TEMA V
EL REINO DE DIOS ESTÁ CERCA

 

Nuestro acceso a Jesús no es directo ni inmediato. Porque Jesús no se presenta a sí mismo directamente, sino a través de lo que hace y promete. El centro no está en él, el centro está en el Reino. Jesús se oculta, por así decirlo, tras la causa del Reino de Dios. Hablando del Reino, Jesús habla de sí mismo. La persona se revela en su causa.

1.- La causa de Jesús

La predicación del Reino de Dios es el núcleo fundamental del mensaje de Jesús de Nazaret, centro y marco de su predicación y actividad, la explicación de su éxito popular y de las complicaciones religiosas y políticas que motivaron su trágico final.

El Reino de Dios es también el horizonte dentro del cual Jesús se comprendió a sí mismo y atribuyó un significado decisivo a su misión en el mundo. Jesús no vivió para sí, ni se anunció a sí mismo; sino que se ocultó, por así decirlo, tras la causa del Reino. El presente y el futuro del hombre son puestos ya definitivamente bajo el poder liberador del amor de Dios: este es el sentido del Reino de Dios, esto es lo que encendió su extraordinaria pasión de profeta.

El Reino no era para Jesús una idea, un mensaje doctrinal que le había sido confiado para que lo predicase; sino que surgía con fuerza a partir de una profunda experiencia personal que, al parecer, hundía sus raíces en treinta años oscuros de vida oculta. Se nos escapa el motivo que le impulsó a salir al público; parece estar en relación con la predicación de Juan Bautista, que había aparecido por entonces en la ribera del Jordán (anunciaba la cercanía del Reino y la urgencia de la conversión).

La palabra de Juan ejerció un fuerte impacto sobre Jesús y le indujo a unirse a aquella multitud necesitada de penitencia que iba a que él la bautizase. Una vez encarcelado Juan, será Jesús quien predique el Reino de Dios. Pero su experiencia prebautismal y bautismal del reinar de Dios había sido tan diversa y tan original el modo de concebir la presencia de Dios en medio de los hombres, que su predicación del Reino difundirá por todas partes el eco de gozo que lo acompaña, un sabor de evangelio que llena de esperanza.

2.- La antigua espera del Reino

La predicación del Reino de Juan y de Jesús se insertaba en aquella milenaria herencia espiritual de fe y esperanza que había sido fuerza secreta de la historia de Israel: fe en que Dios es Señor omnipotente, y esperanza en que su promesa no será retirada jamás.

Israel se sabía propiedad de Dios por la liberación de Egipto y el pacto de la Alianza: su Señor caminaba con él y lo conducía hacia la paz de la tierra prometida. Pero, Israel conoció durísimos fracasos y el hundimiento de sus ambiciones nacionales; experimentó claramente la imposibilidad de alcanzar con sus solas fuerzas una situación estable de libertad y de paz. Sus esperanzas, frecuentemente reestrenadas, eran una y otra vez desmentidas por el acoso de acontecimientos dolorosos. Pero siempre quedaba la promesa de Dios. Los profetas rehacían su esperanza con el anuncio del cambio decisivo de los últimos tiempos, cuando Dios volvería para establecer en el mundo su dominio regio definitivo: Aquel día convocaré a los cojos, reuniré a los desterrados...; de ellos haré una nación fuerte. Y el Señor reinará sobre ellos para siempre (Miq 4,6s).

De los profetas aprendió este pueblo a vivir de futuro, por así decirlo, y a esperar la llegada de aquel Reino en el que los males de la humanidad quedarían aniquilados e instaurada la vida en plenitud.

Es verdad que la esperanza hebrea en el Reino de Dios estuvo frecuentemente ligada a una restauración nacional del reino davídico...

Jesús entra en diálogo con esa vibrante herencia espiritual. Ello explica su éxito popular y, más tarde, su fracaso. Los acontecimientos políticos y el empeoramiento de la situación social y religiosa habían dado un nuevo vigor a la antigua esperanza, difundiendo una convicción general de que el cambio decisivo estaba a las puertas.

