Gentileza de  http://www.hernandarias.edu.ar/ceiboysur/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

Albert Gélin

 

Los pobres de Yavé  

 

 

CAPITULO VII

 

POBREZA EFECTIVA Y POBREZA

ESPIRITUAL SEGÚN EL EVANGELIO

 

Heredero de los profetas y de los sabios de Israel, Jesús no reniega de la actitud de los guías espirituales de su pueblo ante el problema de la pobreza. Lejos de romper con las orientaciones de la tradición, las completa admirablemente (Mt 5, 17). Cristo es la Luz que irrumpe en nuestro mundo: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Heb 1, 1-2). El es, sobre todo, el Camino viviente que se abre ante nosotros invitándonos a seguir por él. Con Cristo llegamos al final de un itinerario -el que hemos venido siguiendo en los capítulos precedentes-; él nos proporciona unas directrices decisivas, fuera de las cuales no hay más que pasos en falso.

Consideremos, ante todo, el valor concedido por El a la pobreza efectiva.

El antiguo legislador, realista, había afirmado que nunca dejaría de haber pobres sobre la tierra (Deut 15, 11). Jesús, la víspera de Ramos, se hace eco de esta afirmación (Mc 14, 7; Mt 26, 11). En ambos casos, se llega a la conclusión de que hay que hacerles bien. En el Antiguo Testamento se sabía que burlarse de los pobres era ofender a Dios (Prov 17, 5), porque El es su defensor; y algo de esta doctrina ha trascendido a la epístola de Santiago, algunos de cuyos párrafos recuerdan vivamente o se parecen a un catecismo judío: los clamores de los asalariados no pagados, suben hasta los oídos del Señor (Sant 5, 4) y la opresión de que son víctimas los pobres es un insulto al santo nombre de Dios (Sant 2, 7). Parece ser que no se va mas allá del mandamiento cuya observancia era particularmente grata al Señor. Atender solícitamente al pobre es una de las grandes preocupaciones de Job (Job 29, 12, 6; 30, 25; 31, 16.19); negarse a hacerlo sería atraer sobre sí una maldición, porque Dios escucha al pobre (Eclo 4, 6). Pero esta actitud benevolente, aún no es caridad. Para designarla, Causse ha forjado el neologismo "caritativo": la piedad, el terror sagrado, el sentimiento particularista de la Alianza dan color a las prácticas "caritativas" recomendadas por la Ley y los profetas.

Jesús va mucho más allá, enseñándonos a ver en cada uno de los pobres un sacramento de su propia presencia. A través de cada uno de los distintos rasgos de la pobreza nos unimos misteriosamente a El y así es como el cristianismo nos habitúa a gestos elevados. En su evocación del Juicio final, durante la Semana de Pasión, Jesús describe por anticipado su sentencia para con los que hayan practicado la caridad:

Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; preso y vinisteis a verme. Y le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y...? Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis (Mt 25, 34, 40).

Este texto, importantísimo desde cualquier punto de vista, es el fundamento de lo que Bossuet llama la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia. Su función es la de mantener vivo dentro de ella el inconfundible "sello de Jesucristo", el cual, en su Encarnación, en su vida pública y en su Pasión asume la pobreza, el sufrimiento y el fracaso... Todo esto, "estos puros escándalos y estas aberraciones, Dios las acepta, Dios las quiere, y como son las cosas que predominan en la Humanidad a la que se ha incorporado personalmente, vienen a convertirse en las más divinas de las realidades humanas". Ahí es donde nace la devoción cristiana a los pobres, sobre la que Bossuet ha encontrado fórmulas espléndidas para celebrarla: "La Iglesia es la auténtica ciudad de los pobres. Los ricos -no me da miedo decirlo-, en su calidad de ricos, porque también hay que hablar con corrección, como pertenecen al mundo, están marcados con su sello y sólo por tolerancia son admitidos en la Iglesia... Los ricos son ajenos a ella, pero el servicio a los pobres los naturaliza".

