III Parte

Monjes

«Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6,10)

Situación de la Iglesia en el mundo

En el período que ahora estudiamos, que va del Edicto de Milán (313) a la muerte de San Benito (557), cesadas las persecuciones, van a plantearse cuestiones nuevas sobre la relación de los cristianos con el mundo. No del todo nuevas, pues, como dije, ya en los primeros siglos se alternaban tiempos de persecución y de paz. En la persecución, hay mártires y hay lapsi, pero predomina el temple heroico en los cristianos. En la paz, los fieles bajan la guardia fácilmente, y no pocos comienzan a acomodarse en el mundo lo mejor que pueden, olvidando así la primacía del Reino, y dándosela a las añadiduras temporales.

En el año 251, por ejemplo, cuando después de un período de relativa tranquilidad Decio decreta duras medidas contra los cristianos, San Cipriano considera la nueva persecución como una amarga medicina necesitada por la Iglesia para sanar de su lamentable mundanización: «El Señor ha querido probar a su familia, y ya que la paz prolongada había relajado la disciplina moral recibida de nuestros mayores, la justicia de Dios ha querido levantar de nuevo nuestra fe, que yacía, por decirlo así, postrada y adormecida» (De lapsis 5 y 6).

Ahora, hacia el 300, estamos ya, sin embargo, al fin de las persecuciones. Los cristianos son cada vez más numerosos, aunque aún minoría, en todo el Imperio; pero en algunas regiones, como en Armenia (295), llega a declararse el cristianismo religión oficial. Todavía, sin embargo, en el 303 se desencadena la persecución de Diocleciano, una de las más terribles sufridas por la Iglesia primera. Pero en el 312, en la batalla de Ponte Milvio, se produce la conversión del emperador romano Constantino (280-337), que en el Edicto de Milán, asegura definitivamente la libertad de la Iglesia. Los obispos reciben honor de senadores, el clero cristiano hereda los privilegios de los sacerdotes paganos, las iglesias y grandes basílicas se multiplican, la Cruz viene a ser el signo fundamental del Imperio, se legisla en favor de la familia y la moralidad pública, se proscribe la crucifixión (315), se moderan las luchas de gladiadores y ciertos castigos a los esclavos, comienza a celebrarse civilmente el domingo (321).

El mundo secular, en fin, va cambiando notablemente a lo largo de todo el siglo IV; aunque no sin resistencias, pues el paganismo tiene todavía mucha fuerza en las mentalidades y costumbres, y también en personas de prestigio. El cristianismo es ya, en todo caso, la fuerza principal inspiradora de la vida imperial, y los cristianos desempeñan las autoridades públicas más importantes. Ser cristiano ahora es en el mundo más una ventaja que un peligro. Y los paganos, ante la nueva situación, afluyen en masa a la Iglesia, algunos por oportunismo, pero muchos por sincera apertura al nuevo espíritu que lo va animando todo. Se celebran importantes Concilios regionales, y también ecuménicos (Niceno I, 325, Constantinopolitano I, 381, Efesino, 431), y se organiza mejor la liturgia y la catequesis.

Y con todo ello... el descenso espiritual del pueblo cristiano, en su conjunto, es indudable.Va quedando ya poco del heroismo generalizado de los tiempos martiriales. El árbol de la Iglesia ha crecido más y más, pero sin las podas periódicas de las persecuciones, que aseguraban antes su purificación, y sobre todo sin la lucha espiritual extrema, que antes ocasionaba su fortalecimiento. Son muchos los discípulos de Cristo que se acomodan al mundo, procurando disfrutar de él con fervor de mundanos neófitos, conversos a la mundanidad: buscan riquezas, prestigios y poderes, procuran poseer lo más posible, y tratan de conciliar el espíritu del mundo -el de siempre: la triple concupiscencia que lo invade todo (1Jn 2,16)- con su vocación cristiana.

El diagnóstico de San Jerónimo (347-420) es claro: «Después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1).

Él mismo, rechazado en Roma por su rigor ascético, de donde hubo de marcharse, describe con pena la nueva situación que va estableciéndose. Con ironía describe, por ejemplo, el tipo de clero que se va imponiendo, que más parece «desposado que clérigo». En efecto, «madruga más que el sol, e inmediatamente traza el orden de sus visitas, y tan importuno como viejo, se introduce casi hasta la misma alcoba de quienes todavía no han despertado. Poco amigo de la castidad y menos amigo de los ayunos, por el solo olor conoce y aprueba los manjares. Su lenguaje es inculto y procaz. Dondequiera que vayas, es el primero con quien te encuentras. Cada hora del día cambia de caballos, usándolos tan lucidos y briosos que parece ser hermano carnal del rey de Tracia»... ¿Y qué se ha hecho de la virgen cristiana, antes orante y penitente? Ahora, dice con atrevimiento: «¿Por qué voy a abstenerme de los alimentos que ha creado Dios precisamente para nuestro uso?... Y si ven a otra virgen pálida y macilenta por los ayunos, la tratan de infeliz y maniquea, censurando el ayuno como herejía. Éstas son las que cruzan las calles con ostentación exagerada... Llevan en su túnica una estrecha franja de púrpura, dejan flojas las cintas de sus cabellos para que floten éstos al aire, usan suelto el velo, que revolotea sobre sus hombros... En esto consiste toda su virginidad» (Ep.22 ad Eustoquium). Por lo demás, si ésta es la actitud nueva que va generalizándose en clérigos y vírgenes, ¿cuál será la situación espiritual del pueblo cristiano? Estamos, pues, en un tiempo de grave crisis para los discípulos de Cristo, ocasionada por una amplia e inesperada apertura favorable del mundo. De todos modos, aunque es real ahora esta tendencia a una reconciliación paganizante con el mundo, no olvidemos que en muchas familias y comunidades cristianas perdura la fibra espiritual heroica forjada en tres siglos de persecuciones.

1. Los monjes y San Juan Crisóstomo

Nacimiento del monacato

En este siglo IV, precisamente, es cuando muchos cristianos, solos o en grupos, se van exiliando del mundo, para iniciar la vida monástica. Y ésta es la gran paradoja: los mejores cristianos permanecieron en el mundo mientras duraron las persecuciones, y no se les ocurrió entonces fugarse a los montes o desiertos; y ahora, cuando cesan las persecuciones, al iniciarse un aflojamiento generalizado de la vida cristiana, es cuando, aquí y allá, aquellos que tienden con más fuerza a la perfección, dejándolo todo, descondicionándose del mundo, se van al desierto a seguir a Cristo...

Aquellas palabras de Cristo, «si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme», resuenan ahora con un sentido nuevo en el corazón de los cristianos más ávidos de santidad. Y así los monjes, como Cristo, son «llevados por el Espíritu al desierto» (+Lc 4,1): Antonio (250-356), Pacomio (+346), Basilio (329-379), Juan Crisóstomo (354-407), miles de hombres, verdaderas muchedumbres, lo dejan todo, para seguir al Señor: abandonan las ciudades cristiano-paganas, y salen a lugares solitarios en busca de la perfecta vida evangélica.

Al comienzo del siglo IV, por ejemplo, según calcula L. Hertling, hay en Egipto unos 100.000 monjes y 200.000 monjas. Si tenemos en cuenta que la capital, Alejandría, tiene por entonces 250.000 habitantes (igual que Antioquía; Roma, 500.000; Cartago, 100.000), esas cifras nos hacen pensar que una gran parte del pueblo cristiano egipcio vivía el Evangelio en forma monástica. También en la Edad Media e incluso en la Moderna, como veremos, una parte muy notable del pueblo cristiano «deja el mundo» para realizar el cristianismo en forma monástica o religiosa. Son, por supuesto, los siglos en que la Iglesia tiene mayor fuerza para marcar el mundo secular con el pensamiento y los mandatos de Cristo, Salvador del mundo.

San Juan Crisóstomo

Entre las figuras más notables del siglo IV se encuentra, sin duda, San Juan Crisóstomo (349-407), verdadero maestro de perfección cristiana (Tratados ascéticos, BAC 169,1958; Louis Meyer, Saint Jean Chrisostome, maitre de perfection chrétienne; Alejandro Vicuña, Crisóstomo). En las páginas que siguen voy a prestar especial atención a su enseñanza por muchas razones:

Es el Padre de la época que, con San Agustín, dejó una obra literaria más amplia y apreciada. Fue monje y fue después Obispo, lo que le ayudó a conocer las posibilidades de la perfección fuera del mundo y en el mundo. Vivió una época, como la actual, de reconciliación de los cristianos con el mundo, es decir, de graves y nuevas tentaciones de paganización. Nos muestra una primera respuesta de la fe a temas espirituales muy importantes, sobre los cuales la Iglesia irá teniendo una doctrina cada vez más clara y precisa. Quiso, pues, Dios que, cesadas las persecuciones, este santo Doctor de la Iglesia, Patriarca de Constantinopla, fuera uno de los primeros exploradores de la espiritualidad de los laicos, de los monjes y de los sacerdotes en tiempos de paz.

La mundanización de la vida cristiana

La situación espiritual del pueblo cristiano le parece al Crisóstomo realmente alarmante; más aún, inaceptable. Él, que se fija mucho en la educación que reciben niños y jóvenes, hace de ella hace una descripción muy dura en su obra de juventud Contra los impugnadores de la vida monástica. Así está el mundo, y así está el pueblo cristiano que vive en el mundo, viene a decir. ¿Y todavía protestáis de que los monjes salgan del mundo?

Los hijos son, desde niños, profundamente escandalizados por sus propios padres. Unas veces porque simplemente no los educan, ignorando que «el descuido de los hijos es pecado que sobrepasa todo pecado y toca la cúspide misma de la maldad» (Contra impugnadores III,3). «¿Tú le has leído [a tu hijo] las leyes que nos tiene dadas Cristo? ¿O ignoras tú mismo qué quiera decir todo eso? ¿Cómo podrá, pues, el hijo cumplir aquellas cosas, cuyas leyes ignora el padre que debiera enseñárselas?» (III,5). Otras veces porque, de palabra y de obra, los padres educan a sus hijos en un anti-Evangelio, cuando ellos mismos comienzan por estar absortos en los bienes del mundo visible. ¿Qué educación cristiana van a dar a sus hijos? «No puede hallarse otro origen del extravío de los hijos sino ese loco afán por las cosas terrenas. El no mirar sino a ellas, el no querer que nada se estime por encima de ellas obliga a descuidar tanto la propia alma como la de los hijos» (III,4).

