4. Gabriel García Moreno, vencedor del liberalismo en el Ecuador

Del Evangelio a la Ilustración

Dos libros, ya clásicos, de Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) y El pensamiento europeo en el siglo XVIII, pueden ayudarnos a entender bien el gran giro espiritual iniciado en el Occidente cristiano a partir de 1715. El precedente más significativo de esta nueva orientación se halla en el Renacimiento y el libre examen luterano; es decir, en el inicio de un naturalismo pujante y en el comienzo de un rechazo de la Iglesia.

«Primero se alza un gran clamor crítico; reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento... Pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida.

«Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo derecho, ya que no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que transformaría a los súbditos en ciudadanos. Para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría a la tierra» (El pensamiento... 10).

Bajar el cielo a la tierra... Dos herejías padecidas por la Iglesia habían creído ya en la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo, sin necesidad de la gracia de Cristo: el pelagianismo, en lo personal, y ciertas modalidades del milenarismo, en diversos mesianismos colectivos. Pues bien, el liberalismo, como acertadamente señala Jaume Vicens Vives, es la actualización moderna de aquellos viejos errores:

«En el fondo de estos hombres [ilustrados], en apariencia fríamente racionales, hay un milenarismo, una creencia apasionada, casi mística, en la posibilidad de llegar a crear un paraíso terrestre, no por medio de una lenta evolución, sino de una especie de palingenesia, una renovación súbita seguida de un estado indefinido de beatitud. Si a este se añade que estaban convencidos de lograr esta renovación automática por medio de la promulgación de leyes y reglamentos, tendremos otro de los rasgos más característicos del movimiento ilustrado» (Historia social ... 204).

Pues bien, en este sentido, en el XVIII, en el Siglo de las luces, bajo el impulso de los filósofos, la Ilustración viene a ser una radicalización extrema y secularizada del milenarismo pelagiano. Y así, difundida por los enciclopedistas, la Ilustración consigue hacerse con los resortes del poder político a través de la masonería, y a partir de la Revolución Francesa (1789) extiende victoriosa su influjo secularizante por el siglo XIX mediante la Revolución Liberal. Y continúa el impulso en la Secularización de nuestros días.

La masonería

En la implantación cultural, social y política de la ideología de la Ilustración va a corresponder a la masonería una función sin duda principal. Bajo su complicada maraña de grados, jerarquías y simbolismos, ella viene a constituirse en el Occidente cristiano como una contra-Iglesia profundamente naturalista y anticristiana, que espera la salvación del hombre y de la sociedad no de la fe, sino de la razón.

En efecto, a comienzos del XVIII, los mismos hombres que rechazan los misterios y ritos cristianos de la Iglesia, se agrupan en logias llenas de misterios y de ritos, comprometidos al secreto más total: «Prometo y me obligo ante el gran arquitecto del Universo y esta honorable compañía a no revelar nunca los secretos de los masones y de la masonería». En 1717 se forma la Gran Logia de Londres, la madre de todas las logias masónicas. Los free massons, pocos años después, con nombres traducidos a los lenguajes locales, se extienden por toda Europa. En la primera parte de su historia los masones fueron deístas, al modo de Pope o Voltaire, Lessing o Rousseau, y no podían ser ateos.

Eso explica la afiliación masónica de algunos pobres clérigos progresistas, asustados por el ateísmo ascendente de la época. Los primeros masones, sin atacar todavía directamente a Cristo y al mundo de la gracia, pues son tolerantes, profesan optimistas una religión natural, una ética universal, «en la que todos los hombres pueden estar de acuerdo», también los católicos, según piensan.

Así las cosas, en el XVIII, pertenecer a la masonería es un signo de distinción, algo que da tono en los salones elegantes y en las cortes de los reyes, también en los países católicos. A ella, pues, se afilian en gran número miembros de la nobleza, burgueses notables o clérigos ilustrados. Son masones Joseph de Maistre, el conde de Clermont, el duque de Chartes, Francisco de Lorena, casado con la emperatriz de Austria... El rey Federico II de Prusia llega en 1744 a ser Gran Maestre. Las logias, en cambio, permanecen cerradas al pueblo bajo, y en los comienzos, también a las mujeres, que son recibidas sólamente en logias de adopción. La reina María Carolina de Nápoles es francmasona. Voltaire, en jornada apoteósica, introducido por Franklin, se afilia en 1778 a una logia de París, animada primero por Helvetius, y luego por Lalande...

La Iglesia entendió muy pronto el carácter determinadamente anticristiano de la masonería, que fue condenada por Clemente XII en 1738 y por Benedicto XIV en 1751, así como por los Papas del XIX y del XX.

También las monarquías europeas, en general, reaccionaron contra la masonería, pero no por principios espirituales, sino por estrategias de Estado. Por eso ya en el XVIII las coronas europeas se vieron infiltradas por ella, y aceptando educadores y ministros masones, fueron impulsando decididamente la secularización de la sociedad. Éste fue el justamente llamado despotismo ilustrado, que encontró con frecuencia grandes resistencias en el pueblo católico, y que fue el precedente inmediato del liberalismo del XIX.

Por cierto que las logias, bajo la guía superior de la Corona británica, atentaron siempre contra las monarquías católicas -en Francia, España, Italia, Austria-, pero dejaron siempre en paz las Coronas protestantes, en las que no veían obstáculo para el liberalismo masónico.

El liberalismo del XIX

El liberalismo afirma la libertad humana por sí misma, sin sujeción alguna, sobre todo en la res publica, a la verdad, al orden natural, a la ley divina; y así viene a ser un naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios: «seréis como Dios, conocedores del bien y el mal» (Gén 3,5). León XIII puso bien de manifiesto esta irreligiosidad congénita del liberalismo en su encíclica Libertas (1,11,24: 1888). Por otra parte, como advierte Pío XI, del liberalismo nacen, como hijos suyos naturales, el socialismo y el comunismo (Divini Redemptoris 38: 1937), que son otros modos de milenarismo pelagiano -el cielo bajará a la tierra-, más radicales todavía, como lo serán en el siglo XX el nazismo o el fascismo.

Pero en el fondo liberalismo, socialismo y comunismo, como el nazismo o el fascismo, son de la misma familia espiritual. En realidad viene a dar lo mismo que el bien y el mal sean decididos por la mayoría democrática o por el partido único. En todo caso es la libertad del hombre, sin referencia a Dios y a un orden natural, quien determina, en un positivismo jurídico absoluto, lo bueno y lo malo. Todos los ismos aludidos son, pues, formas políticas de poder laicista, que niegan a Dios, que pretenden procurar el bien común de los pueblos, rechazando la soberanía de Dios sobre las naciones.

Quizá algunos de ellos admitan la autoridad de Dios en la intimidad de las conciencias individuales, pero, ya desde la Revolución francesa, es común a todas las formas de poder laicista el rechazo de la soberanía de Dios sobre la sociedad. Hoy hablamos de todo esto con otras palabras, como secularización, o bien como ese humanismo autónomo que el Vaticano II denuncia (GS 36c).

El liberalismo contra la Iglesia

El liberalismo, a lo largo del XIX y hasta nuestros días, se extendió sobre todo, por intereses económicos, en la alta burguesía y en la aristocracia, con bastantes excepciones entre la nobleza territorial no absentista. Y se difundió también, por convicción intelectual, en las universidades y entre las profesiones liberales. Unos y otros, por amor a la riqueza o por orgullo intelectual, esperaron del liberalismo la felicidad y prosperidad de los pueblos.

Punta de lanza del liberalismo fueron los radicales, iniciados en Francia, cien años después de la Revolución francesa, como una reivindicación del jacobinismo, es decir, de los ideales genuinamente liberales de 1789. Nacidos, pues, como una reacción contra los liberales moderados, llamaban a éstos doctrinarios, porque no llevaban hasta el final los principios del liberalismo. La masonería, por su parte, vino a ser como la jerarquía eclesiástica del liberalismo, la que daba a éste un carácter más acentuado de neo-religión o creencia. Muchas veces fueron masones quienes presidieron los partidos radicales.

En conformidad con sus principios doctrinales, nada tiene de extraño que el liberalismo haya perseguido duramente a la Iglesia en los dos siglos últimos, tratando de limitar y reducir lo más posible su influjo en la vida de los pueblos, como en seguida lo veremos en la América hispana.

En realidad, el liberal, de suyo, no ve la causa del liberalismo como una lucha contra Dios, en cuya existencia no cree. En todo caso, si es que existe, es el Ser supremo de los deístas, que no se mezcla para nada en los asuntos del los hombres. Pero sí entiende la causa del liberalismo como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo.

En este sentido, el liberal estima como vocación propia «luchar contra los obstáculos tradicionales», contra el fanatismo del clero y del pueblo, con sus innumerables tradiciones cristianas, que sellan en la fe las fiestas y el arte, el folklore y la cultura. Más aún, propugnando por ejemplo la legalidad del divorcio o del aborto, extiende su lucha contra las personas o instituciones que afirman un orden natural inviolable, fundamentado en el mismo Creador.

La Iglesia contra el liberalismo

Igualmente es inevitable que la Iglesia libre una larga batalla contra el milenarismo pelagiano de la revolución liberal. Fijándonos de nuevo en el siglo XIX, la Iglesia lucha duramente contra el liberalismo, tratando sobre todo de frenar sus consecuencias desastrosas en la vida pública de los pueblos.

Ya Gregorio XVI (Mirari vos 1832) y Pío IX (Syllabus 1864) combatieron con energía los errores modernos del liberalismo, y también las otras formas principales del naturalismo, el socialismo y el comunismo (Quanta cura 1864). En los años de León XIII fueron muchos los documentos pontificios que combatieron la concepción laica del orden político (Quod Apostolici muneris 1878, el socialismo; Diuturnum 1881, el poder civil; Humanum genus 1884, la masonería; Immortale Dei 1885, la constitución del Estado; Libertas 1888, la verdadera libertad; Rerum novarum 1891, la cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, el americanismo; Annum sacrum 1899, consagración del mundo al Corazón de Jesús). Aunque en nuestro tiempo el término liberal tiene una significación a veces muy diversa, todavía Pablo VI en la carta Octogesima adveniens (26, 35: 1971) señala los aspectos inadmisibles del liberalismo.

A lo largo del siglo XIX, en todo el mundo occidental hay, pues, una lucha permanente entre católicos y liberales. Los católicos afirman: «es preciso que reine Cristo» (1Cor 15,25) sobre nuestros pueblos, mayoritariamente católicos. Los liberales quieren lo contrario: «no queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19,14).

Los católicos liberales

Y aún existe, entre unos y otros, favoreciendo siempre a los liberales, la especie híbrida de los católicos liberales -círculos cuadrados-. A ellos se debe principalmente que se haya quitado de los hombros de Occidente «el yugo suave y la carga ligera» de Cristo Rey (Mt 11,30), y que se haya impuesto sobre los antiguos pueblos cristianos el yugo férreo y la carga aplastante del liberalismo, o de sus derivaciones socialistas y comunistas, nazis o fascistas. El cielo bajado a la tierra... En efecto, durante los siglos XIX y XX serán normalmente los sinDios quienes -con toda naturalidad y como si ello viniera exigido por la paz y el bien común- gobiernen los pueblos cristianos, procurando con éxito la secularización profunda de la sociedad.

Entre los católicos liberales hubo quienes aceptaban el liberalismo prácticamente, como un mal menor que convenía tolerar. Pero también hubo otros que lo asumían teóricamente, reconociendo en él un bien que los cristianos debían propugnar como verdadera causa evangélica. En un comienzo, bajo la guía del obispo Dupanloup (+1878), predomina la primera versión del catolicismo liberal, que siempre, también hoy, tiene sus seguidores.

Sin embargo, el liberalismo que prevalece sin tardar mucho, siguiendo la inspiración del abate Felicité de Lamennais (1782-1854), y que se afirma más y más hasta nuestros días, es el liberalismo católico de convicción, que vincula el Evangelio a las modalidades concretas de las modernas libertades y a los diversos mesianismos seculares. Y esto sucede a pesar de que la Iglesia, por el magisterio de Gregorio XVI, condena pronto como «paridades blasfemas» esas identificaciones, o reducciones, de la salvación a ciertas causas temporales (Mirari vos 1832).

El catolicismo liberal, con Lamennais al frente, exalta con entusiasmo el orden temporal, todo aquello que el hombre en cuanto criatura es capaz de hacer por sus fuerzas, viendo en ello «la causa de Cristo»; y al mismo tiempo, reduce a segundo plano el orden sobrenatural, lo que es don de Dios, la salvación en Cristo por gracia, el perdón de los pecados, la elevación a la filiación divina. Es ésta la típica inversión del catolicismo liberal.

El catolicismo tradicional, el bíblico, el verdadero, ve el mundo como generación mala y perversa, del que hay que liberarse (Hch 2,40), si de verdad se le quiere salvar (+Rm 12,2; 2Cor 6, 14-18; Flp 2,15; 1Jn 2,15-16). Considera que el espíritu es el que da vida, mientras que la carne es débil, y no sirve para nada (+Jn 6,63; Mt 26,41). (De todos estos temas he tratado más amplia y matizadamente en mi libro De Cristo o del mundo).

Clemente de Alejandría, por ejemplo, fiel a la visión tradicional cristiana, en su libro el Pedagogo, ve en la Iglesia la perenne juventud de la humanidad (I,15, 2), el pueblo «nuevo», el pueblo «joven» (I,14, 5; 19,4), en contraposición a la «antigua locura», que caracteriza al mundo pagano, viejo y gastado (I,20, 2). Por el contrario, en el polo opuesto de esa visión, el catolicismo liberal moderno, plenamente vigente en nuestros días, estima que precisamente es en el mundo donde halla su principio renovador la Iglesia, y así enseña a desfigurar la Iglesia o a diluirla con buena conciencia, siempre que ella entra en contraste irreconciliable con el mundo.

Pero el Vaticano II afirma hoy con claridad que «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 36c).

El catolicismo liberal pensaba y piensa justamente lo contrario. Estima, con pleno acuerdo del mundo, que las realidades seculares -el pensamiento y el arte, las instituciones y el poder político, la enseñanza y todo- sólo pueden alcanzar su mayoría de edad sacudiéndose el yugo de la Iglesia. Y considera también, simétricamente, que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se seculariza; y que más atracción ejerce el cristianismo ante el mundo, cuanto más lastre suelta de tradición católica.

Éstos eran los espíritus contrarios que luchaban entre sí, disputándose las sociedades del Occidente cristiano, cuando se produjeron las independencias de la nuevas naciones hispanoamericanas.

«Latinoamérica» hacia 1800

Desde México a la Patagonia, el imperio hispano-americano se mantuvo unido bajo la Corona durante tres siglos, compartiendo una misma lengua, ley y religión, y formando un gran cuerpo social, que en 1800 es sin duda muy superior, tanto en su volúmen demográfico como en su desarrollo económico y cultural, al del Brasil o al de las Trece Colonias de la incipiente América anglosajona del norte.

Hoy a ese mundo se le suele llamar Latinoamérica, pero como bien dicen D. Bushnell y N. Macaulay, «en realidad, los términos Hispanoamérica o Iberoamérica serían más apropiados. Al parecer, la designación genérica de Latinoamérica la utilizó por vez primera el polígrafo colombiano José María Torres Caicedo, y fue rápidamente adoptada por los ideólogos franceses, en un intento de reivindicar parcialmente para sí la obra de España y Portugal. La única república que, de hecho, es un vástago americano del imperio francés es Haití» (El nacimiento de los países latinoamericanos 11).

Antes de recordar ciertos pasos históricos, nos será útil conocer algunos datos demográficos fundamentales.

La América española en 1820 tenía 14.470.000 habitantes, y en el primer desarrollo de sus nuevas nacionalidades, en 1880, a causa principalmente de la inmigración, pasó a tener 30.320.000. El crecimiento entre esos dos años señalados, concretamente, se distribuyó así (en miles): Argentina, 610 / 2.484; Bolivia, 1.000 / 1.506; Colombia, 1.025 / 2.870; Costa Rica, 63 / 170; Cuba, 615 / 1.542; Chile, 789 / 2.066; Ecuador, 530 / 1.106; El Salvador, 248 / 583; Guatemala, 595 / 1.225; Honduras, 135 / 303; México, 6.204 / 10,438; Nicaragua, 186 / 400; Paraguay, 210 / 318; Perú, 1.210 / 2.710; Santo Domingo, 120 / 240; Uruguay, 69 / 229; Venezuela, 760 / 2.080. En ese mismo período, 1820/1880, creció la población (en miles) de Brasil, 4.494 / 11.748, y de Haití, 647 / 1.238 (+Bushnell - Macaulay 300).

Por su parte, las colonias inglesas del norte, a mediados del XVIII, reunían una población de 1.250.000; y ya constituídas como Estados Unidos, cuando el territorio ocupado apenas se extendía desde la costa Este al río Mississippi, en 1800, tenían 5.500.000. Y en 1860 eran ya 31.000.000 (Pereyra, La obra... 268-269).

Las independencias en América hispana

Las Trece Colonias primeras de los Estados Unidos se independizan en 1776. Y el estallido de la Revolución francesa se produce en 1789. No hay, sin embargo, por esas fechas en la América hispana un ansia de independencia respecto a la metrópoli, aunque sí es cierto que durante el siglo XVIII, vigente cada vez más el espíritu de la Ilustración, la acción de España en América pierde en buena parte su sentido evangelizador y se va endureciendo más y más, con lo que crecen las tensiones entre criollos y peninsulares.

Sin embargo, los hispanoamericanos reaccionan todavía en favor de la Corona española con ocasión de la invasión napoleónica de la península (1807-1808), y constituyen Juntas que, acatando la autoridad de Fernando VII, pronto derivaron a ser auténticos gobiernos locales. En efecto, poco después la debilitación política de la lejana metrópoli y el sesgo liberal de las Constituciones de 1812 y de 1820, hacen que los grupos dirigentes criollos -políticos locales, clero, comerciantes y hacendados- se decidan a procurar las independencias nacionales. Y el pueblo llano, que se veía forzado a repartirse o bien al servicio de los dirigentes independentistas liberales o bien al de los realistas, más tradicionales, hubo de sufrir una serie de guerras civiles muy crueles, de las que salieron las independencias de las nuevas naciones.

