TEMA X
¡EL CRUCIFICADO... RESUCITADO!

 

1. - El extraño origen del cristianismo

El caso Jesús de Nazaret prácticamente había terminado; y con él quedaba sepultada también la esperanza mesiánica del Reino de Dios a la que había consagrado su pasión de profeta. A la cita decisiva de los acontecimientos Dios no se había presentado, y el que se consideraba su hijo y mesías, finalmente, había sido rechazado. Si de la catástrofe de Jesús debía deducirse alguna conclusión religiosa, para el ambiente judaico tal conclusión no podía ser otra que ésta: Dios había respondido negativamente a la presunta actividad mesiánica de Jesús; él no era su mesías. Jesús se había arrogado la libertad escandalosa de tocar la ley intangible de Dios, pero Dios le había castigado, saliendo en defensa de su ley eterna.

Pero no fue así. La causa del crucificado muy poco tiempo después volvía a hacer su explosión, y con una fuerza de decisión que no puede sino dejar estupefactos a los entendidos en historia. El mensaje del Reino vuelve a resonar, ahora con una carga de expansión universal. Jesús mismo es creído y proclamado como la buena noticia de Dios: Jesús es el evangelio de Dios.

¿Y su cruz? No se intenta ocultar ni poner en sordina la vergüenza de la cruz, antes al contrario, recibe un paradójico realce: ...Cristo crucificado..., sabiduría de Dios y poder de Dios (1 Cor 1, 22-24). Serán precisamente los acontecimientos que gravitan en torno a la cruz el objeto preferido del recuerdo de la comunidad cristiana.

¿Cómo se hizo posible esto? Los historiadores hablan del enigma de los orígenes cristianos. El cristianismo nace, contra toda previsión, de un modo totalmente distinto del nacimiento y difusión de las otras grandes religiones de la historia.

De una muerte tan deshonrosa, ¿cómo pudo surgir una religión capaz de transformar el mundo? ¿Y el paso de la vergüenza de la cruz a la adoración de la cruz? ¿Y tanta esperanza a partir de un final tan desesperado? No vale la imaginación. Hay que preguntar a la comunidad que fue protagonista de aquellos inicios. Pues bien, ésta se encuentra en posesión de una certeza que explica el enigma y llena el vacío de los orígenes del cristianismo: la fe en la resurrección de Jesús.

El cristianismo nace aquí, con la vigorosa afirmación de que verdaderamente ha resucitado el Señor (Lc 24, 34). De este hecho central parten todas las sucesivas explicaciones referentes a la fe y a la vida cristiana que la reflexión neotestamentaria ve adquiriendo. Y es entonces, a la luz de la resurrección, cuando la comunidad apostólica revive retrospectivamente la muerte y la vida entera del Jesús histórico, impregnando ambas de su claridad de revelación.

Nos ponemos, pues, a la escucha de la primera generación cristiana.

2. - Testimonios preliterarios

Testimonios que, diseminados en el corpus paulino, han sido individuados por la crítica histórico-literaria como anteriores a los escritos mismos, que luego los han englobado y transmitido; por su reconocido carácter arcaico, se acercan todavía más a los orígenes.

Se trata de aclamaciones (Rom 10,9; ; 1 Cor 12,3), himnos (Flp 2, 6-11; 1 Pe 3, 18 s) y confesiones de fe (1 Tes 4, 14; 1 Cor 15, 3-5; Rom 10, 9). A estos hallazgos arqueológicos de la primitiva fe cristiana se atribuye generalmente origen litúrgico.

En estas antiquísimas unidades, Dios es ensalzado por su última acción grandiosa, acción sin precedentes en el recuerdo agradecido de las liturgias hebreas: ¡Él ha resucitado a Jesús de la muerte y lo ha glorificado! Jesús de Nazaret está presente en estos textos como beneficiario de esta poderosa intervención liberadora, vuelto hacia el Padre para recibir de Él la nueva vida y la dignidad divina de Kyrios. En fuerza de este hecho, el mundo queda cambiado, porque ha llegado la salvación.

3. - Confesión de fe de 1 Cor 15, 3-5

Esta confesión, estructurada en expresiones breves y concisas, manifiesta claramente su naturaleza de profesión de fe. Goza de especial estima. El origen prepaulino y palestinense es fácilmente reconocible por su tenor aramaico. Recuerda que Cristo murió por nuestros pecados según las escrituras, que fue sepultado, que resucitó según las escrituras, que se apareció a Cefas y luego a los doce...

