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JULIO ALONSO AMPUERO

Isaías 40-55

Introducción

Hace algún tiempo se me ocurrió que los capítulos 40-55 del libro del profeta Isaías -que se suele conocer como Deuteroisaías o Segundo Isaías- podían ser particularmente iluminadores para nuestros días. Aunque median muchos siglos entre él y nosotros, hay una situación bastante común: A él le tocó predicar en tiempo del exilio, en medio del decaimiento general y la desesperanza más absoluta, anunciando al pueblo elegido la liberación del destierro y su renovación como pueblo de la alianza; a nosotros nos toca vivir en una época difícil, de «exilio espiritual» -en medio de un paganismo cada vez más avasallador-, en que somos llamados a una nueva evangelización que tropieza sobre todo con el escollo del desencanto y la desesperanza de los propios creyentes. En este sentido, el Segundo Isaías puede ofrecernos las claves más profundas para una renovación personal y comunitaria con vistas a poder cumplir la difícil misión que tenemos encomendada en este final del segundo milenio y comienzo del tercero.

El «Deuteroisaías»

Los exegetas dan por hecho con bastante unanimidad que los capítulos 40-55 del actual libro de Isaías, no pertenecen al profeta que lleva ese nombre y que predicó en Judá en la segunda mitad del siglo VIII a. C. El trasfondo histórico ya no es la época en que Asiria era la potencia dominante, sino la época del destierro de Babilonia, es decir siglo y medio después de la muerte de Isaías. Y algo parecido hay que decir de las diferencias de estilo y del mensaje religioso que uno y otro pretenden transmitir.

Nada sabemos en concreto de este nuevo profeta, a quien los estudiosos han dado el nombre de «Deuteroisaías» o Segundo Isaías. Pero sí conocemos las circunstancias históricas en que predicó, y estas circunstancias nos ayudan a entender mejor su mensaje.

Parece cierto que ejerció su misión entre los israelitas desterrados en Babilonia hacia el final del exilio -entre los años 553 y 539 a. C. aproximadamente-. Estos años se caracterizan por la rápida decadencia del imperio neobabilónico y el surgimiento fulgurante de una nueva potencia: el imperio persa, de la mano de Ciro.

Los exiliados anhelan, por una parte, la liberación y el retorno a su patria. En este sentido, el profeta asegura la pronta repatriación, que explica como una intervención de Yahveh que se sirve de Ciro como instrumento (45,1-7; cfr. 41,1-5; 48, 12-15). Por otra parte, ha cundido entre ellos el desaliento y el desencanto y hasta se ha instalado en ellos una profunda crisis de fe y de esperanza (40, 27; 49,14). Al profeta tocará despertar esta fe y reavivar la esperanza de su pueblo.

El profeta de la esperanza

Pues bien, ahí reside la grandeza del mensaje de Isaías II (es decir, Is 40-55). Este hombre de fe robusta y profunda se lanza a la tarea de convertir a la esperanza a su propio pueblo. Porque la vuelta del exilio contará con dificultades, pero la mayor es el mismo Israel que siente el peso de su fracaso y su decepción.

Para ello el profeta tiene una única arma: la palabra de Yahveh, de la que se sabe portador: se denomina a sí mismo «boca de Yahveh» (40,5). Pero esta palabra la transmite con una impresionante fuerza religiosa y con un extraordinario vigor expresivo.

Lo que una vez el Señor realizó, el acontecimiento central de la historia y de la fe del pueblo de Israel -la liberación de la esclavitud en Egipto y el don de la Tierra prometida-, sirve de referencia para las «cosas nuevas» que va a realizar: Dios prepara a su pueblo un nuevo éxodo para trasladarlo del destierro de Babilonia a su propia tierra.

Al pueblo le parece imposible este anuncio. En su desilusión no acaba de dar crédito al anuncio del profeta. Pero este asegura que la promesa del Señor es fiel, es eficaz y se cumplirá irrevocablemente.

Indudablemente Isaías II es el profeta de la esperanza. Lo que anuncia no se apoya en cálculos político-militares -aunque los tenga en cuenta-, sino en el poder de Dios, que ha creado todo de la nada y es capaz de hacer cosas grandes, y en su amor, que hace que siga eligiendo y cuidando al pueblo que se cree olvidado de su Dios.

Por eso la esperanza ve como posible lo que humanamente parece imposible. Pues se apoya en el poder de Dios, y este no tiene límites, es infinito. El es realmente «el Señor de lo imposible» (Charles de Foucauld) y es capaz de hacer surgir lo que no existe. La esperanza no tiene límites. Lo espera todo. Vive siempre a la espera del milagro.

Profeta de la nueva evangelización

El mensaje de Isaías II es perfectamente válido para nosotros. Lo sería por el hecho de ser palabra de Dios, sin más. Pero es que además Isaías 40-55 es uno de los textos del A.T. más cercanos al Nuevo; se diría que nos coloca en los umbrales de la revelación traída por Cristo. No es casual que la Iglesia haya elegido muchos de estos textos para su liturgia de Adviento, tanto para las primeras lecturas de la Misa como para las de Oficio de lecturas del Breviario. Como hemos visto, sus palabras tienen la virtualidad de desencadenar la esperanza.

Por otra parte, la riqueza de imágenes y símbolos utilizados por Isaías 40-55 facilita la actualización. Si todo el A.T. queda como «abierto» para recibir una plenitud de significación en Cristo, es indudable que cuando el lenguaje usado es simbólico -como es el caso de Isaías II- esta apertura es mucho mayor. De hecho Isaías 40-55 es uno de los textos más citados en el N.T., sea con citas explícitas o con alusiones implícitas.

Y además ya hemos visto cómo el contexto histórico en que se escribe tiene mucho que ver con el nuestro. El profeta -que se autodenomina «evangelista»: 40,9; 52,7- pretende espabilar a su pueblo, amodorrado por la desesperanza. El grito «¡despierta, Jerusalén!» (51,17; 52,1-2) es totalmente actual. También nuestra Iglesia necesita ser espabilada. Necesita ser convertida a la esperanza por la palabra del profeta. Sólo saliendo de su sueño y de su inercia, sólo dinamizada por una esperanza renovada, será capaz de ponerse en camino para cumplir la misión que tiene encomendada: el reto de la nueva evangelización. Y sólo desde una esperanza ardiente permitirá al Señor actuar y podrá abrirse a las «cosas nuevas», a las nuevas maravillas que El tiene preparadas para esta nueva etapa histórica.

Cómo usar este comentario

Ante todo, estas páginas pretenden enfrentar al lector con la Palabra de Dios. La Biblia es protagonista en exclusiva. Y este comentario tiene la función de un guía turístico: lo mismo que un buen guía explica, hace caer en la cuenta, orienta la atención... lo indispensable para que los demás entiendan, y luego los deja contemplando la pintura o el edificio en cuestión, así estas páginas sólo pretenden centrar la atención en la Palabra de Dios y ayudar a entenderla lo mejor posible.

Además, este comentario parte de dos convicciones básicas: que a la Palabra de Dios hay que acercarse con la mayor objetividad posible, sin manipularla con subjetivismos personales, y que a la vez nos ha sido dada para iluminar y orientar nuestra vida concreta, personal y comunitaria. Para lograr esta doble finalidad, primero cada fragmento es comentado en sí mismo, aclarándolo desde su trasfondo histórico, explicando sus imágenes, iluminándolo con otros textos de la Sagrada Escritura, etc.; y luego, arrancando del texto mismo, se hacen aplicaciones a la vida del cristiano o de la comunidad eclesial, actualizándolo para que arroje luz en nuestro momento presente.

En todo caso, estos comentarios no agotan la riqueza insondable de la Palabra de Dios. La lectura personal y en grupo, la oración, la reflexión, la confrontación de la Palabra con la situación de nuestro mundo... harán que los diversos creyentes extraigan más y más luz y fuerza de estos capítulos maravillosos.

Capítulo 40

1-2: «Consolad a mi pueblo»

Después de la amarga y dramática experiencia del exilio en que el Señor parecía haber abandonado a su pueblo, Dios mismo irrumpe en escena. El profeta es portavoz de estas palabras hermosas y entrañables proferidas por el mismo Dios: «Consolad, consolad a mi pueblo». No sólo es que Dios manda al profeta consolar a su pueblo, sino que el consuelo va a ser obra del mismo Dios (49,13; 52,9), hasta el punto de que El se denomina a sí mismo «Consolador» (51,12).

Son palabras llenas de ternura («hablad al corazón de Jerusalén») y de firmeza («decidle bien alto»).

El motivo del desconsuelo es el destierro, pero más al fondo es el pecado de Israel, que estaba en la causa del destierro. En efecto, el pueblo ha experimentado la dureza del exilio, pero sobre todo ha sufrido con el alejamiento del Dios que era su vida, su fuerza, su alegría y su todo; sin templo, sin profetas, sin rey (cfr. Jer. 14,17-21), el pueblo va a la deriva y se ve sin futuro.

Por eso, Dios -por medio del profeta- se apresura a asegurar a su pueblo que ya ha pagado su pecado, que «ya ha satisfecho por su culpa». El exilio ha sido una dura penitencia, un castigo, ciertamente merecido por el pueblo, pero que providencialmente le ha conducido a la penitencia y a la conversión.

Tal vez la expresión «ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados» sea una alusión a Ex. 22,3-8; si Israel ha debido «pagar el doble» -pena impuesta a los ladrones- tal vez esté insinuando que con sus infidelidades Israel ha robado a Dios su gloria (cfr. Ez. 36,20). Tal vez sea una expresión de compasión, un «ya está bien», «es suficiente, demasiado incluso»; el lamento de una madre que se queja de que el verdugo ha castigado a su hijo más de la cuenta (cfr. 47,6).

-¿Acaso nuestro pueblo no necesita ser consolado? ¿Acaso sus sufrimientos no son en grandísima medida consecuencia -directa o indirecta- de sus propios pecados? ¿Acaso mucha gente no experimenta hoy sensación de exilio, de sentirse como extraños en medio de un mundo cada vez más inhumano? ¿Y acaso no nos ha sido dado el Espíritu Santo precisamente como Consolador (Jn. 14,26; 15,26; 16,7)?.

3-5: «Abrid el camino a Yahveh»

La culpa de Israel está pagada y se le anuncia el consuelo. Pero hay más. El profeta manda ponerse a actuar. A un pueblo paralizado por el destierro y la desesperanza se le dice imperativamente: «abrid camino... trazad una calzada...»

El consuelo anunciado en el v. 1 consiste en que Yahveh vuelve a su pueblo. Ciertamente Dios no sólo promete, sino que cumple lo prometido. Dios viene, y si viene es para actuar, y si actúa es para hacerlo como a Él le corresponde. El ya está en camino, ya ha puesto en marcha su plan de salvación; pero el pueblo no puede quedarse pasivo: debe «despertar» y «levantarse» (51,17), debe preparar el camino para acoger al Señor que viene a salvar a su pueblo; más aún, debe «salir» (52,11), ponerse en camino para ir al encuentro de su Dios.

A través del desierto Dios prepara un nuevo éxodo a su pueblo. Si en el primer éxodo Dios se había hecho reconocer por su pueblo y por los egipcios, esta nueva acción de Dios será mucho más prodigiosa, pues en ella «se revelará la gloria de Yahveh y toda criatura a una la verá». La grandeza y el poder de Dios se manifiestan cuando actúa; por eso el nuevo éxodo que va a realizar sacando a su pueblo del destierro de Babilonia va a ser una manifestación incomparable de su gloria.

¿Garantías? «Ha hablado la boca de Yahveh». Es como la firma. No hay mejor garantía que su palabra, que no pasa (40,8) y que siempre se cumple (55,10-11). Y esta palabra precisamente en cuanto pronunciada por el profeta, que es «la boca de Yahveh».

-La falta de esperanza paraliza, mientras que la auténtica esperanza lleva a actuar, hace ponerse en camino y dinamiza todas las energías. No hay contradicción entre la «venida» y la acción de Dios y nuestra propia actividad; al contrario, Dios actúa en nosotros, moviéndonos a actuar (cfr. Mc. 16,20; Fil. 2,12-13). Pero su acción supera infinitamente todas nuestras capacidades y por eso es manifestación de la gloria de Dios. Eso se ve máximamente en la vida y en el testimonio de los santos.

Por otra parte ese abrir camino se realiza «en el desierto», es decir, en medio de sequedades y dificultades; es en ese esfuerzo aparentemente baldío donde se manifiesta la gloria de Dios, de modo semejante a como a la siembra sigue la cosecha abundante y desproporcionada (cfr. Sal. 126,5-6).

Evangelizar es abrir camino al Señor. Él viene a través de la palabra del que habla en su nombre. Cuando evangelizamos estamos permitiendo que el Señor continúe salvando y mostrando su gloria. Pues evangelizar es hacer presente al Señor y dejarle actuar.

6-8: «La palabra de nuestro Dios permanece por siempre»

Ante el acoso de Ciro, el inmenso imperio de Babilonia se derrumba como un castillo de naipes; ese imperio que dominaba a todos los pueblos del oriente próximo, que parecía invencible («Yo y nadie más»: 47,8) y eterno («seré Señora por siempre jamás»: 47,7).

Todo pasa: todos los imperios y poderes de este mundo. Son como humo que se disipa o como un vestido que se gasta y consume la polilla (51,6-8). Y frente a esta caducidad absoluta de todo sólo «la palabra de nuestro Dios permanece por siempre».

El profeta recalca que todo hombre (lit. «toda carne»), incluso los más poderosos y temibles, son como una flor o hierbecilla del campo que se seca apenas ha brotado; por eso, no hay que temer las injurias de los hombres (51,7) del mismo modo que tampoco vale la pena confiar en ellos (Jer. 17,5).

Todo pasa. Sólo la palabra de Dios permanece. No pasa de moda. Es verdadera siempre, en cualquier época y circunstancia. Y porque es verdadera se cumple siempre (Jos. 21,45; Is. 55,11). Sólo en ella vale la pena confiar, sólo en ella vale la pena apoyarse. Al pueblo desanimado se le da la garantía de la palabra fiel de Yahveh. Nada más. Y nada menos.

-¿No es esta palabra particularmente actual en nuestros días? Un mundo desencantado por el fracaso de las ideologías, decepcionado de la política, defraudado por tantas expectativas frustradas, ¿no necesita oir más que nunca la única palabra que permanece (Mt. 24,35), más aún, el único Nombre que salva (He. 4,12)? Cierto que continuamente se presentan nuevos sucedáneos de salvación (la ciencia, la técnica, el consumo, el placer, el saber...) y que muchos de nuestros contemporáneos sucumben seducidos por ellos; pero por eso es más necesario llevar a los hombres de hoy la palabra que permanece, que no defrauda, que no cansa, para que también ellos puedan experimentar como Pedro y los demás discípulos que sólo Jesús tiene palabras de vida eterna (Jn. 6,68).

9-11: «Clama con voz potente»

Ante semejantes anuncios y promesas el profeta no puede callar. Siente el impulso interior del mismo Yahveh que le urge a «clamar con voz potente», a «clamar sin miedo» que Dios viene a salvar a su pueblo; más aún, que «ahí está».

Se presenta a Yahveh como aquel que «viene con poder». Su fuerza es irresistible, «su brazo lo somete todo». Trae consigo «su salario» y «su paga», que son el rescate y el consuelo para su pueblo, dado que Israel ya ha recibido la paga suficiente merecida por sus pecados (40,2; 51,17).

Y además aparece como Buen Pastor que «apacienta el rebaño». Esta imagen, que es tradicional en la Biblia (Ez. 34; Sal. 23), tiene aquí dos matices específicos. Por un lado viene a «reunir» a sus ovejas, dispersas en el exilio y sobre todo por su falta de fe y esperanza en su Dios. Por otro, apacienta con ternura y delicadeza, llevando en brazos a los corderitos y tratando con cuidado a las paridas. Lejos de rechazar a un pueblo rebelde y pecador, Yahveh acoge con inmenso amor a estas ovejas heridas por su propia incredulidad y lastimadas por su desaliento.

Este acontecimiento de tanta magnitud hace sentirse al profeta «heraldo», «alegre mensajero», «mensajero de albricias». Lo que transmite es una noticia gozosa, maravillosa, una noticia de salvación. Por eso no puede decirla en voz baja y a escondidas, sino que siente la necesidad de «gritar» y de «subir a un monte alto» para que todo el mundo lo oiga.