De este modo, en muy pocos años, y generalmente de forma improvisada, se decidió la suerte de un continente. El proceso no fue fácil. Los libertadores hubieron de enfrentarse muchas veces a las masas populares, que no veían claro aquel salto en el vacío, y que con frecuencia, por instinto, temían más la próxima oligarquía criolla que la lejana Corona española. Los propios dirigentes criollos se mantuvieron muchas veces dubitativos hasta última hora, cuando, ante la debilidad de Fernando VII, optaron por acrecentar su propio poder con la independencia.

Por otra parte, los nuevos generales Bolívar, Sucre, San Martín, imitando a Napoleón -el héroe de la época, el que llevó sus banderas hasta Rusia, Egipto y España-, atravesaron también ellos los Andes y las fronteras incipientes, decididos a escribir la historia a punta de bayoneta, rubricándola con el galope de sus briosos caballos.

No olvidemos, por lo demás, que unos y otros, políticos y generales, se vieron decisivamente apoyados por agentes extranjeros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos desde hacía siglos de la América hispana. Las logias masónicas, que ya en el XVIII habían difundido por el continente el espíritu de la Ilustración, anticristiano, racionalista y libertario, constituyeron entonces la red eficaz para todas estas conexiones e influjos convergentes.

Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, fueron masones de alta graduación, lo mismo que Miranda y otros líderes de la independencia; y también lo eran en España muchos de los políticos liberales y de los militares que favorecieron la emancipación.

Por último, como señala Salvador de Madariaga (Bolívar I,53), la invasión napoleónica de la península «impidió a España que reforzara a tiempo con sus armas la mayoría que en el Nuevo Mundo, hasta 1819, fue favorable a la unión».

Fragmentación territorial

A partir sobre todo de 1821 las independencias de las nuevas naciones de la América hispana se producen en cascada. Pero hasta última hora, hubo una posibilidad, y quizá una probabilidad, de que Hispanoamérica permaneciera unida, formando de una u otra forma una especie de Commonwealth. Muy rápidamente, sin embargo, se produjo la descomposición del mundo unido hispanoamericano.

Así fueron naciendo un buen número de Estados, que correspondían más o menos a las partes menores del imperio hispano, audiencias, capitanías generales o intendencias. Desde un principio, Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín o Rodríguez de Francia, pensaron en una gran unión de naciones hispánicas; pero aquello era entonces sólo un sueño. La unidad real de México a la Patagonia había existido durante tres siglos, pero una vez rota, era ya irrecuperable. El presente de la América hispana estaba sellado por la división, y con relativa frecuencia por el enfrentamiento fratricida entre naciones vecinas.

Historia falsa para naciones nuevas

En todos los lugares ocurrió lo mismo: se hacía preciso y urgente crear una nueva identidad nacional. Pero la tarea que recaía sobre la oligarquía local era realmente muy difícil. ¿Cómo hacerlo? Era imposible fundarla en indigenismos ancestrales, menospreciados entonces, a veces múltiples y contradictorios, y en todo caso, a la vista de ciertas insurrecciones recientes, de muy peligrosa exaltación. Tampoco era posible acudir a la raíz hispánica, pues la emancipación se había hecho precisamente contra ella.

Quedaba, pues, sólamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico.

Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.

Es el caso, por ejemplo, de un Simón Bolívar, rico terrateniente, mujeriego notorio, hombre que declara «guerra a muerte» a quienes no conciben como él el futuro de América, mata a prisioneros, ordena en 1823 la deportación masiva de los habitantes de Pasto, rebeldes a su causa: «Los pastusos deben ser liquidados -escribe el 21-10-1825-, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar» (Lucena Salmoral 82-83).

En realidad, su manera de concebir mentalmente América es, como en tantos otros patriotas del momento, muy improvisada, confusa y cambiante. Bolívar es un hombre que, en medio de sus apuros militares y políticos, piensa entregar a Inglaterra «las provincias de Panamá y Nicaragua, para que forme en estos países el centro del comercio de universo, por medio de la apertura de canales» (49); o proyecta colocar a Colombia, o incluso a Hispanoamérica en su conjunto, «bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección», Inglaterra, concretamente; o somete al Congreso de Colombia la decisión de instaurar allí la monarquía; o idea un Senado vitalicio, «hereditario, como el que propuse en Angostura, incluyendo los arzobispos y obispos» (148-149).

No es, pues, extraño que Bolívar confesara a Mosquera poco antes de morir: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la independencia» (149)... Y que en una carta a su amigo Urdaneta (5-7-1829) le dijera: «Yo vuelvo a mi antigua cantinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado... En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso... Éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, nada» (150). Como muchos otros masones de la época, murió Bolívar cristianamente.

La revolución liberal en Hispanoamérica

El caos político que en el XIX se va haciendo crónico y el subdesarrollo económico consecuente no proceden en América principalmente del hecho de la independencia, o del temperamento, o del clima, o de la cultura de tradición hispana: provienen del paso en la vida pública del Evangelio a la Ilustración liberal: es decir, nacen, ya desde finales del XVIII, de la ruptura con la tradición, del liberalismo político y del liberalismo económico, es decir, del capitalismo salvaje que a partir de la independencia se impone en sus formas más puras. En España, que no está en América, las cosas del XIX no van mejor, pues el país padece la misma enfermedad política.

Miquel Izard, en Latinoamérica, siglo XIX; violencia, subdesarrollo y dependencia, aunque lo explica todo a la luz de «la lucha de clases», y piensa que en las Indias «se encomendó a la Iglesia la represión ideológica» (73) -es decir, aunque denota en sus análisis una mentalidad marxista y anticristiana-, tiene interesentes observaciones críticas sobre la Revolución liberal allí cumplida.

Éste fue, afirma, «el conjunto de medidas que podríamos llamar ilustrado o liberal. A nivel material, todas las reformas propuestas giraban alrededor de un eje: el tránsito del abastecimiento a la producción [excedentaria], asunto en el que estaban absolutamente de acuerdo todos quienes querían y pensaban beneficiarse del cambio; se trataba de liquidar los últimos restos de la trama autosuficiente, acabar con el usufructo comunal de las tierras, las praderas y los bosques (en las Indias, esencialmente los llamados resguardos), donde podían obtener lo necesario para sobrevivir, permaneciendo así bien poco vulnerables y apenas dependientes. Con estos cambios los naturales se verían obligados a convertirse en trabajadores, muy vulnerables ahora ya, pues si no podían trabajar no podían comer, y, posiblemente, se convertirían también en compradores. El programa implicaba además la desamortización, para liquidar los vestigios de las tierras no privadas, permitir la construcción de redes de transporte y el drenaje de la producción autóctona, y asegurar la entrada de productos industriales, procedentes de la periferia local o del todo forasteros. Un desarme arancelario, para derribar las viejas trabas aduaneras impuestas por el mercantilismo, que congestionaban entradas y salidas, completaba el proyecto transformador.

«En conjunto, se trataba de imponer la nueva cultura... una moral nueva, la occidental, que habla de las excelencias del crecimiento material, del triunfo y del éxito individuales, de una sola idea válida de progreso, o de los beneficios del ahorro y de la laboriosidad, frente a una moral coherente, basada en la solidaridad, la reciprocidad y la cooperación. El ocio, que era en aquellas comunidades participativo y variado, se vio convertido en una mercancía de consumo para continuar la tarea desarticuladora iniciada en la familia y en la escuela. La culminación vendrían cuando, en pleno siglo XIX, se instaura, falsamente, el engaño del parlamentarismo, como única forma posible de gobierno democrático» (9).

La política del liberalismo

Analizaremos por partes, siguiendo también a Miquel Izard, algunos de los rasgos fundamentales del liberalismo en la América hispana, ateniéndonos sobre todo al siglo XIX:

Imposición de una nueva cultura. -El liberalismo «establece patrones estéticos, legales, religiosos y económicos», y les da «condición normativa» sobre las masas. «La cultura liberal controla la información, decide lo que puede llegar a la gente del pueblo» (147). Siendo a un tiempo antitradicional y antirural, el liberalismo está convencido de «la ignorancia de los campesinos, a los que además tacha de retrógrados» (148). Trata, pues, en general de redimir al pueblo sencillo de su oscurantismo secular mediante la escuela laica, gratuita y obligatoria. Y no tolera que nadie escape a su influjo. De este modo «los sectores sin poder se ven a sí mismos como carentes de saber en todos los ámbitos y, por consiguiente, interiorizan la posición desfavorable que ocupan en la estructura social como una consecuencia de sus propias limitaciones... Los miembros de las clases populares saben que no saben» (148-149).

Democracia falsificada. -Como la emancipación de la América hispana no había sido preconcebida, hubo que improvisar las nuevas formas políticas entre prisas y provisionalidades, al paso de los acontecimientos. En este apuro, las clases dirigentes criollas, más bien perplejas, fueron pronto orientadas por liberales, radicales y logias, y así no pensaron en construir, al viejo modo de la tradición hispana, una democracia real y orgánica -concejos y gremios, juntas y fueros-, sino que, siguiendo la vía inglesa, o mejor, francesa, adoptaron formas de democracia aparente e inorgánica.

De esta manera, bajo lemas de progreso y modernidad, se hizo cuanto fue posible por eliminar todos los núcleos naturales y todas las formas tradicionales, indígenas o hispanas, de asociación, para transformar así al pueblo en una masa, perfectamente manipulable al haber perdido sus raíces históricas. Se consiguió, pues, que unos pequeños grupos oligárquicos, con Bancos y prensa, logias y partidos, usurpasen para mucho tiempo un poder político omnímodo: el poder que dió lugar al Estado liberal moderno.

Es cierto que «su programa político era en principio el de cualquier liberalismo: libertades básicas (de culto, de imprenta, de palabra, de pensamiento, etc.), abolición de la esclavitud, secularización legal y moral, reforma del sistema judicial y del tributario. Pero también propugnaban, lo que enmascaraba racismo y deslumbramiento ante lo europeo, blanquear la población, intentando la atracción de inmigrantes. Sin embargo, y suponiendo que en verdad desearan estas libertades, pensaban, aunque no lo dijesen abiertamente, que sólo la élite estaba capacitada para ejercerlas» (55).

Con todo ello, «en todas las nuevas repúblicas latinoamericanas -y por supuesto en el resto de Occidente- las masas fueron explotadas y nadie pensó que pudieran ser consultadas para conocer su parecer sobre la organización estatal. En el caso de México, y quizás en alguna otra república de población mayoritariamente de color, las masas no sólo fueron marginadas, sino que fueron derrotadas a principios de siglo en las guerras que siguen llamándose de la independencia, y a partir de este momento, los rurales y las masas urbanas serían no sólo tenidos como seres inferiores, sino también como enemigos a los que se había vencido y a los que debía tenerse constantemente bajo vigilancia para poder sofocar cualquier nueva revuelta antes de que se extendiera» (61).

Los liberales hallaron con frecuencia en el positivismo la justificación filosófica de la violencia política sobre las masas. Señala François Chevalier que «desde la España ilustrada y el final de los imperios ibéricos ningún movimiento intelectual americano ha tenido la importancia que cobró el positivismo, aunque este término encierra en realidad ideas diversas, a veces muy distintas de las de Auguste Comte» (América Latina... 282).

Es muy significativo que «durante más de medio siglo desde el último tercio del siglo XIX, la mayoría de los gobiernos de América latina sean dictaduras que se califican a sí mismas de Orden y Progreso»; el lema, por ejemplo, de la bandera del Brasil.

Efectivamente, «Augusto Comte era partidario de un poder fuerte, capaz de mantener la cohesión social en el difícil paso del estado metafísico al estado positivo -una especie de despotismo ilustrado, en cierto modo-. En la realidad, sería interesante analizar desde el punto de vista sociológico e histórico estas dictaduras, curiosa mezcla de espíritu progresista o novador, de ideal masónico, y de caciquismo o caudillismo, marcado a veces con el cuño de los peores abusos del poder personal» (286).

Enriquecimiento de los ricos y dependencia extranjera. -El pleno desarrollo del capitalismo liberal exigía la formación de grandes capitales y de mucha mano de obra barata. Se eliminó entonces casi totalmente la propiedad comunal (resguardos, ejidos, etc.), y totalmente la propiedad eclesiástica. Lógicamente, «la vieja oligarquía virreinal se llevó la parte del león en la desamortización» (Izard 62). De hecho, «el resultado final de la Reforma [liberal] fue no una expansión de la mediana propiedad, sino, contrariamente, el fortalecimiento del latifundismo» (60). Llegaron así a producirse grandes latifundos y poderosas empresas, controladas frecuentemente por capital extranjero.

En efecto, con el enriquecimiento de la oligarquía se fue produciendo a lo largo del siglo XIX un crecimiento de la dependencia del poder económico extranjero. Empresarios y comerciantes, y lo mismo políticos o caudillos en apuros -y tantas veces se veían en apuros-, buscando sus ventajas personales, se hicieron con mucha frecuencia meros abogados de los intereses forasteros.

Sin duda, «los nuevos gobernantes no pudieron imaginar que, tras las guerras que llamaron de la independencia, las nuevas repúblicas se iniciaran mucho más dependientes de lo que lo habían sido durante el período colonial. Porque las decisiones esenciales, la incorporación de nuevas tierras, la exportación de nuevas materias primas, la apertura de nuevos mercados, serían tomadas en Londres, New York o París, al margen, por supuesto, de las aspiraciones o deseos de los gobiernos de los países capitalistas periféricos» (40).

La invasión del poder económico extranjero se produjo, a mediados sobre todo del XIX, por la implantación local de filiales de Bancos extranjeros, británicos primero (London Bank of South America, Mexican Bank, Anglo-Argentine Bank, etc.), alemanes después, y en seguida franceses e italianos, belgas y norteamericanos (47). «A otro nivel, capitales forasteros se dirigían hacia los servicios: así, el puerto de Buenos Aires era de una compañía británica, como los ferrocarriles del mismo país y los del Brasil, Chile, México o Perú. También controlaban -ingleses, franceses o alemanes- los transportes urbanos, el agua, gas o telégrafo y, más tarde, la electricidad» (49). Añádase a esto el control británico de grandes actividades agropecuarias en Argentina o Brasil, el capital norteamericano introducido en la explotación del azúcar o la fruta, y el dominio de unos y otros sobre la producción y el comercio de nitratos o cobre, café, máquinas...

«El paquete de medidas económicas convertía a los liberales en abogados del capitalismo exterior, en correveidiles, conscientes o no, de los intereses forasteros, favoreciendo la navegación fluvial a vapor, el librecambio o lo que el profesor Jordi Nadal ha llamado la desamortización del subsuelo (la cesión de los yacimientos mineros a empresas extranjeras, en la mayoría de los casos a cambio de nada para el gobierno), la exportación de bienes primarios sin elaborar o la introducción de manufacturados que arruinaron los obrajes autóctonos» (55).

En esa misma lógica se inscriben ciertas pérdidas territoriales, a veces enormes, como las producidas en México. Ya en 1803 el gobierno español devolvió la Louissiana a Napoleón, y éste la vendió a Washington. Pues bien, en 1848, en la guerra con los Estados Unidos, México cede casi la mitad de los territorios que tenía al emanciparse, Texas, Nuevo México, Arizona, California, Utah, Nevada y parte de Colorado, gracias a la complicidad de políticos liberales, como ya vimos más arriba (317).

Subdesarrollo e injusticia social. -Con todo esto, «la secesión [más exactamente el liberalismo económico] exacerbó los antagonismos sociales» (Izard 96), y condujo a la gente pobre y a los indios a situaciones masivas de miseria, antes desconocidas. «No estoy defendiendo la feudalidad -sigue diciendo Izard-, ni cosa que se le parezca; me limito a insinuar que durante aquel período [medieval], viviéndose bajo la opresión, no hubo condiciones tan degradantes como se dieron desde finales del siglo XVIII, a partir de la consolidación de la sociedad excedentaria o capitalista» (96).

En efecto, «las reformas liberales podrían resumirse en algunas características: total desarticulación de las sociedades aborígenes, creciente vulnerabilidad de su componentes que, en el mejor de los casos, conseguirían proletarizarse en unas condiciones calificadas de feudales, aunque insisto, una vez más, jamás se había alcanzado esta degradación en la edad media; expansión de los latifundios coloniales» (107)... Y dependencia creciente, como hemos visto, del poder económico de extranjeros. Políticos, empresarios y comerciantes de la burguesía liberal americana fueron «las más de las veces meros abogados de intereses forasteros» (97).

Todo esto explica que «casi coincidieron cronológicamente guerra de la independencia e inicio del creciente atraso material» (37), pues «la liquidación del poder colonial en beneficio de los grandes propietarios, y la apertura al mercado mundial no condujeron al crecimiento económico y al progreso material, sino a todo lo contrario» (38). En efecto, «terminadas las guerras, la oligarquía, que ya controlaba de hecho el mando en el período colonial, pasó a hacerlo también de derecho. Los gobiernos representaron y defendieron exclusivamente los intereses del reducido grupo de grandes propietarios de la tierra, más algunos mineros, comerciantes u obrajeros, despotismo jamás amortiguado por la democracia parlamentaria aparente, que los beneficiarios finales de la contienda estuvieron dispuestos a otorgar» (39).

El nuevo ejército. -En los siglos hispanos, como es sabido, «no fueron necesarios ejércitos permanentes» en las Indias (76), pero con las guerras de independencia se fueron formando poderosos ejércitos nacionales, que cumplían varias funciones importantes: acentuar la nueva identidad nacional, afirmar las inciertas fronteras, y controlar todo el territorio nacional, que hasta entonces, en buena parte, había estado dejado más o menos al uso libre de los indios no asimilados. Políticos, empresarios y terratenientes, decidieron ahora, sirviéndose del ejército, hacerse con todo el territorio nacional. Estas campañas se justificaron «hablándose de «recuperar nuestro territorio», «llevar la soberanía del Estado hasta sus verdaderos confines» o «civilizar las zonas más deshabitadas del país»» (77).

Los indios. -Puede decirse que en el período hispano la Corona hizo grandes esfuerzos por asimilar a la población india, trayéndola a vida cristiana y civilizada; pero dejó normalmente a su albedrío a los indios de las regiones más hostiles y resistentes. Por eso «las comunidades conservaron los principales elementos de su cultura; pongo por caso, la Corona sólo empezó a pensar que los aborígenes debían ser obligados a aprender el castellano y abandonar su lenguas, a finales del período colonial [en los gobiernos de la Ilustración], lo que por supuesto ni empezó a poner en práctica. A lo largo [en cambio] del siglo XIX recibieron el embate, cada vez más impresionante, del proyecto liberal» (121-122).