De este documento conviene notar:

a) La representatividad: la resurrección de Jesús no es convicción personal de Pablo, sino un dato transmitido también a él por otros (fe de la iglesia).

b) La antigüedad: Quizá Pablo reciba esta confesión de la comunidad cristiana en el momento de su iniciación tras la conversión en el camino de Damasco, o lo más tarde en su viaje a Jerusalén para conocer a Pedro. En todo caso, nos encontramos en los primerísimos años después de la muerte de Jesús, y en aquel tiempo la fórmula de fe corría ya en forma fija, para poder ser transmitida a los neófitos.

c) El realismo físico: Pablo insiste en la resurrección de Jesús no porque en la comunidad de Corinto se dudase de ella. Lo que en Corinto costaba admitir era la resurrección de los demás muertos (cf He 17, 32). Partiendo de aquella como de fundamento indiscutible, Pablo argumenta en favor de la última, y demuestra cómo las dos se exigen recíprocamente, en fuerza de la lógica de la solidaridad, que es fruto de la redención de Cristo. Evidentemente, la fuerza de la argumentación depende de la realidad corpórea de la resurrección de Jesús. Entendida en sentido metafórico, no habría podido demostrar absolutamente nada contra el escepticismo griego en el asunto de la resurrección corporal.

4. - Los discursos misioneros de Hechos

Se denominan así las unidades 2,14-36; 3,12-26; 4,8-12; 5,29-32; 10,34-43; 13,16-41, por su lenguaje y contenido claramente arcaicos en relación con el resto del libro. Estos discursos nos transmiten la predicación apostólica de los primerísimos tiempos, exponiendo sumariamente lo esencial del kerigma cristiano. No se ha llegado aún, entre los estudiosos, a un juicio concorde en la valoración de su arcaicidad.

La resurrección aparece en ellos como la obra con que Dios legitima la misión de Jesús de Nazaret y lo consagra definitivamente como mesías y juez final del mundo; la grandiosa respuesta divina proyecta su luz incluso retrospectivamente, clarificando la actividad terrena de Jesús, de la que se recuerdan los hechos milagrosos, la predicación, las curaciones de enfermos, la muerte en cruz, etc. No estemos ya, pues, simplemente frente a fórmulas elementales, sino que se perfila ya un primer esquema rudimentario de narración evangélica. Los discursos misioneros miran también hacia la vida terrena de Jesús, pero el centro en el que todo converge y el motivo fundamental del proceso de recuerdo es la resurrección. De ella se nos proporcionan también algunos particulares históricos: se apareció al tercer día a testigos previamente elegidos, luego repetidas veces comió y conversó con ellos.

5. - Las narraciones evangélicas

Los evangelios desarrollan su testimonio en forma de narración particularizada de los acontecimientos de la resurrección, en una extensión complexiva de aproximadamente ciento cincuenta versículos. He aquí el resumen de su contenido: a la mañana del tercer día, algunas mujeres, entre ellas María Magdalena, se llegan al sepulcro para realizar el último acto de piedad con el cadáver de Jesús, pero no pudieron efectuarlo porque el sepulcro estaba vacío; inmediatamente volvieron adonde estaban los discípulos para informarlos de lo descubierto. Alguno de ellos hicieron un viaje de inspección al sepulcro y pudieron comprobar que las mujeres habían dicho la verdad. El hecho los dejó tristes y perplejos, hasta que Jesús en persona se dejó ver en medio de ellos, vivo de nuevo. Las apariciones continuaron en Jerusalén y en Galilea, a personas particulares o al grupo reunido, durante un cierto tiempo; Jesús se hizo conocer y confió a los discípulos su propia misión.

La narración gira en torno a dos experiencias fundamentales: el hallazgo del sepulcro vacío y las apariciones. Hagamos algunas observaciones sobre el conjunto.

La primera impresión que incluso un lector no preparado saca de todo esto es que la narración de los hechos referentes a la resurrección no es homogénea ni unitaria; más bien habría que decir que es el resultado de una serie de episodios particulares yuxtapuestos sin grandes esfuerzos de armonización, ni entre los distintos evangelios ni en el interior de cada uno de ellos. La ciencia bíblica, que lleva mucho tiempo trabajando en torno a estos relatos, confirma esta primera impresión.

Gran diversidad también en cuanto al género literario empleado cada vez, que puede ir desde el apocalíptico (mensajeros celestes, seres vestidos de blanco, resplandores y espanto), al polémico (refutar la acusación de haber robado el cadáver), al apologético (demostración de la verdadera corporeidad del resucitado) y hasta el propiamente histórico (ida de las mujeres al sepulcro...).

