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para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

TOMÁS MORO

 

UTOPÍA

 

 

LA MEJOR FORMA DE COMUNIDAD POLÍTICA Y LA NUEVA ISLA DE UTOPÍA

 

Librito de oro, tan saludable como festivo, compuesto por el muy ilustre

 

TOMÁS MORO

ciudadano y sheriff de la muy noble ciudad de Londres.

 

Documentos introductorios

 

Carta del editor Erasmo al impresor Juan Froben.

Carta de Guillermo Budé a Tomás Lupser.

Sexteto de Anemolio.

Alfabeto de la lengua utopiana.

Carta de Pedro Gilles, coeditor, a J. Busleiden.

Carta de Tomás Moro a Pedro Gilles.

Mapa idealizado de Utopía.

 

  ERASMO DE ROTTERDAM

Saluda a Juan Froben, padre carísimo de su ahijado

  Sabes muy bien que siempre me ha agradado sobre manera todo lo que se refiere a mi amigo Moro.  Sin embargo, la misma amistad que nos une, me obliga a desconfiar un tanto de mi propio juicio.  Por otra parte, veo cómo todos los espíritus cultivados suscriben unánimemente mis palabras.  E incluso, admiran con más ardor el genio divino de este autor.  Y lo hacen movidos no por un mayor afecto, sino por un espíritu crítico más justo.  Todo lo cual me hace aplaudir sin reserva el juicio que he emitido y no dudar en proclamarlo abiertamente.

¡Que no hubieran realizado esas admirables dotes naturales, si un espíritu como el suyo se hubiere formado en Italia, se hubiera consagrado totalmente a las musas, y hubiese podido -lo diré claramente- dejar que sus frutos llegarán a la madurez del otoño! Los epigramas fueron su divertimento cuando todavía era joven, qué digo, cuando casi era un niño.  Al menos en su mayor parte. Jamás salió de Inglaterra, su patria, a excepción de dos veces, cuando, en nombre del rey, desempeñó una misión diplomática en Flandes.  Además de sus deberes de esposo, de sus cuidados domésticos, de las obligaciones impuestas por sus cargos oficiales y la avalancha de causas que instruye, su atención está dominada por los asuntos de Estado, tan numerosos e importantes que uno se maravilla de que encuentre placer en los libros.

Por este motivo te envié sus Epigramas y su Utopía.  Estoy seguro que, si es de tu gusto, la impresión con tus caracteres les dará una calidad que por sí sola será su mejor recomendación al mundo y a la posteridad.

Tal es, en efecto, la reputación de tus talleres que, si se sabe que un libro es de la Casa Froben, consiguen enseguida el favor de los eruditos.

Mis mejores deseos para ti y para tu excelente suegro, para tu mujer tan amable y tus hijos tan dulces y cariñosos.  En cuanto a Erasmo, ese ahijado que nos une, nacido, como quien dice, en el seno de las bellas artes, haz que sea instruido en las mejores letras.

 

Lovaina, 25 de agosto, 1517

 

  GUILLERMO BUDE

Saluda a su amigo inglés, Thomas Lupset

  Querido Lupset:

¿Cómo no estar infinitamente reconocido a ti, el más erudito de todos los jóvenes?  Al enviarme la UTOPÍA de Thomas Moro, has hecho que fije mi atención en una obra de lectura sumamente agradable, y que, al mismo tiempo, no dudo será provechosa.

Hace ya tiempo, y correspondiendo a un vivo deseo mío, me enviaste los seis libros titulados El Arte de conservar la salud, de Thomas Linacre, -Este médico, que domina a la perfección el griego y el latín, no ha mucho tradujo al latín algunas obras de Galeno.  Y lo ha hecho con tal fidelidad que, si todas las obras de este autor -que, a mi juicio, constituyen un compendio de la medicina- se tradujeran al latín, creo que la escuela de los médicos no tendría necesidad de conocer el griego.  He hojeado con avidez el manuscrito de Linacre y te estoy sumamente agradecido por habérmelo prestado el tiempo suficiente como para sacar de él gran provecho.  Pero me prometo un mayor favor todavía de la edición impresa que preparas actualmente en los talleres de esta nuestra ciudad.

