Gentileza
de http://www.hernandarias.edu.ar/ceiboysur/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
Albert
Gélin
Los
pobres de Yavé
CAPITULO VII
POBREZA EFECTIVA Y POBREZA
ESPIRITUAL
SEGÚN
EL EVANGELIO
Heredero
de los profetas y de los sabios de Israel, Jesús no reniega de la actitud de
los guías espirituales de su pueblo ante el problema de la pobreza. Lejos de
romper con las orientaciones de la tradición, las completa admirablemente (Mt
5, 17). Cristo es la Luz que irrumpe en nuestro mundo: "Muchas veces y de
muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de
los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Heb 1,
1-2). El es, sobre todo, el Camino viviente que se abre ante nosotros invitándonos
a seguir por él. Con Cristo llegamos al final de un itinerario -el que hemos
venido siguiendo en los capítulos precedentes-; él nos proporciona unas
directrices decisivas, fuera de las cuales no hay más que pasos en falso.
Consideremos,
ante todo, el valor concedido por El a la pobreza efectiva.
El
antiguo legislador, realista, había afirmado que nunca dejaría de haber pobres
sobre la tierra (Deut 15, 11). Jesús, la víspera de Ramos, se hace eco de esta
afirmación (Mc 14, 7; Mt 26, 11). En ambos casos, se llega a la conclusión de
que hay que hacerles bien. En el Antiguo Testamento se sabía que burlarse de
los pobres era ofender a Dios (Prov 17, 5), porque El es su defensor; y algo de
esta doctrina ha trascendido a la epístola de Santiago, algunos de cuyos párrafos
recuerdan vivamente o se parecen a un catecismo judío: los clamores de los
asalariados no pagados, suben hasta los oídos del Señor (Sant 5, 4) y la
opresión de que son víctimas los pobres es un insulto al santo nombre de Dios
(Sant 2, 7). Parece ser que no se va mas allá del mandamiento cuya observancia
era particularmente grata al Señor. Atender solícitamente al pobre es una de
las grandes preocupaciones de Job (Job 29, 12, 6; 30, 25; 31, 16.19); negarse a
hacerlo sería atraer sobre sí una maldición, porque Dios escucha al pobre (Eclo
4, 6). Pero esta actitud benevolente, aún no es caridad. Para designarla,
Causse ha forjado el neologismo "caritativo": la piedad, el terror
sagrado, el sentimiento particularista de la Alianza dan color a las prácticas
"caritativas" recomendadas por la Ley y los profetas.
Jesús
va mucho más allá, enseñándonos a ver en cada uno de los pobres un
sacramento de su propia presencia. A través de cada uno de los distintos rasgos
de la pobreza nos unimos misteriosamente a El y así es como el cristianismo nos
habitúa a gestos elevados. En su evocación del Juicio final, durante la Semana
de Pasión, Jesús describe por anticipado su sentencia para con los que hayan
practicado la caridad:
Venid,
benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino preparado para vosotros desde
la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me
disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis;
preso y vinisteis a verme. Y le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento y...? Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces
hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis (Mt 25,
34, 40).
Este
texto, importantísimo desde cualquier punto de vista, es el fundamento de lo
que Bossuet llama la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia. Su función
es la de mantener vivo dentro de ella el inconfundible "sello de
Jesucristo", el cual, en su Encarnación, en su vida pública y en su Pasión
asume la pobreza, el sufrimiento y el fracaso... Todo esto, "estos puros
escándalos y estas aberraciones, Dios las acepta, Dios las quiere, y como son
las cosas que predominan en la Humanidad a la que se ha incorporado
personalmente, vienen a convertirse en las más divinas de las realidades
humanas". Ahí es donde nace la devoción cristiana a los pobres, sobre la
que Bossuet ha encontrado fórmulas espléndidas para celebrarla: "La
Iglesia es la auténtica ciudad de los pobres. Los ricos -no me da miedo
decirlo-, en su calidad de ricos, porque también hay que hablar con corrección,
como pertenecen al mundo, están marcados con su sello y sólo por tolerancia
son admitidos en la Iglesia... Los ricos son ajenos a ella, pero el servicio a
los pobres los naturaliza".
