I Parte

Jesús y los apóstoles

 

«Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme» (Mt 19,21).

1. La doctrina de Cristo

Ya hemos visto muy brevemente el pensamiento que sobre el mundo presente tienen algunos sistemas filosóficos o religiosos. Pues bien, ¿cuáles son las actitudes fundamentales de Cristo hacia el mundo? ¿Qué enseña Cristo sobre el mundo secular y sobre la situación en él de los cristianos?

Con amor

Nuestro Señor Jesucristo entra en el mundo-creación impulsado por el amor divino trinitario, para coronar con su Encarnación la obra grandiosa de la creación, juntando íntimamente en sí mismo al Creador y a las criaturas. Por él, por el Hijo, «se hizo el mundo, y siendo él el esplendor de la gloria [de Dios] y la imagen de su substancia, sustenta con su poderosa palabra todas las cosas» (Heb 1,2-3). Nadie, pues, como Cristo ha gozado tanto con la hermosura del mundo; nadie como él ha contemplado a Dios en el mundo creado, y ha entendido en forma comparable que «en él vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28).

Y en cuanto al mundo-pecador, Jesús es el Salvador misericordioso, el que no viene a condenar sino a salvar (Jn 3,17); el que intenta hacerse, con gran escándalo de los «justos», «amigo de los pecadores» (Mt 11,19), comiendo y tratando con ellos; él es el que ama y salva a la mujer adúltera, cuando todos pretendían apedrearla (Jn 8,2-11). Ninguno de los hombres ha tenido la benignidad de Jesús hacia los pecadores. Nadie ha tenido la facilidad de Cristo para captar lo que hay de bueno en los hombres -en las personas, en los pueblos y culturas-: él, porque es la causa de todo bien, ve hasta el mínimo bien, hasta el que no pasa de intención ineficaz, hasta el bien escondido en el mal, por ignorancia inculpable. Nadie ha tenido hacia el mundo-pecador un amor tan eficaz, tan sin límites, «haciéndose él mismo pecado» (+2Cor 5,21) para quitar, finalmente, el pecado del mundo.

Con amor y con horror

El horror de Cristo hacia «el pecado del mundo» no es apenas concebible para nuestra mente: sólo podemos llegar a adivinarlo contemplando a Jesucristo en Getsemaní o en la pasión del Calvario, donde el pecado del mundo le abruma y aplasta, hasta hacerle sudar sangre. Ese mal del mundo, que pasa en gran medida inadvertido a los hombres, pues en él han vivido sumergidos desde siempre, es para Cristo una atmósfera asfixiante y perversa, que llega a veces, cuando así lo dispone el Padre, a llenarle de «pavor y angustia».

Cristo ve y entiende que las autoridades, en lugar de servir a sus súbditos, «los tiranizan y oprimen» (Mc 10,42). En el mismo Pueblo elegido, Cristo ve la generalizada profanación del matrimonio, que ha venido a ser una caricatura de lo que el Creador «desde el principio» quiso que fuera (Mt 19,3-9). Ve, lo ve en el mismo Israel, cómo una secular adicción a la mentira, al Padre de la Mentira, hace casi imposible que los hombres, criaturas racionales, capten la verdad (Jn 8,43-45); cómo el hombre, habiendo sido hecho a imagen de Dios, ha endurecido su corazón en la venganza y en los castigos rigurosos, ignorando el perdón y la misericordia; cómo escribas y fariseos, los hombres de la Ley divina, han venido a ser una «raza de víboras», unos «sepulcros blanqueados», que «ni entran, ni dejan entrar» por el camino de la salvación (23,13-33); cómo, por la avidez económica de unos y la complicidad pasiva de otros, el Templo de Dios se ha convertido en una cueva de ladrones (21,12-13)... Todo eso lo ve en el Pueblo elegido. Y todo eso no lo ven las autoridades, ni los sacerdotes, ni tampoco los teólogos de Israel.

Por lo demás, Jesucristo casi nunca expresa el dolor que padece al estar inmerso en el pecado del mundo. Una vez, refiriéndose a la cruz, a su deseado «bautismo» final, exclama: «¡y cómo sufro hasta que esto se cumpla plenamente!» (Lc 12,50). Pero podemos suponer ese íntimo sufrimiento al ver el dolor que a veces le causan, con su torpeza espiritual, sus mismos amigos más íntimos.

En una ocasión le dice a Simón Pedro: «Apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, pues no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (Mt 16,23). En otra ocasión, se le acerca a Jesús un pobre hombre, padre de un epiléptico, y le pide que sane a su hijo, pues los apóstoles lo intentaron sin conseguirlo. Y el Señor responde: «¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?» (Mt 17,17)...

Y si así le hacían padecer sus amigos, gente, después de todo, de buena voluntad, y que todo lo habían dejado por seguirle, cómo le haría sufrir ver un día y otro, en los que le rechazaban, hombres perdidos en la vanidad y el mal, fascinados por la criatura y olvidados del Creador, mentes abiertas a la mentira y cerradas a la verdad, personas sujetas al mundo y a su Príncipe infernal, y amenazadas de perdición eterna (+Jn 8,44). Con razón dice San Zenón de Verona (+372?) que «el Señor habitó en un verdadero estercolero, esto es, en el cieno de este mundo y en medio de hombres agitados como gusanos por multitud de crímenes y pasiones» (Trat. 15,2: ML 11,443).

Viendo una vez cómo Jerusalén le rechaza, y entendiendo cómo así la Ciudad elegida repulsa la salvación y se atrae la destrucción, siente tanta pena que se echa a llorar (Lc 19,41-44). Está claro que a Cristo no le da lo mismo que el mundo-pecador le reciba o le rechace. Su amor inmenso a los pecadores le lleva a sufrir inmensamente, cuando comprueba que «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (+Jn 1,11).

Con absoluta libertad

Respecto del mundo presente, no experimenta Jesucristo ninguna avidez o ansiedad, ninguna fascinación o deseo de triunfo, ningún temor al insulto, al desprecio o al fracaso. Él, precisamente en cuanto Siervo del Altísimo, es perfectamente libre del mundo secular. Por eso puede ver su mentira y decirle la verdad. Por eso está a salvo del mundo y puede salvar al mundo.

Las normas mentales y conductuales, tan estrictamente impuestas por el mundo sobre los hombres mundanos, no tienen sobre Cristo poder alguno. Ni siquiera tienen sobre él influjo alguno las normas pseudo-religiosas de su tiempo; tampoco aquellas que los mismos varones justos tienen por más inviolables.

Jesús, por ejemplo, trata con la mujer con una libertad que resulta chocante para ella misma: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana?»; y para los mismos discípulos: «se maravillaban de que hablase con una mujer» a solas (Jn 4,9.27). Entiende el sábado y actúa en él de modos realmente «escandalosos», lamentables e incomprensibles, en ese momento, para cualquier judío piadoso (Mt 12,1-12). Profesa el celibato y la pobreza, y así lo exige a los apóstoles, cuando el mundo civil y religioso ignora y desprecia esos valores. Desechando reducir la salvación de Dios sólamente a los judíos, predica un universalismo católico, aunque sabe que suscitará las más terribles iras de los judíos (+Lc 4,25-30). Y dejando de lado las normas más elementales de la decencia, «come y bebe con publicanos y pecadores» (Lc 5,30)...