Sólo por este título ya me creía lo suficientemente obligado.  Pero hay más.  Como apéndice a tu anterior generosidad me das ahora la famosa Utopía de Moro, ese espíritu tan singular y penetrante, ese hombre de carácter tan afable, y sabio tan consumado en el gusto por las cosas humanas.

Mientras recorría el campo, entregado a mis negocios o dando órdenes a mis criados, no he dejado de las manos este libro. (Sabes, en parte por ti mismo y en parte por haber llegado a tus oídos, que desde hace dos años me vengo dedicando intensamente a mi labranza).  Pues bien, tan impresionado quedé por su lectura, por el conocimiento y análisis de las costumbres e instituciones de los utopianos, que comencé a descuidar mis intereses familiares estando en un tris de abandonarlos.  Toda la ciencia económica y sus aplicaciones me parecían puras naderías.  Y si he de decirte toda la verdad, lo mismo me parecía incluso el afán de acumular sus beneficios.  Nadie, sin embargo, deja de ver que todos los humanos están aguijoneados por este afán, como si tuvieran dentro un tábano.  Estuve a punto de decir -y nadie lo negará que la ciencia y la praxis del derecho no tiene más que este fin: excitar a unos contra otros con una habilidad movida por la envidia y provocar a aquellos que están unidos por los lazos de la convivencia y a veces también por los de la sangre.  Todos parecen estar en connivencia -parte con las leyes, parte con los juristas- para robar y apropiarse lo ajeno, para arrebatar, sonsacar, roer, usurpar, estrujar, esquilmar, chupar, chantajear, raptar, saquear, escamotear, estafar, engañar, y ocultar.  Estos procedimientos han venido a ser tanto más comunes cuanto más se ha invocado la autoridad de eso que se llama derecho, tanto civil como pontificio.  Nadie deja de ver que tales procedimientos y principios han contribuido a reforzar la idea de que los hombres hábiles en «cauciones» o mejor en «captaciones», los buitres al acecho de ciudadanos ingenuos, habilísimos muñidores de fórmulas hechas y de redes de incautos, los fautores de procesos y los consejeros de un derecho controvertido, pervertido e invertido, son considerados como los pontífices de la justicia y de la equidad.  Sólo ellos son dignos de formular un juicio sobre lo que es justo y bueno.  Y lo que es más absurdo todavía, de determinar con autoridad y poder públicos lo que cada uno puede o no poseer, y en qué medida y por cuánto tiempo.  Y todo ello, a juicio de un sentido común víctima de alucinaciones.  Pues la mayoría de nosotros, cegados por las legañas espesas de la ignorancia, juzgamos que nuestra causa es tanto más justa cuanto mejor corresponde a los deseos de la ley y se apoya en ella.

Si quisiéramos medir los derechos según la regla de la verdad y las exigencias de la simplicidad evangélica, nadie sería tan estúpido ni tan insensato que no viera esto: hoy día, y, desde hace mucho tiempo, el derecho y la legalidad en las decisiones pontificias, en las leyes civiles y en los decretos reales se aparta tanto de los principios de Cristo, creador de las cosas humanas, como las costumbres de sus discípulos se apartan de las sentencias y decretos de los que cifran su felicidad y el bien supremo en los tesoros acumulados por Creso y Midas.

Tan es así, que, si quisiéramos, hoy día, definir la justicia -los antiguos autores se complacían en definirla como la virtud que atribuye a cada uno su derecho-, no la encontraríamos en ninguna parte de la vía pública. 0 tendríamos que admitir que es -si así puedo llamarla- una especie de distribuidora de raciones.  Para ello no tienes más que ver las costumbres de los que están en el poder. 0 las disposiciones mutuas de los habitantes de una misma ciudad o de un mismo país.

