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FR. IGNACIO BEAUFAYS, O.F.M.

Historia de San Pascual Bailón, Patrono de las Asociaciones Eucarísticas

El libro presente reproduce, abreviándola, la obra del P. Fr. Ignacio Beaufays, O. F. M., Historia de San Pascual Bailón, de la Orden de Frailes Menores, Patrono de las Asociaciones Eucarísticas, traducido de la segunda edición francesa por Fr. Samuel Eiján, O. F. M., en Barcelona, Tipografía Católica, calle del Pino, nº 5, 1906, 265 páginas.

Esta edición de 1906 fue publicada con Licencias de la Orden, dadas por Fr. Cælestinus Fraga, Miss. Apost. et Discretus Terræ Sanctæ Censor deputatus, y por Fr. Robertus Razzoli, Custos Terræ Sanctæ. La Licencia del Ordinario era del Vicario General de la Diócesis de Barcelona, +Ricardo, Obispo de Eudoxia, actuando de Secret. Sust. Lic. Manuel Fernández.

Venía la obra precedida por una Carta dirigida al autor por el Cardenal Rampolla, Secretario de Estado de S.S. León XIII (Roma, 24 de junio de 1903); por otra Carta, también dirigida al autor, de Mons. TomásLuis Heylen, Obispo de Namur y Presidente perpetuo de los Congresos Eucarísticos (Namur, 22 de marzo de 1903); y por un Prólogo del Traductor, Fr. Samuel Eiján, O. F. M. (Jerusalén, 17 de mayo de 1906).

Indice

Introducción, 5. –1. Los primeros años de San Pascual Bailón. –2. El pastorcillo. –3. Entre jóvenes. –4. Ejemplar. –5. Tierra de Promisión a la vista. –6. El ideal de San Francisco de Asís. –7. La vida religiosa. –8. Pidiendo limosna. –9. Grandes penas. –10. Historia de una vocación. –11. A través de Francia. –12. Prolongado martirio. –13. El corazón de un santo. –14. De un convento a otro. –15. Sabiduría espiritual. –16. Apóstol y bienhechor de Villarreal. –17. Acercándose al cielo. –18. Vida íntima. –19. Milagros después de la muerte. –20. Los golpes de San Pascual. –21. Gloria póstuma. –22. Sepulcro de San Pascual. –23. San Pascual, patrono de las Asociaciones eucarísticas. –Bibliografía.

Introducción

Debemos tener para con Dios corazón de hijo; para con el pró­jimo, de madre; y para con nos­otros mismos, de juez (San Pascual).

En ciertos lugares se legisla hoy para decretar la muerte de una religión que se califica de contraria a las leyes del progreso... y a los instintos del placer.

Sus «obras», se dice, vienen a ser una especula­ción ruinosa para la sociedad. Sus «predicaciones» no hacen sino fomentar la superstición popular. Su «enseñanza» implica una competencia desleal a la enseñanza del Estado preceptor. Su «contemplación» es el desgaste de toda ener­gía, la paralización de toda actividad.

¿De estas diatribas llegará a librarse esa «caridad» que ejerce su benéfica influencia al lado de los po­bres enfermos, desamparados por el mundo?... Tal vez, pero a condición de que se haga laica y de que trate a los individuos como seres privados de razón.

Tanto el hombre como la mujer son considera­dos como un capital perdido cuando se consagran a «la vida religiosa»; y no faltan tampoco legisladores que se propongan evitar esta pérdida. Como consecuencia de ello, las vírgenes deben continuar en medio de su familia y los clérigos alis­tarse en el ejército.

A una tal teoría, que se empeñan en llamar pro­gresista, nosotros responderemos con los hechos, mostrándoles a un hombre consagrado a Dios y transformado por tanto en bienhechor de la humanidad, es a saber, a un verdadero «progresista», alguien que se esforzó para perfeccionar la condición humana.

La vida de Pascual viene a resumirse en estas tres frases: él tuvo para Dios un corazón de hijo; para consigo mismo, un corazón de juez; para la humanidad, un corazón de madre.

Pascual practicaba ese desprecio de sí mismo que sacrifica sin miramiento el egoísmo, fuente de todos los males sociales. Él estaba animado de ese amor que con­duce junto a la humanidad doliente, que la con­suela, que la alivia, que no permanece insensible ante la menor de sus desgracias.

Dios, al tomar dominio de su corazón, no lo con­fisca sino para que de él redunden beneficios para los hombres, abriéndole a toda bondad y a toda grandeza e inclinándole ante todos los infor­tunios.

Pascual nos muestra por medio de los hechos, en referencia sobre todo a la Eucaristía, «su centro y su foco», lo que es realmente la religión cristiana bien comprendida y fielmente practicada.

El adorable Misterio no es para nuestro Santo un rito realizado maquinalmente, ni un medio para una utilidad vulgar. Pascual acepta el Misterio y sus consecuencias sin rebelarse contra un dogma que está sobre él, que le habla en nombre de Dios. Él sabe que su fe debe inspirar toda su vida, debe regular todas sus accio­nes e informar todas sus energías. Él sabe ver a Dios en todo y no ver en todo sino a Dios, y así emprende una ascensión sublime hacia la perfec­ción, elevando la naturaleza sobre sí misma, sin rebajar nunca lo sobrenatural hasta el nivel de la razón.

La Eucaristía, Jesucristo Dios y hombre, presente en medio de nosotros para enseñarnos, para condu­cirnos, para aliviarnos, ése es el principio del que fluyen to­das las acciones de su vida.

Pascual ha vivido de su Dios, presente y oculto en este adorable Sacramento. Ha  vivido para su Dios, presente y oculto en la Hostia santa, y se ha convertido así el mismo en hostia para sus hermanos, por cuyo bien trabajó siempre.

Ya he escrito en otra ocasión la vida del Santo. Ahora lo hago de nuevo apoyándome en los documentos originales, en los Procesos de canonización, en los testimonios de sus contemporáneos, con frecuencia conmovedores, siempre veraces y garantizados por el juramento de los testigos.

Las Actas del Proceso forman ocho volúmenes in folio, manuscritos todos y de unas mil páginas cada uno. Las declaraciones están escritas casi todas en español, con un extracto de las mismas en latín. En latín están los análisis de los milagros y las fórmulas de juramento. En italiano se leen algunas partes del Proceso apostólico.

Las Actas del Proceso se guardan en los archivos de la Procuración de los Franciscanos españoles, en el Con­vento de Santi Quaranta, Roma (Transtevere).

Yo me he esmerado en seguir con la mayor cuidado el orden cro­nológico tal como se deduce de los testimonios mis­mos, de la naturaleza de los hechos y de las indica­ciones que nos suministran los dos más antiguos biógrafos del Santo, que son los siguientes:

1º.– Juan Ximénez, amigo y superior del Santo. Su obra se dedica en parte a consignar sus recuerdos personales, en parte a refe­rir las actas del Proceso, y, por último, a transcribir el testimonio de los religiosos amigos del Bien­aventurado.

El autor es fiel bajo el punto de vista histórico, si bien no deja de rendir tributo al gusto literario de su época, abusando con frecuencia de la retórica y del estilo. Su relato, en vez de mostrarnos al San­to, nos muestra a veces a su panegirista.

La obrita, escrita en 1598, seis años después de la muerte de San Pascual, está dedicada a Felipe III, rey de España, y fue impresa en Valencia el año 1600. Forma parte de la Crónica de Ximénez, y está re­dactada en lengua española.

Los Bolandistas nos dan la traducción latina de la misma en el tomo IV del Acta Sanctorum maji; los continuadores de Wadingo, en Annales minorum, tomos XIX y XX; y los autores de las Croniche di S. Francesco, en esta obra suya, comenzada por Mar­cos de Lisboa.

El mérito principal del libro de Ximénez es el de habernos conservado los mejores fragmentos de los escritos del Santo. Dichos escritos no vienen a ser otra cosa que dos modestos libritos, con sentencias recogidas en di­versas fuentes, y sazonadas con reflexiones y plega­rias personales. Se conservaban, como precio­sas reliquias, en el archivo del convento franciscano de Elche, pero no pudieron sobrevivir a la tormenta revolu­cionaria de 1835, que destruyó o dispersó asimismo tantos otros preciosos manuscritos.

A pesar de lo dicho, lo que de ellos ha llegado hasta nosotros basta y sobra para reconstruir la doctrina espiritual del Santo, en lo que ésta tiene de original.

2º.– Cristóbal de Arta, religioso español, escri­bió una nueva vida, más completa que la anterior, singularmente por lo que respecta a los milagros. Sus fuentes de información fueron las Actas del Pro­ceso.Tiene un estilo más sencillo que la de Ximé­nez.Compilador escrupuloso, incluye todos los su­cesos y los refiere con exactitud, aunque sin poner empeño en hacer revivir su héroe. La lectura de esta obra facilita la consulta de las Actas del Pro­ceso.

Los Bolandistas atribuyen además a este autor un Supplementum biográfico y la relación de nume­rosos milagros, que figuran a continuación de la tra­ducción de la vida de Ximénez.

La obrita de Arta fue vertida al italiano e impre­sa en Venecia por los años de 1673 y 1691 con el título: Vita, virtú e miracoli di S.Pasquale Baylon.También se han hecho más tarde otras ediciones de la misma.

El Geestelickem Palmboom, de Frèmant, reim­preso en el Seraphicusche Palmboom, sigue las vi­das escritas por Ximénez y Arta.

La Auréole séraphique hace un hermoso resu­men de estas mismas vidas, como también lo hacen Antonio del Lys en su trabajo reciente: Vie de Saint Pas­cal, editada en Vanves en 1898 y en 1900; el P. Juan­Capistrano Schoof, en el no menos reciente: Ges­chiedenis van den H. Paschalis Baylon, Turnhout, 1899; y la traducción alemana de Antonio del Lys: Leben des U. Paschalis Baylon, 1902.

Por último, el P. Luis Antonio de Porrentruy ha publicado en París, en la editorial Plon, el año 1899, con el título: Saint Pascal Baylon, patron des ouvres eucharisti­ques, una historia escrita según los originales del proceso y enriquecida con muchos artísticos gra­bados.

Los documentos diplomáticos, tales como la Bula de canonización y los diversos Decretos que la pre­cedieron, me han sido también muy útiles bajo el punto de vista de la interpre­tación que se debe dar a ciertos detalles de la vida del Santo.

La presente obrita es, pues, una recomposición de la que hace años he editado, ya agotada. Me ha parecido indispensable reescribirla, toda vez que, estudiados los documentos originales, es decir, las Actas del Proceso, he podido apreciar la vida y he­chos de nuestro Santo con mayor exacti­tud que en sus antiguos biógrafos, únicas fuentes de mi primer estudio.

9 de Marzo de 1903

1. Los primeros años de San Pascual Bailón

España, a mediados del siglo XVI, acaba de poner término a su larga cruzada contra los musulmanes; y enriquecida con un nuevo mundo, toca al apogeo de su grandeza. «Cuando ella se mueve, solía decirse, Europa tiembla».

Sus monarcas, dueños de Estados sobre los cua­les «no se pone el sol», tienden a introducir en ella el centralismo. Y para ello es preciso acabar con los fueros, que eran un legado de las costumbres antiguas, sagradas e inviolables. Provincias entonces, que antes habían sido reinos, deseosas de conservar su autonomía, luchan repetidas veces, y no siempre sin éxito, por esta causa.

Con todo, en ninguna parte fue tan viva la lucha como en el Norte, en Vizcaya, Navarra y Ara­gón. Los aragoneses llegaron a insultar a los comi­sarios e inquisidores madrileños al pie de la ciudadela de Zaragoza, que fue residen­cia de éstos y les sirvió más de una vez de lugar de refugio. Les recordaban la fórmula dirigida por los nobles de antaño al que era constituido como nuevo jefe: «Cada uno de nosotros vale tanto como vos, y reunidos todos valemos más que vos».

El estilo de vida que entre ellos se observaba contribuía no poco a vigorizar este amor a la independencia y esta constancia en defenderla. Los niños, por ejemplo, eran destinados a conducir los rebaños des­de su tierna infancia, y erraban a la ventura, sin dis­frutar apenas de la dulzura del hogar paterno. Más tarde, emprendían largas peregrinaciones, y recorrían con sus merinos, a semejanza de los árabes, las llanuras de Castilla y de Extremadura. Pasaban los años del crecimiento en sus estepas inmensas de desairados horizontes, perdidos en medio de una naturaleza austera y silvestre, y llegaban así a adquirir un carácter firme como el suelo que pisa­ban, y áspero como la brisa que sopla en las montañas.

Aún en la actualidad los campesinos aragoneses, sobrios y enérgicos, prefieren la caza a la agricultu­ra, y la existencia nómada a la vida sedentaria. In­sensibles a la fatiga y contentos con lo necesario, inclinados a la violencia y fogosos por temperamen­to, nadie como ellos para llevar a cabo la realiza­ción de grandes proyectos y para desempeñarlos con constancia rayana en el heroísmo.

Tal es el pueblo en medio del cual tuvo la cuna nuestro Santo. Torre Hermosa, su patria, es una pequeña población reclinada al pie de los montes Ilirianos, que dependía, a la sazón, en lo temporal de Aragón, y en lo espiritual de la diócesis de Si­güenza, aneja a Castilla.

«Diríase, observa el anti­guo Cronista, que el Señor quería que nuestro Bien­aventurado llegase a ser un sujeto con el que pudieran, a un propio tiempo, vanagloriarse dos reinos».

Sus padres, que eran unos modestos inquilinos del monasterio cisterciense de PuertoRegio, se enor­gullecían, no obstante, de la nobleza de su sangre, ya que no figuraban en la lista de sus antepa­sados «ni moros, ni judíos, ni herejes».

Martín Bailón, creyente de buena cepa e íntegro hasta el rigor, habíase unido en segundas nupcias con una dulce y piadosa criatura, llamada Isabel Ju­bera. El sentimiento cristiano que informaba su al­ma, le movía a profesar una veneración sin límites hacia el augusto Sacramento de nuestros altares. Por eso, antes de emprender el viaje de la eternidad, quiso recibir de rodillas el santo Viático.

Isabel, por su parte, amaba a los pobres. Y no faltó quien más de una vez dijera a Martín, refiriéndose a ella:

–Concluirá por arruinaros con sus limosnas. Pen­sad, pues, en el porvenir de vuestros hijos.

–No importa, replicaba el buen esposo, la medida de trigo que ella dé por amor de Dios nos será por Dios devuelta más colmada aún y llena hasta los bordes. Y dejaba a su mujer en el ejercicio de su obra ca­ritativa.

Siguiendo esta norma, Bailón y Jubera, no por no ser ricos, llegaron nunca a conocer la indigencia. Dios bendijo sus trabajos e hizo fructificar su unión. Gra­cias a su hijo, su nombre está destinado a perpetuar­se en la posteridad.

Este hijo, que es su mayor gloria, vio la luz del mundo el 16 de mayo de 1540, día de Pentecostés. Y había de morir también en un día de Pentecostés, el 17 de mayo de 1592.

Pues bien, en España, al día de Pentecostés se le solía llamar «Pascua florida» o «Pascua de Pentecostés». Y todo niño nacido en Pascua debía llamarse Pas­cual: tal era entonces la costumbre.

Pascual tuvo por madrina a su propia hermana Juana, primer fru­to del primer matrimonio de Martín Bailón. Y son pocas las noticias que han llegado hasta nos­otros acerca de los primeros años de la vida de nuestro santo. Sí sabemos que el niño creció al lado de sus hermanitas Ana y Lucía y de su pequeño hermano Juan, vástagos del segundo matrimonio.

