanto a causa de que se convierte, por decirlo así, en propiedad pública lo que, en el justo sentir del hombre, pertenece y debe pertenecer estrechamente a la relación interpersonal, lo que está ligado -como se ha puesto de relieve ya antes- a la «comunión misma de las personas», y en su ámbito corresponde a la verdad integral sobre el hombre.

En este punto no es posible estar de acuerdo con los representantes del así llamado naturalismo, los cuales creen tener derecho a «todo lo que es humano», en las obras de arte y en los productos de la reproducción artística, afirmando que actúan de este modo en nombre de la verdad realista sobre el hombre. Precisamente es esta verdad sobre el hombre -la verdad entera sobre el hombre- la que exige tomar en consideración tanto el sentido de la intimidad del cuerpo como la coherencia del don vinculado a la masculinidad y feminidad del cuerpo mismo, en el que se refleja el misterio del hombre, precisamente de la estructura interior de la persona. Esta verdad sobre el hombre debe tomarse en consideración también en el orden artístico, si queremos hablar de realismo pleno.

3. En este caso se constata, pues, que la regularidad propia de la «comunión de las personas» concuerda profundamente con el área vasta y diferenciada de la «comunicación». El cuerpo humano en su desnudez -como hemos afirmado en los análisis anteriores (en los que nos hemos referido a Génesis 2, 25)-, entendido como una manifestación de la persona o como su don, o sea signo de entrega y de donación a la otra persona, consciente del don, persuadida y decidida a responder a él de modo igualmente personal, se convierte en fuente de una «comunicación» interpersonal particular. Como ya se ha dicho, ésta es una comunicación particular en la humanidad misma. Esa comunicación interpersonal penetra profundamente en el sistema de la comunión (communio personarum), al mismo tiempo crece de él y se desarrolla correctamente en su ámbito. Precisamente a causa del gran valor del cuerpo en este sistema de «comunión» interpersonal, el hacer del cuerpo en su desnudez -que expresa exactamente «el elemento» del don- el objeto-tema de la obra de arte o de la reproducción audiovisual, es un problema no sólo de naturaleza estética, sino, al mismo tiempo de naturaleza ética. En efecto, ese «elemento del don» queda suspendido, por decirlo así, en la dimensión de una recepción incógnita y de una respuesta imprevista, y con ello queda de algún modo intencionalmente «amenazado», en el sentido de que puede convertirse en objeto anónimo de «apropiación», objeto de abuso. Precisamente por esto la verdad integral sobre el hombre constituye, en ese caso, la base de la norma según la cual se modela el bien o el mal de determinadas acciones, comportamientos, costumbres o situaciones. La verdad sobre el hombre, sobre lo que en él -precisamente a causa de su cuerpo y de su sexo (feminidad-masculinidad)- es particularmente personal e interior, crea aquí límites claros que no es lícito sobrepasar.

4. Estos límites deben ser reconocidos y observados por el artista que hace del cuerpo humano objeto, modelo o tema de la obra de arte o de la reproducción audiovisual. Ni él ni otros responsables en este campo tienen el derecho de exigir, proponer o actuar de manera que otros hombres, invitados, exhortados o admitidos a ver, a contemplar la imagen, violen esos límites junto con ellos o a causa de ellos. Se trata de la imagen, en la que lo que en sí mismo constituye el contenido y el valor profundamente personal, lo que pertenece al orden del don y del recíproco darse de la persona a la persona, queda, como tema, desarraigado de su auténtico substrato, para convertirse, por medio de la comunicación social», en objeto e incluso, en cierto sentido, en objeto anónimo.

5. Todo el problema de la «pornovisión» y de la «pornografía», como resulta de lo que se ha dicho más arriba, no es efecto de mentalidad puritana ni de estrecho moralismo, así como no es producto de un pensamiento cargado de maniqueísmo. Se trata aquí de una importantísima, fundamental esfera de valores, frente a los cuales el hombre no puede quedar indiferente a causa de la dignidad de la humanidad, del carácter personal y de la elocuencia del cuerpo humano. Todos esos contenidos y valores, a través de las obras de arte y de la actividad de los medios audiovisuales, pueden ser modelados y profundizados, pero también pueden ser deformados y destruidos «en el corazón» del hombre. Como se ve, nos encontramos continuamente en la órbita de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña. También los problemas que estamos tratando aquí se deben examinar a la luz de esas palabras, que consideran el «mirar» nacido de la concupiscencia como un «adulterio cometido en el corazón».

Y por eso parece que la reflexión sobre estos problemas, importantes para «crear un clima favorable a la educación de la castidad», constituye un anexo indispensable a todos los análisis anteriores que, en el curso de los numerosos encuentros de los miércoles, hemos dedicado a este tema.