3.- Jesús, mensajero del Reino

Es el profeta de Nazaret quien anuncia que el tiempo de la espera había terminado y que Dios había tomado la decisión de actuar la liberación definitiva.

Marcos resume el contenido del evangelio de Jesús de la siguiente manera: El tiempo se ha cumplido, ha llegado el Reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio (Mc 1, 15). Hoy se piensa normalmente que Marcos no transmite con ello un logion (dicho) originario de Jesús, sino que más bien se trata de un sumario del evangelista. Pero está fuera de toda duda que Marcos ofrece en este sumario acertadamente el centro del mensaje de Jesús. Mateo habla de Reino de los cielos en vez de Reino de Dios; cielo no representa más que un circunloquio normal en el judaísmo para ocultar o no decir el nombre de Dios.

El Reino era su gran noticia, y también tema ampliamente ilustrado por el Maestro en las parábolas y en el Sermón del monte. Describía su incomparable riqueza, su crecimiento entre dificultades, sus exigencias... Y, junto a sus palabras, florecía una serie de prodigios presentados como signos del Reino ya presente: Si expulso los demonios por el poder de Dios, es señal de que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Mt 12, 28).

La importancia del tema se percibe simplemente por la frecuencia del término Reino de Dios: 90 veces; y por la cantidad de expresiones verbales puestas en juego al hablar del Reino: recibir en herencia, acoger, dar, poseer, entrar, hacer violencia, etc. Un uso tan extraordinariamente variado y nuevo, sobre todo si se compara con las escasas veces que aparece en la literatura hebrea y en el resto del Nuevo Testamento, revela la originalidad creadora de Jesús.

Al predicar el Reino de Dios ya acontecido, Jesús venía a identificarse con el mensajero de la alegría preanunciado por el Deuteroisaías: Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de alegría que anuncia la paz... (Is 52, 7 s).

Aunque no sea posible establecer con certeza si Jesús empleó los términos evangelio, evangelizar, porque éstos podrían haber sido puestos en sus labios por la Iglesia primitiva, que tenía especial predilección por ellos (particularmente Pablo y Lucas), lo que históricamente puede asegurarse es que Jesús tuvo conciencia de llevar a cumplimiento las esperanzas proféticas referentes a la instauración escatológica del reinado de Dios, ya presente y operante en el hoy de su acción.

En la sinagoga de Nazaret, Jesús lee y se aplica a sí mismo las palabras del Deuteroisaías: El espíritu del Señor está sobre mí..., me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los prisioneros la libertad y a los ciegos la vista... Esta escritura que habéis oído se ha cumplido hoy (Lc 4, 18-21, que contiene Is 61,1 s).

4.- El misterio del Reino

No es fácil para nosotros, a tanta distancia de tiempo y cultura, percibir la extraordinaria grandiosidad y las enormes esperanzas que Jesús condensaba en la imagen de Reino. Jesús era hebreo y se dirigía a hebreos, a los cuales la promesa divina había sido expresada casi siempre en imágenes reales. A nosotros, el anuncio de Jesús nos llega filtrado y debilitado por la cortina del lenguaje bíblico, cuando no incluso caricaturizado por aquella nota peyorativa de despotismo de que se ha cargado a lo largo de la historia humana la palabra reino: (nada más opuesto al reino de Dios!