Este embate, como ya hemos comprobado en otros lugares de nuestra crónica, comenzó ya en el XVIII, cuando la Ilustración decidió liberar los poblados de indios, sustituyendo la tutoría de los misioneros por funcionarios civiles, con los resultados que ya conocemos. Pero ahora ya, en el siglo XIX, esas bolsas, a veces muy extensas, de población indígena no asimilada, no podían ser ya consentidas, «sino que debían asimilarse o liquidarse los aborígenes independientes, que señoreaban los territorios de expansión posible, no ocupados todavía por otros estados, que fueron víctimas, como en el resto del continente, de una política agresiva que tenía varios objetivos: ampliar el territorio dominado por los terratenientes; liquidar economías competitivas (los aborígenes cazaban ganado orejano o libre); convertir a los aborígenes, una vez domesticados, en mano de obra barata; acabar con sociedades resistentes y alternativas, que era un muy mal ejemplo e, incluso, un santuario para los refractarios internos» (123-124).

«Los liberales no podían tolerar que grupo alguno -de lo que ellos llamaban la nación- rechazasen su paquete. Por ello continuó la violenta acometida contra pueblos que, uno tras otro, iban quedando en las fronteras reales» (124).

En adelante, el trato que los políticos hispano-americanos van a dar a los indios no va a ser muy diferente de la política de los anglo-americanos con los pieles-rojas. Un mismo espíritu ilustrado -liberalismo político y económico, positivismo jurídico, capitalismo salvaje- estaba vigente de Alaska a la Patagonia, aunque en el sur se viera más suavizado por el catolicismo.

Por esos años, pues, los gobiernos ilustrados resolvieron definitivamente el problema de los indios no asimilados. «A mediados del XIX el gobierno mexicano, copiando una idea del colonialismo inglés en el Norte, compraba cabelleras de indígenas, pagando cien dólares por la de un guerrero, cincuenta por la de una mujer y veinticinco por la de un niño... En Guatemala, para someter a los quichés, se incendiaban aldeas o se obligaba coercitivamente a consumir alcohol... Poco más tarde, se cazaron lacandones que fueron conducidos, encadenados, a la ciudad de Guatemala y enjaulados en el zoológico. En el Brasil, a finales del siglo XIX, se inició el exterminio sistemático de los aborígenes amazónicos; eran todavía unos dos millones y han quedado reducidos a unos doscientos mil» (124).

Los araucanos en Chile, en una guerra terrible, no fueron vencidos hasta 1885. La campaña contra los indios de la Patagonia argentina duró de 1876 a 1881. En México, la guerra con los yaquis, iniciada en 1825, duró casi un siglo, y en ese tiempo se peleó también contra los coras; de mediados de siglo fue la rebelión de los indios de Sierra Gorda, que se extendió por buena parte del centro de la nación; también por esa época la insurrección masiva de los mayas del Yucatán fue resuelta en una guerra terriblemente sangrienta; miles de ellos fueron vendidos como esclavos en Cuba.

Finalmente, muchos pueblos de indios o cimarrones de la Amazonia o del Llano venezolano no fueron sujetos o eliminados hasta hace pocos años (78-79). Acerca del tratamiento aplicado a indios y gente pobre durante el período de Porfirio Díaz (1876-1911) John Kenneth Turner refiere verdaderas atrocidades en la obra México bárbaro, escrita en 1911.

El Ecuador

Como ya hemos indicado, la actitud antiliberal de la Iglesia, durante el siglo XIX, le atrajo en todo el Occidente graves persecuciones, que fueron particularmente duras en Hispanoamérica. En efecto, los gobiernos de las nuevas naciones persiguieron a la Iglesia con frecuencia, y al principio no sólo por ser liberales, sino también porque los obispos en general, lo mismo que los Papas, habían exhortado a guardar fidelidad a la Corona española (Pío VII, Etsi longissimo 1816, y León XII, Etsi iam diu 1824).

Eso explica que desde 1824 hasta mediados del XIX, no se normalizaran las relaciones entre los gobiernos y el Vaticano. Sin embargo, el asalto contra la Iglesia no fue abierto en los primeros decenios. Las primeras Constituciones de la independencia todavía consideraban como única la religión católica, y seguían dejando a la Iglesia la orientación de la enseñanza. Pero la tuerca de la persecución había de ir apretándose más y más en los decenios siguientes... Evocaremos estos hechos en un caso concreto, el del Ecuador de mediados del XIX.

Entre Colombia y Perú, asoma al mundo el Ecuador, un pequeño país grandioso en su alturas andinas, en sus valles feraces, en su encantadora costa. Su capital es Quito, ciudad hermosa y señorial, que se alza entre dos cumbres de casi 6.000 metros de altura. Fundada en 1534, sede episcopal desde 1543, fue constituida en 1564 cabeza de la Real Audiencia, que comprendía, en el interior del virreinato del Perú, la región del antiguo reino quiteño de los incas. Antes que ella nació San Miguel de Piura, la primera ciudad hispana de América del sur, y en seguida, en 1535, Guayaquil, liberal y abierta al mundo en un puerto siempre muy activo.

En Quito el criollo marqués de Selva Alegre da en 1809 el primer grito de la independencia de la América hispana, que es más bien un rechazo al liberalismo español, pues los propios rebeldes formaron con 3.000 hombres un ejército favorable a Fernando VII. En 1810 se crea una Junta de gobierno, y en 1811 el Congreso, a propuesta del obispo José Cuaro y Caicedo, declara la independencia, pero sin consecuencias reales. Es en 1822, después de la victoria del general Sucre en las faldas del Pichincha, cuando se produce la verdadera independencia del Ecuador.

Incorporado en ese año a la Gran Colombia, el Ecuador se separa de ella en 1830, después de haberlo hecho Venezuela en 1829. Entonces, en 1830, comienza propiamente su vida nacional independiente, bajo la guía del general venezolano Juan José Flores, que fue su primer presidente (1831-35 y 1839-43) y su indiscutible fundador. Enérgico y casi analfabeto, muy mal organizador, procura un poder fuerte, un sufragio restringido, y una situación favorable para la Iglesia. Con él se alterna Vicente Rocafuerte, guayaquileño (1835-39), liberal convencido y europeizante. También él, como Portales y Rosas, quería el orden por encima de todo: «No me arredra el título de tirano». En 1845 Flores es desterrado, y el país, que ya venía mal gobernado, va decayendo durante quince años hacia el caos, de la mano primero de tres civiles, Roca (1845-49), Ascásubi (1849-50) y Noboa (1850-51), y después de dos militares, Urbina (1851-56) y Robles (1856-59).

«Y en esos momentos, en que Ecuador se encamina por cauces anárquicos, surge como hito destacado una figura política de magnitud excepcional. Ella sola destacará sobre todas las demás del Ecuador del siglo XIX. Gabriel García Moreno» (Belmonte, Hª contemporánea de Iberoamérica 180).

Haremos crónica de su figura con ayuda de la biografías de A. Berthe y de Adro Xavier, y siguiendo también a José Belmonte en la obra citada.

Gabriel García Moreno (1821-1875)

En la ciudad de Guayaquil, porteña y liberal, en el año 1821, nació Gabriel García Moreno, octavo hijo de una familia muy distinguida, pues su padre Gabriel García Gómez, español leonés, nacido cerca de Ponferrada, fue procurador síndico de Guayaquil, y su madre, Mercedes Moreno, era hija del regidor perpetuo del ayuntamiento de la ciudad, hermana del arcediano de Lima y del oidor de Guatemala, y tía del cardenal Moreno, primado de Toledo. Gabriel, de niño, dio muestras de un temperamento sumamente débil y medroso. De tal modo le espantaba cualquier cosa, que no pudo ser enviado a la escuela, y fue su madre su primera maestra.

Gabriel, a los nueve años, justamente cuando se produce la independencia, queda huérfano de padre, y la familia, que se había distinguido como realista, se ve en la ruina. Un buen fraile mercedario, el padre Betancourt, que ayudaba espiritualmente a doña Mercedes, se hizo cargo de Gabriel, sirviéndole de maestro durante varios años, con gran provecho. Gabriel, que hablaba a veces en latín con su maestro, mostraba una memoria prodigiosa y una gran facilidad para el estudio. En esos años cambió totalmente su forma de ser, haciéndose una personalidad fuerte y valiente.

A los quince años comienza Gabriel sus estudios de filosofía y leyes en la Universidad de Quito, fundada en 1586. Pudo hacerlo gracias a dos hermanas del padre Betancourt, que allí tenían casa y le alojaron. Fue muy buen estudiante, y se mantuvo con beca toda la carrera. Aprendió por su cuenta francés, inglés e italiano. El ambiente cultural que le rodeaba era racionalista, volteriano y laicista, abiertamente hostil a la Iglesia, y en la vida política todo era mentira y corrupción. Viendo así la situación, no se limitó a lamentarse, sino que se decidió a ser político católico.

A los veinticinco años obtiene García Moreno el doctorado. Y su vida, siempre muy activa, se va acelerando más y más. Explora científicamente los cráteres de los volcanes Pinchincha y Sangay. Se casa con Rosa Ascásubi. Como escritor de combate, lanza sucesivamente varios periódicos, El Zurriago primero, La Nación después, y otro, El vengador, y otro más, El diablo. Pacifica en una semana, como enviado del presidente Roca, una sublevación sangrienta producida en Guayaquil...

Pero todo va de mal en peor, y la nación va decayendo, entre conspiraciones y sobresaltos, en un laicismo cada vez más ignominioso. Pasa entonces García Moreno por momentos de desánimo, llegando a considerar la posibilidad de dedicarse, como su próspero hermano Pablo, al comercio. Viaja a Europa, a Inglaterra y Alemania, y en Francia se reafirma definitivamente en su vocación política, estimulado por el ejemplo de sus amigos católicos franceses. Se reintegra en 1850 al Ecuador, y consigue, en un golpe de mano personal ante el presidente Noboa, el regreso de los jesuitas, cosa que los masones no podían tolerar. El general Urbina, que se hace con el poder, los expulsa de nuevo, alegando que la real cédula de Carlos III, española, de 1767, estaba vigente (!).

Exiliado

García Moreno ataca duramente desde el semanario La Nación la política de Urbina, y éste, en 1853, le destierra a Colombia. De allí se fuga, vuelve secretamente a Quito, se refugia más tarde en un barco francés arribado al puerto de Guayaquil, es elegido diputado, y es desterrado por segunda vez, en esta ocasión a la costa peruana, a un lugarejo apartado. Allí escribe un folleto en defensa propia, La verdad de mis calumniadores y, como siempre que puede, se dedica al estudio.

En 1855 vuelve a París, pues necesita libros y personas con las que perfeccionar su pensamiento, preparándose para su misión. Le interesan todos los temas: matemáticas y ciencias naturales, ingeniería y filosofía, agricultura e historia. «Estudio diez y seis horas diarias -le escribe a un amigo-, y si el día tuviera cuarenta y ocho, pasaría cuarenta con mis libros, sin el menor tropiezo». Por aquel tiempo estudió a Balmes y a Donoso Cortés, y leyó tres veces la Historia universal de la Iglesia católica, de Rohrbacher, editada recientemente en 29 volúmenes, entre 1842 y 1849, la obra que más influyó en su formación doctrinal y espiritual.

Pero aunque con éste y otros estudios consolidaba más y más su pensamiento católico, por aquellos años, sin embargo, había abandonado las prácticas religiosas: no se confesaba ni iba a misa los domingos. Un día, en una discusión con un ateo, éste le echó en cara su inconsecuencia, y Gabriel fue vencido por la gracia de Dios. Se confesó en seguida y desde entonces participó en la eucaristía diariamente.

Alcalde, rector y senador

A fines de 1856, una amnistía proclamada por el general Robles, sucesor del general Urbina, permite el regreso de García Moreno, después de tres años de destierro. Acogido triunfalmente en Quito, es elegido alcalde de la ciudad en 1857, y poco después rector de la Universidad, y senador por la oposición. La degradación de la vida política, cultural y económica en aquellos últimos años de dictadura militar era completa.

Serían necesarias muchas páginas -de las que no disponemos- para describir las luchas y cabildeos, los nepotismos y traiciones, que por entonces dominaban la vida pública, en la que la arbitrariedad de los políticos y la violencia de soldados y policías iban mucho más allá de lo tolerable. L. F. Borja afirma que 1859 fue «el año de la crisis para el Ecuador, cuando estuvo en peligro de desaparecer como nación independiente, el año de la anarquía» (+Belmonte, Hª contemporánea de Iberoamérica, II, 180).

Primera presidencia (1861-65)

Después de veinticinco años de gobiernos liberales y despóticos, sectarios e inútiles, se hizo en 1860, gracias en buena parte a García Moreno, una nueva Constitución, y él fue elegido por unanimidad para presidir el gobierno. Comienza inmediatamente una obra formidable, de la que escribe José Belmonte:

«Se organiza ahora la hacienda, la enseñanza y el ejército; se establece un Tribunal de cuentas; se reducen las tasas fiscales. García Moreno derrocha ardor para combatir con energía la especulación, el contrabando y la burocracia, acometiendo asimismo las obras de vialidad del país. Simboliza el freno más resuelto contra el militarismo imperante. Sus pasos giran en torno al establecimiento de un régimen civil, encaminándose a la instauración de un Estado católico.

«Su primer gobierno puede llamarse, en expresión de Crespo Toral, el período heroico de García Moreno. Fueron aquellos años, desde el gobierno provisional hasta 1865, de verdadera prueba: el motín de los cuarteles, las invasiones a mano armada, el puñal aguzándose en la sombra, dos guerras internacionales... En esos años lúgubres de furor, de desesperación, se acometieron en parte los gigantescos trabajos de la red de carreteras, las vastas empresas de la enseñanza, de la beneficencia, del saneamiento moral de la República, de cuyo territorio, desde los claustros para abajo, barrióse toda inmundicia que pudiese corromper el ambiente o trascender pestilencia o contagio... En años tan difíciles, con rentas adecuadas apenas para el sustento de la vida, tuvo el erario la elasticidad que da la honradez» (181).

En 1862 se estableció el Concordato ecuatoriano con la Santa Sede. En 1863 se celebró un Concilio nacional, en el que se restauró, entre otras cosas, la disciplina del clero. Llegaron al país no pocos religiosos extranjeros. Y por primera vez en muchos años el Ecuador, país con inmensa mayoría de católicos, pudo vivir en una atmósfera favorable a la Iglesia y a la vida cristiana. Sin embargo, la obstrucción sistemática de liberales y radicales, y la ambición hostil de Colombia y Perú, cuyos masones confraternizaban con Urbina, poniendo en peligro la misma integridad territorial del Ecuador, mantuvieron la vida política en una tensión continua y en un peligro permanente.

Segunda presidencia (1869-75)

En 1868, García Moreno, a los cuarenta y siete años, se casa en segundas nupcias con Mariana de Alcázar, y prepara su retiro de la vida pública en una apartada hacienda. Le siguen en la presidencia, sucesivamente, dos hombres de su confianza, Carrión y Espinosa; pero estos políticos, siendo débiles, ponen otra vez el país al borde de la anarquía. García Moreno entonces, anticipándose a Urbina, que se preparaba para dar un golpe de estado, convoca la Convención de 1869, en la que se reforma la Constitución del estado. Y de nuevo es constituido presidente.

De esta segunda presidencia escribe Remigio Crespo Toral: «En esos seis años fue la paz, el desarrollo estupendo de la nación y la cumbre de su progreso. Con menos de tres millones de entradas al año, se realizó el prodigio de extensión, de encumbramiento, de exaltación de nuestra pobre República, al punto y grado de incorporarse ella en la sociedad internacional. No hubo necesidad de imposiciones, fueron raros los castigos y la mansedumbre iba formando la atmósfera» (+J. Belmonte 183).

Al morir García Moreno, la primera enseñanza, respecto a los tiempos de Urbina, se había multiplicado por cuatro; la Universidad de Quito era una de las mejores de América; se inició el restablecimiento entre los indios de los poblados misionales, que habían sido tan admirables; el ejército ya no imponía su prepotencia cuartelaria, sino que había sido reorganizado al servicio de la nación; los funcionarios, reducidos de su número abusivo, cumplían su horario laboral; los libros de contabilidad de la República, antes prácticamente inexistentes, estaban al día, y se habían eliminado casi por completo las cuantiosas deudas contraidas en los anteriores decenios de corrupción política. Todo lo cual, por supuesto, resultaba para muchos intolerable, al haber sido realizado por un político que se atrevía a aplicar en su gobierno la doctrina católica.

Político católico

García Moreno fue siempre un político absolutamente convencido de la veracidad de la doctrina política y social de la Iglesia. En el comienzo de su Constitución de 1869, abrumadoramente aprobada en plebescito popular, se decía: «En el nombre de Dios, uno y trino, autor, conservador y legislador del universo, la convención nacional del Ecuador decreta la siguiente constitución»... Fiel a la doctrina de la Iglesia, entonces presidida por Pío IX, estaba persuadido de que sólo podía edificarse el bien común temporal de una nación cristiana respetando en todo las leyes Dios.

Por eso cuando en 1864 Pío IX publicó el Syllabus, y muchos, incluidos católicos, atacaban el documento, él decía: «No quieren comprender que si el Syllabus queda como letra muerta, las sociedades han concluido; y que si el Papa nos pone delante de los ojos los verdaderos principios sociales, es porque el mundo tiene necesidad de ellos para no perecer».

García Moreno, por lo demás, era plenamente consciente de la singularidad provocativa de su política. En una ocasión reconocía que los masones «por medio de su gobernantes, son más o menos dueños de toda América, a excepción de nuestra patria». Pero esa misma conciencia le confirmaba la urgente necesidad de firmeza en su política. En efecto, se decía a sí mismo: «este país es incontestablemente el reino de Dios, le pertenece en propiedad, y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que Dios impere en este reino, para que mis mandatos estén subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley».

Y en su mensaje al Congreso, en 1873, con la valiente franqueza que en él era habitual, declaraba: «Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente; seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia política. Borremos de nuestros códigos hasta el último rastro de hostilidad contra la Iglesia, pues todavía algunas disposiciones quedan en ellos del antiguo y opresor regalismo [supremacía del Estado sobre la Iglesia], cuya tolerancia sería en adelante una vergonzosa contradicción y una miserable inconsecuencia».