63. Responsabilidad del artista al tratar del cuerpo humano (6-V-81/10-V-81)

1. En el sermón de la montaña Cristo pronunció las palabras, a las cuales hemos dedicado una larga serie de reflexiones. Al explicar a sus oyentes el significado propio del mandamiento: «No adulterarás», Cristo se expresa así: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Parece que estas palabras se refieren también a los amplios ámbitos de la cultura humana, sobre todo a los de la actividad artística, de los que ya se ha tratado últimamente en el curso de algunos encuentros de los miércoles. Hoy nos conviene dedicar la parte final de estas reflexiones al problema de la relación entre el ethos de la imagen -o de la descripción- y el ethos de la visión y de la escucha, de la lectura o de otras formas de recepción cognoscitiva, con las cuales se encuentra el contenido de la obra de arte o de la audiovisión entendida en sentido lato.

2. Y aquí volvemos una vez más al problema señalado ya anteriormente: si, y en qué medida, el cuerpo humano, en toda la visible verdad de su masculinidad y feminidad, puede ser un tema de la obra de arte y, por esto mismo, un tema de esa específica «comunicación» social, a la que tal obra está destinada. Esta pregunta se refiere todavía más a la cultura contemporánea de «masa», ligada a las técnicas audiovisuales. ¿Puede el cuerpo humano ser este modelo-tema, dado que nosotros sabemos que con esto esta unida esa objetividad «sin opción» que antes hemos llamado «anonimato», y que parece comportar una grave, potencial amenaza de toda la esfera de los significados propia del cuerpo del hombre y de la mujer, a causa del carácter personal del sujeto humano y del carácter de «comunión» de las relaciones interpersonales?

Se puede añadir ahora que las expresiones «pornografía» o «pornovisión» -a pesar de su antigua etimología- han aparecido relativamente tarde en el lenguaje. La terminología tradicional latina se servía del vocablo obscaena, indicando de este modo todo lo que no debe ponerse ante los ojos de los espectadores, lo que debe estar rodeado de discreción conveniente, lo que no puede presentarse a la mirada humana sin opción alguna.

3. Al plantear la pregunta precedente, nos damos cuenta de que, de facto, en el curso de épocas enteras de la cultura humana y de la actividad artística, el cuerpo humano ha sido y es un modelotema tal de las obras de arte visivas, así como toda la esfera del amor entre el hombre y la mujer y, unido con el, hasta el «donarse recíproco» de la masculinidad y feminidad con su expresión corpórea, ha sido, es y será tema de la narrativa literaria. Esta narración también halló su lugar en la Biblia, sobre todo en el texto del «Cantar de los Cantares», del que nos convendrá ocuparnos en otra circunstancia. Más aún, es necesario constatar que en la historia de la literatura o del arte, en la historia de la cultura humana, este tema aparece con particular frecuencia y resulta particularmente importante. De hecho, se refiere a un problema que es grande e importante en sí mismo. Lo hemos manifestado desde el comienzo de nuestras reflexiones, siguiendo las huellas de los textos bíblicos, que nos revelan la dimensión justa de este problema: es decir, la dignidad del hombre en su corporeidad masculina y femenina, y el significado esponsalicio de la feminidad y masculinidad, grabado en toda la estructura interior -y, al mismo tiempo, visible- de la persona humana.

4. Nuestras reflexiones precedentes no pretendían poner en duda el derecho a este tema. Sólo miran a demostrar que su desarrollo está vinculado a una responsabilidad particular de naturaleza, no sólo artística, sino también ética. El artista que aborda ese tema en cualquier esfera del arte o mediante las técnicas audiovisuales, debe ser consciente de la verdad plena del objeto, de toda la escala de valores unidos con el; no sólo debe tenerlos en cuenta en abstracto, sino también vivirlos él mismo correctamente. Esto corresponde de la misma manera a ese principio de la «pureza de corazón» que, en determinados casos, es necesario transferir desde la esfera existencial de las actitudes y comportamientos a la esfera intencional de la creación o reproducción artísticas.

Parece que el proceso de esta creación tiende no sólo a la objetivación (y en cierto sentido a una nueva «materialización») del modelo, sino, al mismo tiempo, a expresar en esta objetivización lo que puede llamarse la idea creativa del artista, en la cual se manifiesta precisamente su mundo interior de los valores por lo tanto, también la vivencia de la verdad de su objeto. En este proceso se realiza una transfiguración característica del modelo o de la materia y, en particular, de lo que es el hombre, el cuerpo humano en toda la verdad de su masculinidad o feminidad. (Desde este punto de vista, como ya hemos mencionado, hay una diferencia muy relevante, por ejemplo, entre el cuadro o la escultura y entre la fotografía o el filme). El espectador, invitado por el artista a ver su obra, se comunica no sólo con la objetivización y, por lo tanto, en cierto sentido, con una nueva «materialización» del modelo o de la materia, sino que, al mismo tiempo, se comunica con la verdad del objeto que el autor, en su «materialización» artística ha logrado expresar con los medios apropiados.

