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FR.
IGNACIO BEAUFAYS, O.F.M.
Historia de
San Pascual Bailón, Patrono de las Asociaciones Eucarísticas
El
libro presente reproduce, abreviándola, la obra del P. Fr. Ignacio Beaufays,
O. F. M., Historia de San Pascual Bailón, de la Orden de Frailes Menores,
Patrono de las Asociaciones Eucarísticas, traducido de la segunda edición
francesa por Fr. Samuel Eiján, O. F. M., en Barcelona, Tipografía Católica,
calle del Pino, nº 5, 1906, 265 páginas.
Esta
edición de 1906 fue publicada con Licencias de la Orden, dadas por Fr. Cælestinus
Fraga, Miss. Apost. et Discretus Terræ Sanctæ Censor deputatus, y por Fr.
Robertus Razzoli, Custos Terræ Sanctæ. La Licencia del Ordinario era del
Vicario General de la Diócesis de Barcelona, +Ricardo, Obispo de Eudoxia,
actuando de Secret. Sust. Lic. Manuel Fernández.
Venía
la obra precedida por una Carta dirigida al autor por el Cardenal Rampolla,
Secretario de Estado de S.S. León XIII (Roma, 24 de junio de 1903); por otra
Carta, también dirigida al autor, de Mons. TomásLuis Heylen, Obispo de Namur
y Presidente perpetuo de los Congresos Eucarísticos (Namur, 22 de marzo de
1903); y por un Prólogo del Traductor, Fr. Samuel Eiján, O. F. M. (Jerusalén,
17 de mayo de 1906).
Indice
Introducción, 5. –1. Los primeros años de San Pascual Bailón. –2. El pastorcillo. –3. Entre jóvenes. –4. Ejemplar. –5. Tierra de Promisión a la vista. –6. El ideal de San Francisco de Asís. –7. La vida religiosa. –8. Pidiendo limosna. –9. Grandes penas. –10. Historia de una vocación. –11. A través de Francia. –12. Prolongado martirio. –13. El corazón de un santo. –14. De un convento a otro. –15. Sabiduría espiritual. –16. Apóstol y bienhechor de Villarreal. –17. Acercándose al cielo. –18. Vida íntima. –19. Milagros después de la muerte. –20. Los golpes de San Pascual. –21. Gloria póstuma. –22. Sepulcro de San Pascual. –23. San Pascual, patrono de las Asociaciones eucarísticas. –Bibliografía.
Debemos
tener para con Dios corazón de hijo; para con el prójimo, de madre; y para
con nosotros mismos, de juez (San Pascual).
En ciertos lugares se legisla hoy para decretar la muerte de una religión que se califica de contraria a las leyes del progreso... y a los instintos del placer.
Sus «obras», se dice, vienen a ser una especulación ruinosa para la sociedad. Sus «predicaciones» no hacen sino fomentar la superstición popular. Su «enseñanza» implica una competencia desleal a la enseñanza del Estado preceptor. Su «contemplación» es el desgaste de toda energía, la paralización de toda actividad.
¿De estas diatribas llegará a librarse esa «caridad» que ejerce su benéfica influencia al lado de los pobres enfermos, desamparados por el mundo?... Tal vez, pero a condición de que se haga laica y de que trate a los individuos como seres privados de razón.
Tanto el hombre como la mujer son considerados como un capital perdido cuando se consagran a «la vida religiosa»; y no faltan tampoco legisladores que se propongan evitar esta pérdida. Como consecuencia de ello, las vírgenes deben continuar en medio de su familia y los clérigos alistarse en el ejército.
A una tal teoría, que se empeñan en llamar progresista, nosotros responderemos con los hechos, mostrándoles a un hombre consagrado a Dios y transformado por tanto en bienhechor de la humanidad, es a saber, a un verdadero «progresista», alguien que se esforzó para perfeccionar la condición humana.
La vida de Pascual viene a resumirse en estas tres frases: él tuvo para Dios un corazón de hijo; para consigo mismo, un corazón de juez; para la humanidad, un corazón de madre.
Pascual practicaba ese desprecio de sí mismo que sacrifica sin miramiento el egoísmo, fuente de todos los males sociales. Él estaba animado de ese amor que conduce junto a la humanidad doliente, que la consuela, que la alivia, que no permanece insensible ante la menor de sus desgracias.
Dios, al tomar dominio de su corazón, no lo confisca sino para que de él redunden beneficios para los hombres, abriéndole a toda bondad y a toda grandeza e inclinándole ante todos los infortunios.
Pascual nos muestra por medio de los hechos, en referencia sobre todo a la Eucaristía, «su centro y su foco», lo que es realmente la religión cristiana bien comprendida y fielmente practicada.
El adorable Misterio no es para nuestro Santo un rito realizado maquinalmente, ni un medio para una utilidad vulgar. Pascual acepta el Misterio y sus consecuencias sin rebelarse contra un dogma que está sobre él, que le habla en nombre de Dios. Él sabe que su fe debe inspirar toda su vida, debe regular todas sus acciones e informar todas sus energías. Él sabe ver a Dios en todo y no ver en todo sino a Dios, y así emprende una ascensión sublime hacia la perfección, elevando la naturaleza sobre sí misma, sin rebajar nunca lo sobrenatural hasta el nivel de la razón.
La Eucaristía, Jesucristo Dios y hombre, presente en medio de nosotros para enseñarnos, para conducirnos, para aliviarnos, ése es el principio del que fluyen todas las acciones de su vida.
Pascual ha vivido de su Dios, presente y oculto en este adorable Sacramento. Ha vivido para su Dios, presente y oculto en la Hostia santa, y se ha convertido así el mismo en hostia para sus hermanos, por cuyo bien trabajó siempre.
Ya he escrito en otra ocasión la vida del Santo. Ahora lo hago de nuevo apoyándome en los documentos originales, en los Procesos de canonización, en los testimonios de sus contemporáneos, con frecuencia conmovedores, siempre veraces y garantizados por el juramento de los testigos.
Las
Actas del Proceso forman ocho volúmenes in folio, manuscritos todos y de unas
mil páginas cada uno. Las declaraciones están escritas casi todas en español,
con un extracto de las mismas en latín. En latín están los análisis de los
milagros y las fórmulas de juramento. En italiano se leen algunas partes del
Proceso apostólico.
Las
Actas del Proceso se guardan en los archivos de la Procuración de los
Franciscanos españoles, en el Convento de Santi Quaranta, Roma (Transtevere).
Yo me he esmerado en seguir con la mayor cuidado el orden cronológico tal como se deduce de los testimonios mismos, de la naturaleza de los hechos y de las indicaciones que nos suministran los dos más antiguos biógrafos del Santo, que son los siguientes:
1º.– Juan Ximénez, amigo y superior del Santo. Su obra se dedica en parte a consignar sus recuerdos personales, en parte a referir las actas del Proceso, y, por último, a transcribir el testimonio de los religiosos amigos del Bienaventurado.
El autor es fiel bajo el punto de vista histórico, si bien no deja de rendir tributo al gusto literario de su época, abusando con frecuencia de la retórica y del estilo. Su relato, en vez de mostrarnos al Santo, nos muestra a veces a su panegirista.
La
obrita, escrita en 1598, seis años después de la muerte de San Pascual, está
dedicada a Felipe III, rey de España, y fue impresa en Valencia el año 1600.
Forma parte de la Crónica de Ximénez, y está redactada en lengua española.
Los
Bolandistas nos dan la traducción latina de la misma en el tomo IV del Acta
Sanctorum maji; los continuadores de Wadingo, en Annales minorum, tomos XIX y
XX; y los autores de las Croniche di S. Francesco, en esta obra suya,
comenzada por Marcos de Lisboa.
El mérito principal del libro de Ximénez es el de habernos conservado los mejores fragmentos de los escritos del Santo. Dichos escritos no vienen a ser otra cosa que dos modestos libritos, con sentencias recogidas en diversas fuentes, y sazonadas con reflexiones y plegarias personales. Se conservaban, como preciosas reliquias, en el archivo del convento franciscano de Elche, pero no pudieron sobrevivir a la tormenta revolucionaria de 1835, que destruyó o dispersó asimismo tantos otros preciosos manuscritos.
A pesar de lo dicho, lo que de ellos ha llegado hasta nosotros basta y sobra para reconstruir la doctrina espiritual del Santo, en lo que ésta tiene de original.
2º.– Cristóbal de Arta,
religioso español, escribió una nueva vida, más completa que la anterior,
singularmente por lo que respecta a los milagros. Sus fuentes de información
fueron las Actas del Proceso.Tiene un estilo más sencillo que la de Ximénez.Compilador
escrupuloso, incluye todos los sucesos y los refiere con exactitud, aunque
sin poner empeño en hacer revivir su héroe. La lectura de esta obra facilita
la consulta de las Actas del Proceso.
Los
Bolandistas atribuyen además a este autor un Supplementum biográfico y la
relación de numerosos milagros, que figuran a continuación de la traducción
de la vida de Ximénez.
La obrita de Arta fue vertida al italiano e impresa en Venecia por los años de 1673 y 1691 con el título: Vita, virtú e miracoli di S.Pasquale Baylon.También se han hecho más tarde otras ediciones de la misma.
El
Geestelickem Palmboom, de Frèmant, reimpreso en el Seraphicusche Palmboom,
sigue las vidas escritas por Ximénez y Arta.
La
Auréole séraphique hace un hermoso resumen de estas mismas vidas, como
también lo hacen Antonio del Lys en su trabajo reciente: Vie de Saint Pascal,
editada en Vanves en 1898 y en 1900; el P. JuanCapistrano Schoof, en el no
menos reciente: Geschiedenis van den H. Paschalis Baylon, Turnhout, 1899; y
la traducción alemana de Antonio del Lys: Leben des U. Paschalis Baylon,
1902.
Por último, el P. Luis Antonio de Porrentruy ha publicado en París, en la editorial Plon, el año 1899, con el título: Saint Pascal Baylon, patron des ouvres eucharistiques, una historia escrita según los originales del proceso y enriquecida con muchos artísticos grabados.
Los documentos diplomáticos, tales como la Bula de canonización y los diversos Decretos que la precedieron, me han sido también muy útiles bajo el punto de vista de la interpretación que se debe dar a ciertos detalles de la vida del Santo.
La presente obrita es, pues, una recomposición de la que hace años he editado, ya agotada. Me ha parecido indispensable reescribirla, toda vez que, estudiados los documentos originales, es decir, las Actas del Proceso, he podido apreciar la vida y hechos de nuestro Santo con mayor exactitud que en sus antiguos biógrafos, únicas fuentes de mi primer estudio.
9 de Marzo de 1903
1. Los primeros años de San Pascual Bailón
España, a mediados del siglo XVI, acaba de poner término a su larga cruzada contra los musulmanes; y enriquecida con un nuevo mundo, toca al apogeo de su grandeza. «Cuando ella se mueve, solía decirse, Europa tiembla».
Sus monarcas, dueños de Estados sobre los cuales «no se pone el sol», tienden a introducir en ella el centralismo. Y para ello es preciso acabar con los fueros, que eran un legado de las costumbres antiguas, sagradas e inviolables. Provincias entonces, que antes habían sido reinos, deseosas de conservar su autonomía, luchan repetidas veces, y no siempre sin éxito, por esta causa.
Con todo, en ninguna parte fue tan viva la lucha como en el Norte, en Vizcaya, Navarra y Aragón. Los aragoneses llegaron a insultar a los comisarios e inquisidores madrileños al pie de la ciudadela de Zaragoza, que fue residencia de éstos y les sirvió más de una vez de lugar de refugio. Les recordaban la fórmula dirigida por los nobles de antaño al que era constituido como nuevo jefe: «Cada uno de nosotros vale tanto como vos, y reunidos todos valemos más que vos».
El estilo de vida que entre ellos se observaba contribuía no poco a vigorizar este amor a la independencia y esta constancia en defenderla. Los niños, por ejemplo, eran destinados a conducir los rebaños desde su tierna infancia, y erraban a la ventura, sin disfrutar apenas de la dulzura del hogar paterno. Más tarde, emprendían largas peregrinaciones, y recorrían con sus merinos, a semejanza de los árabes, las llanuras de Castilla y de Extremadura. Pasaban los años del crecimiento en sus estepas inmensas de desairados horizontes, perdidos en medio de una naturaleza austera y silvestre, y llegaban así a adquirir un carácter firme como el suelo que pisaban, y áspero como la brisa que sopla en las montañas.
Aún en la actualidad los campesinos aragoneses, sobrios y enérgicos, prefieren la caza a la agricultura, y la existencia nómada a la vida sedentaria. Insensibles a la fatiga y contentos con lo necesario, inclinados a la violencia y fogosos por temperamento, nadie como ellos para llevar a cabo la realización de grandes proyectos y para desempeñarlos con constancia rayana en el heroísmo.
Tal es el pueblo en medio del cual tuvo la cuna nuestro Santo. Torre Hermosa, su patria, es una pequeña población reclinada al pie de los montes Ilirianos, que dependía, a la sazón, en lo temporal de Aragón, y en lo espiritual de la diócesis de Sigüenza, aneja a Castilla.
«Diríase,
observa el antiguo Cronista, que el Señor quería que nuestro Bienaventurado
llegase a ser un sujeto con el que pudieran, a un propio tiempo, vanagloriarse
dos reinos».
Sus padres, que eran unos modestos inquilinos del monasterio cisterciense de PuertoRegio, se enorgullecían, no obstante, de la nobleza de su sangre, ya que no figuraban en la lista de sus antepasados «ni moros, ni judíos, ni herejes».
Martín Bailón, creyente de buena cepa e íntegro hasta el rigor, habíase unido en segundas nupcias con una dulce y piadosa criatura, llamada Isabel Jubera. El sentimiento cristiano que informaba su alma, le movía a profesar una veneración sin límites hacia el augusto Sacramento de nuestros altares. Por eso, antes de emprender el viaje de la eternidad, quiso recibir de rodillas el santo Viático.
Isabel, por su parte, amaba a los pobres. Y no faltó quien más de una vez dijera a Martín, refiriéndose a ella:
–Concluirá
por arruinaros con sus limosnas. Pensad, pues, en el porvenir de vuestros
hijos.
–No
importa, replicaba el buen esposo, la medida de trigo que ella dé por amor de
Dios nos será por Dios devuelta más colmada aún y llena hasta los bordes. Y
dejaba a su mujer en el ejercicio de su obra caritativa.
Siguiendo esta norma, Bailón y Jubera, no por no ser ricos, llegaron nunca a conocer la indigencia. Dios bendijo sus trabajos e hizo fructificar su unión. Gracias a su hijo, su nombre está destinado a perpetuarse en la posteridad.
Este hijo, que es su mayor gloria, vio la luz del mundo el 16 de mayo de 1540, día de Pentecostés. Y había de morir también en un día de Pentecostés, el 17 de mayo de 1592.
Pues bien, en España, al día de Pentecostés se le solía llamar «Pascua florida» o «Pascua de Pentecostés». Y todo niño nacido en Pascua debía llamarse Pascual: tal era entonces la costumbre.
Pascual tuvo por madrina a su propia hermana Juana, primer fruto del primer matrimonio de Martín Bailón. Y son pocas las noticias que han llegado hasta nosotros acerca de los primeros años de la vida de nuestro santo. Sí sabemos que el niño creció al lado de sus hermanitas Ana y Lucía y de su pequeño hermano Juan, vástagos del segundo matrimonio.
Pascual prefiere, ya desde un principio, la compañía de su madre a toda diversión infantil. Puesto sobre las rodillas de ésta, o bien sentado junto a ella, se complace en escuchar de sus labios las conmovedoras historias de Jesús, de María, de los santos mártires y de los espíritus angélicos. Este mundo de la fe tiene para él un especial atractivo y se ofrece a su imaginación de niño con los más brillantes colores. Sus entretenimientos infantiles los constituyen piadosas imágenes, más bien que los juegos bulliciosos de su tierna edad.