Pascual prefiere, ya desde un principio, la compañía de su madre a toda di­versión infantil. Puesto sobre las rodillas de ésta, o bien sentado junto a ella, se complace en escuchar de sus labios las conmove­doras historias de Jesús, de María, de los santos mártires y de los espíritus angélicos. Este mundo de la fe tiene para él un especial atractivo y se ofre­ce a su imaginación de niño con los más brillantes colores. Sus entretenimientos infantiles los consti­tuyen piadosas imágenes, más bien que los juegos bulliciosos de su tierna edad.

«Poned atención, so­lía decir Isabel, en lo bien que hace mi pequeñuelo la señal de la cruz y en la devoción con que recita sus oraciones».

Una vez llevado nuestro niño al templo, toda su atención se reconcentra en seguir con ojo atento el curso de las sagradas ceremonias de los ministros del Señor. ¿Cuáles fueron entonces sus relaciones para con el Dios de la Eucaristía? He aquí una cosa imposible de averiguar.

Lo que sí resulta indudable es que, a partir de aquella época, Pas­cual se siente atraído irresistiblemente hacia la igle­sia. ¡Cuántas veces, en que le dejaban solo en su casa, huía Pascual, y, volando más bien que corrien­do, se encaminaba al pie del sagrado Tabernáculo, permaneciendo allí como abismado en oración fer­viente!... Su madre, inquieta por la fuga del niño, le buscaba por todas partes, lo descubría al fin jun­to al altar, y le obligaba a regresar a casa.

Y en vano Isabel, al igual del padre, se esforzaba por retenerle dentro de casa, echando mano ya de las caricias, ya de las amenazas, pues no había medio alguno de conseguirlo.

Hubo, no obstante, un día en que Pascual puso término a estas escenas.... el día en que, habiendo llegado a la edad de la razón, se dio cuenta de la obli­gación que tenía de obedecer a sus padres.

«Pro­fundamente respetuoso para con ellos, se dice, ja­más resistió sus órdenes, ni dejó de prestarles obediencia».

No tiene nada de extraño, pues, que un niño como Pascual sintiera deseos de abrazar la vida religiosa. Estos deseos se patentizan claramente ya a sus siete años de edad. Un testigo ocular refiere esta anécdota, entre otros sucesos relativos a su infancia:

«Mis padres, que eran muy devotos de San Francis­co de Asís, me habían consagrado a él. Siendo yo como de ocho años de edad, ostentaba ya sobre mi cuerpo el hábito, la capilla y el cordón franciscano. Era un fraile en miniatura.

«En ocasión en que me hallaba postrado por la enfermedad en el lecho del dolor, vino a visitarme mi pequeño primo Pascual.

«No bien éste penetró en la habitación vio sobre una silla la religiosa librea, corrió a cogerla y se la puso en un abrir y cerrar de ojos. Una vez vestido, nuestro improvisado fraile principió a contemplarse a sí propio con admiración y a parodiar todas las acciones y actitudes de los reverendos Padres.

«Llegó, luego, el momento de despojarse de su nueva vestimenta. Entonces asaltóle una inmensa tristeza, prorrumpió en lágrimas y gemidos, y opuso una resistencia desesperada... Fue preciso que Isa­bel interviniese en el litigio. El niño se sometió a la voz de su madre, y llorando como un sinventura y sollozando amargamente fue dejando una a una todas las piezas de su uniforme, no sin dirigirles antes una mirada llena de lágrimas y de una santa envidia.

–No importa, exclamó al fin Pascual, cuando yo sea grande me haré Religioso. Quiero vestir el há­bito de Francisco.

«Estas palabras las repetía desde entonces con mu­cha frecuencia; así que su hermana Juana le designó, a partir de aquel día, con el calificativo de fraileci­to, cosa que hacía sonreír al Santo,

Más tarde, cuando ésta lo vio convertido en Re­ligioso franciscano:

«Pascual, mi ahijado, excla­mó con muestras de regocijo, se ha portado como hombre de palabra. ¡Ah! ¡Cuán orgullosa estoy de ello!»

Y no le faltaba, en verdad, razón para enorgulle­cerse, ya que estaba persuadida, quizás no sin motivo, de haber contribuido en parte a formar su vocación.

2. El pastorcillo

A los siete años comienza la enseñanza de la vida.

«Hijo mío, dice a Pascual su padre Martín Bailón,  es preciso que de hoy en adelante te dediques al trabajo, según lo hacen también tus hermanos y compañeros. Tú quedas encargado de guardar los rebaños».

Y con aquella voz firme, que hacía temblar al ni­ño, el hombre íntegro le inculca el cuidado con que debe procurar que sus rebaños no ocasionen destrozos en las heredades ajenas.

«Pon grande atención en que tus bestias no causen daño en los campos veci­nos. A ti te toca vigilar sobre este punto con suma di­ligencia».

El muchacho escucha estas palabras y se aleja. Días después vuelve deshecho en lágrimas al lado de su madre y exclama:

«Os pido por favor que no me obliguéis a guardar juntamente las cabras y las ovejas; pues aquéllas son tan tercas, que todos mis esfuerzos resultan inútiles al objeto de evitar que vayan a pastar en los campos de los vecinos».

Isabel entonces le quita las cabras, y el niño que­da únicamente pastoreando las ovejas.

Éstas eran mucho más dóciles. «¡San Pedro y San Juan nos asistan!» decía Pascual en ademán de cas­tigarlas. Esto solo bastaba para mantenerlas a raya. Los desperfectos por ellas causados resultaban rarísimos, y el pastor podía así vivir más tranquilo.

Con todo, en la vida del pastor no hay mucho de apacible. ¡Tenía el Santo unos compañeros tan poco cuidadosos en sus conversaciones, tan propensos a jurar y perju­rar y tan dados a diversiones de mal gusto!... Pascual vivía contrariado en medio de ellos. «Yo no quiero ir al infierno», decía, aban­donando su compañía.

En vano se burlan éstos de sus escrúpulos y le tratan de excéntrico y aun quieren obligarle a to­mar parte en sus poco laudables diversiones. A des­pecho de todas sus exigencias el niño permanece inflexible. Su obstinación queda al fin victoriosa y los com­pañeros le dejan.

Desde entonces Pascual se encamina todos los días hacia una pequeña iglesia, muy venerada en toda la comarca, que estaba dedicada a la Virgen de la montaña, a Nuestra Señora de la Sierra. Y una vez a la sombra del amado Santuario, su turbación se desvanece como el humo.

«Mis rebaños, piensa, están mucho mejor viviendo yo aislado».

Con fre­cuencia se le ve en el campo dobladas las rodillas, juntas las manos y con los ojos fijos en la venerada capilla, ocupado en la oración o bien en cantar unos gozos, hermosos cantos populares, en honor de Je­sús y de María.

Llega, no obstante, un momento en que hasta sus mismas ovejas se rebelan contra sus buenos de­seos. La hierba escasea en aquel sitio, y es preciso alejarse e ir a otras partes en busca de pasto. Nues­tro pastorcillo no por eso abandona del todo las cercanías, y prosigue, frente a la capilla, en el ejercicio de sus piadosas prácticas.

A pesar de ello el rebaño no se muestra satisfe­cho, y le es necesario alejarse más y más, ya bor­deando con él los flancos de las montañas en donde entre las rocas crece la retama, ya descendiendo por los verdeantes declives en cuyo fondo serpean los arroyos o los torrentes espumosos, que se precipi­tan ruidosos en la época del deshielo y de las lluvias.

¿Qué hacer entonces, una vez perdido de vista el modesto Santuario?... Pascual diseña sobre su cayado una cruz, y cuel­ga bajo la cruz una imagen de la Virgen María, que es en adelante para él un objeto sagrado, digno de respeto y de amor. Postrado de rodillas ante él, prosigue nuevamente sus devotos ejercicios. Para señalar el tiempo fabrícase un diminuto cuadrante solar, y logra así regular para su servicio las horas del día.

Cruza, en esta época, por su mente la idea de ins­truirse.

«Si yo supiera leer, dice, podría rezar el Oficio de la Santísima Virgen y entregarme a la lectura de bellas historias».

Pero ¿de qué medio valerse a este fin? Cierto que estaba próximo el convento en donde los monjes enseñaban a leer; con todo no había que pensar en semejante cosa. Su padre había hablado; no tenía, pues, otro remedio que ganarse la vida y guardar el rebaño.

El niño no por eso renuncia a su proyecto: con­sigue hacerse con un devocionario, y valiéndose ya del auxilio de un compañero menos ignorante, ya de alguna otra persona de buena voluntad, pro­cura le sean explicadas algunas líneas, las graba en su memoria y las rumia a solas.

Este sistema era el que observaban los niños ju­díos del tiempo de Jesús. Se les enseñaban las pala­bras, conocidas por el rezo ordinario; y por la pro­nunciación familiar iban uniendo unos a otros los caracteres. La costumbre y la adivinación más o menos perspicaz de cada uno completaban la enseñanza de la lectura.

Y después de la lectura, la escritura. Nuestro escolar logro reunir algunos trozos de pa­pel y formarse con ellos un cuaderno. Hace las ve­ces de pluma una caña y se provee además de un tintero rudimentario, obteniendo así una escribanía que ofrece muchos puntos de contacto con la de los escritores árabes.

Ayudado así de estos conocimientos y más aún de las luces de la divina gracia, emplea Pascual una buena parte del tiempo en leer libros piadosos, sobre todo vidas de santos, y en escribir para su uso los pasajes que más le agradan.

Para descansar de sus lecturas y de sus plegarias, se entretiene en hacer rosarios. Abundaban en los terrenos arenosos y en los bordes de los estanques los juncos de tallos deteriorados y flexibles. Las ovejas no los comían, y de ellos se servía el Santo para hacer los Ave, formando pequeños nudos; con otros nudos más gruesos formaba los Pater; luego los sujetaba en forma de corona, y así se proveía de rosarios destinados a sus com­pañeros.

Siempre que encontraba a alguno de éstos más piadoso y bueno que los demás, le ofrecía uno de aquellos rosarios, y le exhortaba a rezarlo diaria­mente, diciéndole con la convicción más profunda: «esto atraerá sobre ti la felicidad».

Y no dejaba de haber muchos que se dejaban per­suadir de ello. Uno de éstos refiere que «todos se creían seguros cuando estaban cerca del Beato». Y añade:

«Cierto día que nos hallábamos en los al­rededores de Alconchel, sentados junto a dos árbo­les, sobrevino de improviso una ráfaga de viento huracanado que, pasando como una tromba, arrancó de cuajo ambos árboles. Éstos cayeron al suelo, pero a un lado y a otro de la dirección en que nos­otros, asustados, emprendíamos la huída. Casi por milagro conseguimos en tal ocasión librarnos de una muerte inminente».

No faltan tampoco en la vida pastoril daños y pri­vaciones. Para evitar los primeros, se debe estar alerta a despecho de los fríos vendavales que azotan el rostro, y de los rayos de un sol de fuego que mar­chitan la hierba y que abrasan como una hoguera.

Estas incomodidades no tenían eficacia alguna contra la firmeza de voluntad de nuestro pastorcillo, quien ardía en deseos de imitar a los santos y de testimoniar, por medio del sufrimiento, el amor que profesaba a Jesucristo.

Así que, no contento aún con estas penalidades, se despoja de su calzado y camina con los pies desnudos por ca­minos pedregosos, para mortificarse a sí mismo con las heridas que le producen las piedras y las espi­nas.

Y cuando alguno le pregunta la causa de tales rigores, responde: «yo quiero ganar el cielo y satisfacer por mis pecados». «Su corazón, observa el antiguo biógrafo del santo, estaba ya entonces es­clavizado por el amor a Jesús paciente».

Buscaba al amado de su alma, siguiendo las hue­llas de los rebaños. Aun durante la noche, cuando el frío reunía a los pastores en torno a una gran hoguera, Pascual corría a ocultarse y a orar a la entrada de una ca­verna, malamente cerrada con algunas ramas. La dé­bil llama de un fuego, pobremente alimentado por sarmientos recogidos, le servía con sus rojos destellos, no tanto para calentar sus ateridos miembros, sino para leer en su libro del Oficio. ¿Acaso el amor divino no es un fuego que se alimenta con el ser mismo de aquel a quien inflama?

3. Entre jóvenes

Pascual, ocupado en pastorear las ovejas de sus padres, ha vivido hasta ahora en una cierta in­dependencia, y de ella se ha aprovechado para dar libre curso a sus aspiraciones de retiro y de oración.

Ahora, llegado a la adolescencia, cambia para él la situación, y en vez de guardar sus propios rebaños, se ve bajo ajena tutela y encargado de guar­dar los rebaños ajenos. A partir de esta circunstan­cia, entra de lleno en la corporación de los pastores, y por lo mismo debe adaptarse a sus leyes.

Al mayoral, su jefe, le toca reglamentar el empleo del tiempo y asociarle a las tareas de uno o más compañeros. Pascual se somete, pero no sin hacer interiormente un doloroso sacrificio.

La ley de Dios es la única que señala límites a su sumisión. Cierto día el mayoral quiere obligarle a robar uvas.

–No me es lícito robar los bienes ajenos, respon­de el Bienaventurado.

El jefe, no obstante, insiste en su pretensión, y el niño le dice de nuevo:

–Prefiero verme hecho trizas.

El patrón amenaza, pero Pascual no por eso vuel­ve atrás en su resolución. Viendo aquél, finalmente, que el Santo no da su brazo a torcer, penetra él mismo en la viña y coge del codiciado fruto; luego ofrece parte al Santo, y quiere obligarle a que lo coma en su compañía.

–Jamás, repuso Pascual, el bien mal adquirido no puede ser de provecho.

Otras veces había de presenciar los alter­cados que entre sí o con su patrón sostenían los pas­tores. La dureza nativa de éstos, reforzada por un sen­timiento de honor mal entendido, era causa de que los tales se mostrasen implacables en la ven­ganza, al propio tiempo que su desconfiada suscep­tibilidad servía de germen funesto para multiplicar las ocasiones. Apenas pasaba día en que no hubiera entre ellos graves reyertas, que por su crueldad llegaban con frecuencia a los límites del salvajismo.

Tales espectáculos helaban de terror al tímido muchacho, quien no se sentía dispuesto por su par­te a manejar el estoque o a habérselas a puñetazos con sus rivales.

–Oye, hermano, decía a Juan Aparicio, compañero suyo de mayor edad a quien quería por sus cualidades como a un hermano,; este oficio de pastor no tiene nada de bueno, pues es propenso a originar continuas reyertas. Yo no quiero pasar la vida de este modo, y pienso hacerme religioso.

–Hazte, pues, en el monasterio de Huerto, respondió Aparicio,  que está consagrado a la Santísima Virgen, posee recursos abundantes y tiene además la ventaja de estar en tu país.

–No, repuso Pascual, ese monasterio no me agrada; yo quiero otra cosa...

Y en conversaciones como ésta solía entretenerse muchas veces el Santo con su amigo, descubriéndole sus proyectos y haciéndole participante de sus vacilaciones.

Otras veces buscaba distracción en el canto, acompañándolo a los acordes de su rabel, y repitiendo sus gozos predilectos. Pero con todo, su principal agrado consistía en retirarse a solas lo más posible y rogar a Dios con gran fervor que le hiciera conocer su voluntad.

Un día refirió a su amigo, por quien sabemos nosotros todos estos detalles, que se le habían aparecido un religioso y una religiosa, a los que él no conocía, y cuyos hábitos eran distintos de los de los monjes del Huerto. Tenían ambos una apariencia de gran bondad y le habían dicho mirándole fijamente y con gran ternura:

–Pascual, la vida religiosa es muy agradable a Dios.

Esta aparición le había confortado mucho, pero al mismo tiempo le había sumergido en un mar de confusiones. ¿Cómo dar con dichos religiosos, de los que parecía valerse el cielo para indicarle la Voluntad divina?