 

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"Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los cielos" (Mt l, 24). Del mismo modo que en las páginas precedentes, hemos visto que el Evangelio reanuda, profundizando en ella, una de las ideas esbozada en el Antiguo Testamento, ésta de la preferencia de Yavé por los pobres, casi asimilados al pueblo escogido, también en este caso parecen resurgir, como en telón de fondo, dos ideas sapienciales: la riqueza priva de Dios a sus poseedores y les hace caer en un pecado de autosuficiencia; la riqueza no puede ser un fin último, por su carácter perecedero (Sal 49). Pero he aquí la novedad del Evangelio: un valor absoluto, de contornos bien determinados, se enfrenta a estos valores relativos: el Reino de Dios, joya de tan alto precio que uno debe despojarse de cuanto posee para poder adquirirla (Mt 13, 45-46).

Jesús pide a los hombres que no se dejen aprisionar por las riquezas. "Las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra de Dios y le impiden dar fruto" (Mt 13, 22). Los que quieren alcanzar el Reino de Dios, ponen su corazón allí donde se encuentra el verdadero tesoro, a una altura donde no llegan los ladrones ni tampoco le alcanza la polilla (Lc 12, 33-34). La actitud del rico frente a sus bienes recibe, a veces, el estigma de la idolatría: Elías había conjurado a sus contemporáneos a "no claudicar de un lado y de otro" y a optar entre Yavé y Baal (1 Re 18, 21); Jesús fustiga a otro ídolo, tomado también de los mismos paganos de Tiro: "Nadie puede servir a la vez a Dios y a Mammón (las riquezas) (Lc 16, 13). El máximo reproche lanzado contra el rico Epulón es el de haber malgastado sus bienes: "Hijo -le contestó Abraham-, acuérdate de que recibiste ya tus bienes en vida" (Lc 16, 25). "Puesto que aquellos eran sus bienes -comenta monseñor Le Camus- sin duda es que habría renunciado a los demás, cuando los encontró. ¿Qué tiene, pues, de extraño que, habiendo perdido los suyos al perder la vida, no alcance aquellos otros bienes que jamás había buscado y de los cuales ni siquiera admitía la existencia?". También el "rico insensato" es privado de sus riquezas (Lc 12, 15-21). "Y diré a mi alma: alma mía, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, regálate. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será?". El muy tonto perdió su vida por haberla ligado a los bienes perecederos (ver Sant 5, 1-7).

Lo que Cristo condena, no es la riqueza en cuanto tal. Cristo tuvo amigos acomodados: el grupo de las cinco mujeres que "le servían con sus bienes" (Lc 8, 2-3); Zaqueo, en cuya casa se hospedó (Lc 19, 1-10); Lázaro, en cuya casa fue obsequiado con un presente valorado en trescientos denarios (Jn 12, 5). El supo usar de los bienes de la tierra, sentarse en el banquete de las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y comer con los publicanos (Mt 9, 10-13). Los espíritus superficiales critican su comportamiento oponiéndolo al de Juan Bautista, el asceta (Mt 11, 18-19). Lo cierto es que El, en su infinita sabiduría, supo vivir, como dirá más tarde san Pablo, "lo mismo en la pobreza que en la abundancia" (Flp 4, 11), ya que ambos estados se encuentran dentro del orden de medios útiles para el cumplimiento de la voluntad del Padre.

Pero lo cierto es que uno de estos medios presenta muchos más peligros para el hombre que sigue su vocación. El espíritu se expone a hundirse paulatinamente en la riqueza o, por lo menos, a quedar limitado y entorpecido. "La pobreza es laudable, escribe Santo Tomás, porque al librar al hombre de las preocupaciones terrenas, le permite consagrarse con mayor libertad a las cosas divinas" (Contra Gentiles III, c. 133). En orden al Reino, la pobreza es un estado de privilegio por su efecto liberador. El rico, que cree poseer su dinero, ha de desconfiar, no llegar a ser poseído por su riqueza; sus obligaciones de justicia y de caridad actúan de contrapeso para equilibrarlo constantemente y para apartar de él la amenaza de Cristo: "Ay de aquél que es rico para sí y no lo es ante Dios" (Lc 12, 21). Pero Cristo habla también para aquellos que tienen el apetito de las riquezas clavado en el corazón: tal es el sentido de la sentencia sobre el tesoro y el corazón, como facultad de desear (Lc 12, 34). "Los que quieren enriquecerse, añade a esto san Pablo, caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y funestas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia" (1 Tim 6, 9-10).