La imagen de la ternura del Buen Pastor está a la altura del N.T. Jesús es el Buen Pastor que busca a la oveja perdida y «cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros» e invita a todos a alegrarse porque ha encontrado la oveja perdida (Lc. 15,4-7). Más aún, es el Buen Pastor que ama a sus ovejas y da su vida por ellas (Jn. 10,11-18) y que llega hasta la misma muerte «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11,51-52).

-Nosotros, que hemos experimentado en propia carne la misericordia del Buen Pastor, estamos llamados a ser testigos de su ternura y a participar en su solicitud pastoral acogiendo con amor a los hombres heridos por su alejamiento de Dios y por los sufrimientos de la vida.

Hoy más que nunca es urgente la tarea de colaborar en reunir el rebaño de Cristo para que se haga realidad su deseo de «que todos sean uno» (Jn. 17,21) y para que este rebaño unido sea capaz de evangelizar el mundo entero.

Y hoy más que nunca es urgente gritar con voz potente la Buena Noticia de la salvación. Si el profeta se sentía urgido, ¡cuánto más nosotros que hemos recibido la plenitud traida por Cristo! Y si el pueblo de Israel lo necesitaba, ¡cuánto más nuestros contemporáneos, que viven en un exilio mucho más duro e inhumano!

12-26: Yahveh, el incomparable

Puesto a reavivar la esperanza de su pueblo, el profeta no encuentra mejor camino que volver a hablar de su Dios, ese Dios que apenas conocen y del cual en consecuencia casi no esperan nada (40,27; 49,14).

Ante todo le presenta como «arquitecto» del universo, que ha medido, pesado y contado todo (v. 12). Ello indica su infinita sabiduría, no recibida de nadie (vv. 13-14). Frente a esta grandeza soberana todas las naciones son como «gotas de un cubo», como «polvillo de balanza» (v. 15), son «como nada», «como nada y vacío» (v. 16).

En consecuencia, no es que Dios sea «algo más» o «algo mejor», sino que es «el Santo» (v. 25), el «totalmente otro», el «absolutamente incomparable»: «¿con quién asemejaréis a Dios, qué semejanza le aplicaréis?» (v. 12). Ciertamente no pueden ni osar compararse a El los ridículos ídolos de Babilonia (vv. 12-20).

Más aún. Este Dios Creador es infinitamente poderoso, pues ha hecho todo y el entero «ejército celeste» (los astros, que en Babilonia se consideraban divinizados) obedece a sus órdenes y a la voz de su palabra (v. 26). A su lado, los habitantes de la tierra son «como saltamontes» (v. 22) y los tiranos y poderosos de este mundo no pueden resistir a su voluntad soberana, que los maneja como al tamo de la era (vv. 23-24).

-Notable lección del profeta. Nosotros tal vez hubiéramos ido «a lo práctico», «a lo concreto». Sin embargo él, ante la inmensa tarea de restauración de su pueblo, invita a mirar a Dios. Es que la esperanza sólo nace y crece, sólo encuentra vigor, cuando está enraizada en Dios. Él es el Dios de la esperanza, la fuente de nuestra esperanza. Y toda esperanza no apoyada en Él, más pronto o más tarde se desvanece del todo. ¿No es esto una llamada a recuperar en nuestra época la contemplación? ¿Acaso no nos está indicando que precisamente por la magnitud y gravedad de los problemas que nos rodean es más necesario que nunca hundirse en Dios, enraizarse y edificarse en Él (Col. 2,7)?.

27-31: «Alas como de águila»

El profeta saca las consecuencias de lo anterior, haciendo reflexionar al pueblo y reavivando su esperanza.

Ellos piensan y comentan entre sí que su suerte está oculta al Señor y que Dios ignora su causa (v. 27). Realmente el desaliento debía cundir entro los deportados, pensando que Yahveh les había abandonado y olvidado (49,14). Ya Ezequiel -un poco anterior a Isaías II- se había visto en la necesidad de alentar la esperanza de los desterrados porque pensaban y comentaban: «se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez. 37,11).

Sin embargo, el profeta les sacude recordándoles algo que debían saber muy bien desde siempre (v. 21,28): que Dios es eterno, que ha creado todo lo que existe, y que por consiguiente «no se cansa ni se fatiga». En el fondo lo que quiere subrayar es que no deben hacerse la idea de lo que es Dios por lo que ellos son o sienten: si ellos estan cansados y desanimados, Dios es infatigable, inasequible al cansancio y al desaliento, precisamente porque es eterno y todopoderoso.

Además, les recuerda que «su inteligencia es insondable», inescrutable, que supera infinitamente la capacidad de comprensión del hombre. El Señor mismo dirá más adelante: «Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes» (55,9). No, Dios no olvida la suerte de su pueblo, lo que ocurre es que tiene otros planes, maravillosos y misteriosos, que Israel es incapaz de alcanzar y que el profeta en nombre de Dios le irá desvelando.

Pero hay más. Dios no sólo no se cansa, sino que «da vigor al cansado y al que no tiene fuerzas le acrecienta la energía». Hasta los más jóvenes y vigorosos se cansan y vacilan; en cambio, los que esperan en el Señor experimentan que sus energías se renuevan constantemente, hasta el punto de que «corren sin cansarse, marchan sin fatigarse». Por muchas y graves que sean las dificultades, continuamente remontan con un vuelo potente como el de las águilas.

-Realmente las expresiones del profeta nacen de su experiencia personal y son de una expresividad insuperable.

Los problemas y dificultades de la vida desgastan y acaban matando la esperanza («no se puede hacer nada», «no vale la pena», «al final todo fracasa»...) Por eso se explica que haya tanta gente «quemada», que no intenta nada porque no espera nada. Sólo el contacto vivificante con el Dios de la vida renueva cotidianamente esperanza y energías.

Es la esperanza que se apoya en Dios la que da vigor y entusiasmo a la persona, la que da energías para remontar continuamente el vuelo por encima de las dificultades, fracasos y decepciones. Y es la esperanza la que infunde «juventud»; un joven sin esperanza es viejo: ya no espera nada; y al contrario, un anciano lleno de esperanza desborda vigor y vitalidad.

Capítulo 41

1-7: El Señor de la historia

Cuando Isaías II predica, probablemente han llegado noticias de que Ciro avanza de forma incontenible conquistando ciudad tras ciudad (v. 3), de forma que las naciones todas tiemblan ante la posibilidad inminente de una invasión (v. 5).

Entonces el profeta, inspirado por el Espíritu, reconoce que ese avance de Ciro -a quien no se mencionará por su nombre hasta 44,28- no es casual ni responde simplemente a las contingencias de la política y de la historia. Por eso lanza desafiante la pregunta dirigida a todas las naciones (v. 1): «¿quién le entrega los pueblos y le somete los reyes?» (v. 2)

Ciertamente no son los ídolos, que siendo hechura de manos humanas e incapaces de moverse a sí mismos (vv. 6-7), ¡cuánto menos serán capaces de mover los hilos de la historia!

Para el profeta la respuesta es muy clara. Él, que ya nos ha dicho que Dios maneja a su gusto a los poderosos de este mundo (40, 23-24), sabe que Yahveh había entregado a su pueblo en manos de Babilonia como castigo por sus pecados (47,6). ¡Él es el Señor absoluto de la historia y ahora guía a Ciro para que derrote a los babilonios y dé a su pueblo la carta de libertad! Él lo ha previsto todo y lo ha anunciado de antemano, Él lo realiza y ejecuta, porque su poder desborda por encima del tiempo y del espacio, abarca el presente, el pasado y el futuro, precede a todo y sobrevivirá a todo, Él es antes y será después (v. 4). Su señorío es absoluto.

-Toda la Biblia rezuma esta certeza: nada pasa por casualidad, todo es querido por Dios y tiene un sentido, un porqué y un para qué.

Dios nos habla también hoy en los acontecimientos grandes o pequeños que suceden en nuestro tiempo. Pero hemos de aprender a leer en lo contingente de la historia y de las circunstancias cotidianas el mensaje de Dios que encierran. Para ello es necesaria una fe viva y una capacidad de reflexionar: así podremos captar la voluntad de Dios en todo lo que sucede. Eso que el Concilio Vaticano II llama «signos de los tiempos» (GS 4).

8-16: «Estoy contigo»

Pues bien, este Dios soberano, Señor de la historia, es el aliado de Israel («yo soy tu Dios»). Por eso el pueblo no tiene nada que temer. El Dios infinito y eterno es también el Consolador (51,12) y ahora se dirige a su pueblo con expresiones de inmensa ternura que buscan alentar y mover a la confianza a los que se encuentran completamente desanimados y desesperanzados.

Llama a su pueblo «siervo mío» (expresión que aquí tiene un matiz de confianza y amor, más que de dominio), «mi elegido» (Yahveh ha escogido a Israel de entre todos los pueblos por puro amor, sin mérito alguno por parte de ellos: Dt. 7,7-8), «estirpe de Abraham, mi amigo» (con ello recuerda todas las bendiciones prometidas por Dios a la descendencia de Abraham: Gen 17,4-8; 22,16-17).

A este pueblo débil y temeroso, humillado por los babilonios, su Dios le quiere asegurar con toda su firmeza su protección amorosa: «no te he rechazado» (v. 9); «yo estoy contigo», «te he robustecido», «te he ayudado», «te tengo asido con mi diestra victoriosa» (v. 10); «yo mismo te auxilio» (v. 13-14); más aún, «te tengo asido por la diestra» (v. 13), del modo como un padre agarra con fuerza a su hijo pequeño de la mano para que no se caiga ni se pierda.

Dios llega incluso a presentarse como «go’el» (el redentor) de su pueblo. En la legislación de Israel el «go’el» es el pariente más próximo que en caso de asesinato tiene la obligación de hacer justicia a la víctima dando muerte a su agresor (Núm. 35,19) y que en caso de defunción debe casarse con la viuda para dar descendencia al difunto y evitar al mismo tiempo la enajenación de su patrimonio (Rut 2,20). Que Dios es el «go’el» de Israel significa que en virtud de la alianza se ha ligado a su pueblo y está obligado a proteger y a liberar a su pueblo oprimido. Dios por la alianza ha querido hacerse el «pariente más próximo» de Israel y es por eso su protector oficial.

Ciertamente Israel es débil: es como un gusanillo insignificante (v. 14) que puede ser pisoteado fácilmente por cualquiera. Por sí solo no es nada. No puede nada. Pero con el auxilio de su Dios lo puede todo, hasta el punto de ser convertido en «trillo aguzado, nuevo, dentado», capaz de triturar los montes y transformar las colinas en paja, símbolo de los enemigos que son dispersados por el viento (vv. 15-16); en efecto, ante Israel los adversarios «se avergonzarán y confundirán» (v. 11), «serán como nada y nulidad» (v. 12).

Con la herida del exilio aún abierta, estas palabras no son sólo de consuelo. Pretenden hacer reflexionar a los exiliados: si han sufrido el destierro fue precisamente por confiar en otras ayudas en vez de confiar en su Dios (Is. 30,1-5); pues bien, a éste Israel humillado por la experiencia de su propio fracaso se le invita a aprender la lección y a apoyarse sólo en su Dios, el único que puede salvar: la experiencia de la salvación gratuita que se les ofrece debe llevarles a alegrarse en el Señor y a «gloriarse» -es decir, apoyarse, confiar- sólo «en el santo de Israel», en el Infinito, el Poderoso, el Incomparable.

-Los dos pilares más firmes de la esperanza son el poder infinito de Dios (que la hace ser dueño absoluto y señor soberano de todo lo que sucede, pasado, presente y futuro) y su amor inmenso (que le lleva a emplear todo su poder a favor de aquellos a quienes ama).

A la luz de la enseñanza del profeta, también la Iglesia -y en ella cada uno de nosotros- ha de aprender a descubrir lo que ella significa para Dios. Porque todo lo dicho por Isaías II alcanza una plenitud insospechada en Cristo. Él es el verdadero «go’el», porque haciéndose uno de los nuestros («de nuestra carne y sangre»: Heb. 2,14; «en todo igual a nosotros, excepto en el pecado»: Heb. 4,15) ha llegado a dar su vida por nuestra salvación y es el perfecto y definitivo Redentor.

En Él está la fuerza de la Iglesia, no en otros apoyos humanos o medios mundanos. Sólo en El se apoya la esperanza auténtica, la que no defrauda (Rom. 5,5)

17-20: «Transformaré el desierto en estanque»

La esperanza pone frente a frente la nada y la impotencia absoluta del hombre con la grandeza y el poder infinito de Dios.

A Israel, que se le ha presentado como «gusanillo» diminuto e insignificante, le vemos ahora como un grupo de «pobres e indigentes» que buscan agua y no la encuentran; sedientos, con la lengua «reseca de sed» en pleno desierto, no encuentran agua porque sencillamente «no la hay», «no hay nada». Es una vez más la expresión de la impotencia de un pueblo, por sí mismo abocado a la destrucción y la muerte.

Pero esta situación -de suyo desesperada- tiene remedio, porque Dios «responde» y promete «no desamparar» a su pueblo.

Además la intención de Dios va a ser «a su medida»: responde transformando el desierto en un verdadero paraiso, suscitando vida donde no la había. La imagen es, una vez más, insuperable y de una expresividad extraordinaria. Es una imagen de resurrección -en la misma línea de Ez. 37, 1-14-, que viene como anillo al dedo a un pueblo decaido y moribundo.

La medida de la esperanza está en proporción a la medida del poder de Dios; pero como «para Dios nada hay imposible» (Lc. 1,37), la esperanza no tiene límite. De hecho el profeta apela al poder creador de Dios (v. 20). Una acción de este tipo -transformar el desierto en paraíso- es tan desproporcionadamente sobrehumana que todo el que la vea no tendrá más remedio que reconocer «que la mano del Señor lo ha hecho, que el Santo de Israel lo ha creado».

-La palabra de Dios nos obliga a preguntarnos hasta dónde llega nuestra esperanza. Dios no pone simples parches o remiendos. Lo propio de su acción es crear, suscitar algo enteramente nuevo, hacer surgir vida donde no existía.

¿Hasta dónde espero? Hecha a la medida del poder de Dios, nuestra esperanza no debe tener límites. Pues es precisamente nuestra falta de esperanza la que pone diques la poder de Dios, ya que delante de Dios el hombre «tanto alcanza cuanto espera» (san Juan de la Cruz).

21-29: «Sólo el Señor es Dios»

La gran batalla que el profeta debe librar es contra la desesperanza de su propio pueblo. Desesperanza que llega a ser tentación de apostasía. No sólo se sienten abandonados de su Dios, sino que llegan a pensar que Yahveh sea menos poderoso que Marduk, rey de Babilonia. Su situación actual -humillados y reducidos a la nada, sin culto ni templo- frente al esplendor y magnificencia de los cultos babilonios, ¿acaso no parece indicar esto?

El profeta se ve obligado a afrontar también esta tentación, y lo hace imaginando un juicio o pleito de Yahveh contra los supuestos dioses babilonios. La conclusión es que «todos juntos son nada y sus obras son vacío» (v. 29), ya que nada hacen -ni bueno ni malo: v. 23- y nada dicen -ni explican lo pasado ni anuncian lo futuro: vv. 22-23-.

Por el contrario, Yahveh se muestra como Dios vivo y verdadero, porque hace y dice. Ante todo actúa: ha «suscitado» a Ciro y le ha llamado «por su nombre» para que realice la misión que le encomienda. Y además habla: ha predicho «de antemano» lo que iba a suceder (vv. 26-27). Su palabra ilumina el sentido de los acontecimientos y estos certifican la veracidad de sus palabras.

-Lo mismo que el pueblo de Israel experimentaba la seducción de los ídolos y del culto babilonios, también los cristianos de hoy experimentan la seducción de otros ídolos y de otros cultos, que -como en el caso de Babilonia- tienen más apariencia y vistosidad que el «Dios escondido» (45,15). La técnica, el poder, el tener... parecen más eficaces que la fe en este Dios invisible...

Por esto también hoy es necesaria la lucidez de la fe para no dejarse seducir y para reconocer que no son Dios, que ni salvan ni dan sentido a la vida, y que precisamente sólo el «Dios escondido» es capaz de salvar (45,15).

Capítulo 42

1-9: «He aquí mi siervo»...

