TEMA VII
UN MESÍAS INÉDITO

 

1. - Pero... ¿quién es éste?

Después del bautismo en las aguas del Jordán, donde el hombre de Nazaret apareció confundido con la masa penitente y necesitada de conversión, la actividad de Jesús había explotado inesperadamente en Galilea, y en poco tiempo se había convertido en un fenómeno que se había ganado la atención general.

La novedad cualitativa de su predicación sobre el Reino de Dios, la insólita libertad que se iba tomando en relación con la ley, los numerosos milagros que se decía andaba realizando sobre los poderes del mal, y no en último lugar aquella fascinación clara y fuerte que le venía de su dedicación apasionada a Dios y a la gente, acababan de concentrar sobre su persona los interrogantes de sus contemporáneos: pero ¿quien es éste? (Cf. Mc 1,27).

Había comenzado su misión desprovisto de aquellos títulos sociales acostumbrados que habrían acreditado su enseñanza; no le acompañaba ni siquiera la modesta competencia profesional de un rabí; y le será echada en cara esta falta de competencia (Mc 11,28). Y, sin embargo, a pesar de la falta de credenciales humanas, todos quedaban maravillados de su enseñanza, porque les hablaba como uno que tiene autoridad, y no como los escribas (Mc 1,22). Era el Mesías del Reino que se garantizaba por sí mismo, revelándose como palabra que enseña y cura, abriendo a la esperanza el corazón de los oyentes.

¿Quién era Jesús? Ya hemos tenido ocasión de notar un velo de discreción, de modestia, en el que el Jesús de los sinópticos envuelve las afirmaciones que se refieren a su persona. Explícito y magnífico al hablar del Padre y de su Reino, en lo que se refiere a él prefiere que hable la praxis y su comportamiento. No demuestra la menos preocupación por atribuirse títulos verbales explícitos que definan su persona, en el supuesto de que existiesen algunos realmente capaces de expresar la conciencia original que él tenía de sí mismo.

2. - Un gran profeta

Todo el comportamiento de Jesús de Nazaret parecía acercarse notablemente al modelo de profeta: hombre de la palabra de Dios, predicador itinerante de los juicios y de las consolaciones divinas, impulsor de la conversión del corazón, denunciador de la hipocresía religiosa, solidario con el pueblo sufriente. La gente comienza espontáneamente a llamar a Jesús profeta, especialmente al comentar los signos maravillosos que realiza en nombre de Dios (Lc 7,17). Y la comunidad primitiva podrá compendiar la vida de Jesús como vida de un profeta poderoso en obras y palabras, entre Dios y los hombres (Lc 24,19).

Los profetas, que habían dado forma a la vida religiosa del pueblo elegido en los momentos cruciales, hacía tiempo que habían callado; y este silencio de Dios era considerado como signo de su abandono. Es comprensible que la aparición de Juan el Bautista, y más todavía la de Jesús, haya reavivado el entusiasmo religioso por la visita divina.

Se pensó incluso que hubiese llegado el gran profeta escatológico que el Deuteronomio había preanunciado para los últimos tiempos, y que una creencia bastante difundida identificaba con Elías, que volvería en el momento determinado por Dios (Mc 8,27ss). Pero ni siquiera este título de incontaminada pureza es utilizado directamente por Jesús para designarse a sí mismo y dar un nombre a su misión; se limita, con la reserva de costumbre, a algunas alusiones (Lc 4,18-21; 13,33; Mc 6,4).

3. - ¿Será el Mesías?

Con el avanzar de los acontecimientos, el apelativo de profeta se revelaba insuficiente para dar razón de aquella extraordinaria autoridad que Jesús atribuía a su persona, al presentar su palabra como fuente inmediata de verdad y al pedir para sí una adhesión incondicional.

Primero es sospecha aislada o rumor; luego se hace voz cada vez más existente: ¿Será el mesías? En torno a esta hipótesis mesiánica se irá condensando el drama de la incomprensión general por parte del ambiente palestinense hacia el profeta de Nazaret; y a causa de ella se alarmarán los temores políticos de la autoridad romana, realizando una represión despiadada que culminará trágicamente en la crucifixión.

Pero analicemos más de cerca el construirse de este drama.

4. - La esperanza mesiánica

El anuncio y la espera del mesías por parte de la literatura veterotestamentaria son un fenómeno complejo que no podemos analizar aquí. Nos limitamos a unas breves alusiones.

La promesa de un futuro mesías no nace autónoma, sino que se inserta en el cuadro más amplio de la salvación universal que Dios quiere realizar en la historia humana, llevándola a su culminación definitiva.