El sentido originario de Reino de Dios sólo con dificultad nos es accesible hoy. Para nuestra sensibilidad el concepto de señorío guarda correspondencia con el de esclavitud, teniendo para nosotros un sabor expresamente autoritario. Nos hace pensar en una teocracia que oprime la libertad del hombre e impide la autonomía humana. Otra cosa era para la sensibilidad de aquel tiempo. Para el judío el Reino de Dios era la personificación de la esperanza en orden a la realización del ideal de un soberano justo jamás cumplido sobre la tierra. A este propósito hay que decir que para la concepción de los pueblos del antiguo oriente no consiste la justicia primariamente en administrarla de modo imparcial, sino en ayudar y proteger a los desvalidos, débiles y pobres. La llegada del Reino de Dios se aguardaba como liberación de injusto señorío, imponiéndose la justicia de Dios en el mundo. El Reino de Dios era la personificación de la esperanza de salvación. En definitiva, su llegada coincidía con la realización del shalom escatológico, de la paz entre los pueblo, entre los hombres, en el hombre y en todo el cosmos. Por eso, Pablo y Juan entendieron bien la intención de Jesús, hablando, en vez de Reino de Dios, de la justicia de Dios o de la vida. El mensaje de Jesús sobre la llegada del Reino de Dios tiene, pues, que entenderse en el horizonte de la pregunta de la humanidad por la paz, la libertad, la justicia y la vida.

Para entender esta relación entre la esperanza originaria de la humanidad y la promesa de la llegada del Reino de Dios, hay que partir de la concepción común a la Biblia de que el hombre no posee sin más por sí mismo paz, justicia, libertad y vida. La vida está continuamente amenazada, la libertad oprimida y perdida, la justicia pisoteada. Este encontrarse perdido llega tan profundo , que el hombre no puede liberarse por su propia fuerza. Demonios llama la Escritura a este poder que antecede a la libertad de cada uno y de todos, el cual impide al hombre ser libre. La Escritura ve causada por principados y potestades la alienación del hombre. Las concepciones que en concreto dominan sobre esto en la Biblia son en gran parte mitológicas o populares, pero en estas expresiones mitológicas y populares se expresa una originaria experiencia humana, que existe igualmente fuera de la Biblia: la experiencia de que realidades al principio acordes con la creación pueden convertirse en algo enemigo del hombre.

Sólo con este trasfondo se hace totalmente comprensible que se necesita un comienzo nuevo, totalmente indeducible, que únicamente Dios como señor de la vida y de la historia puede dar. Esto nuevo, que hasta ahora no se tuvo, esto inimaginable, inderivable y, sobre todo, no factible, que sólo Dios puede dar y que en definitiva es Dios mismo, eso es lo que se quiere decir con el concepto de Reino de Dios.

Pero existe todavía otro motivo de oscuridad: Jesús no nos dice expresamente qué es el Reino de Dios. Lo único que dice es que está cerca. No se detuvo a definirlo. Sólo le apremiaba que fuese anunciado y creído. No es tentado por la impaciencia de descorrer los velos del misterio para satisfacer la curiosidad humana. También en esto él se aleja de la imaginería fantástica de la apocalíptica. Puede decirse incluso que para Jesús el Reino era sencillamente indescriptible en palabra humanas; prefería dejar a los hechos el papel de revelarlo con su concreción dinámica: los enfermos curados, los oprimidos librados, los pobres preferidos son el signo elocuente del misterio del Reino.

Lo que le llena de admiración es la misericordiosa decisión de Dios de querer reinar en el mundo haciéndose personalmente cargo de las desventuras humanas; es el hecho de que Dios ofrezca gratuitamente el Reino a los que no tienen ningún título social y moral que puedan hacer valer; es el hecho de que el Reino esté ya actuando en el mundo y haya optado por crecer como el trigo en medio de la cizaña (Mt 13,24ss), como el grano de mostaza -la más pequeña de las semillas que acaba convirtiéndose en un gran árbol- (Mc 4, 30-32). Con sus ojos profundos de profeta, Jesús lo ve crecer y desarrollarse con fuerza silenciosa e irresistible. Finalmente, lo que le espolea a predicarlo por todas partes es la voluntad infatigable de hacerlo conocer a todos para que todos lo puedan acoger.