Este es el primero de los llamados cánticos del Siervo de Yahveh (los otros tres: 49,1-9; 50,4-11; 52,13 - 53,12).

En los versículos 1-4 Dios mismo presenta a su siervo y la misión que le ha encomendado. El Siervo aparece ante todo como elegido de Dios. Sobre él el Señor ha derramado su Espíritu para capacitarle para el cumplimiento de su misión. Y esta misión consiste en implantar el derecho y la ley de Dios, es decir, en dar a conocer de modo eficaz (lit. «sacar adelante», «hacer triunfar») su voluntad que conlleva justicia y orden entre los hombres.

Esta misión es de alcance universal, y el Siervo la realizará sin ruido (v. 2) y sin violencia (v. 3). No la llevará adelante con la fuerza de las armas, sino con mansedumbre y suavidad. No arrollará lo débil y vacilante («caña quebrada» y «mecha mortecina»), pero será firme en cumplir su misión («no desmayará ni se quebrará»: v. 4).

En los versículos 5-9 el Señor se dirige al Siervo. Dios, que se presenta como Creador (v. 5), garantiza esta nueva intervención en la historia: lo mismo que «formó» al primer hombre (Gen. 2,7), «ha formado» al Siervo, le ha llamado y le conduce de la mano para que cumpla eficazmente su misión. Misión dirigida tanto a Israel («ser alizanza del pueblo») como a los gentiles («luz de las gentes») (v. 6). Misión esencialmente liberadora, pues consiste en «abrir los ojos de los ciegos» y en «sacar a los cautivos de la prisión» (v. 7).

Finalmente, Dios mismo rubrica este anuncio y esta presentación de su Siervo (vv. 8-9). En esta nueva intervención a través de él, el Señor manifestará de verdad quién es («su Nombre»: Ex. 3, 14-16, «soy el que soy»), hará irradiar su gloria y todo verán que al realizar cosas nuevas cumple lo que había anunciado.

-No es dificil hacer la aplicación de este texto a Cristo. Más aún: es necesario hacerla. Pues los estudiosos cavilan y cavilan para descubrir quién es este misterioso siervo, pero no llegan a una solución convincente. Ciertamente el profeta debió pensar en alguien concreto (Ciro, él mismo, el pueblo entero de Israel ...). Pero el alcance de los palabras es de tal magnitud que parecen hechas a la medida de Cristo.

De hecho el N.T. se refiere a este texto en los relatos del bautismo (Mt, 3,17; Mc. 1,11) y de la transfiguración (Mt. 17,5; Lc. 9,35) y lo cita casi entero en Mt. 12,18-21. Y cada una de las expresiones del canto le viene como anillo al dedo: Jesús es el Hijo muy amado del Padre que, lleno del Espíritu, implanta su voluntad y su plan en el mundo; pero no lo hace por la fuerza, sino sosteniendo y levantando a los débiles ; Él nos ha redimido de la esclavitud (Gal. 5,1-13), Él es «luz para iluminar a las naciones» (Lc. 2,32)...

Por otra parte , es significativo que las palabras de Is. 42 se citen en He. 26,17-18 para describir la misión de san Pablo. La luz de las naciones es Cristo, pero Èl no quiere iluminar al mundo sin su Iglesia. Por eso, también ella es luz de las naciones. Para eso ha sido ungida por el Espíritu (He. 1,8).

10-13: «Cantad a Yahveh»

Ante semejantes anuncios de la intervención salvadora y victoriosa de Yahveh, el profeta prorrumpe en alabanzas. Más aún, invita a todos «los confines de la tierra» y a la creación entera (mar, islas, desierto, ciudades, montes) a unirse a esta alabanza dando «gloria a Yahveh». Se trata de entonar un «cántico nuevo», porque nueva -cualitativamente nueva- es la intervención salvadora que Dios va a realizar. La esperanza anticipa lo que aún no ha llegado: por esto el profeta es capaz de entusiasmarse y alegrarse y cantar algo todavía futuro. Su confianza en Dios es tan grande que lo ve ya realizado.

Y esta esperanza arranca de contemplar al Señor como guerrero valiente que lanza el grito de guerra desafiando valeroso al enemigo y arrojándose contra él. La imagen puede parecer demasiado humana; sin embargo, ¿hay otra forma de hablar de Dios que no sea con lenguaje humano y comparándole con los modos de actuar de los hombres? Si nos fijamos, en el fondo la imagen es expresivísima: nos habla de un Dios que no se parece en nada a los dioses pasivos de otros pueblos, sino que es un Dios vivo y actuante, un Dios que se hace cargo de las vicisitudes y problemas de su pueblo y que se lanza a combatir en su favor con más ardor y pasión, energía y vigor que el mejor guerrero pueda hacerlo a favor de su ejército.

-Este breve fragmento nos habla de algo que es también esencial a nuestra fe cristiana: la alabanza. El que tiene ojos para ver las maravillas de lo que Dios es y de lo que Dios hace, no puede menos de cantar a ese Dios que «todo lo ha hecho bien» (Mc. 7,37). La ausencia de alabanza es indicio de falta de fe. El que de verdad cree alaba a Dios no sólo por lo que ha hecho, sino también por lo que hará, aunque no sepa exactamente qué ni cómo.

Hemos de aprender a contemplar el vigor y la energía de un Dios que se compromete en la lucha contra los enemigos de su pueblo. Más aún, que mediante el don de su Espíritu da al creyente «la fuerza de un búfalo» para combatir y vencer a los enemigos (cfr. Sal. 92,11-12).

14-17: «Como parturienta grito»

Si la imagen de Dios como guerrero dando alaridos de guerra era llamativa, más chocante aún es compararle con la parturienta que grita entre los espasmos del parto. Y sin embargo con esta imagen Dios se revela una vez más como un Dios vivo. Después de guardar silencio durante mucho tiempo -las tres generaciones que ha durado el exilio- y aguantar el sufrimiento de su pueblo y los malos tratos de que eran objeto por parte de los babilonios, ahora siente prisa por intervenir; como la parturienta, está impaciente por ver concluido el alumbramiento y gozarse en la nueva criatura brotada de sus «dolores».

En esta impaciencia se muestra dispuesto a derribar «montes y cedros» y a desecar ríos y lagunas para abrir camino a su pueblo, para realizar un nuevo éxodo en que El mismo como Buen Pastor conducirá a los suyos (40,11; 52,12).

Esta conducción y pastoreo la realizará con un pueblo ciego (42,18-19); a estos ciegos, que no sólo desconocen los planes y caminos del Señor (55,8-9), sino que se muestran incapaces de entenderlos, Yahveh mismo tomándolos de la mano como a un niño (41,10-13), los va a guiar «por un camino que desconocen», «por senderos que ignoran»; más aún, acabará por hacerlos capaces de ver, pues ante ellos convertirá la tiniebla en luz.

Y esta nueva intervención de Yahveh manifestará tan palmariamente su gloria y su soberanía absoluta que los que confían en los ídolos quedarán confundidos de vergüenza.

-También nosotros somos ciegos; más aún, ciegos de nacimiento. Apenas conocemos a Dios e ignoramos casi por completo sus planes. Pero el pecado no consiste en ser ciego, sino en estar convencido de que se ve cuando en realidad se está ciego (Jn. 9, 41). Es la soberbia y la autosuficiencia la que nos cierra radicalmente a Dios. En cambio, el que humildemente reconoce su ceguera no sólo permite a Cristo curarle y hacerle que recobre la vista, sino que la misma ceguera es ocasión para que se manifieste la gloria de Dios (Jn. 9,3).

El que es consciente de no saber, de no entender, no se empeña en seguir caminos trillados, sino que se deja guiar por el Espíritu de Dios (Rom. 8,14; Gal. 5,18) por caminos siempre nuevos, misteriosos desde luego, pero ciertamente maravillosos (Is. 43,18-19).

18-25: La ceguera del pueblo

El drama del profeta consiste en que su predicación no es comprendida ni recibida por aquellos que son destinatarios y beneficiarios de la misma. Tal es el caso de Isaías II, que debe enfrentarse a un pueblo de sordos y ciegos.

Yahveh parece responder a la acusación del pueblo de que su Dios se muestra sordo y ciego ante las calamidades por las que pasan (cfr. 40, 27; 49, 14). La respuesta es contundente: los ciegos y sordos son ellos, que no entienden ni saben discernir la acción de Dios.

En efecto, ellos se quejan de que siendo «un pueblo saqueado y despojado», encontrándose «atrapados y encerrados» en cárceles, sin embargo su Dios no ha intervenido para salvarles ni para mandar al depredador devolver la presa (v. 22). Pero a esta acusación el profeta responde enérgicamente: es que ha sido precisamente Yahveh el que ha entregado a su pueblo al saqueo y al despojo en pago por sus pecados, por no querer «seguir sus caminos ni obedecer su ley» (vv. 24-25); de ese modo ha descargado sobre ellos «el ardor de su ira» (la ira es la reacción justa y adecuada de Dios ante el pecado de los hombres), pues «por amor de su justicia quería glorificar y engrandecer su ley» (v. 21; el destierro no es sólo totalmente justo, sino que manifiesta la fidelidad de Yahveh a su alianza, ya que ha supuesto el cumplimiento de lo estipulado entre Yahveh e Israel si este era infiel a sus compromisos: Dt. 28, 47-68; 29, 21-28).

En consecuencia, el pueblo debe reflexionar y recapacitar: «escuchad y oid», «mirad y ved» (v. 18). Lejos de olvidarse de ellos, Dios ha estado continuamente atento y activo; de hecho, lo que anunció antes -el castigo de su pueblo- «ya ha sucedido» (42,9). ¡El mismo castigo sufrido por el pueblo es motivo de esperanza de que la fidelidad de Dios cumplirá lo que ahora promete! (v. 23).

Pero en esta invitación a reflexionar y a recapacitar hay algo más que podemos leer entre líneas: si la situación actual de Israel es debida a sus pecados, eso significa que debe emprender decididamente el camino de la conversión; los pecados del pueblo no sólo condujeron al exilio, sino que son actualmente el único estorbo para acoger la salvación que Dios ofrece.

-Nueva lección del profeta fácilmente aplicable a nosotros: todos los males en nuestra Iglesia y en nuestro mundo son debidos a nuestros pecados; tal vez no sólo a los de nuestra generación, sino -como en el caso de los israelitas exiliados- también a los de las generaciones pasadas. Más aún, estaban en cierto modo avisados, pues la casa que se construye sobre arena inevitablemente sucumbe ante la primera tempestad (Mt. 7,26-27).

Por eso, ante los males actuales debemos recapacitar para comprender que la tarea fundamental que tenemos entre manos es la de la conversión. No se trata de realizar arreglos o reformas superficiales y periféricas, sino de volver radicalmente a Dios, de dejar a Dios ser Dios. El, que ha sido y será siempre fiel, no sólo no es el culpable de estos males, sino que simplemente espera este arrepentimiento sincero para renovar la Iglesia y el mundo. Con una conversión suficientemente amplia y profunda las cosas pueden cambiar fácilmente y en poco tiempo.

Capítulo 43

1-7: «Tú eres mío»

Isaías II es una auténtica catarata de motivos para la esperanza. A los ya indicados, ahora añade otros nuevos.

Ante todo subraya que el pueblo le pertenece a Yahveh por derecho propio, porque Él le ha creado y le ha plasmado (v. 1); celoso de lo que es suyo, Dios evidentemente no va a abandonar a su pueblo, sino que va a rescatar y a recuperar su propiedad personal (Ex. 19,5). Y si es cierto que no les ahorra pasar por pruebas y dificultades, no es menos cierto que en medio de esas pruebas permanece con ellos, sosteniéndolos para que no reciban daño alguno (v.2).

Las expresiones del v. 4 no sólo mueven a la esperanza, sino que derrochan ternura: «eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo». Estamos en las antípodas del supuesto olvido y abandono por parte de Dios. Por el contrario, el Señor manifiesta una complacencia y una ternura inigualables con el miserable e insignificante «gusanito de Jacob». Es el amor gratuito de Dios, que no ama por lo que encuentra de valioso en el destinatario de su amor, sino que al amarlo lo crea, lo redime, lo regenera. Tanto ama Dios a su pueblo que es capaz de dar cualquier cosa a cambio de su vida.

Pero hay más. Este pueblo Dios lo ha creado para su gloria (v. 7). De algún modo la gloria de Yahveh está condicionada a la suerte de su pueblo, que lleva su nombre. Por tanto, ¡es la gloria de Yahveh la que está en juego! No es sólo el bien de Israel, sino que en ese rescate está en juego que brille ante todos los pueblo el poderío absoluto y soberano de Yahveh. Salvando a su pueblo débil y humillado Dios demostrará ante todo quién es Él.

Por dos veces le vuelve a repetir a Israel que no tema, porque su Dios está con él. Yahveh va a proferir una orden terminante dirigida a todas las naciones para que le devuelvan sus hijos e hijas, para rescatar a los que son suyos; de este modo volverá a reunir entorno a sí a todo su pueblo.

-También hoy el pueblo de Dios está disperso y desunido, las ovejas del Señor vagan errantes y sin rumbo. Pero nosotros tenemos muchos más motivos para esperar una renovación total que los israelitas exiliados. Dios nos ha demostrado su amor dándonos a su propio Hijo como rescate (Jn. 3, 16; 1Jn. 4,9-10); por tanto, ¿cómo no nos va a dar todo con Él? (Rom. 8,31 ss). No sólo pertenecemos a Dios por ser creatura suya, sino además por haber sido redimidos, comprados de nuevo, por la sangre de Cristo (1Cor. 6,19-20; 1Pe. 1,18-20). Y en cuanto a la gloria de Dios, ¿no deberíamos prestarle mucha más atención? La gloria se manifiesta y realiza dando a los hombres vida en plenitud (san Ireneo). Cristo se glorifica a sí mismo produciendo y comunicando santidad a su Iglesia y a cada uno de sus miembros.

8-13: «Vosotros sois mis testigos»

Dos veces en estos versículos aparece esta expresión. En un contexto de pleito con las naciones paganas y sus falsos dioses, Yahveh proclama solemnemente que Él es el único Dios y no ha habido ni habrá otro. Y para acreditarlo en ese imaginario debate o juicio público llama a su pueblo como testigo ocular de las maravillas que ha realizado (Dt. 4,35).

Precisamente para eso ha sido elegido Israel (v. 10): su misión consiste en testimoniar lo que a lo largo de la historia ha ido haciendo con ellos (Sal. 78,3-4). Recapacitando sobre esos acontecimientos, Israel tenía motivos sobrados para conocer a Dios, para comprender quién es Yahveh y para fiarse de Él confiando totalmente en su amor y su poder. Pero como el pueblo en su ceguera (v. 8) ha sido incapaz de aprender la lección de la historia, el Señor les invita a ser testigos de las nuevas maravillas que ya ha anunciado y está a punto de realizar (vv. 12-13).

-«Vosotros sois mis testigos»: también esta es la misión encomendada a los apóstoles y a toda la Iglesia (He. 1, 8). No somos llamados ante todo a transmitir doctrinas, sino a testimoniar la realidad maravillosa de un Dios vivo y personal que actúa transformando la vida de los hombres. ¡Ojalá tengamos la lucidez que el pueblo de Israel para comprender el significado de las obras de Dios y más valentía para testimoniarlas a todos los hombres!

14-21: «Mirad que realizo algo nuevo»

«No os acordéis de lo antiguo» (v. 18): esta afirmación es chocante, porque en Israel era fundamental precisamente el recordar las antiguas hazañas que Dios había realizado a favor de su pueblo (Sal. 78,3-7); haciendo memoria de las maravillas pasadas, el pueblo alimentaba su fe en Yahveh y avivaba su esperanza de que en el presente y en el futuro seguiría actuando de la misma manera.

Y es más curioso aún cuando comprobamos que el propio profeta alude a los acontecimientos del éxodo (vv. 16-17): el que habla es el mismo Yahveh que liberó milagrosamente a su pueblo de la esclavitud de Egipto, y lo que hizo entonces es prenda y garantía de lo que va a hacer en el presente y en el futuro. Y, sin embargo, insiste: «no os acordéis de lo antiguo». ¿Acaso el profeta se contradice a sí mismo y contradice la fe de Israel?

