IGLESIA DOMÉSTICA
I/DOMESTICA PADRES/EDUCAR-FE
Carta del Arzobispo
La fe de nuestros padres
Me he preguntado muchas veces por qué soy cristiano y no
musulmán o budista. Por qué yo, en lugar de profesar mis creencias
cristianas, no formo parte del colectivo anónimo -hoy, ¡ay!, tan
copioso- de los indiferentes, de los agnósticos, de los incrédulos, sin
más. Tengo claro que no es por méritos propios; aunque es cierto
también que, pudiendo sumarme yo, en un país de libertad religiosa, a
las filas del alejamiento religioso, sigo optando por la vida creyente,
como miembro vivo de la Iglesia, en cuya fe fui bautizado.
Eso, en la fe de la Iglesia. Aquí tenemos el hilo de la madeja para
despejar al menos una parte del misterio, porque su totalidad
pertenece a los designios soberanos de Dios. Lo mismo que la
lámpara de casa, conectada con la red de la Hidroeléctrica, arriba en
la montaña, nos trae la luz al cuarto de estar, yo conecto, a través de
la Iglesia, con la fe de Abrahán, con los profetas de Israel, con la
Palabra divina de Jesús, con la tradición de los Apóstoles. Pero hay
que pulsar el interruptor, encajar la clavija, y dar paso libre a la fe de
la Iglesia hasta nuestro ser y nuestra vida. Gracia y libertad, don de la
fe, acogida de la Palabra. Fe personal injertada en la fe de la Iglesia.
Engendrar y educar
Un proceso así, que en ocasiones discurre por mecanismos
complicados, encuentra, sin embargo, su cauce más natural en la
transmisión y el cultivo de la fe en el seno de la propia familia. Desde
los antiguos patriarcas de Israel hasta los matrimonios creyentes de
ahora mismo, toda la tradición bíblica y cristiana nos muestra cómo los
padres, unidos en pareja estable con la bendición de Dios, han
asociado siempre a su función procreadora la responsabilidad de
educar a su prole según los modelos culturales y religiosos de sus
progenitores. La techumbre, el alimento y el vestido, el cariño y la
donación de los padres a sus pequeños, discurrían siempre
inseparables de la transmisión de creencias y de valores, tanto o más
estimados por la pareja matrimonial como el desarrollo físico de sus
retoños. Y, ¿cómo no iba a ser así, si esto último es lo que distingue a
la pareja humana de las demás especies del mundo animal? Educar
es engendrar también, sólo que en la dimensión más noble y más
diferencial del ser humano.
Para el mundo judeo-cristiano, al que nos honramos en pertenecer,
constituye un imperativo sagrado el famosísimo Semá del
Deuteronomio:
"Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás
al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las
fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las
repetirás a tus hijos y hablar;as de ellas estando en casa y yendo de
camino, acostado y levantado." ¿Cómo no evocar aquí a las familias
bíblicas de Jacob, de Tobías, de Job? Bástenos aquí la observación
de que, entre los apóstoles de Jesús, se daban dos parejas de
hermanos: Andrés y Simón, hijos de Juan; Santiago y Juan, hijos del
Zebedeo. Y un recuerdo fugaz de los tres hermanos solteros de
Betania: Lázaro, Marta y María. Cómo dudar de que la familia es el
mejor caldo de cultivo, el ámbito más propicio, el invernadero
protector para acoger los misterios más hondos y más bellos de la
revelación bíblica: Dios Padre de todos, Jesús hijo suyo y hermano
nuestro, el Espíritu dador de vida, María madre común, la Iglesia
hogar de la humanidad. Dígase lo mismo de los sentimientos y
actitudes que configuran el corazón creyente: la confianza en el
Padre, la gratuidad de sus dones, el perdón recíproco, la apertura al
pobre y al forastero.
Cambiemos de escenario. ¡Cuánto preocupa y desconcierta hoy el
viento racheado del secularismo radical, de la ausencia clamorosa de
Dios, que asolan al mundo de la cultura, el urbanismo babélico, la
literatura dominante, los medios de comunicación. Y, ¿a qué ir más
lejos?, las calles que atravesamos. ¿Dónde guarecerse? ¿Dónde
proteger el cultivo de los plantones, con los que reforestar
nuevamente ese desierto? Respuesta común: En la familia. Bueno,
admitido. Pero déjenme preguntar más: ¿Y cómo anda la familia para
encajar estos retos? Y si resulta que no puede con ellos, ¿cómo
reflotarla para que los afronte con arrojo y esperanza?
Vientos que azotan a la familia
Para ser coherentes y realistas, reconozcamos de arranque que la
familia está azotada y acosada por los mismos vientos que la
sociedad, y padece, a su vez, carencias propias. La primera, la merma
alarmante de la natalidad. Presenta, además, nuevos elementos,
positivos de suyo, tales como el trabajo exterior de la mujer, su
nivelación al marido en derechos y deberes y la colaboración
recíproca en el peso de la casa. Pero eso, ¿quién lo duda? les resta
tiempo y ganas para la educación sosegada de los hijos, y nada
digamos para su iniciación y crecimiento en la fe, hecha de testimonio
y de virtudes cristianas, y que no crece ni madura sin la oración en
familia.
Para no apagar más luces, sino al contrario, apuntemos que las
parejas matrimoniales de hoy son mucho más cultas que las de
antaño, están menos apretadas por la pobreza, recibieron de su
parroquia alguna formación prematrimonial y tienen abiertos los
caminos a las asociaciones de espiritualidad conyugal y matrimonial,
con ofertas de amistad y de compañerismo cristiano.
Iglesia doméstica
Se cuentan por millares y tienden a crecer los esposos que
asumen su matrimonio como camino de santidad, comprometidos a
fondo con la Iglesia y con el mundo en que viven, asumiendo con
ánimo esforzado el desafío de la educación cristiana de los hijos. El
Vaticano II considera a la familia como Iglesia doméstica. Como un
ámbito, por lo tanto de la transmisión,cultivo, vivencia y anuncio de la
fe. Cada familia comprometida y valerosa tiene un poder de
irradiación enorme sobre otras indiferentes y apagadas. Quede claro,
finalmente, que en la experiencia secular de la Iglesia, los santos, los
grandes hombres y mujeres, los prelados insignes, los sacerdotes y
religiosos admirables, han salido de las familias sólidamente
cristianas. Esto va a ser cada día más verdad. ¿Porqué no entender
entonces la unión matrimonial, la procreación amorosa, la educación
familiar, como el gran laboratorio de los cristianos de primera, que nos
reclama con apremio el tercer milenio del cristianismo?
ANTONIO
MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
Núm. 240 - Año V - 1 de febrero de 1998