Poco después le sobrevino una nueva visita. Tam­bién esta vez se presentaba ante él un monje, vesti­do con tosco sayal y ceñido por una cuerda, casi igual al anterior, y que también le asegu­raba que la vida religiosa era muy agradable a Dios.

Indeciso Pascual resolvió, por último, tomar como modelos a los santos cuyas vidas leía, y cubrir su cuerpo con un hábito semejante al que había visto en las dos apariciones.

Desde entonces se le ve siempre vestido con túnica cenicienta, ajustada a la cintura por una gruesa cuerda, y oculta por la capa que lleva de ordinario, y por un sombrero de anchas alas, uniforme típico de los pastores españoles.

Sus penitencias eran muy frecuentes, deseoso, decía, de expiar así los pecados que cometía a cada paso. Cierto día fue sorprendido con las disciplinas en la mano por uno de sus compañeros.

–¿Para qué son esas nudosas cuerdas?

–Éstas, repuso el Santo, para rezar mi rosario; aquéllas para castigarme por mis pecados.

–¿Pecados, tú? ¿Cuáles pueden ser? Dímelo, te lo ruego.

–¡Vaya una pregunta! exclama Pascual fuera de sí; ¿acaso no hay miradas indiscretas, imaginaciones peligrosas y movimientos de impaciencia?...

–¿Es que tú, repuso su interlocutor, sientes tam­bién el atractivo de las pasiones?

Pascual quedó pensativo un momento, y dijo luego con tristeza:

–Oh, ciertamente; sólo que en tales casos me arrojo sobre ramas espinosas, y allí permanezco hasta tanto que el sentimiento del dolor no vence al del placer.

Temeroso Pascual de que la fiebre del vicio lle­gase a arraigar en su corazón, rogaba a Dios y, en medio de sus oraciones,  en­treveía un lugar de re­fugio tanto más próximo a Jesucristo, cuanto más lejano de los peligros del mundo.

«Hay un hecho admirable, declara Aparicio, que señala el término de nuestras relaciones, no inte­rrumpidas en el curso de casi tres años. No lo he mencionado hasta el presente, porque no sabía si podría o no ser de utilidad. Constreñido en virtud del juramento a manifestar a los jueces eclesiásticos todo cuanto recuerdo en orden a nuestras relacio­nes, muy lejanas ya a esta fecha [se hizo esta decla­ración en 1610, dieciocho años después de la muerte del Siervo de Dios], voy ahora a referirlo tal como ha pasado».

Y el buen viejo dio así principio a su relato:

«Era una ocasión en que pastaban nuestros reba­ños entre CabraFuentes y Cobadilla. Rendido por el cansancio y devorado por la sed, deseaba yo beber agua. Había una fuente en las cercanías, pero estaba a la sazón tan cenagosa, que su solo aspecto causaba náuseas.

–Busquemos agua en otra parte, dije a Pascual, y hartémonos de beber, pues yo no puedo resistir más tiempo.

«Pascual me miró con compasión y me dijo:

–Aguarda aquí, hermano (siempre me llamaba de este modo), que no te faltará agua fresca.

«Y sin esperar mi respuesta, se aparta del camino, deja a un lado su cayado y su saco de cuero, y puesto de rodillas principia a escarbar en la tierra con ambas manos. Luego golpea el suelo con su bastón, y veo manar en el fondo de la cavidad un hilo de agua limpísima.

«Yo miré a Pascual con asombro y temblando de pies a cabeza. Pascual me invita a beber y yo obedezco lleno de respeto  y admiración.

–Cuando tengas necesidad de agua, me dijo luego el Santo, golpea la tierra con el cayado y la hallarás.

«Nunca me he atrevido a poner en práctica este consejo, pero volviendo mucho después por el mismo sitio, dejé colocada allí una cruz en memoria del prodigio. El manantial se secó después de nuestra marcha, pero la cruz que allí planté hace dieciséis años, está en pie todavía».

El extraordinario testigo concluye afirmando que Pascual era un santo y que debe darse crédito a las palabras en que Pascual afirmaba haber sido favorecido con apariciones.

–Yo, por mi parte, no dudé nunca que haya visto a santos religiosos que le visitaban.

Así pues, Pascual, ya no piensa sino en llegar a ser como ellos. Y al fin se aleja, cediendo en favor de sus dos hermanas y de un hermano la parte que le corresponde en la modesta herencia paterna.

–Adiós, hermano, me dijo; yo parto para servir a Dios.

Pascual tenía entonces unos dieciocho años de edad.

4. Ejemplar

Pascual dirige sus pasos hacia la alegre Murcia, el país de los jardines, de las fértiles huertas atravesadas por canales y cubiertas de una ve­getación sorprendente.

Va a visitar a su hermana Juana, que vive en Peñas de San Pedro. ¿No es ella su madrina para él, como él es para ella desde hace ya tiempo su frailecito?

Una tarde, pues, al decir de Juana y de su com­pañera, criada de la casa, ven éstas llegar a Pascual. Está extenuado por el cansancio, a causa del largo camino recorrido. Juana pone todo su empeño en obligarle a reparar sus fuerzas, y ordena a Ana que prepare para él el mejor lecho en la mejor habitación

¡Juzgábase tan feliz con la llegada de su «pequeño Pascual,» muy desarrollado ahora, pero siempre tan modesto y tan bondadoso! ¡Ah! ¡qué de cosas iba a decirle! Acababa de abandonar el país de Torre Hermosa para ir en busca de un misterioso desconocido... Juana, sin pararse en cumplimientos, le habla con amable familiaridad.

Una primera sorpresa viene a aguar su satisfac­ción. Pascual se niega a gustar todo otro alimento que no sea pan y agua. La pobre muchacha, hondamente conmovida, atribuye la negativa al extremado cansancio de Pascual... Luego le conduce a su habitación. Con sumo gus­to hubiera pasado toda la noche conversando con él, pero Pascual le dice que ya hablarán largo y tendido en la mañana del siguiente día.

Una vez solo cierra la habitación y echa mano de las disciplinas. Juana, confusa e inquieta como está, no quiere re­tirarse a descansar con el corazón oprimido por la incertidumbre. Pocos momentos después se acerca de nuevo a la habitación... La luz está aún encendida. Guiada la joven por su curiosidad, mira hacia dentro a través de las rendijas de la puerta, y ve que Pascual, ar­mado con una nudosa cuerda se azota cruelmente

A la mañana siguiente, otra nueva decepción la sorprende. Pascual se empeña en no probar ali­mento. Y además no hay medio de convencerle de que acepte provisiones para el viaje.

«No, Juanita, dice el Santo, basta con que metas en mi calabaza algu­na agua fresca. Si siento hambre en el camino, na­die me impide demandar por limosna un pedazo de pan».

Juana le ve marchar, al fin, con el rostro ilumi­nado por inefable sonrisa. La joven, hondamente conmovida, retorna sollozando a su casa. Allí le es­peraba una nueva sorpresa: el lecho preparado para Pascual estaba aún en la misma forma en que lo ha­bían dejado el día anterior.

«¡Es un santo!», exclama la joven, y como ella piensan todos los de la casa.

Pascual, entonces, procura emplearse como pastor, bajo las órdenes de un propietario del reino de Valencia. Albaterra, Orihuela y Monforte le han de ver, durante muchos años, recorrer sus campi­ñas al frente de los rebaños de su señor.

El joven extranjero se captó desde un principio la estima de todos. Y lo que más admiraba a las gentes era su extrema probidad. Pascual ponía todo cuidado en mantener a raya a sus ovejas, a fin de que no causasen desperfectos en las propiedades particulares. Cuando éstas alguna vez se desmandaban, en seguida reconocía: «la culpa es mía». Y al momento escribía el nombre del pro­pietario, evaluaba los destrozos causados, y a costa de la paga que recibía entregaba al damnificado la cantidad que, a su juicio, le era debida a título de compensación.

En vano se le decía: «Pascual, tú te arruinas de ese modo. ¿No ves que, en resumidas cuentas, lle­garás a soltar más dinero del que vale todo el re­baño?»

Pero el Santo replicaba: «Muchos robos peque­ños forman uno grande, y llegan al fin a sumar una cantidad respetable que hace a uno merecedor del infierno».

Una vez, en la estación de primavera, invaden sus ovejas un plantío de trigo. Pascual las arroja de allí al instante, pero no se cree en condiciones de apreciar por sí mismo el daño ocasionado. Recurre, pues, a los arbitradores,que eran como los consejeros de la corporación, y se somete a su fallo. Éstos estimaron que debía esperarse, para fallar, el tiempo de la mies. Llegó el tiempo de la mies, y en ninguna parte de aquel campo eran tan hermosas y tan llenas las espi­gas como en el sitio en donde habían pastado las ovejas del santo pastor. Tal es el testimonio de los testigos oculares.

A pesar de todo Pascual no estaba tranquilo. De aquí que, aprovechando sus horas libres, acostumbra por aquel entonces acudir al lado de los segadores para ayudarles gratui­tamente en sus faenas, y satisfacer así por el daño que pretendía haber causado. Durante este tiempo, se alimentaba por su cuenta, negándose a comer de lo que se traía para los trabajadores. «No tengo, decía, derecho alguno para ello». También era en extremo escrupuloso en orden al empleo de los ví­veres que le enviaban sus amos, hasta el punto de no osar distribuirlos a los pobres. A éstos los favorecía, pero siempre a cuenta de su peculio.

Como es de suponer, tanta probidad fue calificada por muchos de exagerada. Pero Pascual obraba llanamente siempre que se trataba de bienes ajenos, y no concebía siquiera que estas cosas pudieran ser tenidas como escrúpulos. No hacía, pues, caso alguno de tales críticas. «Más vale pagar aquí que en el infierno», replicaba invariablemente a sus censores. Y éstos, al fin, enmudecieron.

Pero no se crea por lo dicho que nuestro Santo llegara a ob­servar para con los demás el rigor con que se tra­taba a sí mismo. Cuando alguna que otra vez hablaba a otros de sus deberes, lo hacía con tal bondad y dulzura, que nadie podría darse jus­tamente por ofendido.

«Me hablaba con frecuencia, dice López, su ma­yoral, sobre los intereses de mi alma, y me excitaba instantemente a arreglar mi conciencia». «Debemos estar preparados, decía, porque la muerte pue­de sorprendernos cuando menos lo pensemos».

Su candoroso acento tenía una fuerza persuasiva tan efi­caz, que uno se sentía emocionado al escucharle. «Verdadera­mente, pensaba yo, Pascual podría llegar a ser un buen predicador».

«Sólo en una cosa, añade otro de sus compañe­ros, se mostraba intratable: en lo relativo a las cos­tumbres».

Si alguno pronunciaba en su presencia palabras menos honestas, lo miraba con vista tan amenazado­ra, con brillo tan feroz en los ojos, con tal contrac­ción en los labios, con los puños tan nerviosamen­te alterados y, en suma, con actitud tan terrible, que nadie hubiera osado proseguir con un tal len­guaje.

Cierto día, un pastor de Albaterra tuvo la des­vergüenza de presentar al Santo una ramera. Pas­cual retrocedió espantado al verla, y rugió con ener­gía:

«¡Atrás! ¡si te acercas a mí, os rompo a los dos la crisma a pedradas!...»

Y sabido era que cuando Pascual decía una cosa, no se retractaba nunca. «Cuando digo sí, sí; y cuan­do digo no, no. Sábete desde ahora para siempre que yo ni chanceo, ni miento». Tal era su divisa, y no fue necesario que la dijera más veces para que to­dos la conociesen.

El seductor no volvió a insistir. Y en ello obró cuerdamente, pues se tenía en gran­de aprecio la virtud del Santo, y hasta sus propios compañeros admiraban en el fondo del alma su va­ronil entereza.

Por otra parte, nuestro joven poseía sobre los otros cierto predominio, y más de una vez se hizo caso de sus palabras cuando, consultando su pequeño calendario, les anunciaba la proximidad de una fiesta de precepto o de un día de vigilia obli­gatoria.

Hubo ocasiones, particularmente cuando hablaba de las verdades eternas, en que las lágrimas llega­ban a bañar su rostro quemado por el sol. Se reconocía que sus palabras eran el reflejo de una convicción profunda, y que él no consideraba como algo vago la figura de aquel Jesús cuya atracción y doctrina se esforzaba en describir a los otros.

Pascual estaba, sin duda, en relaciones con algún ser misterioso al cual trataba con intimi­dad y confianza. Y esto impresionaba a sus compañeros, tanto más cuanto que, austero consigo mismo y ene­migo de bebidas y diversiones, no por eso dejaba de acomodarse en lo demás a sus costumbres.

«Siempre que llegaba algún día de fiesta, nos felici­taba alegremente y nos estimulaba a entretenernos durante las horas libres en recreaciones animadas... “pero honestas; ¿no os parece?”, añadía mirándonos con seriedad y al propio tiempo con benevolencia».

Por otra parte, Pascual siempre que veía a uno afligido, se apresuraba a acercarse a él. Y los consuelos con que procuraba animarle le salían de lo íntimo de su alma.

«Pobre hermano mío, exclamaba,;  vamos, anímate. Ten valor y paciencia, vence sin desmayos esta prue­ba, que la Virgen Santísima no dejará de venir en nuestra ayuda».

No es, pues, nada extraño que todos le considerasen como a un ángel de Dios.

5. Tierra de Promisión a la vista

El ambiente de la época en que vivió Pascual tendía a la conquista de la perfección cristiana. Es un tiempo en que  Ignacio de Loyola lanza a sus soldados a las aventuras y a las conquistas de todo cuanto podía redundar en la mayor gloria de Dios. Es entonces cuando Teresa de Ávila, enamorada de Dios, sabe que tiene al mundo subyugado a sus pies, y funda aquí y allá con­ventos del Carmelo. Es el tiempo que en Pedro de Alcántara, extremadamente penitente y dedicado a la contemplación, emprende la fundación de sus conventos, fu­turos planteles de mártires y de santos.

Los franciscanos discípulos de este último fueron recibidos con admiración en la región por donde vagaba Pascual al frente de su rebaño. Iban ellos con los pies descalzos y con el cuerpo vestido de humildísimo sayal, se sus­tentaban con el pan que recogían mendigando de puerta en puerta, y pasaban largas horas prosterna­dos ante el altar.

Cerca de Monforte se alzaba un modesto santuario dedicado a Nuestra Señora de Loreto, donde la Rei­na del cielo se complacía en prodigar sus favores. El pueblo suplicó a los religiosos recién llegados que esta­blecieran allí su residencia, para sostener el culto. Quería verse ayudado por la compañía de unos hombres tenidos por santos.

También Juana de Portugal, marquesa de Elche, los desea­ba en sus dominios, y proyectaba fundar un convento para aquellos varones apostólicos al lado de unos admirables palmerales.

Pedro de Alcántara, que por aquel entonces habitaba en el Pedroso, tiene noticias de estos piadosos proyectos, y envía allá a varios de sus discípu­los, entre ellos a José de Cardeneto, modelo de pa­ciencia y de austeridad, cuyo último suspiro había de ser un cántico de alegría; Bartolomé de Santa Ana, delante del cual no tenía reparo Santa Teresa de Jesús en quitarse el velo y mostrar el rostro al descubierto, pues lo estimaba «un ángel»; Alfonso de Lirena, hombre tan intrépido como prudente, que en las fundaciones de conventos parecía «realizar lo imposible», y Anto­nio de Segura, famoso por su altísimo espíritu de oración.

Una vez llegados éstos a su destino, construyeron con la ayuda del pueblo el convento de Loreto, cu­yos planos habían sido personalmente trazados por fray Pedro de Alcántara. Para entrar en las peque­ñas celdas era preciso bajarse, pues el pavimento de las mismas era la desnuda tierra.

Esta fundación fue para Pascual un descubrimiento, de tal modo que comenzó a frecuentar la iglesia y a darse a conocer a los religiosos por medio de sus limosnas, y también en el confesionario.