No es Cristo, sin embargo, un hombre extravagante, que se distancia del mundo vigente por orgullo, o que muestre hacia su pueblo, y concretamente hacia sus tradiciones religiosas, una actitud de desarraigo o menosprecio. Por el contrario, desde niño está educado para «cumplir todo lo prescrito por la Ley» (+Lc 2,23-24.27.39); hace las obligadas peregrinaciones a Jerusalén, muestra una gran veneración por el antiguo Templo, donde enseña todos los días (Lc 19,47), paga su tributo (Mt 17,24-27), y cela por su santidad, expulsando de él a los comerciantes (21,12); reza los salmos, celebra la Pascua y en todo se manifiesta respetuoso con la Ley mosaica, que no viene a abolir, sino a perfeccionar (5,17).

Por otra parte, la omnímoda libertad de Cristo respecto del mundo se afirma no sólo en criterios y costumbres, sino incluso en el ritmo temporal de las actividades. Los mundanos se rigen en su acción por las ocasiones del mundo, pero Cristo actúa en referencia continua al Padre celeste: su hora no es, pues, la que marca el reloj del mundo, y es, por así decirlo, ex-temporánea.

Se puede ilustrar esto que digo con una escena del Evangelio, en la que los parientes de Jesús, que no acaban de creer en él, le exhortan a «darse a conocer al mundo», realizando abiertamente algunas de «las obras» que viene realizando en medios más escondidos. Jesucristo resiste esa incitación, y les contesta: «Para mí todavía no es el momento; para vosotros, en cambio, cualquier momento es bueno. El mundo no tiene motivos para aborreceros a vosotros; a mí sí me aborrece, porque yo declaro que sus acciones son malas. Subid vosotros a esta fiesta, que para mí el momento no ha llegado aún» (Jn 7,1-8). La actividad de Cristo, al depender exclusivamente del impulso del Padre en él, resulta así discrónica respecto a la marcha del mundo. Él piensa, habla, siente y actúa desde Dios, con perfecta libertad del mundo. Por eso tiene poder para transformarlo.

Con toda esperanza

Cristo ve el pecado del mundo, y sufre mucho con ello; pero se atreve, con una esperanza formidable, a intentar el remedio de esos males. Todo lo contrario del mundo, que no ve sus propios pecados, y cuando los ve, piensa que son irremediables. Conoce el Salvador la omnipotencia de su propia gracia, la fuerza sanante de su Sangre redentora. Y por eso, conociendo mejor que nadie la condición malvada del siglo, se entrega entero, de palabra y de obra, a «quitar el pecado del mundo».

Veamos esto con un ejemplo muy significativo. Cristo ve que el matrimonio está en todas partes, incluso en el Pueblo elegido, horriblemente falsificado por el divorcio, y que ha venido a hacerse una caricatura blasfema del plan del Creador. Ve también que a todos, judíos y gentiles, les parece normal que el vínculo conyugal pueda quebrarse -«siempre y en todas partes ha sido así»-. Y, sin embargo, él afirma el matrimonio indisoluble con toda energía, asegurando que ésa es la voluntad de Dios, y que por tanto ése es un bien posible y debido. Pero, en un principio, hasta sus mismos discípulos reciben esta doctrina con reticencia: de ser así «es preferible no casarse» (Mt 19,3-10). Y consigue Cristo, él solo, con la fuerza de su verdad y de su gracia, que al paso de los siglos, innumerables millones de hombres y mujeres vivan -con toda paz, sin que sean unos gigantes espirituales- ese matrimonio verdadero, restaurado por él y sólamente por él.

Cristo ve el mal del mundo pecador, se guarda libre de toda complicidad con él, y lo que es más aún, procura con eficacísima esperanza el remedio de los males del mundo. Eso que ha hecho con el matrimonio, lo ha hecho o está dispuesto a hacerlo con todos los otros males del mundo secular, por muy arraigados que estén en la mentalidad y en las costumbres de los hombres, por muy inevitables que parezcan. Y es que él, y ningún otro, conoce la verdadera naturaleza del hombre y la omnipotencia de la gracia divina. Realmente es Cristo, y solo él, el «Salvador del mundo».

El mundo malo

«Sabed que el mundo me ha odiado» (Jn 15,18), dice Cristo, y añade, y me ha odiado «sin motivo» (15,25). El mundo no siempre odia las consecuencias éticas y sociales del cristianismo, y en ocasiones, reconociéndolo o no, las aprecia. El mundo odia precisamente a Cristo, la autoridad absoluta del Señor, la gracia de Cristo, la salvación del hombre como don de Dios. O lo que viene a ser lo mismo, el mundo odia a Cristo porque «siendo hombre, se hace Dios» (Jn 10,33). Eso es lo que aborrece en Cristo.

En efecto, el mundo se muestra como enemigo implacable del Salvador, y a los tres años de su vida pública, no lo asimila en forma alguna, y termina por vomitarlo en la Cruz con repugnancia. En realidad el mundo odia a Cristo y a su Palabra porque el Salvador «da testimonio contra él, de que sus obras son malas» (7,7). Le odia porque no se sujeta, sino que escapa a su dominio: «Yo no soy del mundo» (17,9).Y por esas mismas razones odia también a los cristiano: «por esto el mundo os aborrece» (15,19; +15,18-20).

Según eso, los cristianos habremos de aceptar siempre la persecución del mundo sin desconcierto alguno; más bien como un signo inequívoco de que Cristo permanece en nosotros, y como algo ya anunciado por él, es decir, como algo inherente a nuestra condición de discípulos suyos. Más aún, habremos de recibir la persecución del mundo como la más alta de las bienaventuranzas (Mt 5,10-12). Y si el mundo se nos muestra favorable, habremos de considerar el dato con una gran sospecha: o es falsa esa benevolencia o es que nos hemos hecho cómplices del mundo, traicionando el Evangelio.

Por lo demás, Cristo y los cristianos sabemos bien que, tras el odio del mundo, está el demonio, el Príncipe de este mundo, vencido por el Salvador (Jn 12,31), el Padre de la mentira, el Poder de las tinieblas, desenmascarado y espantado por aquel que es «la Luz del mundo» (Jn 1,9; 9,5).

El último Evangelio enfrenta continuamente a Cristo con «Satanás», «el Diablo», «el Maligno», al que San Juan da también un cuarto nombre, «el Príncipe de este mundo»: por él quiere expresar que «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8).

El mundo efímero

Nadie, hemos visto, ha sentido hacia la creación visible y hacia el mundo-pecador un amor tan grande y eficaz como el de Cristo. Pero nadie como él, tampoco, ha sido tan consciente de la relatividad efímera de los bienes del mundo, que están intrínsecamente ordenados hacia los bienes eternos.

Todas las realidades intramundanas, en efecto, habrán de ser siempre tomadas o rechazadas en función de las realidades futuras escatológicas; ya que «¿de qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mc 8,36). No olvidemos, pues, que este mundo es pasando, y que pasa rápidamente. Por eso el Señor reprocha al hombre mundanizado: «Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,20-21).