Lo que en realidad quiere subrayar es que la esperanza está esencialmente proyectada hacia el futuro. Hay que mirar hacia atrás, sí, pero lo justo para aprender del pasado, alimentar la esperanza y proyectarse hacia el porvenir. Existe el peligro de quedarse atrapado en la contemplación nostálgica del pasado. Además el Señor está preparando «algo nuevo»: nuevo no sólo en cuanto distinto de lo pasado, sino en cuanto cualitativamente nuevo, más grande, más maravilloso. Más aún, «ya está brotando, ¿no lo notáis?» (v. 19): lo mismo que los primeros brotes del campo aseguran al agricultor una buena cosecha, el hombre de fe percibe de antemano en los signos pobres la acción fecunda de Dios.

Dios prepara para su pueblo un nuevo éxodo, más maravilloso que el antiguo. Para Él nada hay imposible: es capaz de abrir caminos en el desierto y de hacer brotar fuentes para que beba su pueblo sediento (vv. 19-20). Y este pueblo nuevo, creado por esta acción nueva de Dios, prorrumpirá espontáneamente en alabanzas a Yahveh por lo que ha visto y oído, por lo que ha experimentado en propia carne.

-Dios es siempre el mismo, por eso es coherente consigo mismo, pero a la vez no se repite. Lo que hizo es signo de lo que hará, pero a la vez el signo queda desbordado: la antigua alianza es superada infinitamente por Jesucristo y lo que ya poseemos no tiene comparación con lo que Dios nos tiene preparado en la gloria definitiva (1Cor. 2,9).

También nosotros necesitamos aprender del pasado -la Iglesia primitiva, la vida de los santos-, pero no para repetirlo, sino para encender en él nuestra esperanza y abrirnos a lo nuevo que Dios nos prepara. Porque lo que Dios nos tiene preparado es siempre más y mejor -aunque no sepamos exactamente qué, ni cómo, ni cuándo- de lo que nosotros alcanzamos a imaginar. Y aún cuando las realizaciones históricas sean siempre deficientes, la esperanza se proyecta siempre al don perfecto y definitivo de la escatología.

El cristiano está siempre proyectado a un futuro más grande y mejor -en definitiva, hacia la vida eterna con Dios-. Pero en la medida en que va experimentando las maravillas de Dios se dedica ya en este mundo a proclamar las alabanzas del que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable (1Pe. 2,9). Después lo haremos por toda la eternidad.

22-28: «Pero tú no me invocabas»

Todo el tono de Isaías II es profundamente esperanzador. Pero el profeta no puede olvidar que la situación actual del pueblo es debida a su pecado. Y estos versículos son una llamada a la conversión.

No se trata de aguar la fiesta, sino de reconocer que las cosas nuevas que Dios anuncia están condicionadas a la conversión del pueblo, de manera semejante a como el futuro -humanamente hablando- de una persona está dependiendo de la curación de una enfermedad que padece. Así, la conversión se integra plenamente en la esperanza y forma parte de ella.

El pueblo debe reconocer que arrastra una larga historia de pecado: «ya tu primer padre pecó, tus jefes se rebelaron contra mí» (v. 27), y han sido estos pecados los que le han llevado al fracaso (v. 28). Yahveh, a quien el pueblo ha cansado una y otra vez con sus pecados (v. 24), ha perdonado una y otra vez por amor a su nombre profanado (v. 25). Con ello se está invitando a Israel al arrepentimiento sincero, pues Dios está dispuesto -y aun deseoso- al perdón.

-La aplicación es fácil. Sin conversión no hay esperanza posible. Toda esperanza de vida es ilusoria mientras la persona conserve el tumor que antes o después acabará arruinando su vida. La esperanza de renovación de la Iglesia y de la sociedad pasa necesariamente por la conversión. Sin un reconocimiento y arrepentimiento del pecado no se camina en la verdad, se construye en falso y se arruina de antemano el futuro.

Capítulo 44

1-5: «Derramaré mi espíritu»

El pueblo deportado es como un sequedal, un auténtico desierto (v. 3), completamente estéril e infecundo. Pero Yahveh, en virtud de su amor fiel y creador, en virtud de su elección (vv. 1-2), va a bendecir a Israel (v. 3).

La bendición de Dios es siempre eficaz, pero esta bendición que aquí se promete lo es de manera especial, pues Dios anuncia una efusión de su mismo Espíritu. Lo mismo que la tierra reseca es fecundada por la lluvia (55,10), el Espíritu de Yahveh vivificará a su pueblo haciéndole capaz de dar fruto abundante: «crecerán como hierba junto a la fuente, como sauces junto a las acequias» (v. 4; cfr. Ez. 47,1-12).

Y el primer fruto de esta efusión del Espíritu será la donación total al Señor, la conciencia de pertenencia exclusiva a Dios: «Yo soy de Yahveh» (v. 5).

-Nosotros no tenemos sólo la promesa, sino el don real y efectivo del Espíritu. Pero hemos de acogerlo y recibirlo y vivir de Él. Sin la acción vivificante del Espíritu no hay vida cristiana auténtica, ni testimonio creíble, ni es posible una verdadera renovación.

La renovación de la Iglesia hoy no será posible sin una nueva efusión del Espíritu, que ha de ser implorado y deseado. Sólo un nuevo Pentecostés que renueve las maravillas del primero hará posible un nuevo vigor cristiano y un nuevo impulso evangelizador. Pues sólo el Espíritu puede comunicarnos el gozo de vivir y testimoniar nuestra pertenencia total y exclusiva al Señor.

6-8: «¡No hay otra Roca!»

El profeta vuelve sobre motivos ya enunciados: Yahveh es el único Dios, es eterno («yo soy el primero y el último»), abarca el pasado y el futuro, y por eso puede predecir lo que sucederá.

Sin embargo, su afirmación no es puramente filosófica y teórica, sino vital y existencial. Decir que no hay otro Dios significa que no hay otra Roca, es decir, otro apoyo que dé firmeza y estabilidad, otro cimiento que fundamente y sostenga la propia vida.

El título de Roca dado a Dios es muy querido para los salmistas, precisamente porque expresa muy gráficamente un rasgo esencial de lo que Dios es para el hombre (Sal. 18,3-32; 28,1). Y el pueblo de Israel es llamado a ser testigo de esta realidad ante todos los pueblos (v. 8).

-¿Dónde se apoya mi vida? ¿Cuál es mi roca? ¿Dónde pongo mi confianza?

La confianza en la Biblia no es un simple sentimiento, sino la actitud profunda del hombre que cimenta su vida sobre Dios, la única Roca estable e inamovible. Todo lo que sea apoyarse fuera de Él es una falsa confianza que lleva inevitablemente al fracaso: «Maldito el hombre que confía en el hombre» (Jer. 17,5). «No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar; exhalan su espíritu y vuelven al polvo: ese día perecen sus planes» (Sal. 146,3-4). Sólo la casa cimentada sobre la Roca permanece firme por muchas que sean las tempestades (Mt. 7,24-25).

9-20: Vergüenza y bochorno

Frente a la firmeza que proporciona el apoyarse en la Roca divina, el profeta vuelve a ridiculizar a los ídolos, a sus artífices y a sus adoradores.

Se les tacha de ciegos y necios, incapaces de comprender y entender (vv. 18-19). Frente al Dios que salva y rescata, el ídolo «no salvará su vida» (v. 20). Son «vacuidad» (v. 9), de nada sirven, son inútiles; por eso sólo producen decepción y fracaso, vergüenza y bochorno (v. 11). Y lo más triste es que ni siquiera se dan cuenta de su necedad, pues sacarían más provecho (vv. 15-19) si la madera que emplean para hacer el ídolo la empleasen para otros fines...

-No hemos de pasar por estos textos por encima, con una sonrisa compasiva, como si no fuera con nosotros. Cuando con tanta frecuencia la Palabra de Dios nos habla de los ídolos, es por que el Espíritu tenía en cuenta no sólo a aquellos hombres, sino también a nosotros (1 Cor. 10,6-7. 11). Si no adoramos estatuas de leño, sí somos propensos a adorar las obras de nuestras manos, tal vez más vistosas, pero hechura de manos humanas al fin. Si no adoramos ídolos materiales, sí adoramos probablemente ídolos invisibles, imágenes o ideas de Dios que nos forjamos y que sin embargo no son el verdadero Dios.

21-23: «Recuerda»...

El profeta anuncia como un hecho -«te he redimido»- lo que en su realización es todavía futuro. Es tal su confianza en Yahveh y en su palabra que no puede dudar de que realizará lo prometido. Más aún, es tan firme su certeza que invita a toda la creación a cantar de antemano las maravillas que presiente -«gritad, cielos, de júbilo, porque Yahveh lo ha hecho»- pues serán una manifestación esplendorosa de la gloria de Dios.

Una vez más la confianza se apoya en que Israel ha sido «formado» por Yahveh y es su siervo. En consecuencia, el Señor asegura que no olvida a su pueblo. Al revés, es el pueblo quien se olvida de esta elección y de este amor, y por eso Dios mismo le amonesta: «Recuerda»...

Y una vez más hay una llamada a la conversión: «Vuelve a mí». Pero también esta se ve como un hecho realizado: «he disipado como niebla tus rebeliones». Con la misma facilidad con que el sol disipa la niebla matinal, Dios hace desaparecer el pecado; sólo espera un movimiento de conversión -«vuelve a mí»- para realizar este prodigio: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino! En un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios» (Sal. 81,14-15).

-Ciertamente somos olvidadizos. Por eso la tarea principal es «hacer memoria» (2 Tim. 2,8), recordar en la fe lo que Dios en Cristo es para nosotros y ha hecho por nosotros. Este recordar es un ejercicio de fe que se transforma en acto de confianza y esperanza. Y esta esperanza nos da certeza respecto de la acción futura de Dios y nos lleva al arrepentimiento al hacernos creer que es posible el perdón de Dios. Dios no olvida, pero es necesario que tampoco nosotros olvidemos...

24-28: «Yo lo he hecho todo»

En contraste con la inercia de los ídolos, que son «hechos» por un hombre (vv. 9-20), aquí Yahveh se presenta como el que «hace»: doce verbos manifiestan otros tantos aspectos de la actividad fecunda de Dios; más aún, Él es el que ha hecho «todo» (v. 24). En consecuencia, contemplamos a un Dios lleno de vida y con una fecundidad asombrosa.

Su actividad se extiende tanto al ámbito de la creación material (v. 24) como al de la historia de los hombres (v. 28). Pero lo que más llama la atención es que esta actividad Dios la realizó por su palabra: cinco veces encontramos el verbo «decir» aplicado a Yahveh. Lo mismo que cuando Él lo dijo se secó el Mar Rojo (v. 27), en esta nueva etapa de la historia se cumplirán también sus órdenes dictadas a través de sus profetas: «¡Jerusalén, serás habitada; ciudades de Judá, seréis reconstruidas; ruinas, os levantaré!» (v. 26); «Jerusalén, serás reconstruida; templo, serás cimentado» (v. 28). La palabra de Dios es eficaz, se cumple siempre, porque es palabra creadora que suscita lo que no es: «Él lo dijo y existió, Él lo mandó y surgió» (Sal. 33,9).

En definitiva, se trata de una nueva llamada a confiar en la palabra del Señor que permanece siempre (40,8) y se cumple siempre (55,11) y que tiene poder tanto para anular a los sabios y adivinos de este mundo (v. 25) como para servirse de los reyes paganos para pastorear a su pueblo y realizar todo su designio (v. 28).

-El que de verdad se une a Dios no tiene peligro de pasivismo, pues Dios dinamiza y activa al hombre, ya que Él es un Dios vivo y actuante. El verdadero peligro es sustituir la acción de Dios por la nuestra, pues entonces sólo construiremos ídolos, hechuras de manos humanas, llamadas al fracaso y a desvanecerse como humo. Lo esencial es acoger la Palabra de Dios, pues ella nos moverá por su propio dinamismo a que se realice en nosotros, y por medio de nosotros en los demás y en el mundo, el designio íntegro y eterno de Dios. «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc. 11,28).

Capítulo 45

1-9: Ciro, instrumento del Señor

En el último versículo del capítulo anterior se mencionaba por primera vez a Ciro, el instrumento de Yahveh para cumplir sus designios. En estos versículos encontramos lo que podríamos llamar la «vocación» de Ciro: «te he llamado por tu nombre».

El profeta expresa así de manera concreta la amplitud de horizontes y el universalismo que le caracterizan. En efecto, los israelitas estaban acostumbrados a considerar al rey de Israel como el «ungido de Yahveh», es decir, aquel que el Señor consagraba dándole su Espíritu y convertía en instrumento de su acción a favor de su pueblo. Pues bien, Isaías II da este título de «Ungido» a Ciro, un rey pagano; Yahveh mismo le ha llamado por su nombre, le ha ceñido la corona, le ha tomado de la diestra y marcha delante de él abriéndole camino en su recorrido victorioso.

Pero lo que más llama la atención es que todo esto ocurre sin que Ciro conozca a Yahveh (la expresión se repite dos veces: vv. 4 y 5). Ello no es obstáculo para que el Señor en su dominio soberano se sirva de Ciro para llevar a cabo su plan de salvación a favor de su pueblo. Este señorío absoluto que abarca a todo (v.7) se expresa en forma de órdenes imperativas (v. 8) que se cumplirán inexorablemente porque Yahveh es siempre y ante todo el Creador. Y este poder, manifestado históricamente en los hechos, hará que el propio Ciro acabe reconociendo al Señor (v. 3).

-Toda la Biblia da testimonio de este dominio absoluto de Dios sobre la historia y sobre las personas concretas para sacar adelante sus planes. Y eso no sólo cuando los acontecimientos son humanamente favorables, sino también cuando conllevan dificultades y hasta persecución y humillación. Los primeros cristianos sabrán reconocer en la fe que si Herodes y Poncio Pilato se han aliado contra Jesús, en el fondo sólo ha servido para realizar lo que Dios en su poder y en su sabiduría había predeterminado (He. 4,27-28).

¿Hasta qué punto creemos -en nuestra vida personal y en la historia de la Iglesia y del mundo- en este dominio y señorío de Dios sobre todo, aunque a veces resulte misterioso y desconcertante?

El avance incontenible de Ciro, ante el que todas las dificultades se someten, es signo de la fuerza irresistible de Cristo que somete a sí mismo todas las cosas (Fil. 3,21), que hace que todo hombre se rinda a Él y le obedezca (2Cor. 10,5). A Él y a la acción eficaz de su gracia se pueden aplicar las palabrasdel Salmo 97: «Delante de Él avanza fuego abrasando en torno a sus enemigos... los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra»...

9-13: «¡Ay del que pleitea con su artífice!»

Los israelitas, acostumbrados a una visión demasiado estrecha y nacionalista de Dios y de sus planes, probablemente se han sentido escandalizados ante el anuncio de que un pagano sea el elegido de Dios y el instrumento para realizar sus planes.

La reacción del profeta no se hace esperar. El hombre no es quién para pedir cuentas a Dios. Sólo le corresponde aceptar dócilmente sus planes, por extraños que le resulten. Dios, como Creador y Señor soberano, no tiene que pedir parecer a nadie. Lo mismo que el alfarero tiene libertad absoluta para modelar su vasija según le place, así es Dios frente al hombre. Los criterios y los planes de Dios son infinitamente más elevados que los del hombre (55,8-9), y no es Dios el que debe adecuarse a los esquemas del hombre sino, al revés.

Dios sabe muy bien lo que hace. La sabiduría que demostró en su obra creadora es la misma que rige su actuación en la historia. Por eso el Señor, por boca del profeta, reitera los planes manifestados y decididos: «Él reconstruirá mi ciudad y libertará a mis deportados sin rescate y sin recompensa» -es decir gratuitamente, a cambio de nada-, pues «yo lo he suscitado».

-La tentación de juzgar a Dios y sus planes por nuestros pobres y limitados esquemas es demasiado frecuente, por desgracia. Y sin embargo, según Isaías II, Él es por definición el que hace «cosas nuevas». El verdadero creyente es el que está abierto a la novedad de Dios, a la sorpresa de Dios, que nunca se repite. No juzga a Dios, sino que se deja juzgar por Él. No pretende encerrar a Dios en sus esquemas y planes, sino que se deja ensanchar continuamente para ser adecuado a la altura y a la grandeza infinitas de los planes maravillosos de Dios.

Pedir cuentas a Dios es soberbia redomada (Rom. 9,20). El humilde se rinde ante los planes misteriosos de Dios (Job 42,1-6) y se deja enseñar y guiar.

