Autodominio Cristiano
Autor: Sophia Institute Press
Capítulo 3: Vive según las leyes del espíritu
La vida espiritual de cualquier persona puede surgir de cualquiera de dos puntos
de partida: El pensamiento de Dios o el pensamiento de sí. Hay mentes que se
vuelven a Dios naturalmente y para quienes las cuestiones de fe han sido siempre
naturales. Existen otros que han alcanzado a Dios a partir del conocimiento de
sus grandes creencias. La tendencia natural de estas mentes consiste en ver
hacia dentro y no hacia fuera. Pueden ver hacia fuera y hacia arriba por lo que
han descubierto dentro de sí.
El conocimiento de sí les ha mostrado que no poseen en sí mismos el poder de
ayudarse y solamente, como la hemorroisa ( (Mc 5, 26), después de sufrir a manos
de varios médicos, buscar a Dios.
El conocimiento de sí separado de Dios solamente puede conducirnos a la
desesperanza. Necesitamos de la mano de Cristo para levantarnos.
La vida espiritual de casi todos los hombres surge entonces del conocimiento de
Dios o de si y el fin ha de ser el mismo. De la grandeza y santidad de Dios, uno
aprenderá la grandeza del destino del hombre a quien Él se ha revelado. Del
otro, a partir de sus grandes carencias, aprenderá de la grandeza y del amor de
Dios que redime.
Aquel que siente que la indigencia de su naturaleza no puede ser satisfecha que
por algo más que su naturaleza buscará lo sobrenatural en Cristo.
Dos miembros del Colegio Apostólico representan estos dos puntos de partida del
conocimiento cristiano y de la vida: San Juan y San Pablo.
San Juan es el prototipo de la mente objetiva. Mira hacia arriba y hacia fuera.
Ve al sol. En sus escritos nos dice poco o nada de si mismo y de sus luchas. Le
conocemos principalmente como el espejo en el que se refleja la Corona de
Cristo. Es el gran contemplativo. Cuando llega a hablar de su persona, se
refiere de sí mismo casi de forma impersonal: es “el discípulo que Jesús amó” (Jn
21,1); es aquel cuya vida estaba “escondida con Cristo en Dios (Jn 21, 20; Cel
3,3).
¿Qué podemos aprender de él acerca de los misterios de alma humana, de la
angustia de la penitencia y la triste memoria del pecado? Nos habla del infinito
amor de Dios y nos revela la grandeza del destino del hombre, quien puede
ascender a una intima y cercana amistad en el Altísimo.
El otro es San Pablo. No existe secreto del corazón humano que no conozca. Sus
experiencias son para todos. Las entrega libre y generosamente a los hombres.
Posee encanto maravilloso y precioso: El poder hablar de sí mismo sin sombra
alguna de egoísmo. Nos relata su idealismo y su importancia y su importancia
para realizar sus ideales, y cómo al fin lo logró. Lo que nos diga, nos llega
con la frecuencia y vitalidad de una vivencia personal.
Los elementos de su personalidad aparecen por doquier.
Sus palabras pulsan y vibran con una intensa personalidad.
Es el representante de la mente subjetiva que mira al interior. Estudiando,
analizando, y registrando sus propias operaciones.
No podemos permitirnos el lujo de prescindir de la revelación de alguno de estos
apóstoles. Ambos, juntos, son necesarios para mostrarnos el camino por el cual
el hombre puede unirnos a Dios.
Conquista tus pecados con más que el auto conocimiento.
Es incierto afirmar que la única cosa necesaria para vencer al pecado y alcanzar
la perfección es un más perfecto conocimiento de nuestra naturaleza y sus leyes.
Si en algo nos conocemos, estaremos dolorosamente concientes de que bajo el
influjo de una gran tentación, frecuentemente actuamos en oposición directa a
nuestro conocimiento.
El mero conocimiento de lo que no hemos de hacer, aún de los desastrosos
resultados de aquello que estamos tentados a hacer, no necesariamente nos
impedirá realizarlo. San Pablo nos dice que “… el querer el bien está en mí,
pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero”. (Rom 7,18 – 19).
Aunque ciertamente no es del todo verdadero afirmar que la ignorancia es la
única o principal causa del fracaso, sin duda tiene algo de verdad. Muchas
personas entusiastas han perdido todo el gozo y éxito conciente en la vida
espiritual por no entenderse. Si nos entendiéramos mejor, ciertamente seríamos
capaces de aplicarnos mejor.
Hay muchos que han fracasado persiguiendo lo imposible.