El mundo valioso

Entiéndase bien aquí que Cristo, al hablar de la vanidad del mundo y de su condición efímera, en modo alguno trata de «quitar valor» a lo mundano. Muy al contrario: él ensalza y eleva lo mundano nada menos que a la condición de «medio» para un «fin» eterno y celestial, lo que realza inmensamente su valor y dignidad.

En este sentido, nadie como Cristo conoce el valor de las realidades temporales, y nadie se ha atrevido a intentar su perfeccionamiento con mayores esperanzas. Jesucristo, en efecto, no se resigna a dejar este mundo en su condición miserable e indigna; no lo da por perdido, ni lo considera irremediable. Él quiere hacer con la Iglesia un mundo mejor, un mundo digno de Dios, transfigurado con la belleza y santidad del Reino. Él tiene medios y fuerzas sobrehumanas para conseguirlo.

Y por eso el Salvador envía los cristianos al mundo como «sal de la tierra», como «luz del mundo» (Mt 7,13-15), con una misión altísima, llena de amor y de inmensa esperanza. Con ellos va a seguir él obrando su salvación en la humanidad. Como el matrimonio y la familia, él va a salvar con los cristianos la cultura y las leyes, el pensamiento y el arte, la economía y la política, todo lo que es humano. Los cristianos harán, lo dice el Señor, «las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo voy al Padre», y desde el Padre les asistiré siempre con el Espíritu Santo (Jn 14,12.16).

Alertas, vigilantes en el mundo

Pero, en conformidad con todo lo que hemos recordado, Cristo envía los cristianos al mundo encareciéndoles que tengan en el mundo muchísimo cuidado, que se mantengan orantes y vigilantes, «para no caer en la tentación» (Mt 26,41); es decir, para no ceder ante la fascinación de lo efímero, y para no sucumbir ante la persecución del mundo. No podrían entonces dar cumpliento a su altísima misión, y ellos mismos se perderían con los mundanos.

-La fascinación del mundo secular no dice, de suyo, relación al pecado del mundo, sino más bien a la fragilidad de la carne, que, por el pecado, debilita en el hombre su tendencia a la vida eterna, y hace morbosa su adicción a los bienes visibles. Aunque también es cierto que lo secular, cuando se hace mundo pecador o enemigo, contrapuesto al Reino, tiende de suyo a desviar de Dios el corazón del hombre.

En este sentido, Cristo avisa a los cristianos para que la semilla del Reino, sembrada en sus corazones, no se vea sofocada por las espinas del mundo secular, es decir, por las preocupaciones del mundo, las riquezas y los placeres de la vida (Mt 13,22; Mc 4,19; Lc 8,14). Es cierto que ni el matrimonio, ni la posesión de bueyes o de tierras, impiden acudir a la invitación del Reino; pero también es cierto que acuden más fácilmente al convite del Señor los pobres, que nada de eso tienen: «los pobres, tullidos, ciegos y cojos», que no se ven retenidos por aquello de lo que carecen (Lc 14,15-21).

Y aquí se sitúa la peligrosidad de las riquezas. Por eso dice el Señor, «¡ay de los ricos!» (6,24), pues conoce qué fácilmente se apegan a sus riquezas temporales, y vienen a faltar así al Eterno y a ese prójimo temporal necesitado, que quizá tienen a su misma puerta. El rico, penando en el otro mundo, habrá de recordar, cuando no tenga ya remedio, que en éste recibió los bienes; en tanto que el pobre Lázaro en este mundo sufrió los males, y en el otro goza para siempre (16,19-26). De hecho, «¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» (Mc 10,23). Para los que las tienen, efectivamente, es difícil; pero es imposible para los que en ellas ponen su corazón, ya que «no es posible servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24; +6,19-21).

-La persecución del mundo pecador es el otro modo fundamental de tentación para los cristianos. Y previéndola con toda certeza, Cristo envía a sus discípulos al mundo «como ovejas en medio de lobos. Por tanto, les dice, sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardáos de los hombres» (Mt 10,16-17).

Ya vemos pues, con todo esto, que, sea por la atracción fascinante o por la persecución continua, la peligrosidad del mundo es un dato cierto de la fe. Y de ahí vendrá, como en seguida comprobaremos, que Cristo conceda a sus discípulos dos vocaciones fundamentales. 1.-A unos les llamará a vivir en el mundo, pero con toda vigilancia y alerta espiritual, y 2.-a otros los llamará a dejar el mundo, con una ruptura más o menos marcada respecto de las formas de vida secular. Unos y otros, en formas diversas, están destinados a transformar y salvar el mundo con el poder de Cristo.

Cristo llama a todos a la perfección

Conociendo Cristo tan bien la debilidad de la carne, el poder del demonio, y el influjo tan grande y negativo del mundo, ¿se atreverá a llamar a todos los cristianos a la perfección, también a aquellos que viven en el mundo y no «lo dejan», como hacen los religiosos?

Cristo llama a todos los cristianos a la perfección, es decir, a la santidad. Sin duda alguna, sea cual sea su estado de vida. Prolongando el mandato antiguo: «Sed santos, porque Yo soy santo» (Lv 11,44; 19,3; 20,7; +1Pe 1,15-16; Ef 4,13; 1Tes 4,3; Ap 22,11), Cristo dice a todos: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Y la palabra de Cristo es eficaz: hace posible lo que manda. Lo que el Salvador dice por su palabra es anuncio de lo que quiere y puede obrar en los hombres por su gracia. Si él dice «sed perfectos», es que él puede hacer que lo sean todos los que se abran a su gracia.

Aristótoles decía, y con él Santo Tomás (STh II-II, 184,3) que «todo y perfecto son iguales». Perfecta, perfacta, es una criatura hecha del todo, una criatura cuyas posibilidades se ven plenamente realizadas. Pues bien, podemos asegurarnos de esta voluntad de Cristo de santificar plenamente a todos los cristianos, considerando cómo en su evangelio presenta en formas totales los dos aspectos básicos de la conversión cristiana, la muerte al hombre viejo, y el nacimiento al hombre nuevo.

-Abnegación (cruz, morir). Las más altas exhortaciones ascéticas de Cristo van dirigidas muchas veces a todos, no a un grupo selecto de ascetas. Cristo «decía a todos: El que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; +Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). Todos, pues, somos llamados a una abnegación total. «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33; +12,33).

-Caridad (resurrección, renacer). La misma formulación de la ley suprema de Cristo: «amar al Señor con todo el corazón» (Dt 6,5; Lc 10,27) y al prójimo como él nos ama, está indicando una exigencia de totalidad, es decir, una tendencia a la perfección. En efecto, todos los cristianos somos eficazmente llamados por Cristo a esa totalidad de un amor perfecto, que sea imagen del amor divino.

Perfección de la vida ofrecida por Cristo

La universalidad de esta llamada a la perfección podemos comprobarla también, en forma más gráfica y descriptiva, considerando la vida perfecta que Cristo ofrece a todos sus discípulos. Nada menos que éstos son los mandatos y consejos que el Señor les da:

Oración.- Los cristianos, como pueblo sacerdotal, son hombres orantes, que acostumbran dedicar una parte de cada día inmediatamente a Dios en la oración (Mt 6,5-15), dándole gracias sin cesar (Lc 18,1). Leen o escuchan con frecuencia la Palabra divina y otros libros religiosos, y son asiduos a la fracción del pan eucarística (Hch 2,42).