«Poned
atención, solía decir Isabel, en lo bien que hace mi pequeñuelo la señal
de la cruz y en la devoción con que recita sus oraciones».
Una vez llevado nuestro niño al templo, toda su atención se reconcentra en seguir con ojo atento el curso de las sagradas ceremonias de los ministros del Señor. ¿Cuáles fueron entonces sus relaciones para con el Dios de la Eucaristía? He aquí una cosa imposible de averiguar.
Lo que sí resulta indudable es que, a partir de aquella época, Pascual se siente atraído irresistiblemente hacia la iglesia. ¡Cuántas veces, en que le dejaban solo en su casa, huía Pascual, y, volando más bien que corriendo, se encaminaba al pie del sagrado Tabernáculo, permaneciendo allí como abismado en oración ferviente!... Su madre, inquieta por la fuga del niño, le buscaba por todas partes, lo descubría al fin junto al altar, y le obligaba a regresar a casa.
Y en vano Isabel, al igual del padre, se esforzaba por retenerle dentro de casa, echando mano ya de las caricias, ya de las amenazas, pues no había medio alguno de conseguirlo.
Hubo, no obstante, un día en que Pascual puso término a estas escenas.... el día en que, habiendo llegado a la edad de la razón, se dio cuenta de la obligación que tenía de obedecer a sus padres.
«Profundamente
respetuoso para con ellos, se dice, jamás resistió sus órdenes, ni dejó
de prestarles obediencia».
No tiene nada de extraño, pues, que un niño como Pascual sintiera deseos de abrazar la vida religiosa. Estos deseos se patentizan claramente ya a sus siete años de edad. Un testigo ocular refiere esta anécdota, entre otros sucesos relativos a su infancia:
«Mis
padres, que eran muy devotos de San Francisco de Asís, me habían
consagrado a él. Siendo yo como de ocho años de edad, ostentaba ya sobre mi
cuerpo el hábito, la capilla y el cordón franciscano. Era un fraile en
miniatura.
«En
ocasión en que me hallaba postrado por la enfermedad en el lecho del dolor,
vino a visitarme mi pequeño primo Pascual.
«No
bien éste penetró en la habitación vio sobre una silla la religiosa librea,
corrió a cogerla y se la puso en un abrir y cerrar de ojos. Una vez vestido,
nuestro improvisado fraile principió a contemplarse a sí propio con admiración
y a parodiar todas las acciones y actitudes de los reverendos Padres.
«Llegó,
luego, el momento de despojarse de su nueva vestimenta. Entonces asaltóle una
inmensa tristeza, prorrumpió en lágrimas y gemidos, y opuso una resistencia
desesperada... Fue preciso que Isabel interviniese en el litigio. El niño
se sometió a la voz de su madre, y llorando como un sinventura y sollozando
amargamente fue dejando una a una todas las piezas de su uniforme, no sin
dirigirles antes una mirada llena de lágrimas y de una santa envidia.
–No
importa, exclamó al fin Pascual, cuando yo sea grande me haré Religioso.
Quiero vestir el hábito de Francisco.
«Estas
palabras las repetía desde entonces con mucha frecuencia; así que su
hermana Juana le designó, a partir de aquel día, con el calificativo de
frailecito, cosa que hacía sonreír al Santo,
Más tarde, cuando ésta lo vio convertido en Religioso franciscano:
«Pascual,
mi ahijado, exclamó con muestras de regocijo, se ha portado como hombre de
palabra. ¡Ah! ¡Cuán orgullosa estoy de ello!»
Y no le faltaba, en verdad, razón para enorgullecerse, ya que estaba persuadida, quizás no sin motivo, de haber contribuido en parte a formar su vocación.
2. El pastorcillo
A los siete años comienza la enseñanza de la vida.
«Hijo
mío, dice a Pascual su padre Martín Bailón,
es preciso que de hoy en adelante te dediques al trabajo, según lo
hacen también tus hermanos y compañeros. Tú quedas encargado de guardar los
rebaños».
Y con aquella voz firme, que hacía temblar al niño, el hombre íntegro le inculca el cuidado con que debe procurar que sus rebaños no ocasionen destrozos en las heredades ajenas.
«Pon
grande atención en que tus bestias no causen daño en los campos vecinos. A
ti te toca vigilar sobre este punto con suma diligencia».
El muchacho escucha estas palabras y se aleja. Días después vuelve deshecho en lágrimas al lado de su madre y exclama:
«Os
pido por favor que no me obliguéis a guardar juntamente las cabras y las
ovejas; pues aquéllas son tan tercas, que todos mis esfuerzos resultan inútiles
al objeto de evitar que vayan a pastar en los campos de los vecinos».
Isabel entonces le quita las cabras, y el niño queda únicamente pastoreando las ovejas.
Éstas eran mucho más dóciles. «¡San Pedro y San Juan nos asistan!» decía Pascual en ademán de castigarlas. Esto solo bastaba para mantenerlas a raya. Los desperfectos por ellas causados resultaban rarísimos, y el pastor podía así vivir más tranquilo.
Con todo, en la vida del pastor no hay mucho de apacible. ¡Tenía el Santo unos compañeros tan poco cuidadosos en sus conversaciones, tan propensos a jurar y perjurar y tan dados a diversiones de mal gusto!... Pascual vivía contrariado en medio de ellos. «Yo no quiero ir al infierno», decía, abandonando su compañía.
En vano se burlan éstos de sus escrúpulos y le tratan de excéntrico y aun quieren obligarle a tomar parte en sus poco laudables diversiones. A despecho de todas sus exigencias el niño permanece inflexible. Su obstinación queda al fin victoriosa y los compañeros le dejan.
Desde entonces Pascual se encamina todos los días hacia una pequeña iglesia, muy venerada en toda la comarca, que estaba dedicada a la Virgen de la montaña, a Nuestra Señora de la Sierra. Y una vez a la sombra del amado Santuario, su turbación se desvanece como el humo.
«Mis
rebaños, piensa, están mucho mejor viviendo yo aislado».
Con frecuencia se le ve en el campo dobladas las rodillas, juntas las manos y con los ojos fijos en la venerada capilla, ocupado en la oración o bien en cantar unos gozos, hermosos cantos populares, en honor de Jesús y de María.
Llega, no obstante, un momento en que hasta sus mismas ovejas se rebelan contra sus buenos deseos. La hierba escasea en aquel sitio, y es preciso alejarse e ir a otras partes en busca de pasto. Nuestro pastorcillo no por eso abandona del todo las cercanías, y prosigue, frente a la capilla, en el ejercicio de sus piadosas prácticas.
A pesar de ello el rebaño no se muestra satisfecho, y le es necesario alejarse más y más, ya bordeando con él los flancos de las montañas en donde entre las rocas crece la retama, ya descendiendo por los verdeantes declives en cuyo fondo serpean los arroyos o los torrentes espumosos, que se precipitan ruidosos en la época del deshielo y de las lluvias.
¿Qué hacer entonces, una vez perdido de vista el modesto Santuario?... Pascual diseña sobre su cayado una cruz, y cuelga bajo la cruz una imagen de la Virgen María, que es en adelante para él un objeto sagrado, digno de respeto y de amor. Postrado de rodillas ante él, prosigue nuevamente sus devotos ejercicios. Para señalar el tiempo fabrícase un diminuto cuadrante solar, y logra así regular para su servicio las horas del día.
Cruza, en esta época, por su mente la idea de instruirse.
«Si
yo supiera leer, dice, podría rezar el Oficio de la Santísima Virgen y
entregarme a la lectura de bellas historias».
Pero ¿de qué medio valerse a este fin? Cierto que estaba próximo el convento en donde los monjes enseñaban a leer; con todo no había que pensar en semejante cosa. Su padre había hablado; no tenía, pues, otro remedio que ganarse la vida y guardar el rebaño.
El niño no por eso renuncia a su proyecto: consigue hacerse con un devocionario, y valiéndose ya del auxilio de un compañero menos ignorante, ya de alguna otra persona de buena voluntad, procura le sean explicadas algunas líneas, las graba en su memoria y las rumia a solas.
Este sistema era el que observaban los niños judíos del tiempo de Jesús. Se les enseñaban las palabras, conocidas por el rezo ordinario; y por la pronunciación familiar iban uniendo unos a otros los caracteres. La costumbre y la adivinación más o menos perspicaz de cada uno completaban la enseñanza de la lectura.
Y después de la lectura, la escritura. Nuestro escolar logro reunir algunos trozos de papel y formarse con ellos un cuaderno. Hace las veces de pluma una caña y se provee además de un tintero rudimentario, obteniendo así una escribanía que ofrece muchos puntos de contacto con la de los escritores árabes.
Ayudado así de estos conocimientos y más aún de las luces de la divina gracia, emplea Pascual una buena parte del tiempo en leer libros piadosos, sobre todo vidas de santos, y en escribir para su uso los pasajes que más le agradan.
Para descansar de sus lecturas y de sus plegarias, se entretiene en hacer rosarios. Abundaban en los terrenos arenosos y en los bordes de los estanques los juncos de tallos deteriorados y flexibles. Las ovejas no los comían, y de ellos se servía el Santo para hacer los Ave, formando pequeños nudos; con otros nudos más gruesos formaba los Pater; luego los sujetaba en forma de corona, y así se proveía de rosarios destinados a sus compañeros.
Siempre que encontraba a alguno de éstos más piadoso y bueno que los demás, le ofrecía uno de aquellos rosarios, y le exhortaba a rezarlo diariamente, diciéndole con la convicción más profunda: «esto atraerá sobre ti la felicidad».
Y no dejaba de haber muchos que se
dejaban persuadir de ello. Uno de éstos refiere que «todos se creían
seguros cuando estaban cerca del Beato». Y añade:
«Cierto
día que nos hallábamos en los alrededores de Alconchel, sentados junto a
dos árboles, sobrevino de improviso una ráfaga de viento huracanado que,
pasando como una tromba, arrancó de cuajo ambos árboles. Éstos cayeron al
suelo, pero a un lado y a otro de la dirección en que nosotros, asustados,
emprendíamos la huída. Casi por milagro conseguimos en tal ocasión
librarnos de una muerte inminente».
No faltan tampoco en la vida pastoril daños y privaciones. Para evitar los primeros, se debe estar alerta a despecho de los fríos vendavales que azotan el rostro, y de los rayos de un sol de fuego que marchitan la hierba y que abrasan como una hoguera.
Estas incomodidades no tenían eficacia alguna contra la firmeza de voluntad de nuestro pastorcillo, quien ardía en deseos de imitar a los santos y de testimoniar, por medio del sufrimiento, el amor que profesaba a Jesucristo.
Así que, no contento aún con estas penalidades, se despoja de su calzado y camina con los pies desnudos por caminos pedregosos, para mortificarse a sí mismo con las heridas que le producen las piedras y las espinas.
Y
cuando alguno le pregunta la causa de tales rigores, responde: «yo quiero
ganar el cielo y satisfacer por mis pecados». «Su corazón, observa el
antiguo biógrafo del santo, estaba ya entonces esclavizado por el amor a
Jesús paciente».
Buscaba al amado de su alma, siguiendo las huellas de los rebaños. Aun durante la noche, cuando el frío reunía a los pastores en torno a una gran hoguera, Pascual corría a ocultarse y a orar a la entrada de una caverna, malamente cerrada con algunas ramas. La débil llama de un fuego, pobremente alimentado por sarmientos recogidos, le servía con sus rojos destellos, no tanto para calentar sus ateridos miembros, sino para leer en su libro del Oficio. ¿Acaso el amor divino no es un fuego que se alimenta con el ser mismo de aquel a quien inflama?
3. Entre jóvenes
Pascual, ocupado en pastorear las ovejas de sus padres, ha vivido hasta ahora en una cierta independencia, y de ella se ha aprovechado para dar libre curso a sus aspiraciones de retiro y de oración.
Ahora, llegado a la adolescencia,
cambia para él la situación, y en vez de guardar sus propios rebaños, se ve
bajo ajena tutela y encargado de guardar los rebaños ajenos. A partir de
esta circunstancia, entra de lleno en la corporación de los pastores, y por
lo mismo debe adaptarse a sus leyes.
Al mayoral, su jefe, le toca reglamentar el empleo del tiempo y asociarle a las tareas de uno o más compañeros. Pascual se somete, pero no sin hacer interiormente un doloroso sacrificio.
La ley de Dios es la única que señala límites a su sumisión. Cierto día el mayoral quiere obligarle a robar uvas.
–No
me es lícito robar los bienes ajenos, responde el Bienaventurado.
El jefe, no obstante, insiste en su pretensión, y el niño le dice de nuevo:
–Prefiero
verme hecho trizas.
El patrón amenaza, pero Pascual no por eso vuelve atrás en su resolución. Viendo aquél, finalmente, que el Santo no da su brazo a torcer, penetra él mismo en la viña y coge del codiciado fruto; luego ofrece parte al Santo, y quiere obligarle a que lo coma en su compañía.
–Jamás,
repuso Pascual, el bien mal adquirido no puede ser de provecho.
Otras veces había de presenciar los altercados que entre sí o con su patrón sostenían los pastores. La dureza nativa de éstos, reforzada por un sentimiento de honor mal entendido, era causa de que los tales se mostrasen implacables en la venganza, al propio tiempo que su desconfiada susceptibilidad servía de germen funesto para multiplicar las ocasiones. Apenas pasaba día en que no hubiera entre ellos graves reyertas, que por su crueldad llegaban con frecuencia a los límites del salvajismo.
Tales espectáculos helaban de terror al tímido muchacho, quien no se sentía dispuesto por su parte a manejar el estoque o a habérselas a puñetazos con sus rivales.
–Oye,
hermano, decía a Juan Aparicio, compañero suyo de mayor edad a quien quería
por sus cualidades como a un hermano,; este oficio de pastor no tiene nada de
bueno, pues es propenso a originar continuas reyertas. Yo no quiero pasar la
vida de este modo, y pienso hacerme religioso.
–Hazte,
pues, en el monasterio de Huerto, respondió Aparicio,
que está consagrado a la Santísima Virgen, posee recursos abundantes
y tiene además la ventaja de estar en tu país.
–No,
repuso Pascual, ese monasterio no me agrada; yo quiero otra cosa...
Y en conversaciones como ésta solía entretenerse muchas veces el Santo con su amigo, descubriéndole sus proyectos y haciéndole participante de sus vacilaciones.
Otras veces buscaba distracción en el canto, acompañándolo a los acordes de su rabel, y repitiendo sus gozos predilectos. Pero con todo, su principal agrado consistía en retirarse a solas lo más posible y rogar a Dios con gran fervor que le hiciera conocer su voluntad.
Un día refirió a su amigo, por quien sabemos nosotros todos estos detalles, que se le habían aparecido un religioso y una religiosa, a los que él no conocía, y cuyos hábitos eran distintos de los de los monjes del Huerto. Tenían ambos una apariencia de gran bondad y le habían dicho mirándole fijamente y con gran ternura:
–Pascual,
la vida religiosa es muy agradable a Dios.
Esta aparición le había confortado mucho, pero al mismo tiempo le había sumergido en un mar de confusiones. ¿Cómo dar con dichos religiosos, de los que parecía valerse el cielo para indicarle la Voluntad divina?
Poco después le sobrevino una nueva visita. También esta vez se presentaba ante él un monje, vestido con tosco sayal y ceñido por una cuerda, casi igual al anterior, y que también le aseguraba que la vida religiosa era muy agradable a Dios.