La ignorancia de las más elevadas, sutiles y misteriosas leyes de nuestro más
profundo ser forzosamente conllevar fracaso y sufrimiento.
En realidad, necesitamos conocernos y conocer las leyes que gobiernan nuestras
vidas, así como conocer y utilizar los remedios que Dios nos proporciona para
curara la enfermedad provocada por la relación de estas leyes.
No hay dos personas iguales y de cierta manera cada individuo se encuentra solo.
Cuando tenemos frente a nosotros una gran decisión o tentación sentimos la
soledad de la propia personalidad. Es imposible poner en palabras las cosas para
que otro pueda entender lo que hace de la dificultad mi dificultad.
Sin embargo, son tan parecidos los corazones humanos, es tan una la naturaleza
humana, que el conocimiento de nosotros mismo nos ayuda a entender a otros y
hace posible analizar la estructura y operación del alma para así adquirir algún
conocimiento de las causas y resultados de las luchas intensas comunes a todos
los hombres. Las tentaciones y disposición de uno pueden ser muy distintas de
las de otro, y aún así las causas de la tentación, el fracaso o el éxito pueden
ser – y son –las mismas en todos.
San Pablo, como en el caso de todos los grandes maestros, nos enseña con tal
sencillez que nos hace preguntarnos cómo no llegamos a muchas conclusiones
nosotros mismos.
El conflicto siempre rondará el alma
San Pablo nos describe la incesante lucha que se libra en cada corazón humano.
El hombre no es uno consigo mismo. El alma es como una casa dividida, como un
reino en revolución. Este conflicto no es entre cuerpo y alma; es más profundo y
más íntimo. Se encuentra en los mismos manantiales de nuestro ser.
El alma en su profundidad no es una condigo misma. Frecuentemente tiene que
decidir y actuar en el torbellino de una oposición directa que surge del
interior. Si el alma completa tuviese enfrentar la oposición o tentación que
viene de fuera, sería una cuestión más sencilla; al venir de dentro es más
complicado. Lo experimentamos todos los días y aún así no nos damos cuenta de lo
anómalo que es “Solamente el hombre es así; todas las demás creaturas conservan
la unidad en sí mismas. Únicamente el hombre no es dueño de sí. Se encuentra
rasgado y torturado por el conflicto interno, por su incapacidad de dirigir
todas las fuerzas dentro de sí para conseguir su fin y obtener su propia
perfección.
Tu mente y tu voluntad se encuentran enfrentadas
San Pablo nos muestra donde se asienta este conflicto interno: en la más alta
región de la vida del alma.
El conflicto existe primordialmente entre las facultades morales e
intelectuales. La mente y la voluntad no es tan en sintonía. La mente ve y se
deleita en lo bueno y la voluntas elige lo malo. El orden natural es derrocado;
la voluntad se niega a obedecer los dictámenes de la razón. Lo que la mente
desea, la voluntad se niega a ejecutar.
Amamos el espíritu del no ser de este mundo y somos mundanos hasta el centro de
nuestro corazón. Detestamos la falta de sinceridad y somos elocuentes en la
alabanza de la verdad y somos poco veraces.
Esta oposición entre nuestros ideales y nuestro actuar no surge de la hipocresía
sino del hecho de que “no hacemos las cosas que queremos”
Estamos tan acostumbrados a estas extrañas paradojas que no nos percatamos de lo
sorprendentes que son. Si ocurrieran en cualquier otra esfera de la vida que no
es cualquier otra esfera de la vida que no fuese la moral, lo consideraríamos
una verdadera locura. Sin embargo, nadie puede dudar que la vida moral es la
vida esencial del hombre y a la que todo lo demás debe servir.
Dichas paradojas son tan comunes que escasamente reparamos en ellas y si lo
hacemos, nos referimos a ellas como las inconsistencias comunes a la fragilidad
humana, Pero no son comunes, se encuentran en oposición directa a la invariable
ley de acción que impone en todos los otros campos de la vida humana.
¿Quién puede imaginarse a un hombre actuando constantemente en contra de sus
intereses, deseos y gustos, detestando lo que hacía y sin embargo haciéndolas
todavía?
Existe un departamento aislado en la naturaleza del hombre en el que la ley de
su acción es totalmente excepcional: Aquel es el cual las facultades
intelectuales y morales se niegan a cooperar, y la voluntad delineada, y muchas
veces desafiante, nota los mandatos de la razón.
