Pedro Júdez
judez@e-cristians.net12/09/2002

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Un buen amigo se escandalizó cuando hace poco escribí lo siguiente: ''Yo estoy convencido de que un político no necesita buscar fuera de su ámbito la referencia ética en su actuar. Le basta ser un buen y competente conocedor de las necesidades reales de la sociedad y, si es cristiano, sabrá además que Dios es Rey de Reyes y Señor de los que dominan; lo que le vendrá bien para bajar los humos, pero no para saber qué decisión tomar. Le pasa igual que al médico, que debe ser ante todo un buen conocedor de la medicina y, si es cristiano, sabrá que Dios es el Señor de la vida, pero no por eso es mejor médico; o al historiador, que no por admitir que Dios es el Señor de la historia será más competente. Toda profesión, vivida a fondo y con competencia, lleva dentro de sí misma su propia guía ética, que no es un simple conjunto de obligaciones o de límites a la actividad, sino la manera de hacer las cosas muy bien. ¡Que para eso estamos en este mundo!''.

Mi buen amigo me recriminó mi individualismo radical, por reducir el cristianismo a una relación personal con Dios y a unos buenos conocimientos profesionales, y concluyó que estoy totalmente equivocado, aunque de buena fe. No le dije nada, pero luego pensé que su reacción ocultaba una nueva y solapada forma de clericalismo. El caso es que ambos somos laicos, así que no podemos ir más allá de pasarnos apuntes y pelearnos un poco, que es lo que hacen los buenos compañeros de pupitre; así que me gustaría plantear la cuestión abiertamente, a ver si otros colegas tienen mejores notas o incluso aparece un maestro que resuelva la controversia. Para un católico poco practicante como yo, siempre necesitado de conversión, sería algo fantástico.

Intentaré tejer el cesto de mi convicción con varios mimbres, concretamente cinco; y les pido paciencia, pues primero tendré que mostrarlos y luego entretejerlos, y ya saben que esto último se hace de forma paradójica: El primer mimbre es mi reflexión sobre Romanos 1, 20 y la declaración sobre la capacidad de la razón humana que hace el Concilio Vaticano I (DS 1795). Ahí se declara que la razón humana es capaz por sí sola de llegar a tener conocimiento cierto de muchas cosas, incluso de algunas necesarias para la salvación; y que no es posible que se dé conflicto entre las conclusiones de la fe y las de la razón. Por tanto, sabemos que la Gracia ayuda, aunque no es absolutamente necesaria para conocer las verdades de orden natural. El segundo es que el primer Papa declaró solemnemente que, para alcanzar la salvación, no tenemos otro nombre bajo la capa del cielo que el de Jesucristo (Hechos, 4, 12). Esto, aunque sólo lo sabemos los cristianos, se aplica a todos los hombres y mujeres, tengan la fe que tengan, por lo que su rotundidad resulta algo incómoda para nuestra mentalidad y, por cierto, paradójica con lo expuesto en el mimbre 1.

El tercero es que, en política, no nos dedicamos a tratar con realidades salvíficas, lo mismo que generalmente pasa en todos los órdenes profesionales, quizá con excepción del de las ciencias teológicas. Concretamente, los políticos intentamos organizar la sociedad para que ésta viva mejor y sea posible la convivencia, pero no tenemos respuestas para las últimas preguntas; aunque, visto lo que a algunos nos gusta hablar, pienso que sí la tenemos para todas las penúltimas... Eso sí, me corrijo: los políticos que han asumido categorías marxistas sí que intentan salvar a la sociedad, porque el marxismo era una religión salvífica y, aunque se trata de una especie en trance de extinción, aún mantiene algunos ejemplares.

Un cuarto mimbre es considerar la fe como luz, y no como oscuridad. La fe es oscuridad en la misma medida que lo es el sol, inaguantable para nuestros ojos. Es una luz excesiva a veces, pero es siempre luz, y la mayoría de las veces muy buena luz. Ilumina los mismos objetos que ya estaban ahí. A mí me encanta conducir, y la noche tiene un encanto añadido... Pues tener fe es como conducir de día a pleno sol, y no tenerla es conducir de noche, aunque alumbrado por el magnífico par de faros halógenos que es nuestra razón. Por cierto, el viaje en uno y otro caso no tiene color, pero se puede llegar a término razonablemente bien en ambos casos. Pero lo que viene al caso es que la carretera es la misma para todos, viajen de día o de noche.