14-25: «Ante mí se doblará toda rodilla»

He aquí otro de los aspectos de la novedad aportada por Isaías II, de las «cosas nuevas» que el Señor va a realizar.

Hasta el exilio Israel pensaba que era el centro del mundo. Elegido con una predilección especial, se sabía agraciado por Yahveh, pero con exclusivismo, con particularismo: el Señor era para ellos y sólo para ellos, y los demás pueblos eran enemigos reales o potenciales de Israel y de su Dios. Isaías II subraya ciertamente la elección de Israel, pero al mismo tiempo destaca que esta elección está en función de los demás pueblos: «Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (49,6).

Es verdad que ya algunos profetas anteriores habían atisbado este universalismo (Is. 2,2-4), pero ahora se afirma con más fuerza y vigor. Esta nueva intervención histórica de Dios será tan notoria que los demás pueblos no tendrán más remedio que reconocer la Majestad soberana de Yahveh. Los que adoraban un ídolo «que no puede salvar» reconocerán su fracaso y decepción y se volverán al «único Dios», al único que salva «con una salvación perpetua».

Más aún, vendrán a postrarse ante Israel y a suplicarle reconociendo que sólo en medio de ellos está Dios (v. 14). En efecto, la gloria de Yahveh es también la gloria para su pueblo y la victoria de Yahveh es victoria de Israel (v. 25), pues incluso los enemigos se le someterán (v. 24).

Cierto que Yahveh es «un Dios escondido» (v. 15). Frente a la fastuosidad de los ídolos y del culto babilonio, Él no tiene imágenes ni representaciones; ciertamente está oculto o invisible. Y sin embargo, no es tan oculto: se ha manifestado en la creación, de la que es plasmador (v. 18), y se ha manifestado en los acontecimientos de la historia, que predice y cumple (v. 19. 21). Él sigue siendo invisible en sí mismo, pero ha dejado suficientes signos para que todo el que de buena voluntad le busque pueda reconocerle. Por eso Dios mismo invita a todos los pueblos: «Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios y no hay otro». Y anuncia como «palabra irrevocable» que todo hombre se le someterá y le dará culto.

-¿Cómo estoy en deseos de que todos se salven? Y ¿cómo colaboro para que se realicen estos deseos, que son los deseos de Dios (1Tim. 2,4)? Pues de hecho Cristo ha dado su vida por todos y cada uno de los hombres, como rescate por todos.

Y además esta conversión de todos es posible. No sólo se trata de un deseo eficaz de Dios. Es que además Cristo, el Señor Resucitado, actúa con su gracia sometiendo a los hombres a su señorío salvífico (Fil. 3,21; 1Cor. 15,25-28; 2Cor. 10,4-5).

Capítulo 46

«Se desploma Nebo»

A medida que avanzan los capítulos hay un crescendo progresivo, el profeta como que acelera el paso y quiere despertar a todos para hacerles conscientes de lo que ya es inminente.

Del mismo modo que contemplaba la liberación futura como un hecho ya realizado (44,23), así percibe ahora que los dioses babilonios se desploman y derrumban y son transportados en animales al destierro.

Sin embargo, lo que el profeta -hombre de fe y esperanza- ve por adelantado y espera con certeza e impaciencia, el pueblo se muestra incapaz de captar; no acaban de creer ni acaban de esperar: son «rebeldes» (v. 8), pues con esta desconfianza ofenden al Señor. Por eso el profeta debe seguir zarandeándoles para inducirles a la esperanza: «recordadlo y meditadlo, reflexionad, rebeldes, recordando el pasado predicho» (vv. 8-9).

Y tiene que volver a insistirles que el Señor es incomparable (v. 5), que mientras que los ídolos «son llevados» (v. 1) Yahveh «ha llevado» a su pueblo cargando con él desde su origen y lo seguirá transportando (vv. 3-4), que el Señor es el único que anuncia desde el principio lo que aún no ha sucedido (v. 10), que -en contraste con los ídolos: v. 7- es el único que salva (v. 13), que en definitiva es el único Dios (v. 9).

Pues bien, este Dios hará que se cumpla irrevocablemente lo que Él mismo ha decretado: «mis planes se realizarán y todos mis deseos llevaré a cabo» (v.10); «tal como lo he dicho, así se cumplirá; como lo he planeado, así lo haré» (v. 11). Más aún, este pueblo que ve lejos y difícil la salvación, tendrá ocasión de comprobar con sus propios ojos que llega con la rapidez de un buitre (v. 11): «Yo hago acercarse mi victoria, no está lejos, mi salvación no tardará» (v. 13).

-La mirada del hombre de fe taladra la historia. Todo profeta ve «más allá», «se adelanta a su tiempo»; por eso es incomprendido por los hombres de su tiempo. Por el bautismo todos somos profetas y podemos adelantarnos a nuestro tiempo. Pero si no nos adelantamos, que al menos tampoco permanezcamos anclados en el pasado, en un repetir «lo de siempre» carente de esperanza. Que tengamos la lucidez para escuchar a los auténticos profetas y el valor para ponernos a caminar en la dirección de la esperanza. Sólo así podremos acoger y secundar las «cosas nuevas» que el Señor prepara para cada nueva época histórica.

Capítulo 47

«Cayó, cayó la Gran Babilonia»

Este grito de victoria de Ap. 18,2 es el que resuena a lo largo de todo este capítulo 47. Derrumbados los falsos dioses (46,1-2), se derrumba también el imperio que sobre ellos se sustentaba. Y el profeta saluda jubiloso y celebra con gozoel fracaso de la potencia que ha oprimido cruelmente a su pueblo.

Más aún, da la impresión de que la caida de Babilonia es provocada por la palabra del profeta. En los primeros versículos sobre todo, hay una serie de imperativos («siéntate en el polvo», «despójate», «descubre tu desnudez», «entra en la tiniebla»...) que suenan como otros tantos mazazos asestados contra el gigante que se sentía seguro de sí mismo y que van haciendo que se derrumbe. Y es que la palabra poderosa de Yahveh -expresada aquí en imperativos eficaces en boca del profeta- no sólo anuncia el futuro, sino que realiza y cumple aquello que dice (55,11).

El gran pecado de Babilonia ha sido el orgullo y la autosuficiencia, más aún, la blasfemia de pretender erigirse a sí misma al nivel de Dios y hasta ponerse en su lugar. En efecto, las expresiones del v. 7 («seré por siempre la señora eterna») y del v. 8 («yo, y nadie más») apuntan a atributos y prerrogativas divinas (sólo Dios es Señor eterno, sólo Él es el único). Es en el fondo la tentación de todos los poderosos de sustituir a Dios (Ez. 28,2) y -más al fondo- la tentación de todo hombre que ya desde los orígenes anhela «ser como Dios» (Gen. 3,5).

Esta autosuficiencia se ha expresado también en forma de magia (vv. 12-13). Con ella Babilonia se sentía segura, pretendía controlar el porvenir. Pero, precisamente por autosuficiente, se ha revelado como falsa sabiduría que sólo ha logrado «trastornar» y perder al pueblo babilonio (v. 10). Sobre todo porque es completamente inútil (v. 12) y no produce la salvación deseada (v. 15).

A los ojos de la mayor parte de los contemporáneos, el imperio babilonio con su poderío y magnificencia parecía llamado a dominar el oriente durante siglos. El profeta, en cambio, amaestrado por Dios, sabe que en el fondo es un gigante con pies de barro que va a desplomarse de manera inminente y repentina. Su seguridad es totalmente falsa y ficticia. Por eso le anuncia (v. 11) que vendrá sobre él «súbitamente», de repente, «un desastre» que el pueblo, orgulloso y seguro de sí, ni siquiera sospecha y será incapaz de evitar.

-Una vez más el profeta nos enseña la lucidez y la clarividencia de la fe. Los poderes de este mundo -de ayer y hoy- se erigen como señores absolutos creyéndose a sí mismos todopoderosos y eternos. Más aún, pretenden arrogantemente ponerse en el lugar de Dios (2Tes. 2,3-4) y hasta se permiten intentar destruir a los creyentes. Unas veces lo harán por la fascinación y el halago del poder, de la riqueza y de la ciencia; otras por la represión y la fuerza de las armas. La Iglesia sabe, no sólo por fe, sino también por experiencia histórica, que los poderes de este mundo -pretendidamente absolutos y soberanos- pasan y se derrumban. Y el creyente debe tener lucidez para no dejarse seducir por una grandeza inconsistente y abocada al fracaso, ni dejarse amedrentar por la fuerza de un poder que amenaza con dominar y destruir. «Dios resiste a los soberbios» de este mundo (St. 4,6) y al agente de impiedad «el Señor le destruirá con el soplo de su boca» (2Tes. 2, 8), pues sólo Él es «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap. 19,16; conviene leer los vv. 11-21). Al final Dios siempre tiene razón, y el creyente sabe que aun en el caso de que le quiten la vida precisamente el mártir es un vencedor (Ap. 6,9-11; 7,9-17; 15,1-4).

Capítulo 48

1-11: «Por mí, por mí lo hago»

Como en otros textos anteriores, el profeta recuerda a Israel su pecado. Es un pueblo «obstinado» (v. 4), «perdido» y «rebelde» (v. 8), que se resiste a fiarse de Dios y a someterse a sus planes.

Es cierto que invocan al Dios de Israel y se apoyan en Él, pero «sin verdad ni rectitud» (vv. 1-2). Es decir, no son coherentes ni consecuentes con su fe: si realmente creen en el verdadero Dios, deberían contar con Él con todas las consecuencias; sin embargo, no se fían de Él ni de la palabra que en su nombre les anuncia el profeta, no se entregan ciegamente a sus designios de salvación.

A este pueblo sordo (42,18-19), el profeta quiere quebrantarle su sordera proclamándole una vez más la palabra eficaz y poderosa en nombre de Yahveh -«escucha» (v. 1)- para que de una vez se entere y comprenda los planes de Dios. Tiene que darse cuenta que ha sufrido «en el crisol de la desgracia» (v. 10) porque Yahveh mismo les ha castigado merecidamente por sus pecados, anunciándolo primero y ejecutándolo después (vv. 3-5). Pues bien, si el Señor ha cumplido el castigo anunciado, ¿cómo no va a llevar a cabo la salvación que ahora promete (vv. 6-8)?

Lo que el Señor tiene preparado es algo que Israel desconoce, pues es algo enteramente nuevo (v. 6), tan nuevo como que está siendo creado «ahora» por Él (v.7). Y además es algo totalmente inmerecido, algo que Yahveh realiza únicamente «por amor de su nombre». Fue este motivo el que le llevó a tener paciencia con el pueblo pecador, a retardar el castigo y no destruirles del todo -aunque eso hubiera sido lo justo- cuando les mandó al exilio (v.9). Y es su «fama», su «prestigio» como Dios lo que le lleva ahora a salvar a su pueblo aunque no lo merece (v. 11): si permitiera la destrucción de su pueblo quedaría comprometido su «honor», pues daría la impresión de mala voluntad o de no poder o no saber salvar a su pueblo (Num. 14, 15-19).

-Aunque no hubiera más motivos de esperanza, ¿no bastaría éste de la honra y la gloria del Señor? Cuanto más difícil y negativa sea la situación, cuanto más inmerecida sea la intervención salvadora del Señor, más hemos de esperar esa intervención, pues entonces hay más ocasión de que Dios «se luzca», de que manifieste a los ojos del mundo quién es Él: su grandeza infinita, su poder soberano, su amor gratuito, su capacidad de salvar, su sabiduría maravillosa, sus planes increíbles, su providencia detallista y misericordiosa.

12-19: «Si hubieras atendido a mis mandatos»...

Con inmensa paciencia, el Señor -y en su nombre el profeta- amonesta una vez más a su pueblo intentando convencerle de que crea y se entregue: «escúchame» (v. 12) es como decir «hazme caso», «fíate de mí». Para ello, una vez más se presenta Yahveh como el Dios eterno, dueño del pasado y del futuro (v. 12), como el Creador soberano de todo lo que existe -cielos y tierra- (v. 13), y como el conductor supremo de la historia que se sirve de Ciro -a quien denomina «mi amigo»- para realizar su deseo (vv. 14-15).

Además recuerda al pueblo que su actual situación calamitosa no se debe a que el Señor le haya abandonado (49,14), sino a que ellos han abandonado al Señor y no han hecho caso de sus mandatos (v. 8). En efecto, con sus mandamientos el Señor había marcado a su pueblo el camino por donde debía caminar, enseñándole lo que era bueno y provechoso para él (v. 17). A Israel le debía resultar fácil seguir ese camino que el Señor le daba para vida y felicidad, máxime cuando sabía que no existía término medio y que seguir otro camino conllevaba inevitablemente muerte y desgracia (Dt. 30, 15-20). Pero se ha «obstinado» en su desobediencia (48, 4-8) y ahí están los resultados: en vez de «paz» y «justicia», destierro y opresión; en vez de un pueblo innumerable como la arena de las playas, un resto disminuido e insignificante.

Y se les recuerda esto inmediatamente antes de que se les dé la orden «salid de Babilonia» (48,20). Ahora que el destierro está para concluir, el pueblo debe saber que nunca ha de olvidar la experiencia del destierro. Deben aprender bien la lección para el futuro: su fracaso y decepción les viene de su infidelidad al Señor y a sus mandatos y nada más que de ella. Ya que no se han fiado del Señor que se lo había advertido (Dt. 30,15-20), que al menos aprendan de esta experiencia en propia carne.

-«Si hubieras atendido a mis mandatos»... Cada uno de nosotros debe escuchar en primera persona este lamento dolorido del corazón de Dios. Debe dejárselo decir por el mismo Dios. Un Dios que busca apasionadamente nuestra dicha y nuestro bien y nos ha enseñado el camino en su palabra (Mt. 5,2-12). Un Dios que anhela que demos fruto y fruto abundante (Jn. 15,16) y nos ha instruido en el modo para darlo (Jn. 12,24). No, no hay otra causa de nuestra infelicidad y de nuestra esterilidad. En nuestra rebeldía y obstinación está la explicación de todo. Este lamento de Dios debe ser motivo continuo de contrición. No para replegarse sobre sí mismo y para lamentarse inútilmente de un pasado que quedó atrás, sino para arrepentirse y aprender de la experiencia pasada, para enmendarse y abrirse a un futuro nuevo.

22-22: «¡Salid!»

Desde el inicio mismo de la profecía se había invitado al pueblo a secundar la acción de Dios: «abrid camino a Yahveh» (40, 3). Ahora no se trata sólo de preparar el camino al Señor, sino de ponerse ellos mismos en camino, siguiendo -eso sí- al Dios que va al frente de ellos (52,12). Es la coherencia de la fe: si creen lo que el profeta les ha dicho de parte de Yahveh -que el Señor ha rescatado a su pueblo y que la ruina de Babilonia está decretada- la actitud coherente no puede ser otra que ponerse en camino para salir de Babilonia.

Y sin embargo todo se sigue realizando en la fe. De hecho, ni Babilonia ha caido aún ni Israel ha sido liberado. El Señor llama a su pueblo a embarcarse en un futuro nuevo conocido sólo por Él (48,6-7), y esto exige una fe ciega en Él y una confianza inquebrantable en su palabra que dirige la historia según su voluntad. Es más: salir de Babilonia implica -como el primer éxodo- introducirse en el desierto (v. 21), es decir, emprender una aventura llena de riesgos e inseguridades.

Lo cual no impide que esta fe sea firme y cierta: el profeta contempla una vez más la intervención de Dios como un hecho -«Yahveh ha rescatado a su siervo»-, ve al Señor dispensando agua abundante para su pueblo en pleno desierto y exulta anunciando «hasta el extremo de la tierra» la salvación que percibe como un hecho irreversible.

-La auténtica fe es coherente con la vida. Ser «creyente» y «no-practicante», en el fondo es ser poco o nada creyente. Las incoherencias en nuestra vida práctica muchas veces están indicando falta de fe: no acabamos de creer que lo que Él nos dice es la verdad, es nuestro bien, es el camino de la felicidad. La auténtica fe lleva a «ponerse en camino» -como fue el caso de María- para poner por obra lo que Dios nos dice. En realidad no hay contraposición entre fe y obras. Lo que el Señor quiere ante todo es que creamos en Él (Jn. 6,29). Si existe esta verdadera fe normalmente se traducirá en obras, pues la fe de suyo es dinámica y activa (Gal. 5,6)

Capítulo 49

1-9a: «Te hago luz de las naciones»

En cierto modo este segundo cántico del siervo de Yahveh empalma con el primero. En efecto, el Siervo, que allí era presentado por el Señor como «luz de las gentes»(42,6), comienza ahora reclamando la atención y pidiendo ser escuchado por los «pueblos lejanos» (v. 1).