*
* *
"Es
más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el
Reino de los cielos" (Mt l, 24). Del mismo modo que en las páginas
precedentes, hemos visto que el Evangelio reanuda, profundizando en ella, una de
las ideas esbozada en el Antiguo Testamento, ésta de la preferencia de Yavé
por los pobres, casi asimilados al pueblo escogido, también en este caso
parecen resurgir, como en telón de fondo, dos ideas sapienciales: la riqueza
priva de Dios a sus poseedores y les hace caer en un pecado de autosuficiencia;
la riqueza no puede ser un fin último, por su carácter perecedero (Sal 49).
Pero he aquí la novedad del Evangelio: un valor absoluto, de contornos bien
determinados, se enfrenta a estos valores relativos: el Reino de Dios, joya de
tan alto precio que uno debe despojarse de cuanto posee para poder adquirirla (Mt
13, 45-46).
Jesús
pide a los hombres que no se dejen aprisionar por las riquezas. "Las
preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra
de Dios y le impiden dar fruto" (Mt 13, 22). Los que quieren alcanzar el
Reino de Dios, ponen su corazón allí donde se encuentra el verdadero tesoro, a
una altura donde no llegan los ladrones ni tampoco le alcanza la polilla (Lc 12,
33-34). La actitud del rico frente a sus bienes recibe, a veces, el estigma de
la idolatría: Elías había conjurado a sus contemporáneos a "no
claudicar de un lado y de otro" y a optar entre Yavé y Baal (1 Re 18, 21);
Jesús fustiga a otro ídolo, tomado también de los mismos paganos de Tiro:
"Nadie puede servir a la vez a Dios y a Mammón (las riquezas) (Lc 16, 13).
El máximo reproche lanzado contra el rico Epulón es el de haber malgastado sus
bienes: "Hijo -le contestó Abraham-, acuérdate de que recibiste ya tus
bienes en vida" (Lc 16, 25). "Puesto que aquellos eran sus bienes
-comenta monseñor Le Camus- sin duda es que habría renunciado a los demás,
cuando los encontró. ¿Qué tiene, pues, de extraño que, habiendo perdido los
suyos al perder la vida, no alcance aquellos otros bienes que jamás había
buscado y de los cuales ni siquiera admitía la existencia?". También el
"rico insensato" es privado de sus riquezas (Lc 12, 15-21). "Y
diré a mi alma: alma mía, tienes muchos bienes almacenados para muchos años;
descansa, come, bebe, regálate. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche
te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será?". El
muy tonto perdió su vida por haberla ligado a los bienes perecederos (ver Sant
5, 1-7).
Lo
que Cristo condena, no es la riqueza en cuanto tal. Cristo tuvo amigos
acomodados: el grupo de las cinco mujeres que "le servían con sus
bienes" (Lc 8, 2-3); Zaqueo, en cuya casa se hospedó (Lc 19, 1-10); Lázaro,
en cuya casa fue obsequiado con un presente valorado en trescientos denarios (Jn
12, 5). El supo usar de los bienes de la tierra, sentarse en el banquete de las
bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y comer con los publicanos (Mt 9, 10-13). Los espíritus
superficiales critican su comportamiento oponiéndolo al de Juan Bautista, el
asceta (Mt 11, 18-19). Lo cierto es que El, en su infinita sabiduría, supo
vivir, como dirá más tarde san Pablo, "lo mismo en la pobreza que en la
abundancia" (Flp 4, 11), ya que ambos estados se encuentran dentro del
orden de medios útiles para el cumplimiento de la voluntad del Padre.