Jesús renunció a intervenir en un pleito sobre cuestiones de herencia entre sus seguidores (Lc 12, 13-15). La lección de esta especie de acción simbólica es la siguiente: "Aunque se tenga mucho, no está la vida en la hacienda". La idea, aparentemente, no va más allá de la crítica de la riqueza hecha por los sabios de Israel: ¿qué es la riqueza comparada con la salud, con la libertad y con la alegría? (Eclo 29, 22; 30, 14-16). "La vida es más que el alimento y el cuerpo es más que el vestido" (Lc 12, 23). Pero Jesús concluye el desarrollo del tema recordando que hay que buscar el Reino de Dios (Lc 12, 31); hablando de un tema del Antiguo Testamento, nos conduce hasta la opción esencial: "Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 33). La mayoría de los pasajes citados en las páginas precedentes, como habrá podido observarse, han sido tomados de san Lucas, el evangelista que mejor ha sabido comprender -tal vez por influencia de san Pablo, su maestro- hasta qué punto el cristianismo, en su opción fundamental, se hace eco y es acogido por los pobres de este mundo. Nadie como él ha sabido canonizar la pobreza como tal; nadie como él nos ha hablado de ello con tanto amor y simpatía.

 

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Además de lo dicho, la pobreza se presenta en Cristo como un ideal apostólico.

Sus directrices han sido conservadas en un "manual de misioneros" (Mc 6, 8-11; Mt 10, 5-14; Lc 9,1-5), cuyos términos conmovieron profundamente a san Francisco de Asís y a sus primeros compañeros: "No toméis, para el camino, nada más que un bastón; no toméis ni pan, ni alforja, ni llevéis dinero en el cinto; calzaos con sandalias y no llevéis dos túnicas" (Mc 5, 8-9). El "manual" está adaptado al mundo palestino, teniendo en cuenta las necesidades más elementales y la fácil hospitalidad de la época. A medida que el horizonte de los misioneros adquiere mayores dimensiones, el manual se irá ampliando a su vez y las recensiones de Mateo y Lucas mencionarán también como cosas a excluir, el oro y el dinero. Este rasgo nos señala claramente el sentido de la pobreza apostólica. Se trata de una fidelidad total a la vida de Jesús, a su pobreza alegre y libre, completamente real, pero sin rebuscados ascetismos. Esta fidelidad sabrá ser creadora, a medida que se aborden civilizaciones más complejas. La imitación de Cristo no es "literalista", sino una constante invención.

Esto se ve muy bien en la vida del apóstol san Pablo, que manejó grandes sumas de dinero: mantenido por las iglesias, existía un auténtico presupuesto misional (2 Cor 11, 8-9); la colecta en favor de los "santos" de Jerusalén ocupó gran parte del tiempo del Apóstol y pudo ofrecerle a Filemón indemnizarle de los daños causados por un esclavo fugitivo (Fil 1,19), pagar al templo de Jerusalén los gastos de la consagración de cuatro judeo-cristianos (Hch 21, 22-24), alquilar una casa durante dos años en Roma (Hch 28, 30). En Cesárea, hacia el año 62, el gobernador lo retuvo largo tiempo en prisión, con la esperanza de sacarle dinero (Hch 24, 26). Porque, ciertamente, en el mundo de mercaderes que recorre "ya no se puede, como en Palestina, vivir y mucho menos viajar, sin dinero; incluso es posible que teniendo ese dinero, se llegue a ser completamente pobre, con pobreza aún más voluntaria": "Hasta el presente, pasamos hambre, sed y desnudez; somos abofeteados y andamos vagabundos y penamos trabajando con nuestras manos"... (1 Cor 4, 11-12; 2 Cor 11, 9-27; Flp 4, 11-14); y hay todavía otra pobreza más honda que el desposeimiento material: la enfermedad (2 Cor 1, 8-9), el fracaso y la persecución (2 Cor 11, 28). Es una forma de comunión con la pobreza de Cristo "que se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza" (2 Cor 9, 9). Pablo interpreta la vida de Cristo como un misterio de pobreza, al que el apóstol se asocia y del cual da testimonio espléndido: "Llevamos constantemente en nuestro cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste así en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 10).

Cuando se ha meditado profundamente en la Cruz, se comprende que la pobreza es una exigencia esencial del apostolado.