En los primeros versículos es el Siervo quien toma la palabra. Ante todo, para presentar su misión como algo que hunde las raices en la iniciativa de Dios. El Siervo es consciente de haber sido llamado por Dios (v.1). y esta llamada se remonta al inicio mismo de su existencia, pues ya en el seno materno su nombre ha sido pronunciado por el Señor. Como otros grandes profetas (por ejemplo, Jeremías: Jer. 1,5), tiene conciencia de haber sido predestinado para esta misión.

El versículo 2 describe la misión que le ha sido encomendada. Como profeta que es, aparece antes que nada como el hombre de la palabra. Pero la Palabra de Dios «es más cortante que espada de doble filo, penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu... y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Heb. 4, 12). El profeta, portador de la Palabra de Dios, es convertido él mismo en «espada afilada» y «saeta aguda». Si la Palabra de Dios consuela y promete, también juzga y denuncia. Y los profetas tienen sobrada experiencia de lo dura que resulta muchas veces esta misión (cfr. Jer. 20,7-18).

De hecho, en el v. 4 encontramos una confesión de desaliento («en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas»). Probablemente, el pueblo, que es «sordo» y «ciego» (42,18-20), se ha cerrado a su palabra y el profeta ha experimentado elfracaso, al menos momentáneo.

Sin embargo, el Señor le hace entender que sigue siendo su siervo y que está orgulloso de él (v. 3). En cierto modo, le renueva la vocación y la confianza al infudirle la certeza de que se ocupa de su causa y de su trabajo (v. 4). Más aún, Dios mismo toma la palabra para asegurarle que va a hacer de él «luz de las naciones» (vv. 5-6). No satisfecho con la misión que le había confiado de reunir al pueblo de Israel alrededor de su Dios y en su deseo de que su salvación alcance hasta el confín de la tierra, el Señor le encarga una misión universal. Ello es signo del aprecio que Yahveh le tiene: «¡tanto me honró el Señor y mi Dios fue mi fuerza!»

Por lo demás, el cántico apunta a los sufrimientos y humillaciones del Siervo y a la gloria que le seguirá -que serán desarrollados ampliamente en el 4º cántico-: el «despreciado», el «Aborrecido de las naciones», verá cómo ante él los reyes «se pondrán en pie» y los príncipes «se postrarán» en su presencia (v. 7).

Finalmente, en los vv. 8-9 se resalta una vez más la misión liberadora e iluminadora del Siervo -que ha sido «constituido alianza del pueblo»-, para la cual cuenta con el auxilio y la protección de su Dios.

-Todo cristiano por el bautismo es profeta, evangelizador. Dios ha hecho de nuestra boca una espada afilada. No para herir con la crítica o el insulto, sino para destruir con ella el pecado. Debemos preguntarnos: ¿cómo utilizo el don de la pralabra que Dios me concedió? ¿Para ofender? ¿Para salvar? ¿O simplemente la malgasto inútilmente? Pues debemos dar cuenta a Dios del uso que de ella hayamos hecho.

La Palabra de Dios consuela y pacifica, pero también acusa y denuncia. Si nuestra Palabra no inquieta, no molesta, si no saca a la gente de sus falsas seguridades, deberemos preguntarnos si estamos transmitiendo la auténtica Palabra de Dios.

9b-13: «No pasarán hambre ni sed»

Estos versículos retoman el anuncio del nuevo éxodo. Se contempla al pueblo -a quien se ha dado la orden de salir: 48,20- como un rebaño y el Señor como su pastor. Él cuidará de que tengan pastos abundantes en todos sus caminos (v. 9b) y los guiará a manantiales de agua fresca para que no pasen hambre ni sed (v. 10); más aún, allanará los caminos para que pueda transitar su pueblo (v. 11) y hasta los protegerá del bochorno y del sol (v. 10).

Sin renunciar a los rasgos de vigor y fuerza -que están presentes en toda la profecía: 40,10-, Yahveh se presenta aquí como pastor con rasgos de ternura maternal (al estilo de 40, 11; cfr. 49,15). El que los conduce es Aquel «que tiene piedad de ellos» (v. 10), el que «se compadece de los desamparados» y «consuela a su pueblo» (v.13). Por lo demás, su poder se muestra en su capacidad de reunir a su rebaño de todos los rincones de la tierra (v. 12).

Una vez más, esta contemplación del Señor, de su grandeza y de su ternura, es fuente no sólo de confianza, sino también de gozo exultante, de aclamaciones y de alabanza (v. 13).

-A primera vista, el cuadro pintado por el profeta puede parecer un tanto idílico. En efecto, sabemos que la realidad histórica de la vuelta del exilio fue bastante dura. Lo mismo ocurrió en el primer éxodo: tanto la travesía del desierto como la conquista de la Tierra supusieron un esfuerzo notablemente arduo. Sin embargo, eso no invalida la palabra del profeta: Dios compadece y consuela a su pueblo, le cuida con ternura...

El verdadero creyente que conoce al Señor como pastor sabe que nada le falta (Sal. 22,1); pero tampoco ignora que tendrá que atravesar valles tenebrosos y cañadas oscuras y que muchas veces aparecerán en el horizonte enemigos y adversarios... Cuenta con que no le espera un camino de rosas, pero está cierto de que en esas cañadas oscuras el Señor caminará con él sosegándole con su cayado de Buen Pastor y haciéndole que no tema ningún mal (Sal. 22,4). Y no duda que ante el acoso del enemigo el Señor le fortalecerá con el banquete de la eucaristía y le ungirá con la fuerza del Espíritu (Sal. 22,5).

14-20: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho?»

A partir de este momento la profecía da un giro decisivo. Ya no se hablará más de Babilonia, definitivamente condenada (c. 47) y abandonada (48,20), y toda la atención se concentrará en Jerusalén, reconstruida y repoblada, transformada de nuevo en esposa y madre fecunda. La esperanza siempre mira hacia delante.

Pero para ello el profeta tiene que seguir enfrentándose a las dudas y objeciones de su pueblo. Como en Egipto, las dificultades no provienen sólo del enemigo, sino del mismo pueblo de Israel que se resiste a creer y a esperar.

Sin embargo, estas objeciones sirven para provocar una nueva revelación del Señor. Ya es difícil que una mujer llegue a olvidarse del hijo que es fruto de sus entrañas; pues bien, aunque eso llegase a ocurrir -y desgraciadamente ocurre-, es impensable que Dios olvide a su pueblo, al que creó y formó desde el seno (44,2. 24). Le liga a él un amor maternal verdaderamente invencible que no depende de las cualidades del hijo ni de su mejor o peor respuesta, sino del hecho de ser hijo.

Y otra imagen bellísima: Dios es el esposo fiel que lleva en sus manos tatuada la imagen de su esposa y en ausencia de ella -está en exilio- la tiene siempre ante sus ojos. Si no puede olvidar a sus hijos, tampoco a la esposa con la que se unió en alianza indisoluble; y si la ha castigado por sus pecados (cfr. Os. 2), no por ello deja de ser su esposa.

Este amor fiel y celoso hace que el Señor expulse de ella a los que la destruían y apresure el trabajo de los que la reconstruyen (v. 17). Y este amor hace también que la esposa estéril se vuelva fecunda: el profeta le hace levantar los ojos en torno para que se asombre por la multitud de hijos que vienen a ella y que constituirán su vestido de novia (v. 18). Más aún, le anuncia que el espacio le resultará estrecho para tantos hijos que regresan(v. 19), aquellos de que había sido privada y hasta daba por perdidos (v. 20).

-Maravillosa profecía de la Iglesia.

Ciertamente el nuevo pueblo de Dios se encuentra hoy disperso y desunido; la Iglesia se asemeja en muchos lugares a una ciudad arruinada y desolada, o a una mujer que ha quedado viuda y ha perdido a sus hijos.

Pero el anuncio profético recae sobre ella con renovado vigor. Dios no abandona -no puede abandonar- a sus hijos: «Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¿lo somos!» (1Jn. 3,1). Cristo no abandona a su Esposa, por la que ha dado la vida (Ef. 5,25-27). Los que la construyen van más aprisa que los que la destruían. El tiempo de la nueva evangelización es un tiempo de nueva fecundidad para la Iglesia, para esta Esposa que recuperará los hijos que le habían sido arrebatados y que daba por perdidos, para esta Madre que habrá de ensanchar el espacio de su tienda para acoger a la multitud que viene a ella.

21-23: «¿Quién me engendró a éstos?»

El anuncio que acaba de recibir Jerusalén es tan sorprendente y de una fecundidad tan asombrosa que queda perpleja y le parece increíble. Ella tiene experiencia de haber quedado sin hijos y estéril, por eso es mayor el contraste con el anuncio de esta nueva maternidad.

La explicación está únicamente en la intervención maravillosa del Señor. Es el quien convoca y reune a esa multitud de hijos que ya se daban por perdidos. Es más, hará que los traigan «en brazos», como una madre a su niño pequeño. Y llegará incluso a poner a su servicio a los reyes y princesas de otros pueblos, que se postrarán en actitud de vasallaje ante el pueblo de Dios.

La consecuencia de esta nueva acción del Señor -nueva, pues no se trata sólo de la liberación de los deportados, sino de la revitalización de Jerusalén- es un nuevo reconocimiento del Señor, una nueva experiencia de su acción y de su poder: «Sabrás que yo soy el Señor». Y a la vez, una nueva experiencia de que vale la pena confiar en Él: «Sabrás... que no defraudo a los que esperan en mí».

-Ciertamente, los que esperan en el Señor no quedan defraudados. Nunca esperaremos demasiado en relación con lo que el Señor puede y quiere hacer en favor de su Iglesia. Ella ha quedado en nuestros días esterilizada en buena medida a causa de nuestros pecados. Pero el Señor quiere concederle una nueva e insospechada fecundidad. Así podremos comprobar una vez más que «es el Señor», que realiza aquello de lo que sólo Él es capaz, suscitando vida abundante en el seno de la estéril.

24-26: «Y sabrá todo el mundo»...

El profeta sale al paso de una nueva duda: Israel es prisionero de Babilonia, y los babilonios no los van a dejar escapar, del mismo modo que un soldado no deja escapar a su prisionero.

La respuesta, una vez más, apela al poder del Señor. Aquí entra en juego una lógica distinta, puesto que se trata nada menos que del «Fuerte de Jacob»: «yo mismo defenderé tu causa, yo mismo salvaré a tus hijos».

Y el resultado será mucho más espectacular que antes. Si en el v. 23 se decía, dirigiéndose a Jerusalén: «sabrás que yo soy el Señor», ahora se dice: «sabrá todo el mundo que yo soy el Señor, tu salvador».

-La situación de la humanidad ciertamente es calamitosa: «El mundo entero yace en poder del Maligno» (1Jn. 5,19). Y cada hombre en cuanto peca se somete al influjo de Satanás. Él es el «fuerte» que tiene al hombre bien custodiado bajo su dominio (Lc. 11,21). Sólo cuando uno «más fuerte» -es decir, Cristo- le despoja de su presa (Lc. 11,22), el hombre queda libre.

Esta liberación manifiesta que Jesús es el Señor, pone de relieve su soberanía absoluta. La esperanza no queda limitada ni por las dificultades ni por los pecados de los hombres, sino que se mide únicamente por el poder de Dios: como este es infinito, la esperanza no tiene límites. Y las dificultades son únicamente ocasión para que se manifieste el poder de Dios; y los pecados de los hombres y las situaciones calamitosas le dan la oportunidad de hacer brillar su capacidad de rehacer y renovar todo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia« (Rom. 5, 20).

Capítulo 50

1-3: «¿Tan corta es mi mano?»

El Señor reconoce que había repudiado a su esposa y había vendido a sus hijos. Pero inmediatamente matiza: ha sido una acción totalmente justa, como castigo por las culpas del pueblo; el Señor no es culpable.

Si ahora se dispone al perdón no es porque antes hubiera actuado mal, sino por un gesto absolutamente gratuito y benévolo. Por pura misericordia el Señor va a rescatar al pueblo que antes había sido justamente rechazado y desterrado.

Y una vez más invita a contemplar su poderío, su fuerza irresistible: «¿acaso se ha vuelto mi mano demasiado corta para rescatar, o quizá no habrá en mí vigor para salvar?». La mano del Señor alcanza a cualquier rincón donde estén sus hijos para redimirlos. Y por grandes que sean las dificultades, su poder es infinitamente mayor. Como prueba, ahí está su dominio soberano sobre la naturaleza.

-El profeta de la esperanza vuelve a conducirnos al tema del pecado. La esperanza no está condicionada por el pecado de los hombres... con tal que haya arrepentimiento sincero y conversión. El pecado no reconocido, la obstinación en el pecado, cierran el camino a la acción salvadora de Dios. Conversión y esperanza van estrechamente unidas: sólo donde hay auténtica conversión se abre camino la esperanza.

Delante del Señor, el hombre sólo puede apelar a su bondad gratuita y a su misericordia. No puede reclamar ningún derecho, pues los ha perdido todos por el pecado. Sólo le cabe confesar su culpa, reconociendo que el castigo es justo y merecido, y abrirse en la confianza a recibir la salvación inmerecida.

4-11: «Yo no me resistí»

En este tercer canto el siervo aparece como portador de «una palabra de aliento» para el abatido. Notar que esta misión de consolador no se contradice con la de ser «espada afilada» que aparecía en el 2º cántico. Dios «hiere y venda la herida» (Tob. 13,2), lo mismo que el médico hace daño para curar. El profeta es portador de consuelo de Dios para aquel que antes se ha dejado juzgar por la palabra cortante del mismo Dios.

El Siervo aparece además como el que está a la escucha del Señor, atento para secundar su iniciativa: «cada mañana me espabila el oído para que escuche». No actúa por cuenta propia. Se limita a prestar atención para transmitir todo y sólo lo que recibe del Señor como «discípulo».

Pero la actitud que destaca es la docilidad y entrega del siervo al Señor y a su voluntad: «yo no me resistí ni me eché atrás». No opone resistencia alguna. Y ello es tanto más admirable cuanto que lo que el Señor le hace entender («el Señor me abrió el oído») es que lo que le esperan son sufrimientos y humillaciones. A todo ello se ofrece y se muestra disponible con una entereza impresionante.

¿La explicación? Su confianza plena en el Señor. Sabe que el Señor le ayuda y que es su defensor que está junto a él; por eso está seguro que no fracasará y que no quedará defraudado; por eso puede encarar a sus enemigos con firmeza y en tono desafiante.

Finalmente, apoyado en la propia experiencia, el siervo invita a los demás a confiar en el Señor a pesar de las dificultades (v. 10), a la vez que pone en guardia contra la vana confianza en sí mismo (v. 11).

-Uno de los rasgos que caracteriza la existencia humana del Hijo de Dios es su adhesión inquebrantable a la voluntad del Padre. A su entrada en este mundo exclama: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Heb. 10,7). Toda su vida, oculta y pública, ha vivido clavado a esta voluntad: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado» (Jn. 6,38). Y confiando un su Padre; seguro de su amor; se ha adentrado en la Pasión en cumplimiento de su voluntad: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Lc. 22,42).

«Dios nos consuela en todas nuestras luchas para poder nosotros consolar a los demás mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2Cor 1,4). La confianza en Dios nos hará experimentar su consuelo en medio de los sufrimientos y dificultades. Es ese consuelo que viene del «Consolador» (Jn. 14,16). Ese que sólo Dios puede dar y que hace suave y ligero lo que es pesado y agobiante. De ese modo nos hacemos aptos para consolar por experiencia, no con nuestro consuelo humano, sino transmitiendo el que viene de Dios. Así sucedió con Cristo y sucede con todo el que es Siervo de Yahveh...

Capítulo 51

1-3: «Mirad la roca de donde os tallaron»

Nueva llamada de atención del Señor -«escuchadme»-, que propone nuevos motivos de esperanza.