Jesús veía el Reino como misericordioso amor que salva. Por eso tuvo que ser decepcionante para quienes lo esperaban como juicio punitivo (Qumrán y, en parte Juan Bautista), final de todos los pecadores y remuneración de todos los justos. Para Jesús, sin embargo, la proclamación del Reinado de Dios no es una noticia que aterra y amenaza, sino gozoso anuncio (evangelio): de la gracia que redime, recupera y salva incluso a quien, a juicio de los entendidos en las cosas de Dios, no tenía nada que esperar sino su ira punitiva.

Bastante más difundida estaba la expectación nacionalista del Reino (masa del pueblo, fariseos y celotas). Pera ellos el Reino consistía en que Palestina volviese a estar bajo el dominio teocrático de Yahvé, como había estado en la época gloriosa de David; luego a ella se irían sometiendo poco a poco todos los pueblos de la tierra.

Jesús libera al Reino de estos sueños ambiciosos de reconstrucción nacional. Para él el Reino no es un territorio particular sobre el cual Dios ejercerá su soberanía, sino la presencia y reconocimiento del señorío de Dios en la historia, el actuar mismo de Dios, su poder liberador que se pone en acción para salvar a la creación entera. El equívoco proviene de lo abstracto del sustantivo reino frente al dinamismo del verbo ¡Dios reina!, preferido por el Antiguo testamento (el concepto reino de Dios es una formulación abstracta del judaísmo tardío en vez de la fórmula de profesión: Dios es Señor o Dios es rey, con la que se hacía referencia a la intervención final y definitiva de Dios). Jesús anuncia el Reino en este último sentido.

5.- Jesús habla del reino en parábolas

Jesús había dicho: Dichoso aquel que no se escandaliza de mí (Mt 6, 11). Sin duda, él adivinaba ya la presencia del escándalo en el corazón de las gentes y, sobre todo, de los jefes; quizá también en sus mismos discípulos.

Y, teniendo en cuenta las circunstancias, no es que no se hubiera dado pie al escándalo. Un rabbí desconocido de un apartado rincón de Palestina, con un grupillo de discípulos incultos, rodeado de toda clase de gante de mala fama, ¿iba a hacer realidad el cambio del mundo, a traer el Reino de Dios? La dura realidad parecía (y parece) desmentir radicalmente la predicación de Jesús y a Jesús mismo. Así se explica que desde el principio la gente menee desconcertada la cabeza y se lo pregunte con incredulidad. Hasta sus allegados más próximos lo tienen por loco (cf Mc 3, 21).

En esta situación Jesús comienza a hablar del Reino de Dios en parábolas. Con el Reino de Dios ocurre como con un grano de mostaza..., o como con un poco de levadura, que basta para hacer fermentar tres medidas de harina. Lo mayor de todo está oculto y actuando en lo más pequeño. De la misma manera llega el Reino de Dios en lo oculto y hasta mediante el fracaso.

El lector u oyente actual de estas parábolas piensa en un crecimiento orgánico; sin embargo, la idea de un desarrollo natural le era extraña al hombre antiguo. Entre la simiente y el fruto no veía un desarrollo continuo, sino el contraste, reconociendo en ello el milagro de Dios.

De modo que la manera de hablar en parábolas no era una forma meramente externa y casual, un mero medio de visualizar las cosas y un instrumento en orden a una doctrina independiente de ello. Es, sin duda, la forma adaptada, única con que se puede hablar del Reino de Dios y expresar su misterio. En la parábola se expresa como parábola el Reino de Dios. Porque el Reino de Dios es una realidad oculta. Por supuesto que lo es no en el más allá del cielo -como pensaban los apocalípticos-, sino aquí y ahora en una actualidad sumamente diaria, en la que nadie observa lo que ocurre. El misterio del Reino de Dios (Mc 4, 11) no es otra cosa que la oculta irrupción del mismo Reino de Dios en medio de un mundo que no deja entrever nada de ello a los ojos humanos.