A no ser que estas personas pretendan que este derecho nace de una justicia fundamental, tan antigua como el mundo, y que llaman derecho natural.  Una justicia, según la cual, cuanto más fuerte es un hombre, más derecho tiene a poseer. ¡Y cuanto más posee, más derecho tiene a estar por encima de sus conciudadanos!  Vemos ya, en efecto, que en el Derecho de gentes se reconoce a individuos incapaces de prestar un servicio a sus conciudadanos y compatriotas en el ejercicio de una profesión digna.  Pues se les considera hábiles e indispensables para mantener la trama de las obligaciones y la red de contratos que sostienen el patrimonio de los propietarios.  Mientras tanto, el pueblo ignorante y los que se dedican al cultivo de las letras alejados del foro, bien sea por sus gustos o llevados por amor a la verdad, consideran a éstos unas veces como nudos gordianos y otras como vulgares charlatanes.  Estos individuos, repito, perciben los tributos de miles de sus conciudadanos, y con frecuencia los de ciudades enteras e incluso mayores.  Pues bien, estos individuos, por decirlo de alguna manera, son llamados unas veces ricos, otras gente honrada y otras hombres de negocios con talento.

Y, no sólo esto, en épocas y en pueblos en que las leyes y las costumbres han establecido que un hombre tiene tanto más crédito y autoridad cuanto más patrimonio ha acumulado, su heredero goza de los mismos favores.  Y el proceso de acumulación crece más a medida que los hijos y luego los nietos y los bisnietos rivalizan entre sí por hacer suyo con brillantes adquisiciones el patrimonio recibido de sus mayores.  En otras palabras, a medida que alejan más y más a los vecinos, los allegados, los parientes y consanguíneos.

Pero Cristo, creador y dispensador de todo bien, después de haber legado a sus seguidores una comunidad pitagórica y la caridad, nos dejó un ejemplo espléndido- la pena de muerte a Ananías, culpable de haber infringido la «ley de comunión» o de la amistad.  Al instituir esta ley, Cristo abrogó, sin duda, al menos entre los suyos, todos los volúmenes de argucias de nuestro Derecho civil y canónico.  Ese Derecho que es considerado hoy como la ciudadela de la sabiduría y regulador de nuestros destinos.

No sucede afortunadamente lo mismo en la isla de Utopía -llamada también Udepotía-, si es que damos crédito a lo que se nos cuenta.  La isla está imbuida de los principios y normas cristianos y de la auténtica y verdadera sabiduría tanto en la vida pública como en la privada.  Hasta el día de hoy ha preservado esta sabiduría en toda su integridad, pues mantiene por medio de una constante y dura batalla, los tres principios divinos siguientes: La igualdad de los bienes y de los males entre los ciudadanos. 0 si se prefiere: la ciudadanía completa de todas las clases.  El amor constante y tenaz de la paz y de la tranquilidad. Finalmente, el desprecio del oro y de la plata.  Como se ve, tres antídotos contra todos los fraudes, las impostoras, los embustes, engaños y maquinaciones.

¡Ah, si los cielos -haciendo honor a su nombre- hubieran fijado con los clavos de una convicción sólida estos tres principios de la legislación utopiana en el espíritu de todos los mortales!  Entonces habrían caído por tierra impotentes el orgullo, la avaricia y la envidia insensata.  Y en pos de ellos las demás flechas mortíferas del adversario infernal.  Y la inmensa turba de libros de Derecho, que acapara hasta el ataúd la atención de tantos espíritus inteligentes y sólidos, seria devorada por la carcoma o estaría destinada a servir como papel de envolver en las tiendas.

Decidme, ¡por los dioses inmortales! ¿Cuál pudo ser la santidad de los utopianos para que pudieran merecer esa dicha de origen divino? ¿Qué hizo para no ver jamás ni la avaricia ni el ansia desmedida de las cosas? ¿Cómo pudo forzar la entrada en esa isla afortunada o introducirse furtivamente -para burlarse de la justicia y del sentido del honor y a fuerza de desvergüenza e insolencia echarlos fuera? ¡Si el Dios altísimo y bondadoso tuviera a bien conceder esto mismo a las regiones que a su nombre añaden un adjetivo derivado de su santo nombre y al que están consagradas.  Entonces, ciertamente, la avaricia y la rapacidad que envilece y degrada a tantos espíritus -sin ella tan nobles y excelentes- desaparecería para siempre y volvería la Edad de Oro, la edad de Saturno.