Se trata ahora de volver a los orígenes para redescubrir en ellos la propia identidad. Todo el pueblo de Israel tiene su origen en «uno solo» -Abraham-, que además era estéril. Si ese «uno solo» se ha convertido en una muchedumbre incontable como las estrellas del cielo o la arena de las playas, es porque el Señor mismo le ha multiplicado. Y esa multiplicación es debida únicamente a la bendición eficaz de Dios y a su promesa fiel.

Pues bien, la lección es fácil de deducir. Si ahora el pueblo se encuentra reducido a un «resto» insignificante, eso no es obstáculo para que la bendición del Señor lo convierta en una multitud innumerable (49,18-20). Más aún, el Señor no sólo va a operar una multiplicación, un cambio «cuantitativo», sino una transformación «cualitativa»: va a transformar el desierto en «Paraíso del Señor», donde abundará el gozo y los cantos festivos de acción de gracias y alabanza.

-La fuerza del Reino de Dios no se apoya en los efectivos humanos, ni en el número, ni en las cualidades personales, ni en la capacitación de ningún tipo. «¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza» (1Cor. 1,26). El Reino de Dios se construye con la fuerza del Espíritu Santo. Y para que más brille esta fuerza Dios se complace en elegir lo necio, lo débil, lo plebeyo y despreciable, lo que no es (1Cor. 1,27-28).

4-8: «Mi salvación dura por siempre»

El Señor pone todo su empeño por medio del profeta en convencer a su pueblo, en lograr que se fíe plenamente de Él. De ahí la insistencia reiterada: «hazme caso, pueblo mío; nación mía, dame oído»; «escuchadme». Lo que le anuncia concierne únicamente a su bien y a su salvación.

La salvación del Señor se presenta ante todo como una acción consistente. Incluso los elementos más estables de la creación -cielos y tierra- resultarán efímeros -serán como humareda y como un vestido gastado- en comparación con lo definitivo e inconmovible de la salvación aportada por el Señor.

Confiar en el Señor significa estar atentos a esta salvación que Él ha prometido, la cual es ya «inminente» (v. 4) y se ofrece a todos los pueblos (v 5). Confiar en el Señor significa también adherirse a la voluntad de Dios manifestada en la Ley no temiendo «las injurias de los hombres» (v.7), en la certeza de que desaparecerán de la misma manera que un vestido roido por la polilla (v. 8), mientras que la palabra del Señor permanece por siempre (40,8).

-Amaestrado por la revelación divina, el creyente distingue espontáneamente entre lo efímero y caduco -aunque sea visible- y lo permanente y eterno -aunque sea invisible- (2Cor. 4,18). El hombre auténtico tiene horror a quedarse en lo que es inconsistente, en lo que se desvanece como humo y es apariencia pasajera (1Cor. 7,31). Busca instintivamente lo definitivo, lo eterno. Por eso se adhiere con todo su ser a la voluntad de Dios, pues «el mundo pasa con sus pasiones, pero el que cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn. 2,17). Sabe muy bien que todo lo que no sea construido en Dios y según Dios es «vanidad de vanidades» (20.1,2). Sólo «el justo es construcción eterna» (Prov. 10, 25). Sólo el santo no pasa.

9-11: «¡Revístete de fuerza, brazo del Señor!»

El profeta siente prisa por ver realizada la liberación de su pueblo. Por eso clama a su Dios. Parece que el Señor está dormido y con su grito pretende despertarle. De ahí la interpelación, que encontramos también en los salmos (p. ej. Sal. 44,24): «¡Despierta, despierta!» Durante el exilio parece que el Señor hubiera estado dormido, y ahora se le ruega que vuelva a realizar los maravillosos prodigios de antaño.

Sin embargo, la realidad es bien distinta. Los mismos salmos nos atestiguan que «no duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal. 121,3-4). Quien de veras siente impaciencia por salvar a su pueblo es el Señor (42,13-15). Y quien de veras está dormido es el pueblo, que necesita ser zarandeado reiteradamente por el profeta para que se haga consciente de la salvación inminente que el Señor le tiene preparada (51,17; 52,1).

En realidad, el profeta se enardece contemplando las antiguas proezas del Señor en la creación (que poéticamente se expresa como una victoria sobre los monstruos del abismo y del caos) y en la liberación de Egipto (también una victoria frente al mar, siempre temible). Y esas proezas le animan a suplicar al Señor que venza a los nuevos monstruos que amenazan a su pueblo (en este caso, el poder del imperio babilonio).

Por tanto, no es que el profeta pretenda «convencer» al Señor y «enseñarle» lo que debe realizar, sino que se ha dejado él mismo convencer y enseñar por lo que el Señor ya ha realizado anteriormente y que es signo de lo que va a realizar. Por eso, la súplica termina en la certeza de que «los rescatados del Señor volverán»; más aún, regresarán entre cantos de gozo y de fiesta. En el fondo, el profeta es testigo de la impaciencia divina.

-La auténtica súplica no va «de abajo arriba», sino al revés «de arriba abajo». Es verdad que puede tomar ocasión de determinadas necesidades, de uno mismo o de los demás. Pero el punto de apoyo de la súplica no son las necesidades, sino Dios mismo: lo que Él es, lo que es capaz de hacer, lo que quiere realizar, lo que de hecho ya ha llevado a cabo... La súplica sólo cobra fuerza cuando arranca de la contemplación y de ella se alimenta. No es preciso convencer a Dios, pues Él está «bien convencido»; somos nosotros quienes precisamos dejarnos convencer de lo que Él puede y quiere hacer. Sólo así podremos participar también nosotros de la impaciencia divina.

12-16: «Olvidaste al Señor... y temías»

Estos versículos son como la respuesta del Señor a la súplica del profeta. En realidad no estaba dormido sino que era el hombre quien se había olvidado de Él.

Además, ese olvido le ha llevado al miedo y al temor. Al no contar con el Señor ni buscar en Él su refugio y su fuerza, se han sentido «despavoridos todo a lo largo del día», como un niño que al alejarse de sus padres se siente aterrorizado por un peligro que le desborda.

Si no hubieran olvidado a Yahveh estarían tranquilos, pues toda la furia del opresor que se dispone a destruir no es nada frente a la grandeza del Señor que «extendió los cielos y cimentó la tierra». Si hubieran contado con aquel cuyo nombre es «Señor de los Ejércitos» no estarían asustados ante un mortal, ante un simple hombre que es como la hierba que se seca con la misma rapidez con que había brotado.

Pero a pesar de ese olvido, el Señor -que es Consolador- vuelve a tomar la iniciativa para sacar de la prisión a Israel, al que nunca ha dejado de considerar pueblo suyo y al que a pesar de todo ha mantenido protegido a la sombra de su mano.

-Dios no se aleja del hombre, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (He. 17,28). Es el hombre quien al olvidarse de Dios siente su ausencia y su lejanía, experimenta la soledad y el abandono (cfr. Gen. 3,7; Lc. 15,14-17).

El hombre contemporáneo, al haberse olvidado de Dios, experimenta el desamparo del niño perdido que se encuentra solo frente a un mundo extraño e inhóspito. Por eso hay tantos miedos y temores en nuestros días. Sólo la esperanza en Dios es radicalmente liberadora.

 

17-23: «¡Despierta, despierta!»

Es difícil saber quién habla aquí, si el Señor o su profeta. De hecho, están tan identificados que sus anhelos y deseos coinciden. Por algo el profeta es «la boca de Yahveh» (40,5).

Pues bien, el profeta transmite el deseo ardiente de su Dios por hacer real y efectiva la salvación en favor del pueblo. Y para ello hay que espabilar a Jerusalén que yace vencida por un profundo sopor, como una mujer dormida a causa de una borrachera que la ha dejado completamente aturdida y enajenada. La bebida ha sido «la copa de la ira del Señor», el castigo por sus pecados que la ha dejado postrada en el suelo, cubierta de polvo y desalentada.

Las palabras son de aliento y consuelo para esta esposa dolorida y humillada. Ya ha cumplido el castigo merecido y ahora la copa de la ira del Señor va a pasar a los enemigos que han abusado de ella en exceso.

El Señor se dispone a cambiar la suerte de su pueblo. Por eso es necesario que este pueblo reaccione y salga de su postración. Que reaccione sobre todo frente a la desesperanza y el desaliento. Lo hará con la ayuda de los imperativos eficaces del Señor: «¡Despierta! ¡Levántate!». Una vez despertada por el Señor, debe ponerse en pie y después... ponerse en camino (52,11-12).

-En gran parte nuestra Iglesia está dormida. Y lo que la adormila es sobre todo la desesperanza. Es verdad que estamos cosechando la esterilidad de nuestros propios errores y pecados. Pero nuestra Iglesia debe espabilar. Debe tomar conciencia del enorme potencial que encierra dentro de sí. Ha recibido la fuerza del Espíritu, tiene al Señor Resucitado, posee los sacramentos como fuentes de gracia y de vida eterna... Tiene capacidad para renovar el mundo, pues es sacramento universal de salvación. Tiene energías para transformar el desierto en paraíso. Por eso, reconociendo los errores pasados y apoyándose sólo en el Señor, debe ponerse en pie y lanzarse con decisión a la tarea de la nueva evangelización.

¡Iglesia de Cristo, despierta! Prepárate a la nueva primavera que el Señor te prepara.

Capítulo 52

1-6: «Vístete el traje de gala»

El lenguaje del profeta se vuelve progresivamente más ardiente y apasionado, y su insistencia más apremiante. Tomando prestadas las palabras del apóstol hubiera dicho: «Tengo celos de vosotros, los celos de Dios; pues os tengo desposados con un solo esposo»... (2Cor. 11,2).

La llamada a espabilar se transforma casi en un grito de victoria: «¡revístete de tu fortaleza, Sión!». Es cierto que Jerusalén aún se encuentra cubierta de polvo y cargada de cadenas, pero la palabra poderosa del Señor a través del profeta la pone en pie y la libera. Comienza para ella una etapa nueva y gloriosa, simbolizada en las ropas de fiesta que reviste.

Este vestido de gala es una renovación de su santidad. Pues la «ciudad santa» había quedado manchada por la presencia en ella de «incircuncisos e impuros». Pero estos ya no volverán a entrar en ella, y todo será santo.

Esta liberación y renovación el Señor la llevará a cabo de manera totalmente gratuita, pues Él no debe nada a nadie, ya que su pueblo le pertenece como propiedad personal (43,1). De ese modo manifestará la grandeza de su nombre, ultrajado mientras su pueblo permanece humillado, y hará que Israel comprenda que su Dios está con él y que nunca le ha abandonado.

-Si es verdad que por un lado la belleza de la Iglesia sólo brillará de manera perfecta y definitiva al final de los tiempos (Ap. 21,1ss),no es menos cierto que ya en este mundo está llamada a engalanarse con la gloria de Dios para que los pueblos puedan caminar a su luz (Ap. 21,23-24).

El traje de gala de la Iglesia no es la parafernalia o el boato externo, sino la santidad de Cristo irradiando en la vida de sus hijos. Una Iglesia revestida con este traje no necesita defenderse a sí misma. La santidad de sus hijos es su mejor apologética. Por eso, la principal tarea pendiente en la Iglesia es sacudir el polvo de las costumbres no evangélicas acumulado durante siglos y romper las cadenas producidas por el empeño de agradar a los hombres en vez de a Cristo (Gal. 1,10).

7-10: «¡Qué hermosos los pies del mensajero!»

El anuncio gozoso de los versículos anteriores es llevado a Jerusalén por un mensajero. Casi percibimos a través de los montes y caminos el recorrido de sus pies «hermosos» (cfr. Cant. 2,8), porque es portador de una Buena Noticia, una noticia de salvación y de paz, una noticia profundamente gozosa: «¡Ya reina tu Dios!». El Señor manifiesta y realiza su dominio sobre los enemigos y hace a su pueblo beneficiarse de su victoria.

El anuncio del mensajero es acogido con júbilo y entusiasmo por los vigías de la ciudad, que no se limitan a dar la noticia de manera fría y aséptica, sino que la transmiten con gritos de alegría contagiosa. Y no la comunica uno solo, sino todos juntos, «a coro». ¿El motivo? «Ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión». Lo que en otro tiempo había sido privilegio de Moisés (Ex. 33,11), ahora es ofrecido a todos: la experiencia gozosa de la presencia del Señor (cfr. 52,6: «aquí estoy»).

Hasta las ruinas de Jerusalén -tanto tiempo desolada, como expresión de la tristeza del pueblo- se hacen eco de este anuncio exultante y rompen a cantar, solidarias del gozo de los vigías y de todo el pueblo. Parece como si esas ruinas presintieran su inminente reconstrucción (cfr. 49,17).

Más aún: la acción del Señor rescatando y consolando a los suyos tiene repercusiones universales. La actuación del Señor ha sido pública y visible, de modo que hasta «los confines de la tierra» han podido ver y contemplar «la victoria de nuestro Dios».

-El evangelio es una noticia gozosa, exultante. Lo que nos anuncia no es simplemente el fin del destierro y la liberación de la opresión babilonica, sino algo incomparablemente más grandioso: que Cristo nos ha liberado del pecado y nos ha arrancado del dominio de Satanás; que la muerte no tiene la última palabra y se nos ofrece el don de una vida eterna; que Cristo ha vencido el mal de manera definitiva e irrevocable; que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, que vive en nosotros y nos ama hasta el extremo; que ha muerto para salvar a todos...

Esta noticia incomparable sólo puede ser recibida y transmitida con estremecimiento de gozo y con asombro. En ella nos va la vida y la felicidad. De ella depende nuestra eternidad. A su lado toda otra noticia resulta insignificante y crepuscular... ¿Recibo así el Evangelio, con el mismo alborozo -al menos- que los vigías de Jerusalén? ¿Experimento la necesidad y la urgencia de transmitirlo a los demás como la única noticia que alegra y salva?

11-12: «Salid de ella»

Puesto que la decisión del Señor es firme e irrevocable, ha de ser secundada dócilmente. Hay que ponerse en camino. La esperanza mira siempre hacia adelante.

Esta salida tiene algo de ruptura con lo impuro. Babilonia ya está condenada (c.47), y ha de ser rechazada por el pueblo santo en cuanto sede de la idolatría y del pecado: «¡apartaos, apartaos!» El pueblo de Dios ha de evitar contaminarse con ese mundo caduco y viciado, condenado a la destrucción y al fracaso.

Pero la salida es ante todo una marcha procesional, un cortejo solemne en el que el pueblo camina escoltado por su Dios, que avanza al frente y en la retaguardia. De este modo la protección es total, la seguridad es perfecta. La salida no es con prisas y en huida, como en Egipto, sino con señorío y majestad. Y el arduo recorrido de los caminos se transforma en celebración festiva.

-El nuevo pueblo de Dios también necesita apartarse de ese mundo de malicia y de pecado (Ap. 18,4s). Pero su postura no es en absoluto defensiva. Por un lado, se sabe acompañado continuamente por aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt. 28,18-20). Por otro, se sabe portador de un mensaje y de una salvación que es para todos los pueblos, para todos los que quieran recibirlo. Así, el recorrido por este mundo es una peregrinación hacia la casa del Padre y un servicio de amor a todos los hombres.

Capítulo 53

52,13 - 53,12: «Mi siervo tendrá éxito»

He aquí el 4º canto del Siervo de Yahveh, el más largo y el más conocido. Se trata de un texto misterioso que -quizá como nigún otro- penetra de lleno en el Nuevo Testamento.

En los primeros versículos (52,13-15) es Dios mismo quien toma la palabra anunciando desde el principio que el Siervo tendrá éxito. Aquel en quien Yahveh se complace y a quien Dios mismo sostiene (42,1-2), será «enaltecido» y «ensalzado sobremanera», se supone que en virtud de este mismo apoyo del Señor. Se trata de un anuncio firme. Todo va enderezado a la gloria y exaltación del Siervo.

Y esta glorificación será tal que producirá asombro y admiración entre la multitud de pueblos y naciones. Al menos tanto asombro como antes había producido al contemplar su humillación («tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana»). Realmente tendrán que reconocer que se trata de algo nunca visto, algo verdaderamente inaudito.

En los versículos siguientes (53,1-10) habla la comunidad, o un grupo dentro de ella. Consciente de lo misterioso del mensaje que transmite, de esta revelación nueva, subraya cómo de hecho no se le ha dado crédito (¿quién creyó nuestro anuncio?), a pesar de lo cual no deja de proclamarlo para quien pueda y quiera entender.