Pero
lo cierto es que uno de estos medios presenta muchos más peligros para el
hombre que sigue su vocación. El espíritu se expone a hundirse paulatinamente
en la riqueza o, por lo menos, a quedar limitado y entorpecido. "La pobreza
es laudable, escribe Santo Tomás, porque al librar al hombre de las
preocupaciones terrenas, le permite consagrarse con mayor libertad a las cosas
divinas" (Contra Gentiles III, c. 133). En orden al Reino, la pobreza es un
estado de privilegio por su efecto liberador. El rico, que cree poseer su
dinero, ha de desconfiar, no llegar a ser poseído por su riqueza; sus
obligaciones de justicia y de caridad actúan de contrapeso para equilibrarlo
constantemente y para apartar de él la amenaza de Cristo: "Ay de aquél
que es rico para sí y no lo es ante Dios" (Lc 12, 21). Pero Cristo habla
también para aquellos que tienen el apetito de las riquezas clavado en el corazón:
tal es el sentido de la sentencia sobre el tesoro y el corazón, como facultad
de desear (Lc 12, 34). "Los que quieren enriquecerse, añade a esto san
Pablo, caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y funestas, que
hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos
los males es la avaricia" (1 Tim 6, 9-10).
Jesús
renunció a intervenir en un pleito sobre cuestiones de herencia entre sus
seguidores (Lc 12, 13-15). La lección de esta especie de acción simbólica es
la siguiente: "Aunque se tenga mucho, no está la vida en la
hacienda". La idea, aparentemente, no va más allá de la crítica de la
riqueza hecha por los sabios de Israel: ¿qué es la riqueza comparada con la
salud, con la libertad y con la alegría? (Eclo 29, 22; 30, 14-16). "La
vida es más que el alimento y el cuerpo es más que el vestido" (Lc 12,
23). Pero Jesús concluye el desarrollo del tema recordando que hay que buscar
el Reino de Dios (Lc 12, 31); hablando de un tema del Antiguo Testamento, nos
conduce hasta la opción esencial: "Cualquiera de vosotros que no renuncie
a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 33). La mayoría de
los pasajes citados en las páginas precedentes, como habrá podido observarse,
han sido tomados de san Lucas, el evangelista que mejor ha sabido comprender
-tal vez por influencia de san Pablo, su maestro- hasta qué punto el
cristianismo, en su opción fundamental, se hace eco y es acogido por los pobres
de este mundo. Nadie como él ha sabido canonizar la pobreza como tal; nadie
como él nos ha hablado de ello con tanto amor y simpatía.
*
* *
Además
de lo dicho, la pobreza se presenta en Cristo como un ideal apostólico.
Sus
directrices han sido conservadas en un "manual de misioneros" (Mc 6,
8-11; Mt 10, 5-14; Lc 9,1-5), cuyos términos conmovieron profundamente a san
Francisco de Asís y a sus primeros compañeros: "No toméis, para el
camino, nada más que un bastón; no toméis ni pan, ni alforja, ni llevéis
dinero en el cinto; calzaos con sandalias y no llevéis dos túnicas" (Mc
5, 8-9). El "manual" está adaptado al mundo palestino, teniendo en
cuenta las necesidades más elementales y la fácil hospitalidad de la época. A
medida que el horizonte de los misioneros adquiere mayores dimensiones, el
manual se irá ampliando a su vez y las recensiones de Mateo y Lucas mencionarán
también como cosas a excluir, el oro y el dinero. Este rasgo nos señala
claramente el sentido de la pobreza apostólica. Se trata de una fidelidad total
a la vida de Jesús, a su pobreza alegre y libre, completamente real, pero sin
rebuscados ascetismos. Esta fidelidad sabrá ser creadora, a medida que se
aborden civilizaciones más complejas. La imitación de Cristo no es "literalista",
sino una constante invención.