Ayuno.- Con frecuencia ayunan de alimentos o de otros bienes terrenales (Mt 6,16-18), queriendo así guardar libre el espíritu y expiar por los pecados.

Limosna.- Esta restricción austera del consumo de mundo, les hace más capaces para dar limosna, comunicando sus bienes con facilidad (Lc 6,38). Dan al que les pide, y no reclaman los préstamos que realizan (Mt 5,42; 6,2-3; Lc 6,35; 12,33).

Pobreza y riqueza.- No hay pobres entre ellos, cosa increíble entre mundanos (+Hch 4,32-34; 1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Gál 2,10). Los cristianos, también en esto diferentes y mejores que los mundanos, honran a los pobres, y si hacen un banquete los invitan con preferencia (Lc 14,12-24; +Sant 2,1-9). Y es que consideran la pobreza una bienaventuranza (Lc 6,20), al mismo tiempo que se guardan con gran cuidado del peligro de las riquezas (Mt 6,19-21; Lc 6,24). Sabiendo que es imposible servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas (Mt 6,24), muchos de ellos lo dan todo, y siguen al Señor en la pobreza (Mt 19,16-23).

Caridad.- En el mundo los cristianos son reconocidos sobre todo por la caridad con que se aman (Jn 13,35), hasta el punto que de ellos puede decirse que tienen «un corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Como forma de este amor, practican entre esposos, entre padres e hijos o entre amigos, la correción fraterna (Mt 18,15-17; Lc 17,3). Y la caridad de Cristo, que les anima continuamente por el Espíritu Santo, obra en ellos cosas que apenas serían creíbles, si no las viéramos verdaderamente realizadas. Por ejemplo, aman a sus enemigos, no procuran su mal, ni hablan mal de ellos (Mt 5,43-48; Rm 12,20). En esto y en todo, no resisten al mal, sino que lo vencen con la abundancia del bien (Mt 5,38-41; +1Tes 5,15). Imitando a Jesús, que pudo defenderse de la Cruz y no lo hizo (Is 53,7; Mt 26,53-54; Jn 10,17-18; 18,5-11), ellos también, al menos siempre que no perjudique al bien común, se dejan despojar (+1Pe 2,20-22; 1Cor 6,7).

Por otra parte, su lenguaje es sencillo, no son charlatanes, y evitan las palabras ociosas (Mt 12,36; 5,33-37). Son, en fin, tan castos, que no sólo evitan los acciones obscenas, sino que se guardan también de malos deseos y miradas (Mt 5,28).

Todo esto da a los cristianos un estilo de vida muy distinto de la vida mundana, más sapiencial, alegre y religioso. Por eso ¿tiene sentido preguntar, siquiera, si estos hombres nuevos, estén dentro o fuera del mundo, tienden eficazmente hacia la perfección evangélica? Por supuesto que sí: todos los que andan por el camino de Cristo, sea cual sea su condición o estado, llegan a la perfecta santidad. Los cristianos, pues, han de ser santos en el mundo o dejando el mundo, según su vocación.

Santidad en el mundo

El Padre celestial «introdujo a su Primogénito en el mundo» (Heb 1,6), y éste, Jesucristo, orando por sus discípulos, le dice al Padre: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Malo. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo... Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío a ellos» (Jn 17,15-16.18). Los cristianos, pues, que no han dejado el mundo, están en él porque a él les ha enviado Cristo. ¿Cómo no verán, pues, su estado de vida secular como un camino de perfección? (+mi escrito, Caminos laicales de perfección).

Para entender bien cómo Cristo concibe la santidad de los cristianos que se mantienen en el mundo, conviene recordar algunos rasgos importantes de su doctrina sobre la perfección.

-La perfección cristiana es ante todo interior. En efecto, «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Es, pues, algo fundamentalmente interior, que puede consiguientemente vivirse dentro o fuera del mundo secular.

No está tanto en abstenerse de comidas y bebidas (Mt 11,18-19; + 9,14-15; Mc 2,18-20; Lc 7,33-34), ni en separarse de publicanos y pecadores (Mt 9,10-13; Mc 2,15-17; Lc 5,29-32), sino en vivir de la fe y la caridad. Así, por ejemplo, cuando los judíos le preguntan a Jesús: «¿Qué haremos para hacer obras de Dios? Respondió: La obra de Dios es que creáis en aquél que él ha enviado» (Jn 6,28-29). Ésa es la obra que Dios más quiere de nosotros. Y, con la fe, la obra de Dios es amar con todo el corazón al Señor y al prójimo. Pero todo eso fundamentalmente es algo interior, que de suyo puede realizarse en cualquier estado de vida honesto.

-Es posible tener como si no se tuviera. Si el mundo es tan peligroso para el espíritu como Cristo dice, ¿cómo podrán los cristianos mantenerse en el mundo viviendo según el Espíritu divino? Esto, sin duda, es humanamente imposible, pero Cristo lo hace admirablemente posible por su Espíritu. En efecto: «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27).

Quiere Cristo asistir con su gracia a los cristianos seculares para que «disfruten del mundo como si no lo disfrutaran» (1Cor 7,31), es decir, guardando libre el corazón para el amor a Dios y al prójimo. Y ellos son, precisamente, los que más disfrutan de la creación visible. Es el milagro de la santidad de los cristianos en el mundo.

-Austeridad y renuncias. Es posible, en efecto, tener como si no se tuviera. Pero este milagro se realiza siguiendo las enseñanzas de Cristo, según las cuales los cristianos evitan con todo empeño un consumo excesivo del mundo, una avidez ilimitada de sus posesiones, diversiones y placeres, y huyen al mismo tiempo de toda ocasión innecesaria de pecado. Ellos, siempre que sea preciso, están dispuestos a renunciar a las añadiduras que sea, con tal de buscar el Reino de Dios y su santidad; y esto aunque suponga pérdidas económicas, profesionales, afectivas o del orden que sea. Es decir, cualquier renuncia a valores seculares, eventualmente exigida por la adquisición de la vida eterna, han de hacerla los cristianos sin vacilar un momento, pues por la fe saben bien que vale más entrar en el cielo tuerto, manco o cojo, que ir al infierno entero (Mt 5,29-30; 18,8-9).

«Hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, y su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra» (Flp 3,18-19). Para éstos, la perfección es desde luego imposible; pero no por estar inmersos en el mundo, sino por hacerse amigos del pecado del mundo, convirtiéndose, por tanto, en enemigos de Cristo.

Santidad renunciando al mundo

La santidad es primariamente gracia de Cristo, y por tanto sólo secundariamente podrá influir en la perfección evangélica la circunstancia de vida del cristiano, pues en cualquier estado de vida honesto puede recibir esa gracia. Ahora bien, la gracia de Cristo quiere obrar en el hombre suscitando en él una cooperación libre. Y ésta, según enseña el mismo Cristo, se produce más fácil y seguramente en aquéllos que, por la gracia de Dios, o bien se ven involuntariamente marginados del mundo por su pobreza, o bien renuncian al mundo por propia iniciativa, apartándose de todo el cúmulo de sus condicionamientos negativos.