La mala formación de los hijos «ojalá consistiera sólo en que no les deis un consejo para el bien, pues no sería tan grave como el que ahora cometéis empujándolos al mal... Desde el principio no cantáis a vuestros hijos otra cantilena que ésa, no otra cosa les enseñáis sino lo que ha de ser causa de todos sus males, pues les infundís los dos más tiránicos amores: el amor al dinero, y el otro, más inicuo todavía, el amor de la gloria vacía y vana... ¿Quién será, pues, tan insensato que no desespere de la salvación de un joven así educado?... ¿Crees tú que tu hijo, en plena juventud, metido en medio de Egipto o, por mejor decir, en medio del campo de batalla del diablo, sin oír de nadie un buen consejo, viendo más bien cómo todos lo empujan a lo contrario, y más que nadie los mismos que lo engendraron y lo crían; crees tú, repito, que podrá escapar a los lazos del diablo?» (III,5-6)... Parece «como si todo vuestro empeño consistiera en perder adrede a vuestros hijos, mandándoles hacer todo aquello que de todo punto imposibilita su salvación»... «Sabéis cubrir el vicio con bonitos nombres, y llamáis urbanidad a la asistencia continua a hipódromos y teatros, libertad a la riqueza, magnanimidad a la ambición de gloria, franqueza a la arrogancia, amor a la disolución y valentía a la iniquidad. Luego, como si este engaño no fuera bastante, también a la virtud la bautizáis con nombres contrarios, llamando rusticidad a la templanza, cobardía a la modestia, falta de hombría a la justicia; la humildad es para vosotros servilismo, y la paciencia debilidad... Y lo más grave es que no sólo de palabra, sino de obra, sobre todo, dirigís esa exhortación a vuestros hijos, construyendo casas espléndidas, comprando campos costosísimos y rodeándolos de todo otro aparato de lujo, con todo lo cual tendéis como una espesa nube que ensombrece sus almas» (III,7).

«Ya resulta poco menos que inocente la fornicación... Se tiene a gala y se toma a risa. Los que guardan castidad son tenidos por locos... Pues bien, los padres de los hijos así ultrajados soportan todo en silencio y no se hunden con sus hijos bajo tierra, ni buscan remedio alguno para tamaños males. A la verdad, si para arrancar a los hijos de esta pestilencia fuera menester marchar más allá de las fronteras o atravesar el mar o habitar en las islas o abordar a tierra inaccesible o salirse de nuestro mundo habitado ¿no valdría la pena hacerlo y sufrirlo todo, a trueque de evitar tanta abominación?... En conclusión: ¿habrá todavía quien ose afirmar que es posible salvarse en medio de tantos males?» (III,8).

Y todavía se obstinan: «tú te afirmas en que es posible llegar a toda la perfección de la virtud aun en medio del tráfago de las cosas. Si eso no me lo dices en broma, sino realmente en serio, no tardes en enseñarme esta nueva y maravillosa doctrina, pues tampoco yo quiero tomarme sin razón [en el desierto] tantas molestias y abstenerme tontamente de tantas cosas» (III,7). ¿Para qué dejarlo todo, y seguir a Cristo, buscando la perfección, si ésta puede hallarse sin dejar nada? Y aún otro se atreve a una objeción aún más falsa: «¿Y qué necesidad, me dices, tienen mis hijos de llegar a una perfección de vida?... Esto, esto precisamente, te respondo yo, es lo que ha perdido todo: que cosa tan necesaria [como la perfección] sea mirada como algo supérfluo y accesorio. Si uno ve a su hijo enfermo corporalmente, no se le ocurrirá decir: ¿Qué necesidad tiene mi hijo de una salud limpia y perfecta?... Y después de hablar así, aún se atreven a llamarse padres» (III,9).

Los defensores primeros del monacato, como puede suponerse, a veces quizá exageran en sus escritos el estado negativo del pueblo cristiano común, para fortalecer así sus argumentos. Y a veces yerran, al menos en el sentido literal de sus palabras, cuando, por ejemplo, dicen que la virtud perfecta en la ciudad no es posible. San Juan Crisóstomo, concretamente, en sus primeros escritos, cuando era monje, siguió más o menos esta tesis (Paralelo entre el Rey y el Monje, Tratado de la virginidad, No repetir bodas, A una viuda joven, A Teodoro caído, Contra los impugnadores de la vida monástica). Pero ya de Obispo, como veremos, se corrige a sí mismo en esta importantísima cuestión.

En todo caso, esté el mundo más o menos mal, el planteamiento que los monjes se hacen es muy simple, y desde luego anterior a toda teologización del tema. Fundados tanto en la palabra de Cristo y los apóstoles, como en su propia experiencia, ellos afirman 1.-que el mundo es muy malo, 2.-que es difícil resistir, al menos completamente, su fascinación, sobre todo en situaciones de paz y prosperidad; y 3.-que para ser perfecto es, pues, aconsejable «dejarlo todo», familia y posesiones, oficios y negocios, y «seguir a Cristo». De todo ello están seguros por el Evangelio y por la experiencia.

Motivación negativa del monacato

«Déjalo todo». Los monjes buscan la perfección evangélica mediante el abandono del mundo secular, y en eso no hacen sino seguir confiadamente el consejo de Cristo: «Véndelo todo, si quieres ser perfecto, y dalo a los pobres. Rompe, sin miedo, las trabas de la vida secular, y así, libre de todo, podrás seguirme en todo». El monacato, pues, en cuanto seguimiento de Cristo con dejación de todo (mujer, hogar, hijos, profesiones y bienes temporales), tiene antecedentes en la misma vida de Cristo y de los Apóstoles, y también en el modo de vida de asceti y de virgines. Por tanto, siempre ha tenido en la Iglesia, desde su inicio, suma estimación y prestigio.

Parece indudable, sin embargo, que la vida monástica surge históricamente como reacción a un cierto relajamiento del pueblo cristiano, al cesar las persecuciones. Eso explica que, en un primer momento, el monacato halla una oposición bastante considerable, y comprensible, incluso en los ambientes cristianos fervorosos. Lo que dio lugar a escritos, hoy para nosotros muy valiosos, en los que se alegaban los motivos de la separación monástica del mundo.

-En el Oriente cristiano, San Juan Crisóstomo, Contra los impugnadores de la vida monástica, nos da un reflejo de las objeciones y defensas producidas ante el monacato naciente: «¿Pues qué? -me dirá alguno-, ¿los que se quedan en sus casas no pueden practicar esas virtudes, cuya falta acarrea tan graves castigos? También yo quisiera [responde] y no menos, sino mucho más que vosotros, y muchas veces he hecho votos por que desapareciera la necesidad de los monasterios. ¡Ojalá fuera tanta la disciplina de las ciudades que nadie tuviera jamás necesidad de buscar refugio en el desierto! Pero como todo anda cabeza abajo, y las ciudades en que se establecen tribunales y leyes están llenas de iniquidad e injusticia, y el desierto produce copiosos frutos de sabiduría, no es justo que culpéis a quienes tratan de sacar de entre esta tormenta y confusión a quienes desean salvarse, y los conducen al puerto de calma, sino a quienes han convertido las ciudades en parajes tan intransitables y tan nada propicios a la sabiduría, que fuerzan a quien quiera salvarse a huir a los desiertos. Y si no, dime: Si uno tomara a media noche una tea y pegara fuego a una gran casa poblada de mucha gente con intención de abrasar a los que duermen dentro, ¿quién diríamos que es el malvado: el que despertó a los que dormían y les hizo salir de aquella casa o el que empezó por pegar fuego y puso en semejante trance a los de la casa y al que los sacó de ella? Y si, viendo uno una ciudad bajo la tiranía o atacada de peste o en plena sedición, persuadiera a quienes pudiera de entre sus habitantes a escapar a las cimas de los montes y, después de persuadirlos, les ayudara también en su retirada ¿a quién habría que culpar: al que saca a los hombres de esta deshecha tormenta en que andan revueltos o al que fue causa de estos naufragios?» (I,7).

-En el Occidente cristiano, un texto de San Jerónimo, por esos mismos años, nos refleja un modo semejante de considerar la cuestión: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos». Este salmo se acomoda perfectamente a cenobios y monasterios. También puede entenderse de las comunidades eclesiales, pero no se ve en ellas, a causa de la diversidad de designios, concordia tan grande. ¿Qué fraternidad existe en ellas? Uno se apresura a ir a su casa, otro al circo, otro está pensando en usuras hallándose aún en la iglesia. En el monasterio, por el contrario, como existe un solo propósito, hay también una sola alma... Dejamos a un hermano, y ¡ved cuántos hemos hallado! Mi hermano seglar -y lo que digo de mí, lo digo de cada uno- no me ama tanto a mí como a mis bienes. Pero los hermanos espirituales, que dejan sus propias posesiones, no ambicionan las ajenas. Es lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles: "la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola". Y se dice que "todo lo tenían en común". Con razón lo tenían todo en común, pues en común poseían a Cristo» (Tractatus in Ps. 132,1).

Motivación positiva del monacato

«Y sígueme», es decir, imítame. Pasar del mundo al desierto es para los monjes pasar de la mentira a la verdad, del caos al orden, del cristianismo falseado o altamente dificultado a un Evangelio de Cristo verdadero y accesible. Los mismos ejercicios comunes de vida cristiana, que en el mundo apenas con graves dificultades pueden cumplirse, en la vida monástica se ven grandemente facilitados y estimulados -oración y meditación de las Escrituras, sacramentos, ayunos y limosnas, obras de caridad, comunicación de bienes materiales, apartamiento de las ocasiones próximas de pecar-. Con toda facilidad y seguridad los monjes viven, pues, aquello que a todos parece imposible y utópico: la feliz koinonía que vivieron los cristianos primeros de la Iglesia en Jerusalén, fieles a la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles.

«Ellos -sigue diciendo el Crisóstomo- han elegido un género de vida que conviene al cielo y en nada es inferior al de los ángeles... Desterradas están entre ellos las palabras tuyo y mío, que todo lo trastornan y confunden, y todo lo tienen en común. ¿Y qué hay en esto de maravilloso, cuando entre ellos el alma es también la misma y una sola en todos?... Todo está perfectamente ordenado como por regla y escuadra. No hay allí desorden alguno. Todo es orden, ritmo y armonía, concordia perfecta, y motivo constante de alegría. Por eso todos lo hacen y sufren todo para que todos vivan alegres y contentos. Y es así que sólo entre los monjes se puede ver esa pura alegría que no se da en ninguna otra parte... Siendo así la cosas, ¿cómo afirmar que va a perderse todo si todos imitamos a hombres de este temple? Ahora sí que está todo perdido y corrompido, por culpa de quienes tan lejos están de ejercitarse en este género de vida» (Contra impugnadores III,11).

Valores evangélicos, valores monásticos

Por otra parte, las diversas motivaciones positivas de la vida monástica se van haciendo cada vez más conscientes y plenas, y los escritos de la época reflejan cada vez mejor la razón de ser profunda de los monjes dentro del misterio de la Iglesia. No haremos aquí sino destacar algunos de estos valores espirituales, que se hallan bien estudiados en los autores modernos (+Esteban Goutagny, El Camino real del Desierto; García Colombás, El monacato primitivo; Alejandro Masoliver, Historia del monacato cristiano).

-El Evangelio, la Palabra divina. Los monjes viven de toda Palabra salida de la boca de Dios: éste es su alimento, su pan de cada día. La ruminatio de la Palabra divina, la lectio divina, leída o escuchada -muchos son analfabetos-, es la forma vital de los monjes, lo que ocupa su mente y corazón.