Esto
se ve muy bien en la vida del apóstol san Pablo, que manejó grandes sumas de
dinero: mantenido por las iglesias, existía un auténtico presupuesto misional
(2 Cor 11, 8-9); la colecta en favor de los "santos" de Jerusalén
ocupó gran parte del tiempo del Apóstol y pudo ofrecerle a Filemón
indemnizarle de los daños causados por un esclavo fugitivo (Fil 1,19), pagar al
templo de Jerusalén los gastos de la consagración de cuatro judeo-cristianos (Hch
21, 22-24), alquilar una casa durante dos años en Roma (Hch 28, 30). En Cesárea,
hacia el año 62, el gobernador lo retuvo largo tiempo en prisión, con la
esperanza de sacarle dinero (Hch 24, 26). Porque, ciertamente, en el mundo de
mercaderes que recorre "ya no se puede, como en Palestina, vivir y mucho
menos viajar, sin dinero; incluso es posible que teniendo ese dinero, se llegue
a ser completamente pobre, con pobreza aún más voluntaria": "Hasta
el presente, pasamos hambre, sed y desnudez; somos abofeteados y andamos
vagabundos y penamos trabajando con nuestras manos"... (1 Cor 4, 11-12; 2
Cor 11, 9-27; Flp 4, 11-14); y hay todavía otra pobreza más honda que el
desposeimiento material: la enfermedad (2 Cor 1, 8-9), el fracaso y la persecución
(2 Cor 11, 28). Es una forma de comunión con la pobreza de Cristo "que se
hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza" (2 Cor 9, 9).
Pablo interpreta la vida de Cristo como un misterio de pobreza, al que el apóstol
se asocia y del cual da testimonio espléndido: "Llevamos constantemente en
nuestro cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús
se manifieste así en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 10).
Cuando
se ha meditado profundamente en la Cruz, se comprende que la pobreza es una
exigencia esencial del apostolado.
* * *
Las
tres "pistas" seguidas hasta ahora nos introducen en el problema
capital del presente capítulo: el de la bienaventuranza de los pobres.
Esta
bienaventuranza, por la que Jesús inicia su Sermón de la Montaña, nos ha
llegado a través de dos recensiones. La de san Lucas: "Bienaventurados los
pobres (ptojoi), porque vuestro es el
Reino de Dios" (Lc 6, 20). Y la de san Mateo: "Bienaventurados los
pobres de espíritu (ptojoi to pneumati)
porque suyo es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3).
Hay
varias cosas que son indudables y pueden servirnos de punto de partida. En
primer lugar, literariamente, el contexto nos remonta a una fuente común, el
Mateo arameo, traducido tempranamente al griego (sigla Mg) y del cual ambos
testimonios han conservado, tanto el uno como el otro, su tenor original. Por
otra parte, el auditorio concreto de Jesús no puede ser considerado, sin más,
como un amasijo de miserables, de lisiados, de desheredados de toda especie, que
le siguieron hasta la montaña. Sabemos que, al menos entre los Doce, que ocupan
un lugar destacado en el auditorio, nos encontramos con pequeños propietarios,
poseedores de casas y de barcas de pesca. Jesús tiene ante sí una masa
entremezclada, en la que dominan probablemente -puesto que estamos en Galilea-,
los am ja'ares, parientes pobres del
judaísmo instruido. La época de Jesús, como no ofrece nada comparable a la
miseria de nuestro proletariado, preferimos descartar esta palabra, testimonio
de una deshumanización radical. El auditorio debía estar compuesto de esos
"pequeños propietarios" cuya modesta posesión era incapaz de
apartarlos de Dios, de gentes que, sin duda, no comerían todos los días hasta
saciarse y también de gentes sin la menor relevancia, a los cuales despreciaba
el judaísmo oficial y, además, de enfermos a quienes el Señor había devuelto
la salud (Mt 4, 24). Auditorio cuya homogeneidad estaba constituida por su deseo
común e inconcreto del Reino de Dios y también por aquel apelativo con que Jesús
lo designa: La palabra aramea de que se sirvió fue, bien ania,
equivalente de ani, o bien anuan, equivalente de anau
. La evolución semántica de las dos palabras les daba, pues, el mismo sentido.