La diversidad llega, en algunos casos, hasta la discordancia y contradicción acerca de los lugares, las personas implicadas, sus intenciones y sentimientos, las indicaciones de tiempo, etc. Según Juan, quien va al sepulcro es María Magdalena, que ve a los ángeles, pero no recibe de ellos mensaje alguno; para los sinópticos son algunas mujeres las que ven a los ángeles y reciben de ellos el anuncio de la resurrección. Según Marcos, las mujeres quedaron llenas de miedo y no se atrevieron a hablar del asunto; según Lucas, hablaron pero no fueron escuchadas; según Mateo, están llenas de alegría. Según Mc y Lc, las mujeres fueron al sepulcro con la intención de entrar en él para practicar la unción; según Mt y Jn, no tienen tal intención. Según Jn y Lc (¿y Mc?), la aparición al grupo de los doce tiene lugar en Jerusalén, en la tarde misma del día de Pascua; según Mt, en cambio, en Galilea, naturalmente, algunos días más tarde. Para Lc todo parece concluirse dentro del día de pascua, incluso la ascensión al cielo (sólo que luego en Hechos distribuye las cosas de otra manera); también Mc parece encerrar todo dentro de un día: olvida, de todas maneras, la cita en Galilea, en que los discípulos vuelven a reparar gracias a las mujeres (16,7); Mt y Jn conocen en cambio, apariciones en Galilea, pero no se refieren al mismo acontecimiento.

No advierten, pues, la necesidad de presentar un desarrollo lógico y cronológico de los hechos. Lo que dijimos de los evangelios en general y de su género literario vale todavía más para las secciones de la resurrección: no información de crónica, sino, ante todo, testimonio de fe. Las divergencias son sobre los detalles, no sobre la sustancia; aquellas pueden preocupar al cronista, pero no al historiador y menos al creyente. El contenido es siempre el mismo: Jesús, que había sido ajusticiado, ha vuelto a la vida y se ha dejado ver por los suyos.

En el tono discreto con que narran los hechos destaca particularmente un silencio, el referente al momento de la resurrección. Ésta no se describe jamás, ni aquí ni en ningún otro lugar del NT. Cómo y cuando Jesús haya abandonado el estado de muerte, nadie puede saberlo, sino algún evangelio apócrifo, creación de la fantasía. Lo sucedido después del cierre del sepulcro no ha tenido testigos. Este silencio confiere indudablemente seriedad y credibilidad a las narraciones evangélicas.

6. - La sepultura de Jesús

Los cuatro relatos evangélicos concluyen la pasión con la descripción de la sepultura, y lo hacen con gran riqueza de detalles y exactitud. A principios de siglo, Loisy y Goguel sentaban la tesis de la imposibilidad jurídica de una verdadera sepultura de Jesús, defendiendo que su cuerpo debió ser echado a una fosa común. Efectivamente, esa era la praxis judicial romana; pero la misma ley admitía que se pudiera conceder el cadáver para sepultarlo a quien lo pidiera, como atestigua ya Suetonio para los tiempos de Augusto. Un reciente descubrimiento arqueológico en Israel confirma tal posibilidad: en Jerusalén fueron hallados los huesos de un crucificado de hace dos mil años, encerrados en una urna con el nombre: signo inconfundible de verdadera sepultura.

Por lo demás, es bien conocido el respeto que tenían los judíos para con los cadáveres y la preocupación de que no se quedasen sin sepultura y contaminasen el país. Flavio Josefo dice: Los judíos ponen tanto cuidado en sepultar a los muertos, que procuran incluso que los condenados a crucifixión sean sepultados antes de la puesta del sol. La legislación judía preveía para los ajusticiados sepulcros aparte (estaba prohibido sepultarlos en los sepulcros de familia) (Mishna, Sanedrín 6,5).

En el caso de Jesús fue un influyente miembro del sanedrín, José de Arimatea, quien se presentó a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús, y lo sepultó en su sepulcro de familia todavía por estrenar. El nombre de una prestigiosa persona de la época confiere seguridad histórica al relato. Dado que ya iba a comenzar el sábado, con rigurosísimo descanso (el sábado comenzaba la tarde del viernes), la inhumación fue más bien apresurada. Y durante el sábado estaba permitido sólo el mínimo indispensable de los cuidados con un muerto: lavarlo y ungirlo, pero sin moverle ningún miembro y sin esforzarse en cerrarle la boca.

7. - El hallazgo de la tumba vacía

Los sinópticos, al narrar la deposición de la cruz y la sepultura de Jesús, hacen notar la presencia de algunas mujeres del grupo, que desde lejos observaban atentamente (Mc 15,40.47; etc.), quizá decididas en su corazón a volver más tarde al sepulcro; propósito que pusieron en práctica en la madrugada del tercer día.

Para Mateo y Juan ellas no tienen la intención de entrar dentro de la tumba, sino que, al parecer, lo que quieren es ofrecer el extremo homenaje de su llanto, como es costumbre en el lugar. Para Marcos y Lucas, en cambio, la intención de las mujeres es realizar la unción fúnebre del cadáver, y por eso llegan provistas de lo necesario. La tradición de Mateo y Juan parece ofrecer un mayor grado de antigüedad y de solidez, aunque tampoco en la otra versión falten motivos de verosimilitud.