No es fácil, sin embargo, para el cristiano de hoy imaginar la actitud espiritual con que aquellos hombres del desierto se acercaban a la Escritura sagrada. Los monjes, como tierra buena, tratan de acoger la semilla de la Palabra en su corazón no como lo que habría que hacer, sino como lo que hay que hacer, con un literalismo entusiasta, con una confiada obstinación, con una ingenua audacia. «Ellos, dice el Crisóstomo, se alimentan de una comida excelente, de las palabras de Dios, superiores al panal de miel, miel maravillosa y mucho mejor que la que comía Juan Bautista en el desierto. Esta miel, en efecto, está preparada por la gracia del Espíritu, que la infunde en las almas de los santos» (Hom. 68 in Matth. 4-5).

-Laus perennis. La cosa es muy simple. El Señor dijo «orad sin cesar», y los monjes tratan de «orar sin cesar». He aquí un ejemplo de la exégesis monástica. Ellos, pues, quieren ser, para la gloria de Dios y para la salvación del mundo, llamas que no se apagan nunca, que siempre están ardiendo.

De San Arsenio se cuenta en los Apotegmas que la tarde del sábado «volvía la espalda al sol y tendía sus manos al cielo en oración hasta que el sol iluminara de nuevo su rostro. Entonces se sentaba» (Arsenio 28). Los monjes quieren suplicar por el mundo y dar gracias al Padre «siempre y en todo lugar».

-Martirio. «El monacato no es otra cosa en la Iglesia sino el martirio que reaparece bajo una forma nueva exigida por el cambio de las circunstancias» (Bouyer, El sentido 97). En efecto, ya San Antonio abad se retira del mundo a la soledad «para ser allí mártir todos los días» (Vita 47). La conversión monástica -así lo entienden todos, como San Jerónimo-, es un «quotidianum martyrium», que como el martirio sangriento, conduce con toda seguridad al Reino celeste.

-Expiación sacerdotal en favor de los hombres. Muy pronto los monjes tienen conciencia de ser «corderos de Dios», por cuya inmolación, en Cristo, se quita el pecado del mundo. «Es del todo evidente que gracias a ellos el mundo se sostiene, y que por causa de ellos el género humano subsiste y mantiene su valor a los ojos de Dios» (Historia de los monjes de Egipto, pról.9). Aquello que la Carta a Diogneto, en la época martirial, decía de todos los cristianos -que son alma del mundo, manteniéndolo trabado e impidiendo su ruina-, ahora se restringe más bien a los monjes. Es muy significativo. Ellos son el alma del mundo y también del pueblo cristiano.

Eusebio de Cesarea (+339), por ejemplo, veía a los ascetas como «aquellos que, por el bien de todo el género humano, se han consagrado a Dios, que está por encima de todo...; por lo mismo que ellos se mantienen en la sana doctrina, la verdadera piedad, la pureza de alma, las palabras y obras conformes a la virtud, agradan a la Divinidad y cumplen una función sacerdotal para su propio bien y el de todos» (Demonstratio evangelica I,8).

El monacato y la koinonía primitiva

Vita apostolica, realización plena de la comunidad apostólica de Jerusalén, perfecta koinonía, comunión de espíritus y comunicación de bienes: ésta era la pretensión fundamental de quienes, separándose del mundo, buscaban la perfección evangélica en el monacato.

En la antigua literatura monástica, los textos de la koinonía apostólica, según los Hechos, son muy frecuentemente aludidos como ideal supremo de la vida monástica. El solitario San Antonio (+356) reconoce el ideal comunitario iniciado en los cenobios por San Pacomio (+346) como el renacimiento de «la vida apostólica» (Vies coptes 269; +323). En efecto, la Regla pacomiana pretende reproducir la comunidad primera apostólica, «la santa koinonía, preestablecida por nuestros padres, los santos apóstoles» (ib. 186; +3). Igual empeño se aprecia en las Reglas de San Basilio. Y en este sentido, el constantinopolitano Sócrates (+hacia 439), por ejemplo, nos habla de «la vida apostólica» de los padres del desierto (Historia ecclesiastica 4,23).

San Agustín (354-430) pretende igualmente que, ya que el pueblo cristiano ha relajado en gran parte su vida, acomodándola a los usos del mundo, al menos en las comunidades monásticas se viva, como un reproche y como un estímulo para todos, el ideal perfecto de la vita apostolica, tal como la describe San Lucas en los Hechos.

«Hay, en efecto, algunos perfectos que viven en comunidad, y digo algunos porque no a todos los cristianos se refiere esta bendición, sino sólo a unos pocos que deben hacer sentir sus buenos efectos a todos los demás». Dice el santo Obispo de Hipona que los ciento veinte del Cenáculo en Pentecostés y los quinientos que menciona San Pablo «fueron los primeros que vivieron en comunidad, pues vendieron todos sus bienes y entregaron el importe a los apóstoles, y se daba a cada uno según su necesidad, y nadie poseía cosa alguna como propia, sino que todo era de todos. Además, todos tenían una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios». Y «no se limitó a ellos este amor y unión fraterna, sino que se propagó a los posteriores el mismo entusiasmo de vivir la caridad y el mismo anhelo de consagrarse a Dios». Fueron perseguidos, y si no fuera por los mártires, «no tendríamos hoy los monasterios». Y ahora, «cosa buena es querer vivir en compañía de los que han elegido una vida retirada, lejos del mundanal barullo, fuera del alboroto de las muchedumbres, a salvo de las tormentas del siglo; los que tal hicieron, ya viven como en el puerto», aunque también allá llegan, atenuados, los oleajes del mundo (In Ps. 99,10-12).

También Casiano (360-435) describe el cenobitismo que florecía en Egipto como una continuación de la admirable koinonía cristiana que se vivía en Jerusalén bajo la guía de los Apóstoles. Cuando los gentiles, dice, al terminarse las persecuciones, invadieron la Iglesia, bajó considerablemente el nivel espiritual entre los fieles, pero esta mundanización, o al menos esta tibieza en la profesión evangélica, no fue aceptada por todos.

En efecto, «aquéllos en quienes se mantenía vivo el fervor de los apóstoles, acordándose de aquella perfección primera, abandonaron las ciudades y el consorcio de los que creían lícita para sí y para la Iglesia de Dios una vida más relajada. Estableciéndose en los alrededores de las ciudades y en lugares apartados, se pusieron a practicar privadamente y por su propia cuenta las instituciones que habían sido establecidas por los apóstoles para toda la Iglesia. De esta suerte se formó la observancia peculiar de los discípulos que se habían separado del trato de los demás. Poco a poco, con el fluir del tiempo, se estableció una categoría separada de los demás fieles. Como se abstenían del matrimonio y de la compañía de sus padres y del estilo de vida que se lleva en el mundo, en razón de esta vida singular y solitaria fueron llamados monjes. Y como se agrupaban en comunidades, se les llamó cenobitas, y sus celdas y moradas se llamaron cenobios. Este fue el único género de monjes en los tiempos más antiguos, el primero en cuanto a la cronología y a la gracia, y se conservó inviolable durante muchos años, hasta la época de los abades Pablo y Antonio [250-356]. Sus vestigos perduran aún hoy día en los cenobios bien reglados» (Colaciones 18,5).

Estas consideraciones, aunque no siempre ajustadas a la verdad histórica, expresan una convicción generalizada acerca de que la vocación a la santidad incluye también a los laicos, y que éstos así lo entienden en los tiempos apostólicos. Y también manifiestan un convencimiento, igualmente generalizado, de que la comunidad apostólica de Jerusalén es tenida como un ideal que, con la gracia de Cristo, de verdad es realizable y debe ser procurado.

Lo mejor y lo peor

En todo caso, también a los monasterios llegan, aunque atenuados, los oleajes del mundo. Y también persisten allí los ataques del demonio y de la carne. Ya desde el principio se entiendió, pues, que una cosa es llevar camino de perfección y otra ser perfecto. Ha de saberse muy bien que la vida monástica no asegura la vida perfecta, si no se vive con fidelidad.

En este sentido, dice San Agustín,«confieso con toda la sinceridad de mi alma... que no he encontrado gente mejor que la que vive fervorosamente en los monasterios, pero tampoco he encontrado gente peor que la que ha prevaricado en la casa del Señor» (In Ps. 75,16). Corruptio optimi pessima.

2. La vida monástica, modelo universal

Vida monástica, vida cristiana perfecta

El Evangelio es norma de vida para todos los cristianos. Ahora bien, los monjes regulan su vida toda por el Evangelio; en cambio los laicos se rigen en parte por el Evangelio y en parte por el mundo, sintiéndose autorizados a hacer a éste muchas concesiones, al menos en la práctica, y así están «divididos» (+1Cor 7,34). Por tanto, los monjes andan un camino perfecto, en tanto que los laicos siguen un camino imperfecto.

Este planteamiento, atención aquí, se lo hacen no sólo los monjes, sino también los laicos mejores, aquellos que buscan la perfección, pues éstos son los que se dan más cuenta de la imperfección de su camino. Y de ahí les viene esa veneración hacia los monjes (+I. Hausherr, Vocación cristiana y vocación monástica según los Padres).

Verifiquemos este planteamiento, recordando las normas de vida dadas por Cristo y sus Apóstoles. -El cristiano debe vivir de la Palabra divina: los monjes hacen de ella su pan de cada día; mientras que los laicos, cebados en otros alimentos -noticias y curiosidades-, de tarde en tarde, apenas toman algo de ese alimento celestial. -Todos hemos de buscar principalmente el Reino y su santidad, esperando lo demás como añadiduras: y eso es justamente lo que hacen los monjes, pero la mayoría de los laicos se dedica principalmente a las añadiduras. -No debemos dedicarnos a atesorar riquezas: eso lo evitan los monjes, pero es la dedicación más generalizada entre los laicos. -La pobreza es una bendición, y las riquezas deben ser temidas y rehuídas: así piensan los monjes, pero los laicos suelen vivir esta norma al revés. -Hemos de ser sobrios en alimentos y vestidos, lo mismo que en diversiones y espectáculos: en la vida monástica eso es norma cumplida; pero los laicos buscan con entusiasmo gustos y diversiones, vanidades y placeres, teniendo por malo sólo lo que es muy malo. -El Señor nos manda orar siempre, para no caer en la tentación: y ésa es la dedicación principal de los monjes, en tanto que muchos laicos, como no se vean en apuros, rezan de tarde en tarde. -Antes que pecar, hemos de arrancarnos ojos, pies o manos: eso es lo que hacen los monjes, en muchos aspectos, y de modo habitual, clausurando sus miradas, sus pasos y sus actividades respecto del mundo; en tanto que se considera normal que los laicos den suelta inmoderada a ojos y oídos, pies y manos, aceptando apenas en estas cosas límite alguno, como no sea el del pecado cierto y grave. -No conviene resistir el mal: los monjes prefieren verse despojados de lo poco que tienen antes que andar entre litigios; pero los laicos, en cambio, suelen defender lo suyo con uñas y dientes, incluso cuando no conviene al bien común. -Los ojos en lo invisible, y el corazón arriba, donde está Cristo: eso es lo que viven los monjes, pero los seglares están centrados, casi siempre, en lo visible y en lo de abajo. -Hemos de buscar ser perfectos como nuestro Padre celeste: eso es «lo único necesario» para los monjes, que «lo dejan todo» y todo lo disponen en su vida para mejor conseguirlo; en cambio, los laicos, al menos en general, distraídos por tantas y tantas añadiduras, se toman con mucha calma la búsqueda de su perfección espiritual...