Indeciso Pascual resolvió, por último, tomar como modelos a los santos cuyas vidas leía, y cubrir su cuerpo con un hábito semejante al que había visto en las dos apariciones.
Desde entonces se le ve siempre vestido con túnica cenicienta, ajustada a la cintura por una gruesa cuerda, y oculta por la capa que lleva de ordinario, y por un sombrero de anchas alas, uniforme típico de los pastores españoles.
Sus penitencias eran muy frecuentes, deseoso, decía, de expiar así los pecados que cometía a cada paso. Cierto día fue sorprendido con las disciplinas en la mano por uno de sus compañeros.
–¿Para
qué son esas nudosas cuerdas?
–Éstas,
repuso el Santo, para rezar mi rosario; aquéllas para castigarme por mis
pecados.
–¿Pecados,
tú? ¿Cuáles pueden ser? Dímelo, te lo ruego.
–¡Vaya
una pregunta! exclama Pascual fuera de sí; ¿acaso no hay miradas
indiscretas, imaginaciones peligrosas y movimientos de impaciencia?...
–¿Es
que tú, repuso su interlocutor, sientes también el atractivo de las
pasiones?
Pascual
quedó pensativo un momento, y dijo luego con tristeza:
–Oh,
ciertamente; sólo que en tales casos me arrojo sobre ramas espinosas, y allí
permanezco hasta tanto que el sentimiento del dolor no vence al del placer.
Temeroso Pascual de que la fiebre del vicio llegase a arraigar en su corazón, rogaba a Dios y, en medio de sus oraciones, entreveía un lugar de refugio tanto más próximo a Jesucristo, cuanto más lejano de los peligros del mundo.
«Hay
un hecho admirable, declara Aparicio, que señala el término de nuestras
relaciones, no interrumpidas en el curso de casi tres años. No lo he
mencionado hasta el presente, porque no sabía si podría o no ser de
utilidad. Constreñido en virtud del juramento a manifestar a los jueces
eclesiásticos todo cuanto recuerdo en orden a nuestras relaciones, muy
lejanas ya a esta fecha [se hizo esta declaración en 1610, dieciocho años
después de la muerte del Siervo de Dios], voy ahora a referirlo tal como ha
pasado».
Y el buen viejo dio así principio a su relato:
«Era
una ocasión en que pastaban nuestros rebaños entre CabraFuentes y
Cobadilla. Rendido por el cansancio y devorado por la sed, deseaba yo beber
agua. Había una fuente en las cercanías, pero estaba a la sazón tan
cenagosa, que su solo aspecto causaba náuseas.
–Busquemos
agua en otra parte, dije a Pascual, y hartémonos de beber, pues yo no puedo
resistir más tiempo.
«Pascual
me miró con compasión y me dijo:
–Aguarda
aquí, hermano (siempre me llamaba de este modo), que no te faltará agua
fresca.
«Y
sin esperar mi respuesta, se aparta del camino, deja a un lado su cayado y su
saco de cuero, y puesto de rodillas principia a escarbar en la tierra con
ambas manos. Luego golpea el suelo con su bastón, y veo manar en el fondo de
la cavidad un hilo de agua limpísima.
«Yo
miré a Pascual con asombro y temblando de pies a cabeza. Pascual me invita a
beber y yo obedezco lleno de respeto y
admiración.
–Cuando
tengas necesidad de agua, me dijo luego el Santo, golpea la tierra con el
cayado y la hallarás.
«Nunca
me he atrevido a poner en práctica este consejo, pero volviendo mucho después
por el mismo sitio, dejé colocada allí una cruz en memoria del prodigio. El
manantial se secó después de nuestra marcha, pero la cruz que allí planté
hace dieciséis años, está en pie todavía».
El extraordinario testigo concluye afirmando que Pascual era un santo y que debe darse crédito a las palabras en que Pascual afirmaba haber sido favorecido con apariciones.
–Yo,
por mi parte, no dudé nunca que haya visto a santos religiosos que le
visitaban.
Así pues, Pascual, ya no piensa sino en llegar a ser como ellos. Y al fin se aleja, cediendo en favor de sus dos hermanas y de un hermano la parte que le corresponde en la modesta herencia paterna.
–Adiós,
hermano, me dijo; yo parto para servir a Dios.
Pascual tenía entonces unos dieciocho años de edad.
4. Ejemplar
Pascual dirige sus pasos hacia la alegre Murcia, el país de los jardines, de las fértiles huertas atravesadas por canales y cubiertas de una vegetación sorprendente.
Va a visitar a su hermana Juana, que vive en Peñas de San Pedro. ¿No es ella su madrina para él, como él es para ella desde hace ya tiempo su frailecito?
Una tarde, pues, al decir de Juana y de su compañera, criada de la casa, ven éstas llegar a Pascual. Está extenuado por el cansancio, a causa del largo camino recorrido. Juana pone todo su empeño en obligarle a reparar sus fuerzas, y ordena a Ana que prepare para él el mejor lecho en la mejor habitación
¡Juzgábase tan feliz con la llegada de su «pequeño Pascual,» muy desarrollado ahora, pero siempre tan modesto y tan bondadoso! ¡Ah! ¡qué de cosas iba a decirle! Acababa de abandonar el país de Torre Hermosa para ir en busca de un misterioso desconocido... Juana, sin pararse en cumplimientos, le habla con amable familiaridad.
Una primera sorpresa viene a aguar su satisfacción. Pascual se niega a gustar todo otro alimento que no sea pan y agua. La pobre muchacha, hondamente conmovida, atribuye la negativa al extremado cansancio de Pascual... Luego le conduce a su habitación. Con sumo gusto hubiera pasado toda la noche conversando con él, pero Pascual le dice que ya hablarán largo y tendido en la mañana del siguiente día.
Una vez solo cierra la habitación y echa mano de las disciplinas. Juana, confusa e inquieta como está, no quiere retirarse a descansar con el corazón oprimido por la incertidumbre. Pocos momentos después se acerca de nuevo a la habitación... La luz está aún encendida. Guiada la joven por su curiosidad, mira hacia dentro a través de las rendijas de la puerta, y ve que Pascual, armado con una nudosa cuerda se azota cruelmente
A la mañana siguiente, otra nueva decepción la sorprende. Pascual se empeña en no probar alimento. Y además no hay medio de convencerle de que acepte provisiones para el viaje.
«No,
Juanita, dice el Santo, basta con que metas en mi calabaza alguna agua
fresca. Si siento hambre en el camino, nadie me impide demandar por limosna
un pedazo de pan».
Juana le ve marchar, al fin, con el rostro iluminado por inefable sonrisa. La joven, hondamente conmovida, retorna sollozando a su casa. Allí le esperaba una nueva sorpresa: el lecho preparado para Pascual estaba aún en la misma forma en que lo habían dejado el día anterior.
«¡Es
un santo!», exclama la joven, y como ella piensan todos los de la casa.
Pascual, entonces, procura emplearse como pastor, bajo las órdenes de un propietario del reino de Valencia. Albaterra, Orihuela y Monforte le han de ver, durante muchos años, recorrer sus campiñas al frente de los rebaños de su señor.
El joven extranjero se captó desde un principio la estima de todos. Y lo que más admiraba a las gentes era su extrema probidad. Pascual ponía todo cuidado en mantener a raya a sus ovejas, a fin de que no causasen desperfectos en las propiedades particulares. Cuando éstas alguna vez se desmandaban, en seguida reconocía: «la culpa es mía». Y al momento escribía el nombre del propietario, evaluaba los destrozos causados, y a costa de la paga que recibía entregaba al damnificado la cantidad que, a su juicio, le era debida a título de compensación.
En
vano se le decía: «Pascual, tú te arruinas de ese modo. ¿No ves que, en
resumidas cuentas, llegarás a soltar más dinero del que vale todo el rebaño?»
Pero
el Santo replicaba: «Muchos robos pequeños forman uno grande, y llegan al
fin a sumar una cantidad respetable que hace a uno merecedor del infierno».
Una vez, en la estación de primavera, invaden sus ovejas un plantío de trigo. Pascual las arroja de allí al instante, pero no se cree en condiciones de apreciar por sí mismo el daño ocasionado. Recurre, pues, a los arbitradores,que eran como los consejeros de la corporación, y se somete a su fallo. Éstos estimaron que debía esperarse, para fallar, el tiempo de la mies. Llegó el tiempo de la mies, y en ninguna parte de aquel campo eran tan hermosas y tan llenas las espigas como en el sitio en donde habían pastado las ovejas del santo pastor. Tal es el testimonio de los testigos oculares.
A pesar de todo Pascual no estaba tranquilo. De aquí que, aprovechando sus horas libres, acostumbra por aquel entonces acudir al lado de los segadores para ayudarles gratuitamente en sus faenas, y satisfacer así por el daño que pretendía haber causado. Durante este tiempo, se alimentaba por su cuenta, negándose a comer de lo que se traía para los trabajadores. «No tengo, decía, derecho alguno para ello». También era en extremo escrupuloso en orden al empleo de los víveres que le enviaban sus amos, hasta el punto de no osar distribuirlos a los pobres. A éstos los favorecía, pero siempre a cuenta de su peculio.
Como es de suponer, tanta probidad fue calificada por muchos de exagerada. Pero Pascual obraba llanamente siempre que se trataba de bienes ajenos, y no concebía siquiera que estas cosas pudieran ser tenidas como escrúpulos. No hacía, pues, caso alguno de tales críticas. «Más vale pagar aquí que en el infierno», replicaba invariablemente a sus censores. Y éstos, al fin, enmudecieron.
Pero no se crea por lo dicho que nuestro Santo llegara a observar para con los demás el rigor con que se trataba a sí mismo. Cuando alguna que otra vez hablaba a otros de sus deberes, lo hacía con tal bondad y dulzura, que nadie podría darse justamente por ofendido.
«Me
hablaba con frecuencia, dice López, su mayoral, sobre los intereses de mi
alma, y me excitaba instantemente a arreglar mi conciencia». «Debemos estar
preparados, decía, porque la muerte puede sorprendernos cuando menos lo
pensemos».
Su
candoroso acento tenía una fuerza persuasiva tan eficaz, que uno se sentía
emocionado al escucharle. «Verdaderamente, pensaba yo, Pascual podría
llegar a ser un buen predicador».
«Sólo
en una cosa, añade otro de sus compañeros, se mostraba intratable: en lo
relativo a las costumbres».
Si alguno pronunciaba en su presencia palabras menos honestas, lo miraba con vista tan amenazadora, con brillo tan feroz en los ojos, con tal contracción en los labios, con los puños tan nerviosamente alterados y, en suma, con actitud tan terrible, que nadie hubiera osado proseguir con un tal lenguaje.
Cierto día, un pastor de Albaterra tuvo la desvergüenza de presentar al Santo una ramera. Pascual retrocedió espantado al verla, y rugió con energía:
«¡Atrás!
¡si te acercas a mí, os rompo a los dos la crisma a pedradas!...»
Y sabido era que cuando Pascual decía una cosa, no se retractaba nunca. «Cuando digo sí, sí; y cuando digo no, no. Sábete desde ahora para siempre que yo ni chanceo, ni miento». Tal era su divisa, y no fue necesario que la dijera más veces para que todos la conociesen.
El seductor no volvió a insistir. Y en ello obró cuerdamente, pues se tenía en grande aprecio la virtud del Santo, y hasta sus propios compañeros admiraban en el fondo del alma su varonil entereza.
Por otra parte, nuestro joven poseía sobre los otros cierto predominio, y más de una vez se hizo caso de sus palabras cuando, consultando su pequeño calendario, les anunciaba la proximidad de una fiesta de precepto o de un día de vigilia obligatoria.
Hubo ocasiones, particularmente cuando hablaba de las verdades eternas, en que las lágrimas llegaban a bañar su rostro quemado por el sol. Se reconocía que sus palabras eran el reflejo de una convicción profunda, y que él no consideraba como algo vago la figura de aquel Jesús cuya atracción y doctrina se esforzaba en describir a los otros.
Pascual estaba, sin duda, en relaciones con algún ser misterioso al cual trataba con intimidad y confianza. Y esto impresionaba a sus compañeros, tanto más cuanto que, austero consigo mismo y enemigo de bebidas y diversiones, no por eso dejaba de acomodarse en lo demás a sus costumbres.
«Siempre
que llegaba algún día de fiesta, nos felicitaba alegremente y nos
estimulaba a entretenernos durante las horas libres en recreaciones
animadas... “pero honestas; ¿no os parece?”, añadía mirándonos con
seriedad y al propio tiempo con benevolencia».
Por otra parte, Pascual siempre que veía a uno afligido, se apresuraba a acercarse a él. Y los consuelos con que procuraba animarle le salían de lo íntimo de su alma.
«Pobre
hermano mío, exclamaba,; vamos,
anímate. Ten valor y paciencia, vence sin desmayos esta prueba, que la
Virgen Santísima no dejará de venir en nuestra ayuda».
No es, pues, nada extraño que todos le considerasen como a un ángel de Dios.
5. Tierra de Promisión a la vista
El ambiente de la época en que vivió Pascual tendía a la conquista de la perfección cristiana. Es un tiempo en que Ignacio de Loyola lanza a sus soldados a las aventuras y a las conquistas de todo cuanto podía redundar en la mayor gloria de Dios. Es entonces cuando Teresa de Ávila, enamorada de Dios, sabe que tiene al mundo subyugado a sus pies, y funda aquí y allá conventos del Carmelo. Es el tiempo que en Pedro de Alcántara, extremadamente penitente y dedicado a la contemplación, emprende la fundación de sus conventos, futuros planteles de mártires y de santos.
Los franciscanos discípulos de este último fueron recibidos con admiración en la región por donde vagaba Pascual al frente de su rebaño. Iban ellos con los pies descalzos y con el cuerpo vestido de humildísimo sayal, se sustentaban con el pan que recogían mendigando de puerta en puerta, y pasaban largas horas prosternados ante el altar.
Cerca de Monforte se alzaba un modesto santuario dedicado a Nuestra Señora de Loreto, donde la Reina del cielo se complacía en prodigar sus favores. El pueblo suplicó a los religiosos recién llegados que establecieran allí su residencia, para sostener el culto. Quería verse ayudado por la compañía de unos hombres tenidos por santos.
También Juana de Portugal, marquesa de Elche, los deseaba en sus dominios, y proyectaba fundar un convento para aquellos varones apostólicos al lado de unos admirables palmerales.
Pedro de Alcántara, que por aquel entonces habitaba en el Pedroso, tiene noticias de estos piadosos proyectos, y envía allá a varios de sus discípulos, entre ellos a José de Cardeneto, modelo de paciencia y de austeridad, cuyo último suspiro había de ser un cántico de alegría; Bartolomé de Santa Ana, delante del cual no tenía reparo Santa Teresa de Jesús en quitarse el velo y mostrar el rostro al descubierto, pues lo estimaba «un ángel»; Alfonso de Lirena, hombre tan intrépido como prudente, que en las fundaciones de conventos parecía «realizar lo imposible», y Antonio de Segura, famoso por su altísimo espíritu de oración.
Una vez llegados éstos a su destino, construyeron con la ayuda del pueblo el convento de Loreto, cuyos planos habían sido personalmente trazados por fray Pedro de Alcántara. Para entrar en las pequeñas celdas era preciso bajarse, pues el pavimento de las mismas era la desnuda tierra.
Esta fundación fue para Pascual un descubrimiento, de tal modo que comenzó a frecuentar la iglesia y a darse a conocer a los religiosos por medio de sus limosnas, y también en el confesionario.