En lo referente, por ejemplo, a la educación, la Constitución ecuatoriana, que proscribía la masonería, ordenaba que fuera una educación católica, con indecible escándalo de liberales, radicales y masones, que en la mayoría de las naciones americanas dominaban hacía años el área política educativa. Pero García Moreno argumentaba: ¿Es antidemocrático asegurar a la población aquella educación que prefiere la inmensa mayoría de los ciudadanos? ¿Por qué un pueblo cristiano ha de estar sometido durante generaciones a una educación netamente anticristiana? ¿Por qué a los hijos ha de arrancárseles en la escuela la religión de sus padres? ¿Viene eso realmente exigido por la democracia?...

García Moreno en ésta cuestión, como en tantas otras, estaba prácticamente solo en toda América, pues una falsa ortodoxia democrática impulsaba a los políticos cristianos a alejar a la Iglesia de la educación, dejando ésta en manos de la única alternativa fuerte, organizada y con apoyos exteriores: radicales y masones. Éstos, en muchos países, entraban a formar parte de inestables gobiernos de coalición, diciendo: «Ustedes controlen la economía, el ejército, las relaciones con el exterior, y todo lo demás: nosotros nos encargaremos de la educación».

García Moreno, como la mayoría de sus compatriotas cristianos, fue formado en la devoción al Corazón de Jesús, y siendo ya presidente, a Él quiso consagrar el Ecuador, la nación entera, y para ello presentó consulta al tercer Concilio, reunido por entonces en Quito. Obtenida la licencia eclesiástica, y con el voto mayoritario del Congreso, se realizó en 1873, con gran solemnidad y fervor popular, la consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús. Fue la primera nación del mundo que lo hizo, y en diez años se levantó un gran templo nacional votivo para memoria del acontecimiento. Poco antes de su muerte, García Moreno vaticinó con acierto:

«Después de mi muerte, el Ecuador caerá de nuevo en manos de la revolución; ella gobernará despóticamente bajo el nombre engañoso de liberalismo; pero el Sagrado Corazón de Jesús, a quien he consagrado mi patria, lo arrancará una vez más de sus garras, para hacerla vivir libre y honrada, al amparo de los grandes principios católicos».

Hombre católico

Gabriel García Moreno pudo ser un político verdaderamente católico porque era un hombre católico en verdad. Trabajaba muchas horas cada día, sujetando siempre su horario a una distribución muy estricta, que incluía levantarse a las 5, y tener misa, meditación y examen entre las 6 y las 7. Las vacaciones las pasaba en un pueblecito donde su hermano era párroco. Una vez al año, si podía, hacía una semana de ejercicios espirituales. No solía dar banquetes -ni siquiera cuando fue elegido presidente por primera vez; en aquella ocasión entregó el dinero del banquete a un hospital-, y procuraba en lo posible evitar convites. Estas exageraciones venían aconsejadas por los escándalos precedentes, habituales en la Presidencia del gobierno. No siendo hombre de fortuna personal, cedía parte de su sueldo oficial al erario nacional, y parte a obras benéficas.

Guardaba un talante humilde, y a pesar del ímpetu de su carácter, gastaba una inmensa paciencia para, por ejemplo, conseguir del Congreso la aprobación de buenos presupuestos, obras o leyes. Era, como ya se ha visto, sumamente estudioso, e incluso en sus tiempos de político recibía con frecuencia de Europa obras sobre ciencia, filosofía o historia y, sobre todo de Francia, libros de pensamiento católico. También era dado a la lectura de temas bíblicos o patrísticos, del Magisterio o de autores espirituales.

En una de las últimas páginas de La imitación de Cristo, el libro de Kempis que llevaba siempre consigo, anotó, con ocasión de unos ejercicios espirituales, entre otras normas: «Oración cada mañana, y pedir particularmente la humildad. En las dudas y tentaciones, pensar cómo pensaré en la hora de la muerte. ¿Qué pensaré sobre esto en mi agonía? Hacer actos de humildad, como besar el suelo en secreto. No hablar de mí. Alegrarme de que censuren mis actos y mi persona. Contenerme viendo a Dios y a la Virgen, y hacer lo contrario de lo que me incline. Todas las mañanas, escribir lo que debo hacer antes de ocuparme. Trabajo útil y perseverante, y distribuir el tiempo. Observar escrupulosamente las leyes. Todo ad majorem Dei gloriam exclusivamente. Examen antes de comer y dormir. Confesión semanal al menos»...

García Moreno entrecruzó algunas cartas con el papa Pío IX, que por esos años sufría como él un duro acoso del laicismo militante. En una de ellas, Pío IX le decía: «Sin una intervención divina enteramente especial, sería difícil comprender cómo en tan corto tiempo habéis restablecido la paz, pagado muy notable parte de la deuda pública, duplicado las rentas, suprimido impuestos vejatorios, restaurado la enseñanza, abierto caminos y creado hospicios y hospitales».

Juicios sobre su personalidad política

Las fuerzas que abominan de todo influjo real del cristianismo en la vida pública han visto siempre en Gabriel García Moreno «el máximo representante del oscurantismo clerical», «un dictador sangriento», «un teócrata conducido por los jesuitas», etc. Es normal. Pero también es normal que nosotros aquí demos la palabra a personas más dignas de consideración:

José Luis Váquez Dodero califica a García Moreno de «férreo espíritu, asentado en una sorprendente fisiología... y no sólo el primero y más grande de los ecuatorianos, sino uno de los hombres en verdad extraordinarios que ha producido América... Pocas veces se ha dado un producto tan asombroso de energía física y de energía moral... La insólita personalidad de García Moreno y el fervor con que fue asistido por el pueblo ecuatoriano tentaría a aplicarle el término carisma, con el que quedarían designadas sus maravillosas facultades y la sublimación que los ecuatorianos hicieron de ellas» (+Belmonte 185).

El historiador García Villoslada afirma que «la figura de Gabriel García Moreno es en el aspecto político-religioso la más alta y pura y heroica de toda América, y nada pierde en comparación con las más culminantes de la Europa cristiana en sus tiempos mejores. Basta ella sola, aunque faltaran otras, para que la república del Ecuador merezca un brillante capítulo en los anales de la Iglesia» (+Adro Xavier 388).

Los tolerantes no toleran

En 1874 había acuerdo entre las fuerzas políticas para reelegir por un tercer período presidencial a García Moreno. Pero también había un convencimiento generalizado de que sus enemigos no estaban dispuestos a soportarlo más. El 20 de julio le escribía su suegro, Ignacio de Alcázar: «Una vez la secta radical triunfante, la religión será perseguida, las obras públicas y vías de comunicación abandonadas y, sobre todo, la guerra civil ha de ser interminable, debiendo todo esto y mucho más principiar por asesinarte... No veo otro medio de salvarte que salir del país». Todos sus amigos temían lo mismo, y le aconsejaban prudencias y escoltas, sin que él hiciera caso.

Se produjo, finalmente, por mayoría aplastante, la tercera reelección de García Moreno para la Presidencia. Y liberales y masones -siempre tan atentos a la voluntad del pueblo- formaron en seguida un coro mundial de lamentaciones y protestas.

Una vez más la opinión unánime internacional, la misma que consideraba natural que los católicos no pudieran tener voto en Gran Bretaña, o que estimaba necesaria, de alguna manera, la interminable dictadura mexicana del porfiriato, tan favorable a los intereses económicos del capital nacional o extranjero, daba sobre la elección democrática del católico García Moreno su democrática sentencia: intolerable. La prensa liberal de España, La Gaceta de Colonia o la de Bruselas, el secretario de la embajada chilena en Lima, el periódico Monde Maçonique, innumerables voces aquí y allá, con una coincidencia realmente impresionante, venían a exigir el fin del hombre nefasto, absolutamente incompatible, por muy reelegido que fuera, con las democráticas libertades modernas y la civilización occidental.

Tiempo antes, el 26 de octubre de 1873, la prensa del Perú había ya reproducido de la de Guayaquil la crónica detallada de su asesinato en Quito: todos los datos eran falsos, pero se trataba de crear ambiente. García Moreno, por supuesto, era consciente de la conjura, pero seguía negándose a llevar escolta y a tomar medidas mayores de precaución: «Yo prefiero confiar mi guardia a Dios. Lo que dice el salmista: "Si Dios no guarda la ciudad, en vano la guardan los centinelas"».

El 17 de julio de 1875 escribe García Moreno su última carta a Pío IX, comunicándole la reelección: «Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa y de esta pequeña república... ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad tan inmensa para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!». Y el 4 de agosto le escribe a su amigo Juan Aguirre: «Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa fe. Nos veremos en el cielo».

Asesinato

El 6 de agosto de 1875, como de costumbre, se levantó a las cinco de la mañana, y fue a la iglesia para la misa de las seis. Sus asesinos, un pequeño grupo impulsado por los escritos incendiarios del liberal Juan Montalvo, le acechaban; pero retrasan su acción, pues al ser primer viernes había gran concurso de fieles. Más tarde, por la mañana, entra García Moreno un momento en la Catedral para hacer una visita al Santísimo. Le avisan que le reclaman fuera.

Cuando sale al sol de la plaza, un tal Rayo le descarga un machetazo en la cabeza, seguido de otros, en tanto que sus cómplices disparan sus revólveres. Fueron en total catorce puñaladas y seis balazos. Acuden algunos soldados al tumulto, y uno de ellos mata de un tiro a Rayo. En su bolsillo se hallaron cheques -por más de «treinta monedas», desde luego- contra el banco del Perú, firmados por conocidos masones.

El cuerpo de García Moreno es introducido en la Catedral, donde recibe, ya agonizante, la Unción sacramental. Al morir llevaba consigo, manchado todo de sangre, una reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y el del Sagrado Corazón, y el santo Rosario colgado al cuello. También se le halló en el bolsillo un libro muy usado, que llevaba siempre encima: La imitación de Cristo.

Vigencia posterior del liberalismo

Herederos de la voluntad secularizadora de los liberales, y especialmente de los radicales, han sido los comunistas y socialistas de todo el mundo. Extinguidos hoy los comunistas, o en claro declive, hoy, en el amplísimo campo del liberalismo, hallamos la máxima voluntad secularizadora en los partidos socialistas. El fracaso evidente de las economías de corte socialista les ha llevado a abjurar poco a poco de sus primeros planteamientos económicos; pero en modo alguno han relajado su voluntad liberal-radical de eliminar -sin grandes discursos, pero con suma eficacia- toda huella de religión y moral cristianas en la sociedad.

Por lo demás, después de muy duras luchas en Europa y América hispana en el siglo XIX y comienzos del XX, el liberalismo ha logrado imponerse en los ámbitos fundamentales de la vida pública de Occidente, al menos en sus formas moderadas. Tal es su vigencia en la mayoría de los pueblos, que ya el mismo nombre de liberalismo ha desaparecido, pues se identifica en el Occidente con la misma condición de una vida social moderna. Ya hoy todos son liberales, y los partidos que se llaman liberales existen sobre todo para acentuar una economía libre frente al intervencionismo socialista.

Por lo que a la misma Iglesia se refiere, también el liberalismo ha marcado su sello en la frente y en la mano, es decir, en el pensamiento y la conducta, de muchos cristianos (Apoc 13,16-17), sobre todo en los sectores ilustrados. Así en nuestro siglo, de modo especialmente acusado por los años sesenta y setenta, se alza ampliamente con entusiasmo la convicción difusa de que la Iglesia, fundiendo las exigencias del Evangelio con mitos anticristianos, está llamada a impulsar decisivamente las causas que el mundo no logra hacer triunfar. Así se espera un triunfo formidable de la Iglesia en el mundo, una conciliación entre Evangelio y secularidad desconocida en la historia, con grandes ventajas para la Iglesia y para el mundo...

También en estos años, el milenarismo pelagiano y secular del liberalismo, que conoció en la historia radicalizaciones comunistas, socialistas, nazis o fascistas, va a asumir en el mismo campo cristiano nuevas formas radicales, como la teología de la liberación. Los máximos liberacionistas, señalados con frecuencia como filomarxistas, rechazan esta acusación -con más empeño una vez que el mito del marxismo se ha desvanecido-. De hecho, sus maestros, en seminarios y universidades, no fueron normalmente marxistas, sino católicos liberales.

Ellos, los liberacionistas, uniendo a este influjo intelectual la formación de una espiritualidad voluntarista, pelagiana o semipelagiana, no hicieron sino radicalizar las consecuencias. Con marxismo o sin él, venían a ser en el fondo lo mismo: afectados de una pedantería indescriptible, arremetieron contra la tradición doctrinal católica y contra las tradiciones cristianas populares, decididos a ser transformadores de la Iglesia y de la sociedad. Al final hubo que detenerlos, antes de que causaran más destrozos.

En fin, los tiempos hoy cambian muy deprisa. Actualmente se han desvanecido muchos de los sueños míticos suscitados por el opio del liberalismo, en cualquiera de sus innumerables formas milenaristas. Ya no es fácil creer en mesianismos comunistas, socialistas o liberacionistas, ni tampoco nadie, a la vista de la realidad histórica, es tan ingenuo como para esperar de la democracia liberal la salvación de la humanidad. ¿Qué queda entonces del liberalismo y de sus derivaciones? ¿Qué queda de él, concretamente en amplios sectores cristianos?

Quedan todavía muchos planteamientos confusos, que mezclan ideales evangélicos y mitos anticristianos. Se lucha, por ejemplo, contra las consecuencias del pecado, pero no contra el pecado mismo, y de ese esfuerzo tan precario se espera, dudosamente, la salvación, algo de salvación. O se estima, otro ejemplo, evangélica una democracia liberal -la que está en uso- que niega la soberanía de Dios sobre la sociedad, y que no reconoce otra autoridad sobre la vida del pueblo que la voluntad manipulada de los hombres.

Queda también del liberalismo una tradición nefasta, una desconfianza, una aversión incluso, hacia la tradición católica, hacia sus pensamientos y caminos propios.

Y sobre todo, queda un silencio generalizado sobre la absoluta necesidad de la gracia de Cristo, el único que puede «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Queda, sí, una gran dificultad para creer que «la salvación no está en ningún otro, pues ningún otro nombre [sino el de Jesús] nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12).

5. San Ezequiel Moreno, un obispo molesto

Riojano y agustino recoleto

A orillas del Ebro, en Alfaro, pequeña ciudad agrícola de la Rioja, el modesto sastre Félix Moreno y su mujer Josefa Díaz tuvieron seis hijos, cuatro hembras y dos varones, Eustaquio, el primogénito, y Ezequiel, nacido en 1848, cuarto de los hermanos. Creció Ezequiel en el marco de una familia muy cristiana, y acompañaba a su padre, aun en invierno, al rosario de la aurora. Siempre tuvo afición y buena voz para el canto, y se acompañaba bien con la guitarra. Eustaquio en cambio fue un buen violinista. Fue de chico Ezequiel monaguillo del convento de las dominicas, con las que guardó siempre una gran amistad.

Teniendo Ezequiel doce años, Eustaquio ingresó en el noviciado de los agustinos recoletos de Monteagudo, en Navarra, y teniendo dieciséis, murió su padre, con lo que la familia se vió en muy difícil situación económica. La señora Josefa tuvo que sacar adelante la familia con muchos y diversos trabajos. Entre otros, ayudada por Ezequiel, vendía hilo y baratijas en la plaza de Alfaro. Por eso, cuando Ezequiel dijo a su madre que él también quería ser agustino recoleto, ella trató de disuadirle, haciéndole ver que si fuera sacerdote diocesano podría ayudar a la familia. Sin embargo, como buena madre cristiana, supo ceder a sus insistentes razones.

La vocación, según parece, la tenía desde niño. Contaba la madre Catalina Les, sacristana de las dominicas, que siendo Ezequiel muy pequeño, le preguntaron en el convento qué iba a ser de mayor. «Fraile», contestó sin dudarlo. «¡Tú, fraile!, le dijeron, tan calandrajo [pequeño, poca cosa], ¿para qué te quieren?». Pero él, sin inmutarse, solucionó el problema: «Ya me pondré un sombrero de copa, para ser más alto».

En este resumen biográfico de San Ezequiel Moreno nos atendremos a las Cartas pastorales, circulares y otros escritos, a los dos tomos de sus Cartas privadas, que fueron publicadas por su primer biógrafo, el agustino recoleto Toribio Minguella, obispo de Sigüenza. Y seguiremos también la obra Beato Ezequiel Moreno, el camino del deber, escrita por fray Angel Martínez Cuesta, también agustino recoleto.

De Navarra a Filipinas

Ezequiel, con dieciséis años, tomó en 1864 el hábito agustino recoleto en el noviciado de Monteagudo, y pasó dos años después al teologado de la orden en Marcilla, también en Navarra. En aquellos años, dramáticos para la Iglesia y para el papado, España vivía las convulsiones provocadas por la revolución liberal, que afectaron a todo el pueblo cristiano, y particularmente a los religiosos, que hubieron de sufrir destierros y exclaustraciones, así como el despojo de sus bienes. El noviciado de Monteagudo fue una de las pocas casas religiosas que el gobierno autorizó, tras el Concordato de 1851, únicamente para el envío de misioneros a los dominios españoles de ultramar.

En estas circunstancias, siendo todavía estudiante fray Ezequiel, partió en 1869 hacia Filipinas con una expedición de 18 religiosos. Fueron recibidos al año siguiente por sus hermanos con gran alegría, y allí conoció a su futuro biógrafo el padre Minguella. En 1871 fray Ezequiel fue ordenado presbítero, y en su primera misa tuvo a su hermano Eustaquio por padrino. Con él, que era párroco de Calapán, en la isla de Mindoro, aprendió Ezequiel el tagalo y dio sus primeros pasos en la vida pastoral y misionera.

Quince años trabajó el padre Ezequiel en Filipinas, desempeñando diversos ministerios en varios destinos, concretamente en la isla de Palawan -donde enfermó de paludismo-, en Calapán, en Las Piñas, Manila, Santa Cruz e Imus. Y en todas partes se mostró como un santo religioso, abnegado y sereno, alegre y entregado, contemplativo y misionero. Tan apreciado llegó a ser en la Orden que, a los 37 años, en 1885, se le encomendó la formación de los agustinos recoletos de la Provincia como rector del noviciado de Monteagudo.

Rector del noviciado de Monteagudo

El padre Ezequiel, como rector del colegio noviciado, cuidó mucho de la vida litúrgica, del rezo coral de las Horas, de la vida comunitaria -aspecto esencial de la religiosidad agustiniana-, así como también de los estudios y de la fidelidad estricta a la observancia disciplinar, que ya era muy firme cuando él ocupó el cargo.