-Marginados del mundo: «¡Bienaventurados los pobres!» (Lc 6,20). Enseña Cristo que a los pobres y pequeños se revela el Evangelio salvador con especial claridad (Mt 11,25; Lc 10,21); y que él ha venido ante todo para evangelizarles a ellos (4,18). Los pobres, privados del mundo por su pobreza, acuden más fácilmente al convite evangélico (Lc 14,15-24).

-Renunciantes al mundo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme»... (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22). Cristo, en efecto, enseña que por la renuncia a los bienes materiales, se alcanza un estado de vida más favorable para la perfección espiritual. La santidad, sin duda, sigue siendo gracia siempre; ahora bien, él da a quienes elige la gracia de dejarlo todo, para seguirle más libre y perfectamente (+Mt 19,12). Esa situación especialmente idónea, ése es el don que Cristo da, por ejemplo, a sus íntimos amigos, los apóstoles, los cuales, para mejor seguirle, dejaron todo lo que tenían -o todo lo que hubieran podido tener-: «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc 18,29).

Dejar el mundo, por don de Cristo, constituye, pues, una situación especialmente favorable para alcanzar la perfección de la caridad. Ésa es la situación de quienes han tomado -han recibido- «la mejor parte», y nadie debe perturbarles. Y si alguno lo intenta, el Señor le dirá: «Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41-42).

Disciplina eclesial

Que Cristo, con toda certeza, llama a perfección a todos los cristianos se manifiesta también en lo que dispone acerca de la excomunión. En efecto, Cristo, la santa Vid, avisa: «Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, [el Padre] lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,2). El cristiano incorregible, que se obstina en vivir en formas inconciliables con el espíritu de Cristo, en determinadas condiciones, debe ser apartado de la comunión de los santos: «sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17). Sólo así conocerá la gravedad de su situación, y convirtiéndose, podrá «ser salvo en el día del Señor Jesús» (1Cor 5,5).

2. La doctrina de los Apóstoles

En los apóstoles, evidentemente, no vamos a encontrar sino una prolongación fiel de la doctrina de Cristo. Pero nos hará bien escuchar concretamente sus enseñanzas, en las que podremos apreciar nuevos matices y desarrollos. Por varias razones no incluyo aquí, sino en la VII Parte, la doctrina sobre el mundo que da San Juan en el Apocalipsis. En este libro sagrado hallamos, sin duda, la más alta visión de la relación Iglesia-mundo.

El mundo creación

El mismo mundo-creación, aun conservando admirables rasgos de su original belleza, a los ojos del Apóstol, queda envilecido por «el pecado del mundo», y se oscurece en él ese esplendor de gloria, que tiene como obra del Creador. Por eso, justamente, «toda la creación espera con ansia la revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción, para participar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,19-22).

El mundo efímero

«El mundo pasa, y también sus codicias» (1Jn 2,17). «El tiempo es corto... y pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7, 29.31). Es necesario, pues, «pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,2), y mantener en aquellas la mirada del alma (2Cor 4,18)..

Estas actitudes espirituales fueron tan poderosamente inculcadas por los Apóstoles, que en algunos ambientes cristianos se produjeron errores, por un exceso de escatologismo, que los mismos Apóstoles hubieron de moderar. Concretamente San Pablo denuncia que entre los de Tesalónica algunos hermanos andan difundiendo la convicción de que «el día del Señor es inminente», y que ateniéndose a esto, «viven algunos entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada» (2Tes 2,2; 3,11).

El mundo pecador

«La Escritura presenta al mundo entero prisionero del pecado» (Gál 3,22). Por eso «todo el mundo ha de reconocerse culpable ante Dios» (Rm 3,19). Pues «todo lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero-, eso no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). Y precisamente porque el mundo está «bajo el dominio del pecado» (Gál 3,22; +1Cor 2,6; 2Cor 4,4), por eso todo él «está bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19).

Así las cosas, los que «aman el mundo», y asimilan sus pensamientos y costumbres, se colocan más o menos, lo sepan o no, bajo el influjo del Padre de la Mentira, y por eso el Evangelio les queda encubierto: siendo en sí mismo tan claro y sencilla, sin embargo, resulta ininteligible para aquellos «cuya inteligencia cegó el dios de este mundo, a fin de que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios» (2Cor 4,4).

Llamada general a perfección

Los Apóstoles llaman a todos a la perfección evangélica. Ellos saben que los cristianos están rodeados por el pecado del mundo, pero saben también que todos ellos han recibido una «soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,14), y que «la voluntad de Dios es que sean santos» (+1Tes 4,3; 1Cor 1,2; Ef 1,4). Dios, en efecto, ha llamado a los elegidos con una vocación santa y celestial (2Tim 1,9; Heb 3,1), y les ha destinado a configurarse a Jesucristo (Rm 8,29). Y frente a la omnipotencia de esta voluntad de la Misericordia divina, nada son las resistencias que el mundo pueda ofrecer.

Partiendo de ese firme convencimiento, las normas y exhortaciones apostólicas son tales que trazan una verdadera «via perfectionis» para todos los fieles. Como antes lo hemos visto en Cristo, podemos ahora comprobarlo en los Apóstoles con unas pocas referencias.

Los discípulos de Cristo han de orientar toda su vida para glorificar a Dios (1Cor 10,31), conscientes de que son un pueblo sacerdotal, destinado a «proclamar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9).

Ahora bien, para eso, deben leer frecuentemente las Escrituras (Col 3,16; 1 Tim 4,6), y deben orar sin cesar, continuamente (Rm 1,9s; 12,12; 1Cor 1,4; Ef 1,16; etc.). De este modo, no son deudores de la carne y del mundo, para vivir según sus inclinaciones, sino según el Espíritu divino, cuyas tendencias son otras: por tanto, «no hagáis lo que queréis... Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu» (Gál 4,16-25).

Han de ver los cristianos en el afán de riquezas el origen de todos los males (1Tim 6,8-10). Y deben manifestar su desprendimiento de los bienes terrenos -no defendiéndose en pleitos, y prefiriendo dejarse despojar, para imitar así a Cristo paciente (1Pe 2,20-22; 1Cor 6,1-7); -dando a los necesitados generosamente, para que no haya pobres en la comunidad (2Cor 8-9; Hch 4,32-33); -huyendo de todo lujo y vanidad en los vestidos y adornos personales (2,9; 1Pe 3,3-6), así como todo exceso en comidas o gastos (1Tim 6,8); -comunicando los bienes materiales con quienes comparten unos mismos bienes espirituales (Rm 15,1-3; 1Cor 10,33; 2Cor 8,13-14; Gál 5,13; Col 3,16; 1Tes 5,11); y, en fin, por otros medios semejantes.