Cada día se veía el pastor más irresistiblemente atraído hacia el santuario. En él comulgaba con frecuencia, sintiéndose entonces más feliz que nunca. Cuando allí se entregaba a la oración, le parecía que su alma gozaba, mejor que en parte alguna, de una íntima unión con Jesucristo. García, su patrón entonces, nos dice:
«Yo
le sorprendía diariamente antes del amanecer, puesto de rodillas en la
pradera, con el rostro vuelto hacia la capilla de Loreto».
«En
esta actitud, añade otro testigo, solía permanecer inmóvil e insensible lo
mismo al viento que a la lluvia. Muchas veces era preciso que lo sacudiéramos
con violencia para hacerlo volver a las realidades de la vida.
«Dios
mismo parecía velar especialmente sobre su rebaño, porque nunca los lobos,
que nos obligaban a nosotros a estar alerta toda la noche, le arrebataron a
él oveja alguna.
«Éstas,
a su vez, pastando en los mismos parajes que las nuestras, engrosaban a
maravilla y crecían sensiblemente».
«Por
lo que a mí toca, añade Navarro, su mayoral, le permitía a veces asistir
a Misa durante la semana. No podía proporcionarle cosa alguna que fuese tan
de su agrado. Pascual se multiplicaba a fin de no faltar por ello a ninguna de
sus ocupaciones, y una vez obtenida la licencia deseada, parecía quedar
transfigurado en otro hombre.
«Hay
una montaña próxima a Elche, desde la cual se divisa toda la población. A
esta montaña solía conducir el Santo su rebaño siempre que no podía
proporcionarle pasto en los alrededores de la capilla de Loreto.
«En
dicha montaña se le veía permanecer como en éxtasis durante largas horas,
mirando alternativamente a Elche y a Loreto.
«Se
alejaba con tristeza del templo, y siempre que desde el campo sentía la señal
de la campana, anunciando el momento en que el Santo Sacrificio llegaba al
acto de la consagración, se reconcentraba en sí mismo para no pensar sino en
Dios.
«El
Santo se hallaba cierto día a alguna distancia de nosotros: la naturaleza
comenzaba a animarse y el sol cubría con su manto de luz la pradera,
humedecida aún por el rocío.
«Pascual
oraba puesto de rodillas y con las manos juntas. Se oye en este momento el
sonido de la campana, y el joven exhala un grito: “¡Mirad! ¡Allá, allá!”,
dice, indicando con el dedo el cielo. Sus ojos ven una estrella en el firmamento...
Luego la nube se rasga y Pascual contempla, como si estuviera delante del
altar, una hostia puesta sobre un cáliz, y circuida por un coro de ángeles
que la adoran.
«Aunque
lleno el joven de temor en un principio, no tarda mucho en dejarse llevar de
sus transportes de alegría: “Jesús, Jesús se encuentra allí!” exclama
hondamente conmovido.
«Nuestros
ojos buscan entonces la dirección que él indica, pero no descubren otra cosa
que la azul inmensidad de los cielos. Y sin embargo el Beato tenía razón.
Para él todo era visible, porque era puro y santo... en tanto que nuestra
vista, cegada por los pecados, no alcanzaba a ver cosa alguna.
«¡Ah!
termina Navarro, me portaría como cristiano pérfido, si no diera fe al
testimonio de Pascual. Estoy segurísimo que veía el Santísimo Sacramento.
Pero ¿qué tiene esto de extraño? ¡Lo amaba tanto!»
Oigamos ahora la propuesta que Martín García, su patrono, hizo cierto día al santo pastor:
«Hijo
mío, ya ves que Dios no me ha dado hijos; pero yo te quiero mucho y mi esposa
te ama con no menor ternura... Pascual, ¡consiente en ser tenido por hijo
nuestro! Desde hoy vivirás a nuestro lado, y nosotros te buscaremos una compañera
digna de tu virtud.
«Rico
y sin trabajo, vivirás bajo nuestro techo y podrás dedicarte a la oración
en la medida de tus deseos y frecuentar cuanto gustes la iglesia».
Martín acariciaba este proyecto de mucho tiempo atrás; pero el Padre San Francisco, dice la antigua Crónica, se había anticipado a él en adoptarle por hijo.
«Mi
amo, replicó Pascual todo confuso, ¡qué
bueno sois! Ciertamente que yo no soy digno de un tal favor... Aparte de esto,
me es imposible aceptarlo, porque estoy resuelto a hacerme religioso... Si
yo tuviera riquezas, las abandonaría. ¡Tan lejos estoy de buscarlas! ¡Oh, sí!
Desde ahora prometo entrar en el convento».
Y dichas estas palabras, el joven se dio prisa en llamar a las puertas del convento de Loreto.
6. El ideal de San Francisco de Asís
Jesucristo,
hermanos míos, quiere que yo venza al mundo por la abnegación y la pobreza,
a fin de que pueda así conquistar para Él las almas (S. Francisco de Asís).
El 2 de febrero de 1564, fiesta de la Purificación de María, recibe nuestro Santo el hábito religioso, y con él el nombre de Fray Pascual.
Los superiores, que conocían de mucho tiempo atrás al piadoso pastor y apreciaban en alto grado sus virtudes, no hubieran tenido inconveniente en prepararle para el sacerdocio. Pero la humildad de Pascual, a ejemplo de la de San Francisco de Asís, le hace retroceder ante la sola idea de ser sacerdote. Su única ambición es ser «la escoba de la casa de Dios».
Los superiores no se atreven a insistir en sus pretensiones, y el Santo ingresa en la humilde condición de hermano lego, condición que ya no cambiará hasta la muerte.
Libre, entretanto, del cuidado de las cosas temporales, pone todo su empeño en consagrarse enteramente a las de Dios. Su solicitud por adquirir un pleno conocimiento de las obligaciones de su estado, y su admirable puntualidad en la observancia de todas las reglas, hacen de él desde un principio en un religioso modelo. Nada para él más agradable que las rígidas leyes impuestas por San Pedro de Alcántara a sus discípulos.
Por lo demás, ¿no eran para él menos severas la mayor parte de estas leyes que las que él a sí mismo se había impuesto y que había cumplido durante muchos años? ¿Qué tenía de extraordinario para nuestro Santo andar descalzo, dormir sobre el duro suelo y ayunar y disciplinarse con frecuencia?
Y además, ¿cómo no sentirse dichoso con la posesión de esa estricta pobreza, que no admite más que lo necesario, y con esa dependencia inmediata de los bienhechores y del síndico, es decir, de la persona secular encargada de disponer de las limosnas hechas a los religiosos? ¡Ah! ¡Ésta era, sin duda alguna, la vida religiosa con que Pascual había soñado!
Cuantos tuvieron la dicha de conocer a nuestro Santo están acordes en testimoniar la asiduidad con que éste estudiaba, meditaba y se esforzaba por descubrir el alto significado de la pobreza, fijándose en todas las explicaciones que de ella le hacían, y distinguiéndola con su predilección durante toda la vida.
¡Le parecía tan bella esta pobreza que San Francisco de Asís había aprendido del Hijo de Dios y dado por consigna a su Orden! Pascual descubría en esta virtud el elemento inspirador que informa la mayor parte de los preceptos de la Regla.
La
Orden de Frailes Menores, diversa de la de los Capuchinos que, con otras
constituciones, observaban la misma Regla, y de la de los Conventuales, que
obtuvieron de los Papas la dispensa de muchos preceptos, comprendía, bajo la
obediencia de un mismo General (anteriormente a la bula de León XIII Felicitate
quadam, del 4 de Octubre de 1897), las ramas siguientes:
los
Observantes, que constituían, según León X, el tronco de la Orden y tenían
el derecho de elegir, de acuerdo con las otras ramas, al sucesor de San
Francisco;
los
Alcantarinos o Descalzos, establecidos principalmente en España e Italia;
los
Reformados, reconocidos en 1532 por Clemente VII,
y los
Recolectos, que formaban, a partir de 1590, una custodia especial y que
florecieron sobre todo en nuestras regiones.
Estas
reformas, según Clemente VII (In suprema) «querían observar la Regla con más
rigor aún», pero sin pretender en manera alguna separarse del cuerpo de la
Observancia, en la cual la Orden entera guarda la práctica de la Regla, que
en ella se observaba fielmente, según testimonio de Inocencio XI (Sollicitudo
pastoralis). Su género de vida era, en general, más riguroso y contemplativo
que el de los primeros.
Los
Observantes en el siglo XV habían «vivificado en todo el mundo el cuerpo de
la Orden, languideciente y casi muerto» (León X, Ite et vos) a causa de las
muchas mitigaciones, solicitadas por gran parte de los religiosos e
introducidas poco a poco en el organismo de la Orden.
Actualmente
León XIII, suprimiendo estas ramas que ya no tenían razón de ser, ha
unificado en mayor grado la Orden de los Frailes Menores, que cuenta casi
siete siglos de existencia y que no ha dejado de dar a la Iglesia multitud de
Santos y de varones eminentes.
En un principio, guiado el Poverello del amor a la pobreza, imponía el despego de los bienes terrenos, obligaba a los novicios a repartir su fortuna entre los pobres, prohibía a la Orden inmiscuirse en el reparto de la misma, prescribía el uso de hábitos viles y remendados, vedaba el uso de las cosas superfluas, del dinero y del calzado, e inculcaba el trabajo, como medio de subsistencia, y en caso de necesidad el «recurso a la mesa del Señor», por medio de una humilde mendicidad.
Las exhortaciones y consejos que da San Francisco no sólo en la Regla, sino también en su Testamento, que viene a ser como un elocuente comentario de la anterior, se representaban a los ojos de Pascual como otras tantas consecuencias lógicas del género de vida impuesto.
Despreciarse a sí mismo y no juzgar mal de los otros «vestidos con hábitos lujosos», considerarse en la condición de «peregrinos y exiliados en este mundo», tratar a todos con cortesía, mansedumbre y caridad; no irritarse en vista de las miserias y pecados ajenos; huir de todo orgullo y de toda ostentación; ser paciente en los infortunios y en las enfermedades; no andar buscando privilegios y exenciones... todo esto se desprendía con claridad patente de los principios antes expuestos.
Pascual no tarda en entenderlo, gracias al buen sentido práctico y a la perspicacia profunda que lo caracterizan. Este plan de perfección resplandece a sus ojos en toda su maravillosa unidad, y su maestro de novicios no puede menos de describir con admiración el modo como nuestro Santo manifiesta, ya desde un principio, en sus acciones, una asombrosa constancia y una normalidad de carácter que no sufrían jamás ningún eclipse.
El fervor constituye su estado habitual: los ejercicios más penosos le parecen los más propios para él. En efecto, Pascual, siguiendo a San Pedro de Alcántara y a sus discípulos, está firmemente resuelto a imitar a San Francisco. Y como San Francisco, él ante todo quiere tener «el espíritu del Señor y su santa actividad, orar siempre con corazón puro». A este ideal, es decir, a amar a Jesucristo, debía subordinarse todo lo demás.
Y puesto que Jesucristo habita entre nosotros en la Eucaristía, amar la Eucaristía viene a ser para Pascual el centro de la perfección. ¿Acaso San Francisco no solía pasar largas horas de meditación ante este Misterio de amor y lo recibía en su pecho con la piedad de un ángel?
Francisco
se había reservado para sí la predicación en Francia, porque en Francia «se
veneraban los Santos Misterios». Y en una carta dirigida al clero de todo el
mundo, había recomendado se hiciese con suma reverencia la celebración y
administración de la Eucaristía.
Tendido
sobre su lecho de muerte había confesado que veneraba a los sacerdotes, aun a
los que eran malos, «porque ellos consagran el Cuerpo del Señor».
Escribiendo una circular seráfica, estimulaba sus religiosos a que profesaran
un amor tiernísimo a este augusto Sacramento.
A
Santa Clara y a sus hijas les animaba a que confeccionasen manteles para los
altares; y pedía limosnas a los ricos para adornar las iglesias pobres. Hacía
por sí mismo las hostias y preparaba con sus manos el pan del Sacrificio.
Iba, con una escoba al hombro, a barrer las iglesias, supliendo así la
negligencia de los que tenían el deber de hacerlo. A sus exhortaciones se
debe la introducción del uso de los sagrarios, que sustituyeron a las palomas
suspendidas en las que se conservaba antes el Santísimo.
En
fin, su última voluntad había sido que sus religiosos venerasen la Eucaristía
y la custodiasen en «sitios preciosos». ¡Tal fue el deseo supremo de
aquel enamorado de la pobreza!
San Francisco, en una palabra, había elegido al Santísimo Sacramento, según frase de uno de sus contemporáneos, «por alma de su Orden e inspirador de la heroica pobreza de los Menores».
Pascual, reflexionando sobre las palabras y los hechos del santo Fundador, llegó a adquirir el pleno conocimiento de esta verdad ya en los inicios de su vida monástica. Su mayor gloria consiste principalmente en haberla comprendido y en haberla observado prácticamente.
Desde este momento él encontrará en la Eucaristía un estímulo irresistible a la práctica de las más admirables virtudes, olvidándose completamente de sí mismo en obsequio de su Amado. Y, como merecida compensación, él hallará en la Eucaristía el premio de sus incesantes sacrificios y la suprema felicidad de su vida.
He aquí cómo nos describe con entusiasmo esta última Ximénez, el que fue su novicio, amigo y superior:
«Nunca
pensaba en satisfacer el menor capricho. Siempre ponía estudio en
mortificarse a sí mismo. Yo he visto brillar en él la humildad, la obediencia,
la mortificación, la castidad, la piedad, la dulzura, la modestia y, en
suma, todas las virtudes; y no puedo decir a ciencia cierta en cual de ellas
llevaba la ventaja a las demás.
«Si
me pongo a considerar su pobreza, la encuentro perfecta; si su caridad, la
veo brillar como el sol; su humildad parecía no tener límites, su mortificación
sobrepujaba a cuanto puede humanamente soportarse...»
¿Cómo explicar un tal género de vida? Ximénez nos lo explica en seguida:
«Él
pasaba todo el tiempo posible en adoración ante el Santísimo Sacramento. Al
pie del tabernáculo se le hallaba desde después de maitines hasta la hora
de las Misas: ¡estaba armándose para la jornada! Al pie del tabernáculo se
le sorprendía al anochecer: ¡estaba descansando de sus fatigas!...»
7. La vida religiosa
No
queramos regalos, hijas. Bien estamos aquí; todo es una noche la mala posada
(Santa Teresa de Ávila, Camino
40,9).
Fray Pascual era de mediana estatura, de buena presencia y de rostro gracioso y amable, aunque no expansivo.
Tenía en su frente algunas arrugas y un principio de calvicie. Sus ojos azules, pequeños, brillantes, estaban protegidos por pestañas y cejas negras. La nariz y la boca eran regulares. Se veía bajo sus labios y de derecha a izquierda, una cicatriz que le daba la apariencia de estar siempre sonriendo. Completaban su fisonomía su color moreno, su barba rala y sus pómulos salientes.
Un año después de la toma de hábito hace Pascual la profesión, y se une a Jesucristo por indisolubles vínculos sagrados.
Los estatutos de los Alcantarinos exigían que nuestro Santo pasara en formación, ocho años, bajo la dependencia de un maestro de novicios, a ser posible en el mismo convento y ocupado en los oficios privados de la Comunidad. Este lapso de tiempo es el que se designaba con el nombre de años de Bendición. Las diversas reseñas que poseemos relativas a la vida religiosa del Santo nos permiten fijar aproximadamente su cronología exacta.
Pascual vive en Loreto hasta 1573, y al final de este período pasa algún tiempo en Elche y Villena. Hacia 1573 es destinado a Valencia, donde se estaba fundando un convento. Los cinco años siguientes los pasa yendo de un convento a otro: Villena, Elche, Jumilla, Ayora, Valencia y Játiva. Y por último, en 1589, es destinado a Villarreal, en donde permanece hasta su muerte, en 1592.