Todos sabían que el rector iba siempre delante, tanto en la abnegación y en la caridad, como en la fidelidad a las normas de la vida religiosa; pero también sabían que era muy estricto en la obediencia debida. En una ocasión, a los estudiantes que le pedían un día de paseo, que había sido suprimido por una disposición superior, el padre Ezequiel, mostrándoles la orden, les replicó «pacíficamente, pero con firmeza: "Miren sus caridades si pueden borrarla"» (Mtz. Cuesta 59-60). De él decía un religioso compañero que «aparentaba de natural muy austero, pero en el trato era la misma humildad, y cuando se veía obligado a corregir, lo hacía con corazón de padre, sin alterarse jamás» (62-63).

Otro rasgo acusado del padre Ezequiel como rector fue su amor hacia los pobres. Dejaba en manos del Vicerrector muchos asuntos de la vida ordinaria de la casa, pero él estaba personalmente atento a todo lo referente al cuidado de los pobres, y raro era el día en que no se repartían en el convento 400 o 500 raciones de comida a los necesitados. Como declaraba un religioso, «en el amor a los pobres era casi exagerado» (Mtz. Cuesta 51).

Los agustinos recoletos de Monteagudo tenían entonces -como ahora- muy buena relación con los curas seculares y con el obispo diocesano. El padre Ezequiel acudía con frecuencia para ayudar en las parroquias próximas para predicar o confesar. Y el señor obispo, don Cosme Marrodán, muy ligado a la comunidad, quiso que fuera él quien le atendiera a la hora de la muerte. También mostró el padre Ezequiel un cariño muy especial hacia las religiosas vecinas, agustinas recoletas, dominicas de Alfaro, cistercienses de Tulebras, Siervas de María de Tudela y religiosas de Santa Ana de Tarazona, siempre pronto a servirles como sacerdote.

Los agustinos recoletos en Colombia

«La Orden de Agustinos Recoletos tiene una de sus raíces fundacionales en Colombia. A principios del siglo XVII surgió entre los agustinos neogranadinos un movimiento espiritual muy afín al que a partir de 1588 dio origen a la Orden en Castilla». Y tanta era la afinidad, que «los colombianos acomodan su tenor de vida a la Forma de vivir de los españoles y en 1629 se funden con ellos en una misma Congregación» (Mtz. Cuesta 69).

La Provincia colombiana se desarrolló normalmente durante dos siglos, pero con motivo de la guerra de la Independencia y el expolio de los bienes religiosos dispuesto por el Gobierno republicano, fue viniendo a menos, de modo que en 1882 sólo quedaban trece miembros, que vivían aislados, cada uno en su parroquia, más vinculados a la diócesis que a su Orden. Dos de ellos mantenían el sagrado fuego agustiniano. El anciano padre Victorino Rocha atendía La Candelaria en Bogotá, iglesia que él había sabido salvar de expolios gubernativos y de ciertas avideces diocesanas. Y el padre Juan Nepomuceno Bustamante, que en 1876 y en 1884 viajó a Roma y a España, buscando refuerzos para restaurar la Orden en Colombia.

Restauración de la Provincia

A mediados de agosto de 1888 llegó a Monteagudo el padre Minguella para presentar a la comunidad la solicitud que llegaba de Colombia. Y al punto se ofrecieron siete religiosos voluntarios: el padre Ezequiel, rector, fray Ramón Miramón, maestro de novicios, fray Santiago Matute, profesor de filosofía, otros dos padres y dos hermanos. Esto puede darnos una idea de la intensidad de vida religiosa que se vivía en la comunidad agustiniana de Monteagudo bajo la guía del padre Ezequiel. A éste se le nombró superior del grupo misionero.

A principios de 1889 llegó a Colombia la expedición. Unos se dirigieron a El Desierto, santuario de la recolección agustiniana, situado en un precioso valle, cerca de Ráquira, en el departamento de Boyacá. El padre Ezequiel y el padre Matute marcharon a Bogotá, donde llegaron el 2 de enero de 1889, alojándose en la casita que el padre Rocha tenía junto a la iglesia de La Candelaria, pues el convento, incautado por el Gobierno, hacía años que servía de Seminario diocesano.

En realidad la restauración de la Orden se presentaba muy difícil. Los frailes, después de treinta años de vida autónoma, no deseaban integrarse en una vida comunitaria. En La Candelaria el padre Rocha vivía a su costumbre. Y en El Desierto las cosas no ofrecían mejor cariz, pues el padre Bustamante, bueno y emprendedor, había soñado en dirigir él mismo la restauración.

Por esas fechas, el padre Ezequiel escribe al superior de Madrid: «La prudencia me ha aconsejado el no reñir tan pronto con el padre Bustamante. Es suyo el convento y hasta que venga por aquí y haga escritura cediéndolo a favor nuestro, aguantaremos sus inconveniencias y pequeñeces. Estoy previendo que los padres de aquí, aun los mejores, no van a servir más que de estorbo para nuestros fines... Nada me apura mientras los religiosos que he traído se conserven buenos» (20-2-1889).

Predicador y confesor

Después de muchas dificultades, pudo establecerse el noviciado en El Desierto, bajo la guía del padre Miramón. Y el padre Ezequiel residió en Bogotá cinco años, acompañado del padre Matute. En la iglesia de La Candelaria, y en otras iglesias de la ciudad, también en la catedral, el padre Ezequiel sobresalió pronto por sus dotes de predicador y de confesor. En una carta de ese tiempo decía:

«El padre Santiago [Matute] y yo estamos trabajando aquí en Bogotá todo lo que podemos en púlpito y confesonario... Nos buscan a todas horas para confesar presos, soldados, ejercitantes, y nuestra iglesia se ve de continuo con mucha gente que viene a confesarse. El padre Victorino derrama con alguna frecuencia lágrimas de contento diciendo que La Candelaria ha vuelto a ser lo que era en sus buenos tiempos... El clero es muy poco y por precisión tenemos que trabajar mucho los pocos que estamos. Nuestro sitio es el confesonario y se puede decir que no salimos de él sino para prepararnos para el púlpito» (9-4-1890).

El padre Ezequiel redactaba íntegramente sus sermones, aunque luego al pronunciarlos improvisaba bastante. Era muy apreciado como predicador, y le llamaban de todas partes; pero esto no era debido, ciertamente, a una elocuencia florida y brillante, pues era muy sobrio en la forma, como él mismo lo advierte. En un sermón de 1892 en la iglesia de la Compañía en Bogotá decía: «No subo a este púlpito para entreteneros con frases escogidas o con flores de estilo. He subido a este sitio a dar gloria a Dios y a excitaros a que también se la déis vosotros». Aparte de algunos momentos efusivos -cuando hablaba del Sagrado Corazón, de la Eucaristía, de la Virgen-, era en su predicación muy sencillo, y eso sí, extremadamente claro y persuasivo.

Director espiritual

En el confesonario o fuera de él, también por cartas, grande fue la entrega que mostró el padre Ezequiel toda su vida en la dirección espiritual. Los dos preciosos tomos de sus Cartas nos muestran cómo, en medio de sus muchos trabajos como superior religioso y luego como obispo, guardaba siempre una abnegada solicitud hacia las personas concretas que a él se confiaban espiritualmente, y muy especialmente hacia aquellas que estaba angustiadas por algún sufrimiento o se veían atormentadas por escrúpulos de conciencia.

«¿Por qué desconfía?, escribía a una de éstas. Luche y espere en las bondades del Corazón de Jesús... No, no crea nunca que el Señor la va a arrojar de un modo definitivo, y espere siempre contra toda esperanza, y clame y grite al divino Corazón, con tanto mayor motivo, cuanto mayores sean sus peligros... Se ofende al Señor no esperando la gracia y la gloria» (11-10-1894). Era, sin embargo, muy firme a la hora de enfrentar a las personas con sus responsabilidades. Y así le escribía a una religiosa que había desertado de su recogimiento:

«Veo por su carta que ha dejado a Jesús solito en la celda y que se ha echado a andar y correr por fuera, y que, como es natural, le va malísimamente en esas correrías... ¿Cuándo comprenderá que tiene que estar siempre con El, so pena de sufrir? El remedio es volver a El humilladita, pero confiada, al mismo tiempo, en que no la ha de rechazar. Vuelva, pues, a la celda; pero cuanto antes mejor, y en ella encontrará luz, consuelo y valor, porque Jesús lo es todo cuando se le busca sinceramente... Está llamada a ser toda de Jesucristo o a sufrir mucho y de continuo» (28-10-1900).

Y en otra ocasión: «En la carta a que contesto me habla de su cruz más que en otras, y en toda ella se echa de ver una aflicción mayor que en otras ocasiones. ¿Cuándo va a dar a esa cruz un abrazo cariñoso y me va a decir que la besa y la bendice? Mientras no haga eso y la cargue animosa, se verá siempre como agobiada por su peso, triste y sin ánimos para nada. ¿Y qué va sacando de no decidirse a ofrecer a Dios todo con buena voluntad y alegría de corazón? Pérdidas, y grandes, es lo que saca. Por una parte, lejos de aliviar sus desgracias temporales, las agrava, y por otra, pierde los muchos méritos eternos que ganaría sufriendo mejor» (5-5-1898).

Devoto del Corazón de Jesús

En las páginas que siguen hemos de contar las aventuras del obispo Ezequiel, que fueron muchas y grandes, pero ya desde ahora conviene que conozcamos la clave más íntima de su personalidad religiosa, ya que sólo así podremos entender sus palabras y sus obras. El bienaventurado Ezequiel estaba enamorado de Jesucristo. Su alegría y su fortaleza, inquebrantable y siempre confiada, nacían directamente de su amor al Corazón de Jesús. De ahí procedía su fuerza persuasiva y su omnímoda libertad respecto del mundo civil y eclesiástico de su tiempo. Un par de textos -escritos, claro está, en el estilo de su tiempo- podrán ilustrar las afirmaciones precedentes.

Siendo obispo, el 3 de mayo de 1903, y estando en la costa del Pacífico, escribe a las hermanas de la Liga Santa de Víctimas del Sagrado Corazón una carta en la que, de contar alguna noticia suya, pasa inmediatamente, como sin darse cuenta, a expresar la dulzura de su amor a Jesucristo: «Va ésta a decirles que las tengo presentes en el Sagrado Corazón de nuestro amado Jesús en estas soledades. ¡Qué consolador es tener por estos retiros a un Dios a quien amar y con quien tratar! ¡Y qué triste sería esto sin ese Dios amoroso!... ¡Oh dulce Jesús mío, voy en tu compañía, y en tu compañía andan también mis hermanas! Te amo con ellas a todas horas, y no estoy solo, no, no estoy solo, Jesús mío. Estás conmigo, y te amo, y todo lo tengo. Si te ocultas para probar mi fidelidad, te busco, y unas veces te dejas econtrar, y, lleno de amor, me dices: «¡Aquí estoy!». Y te siento, y lloro de gratitud y de amor. Y otras quieres que llore de hambre por encontrarte, y me parece que en este caso me lo agradeces más, y me lo pagarás mejor.

«Pero no me dejes, amor mío, no me dejes solo en estas soledades. No tengo otra cosa en estos rincones, ni otra cosa quiero tampoco. Es preciso, dulce Jesús mío, que por aquí lo hagas tú todo, que me llames, que me muevas, que me lleves y arrastres hacia ti, porque las demás cosas del culto no me animan. ¡Jesús mío!, te veo entre paredes arruinadas y veo tu casa llena de goteras, como la de un pordiosero. ¡Dueño del Universo!, ¡qué pobrecito estás en tantas partes del mundo por nuestro amor!

«¡Jesús de mi alma! ¿Qué hago para amarte mucho? Dime, bien mío, dime... ¿qué hago? ¿Por qué, Buen Jesús, por qué no obras el prodigio de matarme de amor hacia ti? ¡Ven, Jesús mío, ven y sacia mi pobre alma! ¡Ven, y andemos juntos por estos montes y valles cantando amor! ¡Que yo oiga tu voz en el ruido de los ríos, de los torrentes, de las cascadas! ¡Que me llame hacia ti el suave roce de las hojas de los árboles agitadas por el viento! ¡Que te vea, Bien mío, en la hermosura de las flores! ¡Que los ardientes rayos del sol de la costa sean fríos, muy fríos, comparados con los rayos de amor que me lance tu corazón! ¡Que las gotas de agua que me han caído y me caigan sean pedacitos de tu amor que me hagan prorrumpir en otros tantos actos de amor! Que mi sed, y mi cansancio, y mis privaciones, y mis fatigas sean... ¿qué, amor mío, qué han de ser? ¡Ah!, ya lo sé, y tú me lo has inspirado. Que sean suspiros de mi alma enamorada, cariños, ¡amor mío!, ternuras, afectos, rachas huracanadas de amor, ¡pero loco... Jesús mío, loco! ¡Te lo he pedido tantas veces!... ¿Cuándo, mi Jesús, cuándo me oyes? ¡Ah! ¡Te amo de todos modos! Sí, Jesús mío, de todos modos te amo.

«Me puse a hablarles, mis carísimas hermanas, y todo se lo llevó Él. Mejor, ¿no es así? Así es, porque hablando de Él es como nos entendemos»...

El padre Ezequiel en su ministerio apostólico no parte sino de este amor a Jesucristo, no sufre sino al ver que Jesús es ofendido y despreciado, y no pretende otra cosa sino enamorar a los hombres de su Amado. De ese mismo amor viene también su increíble capacidad de sufrimiento, pues él no quiere goce alguno del mundo visible en tanto Jesucristo sea crucificado por los pecadores. En el reglamento de la Liga Santa por él compuesto enseña a las hermanas que «a poco que un alma profundice en el abismo de dolores de amor del Corazón Sagrado de Jesús no se contentará con admirarlos, sino que deseará con ardor acompañar a su Amado en sus dolores».

Servidor de los enfermos

El padre Ezequiel mostró hacia los enfermos una abnegación y amor muy especiales. Fue ésta una inclinación en él constante, lo mismo en Monteagudo que en Filipinas, cuando trabajaba en la misión de Casanare o ya de obispo en Pasto.

Un religioso recordaba de su antiguo rector de Monteagudo: «Durante el tiempo que yo permanecí en la enfermería con las viruelas, noté, y conmigo lo notaron los demás que allá estábamos, que todas las noches, mientras hubo alguno grave, subía el Padre Rector entre una y dos de la mañana a la enfermería, y entraba en las celdas de todos, sin duda con el fin de ver si nos faltaba algo. Debía andar con alpargatas, pues no hacía el menor ruido» (Mtz. Cuesta 54).

Los avisos nocturnos para atención de enfermos los atendía él mismo siempre que podía. Un día, estando de superior en La Candelaria de Bogotá, en una sola noche hubo de salir con este motivo tres veces, y cuando al día siguiente unos seglares amigos le vieron pálido y desfallecido, al saber la causa, le preguntaron por qué no había avisado, al menos la tercera vez, a alguno de los otros padres. «Pobrecitos hijos míos, les respondió, trabajan tanto de día... Subí en la tercera confesión a llamar a alguno de ellos, entré en sus cuartos y los vi tan tranquilos»...

Todavía durante su última enfermedad, cuando apenas se tenía en pie por los dolores y la debilidad, el padre Ezequiel aún se iba como podía a confortar a los enfermos hospitalizados en la misma clínica.

Superior de la Provincia colombiana

El padre Ezequiel, superior tan firme como amable, fomentó siempre la amable fraternidad agustiniana, en la que debe haber «un corazón y un alma sola» (Hch 4,32), y en la que los religiosos deben «alegrarse siempre en el Señor» (Flp 4,4).

Un religioso decía de él: «Nunca reprendía; sólo avisaba con ternura de padre. A veces con una sola mirada era bastante. Al encargarme algún trabajo de sermones, ejercicios, etc., no me lo mandaba en forma imperativa, sino que empleaba cierta fórmula de súplica: "podía, si le parece, encargarse de esto"» (Mtz. Cuesta 160). Y otro, que le había acompañado en un viaje por mar, contaba de él: «Aunque él era nuestro superior, se mostraba siempre muy amable. La austeridad la reservaba para sí mismo. Para amenizar los ratos en alta mar nos contaba historietas y anécdotas de su vida de misionero en Filipinas. Tenía muchos recursos en su conversación... y siempre era el mismo, alegre en medio de su seriedad. Cuando a uno lo notaba aburrido le echaba chistes y le contaba cuentos» (Mtz. Cuesta 159).

Por lo demás, el padre Ezequiel pensó más tarde que quizá se había pasado en ocasiones en estas manifestaciones de alegría, y poco antes de morir escribió una carta en la que humildemente reflejaba este escrúpulo: «Recuerden lo bueno que hayan visto en mí, y no mis faltas de modestia religiosa, cuando tocaba la guitarra y cantaba cosas impropias de un religioso. Dígalo a todos los que me vieron hacer eso» (13-2-1906).

A todo esto, la restauración de la Orden en Colombia, como hemos dicho, se presentaba como casi imposible. Con los ocho religiosos colombianos apenas se podía contar, y los españoles sólo eran siete, cinco sacerdotes y dos hermanos. Por lo que se refiere al noviciado establecido en El Desierto, como informaba el padre Ezequiel, «entran y salen los novicios que es una maravilla» (12-2-1892). Quizá era esto debido a una cierta rigidez del padre Miramón, poco adaptado todavía a un campo nuevo de trabajo.

En estas circunstancias, el padre Ezequiel se vio obligado a pedir una y otra vez más religiosos de España, insistiendo siempre en que no los enviaran si no eran de calidad: «Conviene, decía en una carta, que por allí vaya gente desengañada del mundo y que, buscando sólo la gloria de Dios y salvación de su alma, le dé lo mismo estar en los Llanos [de Casanare] que en Bogotá; entre salvajes, con privaciones, que entre civilizados, recibiendo mil atenciones» (13-7-1891).

A pedidos del padre Ezequiel, en 1890 llegaron a Colombia 6 religiosos españoles, y 8 más en 1892, entre ellos su paisano y amigo Nicolás Casas. A mediados de 1893 eran ya 21 religiosos españoles y 5 colombianos, y poco después llegaron 4 españoles más.