Así podríamos seguir, con estas comparaciones, indefinidamente. No es preciso, sin embargo. La conclusión es evidente: los monjes intentan ser verdaderos cristianos, pero la mayoría de los laicos no. Esta convicción -atención aquí- no es tanto de orden doctrinal como de orden práctico. La experiencia lleva a esas comprobaciones, e igualmente la experiencia conduce a la convicción de que la santidad, entre los cristianos, suele florecer especialmente en los monasterios. «Por sus frutos los conoceréis». En ellos es donde el pueblo cristiano ha conocido sus más grandes santos. Ahora bien, camino de perfección es aquél que de hecho conduce a la perfección.

A este respecto, San Juan Clímaco (579-649), célebre abad del monasterio del Sinaí, en su obra La Escala, contesta a los laicos que le preguntan cómo ellos, casados y con negocios temporales, podrán llevar una vida perfecta: «Todo lo que podáis hacer, hacedlo... Y si obráis así, no estáis lejos del Reino de los cielos» (MG 88,640c). Sin embargo, no parece tener muchas esperanzas de que alcancen grandes alturas por el camino de la perfección. En efecto, se dice, «¿quién entre ellos ha obrado jamás milagros? ¿Quién ha resucitado muertos? ¿Quién ha arrojado demonios? Todas éstas son cosas propias de los monjes, a las que el mundo no alcanza. Pues si lo alcanzara, sería entonces supérflua la ascesis y la anacoresis» (657b).

Nótese, insisto en ello, que en estas primeras aproximaciones a la relación perfección y mundo no hay apenas un trasfondo ideológico, ni se ha llegado ha hacer tema teológico de los estados de perfección. No; hay una simple comprobación real de las cosas. Así es la cosa.

Vida monástica, vida plenamente evangélica

Por lo demás, es cosa cierta que las Reglas monásticas son fundamentalmente colecciones de normas de vida evangélica, a las que se añaden, es verdad, ciertos ejercicios peculiares de la vida monacal. Los maestros del monacato primitivo no piensan, pues, tanto en formular una espiritualidad monástica en cuanto tal, sino que más bien pretenden hacer viable una espiritualidad cristiana perfecta, ateniéndose para ello a las normas del Evangelio y de los apóstoles, que están vigentes para todos los cristianos. Éste fue, sin duda, el intento de San Pacomio, San Basilio, San Juan Crisóstomo, Evagrio Póntico, Casiano.

Léase, por ejemplo, la Regla de San Benito (+547), que desde el principio expresa su intención: «Sigamos sus caminos [los del Señor], tomando por guía el Evangelio» (pról.21). Es el Evangelio, el simple Evangelio, la Regla fundamental de los monjes. En efecto, cuando hace San Benito en el capítulo IV un elenco de «los instrumentos de las buenas obras», se limita a señalar 74 normas tomadas de la Escritura: preceptos, pues, y consejos que fueron dirigidos a todos los cristianos. La diferencia mayor entre laicos y monjes no está, por tanto, en los deberes peculiares que éstos asumen. Está más bien en que los monjes hacen profesión firmísima de las normas del Evangelio, y se comprometen a vivirlas, con el auxilio de la gracia, de tal modo que, si no las viven, podrán incluso ser corregidos, castigados y, si es preciso, expulsados del monasterio. En esto reside la diferencia.

Y aún puede también por otro lado comprobarse que el monje es un «simple cristiano perfecto»: atendiendo a los mismos nombres que recibe. El nombre más clásico de los cristianos es el de hermanos: y ése es el nombre que prefieren y usan los monjes entre sí. Los discípulos de Cristo son cristianos: y San Basilio, por ejemplo, no quiere para los que se acogen en sus monasterios el nombre de monjes, sino precisamente el de cristianos; eso es el monje, eso simplemente y nada menos. Jesús nos dice: «todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); y los monjes son llamados renuntiantes, porque de verdad cumplen aquella renuncia al mundo, a todas sus pompas y vanidades (apotaxis), que ya en el bautismo es hecha por todos los cristianos.

Estos planteamientos de la época reflejan bien la doctrina y la vivencia que anima la vida monástica primera. Los monjes no se ven, pues, como innovadores, sino como simples restauradores de la genuina vida evangélica, muy imperfectamente vivida por la mayoría de los cristianos. No se tienen por atrevidos inventores de una nueva manera de vida cristiana, sino por simples realizadores de lo que Cristo y sus Apóstoles enseñaron a los discípulos.

Imitación laical del ejemplo monástico

Los Padres, fieles a la doctrina y al lenguaje del Nuevo Testamento, enseñan que todos los cristianos están muertos al mundo y vivos para Dios. Esa «muerte al mundo», en tiempos más modernos, se referirá sólamente a los monjes. Este error es muy significativo, y explica en buena parte tanto la enorme diferencia actual entre religiosos y laicos, como la extrema escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales. Pero la doctrina bíblica y tradicional es clara y unánime: entiende que esa muerte al mundo corresponde a todos los bautizados.

San Agustín, por ejemplo, afirma: «el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios» (Ciudad de Dios 10,6).

Eso explica también, por la misma razón, que antiguamente el pueblo cristiano vea comunmente a los monjes como modelos perfectos de vida cristiana. Por eso los venera, busca su consejo y su santa conversación, imita en lo posible sus evangélicas costumbres, dota con generosidad sus monasterios, les confía los hijos para que los eduquen, y quizá, en la viudez o la ancianidad, se acoge a sus claustros, para consumar en ellos la ofrenda religiosa de la propia vida laical (+Casiodoro, In Ps. 103, 16-17). Esta actitud sigue viva en toda la Edad Media, y perdura hasta el Renacimiento, y aún más tiempo, sobre todo en el Oriente cristiano.

Un texto de Filoxeno de Mabbug (+523), monofisita, autor clásico entre los sirios, da idea del aprecio que el monje suscita en el pueblo cristiano: «Se le llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes de su Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» (Homilía 9).

Ahora bien, si es en los monasterios donde viven los bautizados más ejemplares, los que con más libertad y empeño hacen del Evangelio su regla diaria de vida, lógicamente los Padres ponen a los monjes como modelo para los demás fieles.

El Crisóstomo, por ejemplo, insiste en que esta imitación no es imposible, sino necesaria. «La prueba de que esto no es hablar por hablar está en que cuando referimos a los infieles la vida de los que moran en el desierto, nada tienen que replicarnos; sólo se afirman en lo suyo argumentando por el escaso número de los que alcanzan esta perfección. Pero si en las ciudades sembráramos también esa semilla, si la disciplina del bien vivir se convirtiera en ley y costumbre, si enseñáramos a los niños antes de todo a ser amigos de Dios, y los instruyéramos en las enseñanzas espirituales, en lugar de las otras y antes que todas las otras, entonces todas nuestras miserias se desvanecerían, la presente vida se vería libre de infinitos males, y desde ahora empezaríamos a gozar todos lo que se dice de la vida en el cielo» (Contra impugnadores III,19).

No se perderían, no, de este modo las cosas del mundo secular. Es justamente al revés: «el que pone lo terreno por encima de lo espiritual, perderá lo espiritual y lo terreno; mas el que codicia lo celeste, alcanzará también ciertamente lo terreno. Y esto no lo digo yo, sino el mismo que ha de procurarnos lo uno y lo otro, el Señor: «Buscad el reino de Dios, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33)» (III,21).

Cuando Dios manda a todos los cristianos imitar a Cristo y a los Apóstoles (Jn 13,15; 1Pe 5,3; 1Cor 4,16;11,1; Flp 3,17; 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9), nadie entiende que con eso se mande que todos sean célibes, que todos renuncien a sus bienes o que todos se dediquen, dejando sus familias y trabajos, a predicar el Evangelio. Lo que se les manda -y todos lo entienden así, si tienen buen sentido-, es «que tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y que le sigan e imiten en todo. Pues bien, esto mismo ha de entenderse de la imitación de la vida monástica. La imitación de la vida monástica no ha de ser en los laicos, por supuesto, una copia servil de los modos concretos de la vida de los monjes, sino una imitación profunda de su espíritu y de sus normas de vida.

Juan Pablo II observa hoy que «en Oriente el monaquismo no se ha contemplado solo como una condición aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno, presentándose como una síntesis emblemática del cristianismo... [Y por eso mismo] el monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (Cta. apost. Orientale lumen 9, 1995).

Los laicos están llamados a la perfección

Considero muy importante la siguiente afirmación: los Padres primeros, estimando que los laicos deben imitar a los monjes, están expresando su convencimiento de que los laicos están llamados a la perfecta santidad. Están confesando que también en el mundo puede alcanzarse la perfección evangélica, aunque sea con mayores trabas. Están afirmando de forma implícita que, en un marco de vida menos perfecto, un laico puede ser más santo que un monje, aunque éste profese un camino perfecto.

San Juan Crisóstomo, por ejemplo -y es en esta cuestión un ejemplo muy significativo-, el mismo que de joven monje defendía la vocación monástica, alegando que en el siglo era imposible la perfecta virtud, una vez Obispo, cambia ciertamente su modo de ver el asunto, y afirma con insistencia la llamada de los laicos a la santidad. Y esto por dos causas: una, porque conoce en la vida secular laicos que de hecho llevan una vida realmente santa; y otra, porque se da cuenta de que si todos los que de verdad tienden a la perfección abandonan el mundo, esto tendría desastrosas consecuencias para la Iglesia en pueblos y ciudades, que no serían sino reuniones de cristianos mediocres y malvados.

En efecto, «aquellos que llevan una vida derecha y que vienen a ser unos santos se van a lo más alto de los montes o se retiran del pueblo, como si se separaran de un mundo de enemigos y extranjeros, cuando ellos se separan de su propio cuerpo. Y al contrario, los malos, gentes llenas de mil vicios, ésos son los que se echan sobre las Iglesias. Y así las funciones jerárquicas han venido a ser venales» (In Ep. ad Eph. hom. VI, 4).

Convencido, pues, el Crisóstomo de que es posible la perfección en la vida secular, estimula ahora con entusiasmo la vida de perfección en los laicos, y continuamente les exhorta a vivir la plenitud del Evangelio, es decir, a imitar los planteamientos fundamentales de la vida monástica. En el marco de esta gran crisis del siglo IV, el Señor le ha mostrado una nueva verdad. Y ahora él, como pastor al frente de su diócesis, se empeña en inculcar en los laicos lo contrario de lo que antes había predicado: que las virtudes heroicas que viven los monjes en el desierto pueden y deben ser también vividas por los laicos en el mundo (In Ep. ad Hebr. hom. XXXIV,3). No es el lugar lo que puede transformar al hombre, sino la gracia y su propia voluntad (In Gen. 43,1).