Pero las cuatro tradiciones, en todos los estadios de su redacción, concuerdan en afirmar que aquel piadoso homenaje no pudo realizarse porque la tumba fue encontrada abierta y vacía. Las mujeres debieron creer encontrarse ante un acto sacrílego de violación de tumba (Jn 20, 3-10) y se apresuraron a referirlo a los discípulos.

Lucas informa de una inspección realizada por Pedro. Juan confirma esta inspección ampliándola con evidentes intentos teologizantes (20, 3-10; el versículo 7, aunque de difícil traducción e interpretación, parece transmitir un preciso recuerdo visual del evangelista, que había acompañado a Pedro).

Que la tumba fue encontrada vacía es confirmado inesperadamente por el rumor circulante entre los judíos con el que se imputaba a los discípulos de Jesús el delito de robo del cadáver. Si el sepulcro hubiera permanecido intacto, habría sido la cosa más fácil del mundo desenmascarar la predicación cristiana de la resurrección; más aún, ni siquiera habría sido posible que a alguien, precisamente en Jerusalén, se le ocurriese predicar la resurrección de un muerto que continuaba en su sepulcro. El hecho de que los judíos tengan que recurrir a una explicación tan inverosímil revela su embarazo frente a un hecho inexplicable para ellos, pero también indiscutible: la tumba de Jesús de Nazaret había sido encontrada vacía. La polémica judía no ataca, pues, al hecho de la tumba vacía, sino a la explicación cristiana: ¡había resucitado!

Particulares dificultades literarias e históricas origina el episodio de la guardia del sepulcro, que sólo Mateo refiere. Hoy es opinión general que este episodio pudiera ser una añadidura apologética tardía, creada ya en tiempos de la redacción del evangelio de Mateo, para acabar definitivamente con las falsas interpretaciones del sepulcro vacío, mostrando que la calumnia del robo del cadáver por los discípulos era materialmente imposible.

8. - La tumba vacía, ¿origen de la fe?

A la luz de toda la documentación de que disponemos, la respuesta sólo puede ser negativa: la tumba vacía no fue jamás invocada por la iglesia apostólica como prueba de la resurrección de Jesús. Su descubrimiento contribuye a agravar el estado de perplejidad de los discípulos: la hipótesis de la resurrección (ante la tumba vacía) no parece ocurrírseles ni por asomo.

La narración de la visita al sepulcro no demuestra ningún interés apologético. Si hubiese querido proporcionar, con el hallazgo de la tumba vacía, una prueba demostrativa de la resurrección, no habrían sido puestas en escena precisamente las mujeres...; y, en cualquier caso, la más antigua predicación no habría descuidado la referencia a este hecho. Pero ni los testimonio preliterarios ni los discursos misioneros conservan indicios de semejante utilización de la tumba vacía.

Sólo las apariciones del resucitado engendraron la certeza de que Jesús había vuelto a la vida. A la luz de esa certeza, el enigma del sepulcro vacío recibe su explicación; sólo entonces se convierte en signo cierto de la resurrección. Es la fe quien da razón del sepulcro vacío, y no al revés; fuera de la fe, el hecho de la tumba vacía es un embrollo inexplicable. No es, pues, el historiador quien le encuentra una explicación adecuada; sólo el creyente conoce lo que realmente ha sucedido.

La tumba vacía es sólo un signo en negativo, una huella enviada al mundo experimental de los sentidos por un acontecimiento que tiene lugar más allá de lo que éstos pueden captar. Con ello no se quiere privar de importancia a este dato. Sin él, de hecho, no habría sido posible la predicación de la resurrección en Jerusalén, dada la concepción antropológica hebrea, fuertemente unitaria del ser personal del hombre. El hombre es espíritu y cuerpo, inseparablemente unidos en vida y en muerte. Para la mentalidad bíblico-judía, una resurrección real implicaba necesariamente un real vaciamiento del sepulcro.

9. - ¡Ha resucitado, no está aquí!

Mc 16, 5s; Lc 24, 4-6; Mt 28, 5s: ángeles que explican a las mujeres el misterio de la tumba abierta y vacía: ¡Ha resucitado! Jn 20,11-17: ángeles que sólo preguntan a Magdalena por el motivo de su llanto; Magdalena se encuentra con Jesús resucitado...

El resultado corrientemente admitido hoy tras el análisis literario es que la narración sinóptica es un interesante acercamiento redaccional entre la tumba vacía y la predicación kerigmática de la Iglesia (ver la semejanza literaria entre las palabras de los ángeles a las mujeres y las que Pedro pronuncia en el discurso de Hechos 4, 10).

Marcos (y luego Mt y Lc) adoptaría aquí un modelo literario muy frecuente en la Biblia y en el NT: el de poner en boca de un ángel lo que saben que es mensaje de revelación proveniente de Dios: Jesús, el crucificado, ha resucitado. El ángel sería entonces una imagen literaria, introducida sólo tardíamente (quizá por Mc mismo en el momento de la composición de su evangelio) en la antigua narración de la visita de las mujeres al sepulcro; pero lo que él hace resonar a la puerta abierta del sepulcro es precisamente la predicación de los apóstoles y la fe de la Iglesia primitiva.

