Historia de la Iglesia siglo a siglo. Epílogo
Autor: P. Antonio Rivero
Fuente: Catholic net
EPÍLOGO
No hay conclusión ni punto final en una historia de la iglesia, como puede
haberlo en una historia de las dinastías del antiguo Egipto o de la monarquía
francesa. Lo que comenzó el año 30 después de Cristo, continúa todavía hoy.
Hemos caminado al lado de una muchedumbre de cristianos. Hemos sido sensibles
al entusiasmo de unos y a los compromisos de otros. Hemos vivido el drama de
ciertas situaciones. La fidelidad al evangelio de Jesús, obra del Espíritu de
Pentecostés, permite a los cristianos de hoy asumir la tradición viva y
transmitir la herencia recibida bajo unas formas renovadas en un mundo que
cambia. Los cristianos de antaño se enfrentaron con las dificultades de su
época; nos toca hoy a nosotros enfrentarnos con las nuestras y dar solución
desde el amor y la verdad del evangelio.
El siglo XXI se nos ha abierto, desde el punto de vista mundial, con
conflictos terroristas y bélicos en Afganistán, en Medio Oriente, y en otras
partes de la tierra. Todavía nos espantan las escenas del 11 de septiembre de
2002, en Estados Unidos.
También nos avasalla el problema de la globalización, con sus luces y sombras.
Nos preocupa todo el campo de la bioética: la clonación, la fecundación
artificial y demás experimentos genéticos...¿a dónde llegará el hombre con su
ciencia? ¿Todo lo que se puede hacer, se debe hacer? No todo avance técnico
significa de por sí avance ético y moral. Nos asusta el pulular de sectas y
los movimientos pseudorreligiosos, que nos ofrecen todo tipo de propuestas,
como si fueran supermercados religiosos o restaurantes a la carta.
El siglo XXI y el tercer milenio de la era cristiana habrán de afrontar
desafíos inéditos, cuyo alcance resulta imposible adivinar. La defensa de la
vida humana, la resistencia frente a posibles aberraciones de la ingeniería
genética, la lucha contra la corrupción en la vida pública y las clamorosas
desigualdades existentes entre los hombres, el esfuerzo por extender el acceso
a los bienes de la cultura y un razonable bienestar a todos los pueblos de la
tierra, estos y otros muchos campos más serán frentes abiertos a la generosa
acción de los cristianos en el mundo.
La iglesia ha luchado y luchará con denuedo en la defensa de la persona,
imagen y semejanza de Dios. Esta misión a favor del hombre la iglesia la ha
venido cumpliendo desde los comienzos mismos del cristianismo. Es cierto que
en tan dilatado espacio de tiempo ha habido miembros de la iglesia que han
cometido errores y tuvieron conductas públicas y privadas impropias del nombre
de cristianos, y que esa incoherencia entre el Evangelio y su vida se dio
incluso en jerarcas y pastores.
Tal fue el caso del impacto del régimen señorial de la edad media,
investiduras y patronatos incluidos en las estructuras eclesiásticas; o de
algunos modos con que la inquisición persiguió la herejía, cuando ésta era
considerada el peor de los crímenes y se estimaba la unidad religiosa como el
supremo bien de una comunidad política; o, todavía, el error del nepotismo,
fruto de un desordenado extravío de los afectos familiares.
Pero sería obstinación sectaria cerrar los ojos ante la evidencia: es
indudable que ninguna institución ha hecho tanto a lo largo de los siglos a
favor de la persona humana y de su dignidad, ninguna ha aportado tantos
beneficios a las sociedades terrenas, como la iglesia de Cristo; y eso durante
dos milenios y en todos los lugares de la tierra a donde llegó su presencia y
su acción apostólica. Y no se olvide por otra parte que el fin primordial de
la iglesia no es mejorar la condición del hombre en el mundo, aunque esto
también forme parte de su misión, sino abrirle el camino que ha de conducirle
a la eterna bienaventuranza. Nadie como la Iglesia ha sembrado la paz, el bien
y la belleza en el curso de la historia, ni está por tanto más cualificado que
ella para asumir la defensa de la dignidad humana en el mundo del tercer
milenio.
Precisamente por eso, ningún poder de la tierra, sólo el Papa Juan Pablo II,
ha tenido el valor de pedir perdón públicamente en la jornada de perdón del
año del Gran Jubileo del 2000 por los pecados y errores de quienes encarnaron
a la iglesia en las distintas épocas de la historia. Así decía el Papa en la
homilía del 12 de marzo: “El actual primer domingo de cuaresma me ha
parecido la ocasión apropiada para que la iglesia, reunida espiritualmente
alrededor del sucesor de Pedro, implore el perdón divino por las culpas de
todos los creyentes. Perdonamos y pedimos perdón”.