Para
captar la significación completa de las Bienaventuranzas, hay que situarlas
dentro del marco general de la historia de la salvación. Los personajes a que
se refieren, nos son familiares desde el Antiguo Testamento. Las
Bienaventuranzas son la expresa ratificación, al mismo tiempo que la solemne
renovación, de los principios esenciales en que se inspira, desde los
comienzos, el gobierno sobrenatural de Yavé (Mt 5, 17). Y esta prosecución,
esta continuidad de las divinas promesas, en las Bienaventuranzas, cuando Jesús
empieza a predicar el Reino que se aproxima, que está ya al alcance de la mano,
viene a ser un primer paso de su cumplimiento. De este modo, se afirma la
fidelidad de Yavé y la continuidad de la vida religiosa. Nos hallamos ante un
gran acto mesiánico; la referencia, como en Lucas, 4, 18 y en Mateo 11, 2-6, la
encontramos en las "obras mesiánicas" cuyo catálogo había sido
confeccionado de antemano:
Entonces
oirán los sordos las palabras del libro,
y,
liberados de la sombra y de las tinieblas,
los
ojos de los ciegos verán.
Se
gozarán en Yavé los humildes (anauim),
y
los más pobres (ebionim) se gozarán
en
el Santo de Israel (Is 29, 18-19).
De
ello se deduce, así lo creemos, que los enunciados de Mateo, aun en el caso de
que hayan acentuado la espiritualización de los temas de la pobreza, del hambre
y de la sed por la adición de glosas, se acercan más a la versión primitiva
que los de Lucas. Son directamente religiosos. Las Bienaventuranzas de san
Lucas, evocan inmediatamente una situación social: ello resulta de las cuatro
maldiciones que siguen a las Bienaventuranzas y se dirigen, sin trasposición
espiritual posible, a los ricos concretos, a los que están hartos, a los que se
burlan, y a las gentes bien consideradas. El autor del tercer Evangelio parece
que da a las palabras del Maestro un sentido más social.
Sin
embargo, situémonos en la hipótesis más difícil, la de L. Vaganay, que
sostiene el carácter arcaico de Lc 6, 20b ss con respecto a Mt 5, 3 y ss.
¿Debemos
creer, en consecuencia, que Jesús "ha beatificado a una clase
social"? El Evangelio ¿ha tenido alguna vez las trazas de un manifiesto
social? Ningún estado sociológico aparece canonizado en el Evangelio, ninguna
clase social, en cuanto tal, ha quedado situada en relación directa con el
Reino de Dios; sólo una "situación" espiritual está en disposición
de recibir un don espiritual; únicamente esta "apertura" a Dios es lo
que se llama pobreza espiritual. ¿Que la pobreza real es el conducto
excepcional para llegar a la pobreza de espíritu, el terreno abonado en el que
más fácilmente germina esta última?, ¿que vale la pena aceptarla y que es
necesario buscarla como en la montaña se busca la cima por medio de un ascenso
penoso?... Completamente cierto: el Evangelio lo repite siempre. En el caso
presente, Jesús no dice más que en el ejemplo del camello por el ojo de la
aguja (Mt 19, 24). Jesús recuerda el condicionado y el presupuesto de una etapa
religiosa que merece ser considerada en sí misma. Y entonces es cuando la
recensión de san Mateo alcanza todo su valor.