Por tanto, la visita de las mujeres al sepulcro habría sucedido históricamente, sin apariciones de ángeles y sin revelación de que Jesús había resucitado. Esto explica el dolor y la confusión de las mujeres...; y está en consecuencia con la narración de Juan y con la visita de Pedro a la tumba. Cuando Mc, cuarenta años más tarde, escribe el primer evangelio y narra aquella visita, se apresura a ofrecer la explicación de la desaparición del cuerpo de Jesús y del hallazgo de la tumba vacía, y esa explicación la toma de la predicación que desde hace cuarenta años la iglesia apostólica iba ofreciendo al mundo.

10. - Las apariciones del resucitado

La certeza de la resurrección de Jesús descansa sobre la experiencia extraordinaria de sus apariciones. La existencia de esos encuentros inefables con el resucitado no es una novedad de las narraciones evangélicas, pues acompañó al anuncio de la resurrección desde el principio. Ya en los discursos misioneros de los Hechos, los apóstoles se dicen testigos que no pueden callar lo que han visto y oído, y que han comido y bebido con él después de su resurrección. La antigua profesión de fe hace ya un pequeño elenco de las apariciones oficiales (1 Cor 15, 5-8).

Entre evangelio y evangelio aparecen las acostumbradas diferencias, debidas al vocabulario y al estilo, pero, sobre todo, a la originalidad teológica de cada uno. Pero amplitud narrativa y libertad teológica permanecen contenidas dentro de un tono de sobria austeridad, sin concesiones a la fantasía de lo extraordinario, sin describir las condiciones gloriosas de la nueva vida. El lenguaje de las apariciones no está tomado de la apocalíptica, sino de la vida cotidiana: en casa, en el lago, de camino, a la mesa; comen con él, le escuchan, le hablan... lo extraordinario y arbitrario, que Jesús había excluido de su vida terrena, está también ausente de sus comunicaciones de resucitado.

11. - Tipología de las apariciones

Las narraciones evangélicas de aparición parecen ofrecer una estructura típica, con tres características:

a) Hacerse presente: Es el resucitado quien toma la iniciativa de hacerse presente de modo inesperado. El sujeto gramatical de los relatos evangélicos es el resucitado, que se deja ver, fue visto, no los discípulos que lo ven. De esta presencia nace un encuentro familiar en el que Jesús saluda y anima, reprocha y da órdenes, ayuda a leer las escrituras y a superar el escándalo de la cruz, parte el pan y da su Espíritu. No aparece como prisionero de su nueva condición, sino que multiplica la manera de hacerse presente. Si hay signos de una inabarcable trascendencia (aparece y desaparece, entra por puertas cerradas, etc), ello no quita que también se den contactos interpersonales con las características de los sensible concreto (se deja tocar, come, hable, ...). Estos encuentros pasajeros se convierten en prenda y promesa de una presencia eterna: Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

b) Hacerse reconocer: Las apariciones son escenas de reconocimiento mediante las cuales el resucitado intenta hacerse identificar con el Jesús terreno que ellos conocían: Soy yo en persona (Lc 24, 39). La presencia de dudas en los discípulos, recordada por Mateo y Lucas y dramatizada por Juan en el episodio de Tomás, demuestra que el reconocimiento no se impone espontáneamente con la sola fuerza de los sentidos. Generalmente es un reconocimiento progresivo. Esto puede sorprender a primera vista, pero nos pone en guardia frente a una interpretación superficial y demasiado banal de las apariciones. El resucitado no es un Lázaro redivivo a quien cualquiera y en cualquier circunstancia puede dominar con sus sentidos, sino la presencia trascendente de un misterio inasible. Además, en esta progresividad gradual está presente el libre juego de la fe, que se abre a la luz de la revelación divina o se cierra, hasta el punto de merecer el reproche de obstinada incredulidad.

En Lucas y Juan está patente un interés apologético, con diversos matices. Sobre todo en el primero es insistente la preocupación por demostrar la realidad corpórea del resucitado, que repiten la invitación a que lo toquen para que constaten que no es un fantasma. Quizá estaban apareciendo los primeros ataques de gnosticismo, enemigo declarado de todo lo que tenga algo que ver con la esfera de la materia; había que defender la realidad corpórea de la resurrección contra peligros concretos. Juan, insistiendo en las llagas de las manos y del costado, pone de relieve de manera plástica la identidad con el crucificado.

c) Hace prolongar su obra: Rara vez las apariciones se quedan sin ningún encargo confiado por el resucitado a los destinatarios. Hasta las mujeres reciben la orden de anunciar la resurrección a los discípulos.