Sus ocupaciones fueron casi idénticas en todas partes: unas veces tenía a su cargo el refectorio y la portería: otras echaba mano de su alforja y se iba a pedir limosna por los pueblos de la comarca. Y en todo caso, jamás se negaba a ayudar a todos cuantos solicitaban el concurso de sus buenos oficios.
Así, pues, la urdimbre de su existencia se desarrolla bajo un plan monótono, que no se ve animado de ordinario con peripecias dramáticas. Su historia personal profunda es la toma de posesión de su alma por el Amor divino; una toma de posesión cada día más perfecta, hasta que, consumada la conquista, es introducida en la victoria suprema del paraíso.
El Santo va elevándose más y más hacia Dios; y al mismo tiempo y en la misma medida, va acrecentándose su acción bienhechora hacia todo lo que le rodea. A medida que su naturaleza se debilita, la gracia se transparenta más en él, y atrae más a los otros hombres hacia el Dios de la Eucaristía.
Sigamos el vuelo de esta ascensión espiritual, al menos en cuanto nos sea posible. Las acciones de Pascual pueden parecer con frecuencia insignificantes, no lo dudamos; y es posible que el mundo las desprecie. Pero, no, nada hay de vulgar en las vidas de los Santos. El amor divino todo lo ennoblece en ellos y lo dignifica.
La primera luz de la mañana sorprende a nuestro Bienaventurado en la iglesia, puesto de rodillas ante el altar: allí está el divino Maestro hablando al corazón de su hijo... Y éste, a ejemplo de la Magdalena, escucha dócil y absorto sus enseñanzas... Luego, dejando en suspenso por un momento su contemplación, va a despertar a sus hermanos, llama de puerta en puerta, y repite una y otra vez:
«¡Alabado
sea el dulcísimo nombre del buen Jesús!
«¡A
Prima, hermanos míos, a Prima! ¡A cantar alabanzas a Dios y a su Madre Santísima!»
Llega la hora de celebrar el Santo Sacrificio. Pascual ayuda a cuantas Misas le permiten sus ocupaciones. ¡Con qué devoción se dedica a servir en el altar a los ministros del Santuario! El ardor de su rostro revela las ocultas llamas de amor que le devoran por dentro.
Este amor crece y llega como a transfigurarle en el momento de la sagrada comunión, que tiene lugar ordinariamente en la primera Misa. Sus ojos entonces despiden fuego, de su pecho brotan suspiros que no puede reprimir, sus manos unidas se alzan a la altura del rostro, y todo anhelante y como sumido en éxtasis recibe a Dios en su corazón...
Después, cual hombre que no pertenece ya a la tierra, pierde el sentimiento de cuanto le rodea y prosigue maquinalmente sus funciones, sin darse apenas cuenta de nada... Este espectáculo se repite varias veces por semana, es decir, siempre que el Santo se acerca a la sagrada comunión.
Bien pronto sus transportes misteriosos llaman la atención del pueblo, y la gente comienza a juntarse cerca del altar para presenciarlos.
«¡Es
un santo!» dice la admirada multitud. Y sus hermanos agregaban: «a ese paso,
no tardará en hacer milagros».
Y milagros hacía ya el Santo... milagros de paciencia y de resignación. ¡Pobre portero! Subiendo y bajando sin cesar escaleras, yendo de la calle a las celdas y de las celdas a la calle, de la iglesia al huerto y del huerto a la iglesia, así pasa todo el día sin que, a pesar de ello, se manifieste jamás en su rostro el menor signo de impaciencia.
Cuando se encuentra con alguno al paso, le mira con amable sonrisa y le dirige por lo bajo una buena palabra, que es de ordinario una jaculatoria, una chispa que salta de la hoguera de su corazón:
«¡Qué
bueno es Dios!»... «¡Todo lo que de El proviene es bueno!»... «¡Amemos
mucho a Jesús!»... «¡Qué hermoso debe ser el cielo!»
Y sigue su camino, dejando a su interlocutor conmovido y edificado.
Veamos ahora cuál es su comportamiento para con los huéspedes. A veces eran éstos numerosos, llegaban a horas desusadas y se mostraban exigentes, después de los contratiempos sufridos durante el viaje. Es preciso recibirlos, atenderlos, cuidarlos, y más que todo hacerles compañía, escuchando el relato de sus fatigas o la descripción atropellada y enfática de sus peripecias, a veces poco interesantes. Pascual se avenía a ello de modo admirable y como si todo fuera para él la cosa más natural del mundo.
¿Y cuando se trataba de auxiliar a los pobres? ¡Ah, los pobres!... hubieran sido para él ocupación más que suficiente para todo el santo día, si no tuviera que atender también otras cosas.
Se hace preciso dejarlos para preparar el refectorio. No bien entraba en esta oficina, se postraba ante una pequeña imagen de María, oraba por breves instantes, y luego disponía todo lo necesario para cada uno de los religiosos. Como recuerdo de su pasada vida pastoril, observaba la costumbre de amenizar sus quehaceres con el canto. Modulaba a media voz gozos populares en honor de Jesús, de María y de los Santos. Con estas canciones adquiría nuevo ánimo para no rendirse a las fatigas de su oficio. Éste era el único entretenimiento que se permitía Pascual.
Después de haber comido malamente y servido a los pobres, se iba al huerto, sufriendo a veces el calor de la hora. Y cuando ya al fin del día el silencio dominaba los campos, iluminados por la luna, se internaba el Siervo de Dios por ellos, caminando al compás de sus cantos: «¡Bendecid a Dios, fuegos y calores!»
A veces su naturaleza desfallecía bajo la fuerza del Amor divino. Había obtenido Pascual licencia de sus superiores para irse a la iglesia en el tiempo de la recreación. Y un día de mucho frío, el padre Guardián dispone que se haga la recreación en la cocina. Llaman a Pascual para que acuda a ella. Viene al instante y se sienta junto al fuego...
Llegado allí, suspira desde lo más profundo, su mirada vaga sin fijarse en nada concreto. Un pensamiento embarga totalmente su espíritu. Se levanta de pronto, y cediendo a una fuerza irresistible, corre a postrarse ante el sagrario... Los religiosos tratan inútilmente de hacerle volver. Pero en cuanto dejan de sujetarle, se les escapa de nuevo hacia su centro de atracción.
El Guardián entonces le dice sencillamente: «Bien, fray Pascual. ¡Haz lo que quieras!». Al oir esto, el Santo obedece y cae en tierra sin sentido... Los religiosos le llevan a la celda, y una vez allí, Pascual abre los ojos, como si despertara de un sueño profundo.
Cierto religioso, que ya otras veces le había sorprendido en flagrante delito de arrobamiento, le pregunta qué le sucede:
«Os
pido por favor, replica el Santo, todo confuso, que no os dejéis seducir por
las apariencias en cuanto habéis visto. Dios se porta conmigo a semejanza
de un padre con un mal hijo: me prodiga caricias y dulzuras para obligarme
así a mejorar de vida...»
8. Pidiendo limosna
Sirviendo
a Dios en la pobreza y en la abnegación, vayan con confianza a pedir
limosna (Regla
de San Francisco de Asís).
Las virtudes de Pascual, ocultas hasta ahora entre los muros del claustro, debían esparcir también al exterior su fragancia, y al igual que lo hicieran antes San Francisco y su compañero, marcha Pascual, siguiendo la voz de los Prelados, a predicar con la elocuencia de sus ejemplos, más bien que con la de las palabras.
El Santo se aleja cantando, con la alforja de limosnero al hombro. Va de un lugar a otro, rendido bajo el peso de las limosnas y con los pies doloridos, y camina sin descanso, indiferente a los ardores del sol o a las heladas ráfagas del viento. Aspe, Ayorte, Elda, Novelda y Alicante le vieron muchas veces atravesar sus calles.
Su primer cuidado al llegar a una parroquia era dirigirse a la iglesia, acercarse lo posible al sagrario y orar por largo tiempo. Luego entraba en el presbiterio, se arrodillaba ante el párroco o su coadjutor, y, después de besarles la mano, les pedía humildemente licencia para mendigar por la parroquia.
Los sacerdotes solían entretenerle a su lado para conversar con él, pero el Santo hablaba poco; y en lo poco que hablaba, su conversación iba siempre dirigida a Dios o al Santísimo Sacramento.
Rarísima vez aceptaba la invitación de sentarse a la mesa de algún bienhechor. «Prefiero comer en el campo», respondía alegremente. Y siempre que querían obligarle a dormir dentro de una casa, contestaba:
–Evitaos
esa molestia; yo he sido antes un pobre pastor, y tengo gusto en dormir al
descubierto.
Durante la noche su mirada se perdía a través del firmamento estrellado, y contemplaba con los ojos de la fe la belleza de la patria celeste, en donde, peregrino de este mundo, era esperado por su Padre.
Los paisanos no tardaron en reconocer en él uno de los grandes servidores del Altísimo. Sus austeridades fueron muy pronto conocidas. ¿De qué se alimenta? De cortezas de pan, mojadas en agua, y de frutas inservibles. ¡Y cómo desafía el cansancio! ¡Qué manera de afrontar con paciencia los trabajos!
Sus más sencillas palabras despiden un aroma de piedad que reconforta el espíritu. A él acuden en busca de consolación y de consejo. Esperan su llegada con impaciencia. Y aun mucho tiempo después de su salida de la población, nadie se ocupa de otra cosa que del santo Hermano, sobre todo en los corrillos que se forman al anochecer.
Sus oraciones, se dice, atraen sobre nosotros las bendiciones del Altísimo. Sus consejos nos hacen felices. Y los niños agregan: también cuenta muy hermosas historias.
Escenas hay en su vida de limosnero que evocan la mente los episodios de las Florecillas:
«Alabemos
a Dios, decía un día San Francisco a Fr. Maseo, por el gran tesoro que
poseemos, y que no es otro que Dios mismo, de quien hemos de gozar».
Y
ambos arrojaban sobre una piedra algunos mendrugos de pan recogidos de
limosna, y bebían, en la palma de la
mano, del agua del torrente.
Uno de los compañeros de nuestro Santo en el oficio de limosnero, refiere a este propósito lo siguiente:
«Nos
dirigíamos de uno a otro pueblo. Durante el trayecto Pascual se dedicaba a
hablar de Dios con indecible ternura, a recitar piadosamente el Oficio de la
Virgen o bien a meditar en los misterios de la vida de Jesucristo.
«Al
hacer alto en cualquier lugar, su primer cuidado era rezar la estación al
Santísimo Sacramento. Comíamos a la sombra de un árbol, y Pascual, previsor
como él solo, buscaba en la alforja lo más apetitoso que llevaba y lo ponía
en nuestras manos.
«Esto
es para vos, añadía con graciosa sonrisa, comedlo, que bien merecido lo tenéis».
En lo que nunca pensaba era en su propia conveniencia. Se ingeniaba de maravilla para aliviar a su compañero lo más posible de las molestias del viaje, rodeándolo de toda clase de cuidados y tomando sobre sí la más pesada labor y el peor trabajo.
En
cierta ocasión se había recogido una cuestación de aceite, mayor que de
ordinario, y el Santo volvía al convento abrumado con el peso de dos enormes
recipientes. Compadecidos de él dos buenos aldeanos, le dijeron: «Pero, Fray
Pascual, ¿por qué no te vales de un jumento para llevar el aceite?»
Los
ojos del Santo brillaron entonces con picaresca malicia, y en sus labios se
formó una sonrisa significativa: «¿Un jumento? respondió; está bien; ¿pero
seréis capaces de encontrar uno mejor que yo?»
Su deseo de favorecer a los pobres le obligaba a ir recogiendo por el camino los sarmientos desechados, y cuando tenía bastantes para formar un haz con todos ellos, lo entregaba gustoso al indigente que le salía al paso.
Otras veces dejaba la leña recogida en casa del que le daba hospitalidad, diciendo alegremente: «Ésta es mi moneda».
También solía cortar de los árboles las ramas secas que encontraba casualmente, para ofrecerlas luego a personas necesitadas que conocía. Y cuando alguno le dispensaba cualquier beneficio, su reconocimiento parecía no tener límites.
«Ten
confianza, Tajarino, dice a un buen hombre que le acompañaba para las
cuestaciones y que sufría de asma; ten confianza, que Dios te ayudará». Y
pone luego la mano sobre el pecho del paciente, exclamando: «Ea, vayamos más
aprisa». Con solo esto el enfermo se siente aliviado y en disposición de
seguir adelante.
Al
regresar Tajarino a su casa, ve con dolor que uno de sus hijos está a punto
de exhalar el último suspiro. Ante peligro tan inminente se da prisa en
llamar al Bienaventurado. La aflicción de los padres del moribundo conmueve
profundamente al Santo, quien llorando, dice con voz quejosa: «¡Señor Jesús,
él me ha ayudado, por amor vuestro, a hacer la cuestación. No le neguéis
vos ahora vuestra ayuda en tan doloroso momento!»
No
había aún terminado Pascual esta plegaria y ya la crisis estaba vencida. Los
padres, dos veces felices, se apresuran a estrechar contra su corazón al hijo
enfermo, y se complacen luego en publicar el poder maravilloso del
santo Hermano.
Con todo, no era tan maravilloso este poder sobre los cuerpos cuanto sobre los corazones de los hombres. No había lugar por donde pasase en el que no animara al pueblo a acercarse con devoción y frecuencia a los Santos Sacramentos, a evitar las ocasiones de pecado, y sobre todo a reconciliarse con los enemigos.
Para estas cosas estaba el Santo adornado, según testimonio de cuantos le conocieron, de un don que puede muy bien calificarse de prodigioso. Sus palabras conmovían profundamente y vencían a los más obstinados pecadores. He aquí un ejemplo curioso del que nos da cuenta un rico señor de Monforte:
«Era
yo niño por aquel entonces. Una tarde trajeron a nuestra casa el cadáver
de mi padre que había sido asesinado a puñaladas. Todos sabían quiénes
eran los culpables, pero la carencia de pruebas
no permitía obrar libremente a la justicia.
«En
tales circunstancias, mi madre, mi hermano mayor y yo juramos vengar el
crimen. Yo consideraba como un deber sagrado dar muerte al asesino; así que
pasaba un día y otro día tramando proyectos de venganza.
«Cuanto
mayor era el tiempo en que me veía obligado a comprimir el fuego que me
devoraba, tanto éste era más ardiente. ¡Ah! ¡qué terrible iba a ser mi
venganza! Y ésta prometía ser mucho más terrible aún desde el instante en
que mi madre y mi hermano, cediendo a las instancias de su confesor y de nuestros
amigos, se decidieran a retractar su juramento... ¡Yo, yo era el único que
perseveraba fiel a la memoria de mi padre!
«Un
tal pensamiento redoblaba mis fuerzas. Así que a la edad de diecisiete años
era yo el terror de mis enemigos. Yo sabía esto y lo sabían también cuantos
me rodeaban, temiendo siempre llegara el momento. Pero yo no me daba prisa,
porque estaba resuelto a llevar a cabo una venganza completa, atroz,
inexorable... Los religiosos de Loreto, las personas influyentes de Monforte y
otras más, se habían tomado a pecho mi conversión. Sin embargo, sus
reflexiones no hacían otra cosa que exasperarme más y más. Hasta llegué
al extremo de amenazarles también a ellos.
