Capítulos 33-34

El amigo de Dios

Estos dos capítulos están cuajados de relatos que nos subrayan la gran intimidad del mediador con su Dios. La intimidad de Moisés con el Señor es asombrosa y es precisamente debido a esa intimidad por lo que es mediador entre Dios y el pueblo: parece que Moisés no hace más que subir al monte y bajar de él, y lo que transmite a su pueblo es lo que ha recibido en la presencia de Dios (comparar, por ejemplo, 34,4-5 con 34,29-32).

Es sobre todo en el monte -lugar donde parecen encontarse el cielo y la tierra- donde Moisés trata con el Señor. Yahveh baja «en forma de nube» (34,5), es decir, envuelto en su misterio. Allí o en la Tienda del Encuentro «Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33,11). El Señor, sin dejar de ser el invisible, establece con Moisés una comunicación profunda y una comunión de vida -«amigo»- insospechadamente íntima.

El autor sagrado no encuentra palabras para conjugar esta experiencia real y vivísima de Dios con el hecho de que Dios es «siempre más», más de lo que el hombre puede concebir, entender o experimentar. A la audaz petición de Moisés («déjame ver tu gloria»: 33,18), Dios le responde: «Mi rostro no podrás verlo» (33,20), y de hecho sólo ve su espalda (33,23). Dios se deja ver y sin embargo nunca del todo. Dios «hace pasar» ante la vista de Moisés toda su bondad (33,19) y Moisés tiene experiencia real de Dios. El salmista exclamará: «Gustad y ved qué bueno es el el Señor» (Sal 34,9). Pero Dios es inagotable.

Además, es en esta inefable experiencia de Dios donde se apoya la intercesión de Moisés por el pueblo pecador, por el pueblo que ha roto la alianza. Al contemplar al «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (34,6-7: Notar que es Dios el que se da a conocer a sí mismo; Moisés sólo puede «invocar») encuentra la base sólida para interceder por el pueblo y alcanzar el perdón de su iniquidad y pecado (34,8-9). Y gracias a esta intercesión Dios devuelve al pueblo las tablas de la ley que habían sido destruidas, y restaura la alianza que había sido rota (34,10-28).

Más aún, la experiencia de la intimidad divina se refleja incluso en su rostro: cuando Moisés sale de hablar con el Señor su rostro irradia con el resplandor y la luminosidad propios de Dios (34,29). El pueblo mismo percibe en el rostro de Moisés algo de la bondad inagotable de Dios que él ha contemplado «cara a cara».

Para nosotros, hombres del Nuevo Testamento, hay esperanza de llegar a esa misma intimidad, -o mayor-, pues lo que antiguamente se dió sólo a Moisés ahora se ofrece a todo el que acepta dejarse introducir en la amistad de Dios: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos» (2Cor 3,18). A diferencia de Moisés, reflejamos la gloria divina de manera permanente y no pasajera, además de que esta gloria es incomparablemente superior a la de la antigua alianza (2Cor 3,6-11).

Finalmente, los capítulos 35-40 nos indican que las normas sobre el culto dadas por Yahveh se han cumplido: «Moisés hizo todo cuanto el Señor le había ordenado» (40,16). Más aún, todo lo realiza «según el modelo mostrado en el monte» (25,40). Así, una vez restaurada la alianza por la intercesión de Moisés (34,10-28), el pueblo dispone de un lugar de culto para encontrarse con su Dios (40,34-38) y de unos ritos que recuerdan y actualizan las acciones salvíficas de Dios y su perdón. En el centro y en lo más sagrado del templo y del culto está el arca (37,1-9) que contiene el documento de la alianza, recordando el permanente compromiso de Dios con su pueblo y del pueblo con su Dios.