Según refiere Paladio, San Juan Crisóstomo «prefería un seglar virtuoso a un monje flojo» (Diálogo 19: MG 47,69). En efecto, el Crisóstomo, recordando figuras del Antiguo Testamento, o del Nuevo, como Aquila y Priscila, canta la santidad posible en el matrimonio, argumentando además: «Si el matrimonio y el cuidado de los hijos fueran un obstáculo en el camino de la virtud, el Creador de todas las cosas no habría instituído el matrimonio» (Hom. in Gen. XXI,4) Y los que viven su matrimonio según el Evangelio «no serán muy inferiores a los monjes» (In Ep.ad Eph. hom. XX,9).

Notemos que este proceso de pensamiento del Crisóstomo se halla también en la literatura monástica antigua. Casiano (+435), por ejemplo, reconoce que «las grandezas de la perfección convienen a toda edad, a todo sexo; todos los miembros de la Iglesia están invitados a escalar las alturas de las virtudes más sublimes» (Colaciones XXI,9). Así pues, puede haber un laico más santo que un monje (XIV,7). Hay, por tanto, laicos que sobrepasan en perfección a los monjes. Se vincula, pues, en esta época con frecuencia vida perfecta y vida monástica; pero también se señala que no por ser monje se es perfecto, si no se avanza per viam perfectionis. Más aún, si no se avanza por ella, se retrocede (VI,14).

Idealismo cristiano de los Padres

Que los Padres de esta época pretenden sostener al pueblo cristiano en el alto idealismo evangélico de los siglos precedentes se comprueba también por el celo pastoral con el que luchan implacablemente contra la paganización del pueblo cristiano. Aquí se ve que de verdad creen en la vocación de los laicos a la santidad, y que de verdad la procuran. En efecto, al tiempo que estimulan en los laicos las más altas virtudes, les prohiben con gran energía las malas costumbres del mundo. Así, por ejemplo, se conducen en lo referente a los espectáculos.

El Crisóstomo, volvamos a él, sobre todo en las homilías sobre San Mateo, carga furibundo contra teatros, circos, carreras de caballos... Son adúlteros los cristianos que se entregan a estas diversiones diabólicas. No saben recitar un salmo o un texto de la Escritura, pero saben de memoria «los cantos que el diablo inspira, poesías impúdicas y lascivas» (Hom.2,5). «¿Qué mal hay en ver correr a los caballos?», objetan algunos; pero el mal no está en eso, sino en que ahí «se escuchan gritos de furor, blasfemias, mil palabras ofensivas. Las cortesanas se muestran sin pudor al público, mientras jóvenes afeminados rivalizan con ellas» (Hom. 6 in Gen. 2) En estas cosas el pastor combate una verdadera pelea con su pueblo, para librarlo del mal. «Si se os invita al circo o a espectáculos licenciosos, corréis en muchedumbre; pero si es a la iglesia, son pocos los que responden a la llamada» (Sobre el salmo 121,1)...

Estas predicaciones del Crisóstomo, tanto las que hace en Antioquía como en Constantinopla, dos o más veces por semana, atraen fieles de toda la ciudad y aún de pueblos vecinos, y suscitan verdadero entusiasmo -aplausos, vítores-. Y de ellas surgen ascetas y vírgenes, monjes y hogares santos. Pero también hay muchos que mantienen hacia ellas una resistencia pasiva y cortés, en aquella población que, sin rehusar las promesas de la vida eterna, no quería renunciar a los placeres de la vida presente. «Este santo varón quiere hacer de nuestra ciudad un monasterio...»

Homogeneidad entre el monasterio y el hogar cristiano

El convencimiento de que los laicos deben imitar a los sagrados pastores y a los religiosos, perteneciendo a la mejor tradición católica, es sin embargo en nuestro tiempo, en el siglo XX, una idea que resulta chocante. Y esto sucede, entre otras cosas, porque la mundanización hoy frecuente de la vida laical, establece entre ella y la vida religiosa un abismo tal de diferencia, que esa imitación parece absurda e imposible.

Pero en aquellos siglos la situación es frecuentemente otra. En efecto, entre el hogar cristiano y el monasterio hay una relativa homogeneidad práctica en planteamientos y costumbres. También hoy podemos comprobar esta realidad en algunos hogares cristianos santos, donde se vive con orden y proporción, con laboriosidad y sin ocios y entretenimientos excesivos, donde hay espacio para la oración, la lectura espiritual y la limosna, donde, evitando lo supérfluo, se vive en todo con una gran sobriedad alegre, donde los hijos obedecen de buen grado a los padres, porque les aman y se saben amados; donde, en cambio, no hay lugar para el desorden, para la pereza interminable en el sueño, para la vanidad y el gozo ávido e ilimitado del mundo presente, ni para las indecencias en el vestir, en la televisión o en otras costumbres paganas.

Pues bien, en la época que nos ocupa, esta homogeneidad entre hogar laico y monasterio, estaba al parecer relativamente generalizada -digamos al menos que cuando se daba, no causaba excesiva extrañeza entre los cristianos-. Los escritos de los Padres sobre las vírgenes o sobre las viudas cristianas dan a unas y a otras una fisonomía que hoy sería la propia de la vida religiosa. También las familias de santos -como Santa Mónica y San Agustín, o más tarde, hacia el 600, los santos hermanos Leandro, Fulgencia, Isidoro y Florentina-, nos hacen pensar en la calidad monástica, es decir, evangélica de los mejores hogares cristianos. Algunos de estos santos, procediendo de hogares plenamente cristianos, vienen más tarde a ser monjes, y de entre ellos, algunos serán Obispos, pastores que exhortan a sus fieles a imitar la vida de los monjes. Veamos sobre esto un par de ejemplos.

San Basilio el Grande (329-379), nacido en una familia noble y rica del Ponto, estudia en Cesarea, Constantinopla y Atenas. Su santo abuelo cristiano había sufrido por la fe la confiscación de sus bienes y tuvo que vivir huído en las montañas. De él, pues, y también de su abuela, Santa Macrina, aprende Basilio ya de niño a admirar a aquellos que están dispuestos a dejarlo todo por el amor de Cristo. Es más tarde, sin embargo, y a ruegos de su hermana Macrina, cuando se retira con ella, con su madre y con varias mujeres de servicio, para llevar en una finca de la familia una vida dedicada a la virtud. Pronto se le une su compañero de estudios Gregorio, que será después obispo de Nazianzo, y crece la comunidad. Finalmente Basilio, que vendrá a ser para los monjes orientales lo que Benito para los de occidente, es elegido obispo de Cesarea. Pues bien, con estos antecedentes, no es raro que San Basilio, ya de pastor, igual que el Crisóstomo, dé a monjes y laicos una doctrina espiritual común, centrada siempre en el Evangelio, sin ver en los monjes otra cosa que cristianos que siguen perfectamente las enseñanzas de Cristo. Tampoco extraña nada que Basilio exhorte a los laicos a que se vean siempre en el espejo evangélico de los monjes. Él mismo vivió así con los suyos antes de ser monje. Los laicos, en efecto, así lo manda Cristo, deben guardarse del mundo, alimentarse asiduamente de la Palabra divina, practicar la oración continua, llevar vida austera y penitente, renunciando a todo lujo y vanidad, a toda avidez de consumo y diversión, prontos a compartir sus bienes con los necesitados. ¿Pero no es ésa, precisamente, la vida de los monjes?

San Juan Crisóstomo, su mejor amigo, sigue una trayectoria semejante. Nacido en Antioquía, lleva en su propia casa una vida de austero ascetismo con su madre Antusa, que ha quedado viuda a los veinte años. Más tarde se retira al desierto con los monjes, hace después vida apostólica en Antioquía, y finalmente es hecho patriarca de Constantinopla. El gran Crisóstomo, ya de Obispo, mantiene siempre que todos los cristianos deben vivir como los monjes, es decir, evangélicamente; por tanto, todos deben orar y meditar asiduamente las Escrituras, todos han de ser sobrios en comida, bebida, vestido, diversiones o habitación, todos deben estar dispuestos a comunicar sus bienes con los necesitados.

Ventajas de imitar a los monjes

Tres ventajas principales hay en que laicos y pastores tomen como modelos a los monjes.

-1. Humildad. La imitación de los modelos más altos de vida mantiene siempre, por contraste, en la humildad. Y si esa imitación no es fiel, y los seculares se abandonan a la vida mundana, al menos son conscientes de estar lejos del Evangelio, y sienten mala conciencia, paso previo a la conversión y perfección.

-2. Perfección. Si los que se mantienen en el siglo, por voluntad de Dios, imitan a los monjes, entonces viven santamente en el mundo, en sus hogares y tareas, y por este camino secular llegan a la perfección. Ellos son los que dan de verdad la imagen del laico perfecto.

-3. Vocaciones. De un ambiente grandemente apreciador de la vida religiosa, la que sigue más de cerca los consejos evangélicos, proviene lógicamente un gran número de vocaciones sacerdotales y monásticas. En ocasiones van al monasterio familias enteras -ya he aludido algún ejemplo-, como lo veremos también en la Edad Media y Moderna.

La gran trampa permanente

Los laicos relajados siempre han tratado de justificar su alejamiento del Evangelio alegando que ellos no son monjes. Los monjes llevan una vida sobria y penitente, dedicada al trabajo y a la oración, son asiduos a la Palabra divina y a los sacramentos, y tan unidos en caridad y menospreciadores de la riqueza, que no tienen pobres entre ellos. Pero todo eso, por lo visto, les conviene a ellos, es decir, no por ser cristianos, sino por ser monjes. Los demás bautizados, puesto que Dios los quiere en el mundo, estarían autorizados a vivir muy lejos de ese modelo de vida «monástica»; es decir, ellos podrían mantenerse carnales y mundanos, ya que, obviamente, «no son monjes».

A esto los Padres, como el Crisóstomo, responden:

Los que vivimos en el mundo, «aprendamos a cultivar la virtud y a procurar con todo empeño agradar a Dios. No pretextemos ni el gobierno de una casa, ni los cuidados que ocasiona una esposa, ni la atención a los niños, ni ninguna otra cosa, y no se nos ocurra pensar que ésas son excusas suficientes para autorizar una vida negligente y descuidada. No profiramos esas miserables y estúpidas palabras: «Yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos». «Ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? ¿Va a resultar que soy un monje?» -¿Qué dices tú, querido mío? ¿Es que sólo los monjes han recibido el privilegio de agradar a Dios? Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y no quiere que nadie descuide la virtud» (Hom. in Gen. XXI,6).

Las virtudes perfectas de los monjes son posibles a los laicos, con la gracia de Dios. «Si es imposible al seglar practicarlas, ... si con el matrimonio no es posible hacer todo eso que hacen los monjes, todo está perdido y arruinado, y la virtud se queda en nada» (In Ep. ad Hebr. hom. VII,4). Por el contrario, en el mundo son innumerables las obras buenas, de misericordia, de apostolado, que pueden y deben ser realizadas por los laicos (In Act. Ap. hom. XX,3-4).

«Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje... Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de donde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos -dice el Apóstol- estamos obligados a la misma filosofía» (Contra impugnadores III, 14).