Cada día se veía el pastor más irresistiblemente atraído hacia el santuario. En él comulgaba con fre­cuencia, sintiéndose entonces más feliz que nunca. Cuando allí se entregaba a la oración, le parecía que su alma gozaba, mejor que en parte alguna, de una íntima unión con Jesucristo. García, su patrón entonces, nos dice:

«Yo le sorprendía diariamente antes del amanecer, puesto de rodillas en la pradera, con el rostro vuelto hacia la capilla de Loreto».

«En esta actitud, añade otro testigo, solía permanecer inmóvil e insensible lo mismo al viento que a la lluvia. Muchas veces era preciso que lo sacudié­ramos con violencia para hacerlo volver a las realidades de la vida.

«Dios mismo parecía velar especialmente sobre su rebaño, porque nunca los lobos, que nos obli­gaban a nosotros a estar alerta toda la noche, le arrebataron a él oveja alguna.

«Éstas, a su vez, pastando en los mismos parajes que las nuestras, engrosaban a maravilla y crecían sensiblemente».

«Por lo que a mí toca, añade Navarro, su ma­yoral, le permitía a veces asistir a Misa durante la semana. No podía proporcionarle cosa alguna que fuese tan de su agrado. Pascual se multiplicaba a fin de no faltar por ello a ninguna de sus ocupacio­nes, y una vez obtenida la licencia deseada, parecía quedar transfigurado en otro hombre.

«Hay una montaña próxima a Elche, desde la cual se divisa toda la población. A esta montaña so­lía conducir el Santo su rebaño siempre que no po­día proporcionarle pasto en los alrededores de la capilla de Loreto.

«En dicha montaña se le veía permanecer como en éxtasis durante largas horas, mirando alternativa­mente a Elche y a Loreto.

«Se alejaba con tristeza del templo, y siempre que desde el campo sentía la señal de la campana, anun­ciando el momento en que el Santo Sacrificio llegaba al acto de la consagración, se reconcentraba en sí mismo para no pensar sino en Dios.

«El Santo se hallaba cierto día a alguna distancia de nosotros: la naturaleza comenzaba a animarse y el sol cubría con su manto de luz la pradera, humedecida aún por el rocío.

«Pascual oraba puesto de rodillas y con las manos juntas. Se oye en este momento el sonido de la cam­pana, y el joven exhala un grito: “¡Mirad! ¡Allá, allá!”, dice, indicando con el dedo el cielo. Sus ojos ven una estrella en el firmamen­to... Luego la nube se rasga y Pascual contempla, como si estuviera delante del altar, una hostia pues­ta sobre un cáliz, y circuida por un coro de ángeles que la adoran.

«Aunque lleno el joven de temor en un principio, no tarda mucho en dejarse llevar de sus transportes de alegría: “Jesús, Jesús se encuentra allí!” excla­ma hondamente conmovido.

«Nuestros ojos buscan entonces la dirección que él indica, pero no descubren otra cosa que la azul inmensidad de los cielos. Y sin embargo el Beato tenía razón. Para él todo era visible, porque era puro y santo... en tanto que nuestra vista, cegada por los pecados, no alcanzaba a ver cosa alguna.

«¡Ah! termina Navarro, me portaría como cristia­no pérfido, si no diera fe al testimonio de Pascual. Estoy segurísimo que veía el Santísimo Sacramen­to. Pero ¿qué tiene esto de extraño? ¡Lo amaba tanto!»

Oigamos ahora la propuesta que Martín García, su patrono, hizo cierto día al santo pastor:

«Hijo mío, ya ves que Dios no me ha dado hijos; pero yo te quiero mucho y mi esposa te ama con no menor ternura... Pascual, ¡consiente en ser tenido por hijo nuestro! Desde hoy vivirás a nuestro lado, y nosotros te buscaremos una compañera digna de tu virtud.

«Rico y sin trabajo, vivirás bajo nuestro techo y podrás dedicarte a la oración en la medida de tus deseos y frecuentar cuanto gustes la iglesia».

Mar­tín acariciaba este proyecto de mucho tiempo atrás; pero el Padre San Francisco, dice la antigua Cróni­ca, se había anticipado a él en adoptarle por hijo.

«Mi amo, replicó Pascual todo confuso,  ¡qué bueno sois! Ciertamente que yo no soy digno de un tal favor... Aparte de esto, me es imposible aceptar­lo, porque estoy resuelto a hacerme religioso... Si yo tuviera riquezas, las abandonaría. ¡Tan lejos estoy de buscarlas! ¡Oh, sí! Desde ahora prometo entrar en el convento».

Y dichas estas palabras, el joven se dio prisa en llamar a las puertas del convento de Lo­reto.

6. El ideal de San Francisco de Asís

Jesucristo, hermanos míos, quiere que yo venza al mundo por la abnegación y la pobreza, a fin de que pueda así conquistar para Él las almas (S. Francisco de Asís).

El 2 de febrero de 1564, fiesta de la Purificación de María, recibe nuestro Santo el hábito reli­gioso, y con él el nombre de Fray Pascual.

Los superiores, que conocían de mucho tiempo atrás al piadoso pastor y apreciaban en alto grado sus virtudes, no hubieran tenido inconveniente en prepararle para el sacerdocio. Pero la humildad de Pascual, a ejemplo de la de San Francisco de Asís, le hace retroceder ante la sola idea de ser sacerdote. Su única ambición es ser «la escoba de la casa de Dios».

Los superiores no se atreven a insistir en sus pre­tensiones, y el Santo ingresa en la humilde condición de hermano lego, condición que ya no cambiará hasta la muerte.

Libre, entretanto, del cuidado de las cosas tem­porales, pone todo su empeño en consagrarse ente­ramente a las de Dios. Su solicitud por adquirir un pleno conocimiento de las obligaciones de su estado, y su admirable puntualidad en la observancia de todas las reglas, hacen de él desde un principio en un religioso modelo. Nada para él más agradable que las rígidas leyes impuestas por San Pedro de Alcántara a sus discí­pulos.

Por lo demás, ¿no eran para él menos severas la mayor parte de estas leyes que las que él a sí mismo se había impuesto y que había cumplido durante muchos años? ¿Qué tenía de extraordinario para nuestro Santo andar descalzo, dormir sobre el duro suelo y ayunar y disciplinarse con frecuencia?

Y además, ¿cómo no sentirse dichoso con la pose­sión de esa estricta pobreza, que no admite más que lo necesario, y con esa dependencia inmediata de los bienhechores y del síndico, es decir, de la persona secular encargada de disponer de las limosnas hechas a los religiosos? ¡Ah! ¡Ésta era, sin duda alguna, la vida religiosa con que Pascual había soñado!

Cuantos tuvieron la dicha de conocer a nuestro Santo están acordes en testimoniar la asiduidad con que éste estudiaba, meditaba y se esforzaba por des­cubrir el alto significado de la pobreza, fijándose en todas las explicaciones que de ella le hacían, y distinguiéndola con su predilección durante toda la vida.

¡Le parecía tan bella esta pobreza que San Fran­cisco de Asís había aprendido del Hijo de Dios y dado por consigna a su Orden! Pascual descubría en esta virtud el elemento inspirador que informa la mayor parte de los preceptos de la Regla.

La Orden de Frailes Menores, diversa de la de los Capuchi­nos que, con otras constituciones, observaban la misma Regla, y de la de los Conventuales, que obtuvieron de los Papas la dispensa de muchos preceptos, comprendía, bajo la obediencia de un mismo General (anteriormente a la bula de León XIII Feli­citate quadam, del 4 de Octubre de 1897), las ramas siguientes:

los Observantes, que constituían, según León X, el tronco de la Or­den y tenían el derecho de elegir, de acuerdo con las otras ramas, al sucesor de San Francisco;

los Alcantarinos o Descalzos, estable­cidos principalmente en España e Italia;

los Reformados, recono­cidos en 1532 por Clemente VII,

y los Recolectos, que formaban, a partir de 1590, una custodia especial y que florecieron sobre todo en nuestras regiones.

Estas reformas, según Clemente VII (In suprema) «querían observar la Regla con más rigor aún», pero sin pretender en manera alguna separarse del cuerpo de la Obser­vancia, en la cual la Orden entera guarda la práctica de la Regla, que en ella se observaba fielmente, según testimonio de Inocen­cio XI (Sollicitudo pastoralis). Su género de vida era, en general, más riguroso y contemplativo que el de los primeros.

Los Observantes en el siglo XV habían «vivificado en todo el mundo el cuerpo de la Orden, languideciente y casi muerto» (León X, Ite et vos) a causa de las muchas mitigaciones, solicitadas por gran parte de los religiosos e introducidas poco a poco en el organismo de la Orden.

Actualmente León XIII, suprimiendo estas ramas que ya no tenían razón de ser, ha unificado en mayor grado la Orden de los Frai­les Menores, que cuenta casi siete siglos de existencia y que no ha dejado de dar a la Iglesia multitud de Santos y de varones emi­nentes.

En un principio, guiado el Poverello del amor a la pobreza, impo­nía el despego de los bienes terrenos, obligaba a los novicios a repartir su fortuna entre los pobres, pro­hibía a la Orden inmiscuirse en el reparto de la mis­ma, prescribía el uso de hábitos viles y remendados, vedaba el uso de las cosas superfluas, del dinero y del calzado, e inculcaba el trabajo, como medio de subsistencia, y en caso de necesidad el «recurso a la mesa del Señor», por medio de una humilde men­dicidad.

Las exhortaciones y consejos que da San Francisco no sólo en la Regla, sino también en su Tes­tamento, que viene a ser como un elocuente co­mentario de la anterior, se representaban a los ojos de Pascual como otras tantas consecuencias lógicas del género de vida impuesto.

Despreciarse a sí mismo y no juzgar mal de los otros «vestidos con hábitos lujosos», considerarse en la condición de «peregrinos y exiliados en este mundo», tratar a todos con cortesía, mansedum­bre y caridad; no irritarse en vista de las miserias y pecados ajenos; huir de todo orgullo y de toda os­tentación; ser paciente en los infortunios y en las enfermedades; no andar buscando privilegios y exenciones... todo esto se desprendía con claridad patente de los principios antes ex­puestos.

Pascual no tarda en entenderlo, gracias al buen sentido práctico y a la perspicacia profunda que lo caracterizan. Este plan de perfección resplandece a sus ojos en toda su maravillosa unidad, y su maestro de novi­cios no puede menos de describir con admiración el modo como nuestro Santo manifiesta, ya desde un principio, en sus acciones, una asombrosa constan­cia y una normalidad de carácter que no sufrían ja­más ningún eclipse.

El fervor constituye su estado habitual: los ejer­cicios más penosos le parecen los más propios para él. En efecto, Pascual, siguiendo a San Pedro de Al­cántara y a sus discípulos, está firmemente resuelto a imitar a San Francisco. Y como San Francisco, él ante todo quiere tener «el espíritu del Señor y su santa actividad, orar siempre con corazón puro». A este ideal, es decir, a amar a Jesucristo, debía subordinarse todo lo de­más.

Y puesto que Jesucristo habita entre nosotros en la Eucaristía, amar la Eucaristía viene a ser para Pascual el centro de la perfección. ¿Acaso San Francisco no solía pasar lar­gas horas de meditación ante este Misterio de amor y lo recibía en su pecho con la piedad de un ángel?

Francisco se había reservado para sí la predicación en Francia, porque en Francia «se veneraban los Santos Misterios». Y en una carta dirigida al clero de todo el mundo, había recomendado se hiciese con suma reverencia la celebración y administración de la Eucaristía.

Tendido sobre su lecho de muerte había confesado que veneraba a los sacerdotes, aun a los que eran malos, «porque ellos consagran el Cuerpo del Señor». Escribiendo una circular seráfica, estimulaba sus religiosos a que profesaran un amor tiernísimo a este augusto Sacramento.

A Santa Clara y a sus hijas les animaba a que confeccionasen manteles para los altares; y pedía li­mosnas a los ricos para adornar las iglesias pobres. Hacía por sí mismo las hostias y preparaba con sus manos el pan del Sacrificio. Iba, con una escoba al hombro, a barrer las igle­sias, supliendo así la negligencia de los que tenían el deber de hacerlo. A sus exhortaciones se debe la introducción del uso de los sagrarios, que sustituyeron a las palomas suspendidas en las que se conservaba antes el Santísimo.

En fin, su última voluntad había sido que sus religiosos venerasen la Eucaristía y la custodia­sen en «sitios preciosos». ¡Tal fue el deseo supremo de aquel enamorado de la pobreza!

San Francisco, en una palabra, había elegido al Santísimo Sacramento, según frase de uno de sus contemporáneos, «por alma de su Orden e inspira­dor de la heroica pobreza de los Menores».

Pascual, reflexionando sobre las palabras y los hechos del santo Fundador, llegó a adquirir el ple­no conocimiento de esta verdad ya en los inicios de su vida monástica. Su mayor gloria consiste principalmente en haberla comprendido y en haberla observado práctica­mente.

Desde este momento él encontrará en la Eucaris­tía un estímulo irresistible a la práctica de las más admirables virtudes, olvidándose completamente de sí mismo en obsequio de su Amado. Y, como merecida compensación, él hallará en la Eucaristía el premio de sus incesantes sacrificios y la suprema felicidad de su vida.

He aquí cómo nos describe con entusiasmo esta última Ximénez, el que fue su novicio, amigo y superior:

«Nunca pensaba en satisfacer el menor capricho. Siempre ponía estudio en mortificarse a sí mismo. Yo he visto brillar en él la humildad, la obedien­cia, la mortificación, la castidad, la piedad, la dul­zura, la modestia y, en suma, todas las virtudes; y no puedo decir a ciencia cierta en cual de ellas llevaba la ventaja a las demás.

«Si me pongo a considerar su pobreza, la encuen­tro perfecta; si su caridad, la veo brillar como el sol; su humildad parecía no tener límites, su mortifica­ción sobrepujaba a cuanto puede humanamente so­portarse...»

¿Cómo explicar un tal género de vida? Ximénez nos lo explica en seguida:

«Él pasaba todo el tiempo posible en adoración ante el Santísimo Sacramento. Al pie del tabernáculo se le hallaba desde des­pués de maitines hasta la hora de las Misas: ¡estaba armándose para la jornada! Al pie del tabernáculo se le sorprendía al anochecer: ¡estaba descansando de sus fatigas!...»

7. La vida religiosa

No queramos regalos, hijas. Bien estamos aquí; todo es una noche la mala posada (Santa Teresa de Ávila, Camino 40,9).

Fray Pascual era de mediana estatura, de buena presencia y de rostro gracioso y amable, aunque no expansivo.

Tenía en su frente algunas arrugas y un principio de calvicie. Sus ojos azules, pequeños, brillantes, estaban protegidos por pestañas y cejas negras. La nariz y la boca eran regulares. Se veía bajo sus labios y de derecha a izquierda, una cicatriz que le daba la apariencia de estar siempre sonriendo. Completaban su fisonomía su color moreno, su bar­ba rala y sus pómulos salientes.

Un año después de la toma de hábito hace Pas­cual la profesión, y se une a Jesucristo por indisolubles vín­culos sagrados.

Los estatutos de los Alcantarinos exigían que nuestro Santo pasara en formación, ocho años, bajo la dependencia de un maestro de novicios, a ser po­sible en el mismo convento y ocupado en los oficios privados de la Comunidad. Este lapso de tiempo es el que se designaba con el nombre de años de Bendición. Las diversas reseñas que poseemos relativas a la vida religiosa del Santo nos permiten fijar aproximadamente su cro­nología  exacta.