Las apariciones a los discípulos son actos de investidura solemne, que habilitan a los apóstoles a continuar su obra mesiánica en el mundo. Si en las dos características precedentes predominaba el interés por el ver, en esta tercera, en cambio, predomina la escucha de la palabra del resucitado, que confía su misión, transforma el pequeño grupo informal en Iglesia universal y lo envía al mundo como instrumento de salvación para los que crean (Mt 28, 18; Jn 20, 20). La misión de los apóstoles se inserta en el único eje de la misión de Cristo por parte del Padre y la prolonga en el tiempo y en el espacio de la universalidad humana.

En la narración de Lucas, la palabra del resucitado abarca toda la historia de la salvación a partir de la ley y los profetas; es toda la historia de la palabra divina lo que se debe cumplir, como de hecho ya se ha cumplido en él (24, 44-48). En el presente del resucitado se realiza el pasado (la ley y los profetas) y se inicia el futuro (se anunciará la salvación a todo el mundo).

También Pablo relaciona estrechamente misión apostólica y encuentro con el resucitado (1 Cor 9, 1). Todo apóstol es enviado a dar testimonio de la resurrección.

12. - El resucitado sale al encuentro en actitud de autodonación

Pero... ¿qué fueron propiamente las apariciones? No nos es fácil saberlo a nosotros, que nos vemos obligados a interpretar textos que resultan más densos de lo que se pensaría; así como no debió ser fácil para los testigos traducir una experiencia tan nueva con los pobres medios lingüísticos de que disponían.

La desconfianza instintiva hacia todo fenómeno psíquico no controlable pudo hacer sospechar alguna complicación ilusoria creada en ellos por la ansiedad de la espera o por cualquier imponderable estado de ánimo. Tal sospecha tiene ya una larga historia, pero termina en una excesiva ingenuidad. Para desmoronarla basta con el hecho colosal de la existencia del cristianismo, que nació precisamente allí; el entusiasmo de los orígenes en dar vía libre a la predicación de un mensaje imposible; la aniquilación imprevista e inexplicable de un judaísmo tenazmente nacionalista y la aparición de un esquema mesiánico inimaginable e inédito; la conversión de los discípulos y la de todo un mundo detrás de ellos; en fin, el testimonio de su martirio. Más allá, pues, de la psicología, alza su protesta la historia: ¡Para hechos máximos hace falta un mínimo de lógica! Y no es preciso añadir que, antes que nadie, fueron los mismos protagonistas quienes se plantearon la hipótesis de la ilusión-fantasma y asumieron una actitud crítica frente a lo inesperado...

Pero... ¿de qué se trató en realidad? Las apariciones llevaban consigo, indiscutiblemente, también una percepción visual y experimental. Esto es lo que de diversas maneras se preocupan de decir unánimemente los textos...

Pero no se trató sólo de eso. Es preciso superar el fácil literalismo que se queda en la superficie del lenguaje narrativo de las apariciones y se conforma con ver en el resucitado un objeto anteriormente escondido y luego hecho visible. La aparición fue más bien un hacerse presente Cristo, para poner en juego un movimiento de relaciones interpersonales con los testigos, realizando un verdadero encuentro, un diálogo mediante palabra y acción.

Para explicar lo que entonces sucedió, los discípulos recurren al lenguaje del ver; pero, en realidad, intentan expresar mucho más que una simple sensación visual. Fue una percepción inmediata del resucitado, que afecto a todo su ser, sensitivo e interior, exterior y espiritual a un tiempo.

Fue un encuentro abierto por iniciativa de Jesús, un acto por el que se autodonaba nuevamente a sus amados discípulos, llevando hasta el fondo su habitual capacidad de donación y ofreciéndose en una experiencia concreta y total de sí mismo. Ellos quedan sobrecogidos por este hecho, y la reserva inagotable de sus dudas y vacilaciones salta hecha pedazos, dando lugar por fin, por primera vez desde que conocen a Jesús, a la acogida pacificante de la fe. Manifestación y donación nuevas, plenas de aquella evidencia soberana que vence y convence.

Pablo, que más tarde tuvo que pasar por la misma experiencia, no duda en hablar de revelación (Gál 1, 1s).

Es la anticipación, en el reino de lo provisorio, de la revelación definitiva, escatológica.

No se trata, por tanto, de un ver creado por la fe, sino de un ver que crea la fe. Reconociendo en el Jesús resucitado al Jesús de otro tiempo, a quien habían seguido con dificultad y a tientas, ahora lo pueden aceptar integralmente y sin reservas.

Siempre seguirá siendo difícil percibir lo que sucedió en aquel encuentro entre el resucitado y sus discípulos. Experiencias tan nuevas, para poder ser comprendidas, tienen que ser vividas. Sólo quien cree puede entrever, desde lejos, el misterio de gracia que fueron las apariciones del resucitado.