Hay el peligro, sin embargo, de pensar que Aratos y los poetas se equivocaron al situar en el Zodiaco el lugar de refugio de la justicia al abandonar la tierra.  Ha de estar en la isla de Utopía -si hemos de creer las palabras de Hitlodeo- y que no ha llegado todavía al cielo.  Por lo que a mí respecta, mis estudios me han permitido descubrir que Utopía se encuentra situada fuera de los límites del mundo conocido.  Es sin duda, una de las Islas afortunadas, muy cerca, quizás, de los campos Elíseos. (El mismo Hitlodeo -según confiesa Moro- no dio a conocer su posición ni sus fronteras precisas).  Está dividida en múltiples ciudades, si bien todas ellas están animadas de un mismo espíritu y forman una única ciudad, llamada Hagnópolis.  Esta se asienta sobre sus costumbres y sus bienes.  Es feliz en su inocencia e, incluso, de alguna manera, en su vida celeste.  Aunque está situada bajo el cielo, no por ello se encuentra menos alejada de las bajezas del mundo conocido.  Un mundo que camina al precipicio entre el ajetreo y el afán tan febril y violento como vano e inútil de los humanos, origen de todos los desórdenes.

A Tomás Moro, en efecto, debemos esta isla.  Ha sido él quien ha propuesto a nuestro tiempo el ejemplo de una vida feliz con la invitación a vivirla.  El mismo atribuye su descubrimiento a Hitlodeo, fuente principal de su relato.  Hemos de suponer que este último es el arquitecto de la Ciudad de los Utopianos, y el iniciador de sus costumbres e instituciones.  Es decir que fue allí para tener pruebas de que existe entre ellos esa vida feliz y transmitirla a nosotros.  Pero a Moro se debe el haber dado a la isla y a sus instituciones el lustre de su estilo y elocuencia.  Él aplicó a la ciudad de los hagnopolitanos, la regla y la plomada para darle el acabado.  Ha sido él quien ha añadido todos los elementos que dan a una obra grandiosa su esplendor y su belleza, sin olvidar, claro está, el prestigio, aun cuando en su ejecución no haya reivindicado para sí mismo más que el papel de cantero.

Tenía escrúpulo, en efecto, de arrogarse en esta obra el papel principal.  Y ello para que Hitlodeo no se quejara, con justicia, de que Moro se hubiera apoderado y deflorado prematuramente su gloria, caso de ocurrírsele alguna vez escribir sus aventuras. Temía, naturalmente, que -Hitlodeo -que se había decidido a permanecer en la isla de Utopía- reapareciera un día en persona y quedara descontento y avergonzado por una indelicadeza que, a la postre, no te proporcionaba a él más que una gloria despojada de su flor, caso de descubrirse. ¡Así piensan los hombres honestos y sabios!

El testimonio de Pedro Gilles, de Amberes, me ha hecho confiar plenamente en Moro, persona ya de por sí grave y que goza de una gran autoridad.  Y aunque no conozco a Gilles en persona -de momento paso por alto la recomendación que le hacen su ciencia y su personalidad- le amo por la amistad que le ha jurado Erasmo.  Ese hombre ilustre, benemérito de las letras tanto sagradas como profanas, y con quien hace mucho tiempo formé una asociación de amigos, consagrada por una correspondencia recíproca.

Mis mejores deseos para ti, queridísimo Lupset.  Haz también llegar, y hazlo pronto, mis saludos -sea de viva voz sea por medio de una carta- a Linacre, lumbrera británica en todo lo que se refiere a las bellas artes.  Yo espero que será tanto tuya como mía.  Es, en efecto, una de esas raras personas con cuya aprobación me gustaría contar, si la pudiera merecer.  Pues durante su estancia entre nosotros se ganó totalmente mi estima y la de Juan Ruelle, mi amigo y compañero de estudios.  Lo que más admito en él son sus conocimientos superiores y su método de trabajo riguroso, cualidades que querría imitar.