La tensión hacia la venida liberadora del Reino de Dios constituye el alma de la milenaria esperanza de Israel; aunque humillada por las desgracias nacionales de su historia, termina siempre prevaleciendo sobre todos los fracasos, purificada y universalizada por la palabra consoladora de los profetas.

En este contexto se inserta una figura concreta, el mesías, concebido como representante de la realeza divina y creador de la paz final. Su fisonomía se construye progresivamente, enriqueciéndose con elementos tomados en cada momento de las mejores experiencias históricas vividas por Israel: real, sacerdotal, profética, apocalíptica.

Pero la caracterización más fuerte del futuro mesías es de impronta real; el recuerdo del rey David y la promesa hecha a su dinastía por el profeta Natán contribuyeron profundamente a modelar en clave real el rostro del mesías.

Pero, junto a ese filón central de la esperanza mesiánica, coexisten, entretejiéndose con él, otras formas de esperanza que prevén al mesías como el gran profeta de los últimos tiempos (Dt 18,15ss), como el hijo del hombre apocalíptico (Dan 7,13ss), como el siervo sufriente de Dios (Deuteroisaías) y también como el gran sacerdote.

Existe, pues, una imagen del mesías muy variada y a veces contradictoria: rey y siervo, celeste y terrestre, pacífico y guerrero, rico y humilde. No es extraño que el judaísmo haya llegado a la era moderna sin un acuerdo fundamental, a incluso en algún caso haya llegado a la idea de dos mesías distintos, uno real y otro sacerdotal, como en los escritos de los monjes de Qumrán y en el testamento de los doce patriarcas (cf Zac 4,11ss).

En cuanto al término hay que recordar que mesías significa consagrado con unción, para indicar que la persona así consagrada (normalmente el rey y el sumo sacerdote) recibe plenos poderes para la misión de guía del pueblo de Dios.

5. - Las esperanzas en tiempos de Jesús

La esperanza mesiánica era extremadamente intensa en la época de Jesús. Las condiciones sociales y políticas -que resultan insoportables- habían contribuido a avivarla de ese modo; pero también una abundante literatura apocalíptica que había creado una atmósfera de fin de mundo. Antes de Jesús aparecieron muchos personajes que se autoproclamaban mesías, consiguiendo movilizar en torno a sí esperanzas del pueblo, y con consecuencias políticas y militares (sufrieron duras represiones). Con Juan Bautista se verificó el mismo fenómeno (Lc 3,15) que el mismo Juan rechazó...

A propósito del reino de Dios y su mesías corrían concepciones extremadamente diversas; recordemos dos de ellas:

1. La escatológica, que se apoyaba en los profetas, defendía que Dios realizaría su reino universal fuera de las circunstancias terrenas: el mesías sería mediador de una nueva alianza en su calidad de siervo de Dios y de hijo del hombre. En realidad este modelo era raro y crecía en círculos muy restringidos.

2. La político-religiosa, que dominaba en la gran masa; se la apropiaban particularmente los fariseos y la corriente extremista que pedía una inmediata acción militar para iniciar así el reino de Dios. Solamente faltaba el mesías que se pusiera a la cabeza y ocupase el trono de David su padre. Los títulos mesiánicos de esta visión eran hijo de David y rey de Israel.

6. - Interpretación difícil

Sobre este trasfondo se abre camino en el auditorio de Jesús la hipótesis de que el mesías pueda ser él. ¿Cuál fue la actitud de Jesús ante esta situación? No es fácil una respuesta inmediata, ya que las narraciones evangélicas presentan, a este respecto, elementos contrapuestos.

Por una parte, Jesús se niega decididamente a asumir el papel mesiánico (huye cuando quieren hacerlo rey, prohíbe severamente que se hable de él como mesías -secreto mesiánico de Marcos-).

Por otra parte, Jesús parece acoger e incluso provocar la primera confesión de fe mesiánica de sus discípulos en Cesarea de Filipos, y abiertamente se proclama tal ante el sanedrín. La situación actual de la investigación histórica no consigue proporcionar una explicación concorde.

Es conveniente hacer notar que la mesianidad es problemática para los historiadores, pero no para los evangelistas. La convicción de que Jesús es el Mesías recorre de punta a cabo todos los evangelios, sobre todo en los momentos más significativos de la narración: infancia, bautismo, tentaciones, confesión de Pedro, entrada en Jerusalén, pasión, milagros... El evangelio de Juan ha sido escrito para que creáis que Jesús es el mesías (Jn 20,21); y lo mismo podían haber dicho los sinópticos.