Esta es, entonces, la causa de la pérdida de la unidad interna de la que cada
uno somos concientes. El hombre no es uno consigo mismo. No está seguro de sí
mismo. No tiene la certeza de que pueda y hará todo lo que quiera hacer; no es
señor de los numerosos dones de su naturaleza porque no está seguro de su falta
de lealtad, se que traicionará sus más elevados y que vendrá su primogenitura,
de hijo de Dios, por un plato de lentejas (Gen: 25, 29 – 34).
¿Por qué es esto?
San Pablo encuentra que estas extraordinarias inconsistencias morales surgen por
que nuestra naturaleza es el foro de la lucha constante de cuatro fuerzas, cada
una de las cuales lucha por la dirección del alma. No son impulsos o pasiones.
A estas cuatro leyes las llama “la ley de los miembros la ley de la mente, la
ley del pecado y la ley de, Espíritu de la Vida. (Gen 25,29 – 34)
A estas cuatro leyes, que trabajan con la persistencia y precisión de la ley,
atribuye todo lo que pasa en el alma para bien o para mal; al conflicto entre
ellas atribuye casi todas las paradojas.
Encontramos que estas cuatro leyes operan en pares. Un para trabaja para el mal
y el otro para el bien.
El conflicto no es uno entre el pecado y la santidad. Existe una fuerza , una
ley que conduce al pecado, una tendencia en el alma, no directamente pecaminosa,
que le prepara para el pecado, al que, si se le permite operar, llevará al alma
cautiva del pecado, a su libertades, la ley del Espíritu de Vida, que la libera
de la ley del pecado y de la muerte.
La ley de los miembros prepara el camino al pecado
De acuerdo a San Pablo hay una ley que trabaja en nuestro interior y de esa
labor resultan actos y deseo que no son pecaminosos en sí mismos pero que
preparan el camino para el pecado. Todos distinguimos lo que está claramente
bien o mal pero existen cosas que se ubican en el terreno de lo debatible, en la
región del crepúsculo. El alma que vive bajo la ley de esta tierra con seguridad
acabará por mudarse al reino de la oscuridad y el pecado.
El nudo del conflicto lo pelean las cosas que en sí mismas no están ni bien ni
mal. El hombre que decide no hacer lo que es claramente malo, pero que hace todo
lo demás que desea hacer, encontrará que, a la larga, no puede escapar del
pecado real.
Se dan en la vida del hombre palabras, actos, deseos e inclinaciones que, aunque
parezcan independientes, pueden ser agrupadas en la misma categoría – el trabajo
de una ley suyo objeto es subyugado bajo el dominio de pecado. A esto llama San
Pablo la “ley de los miembros”. Permiten a un hombre ceder al control de esta
ley es permitir que pronto sea un cautivo de la ley del pecado.
Al principio huimos y evitamos los pecados que posteriormente nos esclavizar. No
nos hemos habilitado aún a aquellas cosas que debilitan la voluntad y disminuyen
el tono moral preparando el camino para la terrible caída. Pequeños actos
indulgentes, no malos en sí mismos – el deleitarse en el gozo de los sentidos,
el evitar el sacrificio sistemáticamente, el refugiarse en amistades para evitar
la cotidianidad y realidad domética - han ido fraguando el naufragio del alma.
Todos estos actos fueron el resultado del trabajo constante de la ley de los
miembros que conduce al hombre al cautiverio de la ley del pecado.
Es contra esta ley ha de ser combatida sin descanso o se corre el riesgo de que
nos derrote. Solamente una vida mortificada y disciplinada puede resistir los
embates del pecado. San Pablo nos dice que se libra una batalla constante e
incesante entre la ley de los miembros y la ley de la mente de que la ley del
pecado pueda ejercitar su poder sobre el alma.
La ley del pecado conduce a la muerte espiritual
San Juan nos dice que “… el pecado es la transgresión de la ley” (1 Jn 3.4) El
pecado es la violación de la ley de vida del alma, pero el pecado tiene su
propia terrible ley.
El pecado es la entrada a la vida espiritual del hombre de aquello que se
encuentra en mortífera oposición a la misma, y que opera bajo su propia ley. La
ley del pecado es la ley de la muerte. Es la destrucción de la vida espiritual.
Cuando el pecado tomas posesión de un alma, esta muere. La voluntad, aún cuando
se encuentre fortalecida para otro tipo de trabajo, se encuentra debilitada ante
los embates del pasado. La razón se obnuvila y oscurece para la acción moral.
Las potencias del alma se rehusan a cooperar para su bien. Un cuerpo enfermo,
marchito y macilado es una buena imagen del alma deshonrada y traspasada por el
pecado.
Una vez que el pecado ha sido aceptado y consentido, crece y se desarrolla según
su propia ley. La vida del pecado es la muerte del alma, su fortaleza la
debilidad del espíritu y su crecimiento la descomposición del alma.