Obispo del Vicariato apostólico de Casanare

Cuando el padre Ezequiel fue a Colombia, él pensaba sobre todo en acudir a las misiones de infieles, concretamente en Casanare, y en buena parte éste era también el intento de sus compañeros de expedición. Las antiguas Misiones de Casanare, iniciadas por los agustinos recoletos en 1662, habían tenido una gloriosa historia de dos siglos en esta región del norte de Colombia, al oeste de los Andes, en los llanos próximos al río Casanare; pero después de los avatares de la Independencia habían decaído, hasta ser desasistidas de la Orden en 1855. A pesar de varios intentos de los obispos de Tunja, a cuya diócesis pertenecía Casanare, la situación social y religiosa era a fines del XIX muy pobre.

Por todo ello, en cuanto el padre Ezequiel recibió algunos religiosos más, inició en 1890 un azaroso viaje por Casanare, acompañado de tres frailes. Relató la exploración en ocho cartas, que fueron publicadas y que conmovieron la conciencia cívica y religiosa del país. En varias poblaciones recibieron la visita con cierta frialdad, pero en muchas la acogida fue cordial y emocionada: «inmensa multitud de fieles nos rodeaba por todas partes, besándonos el hábito y llorando a grito vivo» (23-12-1890). Allí vivían los indios guahivos, completamente desnudos, y los sálivas, algo más civilizados, y aprender sus idiomas iba a ser la primera labor. Y durante el viaje por aquellas inmensidades con frecuencia solitarias, estuvo a veces el padre Ezequiel solo, sintiendo su corazón dilatarse en el Señor:

«Me consuela hoy, más que otras veces, el escribir estas cosas y hablar con el Señor. No puedo hoy hablar con mis hermanos; puedo decir que estoy solo, debajo de unos árboles, en estas inmensidades desiertas, y me distrae agradablemente el acordarme de mi Dios, hablar con El, pensar en sus cosas y en lo mucho que le debe agradar el que todo lo sacrifiquemos por El y nos entreguemos a esta vida de privaciones de todo género. Además, ¡pasa tan pronto la vida! Y si desde estos Llanos voy al cielo, ¿qué más necesito y qué más quiero?» (22-2-1891).

Desde la veracidad de esta experiencia personal, el padre Ezequiel sabía animar luego a los misioneros que dejaba a veces en aquellos puestos de misión, malsanos y solitarios: «No se acobarden, porque no les faltará compañía, ni lleguen a dar cabida al pensamiento de que por aquí [en Bogotá] se está mejor, porque son ilusiones que el enemigo nos pone delante para que no trabajemos como se debiera donde Dios quiere que trabajemos. Hablo por experiencia: nunca está uno mejor que donde el Señor quiere que estemos... En el trato con Dios, en la meditación, ve uno a la muerte delante y después el juicio, y conoce uno perfectamente que nada queda en bien de uno sino lo que se ha sufrido y trabajado por Dios» (26-5-1891).

Trámites, trabajos, consultas, viajes y exploraciones, que no contaremos aquí, hicieron finalmente posible el establecimiento en 1894 del Vicariato apostólico de Casanare, desgajado de la diócesis de Tunja y confiado a los agustinos recoletos. Cuando la revolución cerró las islas Filipinas a las Ordenes religiosas y dispersó a sus miembros, en 1898 y 1899 recibió Colombia unos 40 agustinos recoletos, que pudieron afirmar la restauración de la Provincia y concretamente la Misión de Casanare.

Obispo en cuerpo y alma

El padre Ezequiel pasó muchos apuros antes de decidirse a aceptar la ordenación episcopal, y cuando ya ésta parecía inevitable, le escribió al Comisario apostólico de su Orden: «Si quiere que lo sea [obispo], mándemelo por caridad y amor de Dios y dé a ese mandato toda la fuerza posible, para que me dé la mayor seguridad posible de que hago la voluntad de Dios» (3-3-1893).

Y por fin fue consagrado obispo el 1 de mayo de 1894, sucediéndole el padre Nicolás Casas como provincial de los recoletos. La amabilidad de los colombianos se esmeró con él en su ordenación episcopal, equipándole de todo lo necesario, hasta conmoverle: «¿Qué más se podía hacer por un extranjero? ¿Cómo pagar todo esto?». Y la ceremonia en la catedral de Bogotá fue muy solemne, aunque él apenas se enteró, según confiesa: «No estaba en el caso de apreciar la cosa, impresionado con el cambio que en mí se verificaba en aquellos momentos» (12-5-1894).

Una vez consagrado obispo, el padre Ezequiel tuvo ya siempre una profundísima conciencia de su identidad episcopal, como sucesor de los apóstoles y como imagen viva del Buen Pastor entre sus fieles. Falta le iba a hacer esta conciencia en las terribles luchas que le esperaban. Y de ella dió muestras ya en su primera carta pastoral:

«Nuestra autoridad en el gobierno de vuestras almas es la autoridad del mismo Jesucristo, resultando de aquí que el que resista a lo que pertenece a nuestro ministerio, no resiste al hombre, sino al mismo Jesucristo... Al ser elevados a la dignidad de que nos hallamos investidos, nos vemos humillados y llenos de turbación... No, no vamos a colocarnos sobre vosotros, sino a temblar en vuestra presencia y a sufrir por procurar vuestra salvación» (ib.).

La anciana Catalina Les, dominica de Alfaro, escribe a su antiguo monaguillo preguntándole por su catedral y su palacio en Támara, la sede del Vicariato de Casanare. El padre Ezequiel no tarda en contestarle: «La catedral es una pequeña iglesia de pueblo, pobre y miserable, con piso de tierra. El palacio es una casa» con media docena de habitaciones, y «el piso es de tierra y bajo, porque no hay piso alto» (11-9-1895).

Más centros misionales, Orocué, Arauca, Chámeza y otros, surgieron en esos años, en condiciones a veces muy duras, por el clima sobre todo y las dificultades de abastecimiento. En Orocué murió de hambre el hermano Robustiano Erice en 1894. Pronto vieron que el abastecimiento era más fácil desde Europa, pues a Ciudad Bolívar, en Venezuela, llegaban vapores europeos con toda clase de mercancías, y éstas podían llegar a Casanare por los barcos que surcaban el Orinoco y el Meta.

El ministerio de la Palabra

El padre Ezequiel siempre, y más de obispo, prestó una especialísima atención al adoctrinamiento de los fieles. Nada más llegado a Támara, aprovechando que la época de las lluvias hacía imposibles las visitas pastorales, se procuró libros y revistas, y dedicó muchos días al estudio de sus responsabilidades episcopales, y concretamente acerca del derecho matrimonial y del liberalismo.

Predicaba con frecuencia, con oportunidad o sin ella, y después de la misa daba una media hora de plática doctrinal, «siendo de advertir, comenta un religioso compañero, que nadie se salía del templo hasta terminar» (Mtz. Cuesta 235). Por otra parte, desde el primer momento, puso el mayor empeño en que sus diocesanos, los más capaces y los que sabían leer, colaborasen en estas tareas de evangelización y catequesis.

Para ellos compuso e imprimió, ya en 1894, las Instrucciones a los fieles de Casanare para ayudar a conseguir la salvación eterna a los que se hallan en extrema necesidad espiritual. Era un manual de sobrevivencia espiritual para situaciones de máxima dificultad. En él no había paja, sino todo grano, y buen grano. Particular atención prestaba el primer obispo de Casanare a la suerte de los niños que morían abortivos o prematuros, dando claras instrucciones para que siempre fueran bautizados a tiempo. Y decía: «Hoy es doctrina corriente que el feto es animado desde el momento mismo de la concepción». Hace un siglo él sabía lo que algunos aún ignoran.

Visitas pastorales

En noviembre de 1894, pasadas ya las lluvias, salió para realizar sus primeras y agotadoras visitas pastorales por pueblos y rancherías, viajando en caballerías o a pie, escasamente acompañado y ayudado. «Nos va a medio matar la visita, escribe, no siendo más que dos para todo. Es muchísimo el quehacer que se presenta entre confirmaciones, confesiones de sanos y enfermos, bautismos, casamientos y sentar todas las partidas. El padre Alberto [Fernández] trabaja bien, pero el trabajo es demasiado, aunque yo haga también de obispo, y misionero, y sacristán, y de todo, como tengo que hacer. Porque todo lo tenemos que hacer, por no encontrar por estos pueblachos elementos que ayuden» (27-12-1894). Cuántos obispos hoy en América se identifican con San Ezequiel Moreno en estos heroicos ministerios episcopales, los mismos de Mogrovejo...

«Una sola cosa es necesaria» (Lc 10,42), la glorificación de Dios y la salvación eterna de los hombres. Éste era el tema continuo del padre Ezequiel entre sus feligreses.

En su segunda Carta Pastoral de Casanare (cuaresma de 1895), escribe que la salvación es «lo único que importa, porque a ello está ligada la dicha eterna del alma, que no ha de perecer». Ahí ha de centrar el hombre todos sus empeños, y todo otro planteamiento es engaño y perdición. Y «no hay por qué temer que el pensar sobre el alma, sobre la eternidad y la otra vida retraiga al hombre de los bienes de la tierra, inutilice o atrofie sus talentos, frene el progreso y perjudique al comercio, a la industria, a las artes o las ciencias. Más bien, purificará la acción del hombre y consumirá cuanto de falaz, de injusto, de nocivo hay en las relaciones humanas. La vida de los santos es una prueba bien palmaria de todo esto».

La Revolución de los liberales le sorprendió en visita pastoral, y un miliciano malencarado le pidió el salvoconducto. Pero el padre Ezequiel no se dejaba amilanar fácilmente: «Yo no tengo otro pasaporte que mi anillo y mi pectoral. Soy el obispo de Casanare y estoy en mi territorio». Y a otro cabecilla que le reprochaba por su propaganda antiliberal: «No sabía yo que hubiese dos obispos en Casanare. Creía que era yo solo»... Poco después, los revolucionarios, vencidos, tuvieron que pasar a Venezuela, y el obispo hubo de ocuparse en remediar necesidades, y en poner paz y perdón donde había quedado rencor y odio.

Obispo de Pasto

Tras unos rumores de aviso, en febrero de 1896 llegó al Vicariato de Casanare comunicación oficial de que Mons. Ezequiel Moreno había sido nombrado obispo de Pasto. Poco después, en abril, fue ordenado obispo su sucesor en el Vicariato, el padre Nicolás Casas, y en seguida partió el padre Ezequiel a su nuevo destino, Pasto, a unos 900 kilómetros al sur de Bogotá.

La diócesis de Pasto, con unos 460.000 habitantes en una superficie de 160.000 Km2 (hoy 6.813 Km2), tenía 46 parroquias, cada una con su templo, 6 viceparroquias y 56 capillas rurales. Contaba con comunidades de capuchinos y filipenses, y varias congregaciones femeninas. Los jesuitas dirigían el Seminario y los maristas tenían un colegio. Situada la diócesis al extremo sur de Colombia, lindaba con la república del Ecuador y con el océano Pacífico. La sede tenía una digna catedral y un decoroso palacio. No aceptó el nuevo obispo en su alcoba la cama principesca que allí había, y en su lugar puso un jergón de paja, acomodado a su costumbre.

Desde el primer momento, y durante sus diez años de ministerio episcopal, el padre Ezequiel se ganó el corazón de los pastusos, que le fueron siempre fieles, hasta en los momentos más adversos. Su obra pastoral fue muy considerable, y en ella cabe destacar, junto a sus agotadoras visitas pastorales, la promoción del Vicariato Apostólico del Caquetá, confiado a los capuchinos, y de la Prefectura Apostólica de Tumaco. Habremos, sin embargo, de limitar nuestra crónica a unos pocos aspectos de su vida y ministerio.

Maestro de la fe católica

A pesar de su situación periférica, en adelante las Cartas Pastorales del obispo de Pasto iban a resonar con fuerza en todo el país y aun fuera de él. Se daba la circunstancia de que el límite sur de la diócesis coincidía unos 600 kilómetros con la frontera de la república del Ecuador, donde la Iglesia, pasados los años del presidente García Moreno, sufría violenta persecución religiosa del gobierno liberal del general Eloy Alfaro, alzado al poder en 1895, y que también prestaba su ayuda a los intelectuales y a los revolucionarios liberales de Colombia...

Así las cosas, el padre Ezequiel, en su primera pastoral de 1896 como obispo de Pasto, afirmaba con fuerza, contra los liberales, la excelencia de la fe cristiana y los beneficios inmensos que ésta trae a los hombres y a los pueblos no sólo para la vida eterna, sino también para ésta. Unicamente la fe en Cristo puede traer al hombre salvación, en tanto que las esperanzas puestas fuera de Él o en contra de Él son engañosas y llevan al desastre.

La historia de un siglo ha demostrado «que el nombre de libertad no significa otra cosa que corrupción de costumbres; que el de igualdad es la negación de toda autoridad; que con el de fraternidad se ha derramado a torrentes la sangre humana; que ilustración es no tener Dios, ni religión, ni conciencia, ni deber alguno, ni vergüenza siquiera; y que progreso es llegar a ser iguales al bruto, sin pensar en otra cosa que en multiplicar los goces, poner toda la felicidad en disfrutar de la materia, y desterrar toda idea de espiritualidad».

Palabras del obispo de Pasto como éstas, que hoy producen malestar hasta en su biógrafo (Mtz. Cuesta 286-287), fueron un primer aviso alarmante para los liberales colombianos, que estaban entusiasmados con el proyecto de construir su patria no sobre la roca de Cristo, sino sobre la arena de sus propias ideas. Así las cosas, cualquier conflicto mínimo sería suficiente para que los liberales iniciaran el linchamiento moral del obispo de Pasto.

En la visita pastoral que realizó en 1897 a varios pueblos de la frontera ecuatoriana, trataron de disuadirle, temiendo que sufriera algún atentado. El padre Ezequiel le contaba a Mons. Schumacher, de quien en seguida hablaremos: «Pasó mucha gente de Tulcán [población ecuatoriana de la frontera] para confesarse con los padres, y daba compasión verlos llorar, cuando se acercaban a ellos y les hablaban. Entre tanto los del Ecuador hacían el ridículo de reunir tropas en Tulcán, temiendo la invasión dirigida por mí y por vuestra Señoría Ilustrísima» (11-8-1897).

Defensa de Mons. Schumacher

La diócesis de Pasto, más próxima a las ciudades ecuatorianas de Tulcán, Ibarra o Quito, que a las grandes ciudades colombianas, como Cali, Bogotá o Medellín, se veía habitualmente inundada de periódicos liberales ecuatorianos, y éstos, aparte de su acostumbrada dosis de mentiras y calumnias contra la Iglesia, desencadenaron una campaña vergonzosa contra Mons. Pedro Schumacher, obispo de la sede ecuatoriana de Portoviejo, expulsado del Ecuador y refugiado en la diócesis de Pasto, así como contra un grupo de capuchinos que había corrido la misma suerte.

El obispo de Pasto, en su segunda Carta Pastoral, del año 1896, salió en defensa de estos fieles ministros de la Iglesia, y denunció públicamente a dos periódicos ecuatorianos, El Soyri de Quito, y El Carchi de Tulcán. Ambos eran «ofensivos y perjudiciales a las almas», y por lo mismo prohibía a sus diocesanos «formalmente el leerlos y, con más rigor aún, el suscribirse a ellos, comprarlos y propagarlos». El mismo año, en su tercera Carta, dispuso lo mismo respecto de la Voz Evangélica que se publicaba en la propia ciudad de Pasto, desenmascarando las trampas del pretendido catolicismo liberal.

Estas dos pastorales causaron gran revuelo dentro y fuera de la diócesis. Los liberales comprendieron en seguida que era urgente desprestigiar al obispo de Pasto, y pusieron manos a la obra con entusiasmo. «Ahora, escribe el padre Ezequiel, toda la saña de esos periódicos es contra mí. Me han puesto y me ponen de vuelta y media. Números enteros no contienen otra cosa que insultos contra mí. ¡Bendito sea Dios!» (23-12-1896).

Por el contrario, los fieles de la diócesis y otros muchos cristianos prestaron al padre Ezequiel adhesiones entusiastas. Entre éstas, una de las más significativas fue la del propio arzobispo ecuatoriano de Quito, que se atrevió a publicar la primera de las pastorales aludidas en su Boletín oficial. En cuanto a los obispos colombianos, casi todos pensaban como el obispo de Pasto, y la mayoría le apoyó siempre públicamente. Pero ninguno hasta entonces había denunciado las persecuciones antirreligiosas de los liberales con la claridad y la fuerza con que él lo hacía, como él mismo lo confiesa a su superior religioso:

«He sido el primero de los obispos en hablar con esa claridad en estos tiempos, y si subieran los radicales, no sé si me darían tiempo para correr. Sacerdotes de otras diócesis me han escrito llenos de entusiasmo y lamentando que otros no hablen. Tengo una carta muy curiosa de un padre Lazarista colombiano, en la que me hace historia de lo mucho que ha trabajado para que algún obispo hablara como yo hablo, y del miedo, o cosa parecida, prudencia de los [sic] a quienes se dirigió. No fueron más que dos, y tengo confianza que no serían cobardes, llegado el caso. Gracias a Dios, no hay malos obispo por aquí» (19-3-1897).

Conflicto del Colegio de Tulcán

Antes de la llegada del padre Ezequiel, desde 1891, había en la diócesis de Pasto, en Ipiales, un colegio regido por don Rosendo Mora, un liberal, ex-religioso de las Escuelas Cristianas. Poco después los párrocos de la zona denuncian que niega la divinidad de Cristo, la virginidad de María, y que incurre en otras herejías y blasfemias. El obispo diocesano, Mons. Caycedo, tuvo, pues, que intervenir en 1894, mandando a sus feligreses, bajo graves censuras eclesiásticas, retirar a sus hijos de tal colegio. Así lo hicieron, y el colegio tuvo que cerrar. Mora persistió en su actitud, y antes de someterse a los tribunales, huyó al Ecuador.

Pero el problema no terminó ahí, pues Mora, en agosto de 1896, reapareció al frente del Colegio Bolívar en Tulcán, Ecuador, justamente al otro lado de la frontera. De hecho, casi todos sus alumnos provenían de la diócesis de Pasto, y sólo tres eran ecuatorianos. Ante esta situación, Monseñor Moreno se vió obligado en conciencia a renovar la prohibición dada por su antecesor, cuya resolución reprodujo en una Circular de diciembre de 1896. Y hubo de repetir la orden a los padres de familia, en febrero de 1897, bajo pena de excomunión.