Pascual vive en Loreto hasta 1573, y al final de este período pasa algún tiempo en Elche y Villena. Hacia 1573 es destinado a Valencia, donde se estaba fundando un convento. Los cinco años siguientes los pasa yendo de un convento a otro: Villena, Elche, Jumilla, Ayora, Va­lencia y Játiva. Y por último, en 1589, es destinado a Villarreal, en donde permanece hasta su muerte, en 1592.

Sus ocupaciones fueron casi idénticas en todas partes: unas veces tenía a su cargo el refectorio y la portería: otras echaba mano de su alforja y se iba a pedir limosna por los pueblos de la comarca. Y en todo caso, jamás se negaba a ayudar a todos cuantos solicitaban el concurso de sus buenos oficios.

Así, pues, la urdimbre de su existencia se des­arrolla bajo un plan monótono, que no se ve ani­mado de ordinario con peripecias dramáticas. Su historia personal profunda es la toma de posesión de su alma por el Amor divino; una toma de posesión cada día más perfecta, hasta que, consumada la conquista, es introducida en la victoria suprema del paraíso.

El Santo va elevándose más y más hacia Dios; y al mismo tiempo y en la misma medida, va acrecentán­dose su acción bienhechora hacia to­do lo que le rodea. A medida que su naturaleza se debilita, la gracia se transparenta más en él, y atrae más a los otros hom­bres hacia el Dios de la Eucaristía.

Sigamos el vuelo de esta ascensión espiritual, al menos en cuanto nos sea posible. Las acciones de Pascual pueden parecer con frecuencia insignifican­tes, no lo dudamos; y es posible que el mundo las desprecie. Pero, no, nada hay de vulgar en las vidas de los Santos. El amor divino todo lo ennoblece en ellos y lo dignifica.

La primera luz de la mañana sorprende a nuestro Bienaventurado en la iglesia, puesto de rodillas ante el altar: allí está el divino Maestro hablando al corazón de su hijo... Y éste, a ejemplo de la Magdalena, escucha dócil y absorto sus enseñanzas... Luego, dejando en suspenso por un momento su contemplación, va a despertar a sus her­manos, llama de puerta en puerta, y repite una y otra vez:

«¡Alabado sea el dulcísimo nombre del buen Jesús!

«¡A Prima, hermanos míos, a Prima! ¡A cantar alabanzas a Dios y a su Madre Santísima!»

Llega la hora de celebrar el Santo Sacrificio. Pascual ayuda a cuantas Misas le permiten sus ocupaciones. ¡Con qué devoción se dedica a servir en el altar a los ministros del Santuario! El ardor de su rostro revela las ocultas llamas de amor que le devoran por dentro.

Este amor crece y llega como a transfi­gurarle en el momento de la sagrada comunión, que tiene lugar ordinariamente en la primera Misa. Sus ojos entonces despiden fuego, de su pecho brotan suspiros que no puede reprimir, sus manos unidas se alzan a la altura del rostro, y todo anhelante y co­mo sumido en éxtasis recibe a Dios en su corazón...

Después, cual hombre que no pertenece ya a la tierra, pierde el sentimiento de cuanto le rodea y prosigue maquinalmente sus funciones, sin darse apenas cuenta de nada... Este espectáculo se repite varias veces por sema­na, es decir, siempre que el Santo se acerca a la sa­grada comunión.

Bien pronto sus transportes misteriosos llaman la atención del pueblo, y la gente comienza a juntarse cerca del altar para presenciarlos.

«¡Es un santo!» dice la admirada multitud. Y sus hermanos agregaban: «a ese paso, no tardará en hacer milagros».

Y milagros hacía ya el Santo... milagros de pa­ciencia y de resignación. ¡Pobre portero! Subiendo y bajando sin cesar es­caleras, yendo de la calle a las celdas y de las celdas a la calle, de la iglesia al huerto y del huerto a la iglesia, así pasa todo el día sin que, a pesar de ello, se manifieste jamás en su rostro el menor signo de im­paciencia.

Cuando se encuentra con alguno al paso, le mira con amable sonrisa y le dirige por lo bajo una buena palabra, que es de ordinario una jaculatoria, una chispa que salta de la hoguera de su corazón:

«¡Qué bueno es Dios!»... «¡Todo lo que de El proviene es bueno!»... «¡Amemos mucho a Jesús!»... «¡Qué hermoso debe ser el cielo!»

Y sigue su camino, dejando a su interlo­cutor conmovido y edificado.

Veamos ahora cuál es su comportamiento para con los huéspedes. A veces eran éstos numerosos, llegaban a horas desusadas y se mostraban exigentes, después de los contratiempos sufridos durante el viaje. Es preciso recibirlos, atenderlos, cuidarlos, y más que todo hacerles compañía, escuchando el re­lato de sus fatigas o la descripción atropellada y enfática de sus peripecias, a veces poco interesantes. Pascual se avenía a ello de modo admirable y como si todo fuera para él la cosa más natural del mundo.

¿Y cuando se trataba de auxiliar a los pobres? ¡Ah, los pobres!... hubieran sido para él ocupación más que suficiente para todo el santo día, si no tuviera que atender también otras cosas.

Se hace preciso dejarlos para preparar el re­fectorio. No bien entraba en esta oficina, se postraba ante una pequeña imagen de María, oraba por breves instantes, y luego disponía todo lo necesario para cada uno de los religiosos. Como recuerdo de su pasada vida pastoril, obser­vaba la costumbre de amenizar sus quehaceres con el canto. Modulaba a media voz gozos populares en honor de Jesús, de María y de los Santos. Con es­tas canciones adquiría nuevo ánimo para no rendir­se a las fatigas de su oficio. Éste era el único entretenimiento que se permitía Pascual.

Después de haber comido malamente y servido a los pobres, se iba al huerto, sufriendo a veces el calor de la hora. Y cuando ya al fin del día el silencio dominaba los campos, iluminados por la luna, se internaba el Siervo de Dios por ellos, caminando al compás de sus cantos: «¡Bendecid a Dios, fuegos y calores!»

A veces su naturaleza desfallecía bajo la fuerza del Amor divino. Había obtenido Pascual licencia de sus superiores para irse a la iglesia en el tiempo de la recreación. Y un día de mucho frío, el padre Guardián dispone que se haga la recreación en la cocina. Llaman a Pascual para que acuda a ella. Viene al instante y se sienta junto al fuego...

Llegado allí, suspira desde lo más profundo, su mirada vaga sin fijarse en nada concreto. Un pensamiento embarga totalmente su espíritu. Se levanta de pronto, y cediendo a una fuerza irresistible, corre a postrarse ante el sagrario... Los religiosos tratan inútilmente de hacerle volver. Pero en cuanto dejan de sujetarle, se les escapa de nuevo hacia su centro de atracción.

El Guardián entonces le dice sencillamente: «Bien, fray Pascual. ¡Haz lo que quieras!». Al oir esto, el Santo obedece y cae en tierra sin sentido... Los religiosos le llevan a la celda, y una vez allí, Pascual abre los ojos, como si despertara de un sue­ño profundo.

Cierto religioso, que ya otras veces le había sor­prendido en flagrante delito de arrobamiento, le pregunta qué le sucede:

«Os pido por favor, replica el Santo, todo confuso, que no os dejéis seducir por las apariencias en cuanto habéis visto. Dios se porta conmigo a seme­janza de un padre con un mal hijo: me prodiga ca­ricias y dulzuras para obligarme así a mejorar de vida...»

8. Pidiendo limosna

 Sirviendo a Dios en la po­breza y en la abnegación, vayan con confianza a pedir limosna (Regla de San Francisco de Asís).

Las virtudes de Pascual, ocultas hasta ahora entre los muros del claustro, debían esparcir también al exterior su fragancia, y al igual que lo hicieran antes San Fran­cisco y su compañero, marcha Pascual, siguiendo la voz de los Prelados, a predicar con la elocuencia de sus ejemplos, más bien que con la de las pala­bras.

El Santo se aleja cantando, con la alforja de li­mosnero al hombro. Va de un lugar a otro, rendido bajo el peso de las limosnas y con los pies doloridos, y camina sin descanso, indiferente a los ardores del sol o a las heladas ráfagas del viento. Aspe, Ayorte, Elda, Novelda y Alicante le vieron muchas veces atrave­sar sus calles.

Su primer cuidado al llegar a una parroquia era dirigirse a la iglesia, acercarse lo posible al sagrario y orar por largo tiempo. Luego entraba en el presbiterio, se arrodillaba ante el párroco o su coadjutor, y, después de be­sarles la mano, les pedía humildemente licencia para mendigar por la parroquia.

Los sacerdotes solían entretenerle a su lado para conversar con él, pero el Santo hablaba poco; y en lo poco que hablaba, su conversación iba siempre di­rigida a Dios o al Santísimo Sacramento.

Rarísima vez aceptaba la invitación de sentarse a la mesa de algún bienhechor. «Prefiero comer en el campo», respondía alegremente. Y siempre que querían obligarle a dormir dentro de una casa, contestaba:

–Evi­taos esa molestia; yo he sido antes un pobre pastor, y tengo gusto en dormir al descu­bierto.

Durante la noche su mirada se perdía a través del firmamento estrellado, y contemplaba con los ojos de la fe la belleza de la patria celeste, en donde, peregrino de este mundo, era esperado por su Padre.

Los paisanos no tardaron en reconocer en él uno de los grandes servidores del Altísimo. Sus austeridades fueron muy pronto conocidas. ¿De qué se alimenta? De cortezas de pan, mojadas en agua, y de frutas inservibles. ¡Y cómo desafía el cansancio! ¡Qué manera de afrontar con paciencia los tra­bajos!

Sus más sencillas palabras despiden un aroma de piedad que reconforta el espíritu. A él acuden en busca de consolación y de con­sejo. Esperan su llegada con impaciencia. Y aun mucho tiempo después de su salida de la población, nadie se ocupa de otra cosa que del santo Hermano, so­bre todo en los corrillos que se forman al anoche­cer.

Sus oraciones, se dice, atraen sobre nosotros las bendiciones del Altísimo. Sus consejos nos hacen felices. Y los niños agregan: también cuen­ta muy hermosas historias.

Escenas hay en su vida de limosnero que evocan la mente los episodios de las Florecillas:

«Alabemos a Dios, decía un día San Francisco a Fr. Maseo, por el gran tesoro que poseemos, y que no es otro que Dios mismo, de quien hemos de gozar».

Y ambos arrojaban sobre una piedra al­gunos mendrugos de pan recogidos de limosna, y bebían, en la palma de la mano, del agua del to­rrente.

Uno de los compañeros de nuestro Santo en el oficio de limosnero, refiere a este propósito lo si­guiente:

«Nos dirigíamos de uno a otro pueblo. Du­rante el trayecto Pascual se dedicaba a hablar de Dios con indecible ternura, a recitar piadosamente el Oficio de la Virgen o bien a meditar en los misterios de la vida de Jesucristo.

«Al hacer alto en cualquier lugar, su primer cui­dado era rezar la estación al Santísimo Sacramento. Comíamos a la sombra de un árbol, y Pascual, previsor como él solo, buscaba en la alforja lo más apetitoso que llevaba y lo ponía en nuestras manos.

«Esto es para vos, añadía con graciosa sonrisa, comedlo, que bien merecido lo tenéis».

En lo que nunca pensaba era en su propia conveniencia. Se ingeniaba de maravilla para aliviar a su compañero lo más posible de las molestias del viaje, rodeán­dolo de toda clase de cuidados y tomando sobre sí la más pesada labor y el peor trabajo.

En cierta ocasión se había recogido una cuesta­ción de aceite, mayor que de ordinario, y el Santo volvía al convento abrumado con el peso de dos enormes recipientes. Compadecidos de él dos buenos aldeanos, le dijeron: «Pero, Fray Pascual, ¿por qué no te vales de un jumento para llevar el aceite?»

Los ojos del Santo brillaron entonces con pica­resca malicia, y en sus labios se formó una sonrisa significativa: «¿Un jumento? respondió; está bien; ¿pero seréis capaces de encontrar uno mejor que yo?»

Su deseo de favorecer a los pobres le obligaba a ir recogiendo por el camino los sarmientos desecha­dos, y cuando tenía bastantes para formar un haz con todos ellos, lo entregaba gustoso al indigente que le salía al paso.

Otras veces dejaba la leña recogida en casa del que le daba hospitalidad, diciendo alegremente: «Ésta es mi moneda».

También solía cortar de los árboles las ramas se­cas que encontraba casualmente, para ofrecerlas luego a personas necesitadas que conocía. Y cuando alguno le dispensaba cualquier beneficio, su reconocimiento parecía no tener límites.

«Ten confianza, Tajarino, dice a un buen hom­bre que le acompañaba para las cuestaciones y que sufría de asma; ten confianza, que Dios te ayudará». Y pone luego la mano sobre el pecho del paciente, exclamando: «Ea, vayamos más aprisa». Con solo esto el enfermo se siente aliviado y en disposición de seguir adelante.

Al regresar Tajarino a su casa, ve con dolor que uno de sus hijos está a punto de exhalar el úl­timo suspiro. Ante peligro tan inminente se da prisa en llamar al Bienaventurado. La aflicción de los padres del moribundo conmueve profundamente al Santo, quien llorando, dice con voz que­josa: «¡Señor Jesús, él me ha ayudado, por amor vuestro, a hacer la cuestación. No le neguéis vos ahora vuestra ayuda en tan doloroso momento!»

No había aún terminado Pascual esta plegaria y ya la crisis estaba vencida. Los padres, dos veces felices, se apresuran a estrechar contra su corazón al hijo enfermo, y se complacen luego en publicar el poder maravilloso del santo Hermano.

Con todo, no era tan maravilloso este poder so­bre los cuerpos cuanto sobre los corazones de los hombres. No había lugar por donde pasase en el que no animara al pueblo a acercarse con devoción y frecuen­cia a los Santos Sacramentos, a evitar las ocasiones de pecado, y sobre todo a reconciliarse con los ene­migos.

Para estas cosas estaba el Santo adornado, según testimonio de cuantos le conocieron, de un don que puede muy bien calificarse de prodigioso. Sus palabras conmovían profundamente y vencían a los más obstinados pecadores. He aquí un ejemplo curioso del que nos da cuen­ta un rico señor de Monforte:

 «Era yo niño por aquel entonces. Una tarde tra­jeron a nuestra casa el cadáver de mi padre que ha­bía sido asesinado a puñaladas. Todos sabían quiénes eran los culpables, pero la carencia de pruebas no permitía obrar libremente a la justicia.

«En tales circunstancias, mi madre, mi hermano mayor y yo juramos vengar el crimen. Yo conside­raba como un deber sagrado dar muerte al asesino; así que pasaba un día y otro día tramando proyec­tos de venganza.

«Cuanto mayor era el tiempo en que me veía obli­gado a comprimir el fuego que me devoraba, tanto éste era más ardiente. ¡Ah! ¡qué terrible iba a ser mi venganza! Y ésta prometía ser mucho más terrible aún desde el instante en que mi madre y mi hermano, cediendo a las instancias de su confesor y de nues­tros amigos, se decidieran a retractar su juramen­to... ¡Yo, yo era el único que perseveraba fiel a la memoria de mi padre!

«Un tal pensamiento redoblaba mis fuerzas. Así que a la edad de diecisiete años era yo el terror de mis enemigos. Yo sabía esto y lo sabían también cuantos me rodeaban, temiendo siempre llegara el momento. Pero yo no me daba prisa, porque estaba resuelto a llevar a cabo una venganza completa, atroz, inexorable... Los religiosos de Loreto, las personas influyentes de Monforte y otras más, se habían tomado a pecho mi conversión. Sin embar­go, sus reflexiones no hacían otra cosa que exaspe­rarme más y más. Hasta llegué al extremo de ame­nazarles también a ellos.