No podemos negociar con él. Únicamente podemos hacer dos cosas: matarlo –
extriparlo como cáncer – o dejarlo crecer de acuerdo a su ley y sin control
alguno por parte nuestra.
Probablemente no conozcamos la rapidez o lentitud con la que pueda crecer un
pecado abandonado a su suerte hasta que veamos qué tanto se han extendido sus
raíces, cuánto se ha agotado la vida del alma y que horrible y anormal ha sido
su desarrollo. Muchos pecados crecen de manera lenta e imperceptible como el
egoísmo y la soberbia; otros como la impaciencia crecen con terrible rapidez.
Aquel que cede a la ley de los miembros se encontrará entregado a la ley del
pecado. Estas en las dos fuerzas que cooperas para – del alma comenzando con el
disfrute de todo lo que ofrece la vida, alejándose de todo lo doloroso y
terminando con la oscura y desesperanzada esclavitud del pecado.
Déjate guiar por la ley de la mente
Hoy estas dos fuerzas que trabajan con igual persistencia y cooperara para el
bienestar del alma y si liberación: la ley de la mente y la ley del Espíritu de
visa en Jesucristo Nuestro Señor. Una de estas es natural y la otra
sobrenatural, aún así ambas operan por ley, y siempre trabajan juntas.
La obediencia a la ley natural de la mente es la preparación por la cual el alma
llega a sujetarse a la ley del poder sobrenatural del Espíritu de vida.
Las leyes de la mente y de los miembros se encuentran en constante batalla.
Hay una ley cuyo objeto es elevar el alma a lo mejor que tiene en sí y por
encima de ella a lo sobrenatural. Siempre actúa de forma incesante y constante y
siempre en la misma dirección.
En medio de lo que suscitan motivos conflictuantes que demandan audiencia en la
sala de consejo del alma, hay una vez que siempre habla por sus intereses reales
en contra del sacrificio del todo por las partes. Es la ley del verdadero ser,
la vez de la conciencia.
No es una ley abstracta, ni una ley externa promulgada desde fuera como la del
Sinaí. Se encuentra por encima de todo lo personal; San Pablo la llama “la ley
de mi mente” Interpreta la ley externa para el individuo. Existen obligaciones y
deberes que obligan a unos y no a otros y surgen de la vocación, condición de
vida, formación y logros espirituales; todo esto es tomado en consideración. La
ley de la mente conoce y sopesa el pasado, entiende la capacidad del alma, sus
posibilidades y destino. Es la ley de la perfección del alma espiritual.
Cualquiera que sean las complicaciones derivadas del pecado pasado, esta ley
puede indicar el camino de la libertad.
Como toda ley, su fuerza y debilidad radica en que actúa tanto los detalles
minúsculos como en grandes cosas. La ley de la mente se encuentra siempre
actuante en los más pequeños detalles de la vida diaria.
Con la mira puesta en el futuro ordena en el presente para que pueda el alma
entran a la contemplación de Dios.
La ley de la mente trabaja moldeando lo que toca de manera casi imperceptible.
Cada dirección de la conciencia debe ser obedecida para que pueda dirigir al
hombre a su salvador. Es Él quien salva, no la conciencia.
Permite que el Espíritu de vida te conduzca a Cristo
La luz de la mente lleva al alma a su libertador: el Espíritu de vida en
Jesucristo, Nuestro Señor. Este Espíritu de vida opera por ley. Su acción sobre
el alma no es caprichosa.
Guía al alma a través de la ley de la mente. La conciencia es una válvula de
escape a través de la cual la gracia del Espíritu de Dios inunda el alma. Si la
conciencia se cierra y se viola la ley de la mente, el flujo de la gracia se ve
interrumpido; si la conciencia se abre, el arroyo de la gracia se convierte en
un torrente potente, refrescante, vigorizante que eleva todas las potencias del
alma. Se da entonces una doble acción: la conciencia escucha la voz del Espíritu
y se ve iluminada con una luz y sensibilidad sobrenatural y así se abre con
mayor frecuencia, hasta que, por el flujo incesante de la gracia que empapa a
todas las facultades, el ser completo es sobrenaturalizado.
Una vez la batalla no se libra entre el --- pecado y la virtud, sino entre la
ley de los miembros y la ley de la mente. Del ganador de esta batalla depende
cuál de estas dos leyes gobierne el alma.
Tras estos dos combatiente se encuentran los poderes de la vida y de la muerte,
del pecado y la rectitud aguardando el desenlace.