 

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Las tres "pistas" seguidas hasta ahora nos introducen en el problema capital del presente capítulo: el de la bienaventuranza de los pobres.

Esta bienaventuranza, por la que Jesús inicia su Sermón de la Montaña, nos ha llegado a través de dos recensiones. La de san Lucas: "Bienaventurados los pobres (ptojoi), porque vuestro es el Reino de Dios" (Lc 6, 20). Y la de san Mateo: "Bienaventurados los pobres de espíritu (ptojoi to pneumati) porque suyo es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3).

Hay varias cosas que son indudables y pueden servirnos de punto de partida. En primer lugar, literariamente, el contexto nos remonta a una fuente común, el Mateo arameo, traducido tempranamente al griego (sigla Mg) y del cual ambos testimonios han conservado, tanto el uno como el otro, su tenor original. Por otra parte, el auditorio concreto de Jesús no puede ser considerado, sin más, como un amasijo de miserables, de lisiados, de desheredados de toda especie, que le siguieron hasta la montaña. Sabemos que, al menos entre los Doce, que ocupan un lugar destacado en el auditorio, nos encontramos con pequeños propietarios, poseedores de casas y de barcas de pesca. Jesús tiene ante sí una masa entremezclada, en la que dominan probablemente -puesto que estamos en Galilea-, los am ja'ares, parientes pobres del judaísmo instruido. La época de Jesús, como no ofrece nada comparable a la miseria de nuestro proletariado, preferimos descartar esta palabra, testimonio de una deshumanización radical. El auditorio debía estar compuesto de esos "pequeños propietarios" cuya modesta posesión era incapaz de apartarlos de Dios, de gentes que, sin duda, no comerían todos los días hasta saciarse y también de gentes sin la menor relevancia, a los cuales despreciaba el judaísmo oficial y, además, de enfermos a quienes el Señor había devuelto la salud (Mt 4, 24). Auditorio cuya homogeneidad estaba constituida por su deseo común e inconcreto del Reino de Dios y también por aquel apelativo con que Jesús lo designa: La palabra aramea de que se sirvió fue, bien ania, equivalente de ani, o bien anuan, equivalente de anau . La evolución semántica de las dos palabras les daba, pues, el mismo sentido.

Para captar la significación completa de las Bienaventuranzas, hay que situarlas dentro del marco general de la historia de la salvación. Los personajes a que se refieren, nos son familiares desde el Antiguo Testamento. Las Bienaventuranzas son la expresa ratificación, al mismo tiempo que la solemne renovación, de los principios esenciales en que se inspira, desde los comienzos, el gobierno sobrenatural de Yavé (Mt 5, 17). Y esta prosecución, esta continuidad de las divinas promesas, en las Bienaventuranzas, cuando Jesús empieza a predicar el Reino que se aproxima, que está ya al alcance de la mano, viene a ser un primer paso de su cumplimiento. De este modo, se afirma la fidelidad de Yavé y la continuidad de la vida religiosa. Nos hallamos ante un gran acto mesiánico; la referencia, como en Lucas, 4, 18 y en Mateo 11, 2-6, la encontramos en las "obras mesiánicas" cuyo catálogo había sido confeccionado de antemano:

Entonces oirán los sordos las palabras del libro,

y, liberados de la sombra y de las tinieblas,

los ojos de los ciegos verán.

Se gozarán en Yavé los humildes (anauim),

y los más pobres (ebionim) se gozarán

en el Santo de Israel (Is 29, 18-19).

De ello se deduce, así lo creemos, que los enunciados de Mateo, aun en el caso de que hayan acentuado la espiritualización de los temas de la pobreza, del hambre y de la sed por la adición de glosas, se acercan más a la versión primitiva que los de Lucas. Son directamente religiosos. Las Bienaventuranzas de san Lucas, evocan inmediatamente una situación social: ello resulta de las cuatro maldiciones que siguen a las Bienaventuranzas y se dirigen, sin trasposición espiritual posible, a los ricos concretos, a los que están hartos, a los que se burlan, y a las gentes bien consideradas. El autor del tercer Evangelio parece que da a las palabras del Maestro un sentido más social.

Sin embargo, situémonos en la hipótesis más difícil, la de L. Vaganay, que sostiene el carácter arcaico de Lc 6, 20b ss con respecto a Mt 5, 3 y ss.