Los cristianos, teniendo la caridad mutua como supremo «vínculo de la perfección» (Col 3,14), han de ser obedientes a los padres y a toda autoridad, también a los jefes tiránicos (1Pe 2,18s; Ef 6,5-8); más aún, han de ver a los iguales como a superiores (Flp 2,3). Haciendo el bien a todos, sin cansarse (2Tes 3,13), deben devolver siempre bien por mal a los enemigos (1Tes 5,15). Y los casados, si conviene, han de abstenerse periódicamente de la unión coporal «para darse a la oración» (1Cor 7,5);

Todos los fieles cristianos, por tanto, han de tender a la perfección evangélica, de modo que, dejando de ser niños y carnales (1Cor 3,1-3; +13,11-12; 14,20; 1Pe 2,2), se vayan transformando bajo la acción del Espíritu (2Cor 3,18; Gál 4,19), y vengan a ser «varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13; +Heb 5,11-13).

Santificación y desmundanización

Los Apóstoles comprenden desde el principio que la formación de hombres nuevos cristianos, distintos y mejores que los hombres viejos y adámicos, requiere que aquéllos «se despojen del hombre viejo y de sus obras, y se revistan del nuevo», del Espíritu de Cristo (Col 3,9-10). Y que esta transformación tan profunda sería imposible si los cristianos siguieran siendo mundanos, o dicho de otro modo, si continuaran viviendo«en esclavitud, bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3). Por eso, para venir a ser santos por «la unción del Santo» (1Jn 2,20), es preciso que los cristianos queden perfectamente libres del mundo en que viven, en nada sujetos a sus modos de pensar, de sentir y de vivir.

En este sentido, J. M. Casabó, un buen conocedor de la teología de San Juan, hace notar que en la espiritualidad joánica «a la desmundanización corresponde en términos positivos participar en la santidad de Dios» (La teología moral de San Juan 228-229).

Pues bien, esa santificación que desmundaniza ha de ser realizada por los discípulos de Cristo, según la vocación que reciban, o bien viviendo en el mundo, o bien renunciando al mundo.

1. Santidad en el mundo

Cristo ha vencido al mundo (Jn 16,33). Y ha dado a los cristianos poder espiritual para que ellos también puedan vencer al mundo por la fe (1Jn 5,4). Todos los cristianos, pues, sea cual fuere su vocación y estado, ya desde el bautismo, han sido «arrancados de este perverso mundo presente» (Gál 1,4), es decir, han sido hechos «participantes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que por la concupiscencia existe en el mundo» (2Pe 1,4). Todos, por tanto, pueden afirmar con alegría: «nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios» (1Cor 2,12).

En efecto, liberado por Cristo juntamente de los tres enemigos (Ef 2,1-3), bajo cuyo influjo vivía, ahora el cristiano queda libre del mundo pecador, y le ama con toda sinceridad. Por eso entra en él como luz, como sal y como fermento, intentando salvarlo con la gracia de Cristo. Pero en modo alguno se hace cómplice del mundo, por oportunismo ventajista o, peor aún, por una secreta fascinación admirativa, pues, en tal caso, «no tiene en sí el amor del Padre» (1Jn 2,15-16); más aún, «se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Los cristianos, pues, no hemos de imitar al mundo presente, admirándolo y aprobándolo, ni siquiera en sus planteamientos generales; es decir, no hemos de dar nuestro consentimiento, en formas explícitas o tácitas, a sus dogmas y orientaciones. Por el contrario, los Apóstoles nos dicen: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente», es decir, según la metanoia radical de la fe, «procurando conocer la voluntad de Dios» (Rm 12,2). Vivid, nos dicen, como «extranjeros y peregrinos» en este mundo (1Pe 1,7; 2,11), y «buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1s). No podríamos transformar en Cristo el mundo secular si, marcados por él, por sus valoraciones, tendencias y maneras, ignoráramos el modelo celestial -«así en la tierra como en el cielo»-. De ahí se sigue, pues, que no hemos de «poner los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). En efecto, «el tiempo es corto... y pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31).

Liberados, pues, gracias a Cristo, del espíritu del mundo, y profundamente renovados por su Espíritu, pueden los cristianos alcanzar en el mundo la perfecta santidad. En Cristo pueden los fieles, ciertamente, «conservarse sin mancha en este mundo» (Sant 1,27); pueden «disfrutar del mundo como si no disfrutasen» (1Cor 7,31); pueden, en fin, «probarlo todo, quedarse con lo bueno, y abstenerse hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,21-23).

2. Santidad renunciando al mundo

Continuando nuestra exploración de la mente de los apóstoles, podemos, sin embargo, preguntarles: ¿No será necesario que a ese distanciamiento espiritual del mundo se añada también una separación material?

En realidad, en los escritos de los Apóstoles apenas se encuentran exhortaciones a salir del mundo en un sentido físico y social. Y no es difícil hallar la causa. La persecución del mundo es entonces tan dura, que cualquier cristiano está en situación de decir con San Pablo «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Todavía, pues, no es aconsejada en la Iglesia la separación física del mundo como camino de perfección, y la separación se plantea, y en términos bien claros, en términos de distanciamiento espiritual. En todo caso -como en seguida hemos de ver más detenidamente-, la virginidad y la pobreza voluntaria establecen, ya en el tiempo de los Apóstoles, un modo cierto de separación habitual del mundo, como ascesis más favorable a la perfección. Y otro modo de separación ha de darse también respecto de los cristianos infieles.

-No separación material. «Cada uno debe perseverar ante Dios en la condición que por él fue llamado» (1Cor 7,24). No es preciso, pues, salirse del mundo. Y aquellos que condenan el matrimonio, las posesiones o ciertos alimentos impuros, están completamente errados, pues «todo es ciertamente puro» (Rm 14,20). «Toda criatura de Dios es buena, y nada hay reprobable tomado con acción de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado» (1Tim 4,4-5).

-Distanciamiento espiritual. «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo Cristo con el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios dijo: ... "Salid de en medio de esa gente, apartáos, dice el Señor, no toquéis lo impuro y yo os acogeré" [Is 52,11]» (2Cor 6,14-17). «Os digo, pues, y os exhorto en el Señor a que no viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, obscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y por la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente en todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo... Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24).

-Separación de los malos cristianos. Ésta sí es urgida por los Apóstoles. Así San Pablo: «os escribí en carta que no os mezclarais con los fornicarios. No, ciertamente, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras, porque para eso tendríais que saliros de este mundo. Lo que ahora os escribo [más claramente] es que no os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano [es decir, de cristiano], sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón: con éstos, ni comer» (1Cor 5,9-11). La prohibición es solemne: «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os mandamos apartaros de todo hermano que vive desordenadamente, y que no sigue las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2Tes 3,6).

En todo caso, cuando en la práctica se hacen necesarios algunos eventuales distanciamientos del mundo, en ciertos usos y profesiones, lugares, actividades y costumbres, inconciliables con el espíritu de Cristo, llega entonces la hora de recordar que estamos muertos a la carne, al demonio, y también al mundo, y que «nuestra vida está escondida con Cristo en Dios». Cuando él se manifieste glorioso en este mundo, entonces los cristianos nos manifestaremos gloriosos con él (Col 3,3; +1Jn 3,1-2). Entre tanto, nos exhortan los Apóstoles, guardáos «irreprensibles y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación mala y depravada, en la cual aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).