Para precisar más esta cuestión, es preciso añadir que en el Crisóstomo, como en otros autores de la época, la misión propia de los laicos y los modos de santificación peculiares de una vida secular tienen aún escaso desarrollo en el pensamiento teológico. Otra cosa es en el plano práctico. En efecto, es precisamente el pueblo cristiano de estos siglos el que venció al mundo pagano, y comenzó la transformación del mismo en el pensamiento y las artes, la cultura, las leyes y las costumbres, poniendo las bases para la Cristiandad del milenio medieval. Éste es el dato histórico: los laicos cristianos más admiradores de la vida religiosa, han sido los renovadores más eficaces del mundo secular, aunque todavía la espiritualidad laical careciera de especiales desarrollos teóricos.

Oración, ayuno y limosna

Los Padres antiguos llaman, pues, a los laicos a la perfección. Ahora bien, ¿por qué prácticas concretas fundamentales orientan los Padres la via perfectionis de los laicos? Por el camino de la sagrada tríada penitencial: oraciones, ayunos y limosnas. Por estas tres santas obras orientan no sólo la predicación, sino también la misma disciplina de la Iglesia. En efecto, padres y concilios organizan la vida del pueblo cristiano principalmente mediante las oraciones (Horas, Eucaristía dominical), los ayunos (días penitenciales) y las limosnas (diezmos, primicias y colectas).

Es éste un camino de perfección muy antiguo: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; c 2,37;3,11), reiniciado por Cristo en el desierto (Mc 1,13; +Ex 24,18), y enseñado por él en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). Es el camino de perfección seguido por los laicos en la Iglesia primera (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2.4.31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27;2Cor 6,5; 11,27) y en la disciplina de la Iglesia antigua (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comp.5,3; +S.Justino, 1Apolog. 61,2).

Así San León Magno (+461): «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas», adviento, cuaresma, etc. (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4; +,1; Hom. 10ª en cuaresma; S.Juan Crisóstomo: MG 51,300). Como hace notar Juan Pablo II, «no se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-3-1979; +21-3-1979).

Ayuno que libera del mundo, y que no es sólo apartamiento del mal, sino también continua austeridad de vida, que evita un consumo ávido de mundo visible, con todas sus variedades y fascinaciones. Oración que vuelve a Dios en la liturgia, la lectura de la Palabra divina, la meditación silenciosa. Limosna que vuelve al prójimo en la ayuda y la donación.

Por lo demás, fácilmente se entiende que oración-ayuno-limosna se posibilitan y potencian entre sí. Así lo afirma San Pedro Crisólogo (+450): «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (Sermo 43). Ésta es la clave para el perfeccionamiento de la vía laical, y por ahí se orienta también la espiritualidad seglar en la Edad Media (+STh Sppl. 15,3).

Los sacerdotes y la perfección evangélica

La Iglesia conoció desde el principio la necesidad de que los pastores sagrados, representantes de Cristo, se revistieran de especial santidad de vida.

Esta verdad se revela claramente, por ejemplo, en las exhortaciones que hace San Pedro, para que los pastores sean «modelos del rebaño» (1Pe 5,3), o en las que hace San Pablo, sobre todo en sus cartas pastorales (+C. Spicq, Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul; P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’accession aux Ordres dans la première législation ecclésiastique, 300-492; F. Rodero, El sacerdocio en los Padres de la Iglesia).

Ahora, en el siglo IV, ante el peligro de que el clero secular se mundanice, debido a su nuevo prestigio social, una vez más los Padres tienen en cuenta la referencia ascética de los monjes. Por lo demás, muchos de los Obispos más notables de la época fueron monjes y, siendo ya pastores, siguieron viviendo como tales: Ireneo, Atanasio, Basilio, Crisóstomo, los dos Gregorios, Hilario, Martín.

También aquí acudiremos al ejemplo de San Juan Crisóstomo. En él, concretamente, «el conflicto entre la concepción contemplativa y solitaria y la concepción apostólica de la perfección cristiana termina con el triunfo de la vida apostólica» (Meyer 249). Él, personalmente, ya Obispo, sigue viviendo en oración y penitencia, con la austeridad de un monje (Paladio, Diálogo 12; 17). Procura en ocasiones persuadir con gran empeño a algunos monjes para que acepten las órdenes sagradas y, dejando su soledad, vengan a santificar al pueblo. Y reprocha a otros que, permaneciendo lejos de la ciudad, esconden su luz bajo el celemín, y rechazando obstinadamente las órdenes, no quieren colocar su lámpara sobre el candelabro, para que ilumine a todos los de la casa (+Mt 5,15).

Los seis libros Del sacerdocio, obra compuesta por él hacia el 386, antes de recibir la ordenación presbiteral, son un altísimo canto a la santidad excelsa de este ministerio sagrado, tanto por su consagración a la divina liturgia, como por su dedicación a la caridad pastoral. El siervo fiel y prudente, el que de verdad ama a Cristo, es el que entrega toda su vida y amor a cuidar de su rebaño eclesial (De sacerdotio II,4; +Mt 24,45; Jn 21,15). Los peligros que acechan al sacerdote en el mundo son muchos, pero la gracia del Cristo glorioso le asiste poderosamente, y actúa a través de él, aunque no siempre el sacerdote viva conforme a lo que es. En efecto, «la gracia lo hace todo», y a través del sacerdote «es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo el que dispensa (oikonomei) todas las cosas; el sacerdote no hace sino prestar su lengua y ofrecer su mano» (In Joann. hom. LXXXVI,4).

Por todo ello, «el sacerdote ha de tener un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo, y pueda decir: «Vivo yo, mas no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)... Y así es que mucha mayor pureza se exige del sacerdote que del monje. Y es el caso que a quien mayor se le exige, está expuesto a mayores riesgos en que forzosamente la manchará, si con asidua vigilancia y fervor extraordinario no hace su alma inaccesible a ellos» (De sacerdotio VI,2).

La condición de embajador de Dios, y aún más, la dedicación a la Eucaristía, el contacto con el sagrado cuerpo de Cristo, exigen del sacerdote la más alta santidad. Y así «el alma del sacerdote ha de brillar como una luz que alumbra a toda la tierra». Por una parte, ha de conocer bien los asuntos seculares, y por otra, ha de estar libre de ellos. «Ha de ser multiforme», sabiendo hacerse a personas de muy diversa condición. Ha de ser a un tiempo «benigno y severo» (ib.). Y todo esto entre tormentas, y sufriendo a un tiempo el ataque de tantas bestias feroces (VI,12). «Si con esos ojos de la cara te fuera concedido ver el tenebrosísimo ejército del diablo, y la furia con que nos acomete, comprenderías que es más terrible esta guerra del espíritu que la otra guerra material» (VI,13). Y en ese combate están metidos diariamente los pastores sagrados...

Así pues, si grande ha de ser la fortaleza del monje para sobrellevar los trabajos de la ascesis en la soledad, ¿cuál será la fortaleza requerida por el sacerdote?... «No admiremos, pues, como cosa del otro mundo al monje, porque viviendo para sí solo no se perturba ni comete muchos y grandes pecados, como quiera que tampoco tiene grandes ocasiones que le azucen y despierten el alma. Pero el que entregado a muchedumbres enteras y obligado a llevar sobre sí los pecados de todos, permanece inconmovible y firme, llevando el timón de su alma en medio de la tormenta como si estuviera en la calma del puerto, ése sí que merece justamente los aplausos y la admiración de todo el mundo» (VI,6). De hecho, muchos que pasan de la paz del desierto a la guerra de la vida pastoral, no crecen en la virtud, y pierden la que trajeron de la soledad (VI,7).

Por todo ello, ha de extremarse el cuidado en la selección de los candidatos a las ordenes sagradas. «El que aun tratando y conviviendo con todo el mundo es capaz de conservar intactas e inconmovibles, y hasta con más cuidado que los mismos monjes, la pureza y la paz, la castidad y mortificación y vigilancia y demás virtudes propias de los monjes, ése es auténtico candidato al sacerdocio» (VI,8). Éste sí, santificando a otros, se santifica él. Y la verdad es que «no consigo creer que pueda salvarse quien nada trabaja por la salvación de su prójimo» (VI,10).

Valgan estos textos del Crisóstomo para comprobar cómo está viva en la época de los Padres la convicción de que los sacerdotes seculares pueden y deben aspirar a la perfección espiritual, en medio del mundo, en el que permanecen urgidos por su caridad pastoral.

Disciplina eclesial

Los pastores de estos siglos celan vigorosamente por la santidad del pueblo cristiano. Principalmente por la predicación y los sacramentos, pero también aplicando, cuando es preciso, la disciplina penitencial de la Iglesia o incluso la excomunión.

En Efeso, reunido San Juan Crisóstomo con otros setenta obispos, destituye a seis obispos; en el Asia Menor depone a catorce... Ciertos errores o abusos no deben tolerarse en la Iglesia. Y él no los tolera.

Gracia y libertad

La Iglesia, poco después de haber superado el error terrible del pelagianismo (Pelagio, 354-427), que negaba el pecado original y la necesidad que el hombre tenía de la gracia para ser bueno y salvarse, hubo de enfrentar el error más oscuro e insidioso del semipelagianismo, difundido por Fausto de Riez (+490?) y otros monjes de las Galias, en especial los de Marsella (massilienses).

El semipelagianismo procede, como el pelagianismo, de un optimismo antropológico falso. En su modo de ver la vida cristiana, Dios ama igual a todos, y a todos ofrece su gracia igualmente. A la parte de Dios ha de añadirse la parte del hombre, y es ésta, lógicamente, la que determina, por su mayor o menor generosidad, la altura alcanzada en la perfección cristiana. El hombre, por tanto, puede prestar su asentimiento a la gracia desde sí mismo, sin el auxilio de la misma gracia. En definitiva, pues, es el hombre quien lleva la iniciativa de su vida espiritual, y es él mismo quien se diferencia de los otros por su mayor o menor respuesta a las invitaciones de la gracia.

La reacción de la Iglesia, encabezada por San Agustín, contra esta falsificación del Evangelio, no se hace tardar. Y especialmente en el concilio de Orange, en las Galias (a.529), bajo la guía sobre todo de San Cesáreo de Arlés, se rechaza el semipelagianismo con energía. La Virgen María o Jesús no son los más amados de Dios porque son los más buenos, sino que son los más buenos porque son los más amados de Dios. Y si no, ¿qué méritos previos tenían María o Cristo para nacer exentos del pecado original? Pues bien, esa misma primacía causal del amor de Dios sobre la libre respuesta humana ha de aplicarse a todos y cada uno de los hombres. En efecto, «en toda obra buena no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que él es quien nos inspira primero -sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte- la fe y el amor a él» (Denz 397). Por tanto, como afirma Bonifacio II haciendo suyo el Concilio arausicano, «no hay absolutamente bien alguno según Dios que alguien pueda querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios» (ib. 399).