6.- Acoger el Reino

La comprensión exacta del Reino de Dios ha sufrido mucho a causa de la interpretación moralista que de él se ha hecho, reduciéndolo a un programa ético que el hombre debe poner por obra. Si así fuese, el Reino sería construido por el hombre , con el simple acuerdo de Dios. Pero Jesús no lo ve así. El Reino es don que viene del Padre de la gracia: No temas pequeño rebaño, pues ha parecido bien a vuestro Padre daros el Reino (Lc 12, 32).

El Reino de Dios es exclusivamente y siempre de Dios. No puede merecerse por esfuerzo religioso-ético, no se puede atraer mediante la lucha política, ni se puede calcular su llegada gracias a especulaciones. No podemos planearlo, organizarlo, hacerlo, construirlo, proyectarlo, ni imaginarlo. El Reino es dado y dejado en herencia. Lo único que podemos hacer es heredarlo. De la manera más clara expresan este hecho las parábolas: a despecho de todas las esperas humanas, oposiciones, cálculos y planificaciones el Reino de Dios es milagro y acción de Dios, su señorío en el sentido propio del término. El Reino no sale adelante por el impulso evolutivo de la historia, ni por iniciativa humana. Es voluntad incondicional de gracia. Sólo puede ser pedido en fe y esperanza.

La llegada del Reino de Dios no tiene, sin embargo, como consecuencia quietismo alguno. Por más que los hombres no podamos construir el Reino de Dios, ni por evolución ni por revolución, el hombre no es condenado a no hacer nada. Se le pide que se convierta y crea (Mc 1, 15 par) como condición indispensable personal (= acabar con las propias seguridades ilusorias y con el pesimismo resignado; disposición a deshacerse de todo con alegría porque se ha encontrado el gran tesoro...).

Para Jesús, pues, la actitud fundamental frente a la oferta del Reino no es la espera, sino el cambio del corazón y la acogida en fe.

7.- Entre el presente y el futuro

¿Cuándo llegará el reino de Dios? En relación a esta cuestión encontramos en Jesús un modo de hablar muy extraño. Mientras en una serie de textos considera el reino como realidad que pertenece completamente al futuro, aunque a veces ese futuro esté muy próximo, en otros lo indica como ya presente en el mundo.

Dejando al margen el problema que desde hace casi un siglo ocupa a la investigación exegética, nos interesa la certeza de que para el profeta de Nazaret tanto el presente como el futuro están ya definitivamente colocados bajo la acción soberana y liberadora de Dios, y que al hombre de todas las épocas se le ofrece la posibilidad de colocarse de parte del Reino.

a) El Reino, realidad futura

Para Jesús, la realización completa del Reino de Dios se tendrá solamente al final de los tiempos. Esta clara persuasión crea en Jesús un clima densamente impregnado de futuro que cualifica el horizonte habitual de sus pensamientos. En el presente, el Reino encuentra resistencia en las múltiples formas de presencia del mal, al lado del cual tiene que coexistir como el trigo con la cizaña en el mismo campo. El reinar de Dios es hoy precario y oculto, pero su dinamismo secreto mira hacia la plenitud futura. Jesús no disimula su admiración por este modo, discreto pero invencible, con que Dios ha decidido comprometer su absoluta soberanía: humildad divina que sabe someterse y vaciarse, paciencia divina que sabe esperar a la decisión de los hombres, pero, sobre todo, amor redentor que quiere crear el nuevo mundo insertándose en el viejo.