Disciplina eclesial

Los Apóstoles aplican la ex-comunión en la disciplina eclesial primitiva, como ya hemos visto en algunos de los textos citados (+Rm 16,17; 1Cor 5,5.11). Es verdad que ellos han recibido su autoridad más para edificar que para destruir (2Cor 10,8); pero también están «prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (10,3-6). Los estudios sobre la excomunión en la Iglesia antigua muestran a ésta como práctica eclesial relativamente frecuente. Lo que nos indica que en los inicios del cristianismo era todavía posible hacer algo que, si no iba seguido de arrepentimiento público, implicara la expulsión social de la Iglesia (+Juan Arias, La pena canónica en la Iglesia primitiva).

3. Caminos de perfección
en el Nuevo Testamento

Veamos ahora, más claramente, cómo Cristo y los Apóstoles establecen caminos especialmente favorables para la vida perfecta, y cómo lo hacen en referencia 1.-a la vida de los pastores, y 2.-a la vocación especial de los renunciantes, aquéllos que prefieren renunciar a poseer bienes de este mundo. De hecho, ya en vida de los Apóstoles se va configurando la imagen ideal de los pastores sagrados, y nace en la Iglesia el gremio santo de asceti y de virgines.

Dos vocaciones: pastores y laicos

La Iglesia no tiene una forma de ser intrínsecamente necesaria, sino aquélla que Cristo quiso darle libremente, por su propia voluntad. Y en el Evangelio consta esta voluntad, que se explica más en los Hechos, en las Cartas apostólicas y en general en la historia de la Iglesia.

-La vocación pastoral aparece claramente configurada en el Evangelio, y se presenta como un camino especialmente favorable para la perfección. Los Apóstoles, en efecto, son elegidos, llamados y consagrados por Cristo, para entrar a vivir con él como íntimos compañeros y asiduos colaboradores (Mc 3,13-14). Dejándolo todo, han de dedicarse a predicar el Reino en todas partes, reuniendo así un pueblo para Dios (Mt 28,18-20). En torno a Cristo, sus elegidos y llamados inician un género de vita apostolica, que será matriz en la Iglesia de todo estado de perfección.

Por otra parte, el ministerio pastoral aparece desde el principio sellado con forma sacramental, por la imposición de manos (1Tim 3,9; 4,14; 6,20; 2Tim 1,14; Tit 1,7.9). Quienes desempeñan este ministerio deben vivir con especial santidad y dedicación al Señor y a las cosas de Dios. San Pablo se extiende sobre esto en sus cartas pastorales (+C. Spicq, Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul).

En las comunidades cristianas, dicho sea de paso, los Apóstoles constituyen la base, el fundamento (Ef 2,20; Ap 21,14). En este sentido, la base en la Iglesia no son los laicos, el pueblo cristiano, sino los Apóstoles y sus sucesores. Y no conviene torcer e invertir el lenguaje cristiano, sobre todo cuando es de origen apostólico.

-La vocación de los fieles laicos, como hemos podido comprobar, aparece también configurada por los Apóstoles con un altísimo impulso idealista de perfección.

Dentro de la vocación laical se señalan ciertos carismas o estados concretos. El matrimonio es considerado como un camino santo y santificante (Ef 5,32), al que va unida la dedicación, también santificante, al trabajo secular (2Tes 3,10-13). Por otra parte, hay en el pueblo cristiano quienes han recibido carismas y dones especiales del Espíritu Santo en favor de la comunidad (Rm 12,6-8; 1Cor 12,7-11), y que en su ejercicio concreto deben sujetarse al discernimiento de los pastores (1Cor 14; 1Tes 5,19). Entre los carismas y ministerios es principal el de misionero, proclamador del Evangelio o catequista. No siempre es apóstol ni ministro de la comunidad quien ejercita este carisma, como se ve, por ejemplo, en el caso del matrimonio Aquila-Priscila (Hch 18,2-26; 1Cor 16,19; Rm 16,3s; 2Tim 4,19). El martirio, en fin, es un don más o menos frecuente, pero que pertenece en todo caso al misterio de la Iglesia, como elemento permanente, y que garantiza su fidelidad en cuanto Esposa del Crucificado. En efecto, «todos los que aspiran a vivir religiosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). Los que no aspiran, no.

-Los pastores son «modelos» para los fieles laicos, que deben imitarlos. Éste es un punto que también conviene destacar. Los Apóstoles entienden que el Evangelio se realiza plenamente en ellos, de modo que los fieles laicos deben imitarles, traduciéndolos, evidentemente, a su propia condición laical. Notemos aquí de paso que la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles acentúa mucho más la espiritualidad común de todos los cristianos, que las eventuales espiritualidades específicas.

El pastor sirve de «ejemplo al rebaño» (tipos, prototipo; 1Pe 5,3). «Os exhorto a ser imitadores míos» (1Cor 4,16). «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (11,1). «Sed, hermanos, imitadores míos, y atended a los que andan según el modelo que en nosotros tenéis» (Flp 3,17; + 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9).

Dos caminos: tener o no tener

Junto a estas dos vocaciones específicas, pastoral y laical, y en cierta correspondencia con ellas, el Nuevo Testamento caracteriza también dos caminos principales, el de tener y el de no-tener. Aquí se inicia la doctrina de los preceptos y consejos, cuyo desarrollo seguiremos más adelante.

-Tener como si no se tuviera. Es el camino que suele corresponder a los laicos, cuya vocación se caracteriza por su inmersión en el mundo, mediante el matrimonio y el trabajo. Su espiritualidad peculiar viene bien expresada en aquel texto de San Pablo:

«Os digo, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda, pues, que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29-32). El Apóstol afirma con eso que el cristiano que tiene esposa y bienes de este mundo ha de tenerlos de tal modo que en esas posesiones encuentre ayuda y estímulo, no lastre y obstáculo, para el amor de Dios y del prójimo; de tal modo que esa condición de vida le sirva de estímulo.

-No-tener. Es el camino que corresponderá a los religiosos y, en la Iglesia latina, también en buena medida a los sacerdotes, y que viene caracterizado por la pobreza y el celibato.

Pobreza. En la llamada al joven rico: «Si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,16-30), se ve que Cristo aconseja a algunos, para que estén más unidos a él como compañeros y colaboradores (Mc 3,14), y para que así tiendan más fácilmente a la perfección de la caridad, que se desprendan de todos los bienes, con todo lo que ello implica de ruptura con el mundo y descondicionamiento de la vida secular. Se abre, pues, ahí un camino nuevo para el perfeccionamiento espiritual, un camino netamente evangélico, que el Antiguo Testamento no conoció. El joven rico no entra en la vocación apostólica del no-tener, y se va triste, «porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22), es decir, porque tenía mucho amor de mundo secular. Y Demas, el compañero de San Pablo (Col 4,14), abandona esa vocación, es decir, se seculariza -nunca mejor dicho- «por amor de este siglo» (2Tim 4,9). Ya se ve que el amor desordenado al mundo secular hace imposible tanto aceptar la vocación apostólica, como perseverar en ella.