La iglesia ha comenzado el siglo XXI bajo el timón de Juan Pablo II y con su
consigna: “Remad mar adentro...desplegad las velas”. El impulso
evangelizador de la Iglesia es muy fuerte y consciente. La Iglesia está
decidida a llevar su mensaje de salvación a todas partes, porque así se lo ha
mandado el Maestro, nuestro Señor Jesucristo. Es un deber que nos incumbe a
todos los miembros de la Iglesia. Y todo, con la caridad de Cristo que nos
urge. Haremos la verdad, pero con caridad. Ya el Papa ha pedido perdón por las
veces que hijos de la Iglesia no supieron hacer esa verdad en la caridad.
Ahora es el momento. Tenemos un desafío: la unidad de los cristianos y el
diálogo interreligioso con las demás religiones, que el Papa Juan Pablo II
tanto ha impulsado y favorecido. ¿Lograremos terminar este siglo XXI sentados
todos en la misma mesa, hablando el mismo lenguaje y mirándonos y amándonos
los unos a los otros, como hermanos?
Sueño con la misma esperanza de Monseñor Van Thuan en su libro “Testigo de la
esperanza:
“Sueño con una iglesia que es Puerta Santa, abierta, que acoge a todos,
llena de compasión y de comprensión por las penas y los sufrimientos de la
humanidad, dedicada a consolarla. Sueño con una iglesia que es Palabra, que
muestra el libro del evangelio a los cuatro puntos cardinales de la tierra, en
un gesto de anuncio, de sumisión a la Palabra de Dios, como promesa de la
alianza eterna. Sueño con una iglesia que es pan, eucaristía, que se deja
comer por todos para que el mundo tenga vida en abundancia. Sueño con una
iglesia que está apasionada por la unidad que quiso Jesús, como Juan Pablo II,
que abre la Puerta Santa de la Basílica de san Pablo Extramuros, ora en el
umbral y avanza junto con un metropolita ortodoxo, con el arzobispo anglicano
de Canterbury y con muchos otros representantes... Sueño con una iglesia que
lleva en su corazón el fuego del Espíritu Santo, y donde está el Espíritu hay
libertad, diálogo sincero con el mundo y especialmente con los jóvenes, con
los pobres y con los marginados; hay discernimiento de los signos de nuestro
tiempo...Sueño con una Iglesia que es testigo de esperanza y de amor, con
hechos concretos...”.
Me sirven también las palabras de Nicolaj Gogol, insigne literato ruso, fiel
de la iglesia ortodoxa: “Nuestra iglesia debe ser santificada en nosotros y
no en nuestras palabras. Nosotros mismos debemos ser nuestra iglesia, nosotros
mismos debemos anunciar su verdad. ¿Dicen que nuestra iglesia carece de vida?
Mienten, porque nuestra iglesia es vida; su mentira, empero, deriva de un
razonamiento lógico y justo: nosotros somos los cadáveres y no nuestra
iglesia, y juzgando por nosotros la han calificado también a ella como un
cadáver. ¿Cómo debemos defender a nuestra iglesia y qué respuesta podemos dar,
si nos preguntan: “Pero, ¿vuestra iglesia os ha hecho mejores? ¿Cada uno
de vosotros cumple realmente con su deber?” ¿Qué les responderemos, cuando
en un momento determinado el alma y la conciencia nos digan que hemos ignorado
siempre a nuestra iglesia y que incluso ahora apenas la conocemos? Poseemos un
tesoro inestimable y no sólo no nos alegramos de ello, sino que no sabemos ni
siquiera dónde lo hemos puesto... No hemos introducido aún en nuestra vida
esta iglesia, creada para la vida. Dios nos guarde de defender a nuestra
iglesia ahora. Significaría desacreditarla. Para nosotros sólo hay una
propaganda posible: nuestra vida. Con nuestra vida debemos defender a nuestra
iglesia, que está completamente viva; con la pureza de nuestras almas debemos
anunciar su verdad. El predicador debe presentarse al pueblo de modo que su
mismo aspecto humilde, ojos ausentes y voz calma, sugestiva, que viene de un
alma en la que han muerto los deseos de este mundo, induzcan a todos a
convertirse aun antes de que él explique de qué se trata; y entonces al
unísono le dirán: “No pronuncies palabras, incluso sin ellas sentimos la santa
verdad de tu iglesia”.
No olvidemos lo que dijo el Papa Juan Pablo II, recordando en Milán a san
Carlos Borromeo: “La iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos
reformadores. La iglesia tiene necesidad de nuevos santos”. ¡Atrevámonos a
ser santos, con la ayuda de Dios! Sólo así haremos creíble, hermosa y fuerte a
nuestra Madre Iglesia, y podremos limpiar las manchas que algunos hermanos
nuestros, también nosotros, han provocado e infligido en el rostro de la
Iglesia.
Que terminemos nuestra vida como la terminó santa Teresa de Jesús, la santa de
Ávila, lugar donde yo también nací: “Por fin muero como hija de la
iglesia”.