En los vv. 2-3 se presenta al Siervo como retoño insignificante y miserable que parece abocado al fracaso en medio de una tierra árida. Su presencia no tiene nada de atrayente. Al contrario, es «despreciado y evitado de la gente», ante él se tapan la cara como para protegerse de él. Es «varón de dolores y sabedor de dolencias», hasta el punto de que la misma comunidad que ha tomado la palabra para exponer su misterio tiene que confesar: «lo tuvimos por nada».

Los vv. 4-5 manifiestan una revelación sorprendente. Estos sufrimientos del Siervo no sólo no son castigo por sus pecados, sino que -siendo él absolutamente inocente: v.9- se trata de un sufrimiento que redime. Cargando con unos dolores y sufrimientos que eran «nuestros» nos ha obtenido la Salvación. «Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices hemos sido curado». El Siervo es el cordero (v.7) sobre quien ha recaido el castigo merecido por las ovejas descarriadas (v. 6). Y lo más sorprendente es que ello ocurre como voluntad de Yahveh: es el mismo Señor quien «cargó sobre él todos nuestros crímenes» (v. 6).

Del Siervo se destaca el silencio (v. 7), y un silencio tanto más elocuente cuanto que sufre injustamente: «maltratado, aguantaba, no habría la boca» (v. 7). El v. 8 resalta con fuerza la injusticia sufrida por el Siervo, tanto en el juicio como en la condena: «sin arresto, sin proceso, lo quitaron de en medio»; «lo arrancaron de la tierra de los vivos». Y todo ello lo soportó en silencio, sin quejarse, sin protestar, sin defenderse. Sin duda porque el Siervo sabía bien que en todo ello estaba la mano del Señor (v. 6), que era quien le sostenía (49,4; 50,7).

La sepultura (v. 9) parece sellar definitivamente su vida. Más aún, parece sellar definitivamente su humillación: «le dieron sepultura con los malvados». Y sin embargo. Aquel que fue sepultado entre los malhechores es el mismo que «no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca». Quizá la muerte del Siervo ha hecho recapacitar a aquellos que antes le tuvieron por nada (v. 3).

De hecho, el v. 10 da la clave de todo lo anterior. Toda esa cadena de sufrimientos y humillaciones era en realidad el designio de Dios. Por eso tiene valor y eficacia. Como siempre, el Dios oculto guiaba los hilos de la historia y de la vida de su siervo. Y el Siervo, con su sufrimiento silencioso, ha hecho triunfar el plan del Señor; sin hacer nada, sin decir nada, tan sólo con la fuerza de un sufrimiento aceptado y vivido como expiación. El Siervo mismo es liberado de la muerte («verá su descendencia, prolongará sus años») y es glorificado («por su medio triunfará el plan del Señor»; v. 11: «por los trabajos soportados verá la luz, se saciará de saber»). A la luz de esto se manifiesta toda la fecundidad del brote de tierra árida (v. 2), de la vida que irrumpe desbordando una muerte injusta. Es la paradoja del triunfo a través del fracaso.

Finalmente, en los vv. 11-12 Dios mismo vuelve a tomar la palabra para ratificar lo anterior, reafirmando la inocencia del siervo y la fuerza redentora de sus sufrimientos. Gracias a esta muerte expiatoria contemplamos al Siervo con una multitud de hombres como botín de victoria. «Su vida, pasión y muerte ha sido "intercesión", que el Señor ha aceptado; su silencio ha sido oración escuchada» (A. Schökel).

-Con el eunuco de Candaces, podemos preguntarnos: ¿De quién dice esto el profeta? (He. 8,34). La Iglesia primitiva lo tenía muy claro: «Felipe, partiendo de este texto de la Escritura -Is. 53, 7-8-, se puso a anunciarle la Buena de Jesús» (He. 8,35). Se comprenden las dificultades de los exegetas para encontrar una identificación en algún contemporáneo de Isaías II. La revelación de este pasaje desborda todos los personajes y todos los textos del A. T. No es que nosotros lo apliquemos a Jesús. Es que está hecho a su medida. En Él se ha hecho realidad, se ha cumplido la letra. No es casual que sea uno de los textos del A. T. más citados en el Nuevo (cfr. Mc. 9,12 ; Lc. 24,27.46; He. 10,43; 1Pe. 1,11; etc.)

Pero el texto se puede -y se debe- aplicar también a nosotros. Tras las huellas de Jesús, también nosotros estamos llamados a aceptar los sufrimientos de todo tipo, a asumir las humillaciones recibidas, a ofrecer nuestra vida como expiación. Así cargaremos con los pecados de muchos y nuestra existencia alcanzará una fecundidad insospechada. Así seremos el grano de trigo que cae en tierra y muere y da mucho fruto (Jn. 12,24). Así podremos justificar a muchos. Así por nuestro medio se cumplirá el plan del Señor de Salvación universal. Así nosotros mismos alcanzaremos una gloria inaudita.

Pero, como a los contemporáneos del profeta, también a nosotros nos cuesta creer este anuncio. Por eso hemos de pedir luz al Espíritu para no rechazar este camino que es el elegido por Dios mismo para su Hijo y para nosotros. Intentar salvar sin la cruz de Cristo es pura quimera. El grano que se resiste a morir queda infecundo.

Capítulo 54

1-10: «Con amor eterno te he compadecido»

Sirviéndose una vez más de la imagen matrimonial, el profeta anuncia con extraordinario vigor el proyecto de Dios. Israel, desposada con Yahveh por la alianza, ha sido repudiada por sus repetidas infidelidades y ha quedado sola, abandonada y sin hijos. Pero el Señor, movido por el amor que tiene a su esposa, va a volver a tomarla, la va a restablecer y va a colmarla de hijos.

Paradójicamente, las infidelidades de Israel han servido para conocer mejor el amor del Señor por su pueblo. Ya de antes sabía que era un amor de predilección, gratuito e inmerecido. Al comprobar que sigue siendo amado a pesar de sus infidelidades, Israel entiende que el amor de su Dios es «eterno» e inconmovible, que permanece fiel a sí mismo y que ama a pesar de todo. Al constatar que el Señor reconstruye a su pueblo, descubre que su amor es poderoso y creador, que es capaz de hacer completamente nuevo a aquel a quien ama. Al contemplar la nueva fecundidad de la estéril, sabe que su Dios va incomparablemente más allá de lo que es justo y que la norma de su actuación es la misericordia absolutamente gratuita e inmerecida.

Apoyado en este amor de Dios, el pueblo puede comenzar de nuevo. No comenzar de cero, sino abrirse a las «cosas nuevas» que el Señor les prepara en esta nueva etapa de su historia. Puede continuar su camino dejando a un lado la vergüenza, la afrenta y la tristeza y experimentando el gozo de una fecundidad nueva. Puede avanzar apoyado en la certeza de la fidelidad del Señor, en la seguridad de que su amor -más firme que los montes- jamás se apartará de su lado.

-Nosotros conocemos el amor de Dios de una manera más plena y más profunda que los contemporáneos de Isaías II. En su Hijo, hecho hombre por nosotros y muerto por nuestros pecados, Dios nos ha dado a conocer su amor desmesurado, que en la cruz ha llegado «hasta el extremo» (Jn. 13,1).

Este amor debe seguir siendo para nosotros el fundamento de la esperanza que no defrauda (Rom. 5,5). El hecho de que nada ni nadie puede apartarnos de este amor esnuestra única seguridad (Rom. 8,31-39). Y es este amor el que nos certifica una nueva e increíble fecundidad -humanamente impensable- para esta Iglesia que en tantos lugares contemplamos envejecida, estéril y sin hijos.

11-17: «Voy a cimentarte con zafiros»

Si en los versículos anteriores Jerusalén aparecía como la esposa que experimenta cómo el amor del Esposo divino la renueva y regenera y multiplica sus hijos, aquí aparece como una ciudad deslumbrante por su belleza y esplendor. Al reconstruirla, su Hacedor no se conforma con lo mínimo, sino que derrocha en ella lujo y magnificencia. Recubierta por todas partes de piedras preciosas, se convierte así en reflejo de la belleza del Señor que habita en ella y del poder de su Dios que es capaz de obrar semejantes maravillas.

Pero en el fondo toda esta belleza externa no es más que expresión de otra belleza más profunda, aunque también perceptible por fuera: todos sus hijos serán discípulos del Señor y encontrarán en ello su dicha, y la ciudad como tal será consolidada en la justicia (es decir, en santidad, en la relación adecuada con el Señor, y consiguientemente en la justicia de unos para con otros y de la sociedad como tal).

Y además tendrá otra característica importantísima en toda ciudad -sobre todo en la antigüedad, en que estaban siempre expuestos al asalto de los enemigos-: la seguridad. Jerusalén se verá libre del temor de estos ataques y de la opresión de los adversarios, pues será convertida en ciudad verdaderamente inexpugnable. ¿El motivo? La presencia del Señor que vuelve a ella (52,8) y será de nuevo su escudo y su alcázar.

La Iglesia es construcción del Señor (1Cor. 3,9). Pero también nosotros somos colaboradores en la edificación del templo de Dios y por ello responsables de cómo construimos (1Cor. 3,10-17). Podemos construir sólo apariencias. Podemos destruir. Podemos también edificar un templo santo y eterno. En este templo sólo la caridad construye, sólo la caridad embellece, sólo la caridad permanece. El amor no pasa nunca (1Cor. 13,8).

El N. T. aplica el v. 13 al cristiano (1Jn. 6,45; 1Tes. 4,9). Todo cristiano es un «teodidacta». Habiendo recibido el «Maestro interior», es enseñado desde dentro por el Espíritu. Por eso es fundamental la docilidad. Sólo el que es dócil al Espíritu se deja conducir a la verdad plena (Jn. 16,13), se deja santificar y es instrumento eficaz en la construcción de la Iglesia.

-La Iglesia es inexpugnable. Ni siquiera los poderes del infierno prevalecerán contra ella (Mt. 16,18). Pero a condición de que se apoye en el Señor. Ella sólo es fuerte en la fuerza de Dios. Sólo es santa en la santidad de Dios. Cuando busca otros apoyos fuera del Señor sólo es testigo de su impotencia. Cuando busca otros bienes fuera de los dones de su Esposo sólo es testigo de su mediocridad. Sólo la santidad es su fuerza. Sólo la santidad que viene de Dios es creíble.

Capítulo 55

1-5: «Comed sin pagar»

Después de los anuncios realizados, el profeta siente la necesidad de invitar al pueblo «sediento» a recibir los bienes prometidos. Son dones básicos para la vida que Dios les ofrece gratuitamente. La Palabra del Señor transmitida a través del profeta es vino y leche, agua y pan. Es el alimento sin el cual el hombre no puede subsistir. Pues puede carecer de muchas cosas, pero si carece de la Palabra de Dios que ilumina y da sentido a su vida le falta lo más importante. «No sólo de pan vive el hombre»... (Dt. 8,3).

Este don vital, abundante y sustancioso, es ofrecido gratuitamente. Basta acogerlo. Por el contrario, el hombre se agota afanosamente, gastando tiempo, medios y energías, para conseguir un alimento que no sacia. Con palabras de Jeremías, abandona el manantial de aguas vivas para excavarse cisternas agrietadas que no retienen el agua (Jer. 2,13). Por eso el profeta llama al discernimiento y a la sensatez: «prestad oído, venid a mí, escuchadme y viviréis». Sólo haciendo caso al Señor se puede alcanzar vida y felicidad.

Y lo que ofrece esta palabra es nada menos que una alianza «eterna», irrevocable, basada en promesas «amorosas y fieles». Una alianza renovada, de la que el pueblo va a ser testigo en favor de otros pueblos que también se beneficiarán de ella: «tú llamarás a un pueblo desconocido, un pueblo que no te conocía correrá hacia tí».

-Es impresionante la insensatez de los hombres luchando afanosamente por un pan que no sacia y por un agua que no calma la sed. Es la ceguera del ser humano que no quiere reconocer que su corazón está hecho para Dios y sólo en Él encontrará descanso y plenitud.

Pero lo que resulta más desconcertante es que los que deberíamos estar deslumbrados por el fulgor de la verdad regalada en la revelación divina y deberíamos saciarnos a boca llena del Pan de la vida en el banquete de la eucaristía, andemos mendigando en otras mesas migajas de pan y gotas de agua que no pueden calmar nuestra sed. ¿Es tan difícil tender la mano para dejarse saciar gratuitamente? «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn. 7,37). «El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed» (Jn. 6,35).

Sólo viviendo esta plenitud hallada en Cristo, sólo experimentando gozosa/mente que Él nos basta, podremos ser testigos suyos ante el mundo y podremos atraer a otros hombres hacia Él para que también ellos entren en su alianza y disfruten de esa misma plenitud -hasta donde es posible- ya en este mundo.

6-11: «Mis caminos no son vuestros caminos»

Al final de su predicación, el profeta nos da una de las claves de todo lo que ha dicho. Su profecía ha anunciado cosas tan grandes que pueden parecer increíbles. Por eso nos invita a remontarnos al plano de Dios. Él ha hablado siempre en nombre del Señor, transmitiendo su Palabra como «boca de Yahveh». Lo que ha manifestado es el pensamiento de Dios y sus planes. Y no se trata de traer al Señor a nuestro nivel, sino de dejarnos levantar al suyo.

Uno de los aspectos de la grandeza infinita de Dios es su capacidad y su deseo de perdonar (vv. 6-7). En el perdón Dios manifiesta especialmente su poder y su bondad inagotable, su capacidad de recrear al hombre, de hacer todo nuevo. Basta que el hombre deje un resquicio de arrepentimiento para que Dios penetre derramando su compasión. Con la grandeza sobrehumana e inconcebible del perdón Dios demuestra precisamente que es Dios y no hombre (Os. 11,9).

Y otra manifestación de su trascendencia es que su palabra produce vida y fecundidad, al estilo de la lluvia cuando riega los campos. A diferencia de los hombres, que «dicen y no hacen», la palabra de Dios posee vigor creador, es viva y dinámica, se cumple siempre. La Palabra de Dios es como un sacramento: produce lo que significa. Dios «lo que dice lo hace».

-Cuando se habla de la conversión se suele pensar en cambio de conducta, en hacer bien lo que uno hacía mal. Sin embargo, hay otra conversión más profunda y radical: el cambio de criterios y de mentalidad, la transformación de nuestro modo de ver y valorar las personas, los acontecimientos, las dificultades, etc. Se trata de salir de la estrechez y cortedad de nuestra mente -impregnada además de egoísmo y pecados- para dejarnos levantar -iluminados por el Señor y su palabra- a las alturas de la sabiduría divina. Se trata de poder llegar a decir con verdad: «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Cor. 2,16).

Al príncipe de los apóstoles Jesús le llamó «Satanás». ¿Razón? «Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt. 16,23). Cada vez que hablamos o actuamos con los criterios de los hombres y no con los de Dios, somos instrumentos -aun sin saberlo- de Satanás, que es «el Padre de la mentira» (Jn. 8, 44) e intenta apartar a los hombres de los planes infinitamente sabios y amorosos del Padre.

Y uno de los aspectos de este cambio de mentalidad es salir de los esquemas de justicia para entrar en la lógica del amor y la misericordia. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6,36). «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn. 15,12).

12-13: «Será para renombre de Yahveh»

El profeta termina recalcando lo que ha anunciado desde el principio: «Sí, con alegría saldréis, y en paz seréis traídos». Ante la presencia del Señor que actúa en favor de su pueblo y camina con él (52,12), la creación entera exulta y aclama. Más aún, ante la presencia del Señor todo se transforma: «en lugar del espino crecerá el ciprés».

Y finalmente remata -como no podría ser de otra manera- poniendo de relieve que todo será para gloria del Señor, «para renombre de Yahveh». Estos nuevos prodigios quedarán como «señal eterna que no será borrada» que dará testimonio perpetuamente de la grandeza y del poder del Señor y le glorificará de generación en generación.

-Propiamente hablando, nosotros no glorificamos a Dios. Le damos gloria cuando le permitimos actuar y realizar cosas grandes en nosotros. En realidad, como María, a nosotros nos toca dejar hacer al Señor, acoger y secundar dócilmente las maravillas que El obra en nuestra pobreza, y después reconocerlas y proclamarlas ante los hombres (Lc. 1, 46ss) hasta el punto de quedar convertidos nosotros mismos en signos vivos de su poder, en reflejo de su gloria (2Cor. 3,18).