13. - La respuesta de Dios

Parecía que, en el Calvario, todo había terminado como si Dios tácitamente hubiese descalificado al presunto mesías de Nazaret. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar después de su muerte fueron negando, poco a poco, aquel supuesto silencio de Dios en relación con Jesús. Dios se justificaba ante la historia abriendo el sepulcro del Hijo y testificando en favor de la conciencia histórica de su profeta. Dios le daba la razón.

Así fue comprendida la resurrección por los discípulos: como una resucitación: acto de poder creador de Dios que despierta a su Hijo del sueño de la muerte y lo entrega a la nueva vida (He 3, 14s). Desde aquel día Dios se daba a sí mismo un nombre nuevo: Aquel que ha resucitado a Jesús de la muerte.

La intervención de Dios en Jesús no podía menos de estar en relación con el interrogante que quedaba en el aire a propósito de su vida y su mensaje: ¿Es el mesías? Si Dios intervenía en aquel proceso como último interlocutor, esto no podía ser sino para dirimir la causa en discusión de la mesianidad y para afirmarla definitivamente. Es el contenido final del discurso de Pedro a la multitud el día de pentecostés. Y éste será el tema preferido de la predicación a los judíos (He 5, 42).

Que la resurrección tuviera que ser atribuida a Dios, sin duda alguna, era evidente por el hecho de que no podía ser atribuida a Jesús. Jesús había muerto, y la muerte es impotencia total; bien lo sabe el hombre. Cuando Jesús estaba vivo, la presencia operante de Dios detrás de su acción podía ser negada, atribuyendo simplemente a él los milagros que estaba realizando. Pero la muerte no deja escapatoria alguna, y la resurrección tampoco. Si Jesús estaba vivo, esto no podía atribuirse más que a la acción creadora de Dios.

Con la resurrección, Dios daba testimonio en favor de aquel testimonio que Jesús había dado de Dios durante su vida pública; el evangelio, del Reino que viene y del Padre que salva, quedaba así autentificado por la intervención soberana de Dios.

Los orígenes cristianos encontraron en esta certeza fundamental la invitación a reflexionar a fondo sobre el proyecto de Dios para la historia humana. Encontrar a Dios en la resurrección de Jesús ponía en realce las antiguas promesas de la historia de la salvación y obligaba a releerlas todas a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. Comenzaba así aquella larga reflexión sobre el misterio de Cristo, documentada por el Nuevo Testamento. Al principio y al final de la fe cristiana está la luz de la intervención pascual de Dios .

14. - Resurrección e historicidad

Las numerosas discordancias con que nos hemos encontrado y el estado fragmentario de los textos ya no son una grave objeción a la historicidad de los relatos; el descubrimiento de su proveniencia de tradiciones distintas ha contribuido a su comprensión.

Pero a estas sombras, que parecían las únicas, se han añadido otras dificultades mucho más graves, suscitadas por cierta corriente exegética. La amplitud y la novedad de las narraciones evangélicas, confrontadas con la extrema sobriedad de los testimonios arcaicos primitivos, han despertado la duda de que las narraciones evangélicas puedan ser leyendas apologéticas, creadas para desterrar dudas sobre la corporeidad del resucitado, para establecer la identidad del resucitado con el crucificado, para apoyar la autoridad apostólica de los doce (el sepulcro vacío y las comidas con el resucitado encarnarían la fe primitiva más espiritual; las apariciones de misión fundamentarían la autoridad de los apóstoles, etc.). Las narraciones evangélicas, según esto, serían revestimientos narrativos, elaborados para dar consistencia a algunos temas teológicos. Es muy seria la respuesta, y nos remite a la problemática inicial sobre el valor histórico de los evangelios.

Respecto a los relatos de la resurrección no se pueden hacer valoraciones uniformes, sino que es preciso analizar cada fragmento en particular. Debe recordarse, en todo caso, que la aplicación de los nuevos métodos de investigación ha demostrado que la clasificación de los relatos evangélicos como tardíos es relativa. Pues reelaboran un material tradicional muy antiguo, según sensibilidad y objetivos teológicos propios.

El descubrimiento de las tradiciones que yacen bajo el texto actual ha reducido notablemente la distancia entre los evangelios y la predicación primitiva. Pero queda aún heterogeneidad. Ateniéndonos a la documentación que poseemos, debemos constatar el hecho de que la primera predicación debió de limitarse a anunciar el acontecimiento de la resurrección, junto con las apariciones que constituyen su fundamento. En cambio, el interés por otros aspectos debió imponerse en un momento posterior (la verdadera corporeidad del resucitado, su identidad con el crucificado, la misión de los apóstoles), estimulando sólo entonces la recolección de las correspondientes tradiciones que subyacerán a las actuales narraciones evangélicas.