¿Debemos creer, en consecuencia, que Jesús "ha beatificado a una clase social"? El Evangelio ¿ha tenido alguna vez las trazas de un manifiesto social? Ningún estado sociológico aparece canonizado en el Evangelio, ninguna clase social, en cuanto tal, ha quedado situada en relación directa con el Reino de Dios; sólo una "situación" espiritual está en disposición de recibir un don espiritual; únicamente esta "apertura" a Dios es lo que se llama pobreza espiritual. ¿Que la pobreza real es el conducto excepcional para llegar a la pobreza de espíritu, el terreno abonado en el que más fácilmente germina esta última?, ¿que vale la pena aceptarla y que es necesario buscarla como en la montaña se busca la cima por medio de un ascenso penoso?... Completamente cierto: el Evangelio lo repite siempre. En el caso presente, Jesús no dice más que en el ejemplo del camello por el ojo de la aguja (Mt 19, 24). Jesús recuerda el condicionado y el presupuesto de una etapa religiosa que merece ser considerada en sí misma. Y entonces es cuando la recensión de san Mateo alcanza todo su valor.

"Bienaventurados los que tienen espíritu de pobre", traduce admirablemente Osty: "Bienaventurados los que tienen conciencia de su impotencia para satisfacer sus aspiraciones de alcanzar el Reino de Dios", que "están convencidos de su indigencia espiritual y de su necesidad de redención", los que confían absolutamente en Dios, sin apoyarse nunca en sí mismos; "los indigentes cuya humildad les lleva a mendigar sin cesar la ayuda divina"; aquellos, por tanto, cuya actitud interior de amigos y "clientes" les hace aptos para recibir el Reino de Dios y la Consolación de Israel (Lc 2, 25), y la Redención de Jerusalén (Lc 2, 38); en una palabra, los herederos de la línea mística de Israel, cuyo punto culminante hemos encontrado en el alma de María, en el momento decisivo de la Encarnación, cuando, por ella, la humanidad se abrió totalmente al Don de las alturas.

Puede decirse que esta palabra define la actitud espiritual fundamental del cristiano.

Esta palabra se halla vinculada a un tema central del pensamiento de Jesús: la crítica del fariseísmo. El fariseo se cree artífice de su salvación; está convencido de que su "justicia" es una técnica humana; rebosante de voluntarismo judío, construye por sí mismo su propia santidad y prepara las espigas que el Segador divino no tendrá mas que recoger. Se precia de ser justo (Lc 18, 9) y habla constantemente de su "justicia" (Fil 3, 9); nunca quebranta las órdenes de Dios (Lc 15, 29). Y no obstante, su error es capital. Dios no encuentra en él esa actitud de renuncia, de entrega, ese fallo que es el camino de su gracia. Jesús le contrapone, como paradoja, el tipo del publicano. Después de la lectura de la parábola que enfrenta estos dos tipos religiosos (Lc 18, 9-14), se oye hablar a los participantes de círculos de estudios sobre el "rico fariseo" y el "pobre publicano". Socialmente, debería decirse más bien lo contrario. Pero los hombres no son ricos únicamente por su dinero: el fariseo se siente rico por sus méritos y por su perseverancia. Al encastillarse en su propia suficiencia, él mismo se ciega el Manantial. En cambio, el publicano tiene un alma pobre que atrae la mirada divina (véase Ap 3, 17-18).

Es de notar que Santa Teresita del Niño Jesús haya descubierto, a través de la crítica paulina del fariseísmo, el camino de acceso a la infancia espiritual. Este otro ideal evangélico, en el que tanto se ha insistido, está también vinculado a la primera Bienaventuranza. Frente a las energías del Reino de Dios, hay que tener la capacidad de recepción que tienen los niños que Jesús ha amado tanto: "Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Mc 10, 15).

 

* * *

Dos pasajes, propios de san Mateo, están en consonancia con la transcripción que él nos da de la primera Bienaventuranza. Pero, en este caso, es del mismo Jesús de quien se habla.