Pero los historiadores se preguntan si aquella omnipresente convicción mesiánica se debe a la comunidad postpascual o se remonta auténticamente a la vida terrena de Jesús (es habitual en los evangelios esta mezcla de fe y de historia, de narración y de confesión). En la cuestión mesiánica, la distinción es incierta para el análisis crítico actual. Se sugieren dos vías principales de solución:

10. Jesús habría rechazado cualquier referencia a su presunta dignidad mesiánica porque ésta no le correspondía; él no habría tenido conciencia de mesianidad. El manto mesiánico de que se le reviste en los evangelios proviene de la comunidad pascual: es mesías para la fe, no para la historia.

20. Jesús habría evitado servirse del título de mesías y su correspondiente modelo mesiánico, porque éstos estaban ya irremediablemente comprometidos en una visión política nacionalista que no correspondía a las intenciones divinas ni a su misión. En ambientes restringidos Jesús abría aceptado este título, pero adoptando medidas de precaución para eliminar posibles equívocos y en la esperanza de conseguir corregir la equivocada precomprensión de sus oyentes.

7. - El mesías de la historia

Dada la enorme importancia que la mesianidad tendrá pronto en la fe postpascual de la Iglesia apostólica, no podemos pensar que haya sido creada de la nada. Algunos exégetas afirman que debió apoyarse al menos sobre una sospecha mesiánica, concebida por los discípulos y la multitud y que Jesús habría alimentado conscientemente con su comportamiento general.

En este problema, más que en otros, se debe, pues, dirigir la mirada al conjunto de los hechos más que a afirmaciones o episodios concretos.

a) Imposible creación de la comunidad

Atribuir la paternidad de la mesianidad de Jesús a la comunidad postpascual origina tales dificultades que el problema en vez de resolverse se complica. ¿Cómo podría una comunidad en estrecha dependencia del judaísmo llegar por su cuenta a una concepción de la mesianidad tan radicalmente opuesta al judaísmo mismo? Reconocer mesías precisamente a quien había sido rechazado por su pueblo y crucificado por sus propios enemigos dista tanto de las concepciones judaicas que no puede haber nacido de suelo virgen en el grupo de Jesús. La idea de un mesías que realice su mesianismo a través del fracaso desolador de la cruz es totalmente nueva y original.

La mesianidad de la cruz no puede provenir más que de Jesús mismo, de cuya originalidad lleva el signo inconfundible. La mesianidad de la cruz está indisolublemente unida al mensaje de las bienaventuranzas, que da la clave interpretativa de toda la predicación de Jesús.

 b) Una vida plenamente mesiánica

¿En qué medida manifestó Jesús su conciencia mesiánica para influenciar de modo tan determinante la fe posterior de la Iglesia apostólica? Ciertamente, más con los hechos que con los eventuales títulos mesiánicos. Y el comportamiento de Jesús proporciona bastante más que simples indicios mesiánicos. Desde el punto de vista histórico, la globalidad de su comportamiento asume un peso decisivo.

El hecho mesiánico por excelencia es la predicación del Reino, centro de la actividad de Jesús. Jesús tiene conciencia de ser en la tierra el representante de la realeza salvífica de Dios. El conjunto de los signos maravillosos realizados por él evoca vigorosamente lo que los profetas habían previsto para la era mesiánica. Él reivindica para su palabra una autoridad absoluta y definitiva que ningún profeta se habría arrogado, disponiendo de la ley, el sábado...

Y como decisivo queda el hecho de que Jesús fue condenado como pretendiente a rey de los judíos. Esta pretensión que se le atribuye no era más que la versión secularizada de su praxis mesiánica, el eco falseado de toda su vida.

Aunque llegásemos al resultado cierto de que Jesús no recurrió a la palabra Amesías@ para designarse a sí mismo y para calificar su misión, nada cambiaría en la realidad de los hechos: ¡él actuó como mesías!

c) Un mesías reticente

Causa extrañeza que el término mesías se usa rara y precariamente en los evangelios y nunca en boca de Jesús. Además de este silencio observado por Jesús, se da el silencio que él mismo impone a los demás (secreto mesiánico).

En la confesión de Pedro en Cesarea hay algo enigmático: Jesús, aunque no rechaza el reconocimiento mesiánico hecho por Pedro y los suyos, se apresura a trasladarlo a un ámbito de interpretación claramente no judaico, el de la mesianidad de la cruz (Mc 8,29-33 par).