"Bienaventurados
los que tienen espíritu de pobre", traduce admirablemente Osty:
"Bienaventurados los que tienen conciencia de su impotencia para satisfacer
sus aspiraciones de alcanzar el Reino de Dios", que "están
convencidos de su indigencia espiritual y de su necesidad de redención",
los que confían absolutamente en Dios, sin apoyarse nunca en sí mismos;
"los indigentes cuya humildad les lleva a mendigar sin cesar la ayuda
divina"; aquellos, por tanto, cuya actitud interior de amigos y
"clientes" les hace aptos para recibir el Reino de Dios y la Consolación
de Israel (Lc 2, 25), y la Redención de Jerusalén (Lc 2, 38); en una palabra,
los herederos de la línea mística de Israel, cuyo punto culminante hemos
encontrado en el alma de María, en el momento decisivo de la Encarnación,
cuando, por ella, la humanidad se abrió totalmente al Don de las alturas.
Puede
decirse que esta palabra define la actitud espiritual fundamental del cristiano.
Esta
palabra se halla vinculada a un tema central del pensamiento de Jesús: la crítica
del fariseísmo. El fariseo se cree artífice de su salvación; está convencido
de que su "justicia" es una técnica humana; rebosante de voluntarismo
judío, construye por sí mismo su propia santidad y prepara las espigas que el
Segador divino no tendrá mas que recoger. Se precia de ser justo (Lc 18, 9) y
habla constantemente de su "justicia" (Fil 3, 9); nunca quebranta las
órdenes de Dios (Lc 15, 29). Y no obstante, su error es capital. Dios no
encuentra en él esa actitud de renuncia, de entrega, ese fallo que es el camino
de su gracia. Jesús le contrapone, como paradoja, el tipo del publicano. Después
de la lectura de la parábola que enfrenta estos dos tipos religiosos (Lc 18,
9-14), se oye hablar a los participantes de círculos de estudios sobre el
"rico fariseo" y el "pobre publicano". Socialmente, debería
decirse más bien lo contrario. Pero los hombres no son ricos únicamente por su
dinero: el fariseo se siente rico por sus méritos y por su perseverancia. Al
encastillarse en su propia suficiencia, él mismo se ciega el Manantial. En
cambio, el publicano tiene un alma pobre que atrae la mirada divina (véase Ap
3, 17-18).
Es
de notar que Santa Teresita del Niño Jesús haya descubierto, a través de la
crítica paulina del fariseísmo, el camino de acceso a la infancia espiritual.
Este otro ideal evangélico, en el que tanto se ha insistido, está también
vinculado a la primera Bienaventuranza. Frente a las energías del Reino de
Dios, hay que tener la capacidad de recepción que tienen los niños que Jesús
ha amado tanto: "Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará
en él" (Mc 10, 15).
*
* *
Dos
pasajes, propios de san Mateo, están en consonancia con la transcripción que
él nos da de la primera Bienaventuranza. Pero, en este caso, es del mismo Jesús
de quien se habla.
Los
versículos de Mateo, 11, 28-30, pertenecen, según Vaganay, a una fuente
complementaria de Mg, que él llama Sg; este fragmento no ha sido registrado por
Lucas, que utiliza también esta fuente. Oponiendo su manera de hacer a la enseñanza
de los rabinos, Jesús ofrece a todos los que se sientan agobiados por el peso
de las observancias farisaicas, su propia legislación, cuyo programa traza en
el Sermón de la Montaña: "Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón (práis kai tapeinos te kardia)."
Es posible que la fuente haya sido simplemente "yo soy anau"
(en arameo: anuana) y que se haya
traducido con dos palabras griegas una idea en la que entran las notas de
humildad y de condescendencia. Humildad profunda, de Cristo ante su Padre, en su
comportamiento como Mesías, y humildad fraterna ante los hombres, llena de
comprensión, de modestia y de dulzura (Mt 12, 19-20). Esta doble idea no se
olvidará jamás en la tradición cristiana: humildad y dulzura (tapeinofrosine,
praites) seguirán siendo asociadas por san Pablo (Col 3, 12; Ef 4, 2). El
primero de estos términos, forjado sin duda por el Apóstol, adquiere no
obstante un sentido próximo al de la caridad. San Pedro lo usará para situar
al cristiano ante Dios.