Éstos son unos siglos en los que, como en los precedentes, todavía la vida espiritual cristiana irradia un esplendor alegre, el que procede de una doctrina de la gracia verdaderamente católica. La predicación de los Padres, sobresaliendo entre ellos la de San Agustín, cuya autoridad en la época es máxima, y también las mismas oraciones litúrgicas -paráfrasis líricas, muchas veces, de las definiciones de los Concilios de estos años-, sumergen continuamente al pueblo cristiano en una atmósfera de gracia, haciéndole intuir continuamente que la vida cristiana es ante todo un don magnífico y gratuito del Cristo glorioso.

3. Preceptos y consejos

Debo cuidar a mis lectores, para que no se cansen y me abandonen. Por eso les advierto que la misma enseñanza de los Padres -en esta cuestión un tanto incipiente y confusa-, que expongo en este capítulo, han de hallarla poco más adelante, con mucha más claridad y precisión, en la doctrina de Santo Tomás.

Rigorismos

En esta época de la Iglesia, como en las precedentes, en temas de moral y espiritualidad, los errores y herejías casi siempre caen por el extremo del rigorismo. -Hoy, por cierto, sucede lo contrario-.

Las excepciones a esa norma histórica son bastante raras. San Ambrosio y San Jerónimo, por ejemplo, han de condenar las doctrinas del monje Joviniano (+406?), para quien el mérito es igual en virginidad, viudez o matrimonio, o entre la abstinencia y comer con acción de gracias. Justifica esta doctrina alegando que la gracia bautismal es igual en todos los fieles (Guibert 43).

Las herejías rigoristas, por el contrario, de tal modo identifican perfección -o incluso salvación- con pobreza y virginidad, que condenan la vida secular de quienes poseen y están casados. Son aquellos mismos errores condenados por San Pablo, de quienes «proscriben las bodas y se abstienen de alimentos creados por Dios para los fieles» (1Tim 4,1-5), que reaparecen una y otra vez, con diversos matices o presupuestos doctrinales. Los Padres y concilios han de condenar los errores de encratitas o abstinentes, apostólicos o apotácticos, cátaros o puros, montanistas, catafrigios, y maniqueos (Guibert 1ss).

Justos y perfectos

Desde luego, en esta época, en que la doctrina espiritual aún está poco precisada en la Iglesia, no siempre es fácil discernir si los autores se mantienen en la verdad o incurren en el error. De hecho, por ejemplo, ciertos textos exhortativos de los Padres, objetivamente examinados, no son ortodoxos; pero son propuestos por Padres de indudable ortodoxia y han de ser interpretados en el sentido católico verdadero, teniendo en cuenta otras enseñanzas suyas.

Éste es el caso, por ejemplo, de la distinción entre justos y perfectos, que con unos u otros matices y palabras, viene a introducir en la Iglesia dos clases de fieles.

-En algunos casos, quizá por influjos mesalianos o de ambientes euquitas, se trata de una división contraria a la fe de la Iglesia.

Es el caso de algunos miembros del monacato sirio, entre los cuales esa distinción adquiere acentos inadmisibles. El Liber graduum, por ejemplo, dice: «quien toma la cruz y, con la recepción del Paráclito, llega a la perfección, ya no tiene nada que ver con las cosas visibles; el que, por el contrario, las ama, es justo y no perfecto, porque no renunció a las cosas visibles» (3,7: PS 3,69).

Tampoco son aceptables los planteamientos del sirio monofisita Filoxeno de Mabbug (+523), que distingue entre los grados de la justicia de la Ley, que lleva a la justicia, y los grados de la justicia de Cristo, que lleva a la perfección (Homilías II). Después de enumerar esos grados, llega a la conclusión de que «no digo que los que están en el mundo no puedan justificarse, sino que digo que no es posible que lleguen a la perfección» (8: 221). Los justos ponen el mundo al servicio de Dios, aunque no lo consiguen totalmente; los perfectos, en cambio, renuncian al mundo por amor a Dios. Y es que «mientras el hombre posea la riqueza humana, poca o mucha, no puede avanzar por el camino de la perfección, porque la riqueza... ata el espíritu y traba las ligeras alas de la inteligencia» (8: 222). Cristo, en verdad, quisiera que todos los hombres imitaran su ejemplo y «avanzaran por el camino de los ángeles» (ib.); pero, como no todos son capaces, concede también a los justos salvación, aunque sea una salvación de segundo grado respecto a la otorgada a los perfectos.

-En otros autores, esta distinción se presenta con una ortodoxia dudosa. Así, por ejemplo, Evagrio Póntico (346-399), el monje docto del desierto, enseña que «los justos no roban, no causan perjuicios, no cometen la injusticia, no exigen lo que no les corresponde; en tanto que los perfectos nada poseen, no construyen, no plantan ni dejan herencia sobre la tierra, no trabajan para comer y vestir, sino que viven según la gracia, pobremente. Los justos dan de comer a los hambrientos... Los perfectos dan de una vez sus fortunas a los pobres... Los perfectos llegan a Sión y a la Jerusalén celestial y al paraíso espiritual; los justos siguen con gran pena muy atrás y se hallan mucho más abajo que los perfectos» (Evagriana Syriaca 144-145).

En este mismo sentido, no pocas expresiones de San Basilio hacen pensar que a su juicio, sin dejar el mundo, viene a ser en la práctica imposible vivir plenamente el Evangelio (Regla grande 5,4-2; Breve asceticon 2).

-Distinciones, en fin, algo semejantes, pero con un sentido más claramente católico -aunque no siempre exentas de alguna equivocidad-, son frecuentes en Doctores de la Iglesia.

San Efrén (306-373), diácono sirio, explica que hay en el cielo dos puertas: una es para los que viven en el mundo, y otra para los que guardan perfecta castidad, tienden a la perfección y llevan su cruz (Commentaire de l’évangile concordant 15,5).

San Jerónimo (347-420) usa el símil de las dos clases de siervos que se daban en una finca romana: «Nuestro Señor Jesucristo tiene también una numerosa servidumbre: tiene quienes le sirven en su presencia, tiene asimismo otros que le sirven en los campos. Los monjes y las vírgenes son, a lo que creo, los que le sirven en su presencia; los seglares, en cambio, son los que están en el campo» (Tractatus in Ps. 133).

Para San Agustín, los monjes forman las tropas escogidas de Cristo, que le sirven por puro amor; los otros cristianos son la stipendiaria multitudo, es decir, legiones de mercenarios, que le sirven sobre todo esperando la recompensa (Contra Faustum 5,9).

Casiano, por su parte, recurre a la tricotomía platónica, también usada por Clemente de Alejandría y Orígenes: el monje auténtico tiende a la perfección y es espiritual, por lo que disfruta de libertad evangélica; el secular, en cambio, es carnal, y gime, como el judío, bajo el peso del pecado y de la ley; el monje tibio, que no tiende con fuerza a la perfección de la caridad, ocupa un lugar intermedio, el de los psíquicos o animales, en un estado que es mucho más peligroso que el de los seculares (Colaciones 4,19).

Preceptos y consejos

En los siglos martiriales, cuando todos los cristianos, de uno u otro modo, tienen que dejar el mundo, apenas se desarrolla el tema de los consejos evangélicos, y el de su necesidad para la perfección. Cesadas, en cambio, las persecuciones, la distinción preceptos-consejos viene exigida sobre todo por las exageraciones de los herejes: unos porque exigen pobreza y virginidad para la salvación, otros, en realidad muy pocos, porque menosprecian pobreza y virginidad. Los Padres se ven, pues, en la necesidad de precisar que los consejos evangélicos ni son necesarios para la salvación, ni deben ser menospreciados, como medios sin importancia en orden a la perfección.

La clave en esta cuestión tan delicada son siempre las palabras de Cristo al joven rico, en las que pueden apreciarse dos niveles: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... Si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,16-30).

Los sermones y breves tratados sobre este Quis dives son innumerables. Los dos primeros volúmenes de la Biblia Patristica (París 1975-1977) recogen un centenar de referencias acerca de esta perícopa (+Indices de MG y ML). En ellas puede apreciarse que los Padres, coincidiendo en el sentido fundamental, todavía difieren bastante en las explicaciones. Y a veces, claro, un mismo Padre, en distintas ocasiones, da explicaciones diversas. No ha cristalizado todavía una doctrina común, y se emplean varias claves doctrinales, que ahora hemos de examinar.

Lo obligado y lo optativo

Orígenes (+253-254), por ejemplo, entiende así la distinción entre preceptos y consejos: «Los preceptos se nos dan para que cumplamos lo debido. Y así en el evangelio dice el Salvador: "cuando hubiéreis cumplido con todos estos preceptos que os he dado, decid siervos inútiles somos, lo que debíamos hacer, eso hemos hecho" (Lc 17,10). Aquellas cosas, en cambio, que hacemos por encima de lo debido, no las hacemos por precepto. La virginidad, por ejemplo, no se cumple por obligación, ni es pedida por precepto, sino que es ofrecida sobre lo debido» (Comentarii in Romanos 10,14).

Ley (Antiguo Testamento) y gracia (Nuevo Testamento)

San Ireneo (+ca. 202) parece sugerir que el joven rico, cumpliendo los mandamientos, vive el Antiguo Testamento, mientras que dejándolo todo y siguiendo a Jesús, entra en el Nuevo Testamento. Los preceptos antiguos siguen vigentes en el Nuevo, pero en él están perfeccionados por los consejos.

En esta perspectiva, que subraya la continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, Cristo invita al joven rico -y en él a todos- a pasar del mero cumplimiento de preceptos (imperfecto y limitado) al régimen amoroso de los consejos (perfecto e ilimitado). Por tanto, ese «si quieres ser perfecto», aunque es dicho concretamente al joven rico, se dirige a todos los cristianos, pues a todos dice Jesús «sed perfectos», como al joven rico, y a todos avisa que es preciso renunciar a «todos los bienes» para ser discípulo suyo (Lc 14,25-33; +9,23-24). Las palabras del Señor abren, pues, al joven rico la entrada en la perfecta vita apostolica: «hablando a uno solo, está hablando a todos» (Adversus hæreses IV,12,5). San Ambrosio (339-397) da una doctrina semejante, pero, al menos en el texto que ahora veremos, introduce importantes variaciones. Parece decir que Cristo ofrece a todos los cristianos las dos vías, para que cada uno, mirando sus fuerzas, elija una u otra. Este planteamiento, mal entendido, puede llevar a posiciones falsas, en las que no se ve tanto la vocación como una gracia peculiar del Señor, sino más bien como algo que el hombre mismo puede elegir para sí.

«Una carga debe proporcionarse a quien la lleva, no sea que se pierda porque su debilidad es incapaz de sostenerla. Es preciso dejar a cada uno el cuidado de medir sus fuerzas y de actuar no constreñido por la autoridad de un precepto, sino impulsado hacia adelante por una gracia de progreso.

«Diversas son las fuerzas, pero cada una tiene su mérito. No se condena una manera de actuar porque se predique otra, sino que todas son predicadas para que sean preferidas las mejores. Honorable es el matrimonio, pero más digno de honor la integridad...

«Se da precepto a los súbditos, y se da consejo a los amigos. Donde hay precepto, hay ley. Donde hay consejo, hay gracia. Por eso la ley fue dada a los judíos, la gracia fue reservada a los más elegidos...