La respuesta de Jesús ante el sanedrín (Mc 14,61) es afirmativa, pero Jesús se apresura a asegurar la recta comprensión de su mesianidad transfiriéndola a la visión escatológica del hijo del hombre.

La narración evangélica parece respetar el desenvolvimiento real de los hechos, cuando habla de mesianidad alternando afirmaciones y reservas, confesiones e incomprensiones. La mesianidad que Jesús había hecho suya desde el inicio de su vida pública (bautismo y tentaciones) estaba destinada a permanecer incomprendida y a ser finalmente rechazada por un ambiente social que esperaba ardientemente otro estilo de mesías. La mesianidad de la cruz era sólo de Jesús.

8. - La mesianidad entre fe e historia

Fijémonos un momento en la convicción que se afirmará absoluta y unánime con la extraordinaria experiencia pascual: Jesús de Nazaret es el mesías que Dios ha resucitado de la muerte. Este es un dato fundamental de los discursos kerigmáticos de los Hechos (cf Hech 2,36); y posteriormente en todo el NT resuena esta persuasión: ¡La fe cristiana es fe en Jesús, mesías de Dios!

Cuando el cristianismo se difundió en el mundo grecoparlante, también el nombre de mesías fue traducido por el término griego el Cristo, que permaneció luego en todas las lenguas. Muy pronto el término perderá el artículo el que lo determinaba, uniéndose inmediatamente Cristo al nombre histórico Jesús, como una especie de nombre que se una a un apellido: Jesucristo.

De tal modo nos hemos acostumbrado a esta fórmula unificada, que ya no se percibe el grandioso significado pascual que en ella resuena. Para hacerlo emerger de nuevo, hoy es preciso volver al arameo, recuperando el artículo primitivo: Jesús es el mesías.

La dignidad mesiánica es, pues, el centro esencial constitutivo de la fe cristiana, la fuente de donde manan los restantes elementos cristológicos: hijo de Dios, señor, salvador, mediador, etc.

La razón fundamental de la que dispone la comunidad pascual para establecer la identidad entre el Jesús crucificado y el Cristo-Mesías es precisamente el acontecimiento de la resurrección. Al resucitarlo de la muerte, Dios ha proclamado al mundo que Jesús es el mesías de la salvación divina. Aquella mesianidad que parecía haber sido desmentida definitivamente por la muerte en cruz quedaba, por el contrario, reivindicada, proclamada y constituida por la intervención divina de la pascua.

Pero, llegados aquí, planteemos de nuevo el problema: ¿en qué relación se encuentra esta fe postpascual con la historia prepascual?

Si Jesús no hubiese tenido conciencia de ser mesías y no hubiese actuado de alguna manera en ese sentido, habría que decir que entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe no existe un verdadero lazo de unión. Entre fe de la Iglesia e historia de Jesús no existiría continuidad, sino un abismo imposible de llenar. Anunciando a Jesús como Mesías de Dios, la Iglesia en realidad no anunciaría ya a Jesús de Nazaret tal como él fue realmente, sino que acabaría anunciándose a sí misma, es decir, proclamaría una fe que procedería exclusivamente de su creatividad. El Jesús terreno quedaría reducido a un puro pretexto ocasional, al que ahora se atribuiría lo que en realidad no tuvo nada que ver con él.

Si la unión entre fe cristiana y el Jesús terreno no rompiese precisamente en lo que es esencial (la mesianidad salvífica), de poco nos serviría que fe e historia permaneciesen compactamente unidas en las cosas secundarias: (la fe cristiana en su conjunto no descansaría sobre la historia de Jesús!

Si, en cambio, la crítica histórica defiende hoy que es sustancialmente posible remontarse, por detrás de la fe pascual, al Jesús prepascual, esto debe valer sobre todo en la cuestión de la mesianidad. Por motivos históricos, además de teológicos, es no sólo posible, sino obligatorio hacer que la fe en la mesianidad se remonte a Jesús mismo, y ver en él al verdadero responsable directo de aquella atribución.

9. - El mesías siervo

A partir de lo que ya conocemos acerca de la predicación del Reino, podemos comprender por qué Jesús no se sintió inclinado a adornarse con aquella gloriosa librea (vestido) real que había sido confeccionada para el mesías de la descendencia davídica. El prefería los vestidos del pobre, proclamado dichoso por él mismo en el sermón del monte y a quien se reservaba el Reino de Dios.

Su autoridad mesiánica era la antítesis de aquella con que los reyes gobiernan las naciones, y prefería realizarla como autoridad del que sirve (Lc 22,24-27). Si el Reino era la magnífica cercanía de Dios a los pobres y a los pecadores, el Mesías del Reino ejercería sus poderes regalando la misericordiosa gracia salvadora del Padre.