Quisiera también que presentaras a Moro mis fervientes saludos -sea por carta o, como ya dije, de viva voz-.  Su nombre ya ha sido registrado en el más sagrado libro de Minerva con mi pensamiento y mis palabras.  Y su isla de Utopía, en el Nuevo Mundo, es para mi objeto de afecto y veneración soberanos. Nuestro tiempo y los tiempos venideros encontrarán en su historia un semillero de hermosas y útiles instituciones.  De ella cada uno sacará costumbres y usos que podrá importar y adaptar a su propia ciudad.

Con mis mejores deseos.

 

París, 31 de julio 1517

 

Sexteto de Anemolio, poeta laureado, sobrino de Hitlodeo, por parte de su hermana.  

Me llamaron los antiguos,

por insólita, Utopía.

Competidora de aquella

ciudad que Platón pensara

y vencedora quizá,

pues lo que en ella tan sólo

en las letras se esbozara,

superélo yo con creces

en personas y en recursos

y al dictar mejores leyes.

Siendo así que deberían,

en justicia, desde ahora,

darme el nombre de Eutopía.

 


ALFABETO DE LOS UTOPIANOS

 

CUARTETO EN LENGUA VERNÁCULA DE LOS UTOPIANOS

 

TRADUCCIÓN LITERAL DE ESTE POEMA

 

No siendo ínsula, ínsula me hizo

Utopus, el que fuera mi caudillo. 

Y de todas las tierras separada,

inicié mi andadura sin doctrinas,

mas al fin conseguí dar a los hombres

la ciudad filosófica anhelada. 

Complaciente reparto yo mis dones,

y, humilde, sé aceptar de buena gana

los ajenos que estimo superiores.

 


PEDRO GILLES

de Amberes, saluda al muy ilustre maestro Jerónimo Busleiden,

Presbote de Aire y consejero del Rey católico, Carlos:

 

Muy honorable Busleiden: En días pasados recibí de Tomás Moro, a quien ya conoces -y gloria eximia de nuestro tiempo, como tú puedes testificar- la Isla de Utopía.  Es todavía poco conocida pero merecería serlo tanto y más que la República de Platón.  Moro la presenta, describe y ofrece a nuestras miradas con tal elocuencia que, a cada lectura, me parece varia un poco mejor que cuando, junto con el mismo Moro, oía resonar en mis oídos las palabras de Rafael Hitlodeo.

He de confesar que este último estaba dotado de rara elocuencia.  Al exponer su narración, mostraba a las claras que no refería hechos de oídas sino tomados de la realidad, como sucedidos ante sus ojos, puesto que se había visto envuelto en ellos durante mucho tiempo.  A mi juicio, su conocimiento de pueblos, de hombres y de cosas le hace superior al mismo Ulises.  Pienso, en efecto, que en estos últimos ochocientos años ninguna parte del mundo ha visto nacer a nadie semejante.  Comparado con él, Vespucci no parece haya visto gran cosa.  Por otra parte, si bien es cierto que contamos mejor lo que vivimos que lo que oímos, nuestro hombre poseía el don particular de los detalles.

Sin embargo, cuando aparecen ante mi vista las escenas pintadas por el pincel de Moro, quedo tan emocionado que me parece estar, realmente, en Utopía.  Me inclinaría a creer, que el mismo Rafael vio menos cosas en esta isla, durante los cinco años pasados en ella, que las que nos hace ver la descripción de Moro.  No sé, en efecto, qué admirar más entre tantas maravillas: si la memoria más fiel y feliz, que ha sido capaz de repetir palabra a palabra multitud de observaciones solamente de oídas, o la sagacidad con que ha sabido descubrir las fuentes, ignoradas del vulgo, de donde nacen todos los males que aquejan a la comunidad política, o de donde podrían surgir todos los bienes. 0 la fuerza expresiva del lenguaje que, en un latín tan puro y con expresiones tan fuertes, da cohesión a tantas cosas.  Y ello teniendo en cuenta que Moro es un hombre disperso en todos los sentidos, tanto por los asuntos públicos como por los cuidados domésticos.