«Se
representaba al vivo una tarde, era un Viernes Santo, la escena del
Descendimiento de la Cruz, según acostumbraba a hacerse. El pueblo en masa
asistía a la ceremonia, y yo, por no ser menos que los demás, formé parte
en la procesión. Mis amigos, los monjes y otras personas fueron rodeándome
disimuladamente, pero en tal modo, que en el momento del sermón me vi como
aprisionado en medio de un círculo infranqueable. No tuve, pues, más remedio
que prestar oídos a la elocuencia del predicador, quien puso término a su
discurso con una vibrante peroración en la que me excitaba a perdonar a mi
enemigo en recuerdo de la Pasión de Cristo.
«En
un principio lo escuché impasible, mas al fin su retórica me puso furioso.
–¡Callad
de una vez! grité. ¡Yo estoy en la resolución de antes! ¡Es inútil
cuanto digáis! ¡No perdonaré nunca!
«En
aquel preciso instante siento que una mano me coge por un brazo. ¿Cómo salí
de aquel sitio? No lo sé... Pascual estaba delante de mí.
–Hijo
mío, exclamó con un acento que no puedo olvidar, al propio tiempo que me
miraba con ojos afables y tristísimos, hijo mío; ¡se ve que no has
presenciado la Pasión de Jesús!
«Y
continuó, después de hacer una pausa:
–¡Perdona,
hijo mío, por el amor de Jesús crucificado!...
«Estas
palabras, pronunciadas con acento lastimero, aquellos ojos tan humildes como
expresivos clavados en mí, aquella fisonomía luminosa, transfigurada por
un reflejo celeste... me cautivaron. Subyugado, enternecido, sollozante,
dije entonces con labios trémulos por la emoción:
–Sí,
padre mío, yo perdono por el amor de Dios.
«...
La multitud estaba atenta, muda, ansiosa, sin atreverse apenas a respirar.
–Hermanos
¡perdona!, exclamó Pascual.
«La
gente respiró satisfecha al oír estas palabras. Luego prorrumpió en un
clamor frenético, clamor en que se veían confundidas alabanzas, bendiciones,
sollozos... Yo lloraba también. Lágrimas de fuego brotaban de mis ojos,
yendo a caer sobre la mano del Santo, que continuaba estrechándome entre sus
brazos... Mientras tanto el odio se derretía en mi pecho, como se derrite el
hielo al ser herido por los dardos del sol.
«Al
fin, me daba por vencido... y no he vuelto ya a sentirme víctima de deseos de
venganza».
Tal era la obra de Pascual en sus salidas del convento: hacer bien a los demás, conducir a Jesucristo las almas extraviadas, y suspirar, como el ave por su nido, por volver cuanto antes al convento, para que así no llegaran hasta él los aplausos del mundo.
Su primer cuidado al llegar de afuera, era ir a postrarse a los pies del superior para recibir de rodillas su bendición paternal y con ella el permiso de irse a la iglesia. Una vez allí, se entregaba por largas horas al ejercicio de la oración; y el gozo que en orar experimentaba, le daba a conocer claramente qué bueno y agradable es habitar en la casa del Señor.
En estas ocasiones venía a inquietarle un pensamiento muy natural en él:
«¡Qué
dichoso sería yo si pudiera no apartarme nunca de aquí, o si me fuera
dado, cuando menos, vivir lejos del mundo y de los tráfagos del siglo,
consagrado enteramente al Amado de mi alma y en Él pensando de continuo!...»
Había cerca de Loreto una gruta, en la que solían pasar algunos religiosos una semana de retiro, sin dejar por eso de asistir al Oficio divino en el coro y a la Misa conventual. Esta gruta acababa entonces de ser abandonada por un religioso que se dedicaba a la predicación, en consecuencia a una dura prueba que había sufrido. Le parecía, en efecto, que los infernales espíritus trataban de destruir su morada, dejándole a él sepultado entre los escombros. Así que, en tan apurado trance, ni siquiera se había acordado de recoger sus libros. El Guardián llamó a Pascual para que fuera a buscarlos.
«Fui
contentísimo, decía el Santo hablando de esto con un novicio, pues así podría
disfrutar a mi gusto de las delicias de la vida eremítica.
«Ante
todo me dediqué por algún tiempo a la oración; luego me entregué al
descanso con propósito de levantarme a media noche para disciplinarme y
volver de nuevo a la oración. Me dormí, acariciando en la mente tan hermosos
proyectos, y desperté... cuando el sol inundaba ya la gruta con sus fulgores.
«Todo
confuso me levanté más que de prisa, y volví a hacer los oficios que me tenía
encomendados la obediencia, toda vez que lo sucedido vino a demostrarme que
mis deseos eran una ilusión y nada más».
9. Grandes penas
Sé
paciente en la tribulación, porque en el fuego se prueba el oro y se purifica
la plata (Ecle 11,45).
No falta quien estima que las mortificaciones voluntarias llevan en sí cierta gratificación, pues han sido buscadas por quien las hace. Pero esto no puede decirse de aquellas penalidades que provienen de otras causas. Así, pues, la conformidad en soportar estas últimas, es la que nos da la norma principal para apreciar la santidad de una persona.
Pascual, no menos que los otros santos, debía purificarse en este fuego, que su contemporáneo San Juan de la Cruz llama noche obscura. Momentos hubo en su vida en que el cielo le parecía de plomo, en que la duda se esforzaba por adquirir el dominio de su corazón, y en que su energía parecía derramarse, como se derrama el líquido al romperse el vaso que lo contiene.
Toda su vida era entonces juzgada por él como una serie de incoherencias. El recuerdo del pasado lo desanimaba, y su corazón parecía como romperse de remordimiento a la vista de crímenes hasta entonces ignorados. El porvenir se le representaba más tenebroso todavía, como si el Señor lo fuera a dejar abandonado a sus fuerzas.
El presente era también para él un enigma indescifrable. Su corazón se veía combatido por dos sentimientos opuestos. De un lado, la fiebre de la lujuria, del odio y del orgullo estremecía su carne desgastada por los ayunos. De otro, sentíase atraído por irresistible impulso hacia ese Dios en el que pensaba encontrar el reposo. En suma, mientras el espíritu corría, como ciervo sediento, a embriagarse con la pureza de los ángeles, el cuerpo parecía revolcarse en un cenagal de torpezas y de engaños. ¿Cómo, entonces, librarse de aquel cuerpo de muerte? Porque, en realidad de verdad, Pascual preferiría a una tal situación, la destrucción y aun el aniquilamiento de su ser.
Cierto día, rendido o debilitado por la lucha, cae como caen los vencidos de la vida, arrojado como los últimos restos de un gran naufragio en una playa inhóspita... La copa de la tribulación rebasa los bordes. Pedro de Sena, su provincial, entra en ese momento en la celda del Santo.
–¡Oh
Padre! gime Pascual, ¡todo es inútil! Yo no puedo más. ¡Si me fuera dado
dejar de existir!... ¡He sufrido ya tanto! ...
Y su cabeza cae pesadamente sobre su pecho, como la de un hombre en el momento de expirar. Pedro se inclina sobre esta alma angustiada y le habla. Y el pobre desesperado le refiere pausadamente, con palabras entrecortadas por los sollozos, su lamentable historia.
Gracias a ello la paz renace en su alma, el dolor que atenazaba su corazón se mitiga casi insensiblemente, y se va haciendo luz entre las sombras densas de antes. Nuestro Santo es ahora un convaleciente que aspira el perfume de los campos, es como un hombre que despierta de un pesado sueño, que toca con inquietud cuanto le rodea, y que ve por fin desvanecerse sus terrores ante el testimonio elocuente de la simple realidad. Pascual renace a nueva vida, dispuesto a sostener nuevos combates.
En otra ocasión el común enemigo obtiene permiso para maltratar al Santo.
–¡Qué
enfermedades! murmuran los médicos examinándolo; no hay duda de que
confunden nuestras previsiones, se resisten a nuestros cálculos y burlan
nuestros remedios... Cualquiera diría que ello es cosa del diablo.
También se oyen a veces en su celda ruidos extraños, o bien golpes y lamentos. Se oye de repente un grito agudísimo durante la noche. Los religiosos corren solícitos a la habitación de Pascual. El Santo confuso responde: «estaría soñando» o bien: «me he sentido víctima de extraños dolores».
Y los despide como si nada hubiera pasado; pero a la mañana siguiente, según testimonio de los testigos, vésele en el coro con el cuerpo magullado y maltrecho.
Lo único que de sus labios pudo saberse con respecto a tal género de tribulaciones, acerca de las cuales observaba Pascual un riguroso secreto, es lo siguiente:
–Nunca
son tan terribles los asaltos... como cuando medito en la Pasión y en el amor
de Jesucristo Sacramentado.
Y pronunciadas apenas estas palabras enmudece, como temeroso de haber dicho ya demasiado.
En cuanto hasta aquí llevamos dicho, servía de consuelo a Pascual la solicitud y afecto de los superiores, quienes en las luchas con el demonio le habían ayudado con sus consejos y sostenido con sus exhortaciones. Con todo llega un momento en que hasta esto va a faltarle. En efecto, en 1573 fundaron los superiores un convento de estudios en Valencia. Había necesidad de enviar a él Hermanos legos, y se ponía mucho cuidado en que éstos fuesen escogidos entre los más edificantes. En tales condiciones, eligieron a Pascual.
Estaba allí de Guardián un austero anciano, religioso de rostro marcado por el sufrimiento y de dura mirada. Ya sea por inadvertencia, o bien por prevención, lo cierto es que dicho superior no tarda en tomar al nuevo subordinado por blanco de su inflexible rigidez.
Un día
le manda sin más ni más en pleno refectorio que salga a decir la culpa.
Puesto ya el Santo de rodillas en medio de los admirados religiosos, el Guardián
comienza a descargar sobre él todo un torrente de injurias:
–¡Sois
un hipócrita y un presuntuoso! ¡Ah! ¡vos creéis estar en posesión de un
tesoro! ¡Abrid las manos y contempladlas llenas de cieno! ¡Estad atento!...
Terminada
la filípica y en medio de un gran silencio, Pascual se arrastra andando a
gatas hasta el sitio del superior, estrecha los pies de éste entre sus manos
con muestras de respeto y de ternura, y los besa luego una y otra vez...
Poco
después siente tocar la campana de la portería y corre a abrir la puerta,
en donde permanece bastante tiempo ocupado en atender a los que llamaban.
–¡Ah!,
piensa entre tanto un religioso, el pobre fraile está a lo que parece muy
confuso por lo sucedido y no tiene valor para volver al refectorio. Sin duda
está haciendo tiempo para recuperarse antes de entrar de nuevo.
Y
guiado por esta idea se apresura a buscar al Santo.
–Tened
paciencia, Fr. Pascual, le dice con dulzura.
–¡Paciencia!
¿por qué causa? responde el Bienaventurado.
–Pues
por la injusta reprimenda que recibisteis.
–Estad
seguro, Hermano, replica el humilde religioso, que el Espíritu Santo es quien
ha hablado por su boca.
En otra ocasión en que tuvo lugar una escena parecida, respondió a los que intentaban consolarle:
–No
me han entristecido poco ni mucho las palabras del Padre Guardián. Muy al
contrario, me juzgo tan feliz de este modo, que quisiera recibir cada día
un tal consuelo. ¡Ojalá Dios le inspire el que así lo haga!
Dichas escenas se repetían con harta frecuencia. Hoy al Guardián le servía de pretexto un vaso roto, mañana un poco de aceite vertido, y un día después otra falta tan fútil como las anteriores. Cualquier cosa bastaba para mortificar a Fray Pascual con reprensiones irrazonables.
Y junto a las reprensiones iban las culpas públicas, las penitencias de todo género, las flagelaciones crueles, las humillaciones, los reproches insultantes y todas las vejaciones posibles, que llovían sin cesar sobre nuestro Santo.
El
Guardián, dicen los testimonios,
se ensañaba en él con verdadera ferocidad.
No faltaron tampoco religiosos que, alentados a ello por la conducta del superior, tuvieran a gala procurar a Pascual desprecios y disgustos sin cuento. Nunca les faltaban pretextos, pues detrás de estas cosas andaba una mal velada envidia.
Con todo, Pascual nunca se daba por agraviado, y correspondía siempre a todos los desprecios con inequívocas muestras de cariño. En estos casos, alega uno de los testigos, tenía presentes las virtudes que adornaban a sus perseguidores, y con ellas hacía un manto en el que ocultaba todos sus defectos.
–Por
lo que a mí toca, decía Pascual, conozco que no tengo de religioso más que
el hábito. He delinquido y me he hecho digno, por tanto, de los últimos
castigos. Venguen en mí las criaturas los ultrajes que yo hice al Criador,
que con esto me darán una prueba más de que me aprecian.
Así como las medallas brillan tanto más cuanto más se frotan, así logra Pascual adquirir un nuevo lustre por medio de la persecución y del sufrimiento.
El Provincial, Pedro de Sena, llega al fin a tener noticias de todo lo que pasa, y en consecuencia Pascual es obligado a acudir a la presencia del superior. Éste desea saber las cosas de los propios labios del Santo; pero Fray Pascual no le da de ninguno la menor queja.
–En
vista de lo que sucede, decide el Provincial, juzgo que no es conveniente para
vos regresar a ese convento. Vuestra vida es allá demasiado incómoda. ¿Queréis
que os envíe a otro convento?
–¡Ah,
Padre mío! responde el Santo como avergonzado, no hay necesidad de que sepáis
para ello mi voluntad; yo estoy para todo en manos de la obediencia. ¡Haga
vuestra caridad lo que mejor le parezca! Para mí es igual continuar allí o
ir a otra parte.
–Pero
¿y vuestro Guardián?, dice, interrumpiéndole
el Provincial.
–No,
responde con convicción el Bienaventurado; yo sé por experiencia que nada
se gana con cambiar de superiores. A un Guardián difícil de sobrellevar
sucede otro más llevadero, en tanto que si uno busca cambiar de puesto, suele
ir con frecuencia de mal en peor.
Y Pascual sigue en Valencia por espacio de tres años, ocupado, como antes, en los oficios de la portería y del refectorio. Su género de vida continúa siendo el mismo de antes, con la única diferencia de que, a partir de este suceso, acostumbra pasar más largas horas en oración ante el Santísimo Sacramento.
10. Historia de una vocación
Era por los años de 1575. El P. Francisco Ximénez era por entonces Provincial y estaba al frente de los conventos alcantarinos del reino de Valencia.
Asuntos de familia le habían llamado a Jerez de la Frontera, donde había nacido. Un hermano de Ximénez, residente en el Perú, no escribía de algún tiempo atrás, y su cuñada vivía cargada de muchos hijos y víctima de dificultades de todo género.
Pues bien, a raíz de la partida de Ximénez sobrevinieron en la Provincia muchos asuntos de importancia, y el superior que ocupaba accidentalmente su puesto carecía de atribuciones para resolverlas, debiendo por lo mismo atenerse en todo a las órdenes del Provincial.
En tal estado de cosas, el superior comisiona al Siervo de Dios para poner a Ximénez al corriente de todo. Pascual obedece sin poner dificultades, y hace el viaje según su costumbre, a pie y descalzo, mendigando de puerta en puerta el alimento y pasando la noche a cielo abierto.
A su regreso trae en su compañía al pequeño sobrino del Provincial, llamado Juan Ximénez, que fue después religioso franciscano y biógrafo del Santo. Los dos hicieron juntos un viaje de cien leguas, viaje del que tenemos la noticia siguiente debida al mismo Juan.
«Tenía
yo, a la sazón, nos dice, como unos catorce años, y solía frecuentar el
convento de Jerez. Los religiosos me trataban con tanta amabilidad, que hasta
llegaban a permitirme asistir al coro y cantar con ellos.
«Cierto
día en que me hallaba en el Oficio de Tercia, vi entrar en la iglesia, en
el momento en que iba a darse principio a la Misa, a un hombre vestido con
remendada túnica, pero tan estrecha, que más bien que túnica parecía un
saco. No llevaba ni sandalias, ni manto. Después de signarse devotamente,
vino a arrodillarse a un rincón del coro, besó la tierra, unió las manos
y se abismó en la oración.