Celibato. La virginidad y el celibato es también un camino nuevo, abierto por el mismo Cristo, propio del Evangelio. Es también una forma de pobreza, y referida a unos bienes mucho más preciosos que los bienes materiales exteriores: esposo, mujer, hijos, hogar propio (Mt 19,10-12; 1Cor 7,1ss).

-Es mejor no-tener que tener. La Revelación evangélica presenta la pobreza y la virginidad como estados de vida de suyo mejores para procurar la perfección de la caridad; es decir, como medios especialmente favorables para el crecimiento en la caridad. Y como sabemos, en varios lugares del Nuevo Testamento se señalan los peligros del tener. Y esto no porque las criaturas sean malas, ni porque el poseerlas sea malo, sino por la debilidad del hombre carnal (+Síntesis 481-484).

Posesión de bienes. Más arriba recordamos ya los peligros peculiares de las riquezas, que son como espinas que, con los placeres y preocupaciones del mundo, pueden ahogar en la persona la semilla del Reino (Mt 13,22), atando su corazón a las cosas seculares -campos, yuntas o esposa-, de suyo buenas (Lc 14,15-24). Por eso algunos cristianos, y concretamente aquéllos que son llamados al servicio apostólico del Señor y de la Iglesia, deben «huir de estas cosas» (1Tim 6,9-11), pues «el que milita [al servicio de Cristo], para complacer al que le alistó como soldado, no se embaraza con los negocios de la vida» (2Tim 2,4).

Matrimonio. «Yo os querría libres de cuidados» (1Cor 7,32). San Pablo enseña que el matrimonio es algo bueno y santo (Ef 5,22-33), y que la virginidad es aún mejor. Tener es bueno, y no-tener es aún mejor. Hace bien el que se casa, y mejor el que se mantiene célibe. Es cierto que sobre este asunto no hay precepto del Señor, y por eso el Apóstol da su enseñanza como consejo. «Es bueno para el hombre abstenerse de mujer», y librarse así de «las tribulaciones de la carne», evitando «las preocupaciones del mundo y de cómo agradar a la mujer». De este modo se consigue más fácilmente no «estar dividido», y más fácilmente entregarse entero al servicio del Señor (1Cor 7,1-34).

En todo caso -y esto es muy importante-, cada uno debe vivir según el don y la vocación concreta que el Señor le dio, perseverando en ella (1Cor 7,7.17.24; +Rm 11,29).

Resumen

Cristo y sus apóstoles predicaron a todos los fieles una altísima espiritualidad, y les propusieron un Camino (Hch 18,26; 19,9.23; 22,4; 24,14), «un Camino de salvación» (16,17), «el Camino del Señor» (18,25). Pues bien, todos «los seguidores del Camino» (9,2), cualquiera que sea su vocación y estado, andan por camino de perfección.

Ahora bien, mostrando la condición transitoria y pecadora del mundo presente, enseñaron que todos han de tender a la perfección o bien teniendo como si no tuvieran, que es el camino normal de los laicos, o bien no-teniendo, que es el camino de apóstoles, ascetas y vírgenes. Esta vía del renunciamiento es la seguida personalmente por Cristo, y la que él concedió a los Apóstoles, y que éstos aceptaron.

Por eso, los que tienen, para tener como si no tuvieran, han de imitar la vida de los que no tienen. En efecto, la santidad es algo fundamentalmente interior, que no va necesariamente vinculada a determinados estados de vida. Y si en el Espíritu de Cristo es posible el milagro del no-tener, es también posible el milagro del tener como si no se tuviera.

La ex-comunión, en fin, manifiesta la grave urgencia de la vocación cristiana. A los cristianos que no la siguen ni de lejos, la Iglesia tiene el grave deber de advertírselo mediante la excomunión, para procurar así su conversión, y también para librar a la comunidad del peligro de ese escándalo.

Ser de Cristo o ser del mundo

El Evangelio y los escritos apostólicos, como hemos visto, dejan muy claro que es necesario al hombre decidir: de Cristo o del mundo. La adhesión simultánea a Cristo y al mundo secular es imposible. El planteamiento clásico del Bautismo es ése, precisamente: por el sacramento se produce al mismo tiempo una syntaxis de unión a Cristo y una apotaxis o ruptura respecto al mundo y al Demonio (+Síntesis 350-351).

El evangelio de San Juan lo afirma con especial fuerza. El «Salvador del mundo» (Jn 4,42) se refiere a los cristianos como «los hombres que tú [Padre] me has dado, tomándolos del mundo» (17,6). Por tanto, los cristianos «no son del mundo, como Yo no soy del mundo» (17,14.16). El mundo amaría a los cristianos si los considerase suyos; pero como ve que Cristo les ha sacado del mundo, por eso los odia, como le odia a Él (15,19). No los ha retirado físicamente del mundo (17,15), pero los ha sacado de él espiritualmente, de modo que han «vencido al mundo» (1Jn 4, 4; 5,4). Haya, pues, paz y gran confianza: «Mayor es el que está en vosotros que quien está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios nos escucha; el que no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1Jn 4, 4-6).

También los otros Apóstoles, además de Juan, emplean la alternativa decisiva, ser de Cristo o ser del mundo. Para San Pablo los cristianos pueden definirse como «los que son de Cristo» (Gál 5,24; +3,29; 1Cor 1,12; 3,23; 15,23; 2Cor 10,7; también Mc 9,41; o expresiones equivalentes: 1Cor 4,1; 6,15; 7,22; Ef 5,5; Heb 3,14).

Éstos, los que son de Cristo, anteriormente vivieron «esclavizados al mundo» (Gál 4,3; Col 2,8), «siguiendo el proceder del mundo» (Ef 2,2), cegados por «el dios de este mundo» (2Cor 4,4), «seductor del mundo entero» (Apoc 12,9), que domina «este mundo tenebroso» (Ef 6,12). Pero ahora, «liberados de la impureza del mundo» (2 Pe 2,20), se conservan «incontaminados del mundo» (Sant 1,27), y no quieren ser «amigos» y admiradores suyos, como lo eran antes, sino amigos y admiradores de Dios (4,4).

Norma permanente

Estas verdades y los modos de expresarlas, para evitar malentendidos, requieren, sin duda, una interpretación continua de la Iglesia en la predicación y la catequesis. Y siempre la han tenido. En todo caso, tales malentendidos son previsibles e inevitables cuando, como ahora, se abandona con frecuencia este lenguaje bíblico y tradicional, y se viene a un lenguaje no ya distinto, sino justamente contrario.

La doctrina de Cristo y de los Apóstoles es siempre para la Iglesia norma universal, es decir, doctrina obligatoria para todos los fieles de todas las épocas. Hemos de «guardar» la palabra de Cristo y de los Apóstoles como norma definitiva, siempre actual (Jn 14,23-24). Y hemos de «permanecer» así a la escucha de la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2,42). Pretender "guardar" las palabras de la Revelación, usando palabras contrarias a ellas es una pretensión absurda, que en modo alguno debemos admitir, secundar y tolerar.

Sin embargo, quedan todavía muchas cuestiones doctrinales y espirituales que necesitan una mayor iluminación. Pero Cristo nos asegura y promete: «el Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad plena... Él os lo enseñará todo, y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 16,13; 14,26; +15,26). Vamos a comprobarlo en las páginas que siguen.