Pero, sapientísimo Busleiden, ¿pueden extrañar todos estos que por una amistad continuada y casi familiar, conoces profundamente las dotes sobrehumanas y casi divinas de este hombre?  Nada, en efecto, puedo añadir a lo escrito por él.  Solamente he añadido un cuarteto en la lengua vernáculo de los utopianos.  Este poema me lo mostró Hitlodeo, después de partir Moro.  Le he antepuesto el alfabeto de este pueblo.  Por lo demás, he añadido, también, unas pequeñas anotaciones en los márgenes.

En cuanto a la situación de la isla, que tanto preocupa a Moro, no se le olvidó a Rafael.  Hay que reconocer, sin embargo, que sólo lo hizo de pasada e incidentalmente, como si reservara este tema para otro lugar.  Un desgraciado accidente, pudo privarnos a ambos de este detalle.  En efecto, cuando Rafael se disponía a hablar de él, se le acercó uno de sus criados para decirle no sé qué al oído.  Y, en cuanto a mí, que era todo oídos para escuchar, alguno de los asistentes, que sin duda se había resfriado en un viaje por mar, tosió tan fuerte que me impidió percibir algunas palabras del que hablaba.  No he de parar, sin embargo, hasta conseguir una información completa sobre este punto.  Ello me permitirá transmitimos con la mayor precisión, no sólo la situación de su isla, sino su altura con relación al polo. ¡Contando naturalmente, que nuestro Hitlodeo esté sano y salvo!

Varios son, en efecto, los rumores que circulan al respecto.  Unos afirman que desapareció en ruta.  Otros que volvió felizmente a su patria.  Otros, finalmente, sospechan que volvió otra vez a la isla, en parte porque no soportaba el estilo de vida de los suyos.  Y en parte porque le atormentaba el deseo de volver a ver Utopía.

En cuanto a la objeción de que esta isla no se encuentra en ningún cosmógrafo, ya el mismo Hitlodeo dio buena cuenta de ella.  Es muy posible que, según él, haya cambiado el nombre desde entonces. 0 bien, que esta isla haya escapado a su atención, de la misma manera que hoy día aparecen nuevas tierras, no conocidas de los antiguos geógrafos.  Pero, ¿a qué conduce cargar con tantas razones de credibilidad de la narración, teniendo como tenernos a Moro por autor?

Por lo demás, alabo y reconozco la modestia del autor ante sus dudas por la publicación del libro.  No me parece digno que esta obra deba estar más tiempo sin imprimir.

Merece que salga y pase a manos de todos los hombres.  Mayormente si es tu mecenazgo el que la recomienda, sea porque las dotes de Moro son particularmente evidentes a tus ojos, o porque nadie es más apto que tú para aportar un juicio severo a los asuntos públicos.  Sabido es que desde muchos años estás entregado a ellos, y que tu prudencia e integridad te han acarreado los mejores elogios.

Mis mejores deseos para el mecenas de los estudios y la gloria de este tiempo.

 

Amberes, 1 de noviembre, 1516

 

TOMAS MORO

saluda a Pedro Gilles:

 

Mi querido Pedro Gilles:

Mucho que me avergüenza enviarte, con el retraso de casi un año, este librito sobre la república utopiana.  Sin duda lo esperabas en el plazo de seis semanas.  Sabías, en efecto, que no me quedaba nada por inventar ni ordenar en esta obra.  Sólo me faltaba redactar lo que tú y yo juntos habíamos oído de labios de Rafael.

No había tampoco razón alguna para pulir el estilo.  Primero, porque era imposible reproducir la palabra de un hombre que repentizaba e improvisaba.  Y después, lo sabéis muy bien, porque su léxico era más bien el de un hombre menos versado en latín que en griego.  Mi única preocupación era y sigue siendo que cuanto más me acercase en el decir a su descuidada naturalidad, más cercano estaría a la verdad.