Mateo,
cuando nos describe la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (21, 5), nos
remite a la profecía de Zacarías (9, 9) en la que el Mesías es llamado ani.
El primer Evangelio es el único en el que figura esta cita, probablemente
tomada de un compendio de los Testimonios;
muestra una vez más su atracción hacia ese vocabulario que expresa el alma
humilde de Jesús y parece guardar como un eco de la Profecía del Siervo de Yavé.
Alguien ha sugerido la idea de una relación con la figura mesiánica del salmo
17 de Salomón: "El caballero no esperará, con su arco, sobre el caballo;
no preparará un ejército sobre el que apoyarse en el día del combate. El Señor
es su rey y su esperanza: su poder está en su esperanza en Dios".
*
* *
Sabemos
muy bien que este título de ani-anau,
atribuido a Moisés y a David, no evoca con suficiente fuerza trágica este
misterio de la pobreza-humildad, en el que Cristo penetró para salvarnos. El
establo de Belén -tan querido para el P. Chevrier- la oscuridad laboriosa de
Nazaret -tan predilecta para el P. de Foucauld-, la elección de un mesianismo
penoso en el desierto de Judá, el fracaso de Galilea y el de Jerusalén y,
finalmente, la Cruz: ¿no son, acaso, las etapas de una tapeinosis
mucho más profundas que la que cantó por anticipado el Segundo Isaías? San
Pablo, para celebrarla, recurre al viejo vocabulario de la pobreza:
Y
habiéndose hecho semejante a los hombres,
se
humilló (etapeinose) más todavía,
haciéndose
obediente hasta la muerte,
y
muerte de cruz (Flp 2, 7-8).
CONCLUSION
El
problema que, desde un punto de vista bíblico, hemos abordado en estas páginas,
es de una gran complejidad: los aspectos son múltiples, las "pistas"
no siempre resultan fáciles de discernir y el vocabulario, a veces, resulta
ambiguo. Siendo el hombre bíblico un hombre real, al que Dios "enseña a
andar" (Os 11, 1), podemos decir que cada uno de nosotros se reconoce a sí
mismo en esos hijos de Abraham cuyos defectos conoce Dios, así como también
sus tentaciones y sus pecados, y a los que guía en sus esfuerzos, sus
conversaciones y sus heroísmos; sus problemas siguen siendo nuestros problemas
y sus experiencias las nuestras. He aquí por qué la cuestión abordada hace
siempre reaccionar a nuestro corazón: prueba evidente de que la Revelación
divina apunta, en este caso, al hombre en puntos esenciales.
Recordémoslos.
Toda
la Biblia, desde Amós a Santiago y desde el Deuteronomio a Jesús, considera la
pobreza -y la expresión tiene una amplitud mucho mayor que la simple privación
de dinero- como un estado violento, ante el cual no podemos permanecer
impasibles. Los medios preconizados para atenuarlo son los propios de una época:
en la Biblia no se pretende que su repetición y su imitación servil alcancen
hasta el final de los siglos. Este punto de vista realista no representa su
pensamiento exclusivo. Pese a una corriente de ideas, a nuestro juicio, muy
"localizada", que tiende a identificar pobres y pecadores, ella ha
observado que los pobres son religiosos más fácilmente que los ricos, por ser
menos tentados de bastarse a sí mismos que los ricos y, en consecuencia, de
cerrar su espíritu a Dios. Esto se da, sobre todo, en los "pequeños",
hacia los que la Biblia muestra predilección y a los que sitúa entre la
opulencia y la indigencia: una idea proudhoniana cristaliza desde el Antiguo
Testamento. En todo caso, la crítica de la riqueza, realizada desde un punto de
vista religioso, proseguirá incesantemente desde los profetas a Jesús. Y es
precisamente Cristo quien, habiendo elegido la pobreza como medio de Redención,
la consagra como un valor positivo. En adelante, cada pobre, con su caiga
particular de miseria, es un testimonio y como un sacramento del gran Pobre,
anunciado por el Segundo Isaías.