Dios no pretende desembarazarse del viejo mundo, como soñaban desdeñosamente los esenios; el amor de Dios es suficientemente misericordioso para insertarse en él con la voluntad de curarlo, y suficientemente omnipotente para recrearlo a partir de su maldad y de su nada. Y Jesús, en las numerosas parábolas con que describe el crecimiento del reino, sabe todo esto y muestra su admiración ante esta inefable destreza divina y esta inédita omnipotencia de amor que se siente capaz de recuperar lo irrecuperable... Y aquí resulta ya evidente que el mensaje del Reino es directamente un mensaje sobre Dios mismo, tal como Jesús lo conocía y experimentaba.

b) El Reino, realidad inminente

A veces el futuro que Jesús entrevé es contemplado como plazo ya inminente (Mc 9, 1; 13, 30), descrito en términos de catástrofe cósmica con el material propio del lenguaje apocalíptico (Mc 13). En ese caso, Jesús haría suya la previsión de un cataclismo general, vivísima en su tiempo. Pero, al respecto, hay que señalar la sobriedad sustancial de su lenguaje y, sobre todo, la posibilidad de que pueda también haber sido sobrecargado en el momento de la redacción de los evangelios. Lo cierto es que Jesús, preguntado expresamente sobre este problema, se niega a fijar una fecha o plazo para las previsiones del Reino; afirma más bien que sólo el Padre sabe esto (Mc 13,32). Por lo cual, mientras remite constantemente a la esperanza de un mundo nuevo que está para nacer, pone de relieve que no ha abandonado el presente.

c) El Reino, realidad presente

Y aquí llega el anuncio inédito de Jesús, jamás oído de labios de ningún profeta anterior a él: ¡El Reino ha comenzado ya! El Reino de Dios no viene de manera espectacular, y nadie dirá: helo aquí o helo ahí; porque el Reino de Dios está en medio de vosotros (Lc 17, 21). Hasta Jesús, se esperaba generalmente que un acontecimiento extraordinario diese al traste por sorpresa con la situación presente, comenzando por la política, para dar inicio al Reino. Para Jesús, el Reino no está inmóvil en el fondo de la historia, sino que avanza en el horizonte del presente, se entremezcla con él y lo determina con su fuerza benéfica y liberadora. El futuro del Reino ya nos ha salido al paso y se ha puesto a crear lo nuevo recreando lo viejo. Su venida no está señalada por acontecimientos clamorosos, sino que actúa y avanza silenciosamente, sin que la atención humana pueda captar y determinar el momento de su entrada.

8.- Jesús, inicio del Reino

¿Qué punto de referencia pudo tener Jesús o en qué acontecimiento más o menos reciente pudo entrever la gran decisión salvífica de Dios para afirmar que el Reino ya había comenzado?

No hay lugar a dudas: él mismo es aquel acontecimiento contemporáneo que en la larga historia de la expectación del Reino constituye la hora decisiva. Jesús se muestra profundamente consciente de que el Reino se ha hecho tangible mediante su aparición en público: La ley y los profetas (es decir, el tiempo de la promesa) llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia ya el Reino de Dios (Lc 16,16).

Él no se considera un mensajero entre otros muchos, un simple profeta encargado de transmitir el mensaje divino como desde fuera; en los relatos evangélicos, la conciencia del hombre Jesús se caracteriza por la convicción de estar personalmente implicado en la realización del Reino de manera única y decisiva, constituyendo el mismo el inicio anticipado de la salvación escatológica. Jesús no teoriza sobre el Reino, lo ve concretamente operante en su misma predicación a los pobres, en el perdón a los pecadores, en su actividad liberadora.

Después de pascua, la Iglesia apostólica, siguiendo el ejemplo de Jesús, continuará anunciando el Reino de Dios; pero, modificando la expresión tradicional, comenzará a hablar también del Reino de Jesús. La Iglesia tiene la convicción de que el Reino de Dios ya ha llegado en Jesucristo, y que Dios ha concedido a Jesús su misma soberanía divina constituyéndolo Señor y haciéndolo sentar a su derecha. El anuncio del Reino de Dios se ha convertido ahora en anuncio también de que Jesús es Señor (Rom 15,19; Cor 9,12 etc.). Este hecho, de excepcional importancia, no es, en definitiva, una libre innovación de la Iglesia apostólica, sino que constituye la explicación de aquella conciencia que el Jesús prepascual tenía de sí mismo.