Las tentaciones tienen un significado mesiánico: Satanás intenta hacerle asumir los distintos mesianismos de la opinión pública que preveían abundancia material, prestigio espectacular y realeza política. Jesús, rechazando esto, elige la voluntad divina que se encuentra expresada en las Escrituras y que le pedía un mesianismo totalmente distinto: un siervo que se solidariza con la humanidad necesitada de conversión.

Israel esperaba al mesías por el camino de las grandezas humanas, y sufriría una gran desilusión y desconcierto al no encontrar a Jesús de Nazaret por ese camino.

Quizá se pueda hablar de equívoco mesiánico, pero sería preferible hablar de escándalo y necedad, la inherente al camino de la cruz; de contradicción con las ambiciones humanas, que se oponen a la instauración del Reino a través del amor o el perdón. ¡Oh necios y duros de corazón para creer las palabras de los profetas!, ¿no era necesario que el mesías soportase estos sufrimientos para entrar en su gloria? (Lc 24,25ss).

10. - El hijo del hombre

No queriendo servirse del título de mesías ni de los otros títulos de la tradición real para designar el misterio de su mesianidad, Jesús parece haber encontrado en hijo del hombre una expresión alternativa por la que no se consideraba perjudicado.

Puesto que este título pide que el discurso sea en tercera persona más bien que en primera, le permitirá hablar de sí de modo indirecto, con un notable efecto de modestia y, al mismo tiempo, de majestad. No hay lector del evangelio que no quede impresionado por la solemnidad hierática que el nombre despide, además de por la frecuencia con que es usado (más de 80 veces).

No se puede decir que, en tiempo de Jesús, fuese considerado un título propiamente mesiánico; estaba escasamente difundido y, en todo caso, no politizado. Si a Jesús le puede parecer providencial, esto se debe no tanto a su practicabilidad cuanto al rico contenido que condensaba y que intentaremos explicitar.

Notemos, en primer lugar, su singular uso en el NT: sólo se encuentra usado en los evangelios (salvo rarísimas excepciones); y en los evangelios se encuentra siempre en boca de Jesús. Esto es indicio de autenticidad histórica. La iglesia apostólica no volvió a servirse de ese título para expresar su fe pascual en el misterio de Jesús.

Hijo del hombre es en su origen un circunloquio típico de la lengua aramea y significa simplemente hombre (el individuo, la colectividad humana, la condición del ser humano). Pero a partir de la gloriosa escena del profeta Daniel (7,13ss) asume un significado de particular solemnidad: el misterioso personaje, recibido en audiencia real por el Altísimo, recibe de él el dominio escatológico sobre todos aquellos reinos de la tierra que han hostigado y perseguido al pueblo de los santos, y es entronizado en el Reino eterno de Dios como soberano final de la historia.

Jesús se apropia esta expresión, identificándose con la figura escatológica y gloriosa del hijo del hombre: Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria (Mc 13,26). En su respuesta al sanedrín, Jesús se apresurará, por así decirlo, a trasladar su dignidad mesiánica del término equívoco de mesías al escatológico de hijo del hombre, consiguiendo así identificar el uno con el otro y proporcionarnos la adecuada comprensión que él tenía de su mesianidad.

Pero el examen de los contextos en que Jesús se autodesigna como hijo del hombre nos manifiesta otro aspecto de esta denominación: su precaria condición terrena, su humilde ministerio de perdonar los pecados, y, sobre todo, su destino a la pasión inminente (Mc 8,31; 9,31; 10,33; etc.). Tal como Jesús lo usó hijo de hombre parece, pues, recoger y unificar los aspectos más diversos y complejos de su existencia, que se mueve entre pobreza y grandeza, pasión y gloria, persecución y victoria: en una palabra, entre la cruz del presente y la gloria del futuro.

Es imposible escapar a la impresión de que el único nombre mesiánico que él se dio quiere condensar el rostro del Siervo sufriente de Dios, llamado a servir dando su vida en beneficio de todos (Mc 1o,45), y el de Mesías-Rey, destinado a recapitular todo bajo su soberanía. Se trata, en el fondo, del esquema sapiencial, omnipresente en los dos testamentos, del justo sufriente que será exaltado por Dios; el mismo esquema que subyace a la bienaventuranza fundamental de Jesús: dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios. En este Reino que Jesús había hecho objeto de su gozoso anuncio él se sentía, de modo indivisible, siervo humilde y mesías soberano: el Hijo del hombre.