5. En el decurso de las distintas épocas, comenzando por la antigüedad -y sobre todo en la gran época del arte clásico griego- hay obras de arte, cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y cuya contemplación nos permite concentrarnos, en cierto sentido, sobre la verdad total del hombre, sobre la dignidad y la belleza -incluso esa «suprasensual»- de su masculinidad y feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras, donde no nos sentimos llevados por su contenido hacia el «mirar para desear», del que habla el sermón de la montaña, aprendemos, en cierto sentido, ese significado esponsalicio del cuerpo, que corresponde y es la medida de la «pureza de corazón». Pero también hay obras de arte, y quizá más frecuentemente todavía reproducciones, que suscitan objeción en la esfera de la sensibilidad personal del hombre -no a causa de su objeto, puesto que el cuerpo humano en sí mismo tiene siempre su dignidad inalienable-, sino a causa de la calidad o del modo de su reproducción, figuración, representación artística. Sobre ese modo y esa calidad pueden decidir los varios coeficientes de la obra o de la reproducción, así como también múltiples circunstancias, frecuentemente de naturaleza técnica y no artística.

Es sabido que a través de todos estos elementos, en cierto sentido, se hace accesible al espectador, como al oyente o al lector, la misma intencionalidad fundamental de la obra de arte o del producto de técnicas relativas. Si nuestra sensibilidad personal reacciona con objeción y desaprobación, es así porque en esa intencionalidad fundamental, juntamente con la objetivización del hombre y de su cuerpo, descubrimos indispensable para la obra de arte, o su reproducción, su actual reducción al rango de objeto, objeto de «goce», destinado a la satisfacción de la concupiscencia misma. Y esto está contra la dignidad del hombre también en el orden intencional del arte y de la reproducción. Por analogía, es necesario aplicar lo mismo a los varios campos de la actividad artística -según la respectiva especificación- como también a las diversas técnicas audiovisuales.

6. La Encíclica Humanæ vitæ de Pablo VI (núm. 22) subraya la necesidad de «crear un clima favorable a la educación de la castidad»; y con esto intenta afirmar que el vivir el cuerpo humano en toda la verdad de su masculinidad y feminidad debe corresponder a la dignidad de este cuerpo y a su significado al construir la comunión de las personas. Se puede decir que ésta es una de las dimensiones fundamentales de la cultura humana, entendida como afirmación que ennoblece todo lo que es humano. Por esto hemos dedicado esta breve exposición al problema que, en síntesis, podría ser llamado el ethos de la imagen. Se trata de la imagen que sirve para una singular «visibilización» del hombre, y que es necesario comprender en sentido más o menos directo. La imagen esculpida o pintada «expresa visiblemente» al hombre; lo «expresa visiblemente» de otro modo la representación teatral o el espectáculo del ballet, de otro modo el filme; también la obra literaria, a su manera, tiende a suscitar imágenes interiores, sirviéndose de las riquezas de la fantasía o de la memoria humana. Por tanto, lo que aquí hemos llamado «el ethos de la imagen» no puede ser considerado abstrayéndolo del componente correlativo, que sería necesario llamar el «ethos de la visión». Entre uno y otro componente se contiene todo el proceso de comunicación, independientemente de la amplitud de los círculos que describe esta comunicación, la cual en este caso es siempre «social».

7. La creación del clima favorable a la educación de la castidad contiene estos dos componentes; se refiere, por decirlo así, a un círculo recíproco que hay entre la imagen y la visión, entre el ethos de la imagen y el ethos de la visión. Como la creación de la imagen, en el sentido amplio y diferenciado del término, impone al autor, artista o reproductor no sólo estética, sino también ética, así el «mirar» entendido según la misma amplia analogía, impone obligaciones a aquel que es receptor de la obra.

La auténtica y responsable actividad artística tiende a superar el anonimato del cuerpo humano como objeto «sin opción», buscando (como ya se ha dicho antes), a través del esfuerzo creativo, una expresión artística tal de la verdad sobre el hombre en su corporeidad femenina y masculina, que, por así decirlo, se asigne como tarea al espectador y, en un radio más amplio, a cada uno de los receptores de la obra. A su vez, depende de él si decide realizar el propio esfuerzo para acercarse a esta verdad, o si se queda solo en un «consumidor» superficial de las impresiones, esto es, uno que se aprovecha del encuentro con el anónimo tema-cuerpo sólo a nivel de la sensualidad que, de por sí, reacciona ante su objeto precisamente «sin opción».

Terminamos aquí este importante capítulo de nuestras reflexiones sobre la teología del cuerpo, cuyo punto de partida han sido las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña: palabras válidas para el hombre de todos los tiempos, para el hombre «histórico», y válidas para cada uno de nosotros.

Sin embargo, las reflexiones sobre la teología del cuerpo no quedarían completas, si no considerásemos otras palabras de Cristo, es decir, aquellas en las que El se refiere a la resurrección futura. Así, pues, nos proponemos dedicar a ellas la parte siguiente de nuestras consideraciones.