Los versículos de Mateo, 11, 28-30, pertenecen, según Vaganay, a una fuente complementaria de Mg, que él llama Sg; este fragmento no ha sido registrado por Lucas, que utiliza también esta fuente. Oponiendo su manera de hacer a la enseñanza de los rabinos, Jesús ofrece a todos los que se sientan agobiados por el peso de las observancias farisaicas, su propia legislación, cuyo programa traza en el Sermón de la Montaña: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (práis kai tapeinos te kardia)." Es posible que la fuente haya sido simplemente "yo soy anau" (en arameo: anuana) y que se haya traducido con dos palabras griegas una idea en la que entran las notas de humildad y de condescendencia. Humildad profunda, de Cristo ante su Padre, en su comportamiento como Mesías, y humildad fraterna ante los hombres, llena de comprensión, de modestia y de dulzura (Mt 12, 19-20). Esta doble idea no se olvidará jamás en la tradición cristiana: humildad y dulzura (tapeinofrosine, praites) seguirán siendo asociadas por san Pablo (Col 3, 12; Ef 4, 2). El primero de estos términos, forjado sin duda por el Apóstol, adquiere no obstante un sentido próximo al de la caridad. San Pedro lo usará para situar al cristiano ante Dios.

Mateo, cuando nos describe la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (21, 5), nos remite a la profecía de Zacarías (9, 9) en la que el Mesías es llamado ani. El primer Evangelio es el único en el que figura esta cita, probablemente tomada de un compendio de los Testimonios; muestra una vez más su atracción hacia ese vocabulario que expresa el alma humilde de Jesús y parece guardar como un eco de la Profecía del Siervo de Yavé. Alguien ha sugerido la idea de una relación con la figura mesiánica del salmo 17 de Salomón: "El caballero no esperará, con su arco, sobre el caballo; no preparará un ejército sobre el que apoyarse en el día del combate. El Señor es su rey y su esperanza: su poder está en su esperanza en Dios".

 

* * *

Sabemos muy bien que este título de ani-anau, atribuido a Moisés y a David, no evoca con suficiente fuerza trágica este misterio de la pobreza-humildad, en el que Cristo penetró para salvarnos. El establo de Belén -tan querido para el P. Chevrier- la oscuridad laboriosa de Nazaret -tan predilecta para el P. de Foucauld-, la elección de un mesianismo penoso en el desierto de Judá, el fracaso de Galilea y el de Jerusalén y, finalmente, la Cruz: ¿no son, acaso, las etapas de una tapeinosis mucho más profundas que la que cantó por anticipado el Segundo Isaías? San Pablo, para celebrarla, recurre al viejo vocabulario de la pobreza:

Y habiéndose hecho semejante a los hombres,

se humilló (etapeinose) más todavía,

haciéndose obediente hasta la muerte,

y muerte de cruz (Flp 2, 7-8).

 

 

 

 

 

 

 

 

CONCLUSION

 

El problema que, desde un punto de vista bíblico, hemos abordado en estas páginas, es de una gran complejidad: los aspectos son múltiples, las "pistas" no siempre resultan fáciles de discernir y el vocabulario, a veces, resulta ambiguo. Siendo el hombre bíblico un hombre real, al que Dios "enseña a andar" (Os 11, 1), podemos decir que cada uno de nosotros se reconoce a sí mismo en esos hijos de Abraham cuyos defectos conoce Dios, así como también sus tentaciones y sus pecados, y a los que guía en sus esfuerzos, sus conversaciones y sus heroísmos; sus problemas siguen siendo nuestros problemas y sus experiencias las nuestras. He aquí por qué la cuestión abordada hace siempre reaccionar a nuestro corazón: prueba evidente de que la Revelación divina apunta, en este caso, al hombre en puntos esenciales.

Recordémoslos.

Toda la Biblia, desde Amós a Santiago y desde el Deuteronomio a Jesús, considera la pobreza -y la expresión tiene una amplitud mucho mayor que la simple privación de dinero- como un estado violento, ante el cual no podemos permanecer impasibles. Los medios preconizados para atenuarlo son los propios de una época: en la Biblia no se pretende que su repetición y su imitación servil alcancen hasta el final de los siglos. Este punto de vista realista no representa su pensamiento exclusivo. Pese a una corriente de ideas, a nuestro juicio, muy "localizada", que tiende a identificar pobres y pecadores, ella ha observado que los pobres son religiosos más fácilmente que los ricos, por ser menos tentados de bastarse a sí mismos que los ricos y, en consecuencia, de cerrar su espíritu a Dios. Esto se da, sobre todo, en los "pequeños", hacia los que la Biblia muestra predilección y a los que sitúa entre la opulencia y la indigencia: una idea proudhoniana cristaliza desde el Antiguo Testamento. En todo caso, la crítica de la riqueza, realizada desde un punto de vista religioso, proseguirá incesantemente desde los profetas a Jesús. Y es precisamente Cristo quien, habiendo elegido la pobreza como medio de Redención, la consagra como un valor positivo. En adelante, cada pobre, con su caiga particular de miseria, es un testimonio y como un sacramento del gran Pobre, anunciado por el Segundo Isaías.