Fue entonces cuando Mons. Federico González Suárez, obispo de Ibarra, diócesis a la que pertenecía Tulcán, puso el grito en el cielo, pero sobre todo en la tierra, en Quito y Bogotá, y en la prensa, alegando, también en varios memoriales enviados a Roma, que Mons. Moreno había invadido su jurisdicción abusivamente. Esta división escandalosa entre obispos católicos produjo inmenso regocijo en los medios liberales, que tomaron partido, lógicamente, por el obispo de Ibarra.

Primera intervención de Roma (1898)

El padre Ezequiel, que no tenía miedo alguno a chocar con el mundo -«el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14)-, procuraba evitar por todos los medios los choques con los hombres de Iglesia, y si el bien de los fieles lo permitía, prefería callar o retirarse. En aquella situación concreta, se limitó a enviar a la Santa Sede un escrito, pero fuera de eso preferió guardar silencio:

«Esperar y nada más, escribe a un amigo, a pesar del ruidazo que han dado al asunto en el Ecuador. El pobre señor obispo de Ibarra anda preocupadísimo con la cosa, y habla, y escribe, hasta (según dicen) en periódicos liberales. Estos lo defienden todos. De aquí mandaron un escrito a un periódico de Guayaquil [Ecuador] a mi favor, pero sin yo saberlo, y lo he reprobado. No quiero ruidos, tratándose de otro obispo, y mucho menos, como he dicho, habiendo llevado la cosa a Roma, y teniendo que decidir allí» (24-2-1898).

Y al arzobispo de Quito le escribe: «Nunca me resolveré a discutir en los periódicos asuntos como el que nos ocupa, para no dar a los enemigos de la Iglesia el gran gusto de ver que discutan dos obispos sobre sus respectivos derechos, y, sobre todo, porque estando, como está, en Roma la cuestión, he creído, y creo, que debíamos esperar en silencio la resolución, y no anticiparnos a decidir cada uno por su cuenta... Los insultos de los impíos no me hacen miedo. Si en vez de insultos me prodigaran alabanzas, entonces sí tendría miedo, y examinaría mi conciencia, para ver en qué había faltado. Pero sí me preocupa la aflicción de los buenos, por una parte, y la risa de los impíos, por otra, y esto me hace desear un remedio, cueste lo que costare, por mi parte» (31-3-1898).

Mons. Enrico Sibilia, Delegado apostólico en Colombia, conocía personalmente a Mons. Moreno, y le estimaba y apoyaba en esta crisis, pero en Roma las cosas tomaban otro rumbo. El secretario de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, Mons. Luigi Trobetta, publicaba el 27 de abril de 1898 la sentencia dada sobre el asunto, totalmente favorable al obispo de Ibarra, en la que se mandaba «que el obispo de Pasto desista de su actitud belicosa contra el colegio de Tucán, y absuelva [de la excomunión], sin más demora, a los que ya incurrieron en ella».

El obispo de Pasto, cuando tuvo conocimiento de la sentencia, la aplicó inmediatamente (24-5). Y el 12 de mayo Mons. Giovanni Guidi, Encargado de Negocios de la Santa Sede en Ecuador, informaba a Roma muy negativamente sobre el obispo de Ibarra y el colegio de Tulcán...

Los liberales, conocida la sentencia romana, cantaron triunfo, y se burlaron de los católicos: aquella aprobación vaticana del colegio de Tulcán, decían, era una aprobación práctica del liberalismo. El clero de Pasto elevó a León XIII una exposición del asunto, haciendo ver que «estos enemigos declarados del magisterio infalible del Romano Pontífice, hoy lo invocan irónicamente para hacer creer a los pueblos que el Papa infalible acaba de autorizar las tantas veces condenadas doctrinas liberales» (21-7).

Renuncia a la diócesis de Pasto

Los obispos americanos, a fines del siglo pasado, debían realizar cada diez años su visita ad limina, y aquel año el obispo de Pasto estaba obligado a realizarla. Algunos le insistían en que debía recurrir la sentencia, pero él, que era tan atrevido ante los enemigos de la Iglesia, no quería en cambio crear a la Iglesia problema alguno, y se inclinaba más a renunciar a su diócesis y retirarse.

«Me han dicho, escribe a un sacerdote, que acuda de nuevo a la Congregación presentando nuevos datos. Pero como esto sería producir nuevos ruidos, de lo que soy enemigo, veremos si se presenta modo de arreglar la cosa sin esos ruidos, y sin que tenga por qué quejarse el Ilmo. señor Obispo de Ibarra. Si se tratara de otra persona, me importarían poco los ruidos. Pero se trata de un obispo, y hay que tratar el asunto con la mayor calma posible» (6-9).

Ese mismo día, el 6 de setiembre, Mons. Moreno presentó en la Santa Sede el documento de su renuncia. El día 10 le recibió León XIII, con el que pudo hablar, en latín, extensamente. El Papa no quiso hacer mención siquiera de la renuncia a la diócesis, y le recomendó acudir «de nuevo a la Sagrada Congregación». Así lo hizo, presentando el día 20 un largo memorial, acompañado de documentos. Hecho lo cual, partió hacia España para buscar misioneros y religiosas que quisieran ir a Colombia.

Roma confirma a Mons. Moreno

El 4 de noviembre emprendió regreso a Roma, donde halló que todo estaba más o menos donde lo había dejado. No acababan allí de entender el fondo verdadero del problema. Presentó, pues, nuevos memoriales el 1 de enero y el 1 de febrero.

«A una cosa tan sencilla le han dado un giro que no era de esperar. Ayer fue el padre Enrique al consultor» de la Sagrada Congregación, para entregarle un documento, «y por poco no le deja ni hablar, alabando lo bien que escribe el otro obispo [el de Ibarra] y fijándose sólo en que el colegio está en la otra diócesis, y que yo no debía condenarlo. ¡Como si esa fuera la cuestión! Yo presento la cuestión diciendo: Siendo el Rector del colegio un hereje público y notorio en la diócesis de Pasto, ¿puedo yo sostener la prohibición que dio mi predecesor a los padres de familia de Pasto de mandar sus hijos a oir las enseñanzas de ese hereje, por más que, huyendo de la justicia, dé sus lecciones en otra parte? He propuesto la cuestión clara y terminante, pero no se fijan en ella» (9-1-1899).

Por fin el cardenal Vanutelli, prefecto de la Congregación de Obispos, el 6 de febrero dio sentencia ajustada a ese planteamiento, afirmando que el obispo de Pasto «está en perfectísimo derecho de mantener la prohibición de su antecesor». Tras esto, en cuanto pudo, partió Mons. Moreno hacia España y Colombia. Su entrada en Pasto fue con arcos de triunfo y cantos, banderas y discursos, a los que tuvo que contestar con una Carta pastoral: «No os figuréis que deseemos ni queramos que esos honores terminen en nuestra pobre persona. El honor y la gloria son para solo Dios: Soli Deo honor et gloria (Sal 115,1)» (11-6).

En mayo de 1899, en la encíclica Annum Sacrum, dispuso León XIII que toda la humanidad fuera consagrada al Sagrado Corazón de Jesús. La diócesis de Pasto y cada una de sus parroquias estaba consagrada hace años al Corazón de Jesús, pero Mons. Moreno quiso responder a la encíclica, promoviendo la construcción de un templo votivo, que las religiosas betlemitas atenderían (Cta. Pastoral 28-8).

Guerra civil y pacifismo claudicante

Ya desde fines de 1899 pudo verse que la guerra civil iba a encenderse en Colombia. Tropas ecuatorianas incursionaban en el sur del país, y sobre todo el gobierno del Ecuador prestaba su ayuda a las fuerzas colombianas rebeldes, que estaban impulsadas por el espíritu liberal y antirreligioso. Esta guerra civil tuvo, pues, de hecho, un carácter marcadamente religioso, y el obispo de Pasto publicó sobre el tema varias cartas y circulares, con el fin de que «se piense a lo católico respecto de la guerra actual» (14-2-1900).

La guerra, sin duda, es un mal que tiene su origen en los pecados de los hombres, y es un castigo que Dios permite para purificación de la nación. Es preciso, pues, arrepentimiento, oraciones y penitencias. Pero es necesario también empuñar las armas, y no prestar oídos a los liberales pacifistas, hombres que pasan por honrados y prudentes, «que con nadie se meten, como ellos dicen, que tienen sonrisas afectuosas para la Religión y sonrisas complacientes para sus enemigos» (ib.).

En efecto, «no ignoran los enemigos de nuestra santa Religión que el poderoso resorte que mueve a nuestros pueblos a acudir a los campos de batalla de un modo voluntario... es el convencimiento de la santidad de la causa que defienden, y por eso dichos enemigos acogen con indecible gusto y reproducen y reparten con profusión todo escrito que pueda apagar en algo ese fuego sacro que improvisa guerreros y forma héroes» (Circular 25-7-1900, extracto).

Es sólo una trampa. «Cuando los masones y liberales ecuatorianos y colombianos, mandados y empujados por Alfaro, Presidente masón del actual Gobierno ecuatoriano, nos acometían una y otra vez con barbarie y salvajismo; cuando nuestros soldados estaban hambrientos y próximos a desfallecer por falta de recursos; cuando no les quedaba otro aliciente para seguir en sus puestos, que lo santo y noble de la causa que defendían, ni otro motivo que su religión y su fe, salían en abundancia de todas partes escritos funestos, capaces de hacer desmayar a los más valerosos. Algunos de los mismos que nos hacían la guerra, recordaban que Jesucristo había predicado la paz; que su religión es de paz, y ¡paz, paz! gritaban, al mismo tiempo que alistaban tropas contra nosotros» (Circular 30-11-1900).

En la Pastoral de cuaresma volvió el obispo de Pasto a denunciar «las varias maneras con que muchos de los que se llaman católicos ayudan a los revolucionarios». Son éstos, siempre «moderados», que estiman la «tranquilidad pública» como el bien supremo. «Esos católicos tolerantes, condescendientes, blandos, dulces, amables en extremo con los masones y furiosos enemigos de Jesucristo, guardan todo su mal humor para los que gritan ¡viva la Religión! y la defienden sufriendo continuas penalidades y exponiendo sus vidas». Para ellos estos últimos son «exagerados e imprudentes, que todo lo comprometen, con perjuicio de los intereses de la Iglesia» (10-2-1901).

Segunda intervención de Roma (1901)

Terminó la guerra por fin, y ciertamente en la victoria del ejército colombiano sobre los liberales rebeldes y sobre los ecuatorianos cómplices tuvo buena parte el obispo de Pasto, con sus ardientes escritos. En ellos no hizo otra cosa que exponer la doctrina de la Iglesia acerca del liberalismo y las condiciones de la guerra justa, rechazando con Pío IX el pacifismo falso del principio de no intervención (Syllabus, 1864, proposición 62), o haciendo suyas las condenaciones de León XIII contra un americanismo deseoso de conciliar la Iglesia con el mundo (Testem benevolentiæ, 1899).

La enseñanza antiliberal del obispo de Pasto, tan clara y persuasiva, venía siendo la contrariedad principal de los liberales ecuatorianos y colombianos, los cuales sentían la apremiante necesidad de silenciarlo y apartarlo como fuese. Ocasión propicia para ello se les ofreció cuando, por aquellas fechas, la Santa Sede inició conversaciones con el Gobierno ecuatoriano, llevadas entre Mons. Pietro Gasparri, Delegado apostólico en el Ecuador, y el ministro José Peralta. Ellas dieron lugar a que, el 14 de mayo de 1901, el Delegado apostólico en Colombia enviase al obispo de Pasto un telegrama en el que le comunicaba que, en vista de esas negociaciones, «quiere Su Santidad que Usía. Ilma. se abstenga de toda publicación u otros actos cualquiera». Mons. Moreno quedaba así de nuevo descalificado ante la opinión pública desde Roma, como había ocurrido ya en 1898 con el conflicto de Tulcán.

Así lo interpretó el padre Ezequiel en cartas privadas: «No escribiré más, porque me dicen que no escriba, pero está pasando lo que pasó cuando lo del Colegio. Los liberales cantan triunfo, porque Roma ha corregido mi conducta y me ha impuesto silencio. Al periódico El Tiempo, de Guayaquil, le dicen, por telegrama, de Quito el 8 de mayo: "El Diario de hoy, en largo editorial, avisa que la escandalosa conducta del obispo de Pasto, fray Ezequiel Moreno, obligó al Gobierno a enviar a Roma los escritos y discursos de éste, pidiendo un remedio para que cesen en consecuencia. Hoy el ministro de Relaciones Exteriores ha recibido un cablegrama que dice que la queja ha sido atendida por el Pontífice, y que se han impartido al obispo Moreno las órdenes del caso"... ¿Qué hago yo de obispo de Pasto? Si tuviera dinero, iría de nuevo a Europa, a ver si me admiten la renuncia, o me rehabilitan de algún modo, porque aquí ¿qué provecho podré hacer? Los pueblos no saben más que esas cosas que se dicen del obispo y que el papa lo ha hecho callar, porque los liberales se han quejado de él» (6-6-1901). «Para uno que sabe cómo obra la Santa Sede, tiene explicación el telegrama: Alfaro exigió indudablemente mi silencio para entrar en arreglos» (14-8-1901).

En julio le llega al obispo de Pasto un nuevo telegrama en el que se le ordenaba, más todavía, que interpusiera su autoridad para que sus diocesanos guardaran también silencio. Y en setiembre el Delegado apostólico, Mons. Antonio Vico, le hacía llegar una nota en la que le expresaba la satisfacción del Papa por su obediencia, le reiteraba la orden de seguir callado y le apremiaba a que silenciase «la campaña que el clero de Pasto ha emprendido contra el Gobierno del Ecuador»...

Nueva idea de renunciar a la diócesis

El padre Ezequiel envió una larga respuesta al Delegado apostólico, llena de humilde obediencia y de atrevida firmeza. Su argumentación era muy fuerte, pero no sabemos qué reacción produjo en Mons. Vico:

«Me parece del caso recordar como defensa de un cargo que estremece, que antes de que yo viniera a Pasto, los intereses de la religión estaban ya comprometidos y conculcados en aquella República [del Ecuador], puesto que su Gobierno había ya desterrado obispos y comunidades religiosas. No se dirá que fui yo causa para que el Gobierno del Ecuador perjudicara entonces los intreses de la religión, como no puede decirse que lo sea ahora de lo que ha hecho en contra de la Santa Iglesia, después de que se me impuso silencio. El senado del Ecuador ha rechazado con desdén y de un modo injurioso a la Santa Sede» los Protocolos establecidos entre Mons. Gasparri y el ministro Peralta. «Esos eran los intereses de la religión que se temió comprometiera el obispo de Pasto, y por eso se le hizo callar, cuando comenzaron las gestiones».

Por otra parte, «llegan del Ecuador a mi diócesis varios periódicos plagados de obscenidades y herejías», rebajando la autoridad de la Iglesia, con ocasión de los Protocolos rechazados, y «publicando los errores más crasos sobre la soberanía del Romano Pontífice y misión de sus Delegados. ¿Dejaré que mis diocesanos lean todas esas cosas con peligro de su fe, y perjuicio de los derechos de la Santa Sede?». Téngase en cuenta además que los diocesanos de Pasto, viendo a su pastor silenciado por Roma, quedan especialmente sujetos a caer en esos errores. «Este peligro de las almas que me están encomendadas me pide que hable, pero la Santa Sede me ha mandado callar en lo que se relacione con el Ecuador... En vista de esta situación me ocurre renunciar y salir de la diócesis». Pero tal decisión podría acrecentar la confusión y el escándalo, pues «si renuncio y me retiro de la diócesis, aumentará esa alegría de los impíos y considerarán su triunfo completo»...

El modo pastoral de combatir el liberalismo

A finales de 1901 pudo leer fray Ezequiel un libro publicado por el Vicario Obispo de Casanare, su querido paisano fray Nicolás Casas, Enseñanzas de la Iglesia sobre el liberalismo. Y en una carta privada lo comentaba diciendo: «Es una belleza en la parte teórica, pero una verdadera calamidad en la parte práctica. ¡Dios nos salve!» (12-8-1902).

Para refutar este libro escribe unas Instrucciones al clero de su diócesis sobre la conducta que ha de observar con los liberales en el púlpito y en algunas cuestiones de confesonario (1902), que fueron apoyadas y difundidas por los tres Pastores de su provincia eclesiástica, los obispos de Popayán, Garzón e Ibagué. Es quizá uno de los documentos más significativos de San Ezequiel Moreno. En él se perfila la figura clásica de aquellos santos obispos de la Iglesia, que se estrellaban contra el mal del mundo, y que con frecuencia acababan en la cárcel o el destierro.

A diferencia de Mons. Casas, enseñaba el santo obispo de Pasto que no sólo el liberalismo en abstracto, sino también el partido liberal, que le da su concreta fuerza histórica maligna, debe ser abiertamente denunciado e impugnado por la Iglesia. El liberalismo está haciendo estragos en el pueblo cristiano, y «por desgracia, se le ataca de un modo deficiente... Creen unos que a ese monstruo se le puede matar con abrazos y cariños; otros creen que hay que tratarle como a enemigo que es, pero este enemigo se lo forjan puramente ideal». Pues bien, «no es posible que muera ese monstruo ni con abrazos, ni dando golpes al aire, o a solas las ideas». Es preciso impugnarlo en sus encarnaciones históricas concretas, como es el partido liberal, y cuando lo exija el bien de los fieles, dando incluso los nombres de los liberales más peligrosos. «Jesucristo llamó raposa al rey Herodes, así, nominatim. San Juan, el apóstol de la caridad, habla nominatim contra Diotrephes. Y si San Pablo pudo encararse con Elimas el mago, y decirle lo que le dijo, ¿no podremos nosotros hacer lo que es menos que eso?»...

Mons. Vico, el Delegado apostólico, tenía a Mons. Moreno en mucho aprecio, pero, de todos modos, en este caso «no se pronunció. Tuvo alabanzas para los dos libros, y los dos los envió a Roma» (Mtz. Cuesta ib.). Por su parte, el Gobierno ecuatoriano, en 1903, envió a Bogotá a su vicepresidente para que gestionara la deposición del obispo de Pasto.