«Y para que comprendas bien toda la diferencia entre precepto y consejo, recuerda aquel hombre del Evangelio [Mt 19,16-30] a quien le fue dado primero el precepto de «no cometer homicidio, ni adulterio, ni decir falso testimonio». Hay precepto allí donde hay pena de pecado. Pero cuando él ha confesado que ha cumplido los preceptos de la ley, le es dado consejo de «venderlo todo y de seguir al Señor». Estas cosas no se mandan por un precepto, sino que se ofrecen (deferuntur) en un consejo. De una parte, dice el Señor: «No matarás», y da precepto. De otra, «si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes». Y esto queda libre de precepto, al arbitrio libre. Por eso, los que han cumplido un precepto pueden decir: «Siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer, lo hemos hecho». Pero no habla así aquel que ha vendido todos sus bienes. Por el contrario, espera una recompensa, como el santo Apóstol: «He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué tendremos? ¿Qué recibiremos?». No es el servidor inútil quien se expresa así, habiendo hecho simplemente lo que debía, sino aquel que ha sido útil a su Señor, que ha multiplicado los talentos que le fueron confiados, y que, consciente de haber obrado bien, seguro de su mérito, espera el premio de su fe y de su virtud. Y es él quien escucha esta palabra: «Vosotros, que habéis estado conmigo en el nuevo nacimiento, cuando el Hijo del Hombre se asiente en el trono de la majestad, os sentaréis vosotros también sobre doce tronos, y juzgaréis las doce tribus de Israel»» (De viduis 11-12).

Perfección y medios para la perfección

Orígenes, cambiando el ángulo de vista, considera que si el joven rico ha cumplido realmente el precepto del amor, verdaderamente es perfecto, pues la caridad es la perfección suma de toda ley (Rm 13,9; In Mt. XV,13). Por tanto, habrá que concluir que o bien Mt 19,20 es una glosa, o bien habrá que poner en duda la veracidad del joven rico al decir que ha cumplido los preceptos (cosa que ya sugirió San Ireneo). Como lo hace más tarde Santo Tomás, Orígenes pone, pues, la perfección en el cumplimiento de los preceptos, y no en el seguimiento de los consejos.

Y en este sentido, la exigencia de Mt 19,21 es un medio de perfección, pero no es la perfección misma, que no puede consistir en cumplir ésta o la otra condición: «con tal de hacer tal cosa», «una vez hecho esto»... Por el contrario, «si es perfecto aquél que tiene todas las virtudes y nada hace por malicia, ¿cómo podrá ser perfecto [sin más] aquél que ha vendido todos sus bienes?» (In Mt. XV,16).

Casiano también ve claro que «ayunos, vigilias, meditación de las Escrituras, desnudez, privación de todos los recursos, no constituyen la perfección, sino que son instrumentos de la perfección; no son el fin de este modo de vida, sino los medios que conducen a ese fin» (Colaciones I,7). Entiende Casiano que el seguimiento de los consejos es un medio..., ahora, eso sí, un medio necesario o casi necesario.

Lo bueno y lo mejor

San Agustín (354-430), distingue claramente precepto y consejo, al comentar el episodio del joven rico. «El Maestro, en su bondad, distinguió entre los mandamientos de la ley y aquella otra perfección superior (ab illa excellentiore perfectione). Y así dice primero: «Si quieres venir a la vida, cumple los mandamientos», y añade en seguida: «Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes». Así pues ¿por qué no querer que los ricos, por alejados que estén de la perfección ideal (quamvis ab illa perfectione absint), puedan alcanzar la vida, si ellos han guardado los mandamientos y han sabido dar para que se les dé, y perdonar para que se les perdone?» (Carta 157, 4,25).

En todo caso para San Agustín no hay que separar demasiado preceptos y consejos, pues hay circunstancias en que el consejo compromete a todo cristiano, concretamente cuando no renunciar a ciertos bienes implicaría renunciar a Cristo (4,31-33).

En otro lugar, comentando 1Cor 7 -que es otro de los textos principales sobre este tema-, enseña que los cuidados del siglo, a los que alude el Apóstol, «no es que aparten del reino de Dios, como apartan los pecados, que por eso están prohibidos no con mero consejo, sino con riguroso precepto, ya que la desobediencia al Señor es digna de condenación... Quien desobedece a un precepto es reo de culpa y deudor de pena. Ahora bien, como el contraer matrimonio no es pecado, pues si lo fuese estaría prohibido bajo verdadero precepto, se deduce claramente que acerca de la virginidad no puede haber mandato», sino solo consejo.

Y así el Apóstol dice: «"Que el marido no despida a su esposa", advertencia que consigna como precepto del Señor, y sin añadir en este caso, si la despide no peca. Se trata, pues, de un precepto, cuya desobediencia constituye pecado; no de un consejo, cuya omisión voluntaria haría que obtuvieses un bien menor, pero sin hacerte culpable de una acción mala. Por eso, cuando antes dijo: "¿Estás libre de mujer? No busques tenerla", como no imponía un precepto para impedir un pecado, sino ofrecía un consejo para alcanzar un bien mayor, añadió a continuación: "Si tomares mujer, no pecas; y si la joven soltera se casa, no peca"» (De sancta virginitate 13-15).

Seguir los consejos en efecto y en afecto; la disposición del ánimo

Esta distinción es de la mayor importancia. El seguimiento de los consejos in affectu, in dispositione animi, es algo que se encuentra expuesto, de un modo u otro, con bastante frecuencia en los Padres, también en aquellos que, como San Ambrosio, vinculan estrechamente perfección y separación del mundo. El santo Obispo de Milán reconoce que «la fuga [la fuga mundi] no consiste en dejar la tierra, sino en que estando en la tierra, se observe la justicia y la sobriedad» (De Isaac 3,6).

Pero quizá sea San Agustín el que propone esta doctrina espiritual con más fuerza y claridad. Él comprende bien la primacía de lo interior, y cómo los actos de la virtud se manifiestan externamente unas veces, mientras que otras, si así conviene, quedan ocultos en la disposición interior del ánimo.

Así Abraham, casado, en la disposición del ánimo estaba tan dispuesto a la virginidad como Juan apóstol, que vivió célibe. Y Juan estaba tan dispuesto al martirio, sin haberlo sufrido, como Pedro, que lo sufrió (De bono coniugali 25-27).

Y Cristo, cuando recibe una bofetada ante el Pontífice, no presenta la otra mejilla, sino que argumenta contra el criado que le abofetea, porque así convenía entonces. «Sin embargo, no por eso estaba su corazón menos preparado no sólamente para ser abofeteado en la otra mejilla por la salvación de todos, sino también a entregar todo su cuerpo para ser crucificado» (De sermone Domini in monte 1,19). Del mismo modo, cuando el Señor nos aconseja acompañar dos leguas a quien nos fuerza a ir una con él, unas veces convendrá acompañarle, otras veces no: son palabras que «deben ser entendidas rectamente como referidas a la disposición del corazón, y no a un acto de ostentación orgullosa» (ib.).

San Agustín, gran teólogo de la gracia, cree de verdad que, con el auxilio de Cristo, es posible tener el mundo como si no se tuviera. Por eso, «no hay que huir del mundo con el cuerpo, sino con el corazón» (De dono persev. 8,20). A la luz del misterio de las Dos Ciudades, el santo Doctor comprende que los materiales del mundo pueden ser útiles para la edificación del Reino de Dios (De civitate Dei 5,15; 5,22-23; 15,4; 19,12-13). Y que las diarias ocupaciones de la vida secular pueden ser estimulantes para la vida sobrenatural (De moribus Ecclesiæ cath. I,31,66). Existiendo una voluntad sincera de vivir el Evangelio, el oficio de las armas, por ejemplo, puede ser para uno preferible a la vida monástica. Y cita al Apóstol: «cada uno tiene de Dios su propia gracia, éste una, aquél, otra» (1Cor 7,7) (Epist. 189). Por tanto, en definitiva, es la gracia que cada uno ha recibido, la que debe decidir en estos asuntos vocacionales.

No reflejaría, sin embargo, con exactitud el pensamiento de San Agustín a este propósito, si no añadiera que, a su juicio, dada la situación del hombre caído, es muy difícil que posea los bienes terrestres sin que, de hecho, el afecto le quede más o menos prisionero de ellos (+Sermo 177,6; Sermo 278,10). Por eso la predicación agustiniana sigue recordando una y otra vez las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo...»

Resumen

-El pecado del mundo es claramente visto por la Iglesia de esta época. La predicación señala con frecuencia el peligro del mundo pecador -casa en llamas, selva llena de fieras-. Tanto encarece las ventajas de dejarlo todo, para seguir a Cristo libres, que son muchos los que prefieren buscar la soledad en la vida monástica. Y los que permanecen en el mundo y quieren ser perfectos, viven en el siglo con sumo cuidado.

-El peligro de mundanización es ahora grave para los cristianos, pues el mundo civil, cesadas las persecuciones, comienza a ejercer sobre ellos su atracción seductora.

-Hay ya laicos, pastores y religiosos, los monjes, y éstos últimos son los modelos más altos de santidad, también para los laicos y los pastores.

-La vocación de todos los cristianos a la santidad, sean laicos, clérigos o monjes, está viva en la conciencia de los Padres, como se refleja en la predicación y en la disciplina eclesial.

-Ayuno, oración, limosna, la sagrada tríada penitencial, marcan en la disciplina de la Iglesia el camino de perfección laical, más bien que una imitación de los tres votos religiosos, pobreza-virginidad-obediencia.

-La distinción entre preceptos y consejos va elaborándose en esta época, todavía en tanteos diversos, aunque siempre con una orientación común.

-Todavía se mantiene la unidad de la espiritualidad cristiana. Como señala P. Pourrat, entonces «no había dos espiritualidades: una para las personas retiradas del mundo y otra para los simples fieles. Había una sola: la espiritualidad monástica», es decir, la espiritualidad evangélica en su expresión más plena (La spiritualité chrétienne I, p.XI-XII). En efecto, los cristianos que realmente tendían a la perfección dejaban el mundo y se iban al monasterio; o seguían en el mundo, pero viviendo, mutatis mutandi, al estilo de vida de los monjes, y aprendiendo del ejemplo y de los escritos de éstos el camino de la perfección.

Louis Bouyer estima como una desviación moderna «la tendencia a fomentar e incluso a crear en su totalidad unas espiritualidades exageradamente especializadas». A su juicio, «no puede hablarse de diferentes "espiritualidades cristianas", sin tener siempre presente que difieren tan sólo, si son efectivamente cristianas, en el plano relativamente exterior y secundario de dichas aplicaciones, mientras que la esencia de la espiritualidad cristiana, verdaderamente católica, permanece una e inalterable» (Introducción 38,41).

-La disciplina de la Iglesia, en materias de fe y de costumbres, se mantiene vigorosa. Cuando es necesario, por ejemplo, se aplican excomuniones o se deponen Obispos.

-La primacía de la gracia es habitualmente afirmada en los cánones conciliares, en las homilías de los Padres, así como en las oraciones de la liturgia. Parece evidente que todavía en este tiempo la verdadera doctrina de la gracia es la más difundida entre los católicos.