«Un
religioso le invita a ocupar una de las sillas y él accede y se porta durante
toda la ceremonia con tal piedad y recogimiento, que yo, a despecho de mi edad
poco dispuesta a admirar tales espectáculos, me sentí profundamente
emocionado. Era este tal el Siervo de Dios a quien yo veía entonces por vez
primera. La impresión que me produjo no puede nunca borrarse en mi memoria.
«Una
vez terminada la Misa, entra en el convento, habla con mi tío, y sale luego
a visitar a algunos bienhechores que deseaban hablarle y que le habían sido
indicados por el superior. Entre otros fue también a visitarnos a nosotros,
en cuya casa se habían ya engrandecido y celebrado más de una vez sus
virtudes, puesto que mi tío lo tenía en mucho aprecio y solía hacer de él
grandes elogios.
«Y
de hecho, él hablaba con tanta modestia y circunspección, y parecía tan
bueno y tan amable, que yo, fascinado, no podía apartar de él mis ojos. De súbito
el varón de Dios clava en mí una mirada escrutadora, y dice, volviéndose
a mi madre:
–Entregadme
este muchacho por el amor de Jesús y de San Francisco.
«Estas
palabras fueron derechas a lacerar el corazón de mi pobre madre. ¡Ah! yo
era su primogénito; ella tenía puestas en mí sus esperanzas para el
porvenir. La familia se opondría a ello. Yo no estaba en disposición de
hacer los estudios; era aún muy joven para pensar en tal cosa. Y además ¡debía
marchar tan lejos!... No, mi madre no podía consentirlo en manera alguna.
«Con
todo, el Bienaventurado orilla con tanta habilidad todas estas dificultades,
que al fin mi madre exclama con voz entrecortada por los sollozos:
–Llevadlo,
puesto que tal es la voluntad de Dios, pero que no sepa nada la familia,
porque lo impediría a todo trance...
«Pascual,
a su vez, promete velar siempre por mí:
–Yo
le atenderé, dice, con la solicitud de una madre.
«Y
esta promesa no fue en sus labios una promesa vacía de sentido. Tendido en su
lecho de muerte y entre los estertores de la agonía, quiere que los presentes
me atestigüen lo bien que él había satisfecho esta deuda. Por otra parte,
todos los episodios desarrollados durante nuestro viaje bastan para
demostrarlo bien a las claras».
Juan Ximénez, a su vez, no se mostraba disgustado por la partida. La perspectiva de un largo viaje tenía para él sus atractivos, el guía era de su agrado, y dada su edad, no se preocupaba lo más mínimo por lo que el porvenir pudiera traerle.
Montaba Ximénez una pequeña mula andaluza, muy robusta y briosa, que, a pesar de los esfuerzos del jinete, trotaba de continuo, formando con los cascabeles que la adornaban un sonido muy agradable para el muchacho. Así que Pascual, para no perder de vista a su protegido, no tenía más remedio que seguir la marcha del bruto; y esto muchas veces por caminos sembrados de piedrecitas y en forma de pendiente, bajo el peso del cansancio y de los ardores del sol... En resumen, el viaje era para nuestro Santo un sacrificio continuo.
Juan, adivinando la fatiga del Religioso, se empeña en hacerle subir a la cabalgadura:
–Hermano,
le dice, vayamos a caballo, tú un poco y yo otro poco.
–No,
no, mi pequeño, responde el Santo, déjate estar, que yo voy a pie mucho
mejor.
«Todas
cuantas instancias le hice, escribe Ximénez, fueron inútiles. Lo único que
conseguí de él, contra mi deseo, fue que se quitara el manto, que le habían
dado en Jerez, y que se sirviera de él para hacerme un asiento...
La madre de Ximenez había proporcionado a su hijo dinero y provisiones para el viaje, pero Pascual no consintió en que el niño le pagara cosa alguna. Mendigaba su pan y se resistía a gustar las provisiones de su acompañante. Hubo, sin embargo, una excepción: Juan arrojó al camino, como inservible, parte de su vianda, aquella que, gastada por el calor, se hallaba en mal estado. El Bienaventurado se apresuró a recogerla, y con ella se alimentó durante algunos días.
«Caminábamos
de ordinario a un mismo paso, pero algún tanto separados. Pascual ocupaba
el tiempo en rezar o en cantar gozos al Santísimo Sacramento. Sus cantos
y su voz me causaban agrado, y yo le hacía repetir los que me parecían más
hermosos, sin que nunca el Santo se negara a mis súplicas. De vez en cuando
se aproximaba a mí, e inspeccionaba los aparejos:
–¿Vas
bien así, mi querido Juan? ¿Sientes cansancio? me decía. Vamos, ten ánimo,
que descansarás dentro de poco. ¿No ves? Estamos ya cerca de una posada.
«¡Las
posadas! Los famosos albergues. Suelen estar rodeados por un huerto, en el que
crecen al pie de los árboles los dorados melones y las rojas sandías. En el
centro está la noria, recuerdo del tiempo de los moros, con su vieja rueda
de sacar agua, puesta en movimiento por un mulo. El albergue es un cobertizo
sostenido por pilares de piedra: a lo largo de las paredes toda una hilera de
caballos, jumentos y mulos; junto a la puerta carretas y fardos. En el fondo,
en una sala oscura, llamea el fuego de la hospitalidad. A la luz de este fuego
se cocina, se come, se fuma, se canta, se discute, se grita y, a ser posible,
se duerme.
«Cada
uno se acomoda por la noche lo mejor que puede. Éste se encarama sobre un
carro, el otro tiende su capa y se acuesta encima de ella, y el de más allá
se arrolla en una manta y se tira en un rincón a la buena de Dios. Sería
demasiado pretender mayores comodidades en una posada.
«Pascual
escoge un rincón para mí e improvisa una camilla, lo menos dura posible,
poniendo en ello todos los recursos de su habilidad. Luego me cubre con su
manto y queda de guarda a mi lado hasta que se persuade de que estoy dormido.
Al oírme roncar, se aleja.
«Yo
tuve curiosidad por saber qué es lo que iba a hacer a aquellas horas, y,
restregándome los ojos, le vi separarse a corta distancia, arrodillarse como
en el coro de Jerez y orar... ¡Dios mío, por cuanto tiempo! ... Y lo que hacía
entonces, lo hacía siempre, lo mismo en las posadas que en las granjas:
orar por espacio de muchas horas y dormir lo menos posible.
«A
veces el exceso del calor nos obligaba a caminar de noche. Entonces Pascual
no se separaba de mí un momento, me hablaba de muchas cosas buenas y desvanecía
mis aprensiones.
«Cuando
tropieza en el camino con algún viajero, esfuérzase por colmarlo de favores.
Cierto día hallamos a un hidalgo quien nos refiere toda una historia de
bandidos, que me es muy interesante y que aquél relata con gran prolijidad de
detalles. El Santo tomó pie en el percance para recomendarle la devoción a
la Santísima Virgen y la necesidad de vivir santamente. Y habló con tal
convicción, que yo me sentí cambiado en otro hombre, y formé propósitos
de hacer una confesión general de toda mi vida,
«Otro
día tocó la suerte a un pobre joven quien, con los vestidos hechos jirones,
el rostro cubierto de lágrimas y el cuerpo lleno de mordeduras de perros,
se acercó a pedirnos limosna. Su porte daba a conocer bien a las claras que
no había nacido en la miseria, y después he llegado a saber que pertenecía
a una de las principales familias.
«Dicho
joven había abandonado, en un momento de obcecación, el hogar paterno, a fin
de poder así entregarse más libremente a los placeres. Luego nos refirió
sus amarguras, su miseria, su cruel infortunio... ¡toda una historia tan
larga y tan triste!... Pascual lo consoló y le habló con inefable bondad,
animándolo a que volviera al lado de su padre, a que le pidiera perdón por
su pasada conducta, y a que se portara en adelante como buen hijo y buen
cristiano. A medida que hablaba el Santo, el pobre joven sentía renacer en su
ánimo la esperanza.
«Un
compañero de viaje, que era Hermano coadjutor de la Compañía de Jesús,
unióse entonces a nosotros y principió, a su vez, a hablar al hijo pródigo.
Éste, al fin, se dejó convencer y prometió regresar a la casa paterna. ¡Había
sufrido ya tanto! ...
«Más
tarde tuve noticia de que el joven había seguido las exhortaciones de
ambos, y que su situación era ya muy diversa. Él mismo vino en persona a
Valencia, para dar las gracias a sus caritativos consejeros. Pascual no
habitaba ya allí: así que el joven sólo pudo hablar con el Hermano jesuíta,
el cual se apresuró a comunicar al Santo las buenas noticias de la conversión
de su protegido.
«Así
atravesamos toda Andalucía, en la que van alternando con las rientes
colinas, ligeramente ondulantes y cubiertas de olivares, las polvorientas
llanuras y las sedientas torrenteras.
«Granada
aparece a nuestros ojos. En el horizonte se columbran los picos dorados de
Sierra Nevada. Sobre un fondo que se asemeja a un mar de verdura, surge una
masa compacta de torres y cúpulas deslumbrantes a la luz del sol, en medio
de blancos muros, perforados por ventanas ojivales. Se dice por allá:
“cuando Dios quiere bien a alguno, lo lleva a vivir a Granada”.
«A
la entrada de la larga avenida de los álamos, se ve una capilla edificada por
Fernando el Católico, que trae a la memoria el 2 de enero de 1492. En dicho día,
el Cardenal Pedro de Mendoza, colocado al frente de los asaltantes, clavaba
a las tres de la tarde el signo de la Cruz en la más alta de las torres de la
Alhambra. Con esto dábase por conquistado el último refugio de los moros, y
por asegurado en España el principio de la unidad católica. Aun hoy día
suele acudirse a la susodicha capilla para rezar ciertas plegarias
indulgenciadas y para decir por la mañana, cual lo hace todo cristiano, la
oración de la cruzada.
«Nosotros
pudimos hacer nuestras devociones ante el sepulcro de los mártires
franciscanos Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, martirizados tiempo hace por
Mahomed-a-Bembalua, y visitar la antigua fortaleza de los sarracenos,
transformada en convento de los Frailes Menores. Pascual, en esta ocasión, me
dijo que procurara hacerme con un libro escrito por fray Luis de Granada, que
se llama: La Guía de Pecadores.
–Léelo,
mi pequeño, agregó, pues es muy hermoso y te será de provecho.
«No
bien salimos del convento, nos hallamos con un alguacil, que interceptándonos
el paso y tomando al Santo por un vagabundo, lo colma de insultos y hace ademán
de arrestarlo.
–Pero,
si es un religioso... ¡un religioso tan bueno!, grité yo entonces. Examina,
al menos, sus papeles.
«El
desconfiado oficial lee detenidamente la obediencia de los superiores de la
Orden, que era el pasaporte del Santo, se la devuelve sin decir palabra y se
aleja al momento. A todo esto Pascual continuaba sonriendo con dulzura, sin
que dejara salir de sus labios una sola queja o injuria. Esta actitud me
impresionó vivamente.
«En
otra ocasión, luego que salimos de Huéscar, se halló el Santo tan
violentamente indispuesto, que se creyó a punto de irse al otro mundo. Pero
implacable siempre consigo mismo, prosiguió a pesar de ello caminando y
haciendo esfuerzos por disimular sus dolores...¡De qué diverso modo obraba
yo cuando era yo el que sufría!
«Nos
hallábamos una vez distantes de Calasparra como unas cuatro leguas. Hacía un
calor tórrido; las hojas se desprendían marchitas de las ramas; los pájaros
volaban a flor de tierra y se agazapaban, con la cabeza bajo el ala, en los
huecos de los árboles y de las rocas, y el terrible solazo nos hería de
lado. Alrededor de nosotros dilatábase la llanura desierta y gris barrida
con furia por el huracán. Yo creía que me asfixiaba: mi garganta parecía de
fuego. Entonces exclamé:
–¡Agua,
agua! ¡Me muero!...
«El
buen Hermano, sin cuidarse para nada de su propio cansancio, corre a derecha e
izquierda, en busca de un poco de agua... ¡Todo inútil!
–Animo,
muchacho, me dice, que yo daré con ella. Ten paciencia, que pronto será tu
sed satisfecha...
«Al
fin logra descubrir algunos juncos.
–Mastícalos,
me dice; de este modo desaparecerá tu sed.
«Yo
obedecí. Ayudado y sostenido por él, pude llegar junto a un arroyuelo.
–Come
antes un bocado de pan, y después beberás, porque si no, puede hacerte daño.
«Poco
después llegábamos a la población. Al día siguiente por la mañana nos
dirigimos hacia Jumilla. Desgraciadamente nos desorientamos en la marcha, y
nos encontramos de pronto frente a un foso muy largo y lleno de agua enlodada.
Pascual tuvo que pasar el foso por encima de un tronco medio podrido. En el
momento en que llegaba al medio, el tronco y él se cayeron al foso, dando
volteretas. Tan cómica fue esta escena, que yo solté una estrepitosa
carcajada... El Santo entonces, sin acordarse de reñirme, se limpia y
enjuga lo mejor que puede, y celebra en tanto con chistes su poca suerte.
«Algún
tiempo más tarde subíamos a pie por la cuesta que conduce al convento. Esta
cuesta era tan pendiente que parecía estar cortada a pico, y yo no tenía ya
fuerzas para proseguir adelante.
–Vamos,
mi pequeño, yo te llevaré sobre mis espaldas, exclamó Pascual de improviso.
. «Pero
yo tuve vergüenza de mí mismo y respondí:
–No,
no, iré por mis pies.
«Y
cogido al brazo del Santo llegué a la cumbre.
«Así,
pues, Pascual se portó conmigo como una verdadera madre, pensando a todo,
rodeándome de cuantas facilidades pueden imaginarse, y favoreciéndome con su
cariñoso trato. Se comprende, desde luego, que no es posible lleguen nunca a
borrarse de mi memoria tan gratos recuerdos. A él debo yo la gracia de haber
llegado a ser religioso».
11. A través de Francia
El Capítulo de la Orden celebrado en Roma en 1571 había elegido para el cargo de Ministro General al P. Cristóbal de Cheffontaines. En ese tiempo Francia estaba en situación de revuelta, y el nuevo General consigue llegar a París en 1576.
El Provincial de Valencia, por su parte, necesitaba enviar al P. Cristóbal cartas de importancia. Pero ¿cómo hacerlo, en el estado en que se hallaba Francia? El país, sobre todo en el centro y en el norte, era víctima de las guerras de religión. Habían sido violados los sepulcros, destruídas las iglesias, dispersadas las reliquias, profanadas las Hostias, y asesinados muchos sacerdotes y seglares. Más de doscientos franciscanos habían perecido en las revueltas. Así, pues, un religioso que atravesara Francia se exponía a una muerte probable.
Con todo, el envío de las cartas no podía retardarse. Ante un tal estado de cosas, Juan de Moya, guardián del convento de Almansa, llama a su presencia al Bienaventurado.
–Fray
Pascual, le dice, es necesario que estas cartas lleguen a manos de nuestro
Padre General, que se encuentra en París. Pero para llevárselas hay que
atravesar un país infestado por los hugonotes. Muchos de nuestros Hermanos
han sucumbido ya víctimas de su furor... ¿Os encontráis con fuerzas para
abordar esta empresa?
El Santo oye con recogimiento la voz del superior y con toda alegría responde:
–Iré,
con el mérito de la santa obediencia.
Pascual acaba de entrever allá, a lo lejos, la corona del martirio. Y como anteriormente había salido para Jerez, sale de nuevo ahora sin otro equipaje, al decir de los antiguos relatos, que «su abnegación y su pobreza».