A partir de Sofonías, ocurre que el vocabulario de pobreza experimenta una trasposición espiritual, sirviendo para designar la actitud del hombre ante Dios en su calidad religiosa de "cliente". Nos hemos esforzado en describir concretamente esa línea mística de Israel, expresada anónimamente en el Salterio, pero jalonada por grandes figuras, como la de Jeremías, el autor del libro de Job y, sobre todo, María, la Virgen humilde que, en el umbral del Nuevo Testamento, resume en sí misma toda la profundidad espiritual de la Alianza. La pobreza, en este sentido, es uno de los matices de la fe, abandonada, confiada y alegre, muy próxima a la humildad y que se resume en una actitud de expectativa religiosa. La Bienaventuranza de los pobres, en san Mateo, alude a esta disposición fundamental. Su enunciado se prolonga a través de la crítica del fariseísmo, tan importante en el Evangelio, y en la parábola de los niños que viene a ser como la antítesis de esta crítica.

Existen relaciones concretas entre estas dos "pobrezas": la efectiva y la "espiritual". Históricamente, en el seno de la primera ha germinado la segunda. Es un hecho que los esenios, para acercarse a ella, se sujetaron con una especie de voto de pobreza. Y Cristo ratificó esta doble experiencia de la tradición.

Ninguna de las enseñanzas bíblicas ha quedado, ni debe quedar olvidada.

Sin pretender extraer de la Biblia un tratado de economía, ni un manual de sociología, como hace poco se ha extraído de ella una política, no podemos olvidar las incidencias sociales de los principios religiosos que en ella se sientan. Jesús no ha pretendido organizar la tierra, pero se ha dirigido a los hombres tal como son, hombres de carne y hueso, y sabemos bien hacia qué lado se inclinan sus preferencias.

La pobreza evangélica, practicada por El, ha permanecido en la Iglesia como un signo manifiesto de comunión con su espíritu. El santo que más se ha aproximado a El, quizá sea el Poverello de Asís. La pobreza de Francisco es, a un mismo tiempo, liberación, alegría, fraternidad y unión con Jesús. La tradición de la pobreza evangélica se va transmitiendo en la institución monástica. Y hoy día parece haber encontrado nuevos matices en los padres de Foucauld y Chevrier y en las familias apostólicas que custodian la herencia de estos hombres de Dios.

La pobreza evangélica, en su sentido más profundo, es un "abandono radical", una humildad total y, en consecuencia, una confianza ciega en Dios. Esta es la disposición esencial que la Biblia, en sus mejores páginas, ha ido descubriendo medio a oscuras, lo que confiere a la descendencia mística de Israel su grandeza, la que fue vivida por María y sublimada, finalmente, por Jesús, el anau que magnifica a los "pobres de espíritu". Desde ese momento, la idea de la pobreza se transmite como el secreto de la santidad. La Iglesia, en sus solemnes "Veni Creator", nos hace cantar: "Ven, Padre de los pobres". Y los teóricos de la vida espiritual prosiguieron, con Berulle: "Debemos tener un verdadero espíritu de pobreza en la oración". Este es, sin duda, el mensaje fundamental, confiado a la santita de Lisieux para que fuera transmitido a nuestra época, tan ávida de conocer. Y como punto final de nuestro itinerario, vamos a copiar gustosamente algunas notas suyas interesantes:

La santidad no depende de ésta o de aquella práctica, sino de una disposición de espíritu que nos hace humildes y pequeños en los brazos, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre...

Lo que le gusta a Dios de mi alma es verme amar mi pequeñez y mi pobreza y la esperanza ciega que tengo en su misericordia...

No temas: cuanto más pobre seas, más te amará Jesús.

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