Las persecuciones


La primera persecución comienza con la acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo: el incendio de Roma, que contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de hostilidad hacia ellos.

En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz. En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» un período de peligrosa desintegración política, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. Esta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.

La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado. La experiencia sufrida sirvió en todo caso para que los cristianos se fortalecieran y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme.

La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV. Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia. La persecución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio.

La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de la última gran persecución. Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella última persecución formal, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso. El edicto de Galerio, ya emperador, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino tan sólo una cautelosa tolerancia. El Cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía.

El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez y su autor principal fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado «Edicto de Milán». La legislación discriminatoria en contra de los cristianos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.

La orientación pro-cristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado derecho romano-cristiano.

El avance del Cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana fueron resueltamente contrarios al paganismo.