Confesaré, pues, mi querido Pedro, que después de todos estos preparativos ya no me quedaba casi nada por hacer.  No ignoras que la invención del tema y su disposición son suficientes para ocupar el tiempo y la dedicación de cualquier espíritu brillante e ilustrado.  Si además hubiera de añadir la elegancia al rigor del lenguaje, te confieso que jamás habría rematado mi intento, por mucho tiempo y dedicación que te hubiere consagrado.

Libre ya de estas tensiones que tanto hacen sudar, era mínimo lo que me quedaba.  No tenía, pues, dificultad alguna para escribir con sencillez lo oído.  Y sin embargo, todas las demás cosas parecen conjurarse para no dejarme un momento, ni siquiera un momento cuando trato de acabar este asuntillo.  No hay día que no tenga que defender pleitos o asistir -a ellos.

Unas veces hago de árbitro, otras las resuelvo como juez.  Visito a unos y a otros tanto por compromisos como en función de mi cargo.  Paso casi toda la jornada fuera de casa.  Y el resto lo dedico a los míos, sin que para mí, es decir, para mis aficiones literarias, me quede nada.

Una vez vuelto a casa hay que hablar con la mujer, hacer gracias a los hijos, cambiar impresiones con los criados.  Todo ello forma parte de mi vida, cuando hay que hacerlo, y hay que hacerlo a no ser que quieras ser extraño en tu propia casa.  Hay que entregarse a aquellos que la naturaleza, el destino o uno mismo ha elegido como compañeros.  Y te has de comportar con la mayor amabilidad, atento siempre a no corromperlos por una excesiva familiaridad.  Y, si de criados se trata, evitar que una demasiada indulgencia, los convierta en señores.

Así discurren los días, los meses, los años. ¿Cuándo, pues, escribir?  Y hazte cuenta que no he mencionado el sueño, ni siquiera la comida, que para muchos consume tanto tiempo como el sueño. ¡Y éste roba casi la mitad de la vida!

En cuanto a mí, sólo dispongo del tiempo que hurto al sueño y a la comida.  Y esto, que aunque poco, es algo, ha hecho que terminara al fin Utopía.  Ahí te la envío, mi querido Pedro, para que la leas y me digas si algo se me ha pasado por alto, Pues aunque sobre este punto no desconfío totalmente de mí -ojalá tuviera algún talento y saber, pues memoria no me falta- no llego, sin embargo, a creer que no se me haya podido escapar algo.

Mi paje Juan Clemente me ha dejado muy perplejo. (Sabes, en efecto, que él también asistió a la conversación.  No consiento que esté ausente de una conversación de la que puede sacar algún provecho.  Pues de este tallo de trigo todavía verde en las letras griegas y latinas, me prometo algún día una cosecha extremadamente hermosa.) Creo recordar que Hitlodeo nos dijo que el puente de Amaurota, que atraviesa el río Anhidro, tenía quinientos pasos de largo.  Mi paje Juan pretende que hay que quitar doscientos, pues la anchura del río en este lugar no pasa de los trescientos.  Recuerda este detalle, por favor.  Pues si tú estás de acuerdo con él, yo me plegaré a vosotros y reconoceré haberme equivocado.  Pero si no te acuerdas ya de nada, me atendré a mi primera redacción, que me parece más conforme a lo que yo recuerdo.  Trataré con todas mis fuerzas de evitar que el libro diga algo falso.  Por tanto, caso de dudar en algún punto, prefiero decir una mentira a mentir, pues prefiero ser honrado u honesto a prudente. De todos modos, no será difícil poner remedio, si se lo preguntas a Rafael, bien de viva voz -si todavía está por ahí-, bien por carta. -Y harás bien en hacerlo, a causa de cualquier otro detalle, y que ignoro si su falta se debe a mí, a ti o a Rafael.  No se nos ocurrió preguntar, ni Rafael pensó en decírnoslo, en qué parte del Nuevo Mundo está situada Utopía.  Daría mi modesta fortuna para que no se produjera tal omisión.