«Se representaba al vivo una tarde, era un Vier­nes Santo, la escena del Descendimiento de la Cruz, según acostumbraba a hacerse. El pueblo en masa asistía a la ceremonia, y yo, por no ser menos que los demás, formé parte en la procesión. Mis amigos, los monjes y otras personas fueron rodeándome disimuladamente, pero en tal modo, que en el momento del sermón me vi como aprisionado en medio de un círculo infranqueable. No tuve, pues, más remedio que prestar oídos a la elocuencia del predicador, quien puso término a su discurso con una vibrante peroración en la que me excitaba a perdonar a mi enemigo en recuerdo de la Pasión de Cristo.

«En un principio lo escuché impasible, mas al fin su retórica me puso furioso.

–¡Callad de una vez! grité. ¡Yo estoy en la re­solución de antes! ¡Es inútil cuanto digáis! ¡No per­donaré nunca!

«En aquel preciso instante siento que una mano me coge por un brazo. ¿Cómo salí de aquel sitio? No lo sé... Pascual estaba delante de mí.

–Hijo mío, exclamó con un acento que no pue­do olvidar, al propio tiempo que me miraba con ojos afables y tristísimos, hijo mío; ¡se ve que no has presenciado la Pasión de Jesús!

«Y continuó, después de hacer una pausa:

–¡Perdona, hijo mío, por el amor de Jesús cru­cificado!...

«Estas palabras, pronunciadas con acento lasti­mero, aquellos ojos tan humildes como expresivos clavados en mí, aquella fisonomía luminosa, transfi­gurada por un reflejo celeste... me cautivaron. Sub­yugado, enternecido, sollozante, dije entonces con labios trémulos por la emoción:

–Sí, padre mío, yo perdono por el amor de Dios.

«... La multitud estaba atenta, muda, ansiosa, sin atreverse apenas a respirar.

–Hermanos ¡perdona!, exclamó Pascual.

«La gente respiró satisfecha al oír estas palabras. Luego prorrumpió en un clamor frenético, clamor en que se veían confundidas alabanzas, bendiciones, so­llozos... Yo lloraba también. Lágrimas de fuego brotaban de mis ojos, yendo a caer sobre la mano del Santo, que continuaba estrechándome entre sus brazos... Mientras tanto el odio se derretía en mi pecho, como se derrite el hielo al ser herido por los dardos del sol.

«Al fin, me daba por vencido... y no he vuelto ya a sentirme víctima de deseos de venganza».

Tal era la obra de Pascual en sus salidas del con­vento: hacer bien a los demás, conducir a Jesucristo las almas extraviadas, y suspirar, como el ave por su nido, por volver cuanto antes al convento, para que así no llegaran hasta él los aplausos del mundo.

Su primer cuidado al llegar de afuera, era ir a postrarse a los pies del superior para recibir de ro­dillas su bendición paternal y con ella el permiso de irse a la iglesia. Una vez allí, se entregaba por largas horas al ejer­cicio de la oración; y el gozo que en orar expe­rimentaba, le daba a conocer claramente qué bueno y agradable es habitar en la casa del Señor.

En estas ocasiones venía a inquietarle un pensa­miento muy natural en él:

«¡Qué dichoso sería yo si pudiera no apartarme nunca de aquí, o si me fue­ra dado, cuando menos, vivir lejos del mundo y de los tráfagos del siglo, consagrado enteramente al Amado de mi alma y en Él pensando de conti­nuo!...»

Había cerca de Loreto una gruta, en la que solían pasar algunos religiosos una semana de retiro, sin dejar por eso de asistir al Oficio divino en el coro y a la Misa conventual. Esta gruta acababa entonces de ser abandonada por un religioso que se dedicaba a la predicación, en consecuencia a una dura prueba que había sufri­do. Le parecía, en efecto, que los infernales espíritus trataban de destruir su morada, dejándole a él se­pultado entre los escombros. Así que, en tan apura­do trance, ni siquiera se había acordado de recoger sus libros. El Guardián llamó a Pascual para que fuera a buscarlos.

«Fui contentísimo, decía el Santo hablando de esto con un novicio, pues así podría disfrutar a mi gusto de las delicias de la vida eremítica.

«Ante todo me dediqué por algún tiempo a la ora­ción; luego me entregué al descanso con propósito de levantarme a media noche para disciplinarme y volver de nuevo a la oración. Me dormí, acariciando en la mente tan hermosos proyectos, y desperté... cuando el sol inundaba ya la gruta con sus ful­gores.

«Todo confuso me levanté más que de prisa, y volví a hacer los oficios que me tenía encomendados la obediencia, toda vez que lo sucedido vino a de­mostrarme que mis deseos eran una ilusión y nada más».

9. Grandes penas

Sé paciente en la tribulación, porque en el fuego se prueba el oro y se purifica la plata (Ecle 11,45).

No falta quien estima que las mortificaciones voluntarias llevan en sí cierta gratificación, pues han sido buscadas por quien las hace. Pero esto no puede decirse de aquellas penalidades que provienen de otras causas. Así, pues, la conformidad en soportar estas últimas, es la que nos da la norma principal para apreciar la san­tidad de una persona.

Pascual, no menos que los otros santos, debía purificarse en este fuego, que su contemporáneo San Juan de la Cruz llama noche obscura. Momentos hubo en su vida en que el cielo le parecía de plomo, en que la duda se esforzaba por adquirir el dominio de su corazón, y en que su energía parecía derramarse, como se derrama el líquido al romperse el vaso que lo contiene.

Toda su vida era entonces juzgada por él como una serie de incoherencias. El recuerdo del pasado lo desanimaba, y su co­razón parecía como romperse de remordimiento a la vista de crímenes hasta entonces ignorados. El porvenir se le representaba más tenebroso todavía, como si el Señor lo fuera a dejar abandonado a sus fuerzas.

El presente era también para él un enigma indes­cifrable. Su corazón se veía combatido por dos sen­timientos opuestos. De un lado, la fiebre de la lujuria, del odio y del orgullo estremecía su carne desgastada por los ayunos. De otro, sentíase atraído por irresis­tible impulso hacia ese Dios en el que pensaba en­contrar el reposo. En suma, mientras el espíritu co­rría, como ciervo sediento, a embriagarse con la pu­reza de los ángeles, el cuerpo parecía revolcarse en un cenagal de torpezas y de engaños. ¿Cómo, entonces, librarse de aquel cuerpo de muerte? Porque, en realidad de verdad, Pascual pre­feriría a una tal situación, la destrucción y aun el aniquilamiento de su ser.

Cierto día, rendido o debilitado por la lucha, cae como caen los vencidos de la vida, arrojado como los últimos restos de un gran naufragio en una playa inhóspita... La copa de la tribulación re­basa los bordes. Pedro de Sena, su provincial, entra en ese momento en la celda del Santo.

–¡Oh Padre! gime Pascual, ¡todo es inútil! Yo no puedo más. ¡Si me fuera dado dejar de existir!... ¡He sufrido ya tanto! ...

Y su cabeza cae pesadamente sobre su pecho, como la de un hombre en el momento de expirar. Pedro se inclina sobre esta alma angustiada y le habla. Y el pobre desesperado le refiere pausadamente, con palabras entrecortadas por los sollozos, su lamentable historia.

Gracias a ello la paz renace en su alma, el dolor que atenazaba su corazón se mitiga casi insensiblemente, y se va haciendo luz entre las sombras densas de antes. Nuestro Santo es ahora un convaleciente que aspira el perfume de los campos, es como un hombre que des­pierta de un pesado sueño, que toca con inquie­tud cuanto le rodea, y que ve por fin desvanecerse sus terrores ante el testimonio elocuente de la simple rea­lidad. Pascual renace a nueva vida, dispuesto a sostener nuevos combates.

En otra ocasión el común enemigo obtiene per­miso para maltratar al Santo.

–¡Qué enfermedades! murmuran los médicos exa­minándolo; no hay duda de que confunden nuestras previsiones, se resisten a nuestros cálculos y burlan nuestros remedios... Cualquiera diría que ello es cosa del diablo.

También se oyen a veces en su celda ruidos ex­traños, o bien golpes y lamentos. Se oye de repente un grito agudísimo durante la noche. Los religiosos corren solícitos a la habita­ción de Pascual. El Santo confuso responde: «esta­ría soñando» o bien: «me he sentido víctima de extraños dolores».

Y los despide como si nada hubiera pasado; pero a la mañana siguiente, según testimonio de los tes­tigos, vésele en el coro con el cuerpo magullado y maltrecho.

Lo único que de sus labios pudo saberse con res­pecto a tal género de tribulaciones, acerca de las cuales observaba Pascual un riguroso secreto, es lo siguiente:

–Nunca son tan terribles los asaltos... como cuando medito en la Pasión y en el amor de Jesucristo Sacramentado.

Y pronunciadas apenas estas palabras enmudece, como temeroso de haber dicho ya demasiado.

En cuanto hasta aquí llevamos dicho, servía de consuelo a Pascual la solicitud y afecto de los supe­riores, quienes en las luchas con el demonio le ha­bían ayudado con sus consejos y sostenido con sus exhortaciones. Con todo llega un momento en que hasta esto va a faltarle. En efecto, en 1573 fundaron los superiores un convento de estudios en Valencia. Había necesidad de enviar a él Hermanos legos, y se ponía mucho cuidado en que éstos fuesen escogidos entre los más edificantes. En tales condiciones, eligieron a Pas­cual.

Estaba allí de Guardián un austero anciano, reli­gioso de rostro marcado por el sufrimiento y de dura mirada. Ya sea por inadvertencia, o bien por prevención, lo cierto es que dicho superior no tarda en tomar al nuevo subordinado por blanco de su inflexible rigidez.

Un día le manda sin más ni más en pleno refecto­rio que salga a decir la culpa. Puesto ya el Santo de rodillas en medio de los admirados religiosos, el Guardián comienza a des­cargar sobre él todo un torrente de injurias:

–¡Sois un hipócrita y un presuntuoso! ¡Ah! ¡vos creéis estar en posesión de un tesoro! ¡Abrid las manos y contempladlas llenas de cieno! ¡Estad atento!...

Terminada la filípica y en medio de un gran silencio, Pascual se arrastra andando a gatas hasta el sitio del superior, estrecha los pies de éste entre sus manos con muestras de respeto y de ternura, y los besa luego una y otra vez...

Poco después siente tocar la campana de la por­tería y corre a abrir la puerta, en donde permanece bastante tiempo ocupado en atender a los que lla­maban.

–¡Ah!, piensa entre tanto un religioso, el pobre fraile está a lo que parece muy confuso por lo su­cedido y no tiene valor para volver al refectorio. Sin duda está haciendo tiempo para recuperarse antes de entrar de nuevo.

Y guiado por esta idea se apresura a buscar al Santo.

–Tened paciencia, Fr. Pascual, le dice con dul­zura.

–¡Paciencia! ¿por qué causa? responde el Bien­aventurado.

–Pues por la injusta reprimenda que recibis­teis.

–Estad seguro, Hermano, replica el humilde religioso, que el Espíritu Santo es quien ha habla­do por su boca.

En otra ocasión en que tuvo lugar una escena parecida, respondió a los que intentaban consolar­le:

–No me han entristecido poco ni mucho las pa­labras del Padre Guardián. Muy al contrario, me juzgo tan feliz de este modo, que quisiera recibir ca­da día un tal consuelo. ¡Ojalá Dios le inspire el que así lo haga!

Di­chas escenas se repetían con harta frecuencia. Hoy al Guardián le servía de pretexto un vaso roto, mañana un poco de aceite vertido, y un día después otra fal­ta tan fútil como las anteriores. Cualquier cosa bastaba para mortificar a Fray Pascual con reprensiones irrazonables.

Y junto a las reprensiones iban las culpas públicas, las penitencias de todo género, las flagelaciones crueles, las humillaciones, los reproches insultantes y todas las vejaciones posibles, que llovían sin cesar sobre nuestro Santo.

El Guardián,  dicen los testimonios, se ensañaba en él con verdadera ferocidad.

No faltaron tampoco religiosos que, alentados a ello por la conducta del superior, tuvieran a gala procurar a Pascual desprecios y disgustos sin cuento. Nunca les faltaban pretextos, pues detrás de estas cosas andaba una mal velada envidia.

Con todo, Pascual nunca se daba por agraviado, y correspondía siempre a todos los desprecios con inequívocas muestras de cariño. En estos casos, alega uno de los testigos, tenía presentes las virtudes que adornaban a sus perse­guidores, y con ellas hacía un manto en el que ocul­taba todos sus defectos.

–Por lo que a mí toca, decía Pascual, conozco que no tengo de religioso más que el hábito. He delinquido y me he hecho digno, por tanto, de los últimos castigos. Venguen en mí las criaturas los ultrajes que yo hice al Criador, que con esto me da­rán una prueba más de que me aprecian.

Así como las medallas brillan tanto más cuanto más se frotan, así logra Pascual adquirir un nuevo lustre por medio de la persecución y del sufrimiento.

El Provincial, Pedro de Sena, llega al fin a tener noticias de todo lo que pasa, y en consecuencia Pascual es obligado a acudir a la presencia del su­perior. Éste desea saber las cosas de los propios labios del Santo; pero Fray Pascual no le da de ninguno la menor queja.

–En vista de lo que sucede, decide el Provincial, juzgo que no es conveniente para vos regresar a ese convento. Vuestra vida es allá demasiado in­cómoda. ¿Queréis que os envíe a otro convento?

–¡Ah, Padre mío! responde el Santo como aver­gonzado, no hay necesidad de que sepáis para ello mi voluntad; yo estoy para todo en manos de la obediencia. ¡Haga vuestra caridad lo que mejor le parezca! Para mí es igual continuar allí o ir a otra parte.

–Pero ¿y vuestro Guardián?, dice, interrumpién­dole  el Provincial.

–No, responde con convicción el Bienaventura­do; yo sé por experiencia que nada se gana con cambiar de superiores. A un Guardián difícil de so­brellevar sucede otro más llevadero, en tanto que si uno busca cambiar de puesto, suele ir con fre­cuencia de mal en peor.

Y Pascual sigue en Valencia por espacio de tres años, ocupado, como antes, en los oficios de la por­tería y del refectorio. Su género de vida continúa siendo el mismo de antes, con la única diferencia de que, a partir de este suceso, acostumbra pasar más largas horas en oración ante el Santísimo Sacramento.

10. Historia de una vocación

Era por los años de 1575. El P. Francisco Xi­ménez era por entonces Provincial y estaba al frente de los conventos alcan­tarinos del reino de Valencia.

Asuntos de familia le habían llamado a Jerez de la Frontera, donde había nacido. Un hermano de Ximénez, residente en el Perú, no escribía de algún tiempo atrás, y su cuñada vivía cargada de muchos hijos y víctima de dificultades de todo género.

Pues bien, a raíz de la partida de Ximénez sobrevinieron en la Provincia muchos asuntos de importancia, y el superior que ocupaba accidentalmente su puesto ca­recía de atribuciones para resolverlas, debiendo por lo mismo atenerse en todo a las órdenes del Provincial.

En tal estado de cosas, el superior comisiona al Siervo de Dios para poner a Ximénez al corriente de todo. Pascual obedece sin poner dificultades, y hace el viaje según su costumbre, a pie y descalzo, mendigando de puerta en puerta el alimento y pasando la noche a cielo abierto.

A su regreso trae en su compañía al pequeño so­brino del Provincial, llamado Juan Ximénez, que fue después religioso franciscano y biógrafo del Santo. Los dos hicieron juntos un viaje de cien le­guas, viaje del que tenemos la noticia siguiente de­bida al mismo Juan.

«Tenía yo, a la sazón, nos dice, como unos cator­ce años, y solía frecuentar el convento de Jerez. Los religiosos me trataban con tanta amabilidad, que hasta llegaban a permitirme asistir al coro y cantar con ellos.