Y el último es el papel de los laicos como actores principales de la Redención; y no sólo actores, sino productores y guionistas. Porque algunos reducen su papel a considerarlos ejecutores de lo que el clero o el aparato eclesiástico les marque; y no digo meros ejecutores, tómenlos incluso como los ejecutivos de una empresa, que pueden tener muchísimas iniciativas dentro de un mandato previo. Pero, si he entendido bien la encíclica Lumen Gentium (31), la misión que tenemos los laicos es poco menos que revolucionaria: porque redimimos el mundo desde dentro, desde el mismo núcleo de la actividad humana, sin esperar consignas ni mandatos, y no sólo organizando sino también iluminando, mientras que la misión principal de los clérigos es la de apacentarnos. Sí, me parece que Lumen Gentium es un texto realmente subversivo, una bomba puesta en la base del clericalismo que ha dominado durante siglos la acción de la Iglesia en el mundo.

Resumiendo: 1 capacidad de la razón, 2 necesidad de Cristo, 3 limitación propia de la política, 4 fe como luz y 5 papel de los laicos. Empecemos a tejer: los católicos no vemos cosas diferentes a las que ven los demás (1), pero las vemos mejor, pues tenemos más luz (4). Así que llegaremos a las mismas conclusiones que cualquier otra persona que tome razonables medidas para liberarse de las tres corrupciones que, dicen los clásicos, nos acechan: malicia, ignorancia y flaqueza. Eso exige una cierta combinación de buena voluntad, formación y virtud, remedios al alcance de todos, tengan o no fe.

Sí, sabemos que sólo en Cristo puede darse la liberación absoluta de la corrupción (2) y que nuestro esfuerzo como cristianos es dejarle obrar esa salvación, lo que muchas veces no conseguimos. Pero también sabemos, porque las conocemos, que existen personas fuera del cristianismo que han conseguido esa combinación al menos en el ámbito profesional, personas que llamaré ''cabales'' para abreviar.

Yendo al campo que me interesa, que es el de la política, no creo que encontremos un sólo tema en la agenda pública en el que los católicos tengamos una voz diferente a la de cualquier persona cabal (3). Miren lo más espinoso que encuentren: eutanasia, experimentación con embriones, aborto, divorcio... De hecho, la Iglesia nos dice que su posición en todas las cuestiones morales no radica en la recepción de una revelación sobrenatural, sino en el reconocimiento de una ley natural intrínseca a los hombres, las mujeres y la sociedad que formamos. Por cierto, la Iglesia tampoco nos da solución a los problemas, simplemente nos advierte cuando ve que la solución que queremos dar a uno de ellos no es correcta. Digamos que tiene poder de veto, pero no de proposición.

¡Oh! ¡No se escandalicen todavía, por favor! La Iglesia nunca nos dirá cómo podemos evitar la expansión del SIDA o los embarazos entre los adolescentes, pero sí podrá decirnos que algunas de las medidas que se nos han ocurrido aplicar en los institutos son indignas o erróneas. Tampoco nos dirá cómo resolver el hambre en el mundo, pero nos prevendrá contra los excesos del capitalismo y del socialismo. Y es que sólo el clericalismo pretende que el Magisterio le solucione la vida, que vaya por delante, que marque caminos, etc. Pero lo propio del Magisterio es ir por detrás, que es lo que ha hecho desde ese simpático obispo que fue San Cipriano. Somos nosotros los que tenemos que ir por delante (5), y ya nos dirán si nos equivocamos. ¿O es que Dios no cuenta con nuestra iniciativa para realizar la Redención? ¿Quizá sólo unos pocos escogidos (clérigos y frailes) han recibido diez talentos con el mandato de negociarlos?

Resumiendo: los católicos no tenemos un oráculo que nos diga cómo tenemos que actuar en nuestra vida profesional, sea cual sea su ámbito. No sabemos cómo actuar por tener la fe; sí podemos llegar a saber cómo no actuar. Para saber cómo actuar, tenemos que acudir a donde acuden todos: al estudio, a la discusión de propuestas, a consultar a los más sabios (¡también a otros católicos!), a hacer pruebas y experimentos, a corregir el tiro, a aprender de la experiencia de otros, etc. Y cuando pasemos a la acción, tres cuartos de lo mismo: para perseverar en el bien comenzado, para soportar la presión contraria, para llegar a coronar la tarea..., nosotros tenemos la imponente ayuda de la Gracia: que nos da más facilidad, pero no la exclusiva.