9.- El Reino para los pobres

Para comprender cómo Jesús ve realizarse el Reino ya en el presente hay que fijarse en los destinatarios: el aspecto más típico del Reino consiste en que se da para rehabilitación de los pobres.

La Biblia no reserva el término pobre para designar a aquellos que están privados de los medios del sustento, sino que incluye en él todas las formas de desgracia humana: afligidos, perseguidos, oprimidos, esclavos, odiados, cojos, ciegos, enfermos, marginados por causa física o moral... El evangelio les llama también pequeños, que nada cuentan en la sociedad, ni siquiera en la sociedad religiosa. A esta humanidad descalificada destina Jesús, en nombre de Dios, el Reino (Lc 20, 6). A pesar de que este comportamiento -y Jesús era consciente de ello- suscitaba el escándalo indignado de quienes se creían las únicas personas capaces de esperar salvación.

¿Por qué precisamente para los pobres? Porque este es el querer y el actuar del mismo Dios: Dios lo hace así, y eso basta. El amor de Dios es gratuito, y su gratuidad se revela de manera clamorosa precisamente en el hecho de que se dirige allí donde no existe ningún mérito que presentar: ni la fuerza del dinero, ni la del prestigio social, ni la belleza física, ni la bondad moral. El amor de Dios crea de la nada y acude a donde hay un vacío para llenarlo de su plenitud.

10.- El Reino para los pecadores

En la sociedad judía, que tenía como fundamento la observancia de la ley, el grupo más marginado era, sin duda, el constituido por los publicanos y pecadores.

Jesús, al anunciar la llegada del Reino, lo contempla como el momento de las inesperadas posibilidades de salvación ofrecidas por el amor de Dios. Se lanza a recorrer el país para hacerlo saber a todos y se hace comensal de aquella gente reprobada, dando así a entender que Dios los admite al banquete de su Reino.

No nos es fácil, a tanta distancia, percibir el alcance del escándalo provocado por esta praxis del profeta de Nazaret, juzgado como amigo de publicanos y pecadores. Este escándalo resuena por todas partes en el evangelio.

Al conceder la salvación del Reino a los pecadores, Jesús, a juicio de los fariseos, anulaba el orgullo de su difícil observancia de la ley y, lo que es más grave, conmovía en sus fundamentos la absolutización decisiva de la ley misma. Para Jesús los justos (justos según la ley) estaban lejanos de la salvación; en cambio, los pecadores arrepentidos estaban más cerca de Dios.

No es que Jesús intente desconocer, y mucho menos ridiculizar la observancia de la ley, que por lo demás él mismo practica. Es el espíritu respirado por los llamados justos lo que le resulta inaceptable: piensan demasiado bien de sí mismos; fundamentan su confianza en lo que saben que hacen; son orgullosos; no saben comprender y amar a los demás; los excluyen de la salvación; sobre todo, no llegan a entender que la benevolencia de Dios no se compra pagando previamente con las obras buenas.

Por tanto, Jesús excluye que existan justos, y quiere que todos se reconozcan pecadores. A quienes se encuentren en tal condición está abierto el Reino. Pero con esto no minimiza el pecado. Dios elige y ama a los pecadores. (Aquí está lo increíble del amor de Dios!

11.- Reino de Dios y mundo

Las bienaventuranzas del reino no se agotan en una promesa de consolación ultraterrena compensatoria de los sufrimientos presentes. El Reino ha querido entrar de manera bien realista en este mundo, revelándose como liberación...

Durante demasiado tiempo, y con demasiada frecuencia, la conciencia cristiana ha imaginado el Reino más allá del tiempo, en la zona franca de un mundo todo espiritual y divino. Quizá haya sido la expresión reino de los cielos, usada por Mateo, la que ha desorientado en esa dirección.