«Cierto día en que me hallaba en el Oficio de Ter­cia, vi entrar en la iglesia, en el momento en que iba a darse principio a la Misa, a un hombre vestido con remendada túnica, pero tan estrecha, que más bien que túnica parecía un saco. No llevaba ni sandalias, ni manto. Después de signarse devotamente, vino a arrodi­llarse a un rincón del coro, besó la tierra, unió las manos y se abismó en la oración.

«Un religioso le invita a ocupar una de las sillas y él accede y se porta durante toda la ceremonia con tal piedad y recogimiento, que yo, a despecho de mi edad poco dispuesta a admirar tales espectáculos, me sentí profundamente emocionado. Era este tal el Siervo de Dios a quien yo veía entonces por vez primera. La impresión que me pro­dujo no puede nunca borrarse en mi memoria.

«Una vez terminada la Misa, entra en el con­vento, habla con mi tío, y sale luego a visitar a al­gunos bienhechores que deseaban hablarle y que le habían sido indicados por el superior. Entre otros fue también a visitarnos a nosotros, en cuya casa se habían ya engrandecido y celebrado más de una vez sus virtudes, puesto que mi tío lo tenía en mucho aprecio y solía hacer de él grandes elo­gios.

«Y de hecho, él hablaba con tanta modestia y cir­cunspección, y parecía tan bueno y tan amable, que yo, fascinado, no podía apartar de él mis ojos. De súbito el varón de Dios clava en mí una mi­rada escrutadora, y dice, volviéndose a mi madre:

–Entregadme este muchacho por el amor de Jesús y de San Francisco.

«Estas palabras fueron derechas a lacerar el co­razón de mi pobre madre. ¡Ah! yo era su primogé­nito; ella tenía puestas en mí sus esperanzas para el porvenir. La familia se opondría a ello. Yo no estaba en disposición de hacer los estudios; era aún muy jo­ven para pensar en tal cosa. Y además ¡debía mar­char tan lejos!... No, mi madre no podía consentirlo en manera alguna.

«Con todo, el Bienaventurado orilla con tanta ha­bilidad todas estas dificultades, que al fin mi madre exclama con voz entrecortada por los sollozos:

–Llevadlo, puesto que tal es la voluntad de Dios, pero que no sepa nada la familia, porque lo impediría a todo trance...

«Pascual, a su vez, promete velar siempre por mí:

–Yo le atenderé, dice, con la solicitud de una madre.

«Y esta promesa no fue en sus labios una promesa vacía de sentido. Tendido en su lecho de muerte y entre los estertores de la agonía, quiere que los presentes me atestigüen lo bien que él ha­bía satisfecho esta deuda. Por otra parte, todos los episodios desarrollados durante nuestro viaje bas­tan para demostrarlo bien a las claras».

Juan Ximénez, a su vez, no se mostraba disgus­tado por la partida. La perspectiva de un largo viaje tenía para él sus atractivos, el guía era de su agra­do, y dada su edad, no se preocupaba lo más míni­mo por lo que el porvenir pudiera traerle.

Montaba Ximénez una pequeña mula andaluza, muy robusta y briosa, que, a pesar de los es­fuerzos del jinete, trotaba de continuo, formando con los cascabeles que la adornaban un sonido muy agradable para el muchacho. Así que Pascual, para no perder de vista a su protegido, no tenía más remedio que seguir la marcha del bruto; y esto muchas veces por caminos sembrados de pie­drecitas y en forma de pendiente, bajo el peso del cansancio y de los ardores del sol... En resumen, el viaje era para nuestro Santo un sacrificio continuo.

Juan, adivinando la fatiga del Religioso, se em­peña en hacerle subir a la cabalgadura:

–Hermano, le dice, vayamos a caballo, tú un poco y yo otro poco.

–No, no, mi pequeño, responde el Santo, déjate estar, que yo voy a pie mucho mejor.

«Todas cuantas instancias le hice, escribe Ximénez, fueron inútiles. Lo único que conseguí de él, contra mi deseo, fue que se quitara el manto, que le habían dado en Jerez, y que se sirviera de él para hacerme un asiento...

La madre de Ximenez había proporcionado a su hijo dinero y provisiones para el viaje, pero Pas­cual no consintió en que el niño le pagara cosa al­guna. Mendigaba su pan y se resistía a gustar las provisiones de su acompañante. Hubo, sin embar­go, una excepción: Juan arrojó al camino, como in­servible, parte de su vianda, aquella que, gastada por el calor, se hallaba en mal estado. El Bien­aventurado se apresuró a recogerla, y con ella se alimentó durante algunos días.

«Caminábamos de ordinario a un mismo paso, pe­ro algún tanto separados. Pascual ocupaba el tiem­po en rezar o en cantar gozos al Santísimo Sacra­mento. Sus cantos y su voz me causaban agrado, y yo le hacía repetir los que me parecían más hermo­sos, sin que nunca el Santo se negara a mis súplicas. De vez en cuando se aproximaba a mí, e inspeccionaba los aparejos:

–¿Vas bien así, mi querido Juan? ¿Sientes can­sancio? me decía. Vamos, ten ánimo, que descan­sarás dentro de poco. ¿No ves? Estamos ya cerca de una posada.

«¡Las posadas! Los famosos albergues. Suelen estar rodeados por un huerto, en el que crecen al pie de los árboles los dorados melones y las rojas sandías. En el centro está la noria, recuerdo del tiem­po de los moros, con su vieja rueda de sacar agua, puesta en movimiento por un mulo. El albergue es un cobertizo sostenido por pilares de piedra: a lo largo de las paredes toda una hilera de caballos, jumentos y mulos; junto a la puerta carretas y fardos. En el fondo, en una sala oscura, llamea el fuego de la hospitalidad. A la luz de este fuego se cocina, se come, se fuma, se canta, se discute, se grita y, a ser posible, se duerme.

«Cada uno se acomoda por la noche lo mejor que puede. Éste se encarama sobre un carro, el otro tiende su capa y se acuesta encima de ella, y el de más allá se arrolla en una manta y se tira en un rin­cón a la buena de Dios. Sería demasiado pre­tender mayores comodidades en una posada.

«Pascual escoge un rincón para mí e improvisa una camilla, lo menos dura posible, poniendo en ello todos los recursos de su habilidad. Luego me cubre con su manto y queda de guarda a mi lado hasta que se persuade de que estoy dormido. Al oírme roncar, se aleja.

«Yo tuve curiosidad por saber qué es lo que iba a hacer a aquellas horas, y, restregándome los ojos, le vi separarse a corta distancia, arrodillarse como en el coro de Jerez y orar... ¡Dios mío, por cuanto tiempo! ... Y lo que hacía entonces, lo hacía siempre, lo mis­mo en las posadas que en las granjas: orar por es­pacio de muchas horas y dormir lo menos posible.

«A veces el exceso del calor nos obligaba a cami­nar de noche. Entonces Pascual no se separaba de mí un momento, me hablaba de muchas cosas buenas y desvanecía mis aprensiones.

«Cuando tropieza en el camino con algún viajero, esfuérzase por colmarlo de favores. Cierto día hallamos a un hidalgo quien nos refiere toda una histo­ria de bandidos, que me es muy interesante y que aquél relata con gran prolijidad de detalles. El Santo tomó pie en el percance para recomendarle la devoción a la Santísima Virgen y la nece­sidad de vivir santamente. Y habló con tal convic­ción, que yo me sentí cambiado en otro hombre, y formé propósitos de hacer una confesión general de toda mi vida,

«Otro día tocó la suerte a un pobre joven quien, con los vestidos hechos jirones, el rostro cubierto de lágrimas y el cuerpo lleno de mordeduras de pe­rros, se acercó a pedirnos limosna. Su porte daba a conocer bien a las claras que no había nacido en la miseria, y después he llegado a saber que pertene­cía a una de las principales familias.

«Dicho joven había abandonado, en un momento de obcecación, el hogar paterno, a fin de poder así entregarse más libremente a los placeres. Luego nos refirió sus amarguras, su miseria, su cruel infortunio... ¡toda una historia tan larga y tan triste!... Pascual lo consoló y le habló con inefable bon­dad, animándolo a que volviera al lado de su padre, a que le pidiera perdón por su pasada conducta, y a que se portara en adelante como buen hijo y buen cristiano. A medida que hablaba el Santo, el pobre joven sentía renacer en su ánimo la esperanza.

«Un compañero de viaje, que era Hermano coad­jutor de la Compañía de Jesús, unióse entonces a nosotros y principió, a su vez, a hablar al hijo pró­digo. Éste, al fin, se dejó convencer y prometió regre­sar a la casa paterna. ¡Había sufrido ya tanto! ...

«Más tarde tuve noticia de que el joven había se­guido las exhortaciones de ambos, y que su situa­ción era ya muy diversa. Él mismo vino en persona a Valencia, para dar las gracias a sus caritativos consejeros. Pascual no habitaba ya allí: así que el joven sólo pudo hablar con el Hermano jesuíta, el cual se apresuró a comunicar al Santo las buenas noticias de la conversión de su protegido.

«Así atravesamos toda Andalucía, en la que van alternan­do con las rientes colinas, ligeramente ondulantes y cubiertas de olivares, las polvorientas llanuras y las sedientas torrenteras.

«Granada aparece a nuestros ojos. En el horizonte se columbran los picos dorados de Sierra Nevada. Sobre un fondo que se asemeja a un mar de verdura, surge una masa compacta de torres y cúpulas des­lumbrantes a la luz del sol, en medio de blancos muros, perforados por ventanas ojivales. Se dice por allá: “cuando Dios quiere bien a alguno, lo lleva a vivir a Granada”.

«A la entrada de la larga avenida de los álamos, se ve una capilla edificada por Fernando el Católico, que trae a la memoria el 2 de enero de 1492. En dicho día, el Cardenal Pedro de Men­doza, colocado al frente de los asaltantes, clavaba a las tres de la tarde el signo de la Cruz en la más alta de las torres de la Alhambra. Con esto dábase por conquistado el último refugio de los moros, y por asegurado en España el principio de la unidad católica. Aun hoy día suele acudirse a la susodicha capilla para rezar ciertas plegarias indulgenciadas y para decir por la mañana, cual lo hace todo cristiano, la oración de la cruzada.

«Nosotros pudimos hacer nuestras devociones an­te el sepulcro de los mártires franciscanos Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, martirizados tiempo hace por Mahomed-a-Bembalua, y visitar la antigua fortaleza de los sarracenos, transformada en convento de los Frailes Menores. Pascual, en esta ocasión, me dijo que procurara hacerme con un libro escrito por fray Luis de Granada, que se llama: La Guía de Pecadores.

–Léelo, mi pequeño, agregó, pues es muy hermoso y te será de provecho.

«No bien salimos del convento, nos hallamos con un alguacil, que interceptándonos el paso y tomando al Santo por un vagabundo, lo colma de insultos y hace ademán de arrestarlo.

–Pero, si es un religioso... ¡un religioso tan bueno!, grité yo entonces. Examina, al menos, sus papeles.

«El desconfiado oficial lee detenidamente la obe­diencia de los superiores de la Orden, que era el pasaporte del Santo, se la devuelve sin decir palabra y se aleja al momento. A todo esto Pascual continuaba sonriendo con dulzura, sin que dejara salir de sus labios una sola queja o injuria. Esta actitud me impresionó viva­mente.

«En otra ocasión, luego que salimos de Huéscar, se halló el Santo tan violentamente indispuesto, que se creyó a punto de irse al otro mundo. Pero implacable siempre con­sigo mismo, prosiguió a pesar de ello caminando y haciendo esfuerzos por disimular sus dolores...¡De qué diverso modo obraba yo cuando era yo el que sufría!

«Nos hallábamos una vez distantes de Calasparra como unas cuatro leguas. Hacía un calor tórrido; las hojas se desprendían marchitas de las ramas; los pájaros volaban a flor de tierra y se agazapaban, con la ca­beza bajo el ala, en los huecos de los árboles y de las rocas, y el terrible solazo nos hería de lado. Alrede­dor de nosotros dilatábase la llanura desierta y gris barrida con furia por el huracán. Yo creía que me asfixiaba: mi garganta parecía de fuego. Entonces exclamé:

–¡Agua, agua! ¡Me muero!...

«El buen Hermano, sin cuidarse para nada de su propio cansancio, corre a derecha e izquierda, en busca de un poco de agua... ¡Todo inútil!

–Animo, muchacho, me dice, que yo daré con ella. Ten paciencia, que pronto será tu sed satisfe­cha...

«Al fin logra descubrir algunos juncos.

–Mastícalos, me dice; de este modo desapare­cerá tu sed.

«Yo obedecí. Ayudado y sostenido por él, pude llegar junto a un arroyuelo.

–Come antes un bocado de pan, y después be­berás, porque si no, puede hacerte daño.

«Poco después llegábamos a la población. Al día siguiente por la mañana nos dirigimos hacia Jumilla. Desgraciadamente nos desorientamos en la mar­cha, y nos encontramos de pronto frente a un foso muy largo y lleno de agua enlodada. Pascual tuvo que pasar el foso por encima de un tronco medio podrido. En el momento en que llega­ba al medio, el tronco y él se cayeron al foso, dan­do volteretas. Tan cómica fue esta escena, que yo solté una estrepitosa carcajada... El San­to entonces, sin acordarse de reñirme, se limpia y enjuga lo mejor que puede, y celebra en tanto con chistes su poca suerte.

«Algún tiempo más tarde subíamos a pie por la cuesta que conduce al convento. Esta cuesta era tan pendiente que parecía estar cortada a pico, y yo no tenía ya fuerzas para proseguir adelante.

–Vamos, mi pequeño, yo te llevaré sobre mis espaldas, exclamó Pascual de improviso.

. «Pero yo tuve vergüenza de mí mismo y respondí:

–No, no, iré por mis pies.

«Y cogido al brazo del Santo llegué a la cumbre.

«Así, pues, Pascual se portó conmigo como una verdadera madre, pensando a todo, rodeándome de cuantas facilidades pueden imaginarse, y favoreciéndome con su cariñoso trato. Se comprende, desde luego, que no es posible lleguen nunca a borrarse de mi memoria tan gratos recuerdos. A él debo yo la gracia de haber llegado a ser religioso».

11. A través de Francia

El Capítulo de la Orden celebrado en Roma en 1571 había elegido para el cargo de Ministro General al P. Cristóbal de Cheffontaines. En ese tiempo Francia estaba en situación de revuelta, y el nuevo General consigue llegar a París en 1576.

El Provincial de Valencia, por su parte, necesitaba enviar al P. Cris­tóbal cartas de importancia. Pero ¿cómo hacerlo, en el estado en que se hallaba Francia? El país, sobre todo en el centro y en el nor­te, era víctima de las guerras de religión. Habían sido violados los sepulcros, destruídas las iglesias, dispersadas las reliquias, profanadas las Hostias, y asesinados muchos sacerdotes y seglares. Más de doscien­tos franciscanos habían perecido en las revueltas. Así, pues, un religioso que atravesara Francia se exponía a una muerte probable.

Con todo, el envío de las cartas no podía retar­darse. Ante un tal estado de cosas, Juan de Moya, guar­dián del convento de Almansa, llama a su presencia al Bienaventurado.

–Fray Pascual, le dice, es necesario que estas cartas lleguen a manos de nuestro Padre General, que se encuentra en París. Pero para llevárselas hay que atravesar un país infestado por los hugonotes. Muchos de nuestros Hermanos han sucumbido ya víctimas de su furor... ¿Os encontráis con fuerzas para abordar esta empresa?

El Santo oye con recogimiento la voz del superior y con toda alegría responde:

–Iré, con el mérito de la santa obediencia.

Pascual acaba de entrever allá, a lo lejos, la corona del martirio. Y como an­teriormente había salido para Jerez, sale de nuevo ahora sin otro equi­paje, al decir de los antiguos relatos, que «su abnegación y su pobreza».