Y me avergüenza no saber en qué mar se encuentra una isla sobre la que doy tantos detalles.  Pues varias personas de estos pagos -y sobre todo un hombre piadosísimo, teólogo de profesión- arden en deseos de dirigirse a Utopía.  Les arrastra no una vana curiosidad de ver cosas nuevas, sino el deseo de despertar nuestra religión que tan buenos comienzos tuvo allí.  Para proceder canónicamente, este nuestro teólogo pidió del Pontífice ser enviado y nombrado obispo de los Utopianos.  No se paró en barras ante el escrúpulo de solicitar para sí mismo este episcopado.  Considera como una santa ambición un proyecto nacido no del deseo de honores o de riquezas, sino de una profunda piedad.

Por todo esto, te ruego, mi querido Pedro, insistas ante Hitlodeo, sea de viva voz, si lo puedes hacer fácilmente, sea por escrito, si está ausente, para que por todos los medios, mi obra no contenga error alguno, ni le falte nada de verdad.  Me pregunto incluso si no sería útil presentarle el libro.  Nadie más indicado que él para realizar las correcciones pertinentes.  Y sólo podrá hacerlo leyendo lo que he escrito.  Por ello, podrás saber además si le agrada mi idea, o si no ve con buenos ojos el que yo haya escrito esta obra.  Quiero decir que si se ha decidido a escribir la historia de sus aventuras, quizás no quiera -y yo tampoco lo querría- que yo divulgue los secretos de la república de los utopianos o que estropee su historia privándose de la gloria que reporta la novedad.

Aunque, a decir verdad, ni yo mismo estoy muy seguro de quererla publicar.  Pues los paladares de los mortales son tan distintos, sus molieras tan torpes, los espíritus tan desagradecidos y los juicios tan absurdos, que no me parece descaminado imitar a aquellos que mantienen su buen humor y su sonrisa abandonándose a su inclinación natural.  Seria mejor que imitar a los que se molestan por publicar algo que pueda ser útil o agradable a seres ingratos y que no se contentan con nada.

La mayoría no conoce la literatura, y muchos la desprecian.  El bárbaro rechaza como difícil lo que no es totalmente bárbaro.

Los sabihondos desprecian como vulgar lo que no está sembrado de arcaísmos. A algunos sólo les gustan las obras clásicas, y, a la mayor parte, las suyas propias.  Este es tan sombrío que no admite bromas; aquél tan insulso que carece del sentido del humor.  Los hay tan tomos que huyen -cual perro rabioso del agua- de todo lo que sabe a humor.  Otros son tan inestables que su juicio cambia de estar sentados a estar de pie.

Estos se sientan en las tabernas, y entre vaso y vaso emiten sus juicios sobre el talento de los escritores.  Desde lo alto de su autoridad y a su antojo los condenan y dan tirones a sus escritos, como si les tiraran del cabello.  Mientras tanto, ellos están bien resguardados y, como dice el proverbio, «fuera de, tiro». Pues estos hombres tienen la piel tan fina y tan afeitada que no les queda ni un pelo por donde se les pueda coger.

Hay, finalmente, seres tan desagradecidos que aunque la obra les deleite mucho, su autor les deja indiferentes.  Se parecen a esos invitados mal educados, que, después de haber comido opíparamente, se van de casa hartos sin dar las gracias a su anfitrión. ¡Y ahora disponte a preparar un banquete a tus expensas para gente con un paladar tan delicado, de sustos tan variados, y de corazón tan sensible a la gratitud y al recuerdo de las atenciones!

De todos modos, mi querido Pedro, trata con Hitlodeo lo que te acabo de decir.  Tendremos tiempo después para revisar este proyecto.  Aunque se hará, si este es su deseo, y, aunque tarde lo veo ahora, tenga que morir por el trabajo de redactarlo.  Por lo que respecta a editarlo, seguiré el consejo de los amigos, y sobre todo el tuyo.

Adiós, queridísimo Pedro Gilles.  Mis mejores deseos para ti y tu excelente esposa.  Quiéreme como me quieres, pues mi cariño por ti es mayor cada día.