Larga es la ruta que ha de andar Pascual hasta llegar a los Pirineos; pero no importa, pues aún camina por país amigo. La rica y fértil Cataluña no niega al pobre de Dios un pedazo de pan con que alimentarse cada día. Pero a medida que sale de España, el aspecto del país va siendo diverso. Se suceden las grandes montañas, y se abren a sus pies las negras gargantas y el sordo murmullo de los torrentes. El Santo debió pasar por el puerto del Oo que faldea el Monte Maldito, y luego se dirige por el sur de Bagnères de Luchon para llegar a Tolosa. Extenuado por el cansancio, llama a la puerta del gran convento franciscano de Tolosa y solicita se le conceda hospitalidad. Allí se le recibe como a un hermano. El Santo declara el objeto de su viaje, y los religiosos se quedan asustados.
–¿Pero
es que no conoce vuestro superior los peligros del viaje?...
Aquí mismo, dentro de la ciudad, los calvinistas han saqueado muchas
casas. Millares de hombres han sucumbido combatiendo con los herejes.
Partidas armadas recorren el país, llevándolo todo a sangre y fuego.
Predicadores y sínodos legalizan estas violencias, y la autoridad real
concede amnistía a los culpables. Todo el territorio, desde aquí hasta París,
arde en el fuego de la hostilidad y de la persecución.
Los franciscanos de Tolosa deliberan largo tiempo sobre si les será lícito consentir que el Santo prosiga su viaje. Los pareceres son contrarios y nada se resuelve. Al fin, se halla una solución: Pascual irá a París, puesto que así lo quiere a toda costa, pero a condición de que vaya disfrazado. Pascual rechaza una tal propuesta, y prosigue su viaje en la misma forma en que lo ha principiado. Piensa conseguir la palma del martirio, y cree que así llegará a ver realizado más fácilmente su ideal.
Cruza las pequeñas poblaciones y atrae sobre sí las miradas curiosas de los habitantes. Los muchachos le hacen escolta, y no faltan quienes le toman por un pobre demente al ver su porte afable y resignado, su vestido humilde y sus pies desnudos. En otras partes es recibido a gritos y saludado con salvas de pedradas. En algunas se vocifera contra el papista, que logra evadirse, no sin dificultad, a las iras del populacho.
Pascual, al llegar a Orleans, se ve rodeado por una turba de hugonotes:
–¿Crees
tú, le gritan, que Cristo se halla realmente en la Hostia de los sacerdotes
papistas?
–Sí,
lo creo con toda mi alma.
–¡Insensato!
le gritan.
Y arrojan sobre él toda la granizada de objeciones sofísticas que estaban entonces de moda contra de la presencia real de Jesús en el Sacramento. El Santo, iluminado por el Altísimo y valiéndose del poco francés que había aprendido durante el viaje, responde a sus sarcasmos con una vigorosa profesión de fe.
¿No había dicho el Salvador a sus discípulos: «cuando os halléis en presencia de vuestros verdugos, el Espíritu Santo hablará por vuestra boca y Yo os daré una sabiduría a la cual nadie podrá contradecir?»... Los reformados se vieron confundidos con el discurso del pobre fraile. Pero no por eso desisten de sus propósitos y se arrojan contra Pascual.
–¡Ah,
canalla de español, que quieres darnos lecciones, ahora vas a morir a
pedradas como un perro!
En medio de brutales blasfemias, lanzan sobre él una lluvia de piedras. El Santo, acometido por todas partes, se desploma en tierra bañado en su propia sangre. Su caída es celebrada con carcajadas de odio y gritos estruendosos de victoria:
–¡He
ahí uno que enmudece para siempre!
Y, dándole por muerto, los asesinos se alejan. Poco después vuelve en sí el Santo. El dolor atenaza y tortura todos los miembros de su cuerpo. Sus espaldas, sobre todo, están destrozadas, y la herida que se ve en ellas no dejará ya de proporcionarle dolores durante el resto de su vida. «Es una fineza que recibí en Orleans», solía decir después alegremente.
En estado tan lastimoso, el pobre fraile se arrastra como puede hasta una próxima vivienda. Llama a la puerta y ve comparecer ante sí a una buena mujer.
–¡Ah,
mi Reverendo, cómo os han puesto! gimió ésta, apresurándose a atenderle
con esmero y a mitigar sus dolores.
–¡Ah,
qué buenos católicos hay en aquel país! ¡Qué corazones tan generosos!
exclamaba el Santo al describir de regreso a la patria su viaje por Francia.
Por lo demás era Pascual extremadamente reservado, y ni aun hoy conoceríamos los pocos datos que sabemos de este viaje, si el Santo no se hubiera visto obligado a manifestarlos, cediendo a las reiteradas instancias de Juan de Moya.
Otro día, obligado el Siervo de Dios por el hambre, se decide a llamar a las puertas de un vecino palacio, coronado por torrecillas y enclavado en el centro de un espléndido parque. Los domésticos le permiten la entrada y avisan a su señor. Dicho señor, que era calvinista y enemigo jurado de los católicos, se hallaba entonces comiendo con los suyos. Cuando vio a Pascual, pálido y maltrecho, y puso los ojos en su miserable sayal, le gritó:
–¡Vive
Dios, bien se ve que eres un espía español; así que pagarás cara tu
audacia! ¡Verás qué limosna vamos a darte! ¡Ten un poco de paciencia! ...
Ante todo debo atender a mi salud. Pero luego, añadió con brutal regocijo,
atenderé a la tuya. Después de comer serás ahorcado.
Pascual se reconcentra en sí mismo, pone su suerte en manos de Dios y se dispone a morir... El calvinista, por su parte, no acaba nunca de concluir la comida, deseoso de prolongar la agonía del pobre fraile, que sigue mudo e inmóvil en presencia del malvado.
Mientras tanto, la señora de la casa, de corazón compasivo, no puede ver por más tiempo este juego bárbaro. Y aprovechándose del estado de embriaguez de su marido, se ingenia para poner a Pascual fuera del alcance de sus iras. Los criados, obedeciendo sus órdenes, lo conducen afuera. Se ve privado así, una vez más, de la corona del martirio.
En otra ocasión fue rodeado por el revuelto populacho. Trataba éste de jugarle una mala partida, cuando aparece de improviso un hombre y lo libra de manos de sus agresores. Su libertador lo encierra en una cuadra de cerdos, coreado por los aplausos de la multitud. Abandonado así en prisión tan infecta, Pascual espera la muerte de un momento a otro... Llega con esto el alba y al propio tiempo su extraño libertador, quien le entrega un pedazo de pan y le dice con tono áspero:
–Huid
cuanto antes y no volváis a aparecer por estas tierras.
En otra ocasión, una mujer de calidad se esfuerza por convertirle. Para ello echa mano ante todo de los favores; luego desciende a las lisonjas, y dice al Santo:
–Creedme,
no hay mejor cosa que el que os hagáis reformado como yo me he hecho.
Al oír esto el Siervo de Dios estalla en indignación:
–¡Reformado
yo! Pero ¿no veis que soy religioso de San Francisco de Asís?...»
Y dichas estas palabras se da a la fuga.
Añadamos a estos relatos un último episodio que agrega Ximénez, como referido por el mismo Santo.
Caminaba Pascual con su acostumbrada recogimiento en la oración, cuando cierto caballero se detiene delante de él, con la lanza colocada en actitud de acometerle.
–¡Monje!
le dice, ¿Dios está en el cielo?»
El
fraile responde sin vacilaciones:
–Sí,
está en el cielo».
El
caballero, al oír esta respuesta, vuelve grupas y parte al galope.
Pascual,
desconcertado, queda envuelto en confusiones... Luego se siente iluminado por
una idea:
–¡Ay!
lamenta, ¡ahora comprendo! Yo debiera de haber añadido: “y en el Santísimo
Sacramento del altar”. ¡Entonces me hubiera atravesado con su lanza y yo
sería mártir, por haber muerto en defensa del Sacramento del amor! ... ¡Infeliz
de mí, que no me he hecho digno de una tal gracia!
Y se
pone a llorar abundantes lágrimas...
Pascual, a su salida para París, tenía los cabellos negros, y cuando regresa al convento los tiene ya blancos. ¡Ha envejecido en pocos meses!
12. Prolongado martirio
Cuando
uno se busca a sí mismo, por eso solo se aparta de la senda del amor divino
(Imitación
de Cristo)
Ya que los hombres no han proporcionado a Pascual el martirio, él mismo se ingeniará en dárselo a sí mismo. Convirtiendo su corazón en juez, se dedicará a mortificar su cuerpo, ya subyugado, con crueldad implacable.
La observancia de la vida común podrá hacerle sufrir, pero él sujetará a ella todas sus acciones, a fin de no quebrantarla, negándose al alivio de toda dispensa.
Pascual se veía obligado a cada instante a salir de la meditación para acudir a la portería, reclamado por su oficio. En atención a esto, el Guardián llama a nuestro Santo, y le dice:
–Hermano,
os dispenso de hacer la meditación en el coro. De hoy en adelante oraréis en
la portería; esto basta.
Pascual se postra a los pies del superior, y le dice:
–¡Tenga
vuestra caridad compasión de mí! Mientras permanezco en la portería no
estoy en comunidad. Os ruego que no me privéis de orar con los demás
frailes.
El Guardián no insiste, y nuestro Santo, siempre que llaman a la puerta, sale del coro sobre las puntas de los pies y entra luego del mismo modo, a fin de no turbar el recogimiento de los otros. No bien se arrodilla suena otra vez la campanilla. Pascual vuelve a bajar de nuevo, interrumpiendo así sus diálogos con el Señor.
La enfermedad arruinaba su organismo, la fiebre lo consumía, grandes dolores atormentaban su cuerpo. A pesar de todo, el Santo iba a los actos de comunidad, vacilante, apoyándose en las paredes, deteniéndose a cada paso para tomar aliento o incluso a gatas, cuando de otro modo no le era posible. Y si algunos, compadeciéndose de él, intentaban prestarle ayuda, les decía:
–¡Ah,
no, hermanos míos! Permitidme por gracia que sufra algo por mi Dios.
Pero era realmente tan lastimoso el espectáculo que ofrecía el Siervo del Señor al arrastrarse hacia el coro... Se le conduce, por fin, a la enfermería; y enfermo y todo como está, observa en lo que le es dado el horario de la vida común, y aun desde su lecho asiste en espíritu a todos los ejercicios de comunidad.
Su celda era la peor de todas. Durante mucho tiempo no tuvo otra que una cavidad del campanario de Almansa, cavidad estrecha en la que no había ni puerta ni ventana. Tenía una tabla por lecho, por coberturas unos trapos despreciables, y junto a esa pobreza solamente un crucifijo, una pequeña imagen de la Santísima Virgen, un tintero, una pluma y algún trozo de papel. Tales eran los objetos que adornaban su habitación.
–La
superfluidad de cosas en la celda, solía decir, sirve de impedimento al espíritu
para dirigirse hacia Dios.
Su sayal era un saco estrecho, cubierto de remiendos diferentes, cosidos al efecto con pedazos de hilo. Si se le hacía alguna observación sobre el corte poco gracioso de esta indumentaria de arlequín, replicaba sonriendo:
–¿Qué
le vamos a hacer? ¡Tengo una configuración tan poco garbosa!
–Sigamos
la moda de la pobreza, respondió cierto día a su Guardián, el cual se
empeñaba en darle un nuevo hábito. Estoy muy contento con el viejo.
Sus vestidos interiores habían cambiado enteramente de aspecto gracias a sus muchos remiendos, que les daban variedad y consistencia. Venían a hacer de ellos una verdadera armadura. Los lavaba semanalmente muy de mañana y los recogía inmediatamente, para no arriesgarse a perder el mérito de su mortificación, dejando que se secasen en lugar público.
Habiendo sufrido una herida en uno de los pies, fue obligado por el superior a llevar sandalias. El Santo se limitó a ponerse una en el pie enfermo.
–Pero
¿y el otro?
–El
otro goza de buena salud, y no conviene medir por un mismo nivel a los sanos
y a los enfermos.
Tal era su extrema pobreza, en la que solo admitía una excepción, y ésta era cuando se preparaba la iglesia para la exposición solemne del Santísimo.
–Hay
que hermosearla lo mejor posible, repetía
Pascual.
–No
tenemos velas, objeta el Guardián, y
el Hermano cuestador califica de exagerada toda providencia a este objeto,
porque, a su juicio, está en oposición con la pobreza.
–Pues
dejadme obrar a mí, insiste el Santo. Yo iré a pedir limosna y diré:
“Dadme alguna cosa: es para honrar a Jesús Sacramentado”. Veréis como
nadie me niega su óbolo.
Pero qué diversa es su conducta cuando se trata de mendigar para sí mismo. Estando de viaje se contenta con poquísimo. Y dentro del convento juzga cosa exquisita lo que los otros ni hubieran querido probar. El pan duro, las frutas averiadas, los restos sobrantes de la víspera, o bien lo que dejaban de comer los pobres, eran de ordinario su alimento. Se sirve de una servilleta vieja, a la que acompaña un cubierto roto y un vasito inservible.
Un día el Guardián obsequia a este incansable ayunador con un plato de pescado fresco. Los religiosos que están en el refectorio se avisan sonriendo unos a otros, y se vuelven hacia el Santo todas las miradas. Llega, en tanto, el servidor con el obsequio, y le dice ceremoniosamente:
–Fray
Pascual, de parte del Padre Guardián.
El
Santo se pone a comerlo con muestras de regocijo.
–Pero
¿y vuestro ayuno?, objeta el servidor.
–Mi
devoción privada, responde
Pascual, no pone límites a la obediencia. Y prosigue comiendo el pescado.
El Santo, por lo demás, se valía de mil ingeniosidades para hacer pasar inadvertidas sus mortificaciones. Cuando estaba a la mesa dejaba que las legumbres se enfriasen antes de gustarlas. Si por orden de los superiores se veía constreñido a tomar la vianda, empleaba el tiempo en partirla con toda pausa, y poniendo aparte los huesos, hacía creer que se había comido lo demás. En realidad la parte mejor y más considerable iba siempre destinada a los pobres.
En cuanto al ayuno, ni los trabajos más rudos ni las más grandes molestias del viaje, no parecieron nunca a sus ojos motivo suficiente para dispensarse de él. Y si alguien osaba hacerle alusiones sobre el particular, el Santo se contentaba con responderle:
–Observad
la Regla, que ella os salvará.
Oculto bajo la túnica y disimulándolo lo más posible, llevaba siempre sobre la piel algún instrumento de penitencia, que solía consistir en una gruesa cadena ajustada a la cintura, o en un áspero cilicio, o en una especie de camisa de tela grosera, erizada de puntas de agujas y de clavos, o bien en dos placas de hierro unidas entre sí por juncos espinosos, en forma de escapulario. Tampoco en ciertas ocasiones se privaba de brazaletes mortificantes o de cadenitas y disciplinas.
Después de la muerte del Santo se
descubrió en su celda todo un arsenal de estos objetos, que podrían servir
muy bien para comprobar la exactitud de aquellas palabras de la Bula de
Inocencio XII, Rationi congruit:
«Ha
marchado durante todo el tiempo de su vida por el áspero y penoso camino de
la penitencia, y se ha esforzado en arrebatar con santa violencia el reino de
los cielos».
Su cuerpo, verdaderamente, estaba reducido a servidumbre. A este extremo había venido llevado por la violencia del amor divino, que aumentaba en su corazón a medida que iban pasando los días de su existencia.
Y es que mal puede vivirse con vida de amor, sin vivir al propio tiempo con vida de dolor.