Conviene notar en todo esto que, como obispo, el padre Ezequiel seguía la misma norma para enfrentar todo género de males, tratáranse éstos del liberalismo o de otros abusos diversos, siempre que amenazaran la salvación de los hombres. Así le vemos actuar, por ejemplo, cuando en Sibundoy se produjo un grave conflicto entre los indígenas y algunos colonos blancos, que habían ocupado parte de sus tierras. Los capuchinos apoyaron a los indígenas, y los colonos se revolvieron contra los frailes. Inmediatamente el señor obispo de Pasto apoyó a frailes e indígenas. Tomó la pluma «y denunció los atropellos y abusos de algunos colonos, a quienes no dudó en citar con nombres y apellidos. Ellos eran los verdaderos culpables. Eran ladrones, porque se habían apropiado de cosas ajenas» (21-4-1903); +Mtz. Cuesta 457).

Paz y concordia

Tras los sufrimientos de la guerra, eran tiempos, así llamados, de paz, especialmente aptos para las concesiones más lamentables. El padre Ezequiel no las tenía todas consigo: «Ahora sí estamos ya en paz, o sin tiros, que no es lo mismo... Hemos estado ya de fiesta por la paz, pero no me ha calentado esta paz, y veo venir, no tardando mucho, un liberalismo moderado, peor que el violento» (13-1-1903). Ante esta situación de peligrosa ambigüedad, el obispo de Pasto se ocupó en mostrar claramente a los fieles la fisonomía de la engañosa paz del mundo, nacida de la cesión y la complicidad, al mismo tiempo que les animaba a procurar la paz verdadera, aquella que descansa en un orden verdadero, que sólo en Cristo se puede establecer (+Carta pastoral cuaresma 1903; Circular 25-11-1904).

Efectivamente, en estos años se avecinaba el arreglo político entre católicos y liberales con la renuncia a la confesionalidad del Estado. Es decir, la concordia nacional, procurada en Colombia por los liberales y por los católicos afectos a ellos, venía a reconocer que el bien común de la nación, en sus concretas circunstancias históricas, había de conseguirse mejor dejando a un lado la confesionalidad del Estado (hipótesis).

Por el contrario, el santo obispo de Pasto estaba convencido de que la confesionalidad cristiana del Estado, en un pueblo de inmensa mayoría católica, aunque pudiera dar ocasión a ciertos males, que podían y debían ser evitados, era sin duda preferible a la secularización del Estado, de la que ciertamente iban a seguirse males mayores (tesis). Por eso se oponía abiertamente a la concordia propugnada por los liberales.

Y «conste, decía, que no queremos ni pedimos guerra, al no querer la unión con los liberales para gobernar la nación. Sólo queremos que no se haga esa unión, porque es en perjuicio de la religión nacional, que es la católica, apostólica, romana... Eso no es querer guerra. Es hacer que la nación sea gobernada con los principios del catolicismo, a lo que tiene derecho la inmensa mayoría de los ciudadanos de la nación, que se precian de ser católicos» (Circular 14-9-1904). El veía claramente que la coalición de cristianos y liberales, de hecho, sólamente era posible aceptando sin reservas, aunque sea poco a poco, todos los planteamientos de los liberales.

En setiembre de 1904, el obispo de Pasto publica una Circular en la que extiende a sus diocesanos la prohibición de leer el diario Mefistófeles, dictada por el arzobispo de Bogotá, Primado de Colombia. En esa Circular fray Ezequiel impugna de nuevo el concepto liberal de concordia y de paz, que no significan sino retroceso y perjuicio de los católicos. La alianza de tal concordia «debe llamarse cesión de los católicos por flojedad en su fe, o, lo que es más probable en algunos, por afición a la nueva vida de las sociedades, a las ideas modernas, al derecho nuevo condenado por los pontífices romanos... La concordia, tal como se está entendiendo y practicando, es una verdadera calamidad para la fe y la religión, y por eso clamamos contra ella desde un principio».

El santo obispo de Pasto, viviendo en un pueblo de amplia mayoría católica, condena la secularización del Estado desde un principio, esto es, decenios antes de que esta secularización se impusiera como elemento desintegrador de Colombia y de tantas naciones de la América hispana...

Linchamiento moral del obispo de Pasto

Los liberales colombianos, que habiendo perdido en la guerra estaban a punto de ganar en la paz, comprendieron en seguida que la concordia por ellos propugnada no era posible sin el previo aplastamiento del obispo de Pasto. Era necesario acabar de una vez con aquellas cartas pastorales y circulares que suscitaban el entusiasmo de los católicos, y eran publicadas y reimpresas aquí y allá, con el apoyo de un buen número de obispos.

La prensa liberal, dada la urgencia del caso, se aprestó con toda solicitud al linchamiento de fray Ezequiel. El primer biógrafo de éste, el padre Toribio Minguella, obispo de Sigüenza, recoge en su libro algunas muestras de la prensa agresiva. «Desde El Espectador, de Medellín, al parecer formal, y literariamente bien escrito, hasta el chocarrero Mefistófeles, la descaradísima Fusión, y tantos otros de igual o parecida estofa, apenas hubo periódico liberal, o con vista al liberalismo, que no clavase el diente de la calumnia en el Ilmo. señor Moreno».

El obispo Moreno era un fraile ignorante, incapaz de comprender las libertades modernas, y que para «firmar los mil disparates que publica en sus cartillas pastorales necesita de mano extraña». El pobre obispo de Pasto pertenece «a esa cáfila de frailes importados de España y rechazados hoy de allá y de todas las naciones civilizadas». Puede decirse que «su cerebro es la Montaña Pelada, en que el odio brilla con siniestros fulgores y las pasiones gruñen como gatos monteses encorvados»... (Biografía 340-345; +Mtz. Cuesta 517).

Por esas fechas, en conspiraciones de Bogotá, se intrigó cuanto se pudo en el Gobierno y en ambientes eclesiásticos para conseguir la deposición del obispo de Pasto, llegando a formarse una terna de candidatos a la sustitución. De Tulcán llegaban amenazas más claras: «Si no retiran de Pasto al fraile Moreno, ya sabremos nosotros cómo retirarlo». La eliminación física del padre Ezequiel era una posibilidad que sus enemigos no descartaban.

De hecho, en el Proceso apostólico de Tarazona, testificó el padre Julián Moreno que en una ocasión, al abrir la puerta de la habitación del obispo, encontró al padre Ezequiel y a un frustrado asesino que, arrodillado y todavía con el cuchillo en la mano, le pedía perdón (+Mtz. Cuesta 521).

Tercera intervención de Roma (1904)

En noviembre de 1904 un telegrama anunció a los obispos colombianos la llegada de Mons. Francesco Ragonesi, nuevo Delegado apostólico, en el que, además de comunicar la felicitación del Papa al presidente Reyes, se decía también: «Tiene también el encargo de asociarse al ilustre clero colombiano para trabajar en el sentido de ayudar y facilitar al jefe de la Nación colombiana sus esfuerzos en favor de la paz, del orden y de la Concordia, a cuya sombra la Iglesia gozará de libertad y garantías».

El padre Ezequiel leyó tal mensaje con alarma, previendo la suerte que se le avecinaba a Colombia. Y en cuanto a la suerte suya personal, en una carta privada expresa sus previsiones: «Recibí una carta, en que me dicen que el Excmo. señor Encargado de Negocios de la Santa Sede me escribía sobre el asunto de mi separación de aquí, que llevan los sectarios entre manos» (10-11-1904)...

Tal separación llega a serle intimada, pero en todo caso, Mons. Ragonesi, a las tres semanas de su llegada a Colombia, y sin oirle previamente, envía al obispo de Pasto unas instrucciones precisas, que, favoreciendo de hecho a los liberales, implican una censura de su conducta pastoral. Según ellas, debía abstenerse de toda intervención en temas de política y, atendiendo a los deseos del Papa, había de apoyar con todos sus medios, con los demás obispos, al presidente General Reyes (+Mtz. Cuesta 526-529).

En ese tiempo, tanto el cardenal Merry del Val, Secretario de Estado, como el Delegado apostólico, apoyan decididamente al General Reyes, presidente de la concordia. Como escribe el padre Ezequiel acerca del Delegado, «éste sigue con su concordia, apoyando a Reyes, y ya estamos viendo lo que da la Concordia: representantes, Ministros y empleados liberales» (3-3-1905).

Así las cosas, la instrumentalización política del telegrama antes aludido produjo gran confusión en los medios católicos. Varios obispos lo advirtieron y lo lamentaron, pero el obispo de Pasto, a 900 kilómetros de la capital, hizo algo más que lamentarse, y envió un telegrama al Señor Presidente de la República, precisando el sentido de la palabra concordia, y asegurándole que en modo alguno el Papa se reconciliaba con el liberalismo moderno.

El dicho telegrama cayó en Bogotá como una bomba, y el Gobierno, después de protestar ante el Delegado apostólico, envió un diplomático a Roma para que obtuviera la deposición del obispo de Pasto, que estaba en «completa rebelión contra la autoridad civil en su política concordista». Mons. Ragonesi se alineó rápidamente con el Gobierno, y envió un elocuente telegrama al lejano obispo de Pasto, blanco de las iras generalizadas: «¿Para la diócesis de Pasto no existe el orden jerárquico sabiamente establecido por los Romanos Pontífices, al enviar sus representantes cerca del Gobierno? Piense si con este sistema favorece los intereses socio-religiosos, y tenga la bondad de responderme» (9-4-1905).

Convocado a Bogotá el obispo de Pasto, Mons. Ragonesi le aplicó una «requisitoria detallada y severa». Como dirá aquél en una carta privada, el Delegado encontró un pecado en cada una de las palabras del telegrama (+Mtz. Cuesta 546). Así las cosas, por exigencia del presidente Reyes presentada por el Delegado apostólico, Mons. Moreno hubo de escribir una explicación pública de su nefando telegrama. Así lo hizo humilde y pacientemente, después de laboriosas redacciones y correcciones, y sin contrariar su propia conciencia.

Hagamos notar que en todas estas luchas tan enojosas el señor obispo de Pasto contó siempre con el apoyo de varios obispos, y sobre todo con la adhesión entusiasta de su clero y de sus feligreses diocesanos. En conjunto puede decirse que recibió aún más alabanzas que insultos, y por otra parte que éstos no le hacían mella alguna.

En uno de sus últimos documentos públicos, dedicado a mi amado y venerable clero, fray Ezequiel, comentando unos ataques de El Grito del pueblo, diario de Guayaquil, comenta: «Considero como elogios los insultos que lanza contra mí ese periódico que insulta al papado y ensalza a los enemigos de la Iglesia, y declaro que, si en vez de insultarme, me hubiera ensalzado, hubiera protestado en el momento contra lo que hubiese dicho en mi favor» (14-10-1905).

Santidad personal

Contando las aventuras del santo obispo de Pasto, apenas nos han quedado páginas para dar cuenta de su diaria actividad pastoral, tan intensa y fecunda. No hemos podido acompañarle en sus visitas a las parroquias, cuando animaba a los curas o se entretenía en las catequesis de los niños, sentado a veces con ellos en el suelo. No le hemos visto introducir la Adoración Nocturna, el mes de mayo dedicado a la santísima Virgen, los días 19 en honor de San José, ni hemos escuchado sus frecuentes homilías e instrucciones, con ocasión de retiros o reuniones. Tampoco le hemos seguido en sus visitas a los enfermos y a los pobres, que fueron siempre su amor predilecto... Esta vida pastoral ordinaria, y no su actividad pública más notoria, es lo que se llevó la mayor parte de sus días y de sus fuerzas.

Tampoco nos hemos asomado apenas al mundo maravilloso de su vida interior. Y aunque sea brevemente, hemos de subsanar ahora tan imperdonable omisión. Conocemos varias relaciones concretas de sus horarios acostumbrados (+Mtz. Cuesta 234, 301, 425), y por ellas sabemos que dormía, a menudo en el suelo, unas cinco horas, y que dedicaba diariamente a la oración unas seis horas, distribuidas desde las cinco de la mañana en diversos momentos del día. Durante la oración, como él mismo atestigua, el Señor le dejaba normalmente en el desierto de la aridez:

«Es lo ordinario que nuestro buen Dios me tenga amándole sólo con la voluntad, sin que este corazón sienta lo que la voluntad quiere. ¡Él sea bendito! No sé el tiempo que tendrá señalado para que yo le ame sólo a puro esfuerzo de voluntad, sin experimentar esos consuelos que tanto facilitan los caminos del sacrificio y que hacen de la tierra un cielo. Este cielo en la tierra no lo tengo» (Minguella, Biografía 446; +Mtz. Cuesta 447-448).

El amor del santo obispo de Pasto estuvo siempre centrado en el sagrado Corazón de Jesús, y fomentó siempre en los demás esta devoción, acentuando sobre todo la solidaridad de amor debida a los dolores internos de ese Corazón santo. Las duras y sangrientas penitencias con que afligía su cuerpo -cuando el padre Minguella las describe, tiene sobre su mesa los terribles cilicios y disciplinas que el santo usaba (+Mtz. Cuesta 448)- han de entenderse, antes que nada, como un modo de participar en los dolores del Corazón de Cristo, en los que se produjo la expiación suprema por el pecado del mundo.

«Yo quiero sufrir en tu compañía, con tu divina gracia. Yo me compadezco de tus agonías, y te las agradezco con toda mi alma y os amo, Jesús mío, os amo con todo mi corazón»... «Yo, Amado de mi alma, para imitaros, abrazo con el más tierno afecto los dolores, las enfermedades, la pobreza y las humillaciones, y las considero como hermosas partecitas de tu Cruz. Como vos, oh amor mío, quiero vivir pobre, ultrajado, menospreciado, adolorido, llagado de pies a cabeza, clavado con Vos en la Cruz. Y si os place, llegar en ella, como Vos, hasta el extremo de ser abandonado y privado de la sensible asistencia del Padre Celestial» (+Mtz. Cuesta 446-447).

Este amor al Crucificado es lo que explica en San Ezequiel Moreno, obispo, el atrevimiento sin límites de su acción pastoral, únicamente finalizada en el honor de Dios y el bien de los hombres. Y ese enamoramiento de Cristo es lo que da razón, igualmente, de la extremada pobreza personal de fray Ezequiel: pobreza, miseria casi, en sus ropas personales, escasas, viejas y remendadas; frugalidad en sus comidas; austeridad absoluta en sus viajes -absteniéndose a veces de visitar santuarios o familiares, o de acudir a restaurantes, alojándose en conventos pobres, o de socorrer a sus propios parientes pobres-; privaciones personales máximas para máximas limosnas a los pobres...

Él había hallado en Cristo su tesoro, y para adquirirle, se desprendió de todo (Mt 13,44). Con tal de gozar del amor de Cristo, todo lo demás le parecía nada y estiércol (Flp 3,8). Él, en medio de tantas persecuciones y miserias del mundo, e incluso del mundo eclesiástico, hacía suyo el convencimiento absoluto del Apóstol: «Nuestras penalidades, que son momentáneas y ligeras, nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente; y nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; porque las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,17-18).

Enfermedad y muerte

Se terminan ya las luchas del capitán de Cristo. A finales de 1905 una llaguita del paladar, que no se le quitaba nunca, fue el primer anuncio de un cáncer mortal. Muchos cristianos y comunidades religiosas piden al Señor por la salud del santo obispo de Pasto. «Yo no la deseo, escribe él, aunque tampoco la rechazo. Estoy muy conforme con lo que Dios nuestro Señor quiera, y, puesto que tanto se le pide, hay que descansar en lo que él quiera hacer. ¡Qué consolador es todo esto!» (27-10-1905).

Los tratamientos de su enfermedad son notoriamente insuficientes, y una comisión del clero diocesano -dos jesuitas, dos capuchinos, dos filipenses, el Vicario y otro sacerdote secular- vienen un día a exigirle que se vaya a Europa para recibir la atención médica precisa. El les atiende y parte el 13 de enero de 1906. Es operado en Madrid el 14 de febrero, y otra vez el 29 de marzo.

El doctor Compaired declaraba: «Me causó admiración extraordinaria la fortaleza de ánimo, el valor cristiano, la paciencia sin límites, la resignación placentera, la sumisión y obediencia admirables y la resistencia al dolor hasta el heroísmo santo, heroísmo de santo y de bienaventurado» que mostró el obispo de Pasto. A pesar de los muchos dolores, no perdía su humor de siempre, y así, cuando perdió casi completamente el oído, y el padre Minguella vino con otros a visitarle, les dijo: "Pueden murmurar de mí a mansalva, porque no oigo nada"» (+Mtz. Cuesta 568).

El 1 de junio es trasladado a Monteagudo, a morir en el convento donde había iniciado su vida de agustino recoleto, y allí escoge una habitación pequeña, con tribuna a la iglesia. Sus dolores son atroces, pero como declaraba su fiel acompañante, el padre Alberto Fernández, «en esta enfermedad es donde ha probado su virtud acrisolada... En todo el tiempo de la enfermedad no he observado un acto de impaciencia, y ni perder un momento su dulzura habitual y su modo de ser» (23-7-1906).

El 18 de agosto pasa una noche muy agitada. Hasta que a las seis de la mañana se sienta en la cama, arregla cuidadosamente las ropas, alisándolas y estirándolas bien. Otra vez tendido, sube la ropa hasta el cuello, y tras sacar los brazos, queda inmóvil un par de horas, en absoluta tranquilidad. Y a las ocho y media, teniendo 58 años de edad, descansa en el Señor. Su cuerpo incorrupto se venera hasta hoy en Monteagudo.

Última intervención de Roma (1992)

La muerte dió a fray Ezequiel Moreno Díaz el descanso eterno, y produjo también no pequeño descanso en muchos hombres del mundo y de la Iglesia. Efectivamente, en la historia de la Iglesia en América no es fácil encontrar un obispo que haya resultado tan molesto para el mundo -para el mundo hostil al Reino, se entiende- y para ciertos hombres de Iglesia. También es cierto que pocos obispos han alegrado y confortado tanto con sus acciones a los católicos fieles. Los obispos actuales de Colombia, que tanto han procurado la canonización de fray Ezequiel, saben bien que la devoción al santo obispo de Pasto permanece viva en aquel pueblo cristiano, que no le olvida.

Fray Ezequiel Moreno Díaz dió ocasión, también con su muerte, a un buen número de telegramas procedentes de Colombia, pero esta vez eran de sincera condolencia. En 1910 se abre el Proceso informativo en Tarazona, y años después en Manila, Pasto y Bogotá. En 1975 es beatificado por Pablo VI. Y el papa Juan Pablo II lo canoniza en Santo Domingo, el 11 de octubre de 1992, en el V Centenario de la evangelización de América.