Semejante visión dualista que separe y oponga la historia presente y la eternidad futura es desconocida en la Biblia. La acción divina del Reino tiende precisamente a colocarse como levadura en medio de la masa para hacer que fermente y a ejercer sobre la comunidad humana inmersa en la historia un influjo regenerador de lo viejo y plasmador de lo nuevo. En el proyecto del Reino encuentra su lugar la decisión divina de liberar efectivamente a todos los oprimidos...

Por tanto, el mensaje del Reino viene a incidir directamente en lo más vivo de la historia. Los bienaventurados no son aquellos que destacan por la fuerza del dinero, del prestigio social o de la cultura, sino los pobres, los perseguidos, los mansos. El mensaje del Reino muestra aquí toda la carga de novedad frente al viejo mundo que siempre ha idolatrado la riqueza y el poder. Indica al mundo la alternativa radical para colocarse de nuevo en el camino de su verdadera liberación, al abrirse al camino del amor fraterno, a la justicia y a la paz universal.

La conversión, a la que urge el Reino, partiendo de la raíz más profunda del corazón, debe llegar a las viejas estructuras sociales hasta transformarlas.

12.- Jesús, el pobre del Reino

No podemos negar cierto significado autobiográfico de las bienaventuranzas. Sin pretenderlo, Jesús acaba hablándonos de sí mismo y desvelándonos los rasgos característicos de su interioridad. Ante todo, él es el pobre del Reino, el afligido, el manso, el misericordioso, el artífice de la paz, el perseguido por causa de la justicia, el pequeño a quien el Padre ha revelado el misterio del Reino, el puro de corazón que ve a Dios transparentemente incluso en el corazón desfigurado del pecador.

La suya fue una pobreza real. Sin poseer ni siquiera el título de simple escriba, fue enviado a anunciar las grandezas de Dios. Pero esta situación objetiva de pobreza él la interioriza como un alto valor espiritual, transformándola en total abandono en manos del Dios que salva, en confianza sin límites en el amor del Padre que es para él la suprema y verdadera riqueza.

Su pobreza es llevada al límite extremo cuando él hace su opción de solidarizarse con los pobres más pobres, que son los pecadores. Como uno de ellos, acoge la invitación del Bautista a la conversión y se deja bautizar; asume la tentación humana; muere considerado públicamente maldito de Dios y experimentando la desoladora ausencia del Padre.

Las bienaventuranzas del Reino no fueron para él un ingenuo canto bucólico. El programa enormemente radical que ellas contienen le hizo renunciar a todo, para poder ser de todos y para concretizar en su persona el modelo de hombre nuevo creado por la fuerza divina del Reino. Su vida y su muerte fueron una profunda súplica por la única realidad en que creyó: ¡Venga tu Reino! Y Dios escuchó de modo incomparable su oración cuando, resucitándolo de la muerte, anticipó, para él y para nosotros, la llegada final del Reino.

13.- Los signos del Reino

Si expulso los demonios con el poder de Dios, esto significa que el Reino ha llegado a vosotros (Lc 11, 20). El Reino de Dios está ya abriendo brecha en el reino del demonio, de la enfermedad y de la muerte. Jesús no sólo habló, sino que también obró. Si se quiere hablar de Jesús, es imposible no hablar de sus milagros.

El Nuevo Testamento habla de signos. Signos de la presencia del Reino y del valor salvífico de la persona de Jesús; signos de lo humanamente irrealizable que Dios ha comenzado a introducir en el mundo; signos de la esperanza en la liberación total... Y como tales signos, no son elocuentes sino para la fe y para quienes quieran abrirse a ella. Sin esta disponibilidad ante Dios, los milagros serán ciertamente verdaderos en su factualidad empírica, pero permanecerán ambiguos.

Algo decisivo en la consideración de los milagros del evangelio: están indisolublemente unidos al mensaje de Jesús y a su propia persona. Del uno y de la otra quieren ser expresión concreta de especial densidad. El más grande milagro del evangelio es la persona de Jesús. (Sobre los milagros, ver apéndice del tema V).