Larga es la ruta que ha de andar Pascual hasta llegar a los Pi­rineos; pero no importa, pues aún camina por país amigo. La rica y fértil Cataluña no niega al pobre de Dios un pedazo de pan con que alimentarse cada día. Pero a medida que sale de Espa­ña, el aspecto del país va siendo diverso. Se suceden las grandes montañas, y se abren a sus pies las negras gargantas y el sordo murmullo de los to­rrentes. El Santo debió pasar por el puerto del Oo que faldea el Monte Maldito, y luego se dirige por el sur de Bagnères de Luchon para llegar a Tolosa. Extenuado por el cansancio, llama a la puerta del gran convento franciscano de Tolosa y so­licita se le conceda hospitalidad. Allí se le recibe como a un hermano. El Santo declara el objeto de su viaje, y los religiosos se quedan asustados.

–¿Pero es que no conoce vuestro superior los peligros del viaje?...  Aquí mismo, dentro de la ciudad, los calvinis­tas han saqueado muchas casas. Millares de hom­bres han sucumbido combatiendo con los herejes. Partidas armadas recorren el país, llevándolo todo a sangre y fuego. Predicadores y sínodos legalizan estas violencias, y la autoridad real concede amnis­tía a los culpables. Todo el territorio, desde aquí hasta París, arde en el fuego de la hostilidad y de la persecución.

Los franciscanos de Tolosa deliberan largo tiempo sobre si les será lícito consentir que el San­to prosiga su viaje. Los pareceres son contrarios y nada se resuelve. Al fin, se halla una solución: Pas­cual irá a París, puesto que así lo quiere a toda cos­ta, pero a condición de que vaya disfrazado. Pascual rechaza una tal propuesta, y prosigue su viaje en la misma forma en que lo ha principiado. Piensa conseguir la palma del martirio, y cree que así llegará a ver realizado más fácilmente su ideal.

Cruza las pequeñas poblaciones y atrae sobre sí las miradas curiosas de los habitantes. Los mucha­chos le hacen escolta, y no faltan quienes le toman por un pobre demente al ver su porte afa­ble y resignado, su vestido humilde y sus pies des­nudos. En otras partes es recibido a gritos y saludado con salvas de pedradas. En algunas se vocifera contra el papista, que logra evadirse, no sin dificultad, a las iras del populacho.

Pascual, al llegar a Orleans, se ve rodeado por una turba de hugonotes:

–¿Crees tú, le gritan, que Cristo se halla real­mente en la Hostia de los sacerdotes papistas?

–Sí, lo creo con toda mi alma.

–¡Insensato! le gritan.

Y arrojan sobre él toda la granizada de objecio­nes sofísticas que estaban entonces de moda contra de la presencia real de Jesús en el Sa­cramento. El Santo, iluminado por el Altísimo y valiéndose del poco francés que había aprendido durante el viaje, responde a sus sarcasmos con una vigorosa profesión de fe.

¿No había dicho el Salvador a sus discípulos: «cuando os halléis en presencia de vues­tros verdugos, el Espíritu Santo hablará por vues­tra boca y Yo os daré una sabiduría a la cual nadie podrá contradecir?»... Los reformados se vieron confundidos con el discurso del pobre fraile. Pero no por eso desisten de sus propósitos y se arrojan contra Pascual.

–¡Ah, canalla de español, que quieres darnos lecciones, ahora vas a morir a pedradas como un perro!

En medio de brutales blasfemias, lanzan sobre él una lluvia de piedras. El Santo, acometido por todas partes, se desplo­ma en tierra bañado en su propia sangre. Su caída es celebrada con carcajadas de odio y gritos estruendosos de victoria:

–¡He ahí uno que enmudece para siempre!

Y, dándole por muerto, los asesinos se alejan. Poco después vuelve en sí el Santo. El dolor ate­naza y tortura todos los miembros de su cuerpo. Sus espaldas, sobre todo, están destrozadas, y la he­rida que se ve en ellas no dejará ya de proporcio­narle dolores durante el resto de su vida. «Es una fineza que recibí en Orleans», solía decir después alegremente.

En estado tan lastimoso, el pobre fraile se arras­tra como puede hasta una próxima vivienda. Llama a la puerta y ve comparecer ante sí a una buena mujer.

–¡Ah, mi Reverendo, cómo os han puesto! gi­mió ésta, apresurándose a atenderle con esmero y a mitigar sus dolores.

–¡Ah, qué buenos católicos hay en aquel país! ¡Qué corazones tan generosos! exclamaba el Santo al describir de regreso a la patria su viaje por Francia.

Por lo demás era Pascual extremadamente reser­vado, y ni aun hoy conoceríamos los pocos datos que sabemos de este viaje, si el Santo no se hubiera visto obligado a manifestarlos, cediendo a las reiteradas instancias de Juan de Moya.

Otro día, obligado el Siervo de Dios por el ham­bre, se decide a llamar a las puertas de un vecino palacio, coronado por torrecillas y enclavado en el centro de un espléndido parque. Los domésticos le permiten la entrada y avisan a su señor. Dicho señor, que era calvinista y enemigo jurado de los católicos, se hallaba entonces comiendo con los suyos. Cuando vio a Pascual, pálido y maltrecho, y puso los ojos en su miserable sayal, le gritó:

–¡Vive Dios, bien se ve que eres un espía español; así que pagarás cara tu audacia! ¡Verás qué limosna vamos a darte! ¡Ten un poco de paciencia! ... Ante todo debo atender a mi salud. Pero luego, añadió con brutal regocijo, atenderé a la tuya. Después de comer serás ahorcado.

Pascual se reconcentra en sí mismo, pone su suerte en manos de Dios y se dispone a morir... El calvinista, por su parte, no acaba nunca de concluir la comida, deseoso de prolongar la agonía del pobre fraile, que sigue mudo e inmóvil en presencia del malvado.

Mientras tanto, la señora de la casa, de corazón compa­sivo, no puede ver por más tiempo este juego bárbaro. Y aprovechándose del estado de embriaguez de su marido, se ingenia para poner a Pascual fuera del alcance de sus iras. Los criados, obedeciendo sus órdenes, lo conducen afuera. Se ve privado así, una vez más, de la corona del martirio.

En otra ocasión fue rodeado por el revuelto po­pulacho. Trataba éste de jugarle una mala partida, cuando aparece de improviso un hombre y lo libra de manos de sus agresores. Su libertador lo encierra en una cuadra de cerdos, coreado por los aplausos de la multitud. Abandonado así en prisión tan infecta, Pascual espera la muerte de un momento a otro... Llega con esto el alba y al propio tiempo su extraño liberta­dor, quien le entrega un pedazo de pan y le dice con tono áspero:

–Huid cuanto antes y no volváis a aparecer por estas tierras.

En otra ocasión, una mujer de calidad se esfuerza por convertirle. Para ello echa mano ante todo de los favores; lue­go desciende a las lisonjas, y dice al Santo:

–Creed­me, no hay mejor cosa que el que os hagáis reformado como yo me he hecho.

Al oír esto el Siervo de Dios estalla en indigna­ción:

–¡Reformado yo! Pero ¿no veis que soy religioso de San Francisco de Asís?...»

Y dichas estas palabras se da a la fuga.

Añadamos a estos relatos un último episodio que agrega Ximénez, como referido por el mismo Santo.

Caminaba Pascual con su acostumbrada recogimiento en la oración, cuando cierto caba­llero se detiene delante de él, con la lanza colocada en actitud de acometerle.

–¡Monje! le dice, ¿Dios está en el cielo?»

El fraile responde sin vacilaciones:

–Sí, está en el cielo».

El caballero, al oír esta respuesta, vuelve grupas y parte al galope.

Pascual, desconcertado, queda envuelto en confusiones... Luego se siente iluminado por una idea:

–¡Ay! lamenta, ¡ahora comprendo! Yo debiera de haber añadido: “y en el Santísimo Sacramento del altar”. ¡Entonces me hubiera atravesado con su lanza y yo sería mártir, por haber muerto en defensa del Sacramento del amor! ... ¡Infeliz de mí, que no me he hecho digno de una tal gracia!

Y se pone a llorar abundantes lágrimas...

Pascual, a su salida para París, tenía los cabellos negros, y cuando regresa al convento los tiene ya blancos. ¡Ha envejecido en pocos meses!

12. Prolongado martirio

Cuando uno se busca a sí mis­mo, por eso solo se aparta de la senda del amor divino (Imitación de Cristo)

Ya que los hombres no han proporciona­do a Pascual el martirio, él mismo se ingeniará en dárselo a sí mismo. Convirtiendo su corazón en juez, se dedicará a mortificar su cuerpo, ya subyugado, con crueldad implacable.

La observancia de la vida co­mún podrá hacerle sufrir, pero él sujetará a ella todas sus acciones, a fin de no quebrantarla, negándose al alivio de toda dispensa. 

Pascual se veía obligado a cada instante a salir de la meditación para acudir a la portería, reclamado por su oficio. En atención a esto, el Guardián llama a nuestro Santo, y le dice:

–Hermano, os dispenso de hacer la meditación en el coro. De hoy en adelante oraréis en la porte­ría; esto basta.

Pascual se postra a los pies del superior, y le dice:

–¡Tenga vuestra caridad compasión de mí! Mien­tras permanezco en la portería no estoy en comu­nidad. Os ruego que no me privéis de orar con los demás frailes.

El Guardián no insiste, y nuestro Santo, siempre que llaman a la puerta, sale del coro sobre las pun­tas de los pies y entra luego del mismo modo, a fin de no turbar el recogimiento de los otros. No bien se arrodilla suena otra vez la campanilla. Pascual vuelve a bajar de nue­vo, interrumpiendo así sus diálogos con el Señor.

La enfermedad arruinaba su organismo, la fiebre lo consumía, grandes dolores atormentaban su cuerpo. A pesar de todo, el Santo iba a los actos de comu­nidad, vacilante, apoyándose en las paredes, dete­niéndose a cada paso para tomar aliento o incluso a gatas, cuando de otro modo no le era posible. Y si algunos, compadeciéndose de él, intentaban prestarle ayuda, les decía:

–¡Ah, no, hermanos míos! Permitidme por gracia que sufra algo por mi Dios.

Pero era realmente tan lastimoso el espectáculo que ofrecía el Siervo del Señor al arrastrarse hacia el coro... Se le conduce, por fin, a la enfermería; y enfermo y todo como está, observa en lo que le es dado el horario de la vida común, y aun desde su lecho asis­te en espíritu a todos los ejercicios de comunidad.

Su celda era la peor de todas. Durante mucho tiempo no tuvo otra que una cavidad del campana­rio de Almansa, cavidad estrecha en la que no ha­bía ni puerta ni ventana. Tenía una tabla por lecho, por coberturas unos trapos des­preciables, y junto a esa pobreza solamente un crucifijo, una pequeña imagen de la Santísima Virgen, un tintero, una pluma y algún trozo de papel. Tales eran los objetos que adornaban su habitación.

–La superfluidad de cosas en la celda, solía decir, sirve de impedimento al espíritu para dirigirse hacia Dios.

Su sayal era un saco estrecho, cubierto de remiendos diferentes, cosidos al efecto con pedazos de hilo. Si se le hacía alguna observación sobre el corte poco gracioso de esta indumentaria de arlequín, replicaba sonriendo:

–¿Qué le vamos a hacer? ¡Tengo una configuración tan poco garbosa!

–Sigamos la moda de la pobreza, respondió cier­to día a su Guardián, el cual se empeñaba en darle un nuevo hábito. Estoy muy contento con el viejo.

Sus vestidos interiores habían cambiado enteramente de aspecto gracias a sus muchos remiendos, que les daban variedad y consistencia. Venían a hacer de ellos una verdadera armadura. Los lavaba semanalmente muy de mañana y los re­cogía inmediatamente, para no arriesgarse a perder el mérito de su mortificación, dejando que se secasen en lugar público.

Habiendo sufrido una herida en uno de los pies, fue obligado por el superior a llevar sandalias. El San­to se limitó a ponerse una en el pie enfermo.

–Pero ¿y el otro?

–El otro goza de buena salud, y no conviene me­dir por un mismo nivel a los sanos y a los enfermos.

Tal era su extrema pobreza, en la que solo admi­tía una excepción, y ésta era cuando se preparaba la iglesia para la exposición solemne del Santísimo.

–Hay que hermosearla lo mejor posible,  repetía Pascual.

–No tenemos velas, objeta el Guardián,  y el Hermano cuestador califica de exagerada toda providencia a este objeto, porque, a su juicio, está en oposición con la pobreza.

–Pues dejadme obrar a mí, insiste el Santo. Yo iré a pedir limosna y diré: “Dadme alguna cosa: es para honrar a Jesús Sacramentado”. Veréis como nadie me niega su óbolo.

Pero qué diversa es su conducta cuando se trata de mendigar para sí mismo. Estando de viaje se contenta con poquísimo. Y den­tro del convento juzga cosa exquisita lo que los otros ni hubieran querido probar. El pan duro, las frutas averiadas, los restos sobrantes de la vís­pera, o bien lo que dejaban de comer los pobres, eran de ordinario su alimento. Se sirve de una servilleta vieja, a la que acompa­ña un cubierto roto y un vasito inservible.

Un día el Guardián obsequia a este incansable ayunador con un plato de pescado fresco. Los religiosos que están en el refectorio se avisan sonriendo unos a otros, y se vuelven hacia el Santo todas las miradas. Llega, en tanto, el servidor con el obsequio, y le dice ceremoniosamente:

–Fray Pascual, de parte del Padre Guardián.

El Santo se pone a comerlo con muestras de re­gocijo.

–Pero ¿y vuestro ayuno?, objeta el servidor.

–Mi devoción privada,  responde Pascual, no pone límites a la obediencia. Y prosigue comiendo el pescado.

El Santo, por lo demás, se valía de mil ingeniosi­dades para hacer pasar inadvertidas sus mortifi­caciones. Cuando estaba a la mesa dejaba que las legum­bres se enfriasen antes de gustarlas. Si por orden de los superiores se veía constreñido a tomar la vianda, empleaba el tiempo en partirla con toda pausa, y poniendo aparte los huesos, hacía creer que se había comido lo demás. En rea­lidad la parte mejor y más considerable iba siempre destinada a los pobres.

En cuanto al ayuno, ni los trabajos más rudos ni las más grandes molestias del viaje, no parecieron nunca a sus ojos motivo su­ficiente para dispensarse de él. Y si alguien osaba hacerle alusiones sobre el particular, el Santo se contentaba con responderle:

–Observad la Regla, que ella os salvará.

Oculto bajo la túnica y disimulándolo lo más po­sible, llevaba siempre sobre la piel algún ins­trumento de penitencia, que solía consistir en una gruesa cadena ajustada a la cintura, o en un áspero cilicio, o en una especie de camisa de tela grosera, erizada de puntas de agujas y de clavos, o bien en dos placas de hierro unidas entre sí por juncos espi­nosos, en forma de escapulario. Tampoco en ciertas ocasiones se privaba de bra­zaletes mortificantes o de cadenitas y disciplinas.

Después de la muerte del Santo se descubrió en su celda todo un arsenal de estos objetos, que podrían servir muy bien para comprobar la exactitud de aquellas palabras de la Bula de Inocencio XII, Rationi congruit:

«Ha marchado durante todo el tiempo de su vida por el áspero y penoso camino de la penitencia, y se ha esforzado en arrebatar con santa violencia el reino de los cielos».

Su cuerpo, verdaderamente, estaba reducido a servidumbre. A este extremo había venido llevado por la violencia del amor divino, que aumentaba en su corazón a me­dida que iban pasando los días de su existencia.

Y es que mal puede vivirse con vida de amor, sin vivir al propio tiempo con vida de dolor.