A
partir de Sofonías, ocurre que el vocabulario de pobreza experimenta una
trasposición espiritual, sirviendo para designar la actitud del hombre ante
Dios en su calidad religiosa de "cliente". Nos hemos esforzado en
describir concretamente esa línea mística de Israel, expresada anónimamente
en el Salterio, pero jalonada por grandes figuras, como la de Jeremías, el
autor del libro de Job y, sobre todo, María, la Virgen humilde que, en el
umbral del Nuevo Testamento, resume en sí misma toda la profundidad espiritual
de la Alianza. La pobreza, en este sentido, es uno de los matices de la fe,
abandonada, confiada y alegre, muy próxima a la humildad y que se resume en una
actitud de expectativa religiosa. La Bienaventuranza de los pobres, en san
Mateo, alude a esta disposición fundamental. Su enunciado se prolonga a través
de la crítica del fariseísmo, tan importante en el Evangelio, y en la parábola
de los niños que viene a ser como la antítesis de esta crítica.
Existen
relaciones concretas entre estas dos "pobrezas": la efectiva y la
"espiritual". Históricamente, en el seno de la primera ha germinado
la segunda. Es un hecho que los esenios, para acercarse a ella, se sujetaron con
una especie de voto de pobreza. Y Cristo ratificó esta doble experiencia de la
tradición.
Ninguna
de las enseñanzas bíblicas ha quedado, ni debe quedar olvidada.
Sin
pretender extraer de la Biblia un tratado de economía, ni un manual de sociología,
como hace poco se ha extraído de ella una política, no podemos olvidar las
incidencias sociales de los principios religiosos que en ella se sientan. Jesús
no ha pretendido organizar la tierra, pero se ha dirigido a los hombres tal como
son, hombres de carne y hueso, y sabemos bien hacia qué lado se inclinan sus
preferencias.
La
pobreza evangélica, practicada por El, ha permanecido en la Iglesia como un
signo manifiesto de comunión con su espíritu. El santo que más se ha
aproximado a El, quizá sea el Poverello de Asís. La pobreza de Francisco es, a
un mismo tiempo, liberación, alegría, fraternidad y unión con Jesús. La
tradición de la pobreza evangélica se va transmitiendo en la institución monástica.
Y hoy día parece haber encontrado nuevos matices en los padres de Foucauld y
Chevrier y en las familias apostólicas que custodian la herencia de estos
hombres de Dios.
La
pobreza evangélica, en su sentido más profundo, es un "abandono
radical", una humildad total y, en consecuencia, una confianza ciega en
Dios. Esta es la disposición esencial que la Biblia, en sus mejores páginas,
ha ido descubriendo medio a oscuras, lo que confiere a la descendencia mística
de Israel su grandeza, la que fue vivida por María y sublimada, finalmente, por
Jesús, el anau que magnifica a los
"pobres de espíritu". Desde ese momento, la idea de la pobreza se
transmite como el secreto de la santidad. La Iglesia, en sus solemnes "Veni
Creator", nos hace cantar: "Ven, Padre de los pobres". Y los teóricos
de la vida espiritual prosiguieron, con Berulle: "Debemos tener un
verdadero espíritu de pobreza en la oración". Este es, sin duda, el
mensaje fundamental, confiado a la santita de Lisieux para que fuera transmitido
a nuestra época, tan ávida de conocer. Y como punto final de nuestro
itinerario, vamos a copiar gustosamente algunas notas suyas interesantes:
La
santidad no depende de ésta o de aquella práctica, sino de una disposición de
espíritu que nos hace humildes y pequeños en los brazos, conscientes de
nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre...
Lo
que le gusta a Dios de mi alma es verme amar mi pequeñez y mi pobreza y la
esperanza ciega que tengo en su misericordia...
No
temas: cuanto más pobre seas, más te amará Jesús.