Pero debemos recordar también que, en lo que se refiere a la esencia del mensaje pascual, existe, a todos los niveles de documentación, bajo las formas más distintas y en todos los estratos de las tradiciones, una coral unanimidad. Desde las fórmulas desnudas y densas de la primera predicación y de las primeras liturgias hasta las narraciones amplias de los evangelios, se afirma que Jesús, poco después de su muerte, en contra de cualquier expectativa, se encontró vivo con sus discípulos y fue visto por ellos y reconocido como verdadero resucitado.

Los documentos nos conducen muy para atrás, hasta alcanzar la experiencia fundamental de la que nació el cristianismo; pero es cierto que no pueden hacernos espectadores del misterio que se realizó en Jesús. La resurrección en cuanto tal se sale del campo de la investigación humana y se esconde en el secreto de Dios como fruto de su potencia vivificante escatológica: de ella nada se puede saber sino por revelación. En este sentido se debe decir que no es histórica, porque histórico es lo que tiene lugar en el tiempo y en el espacio del mundo y es verificable por el hombre con sus métodos de investigación. Es real, pero no histórica. Pero ya que el evento divino se ha verificado en un contexto global de hechos bien determinados, como el sepulcro vacío, la experiencia también empírica de los testigos, la convicción de la iglesia primitiva, etc., por relación a este contexto puede llamarse histórica; y desde esa historicidad suya se hace creíble a la razón humana. Es, pues, un acontecimiento real que se coloca en los confines de la historia. Hoy nadie pondría ya en duda que la iglesia apostólica estuviera convencida de verdad de la resurrección de Jesús. Este es el lado histórico ajeno ya a toda discusión. Para aquella iglesia, la resurrección fue un acontecimiento realmente sucedido a Jesús de Nazaret después de su muerte. Es él quien está vivo, y no sólo su causa. Su resurrección es tan real como su vida anterior.

¿De dónde nace esta convicción? No de sus concepciones judaicas a propósito del mesías, en absoluto; porque lo último que el judaísmo habría podido esperar era la muerte fracasada del mesías y su resurrección. El mesianismo de los discípulos no pudo, pues, ser terreno adecuado para una idea de mesías que muere y resucita. Se les impuso violentamente desde fuera, no sin escándalos y dificultades. Solamente la fuerza de los acontecimientos pascuales, y la luz de convencimiento que extrajeron de las apariciones, pudieron voltear de forma tan clamorosa y radical el viejo mesianismo nacionalista.

15. - Las llagas del resucitado

Si nos limitásemos a ver en la resurrección el grandioso milagro que liberó a Jesús de la muerte, la pascua cristiana podría desencadenar un proceso de huida de la historia y de sus responsabilidades. Pero el resucitado nos libra de esta precipitada huida cuando se hace identificar con el Jesús de antes, con el protagonista de aquella humilde y gran historia de profeta en la que los primeros discípulos habían participado. Sus llagas gloriosas, que ni siquiera la resurrección parece haber hecho desaparecer, recuerdan plásticamente lo que él fue e hizo en su vida, aquel conjunto de cosas en que creyó, la lucha que debió sostener por la causa de la libertad de Dios y de sus hermanos, que lo llevó a la cruz.

Más aún, precisamente en virtud de lo que hizo, Dios lo ha exaltado y lo ha constituido Señor viviente de nuestra historia. En contra de toda sugestión que le venía del ambiente, no quiso ser el mesías de los sueños de grandeza, sino el siervo de todos en el amor y el obediente de Dios hasta la muerte de cruz. Por eso, Dios lo ha exaltado.

La resurrección no ha hecho superflua la historia de Jesús, sino que la ha liberado de la muerte, consagrándola para la eternidad. La resurrección no ha vaciado su ser-hombre como los hombres, disolviendo su genuina humanidad en los abismos de la gloria divina; sino que, por el contrario, la ha liberado de las férreas cadenas del espacio y del tiempo, para que pueda alcanzar a todos siempre y por doquier.

En último extremo, el proyecto de su existencia humana es todavía el de entonces: darse y servir; la resurrección le ha añadido solamente impensables posibilidades y capacidades de actuación. Así puede hacerse presente en el camino de todos, como en el camino de Emaús, para compartir la fatiga de un viaje que estaba falto de esperanza y tropezaba con la incomprensibilidad de la cruz; para desvelar a la luz de las escrituras el secreto de su vida: ¿No era preciso que el Mesías sufriese todo esto para entrar en su gloria? (Lc 24, 26).

Debido a la presencia del resucitado, todo camino humano, por muy separado de la cruz que se presente, puede terminar en la gozosa comunión de mesa con él, porque es camino recorrido en la tarde de pascua. Y para que no se perdiese su historia, confió a los apóstoles el deber de ser testigos no sólo de su resurrección, sino también de su vida terrena: Enseñad a todos los hombres a observar todo lo que yo os he mandado. Mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).