Autodominio Cristiano

Autor: Sophia Institute Press


Capítulo 6: Lucha por el equilibrio



La verdad de la fe cristiana puede expresarse en forma de paradoja. Cualquier error para conservar el equilibrio y proporción en las aseveraciones resulta en falacias.

En cuanto a las discusiones acerca de la naturaleza de Cristo que han durado siglos, la Iglesia ha conservado el equilibrio entre las partes contendientes y ha enseñado que “Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre” .

Así con las doctrinas referentes a la vida humana. La Iglesia, reconociendo plenamente todo el bien y el mal existente en el hombre, enseña que su naturaleza no es totalmente mala o totalmente buena; que es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, pero caído, y que sin la gracia de Dios puede adquirir la perfección.

En cuanto a la vida espiritual del hombre ha habido quienes han enseñado que el acto más grande del hombre es permanecer quieto y dejar a Dios trabajar en su interior – que el hombre nada puede hacer; Dios ha de hacerlo todo. Por otro lado, ha habido otros que, al sentir la intensidad de la propia lucha y poco el auxilio sobrenatural, han enseñado que el hombre debe pelear sus propias batallas lo mejor que pueda. La Iglesia, reconociendo lo verdadero y rechazando lo erróneo y equivocado, ha enseñado la verdad en la gran paradoja de San Pablo: “(…) trabajad por vuestra salud. Pues es de Dios quien obra en vosotros (…)” (Fil 2,12-13).


No desarrolles solo parte de tu alma

La naturaleza humana tiene varias facetas y su conciencia ha de cuidarlas todas. “y no puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti” (1Cor 12,21). Cada miembro del cuerpo debe ser utilizado para el bien de todo el organismo.

Si alguien se dedica a la tarea se desarrolla únicamente una parte de la vida, pronto encontrará que falta en perfeccionar una parte, porque necesita muchas cosas que llegan de otras.

Existe el mismo peligro en la lucha contra el pecado y el esfuerzo por formar las virtudes. Muchos que se han propuesto conquistar una falta y ponen toda su mente en ello encontrarán, que si no tienen cuidado, habrán caído en otra.

La virtud no puede crecer vigorosamente y multiplicarse en el trasero de un solo departamento de la vida del alma. Toda virtud cristiana tiene más que una faceta y es algo complicado y con un equilibrio muy delicado. Tiene que mirar hacia Dios y hacia el hombre: hacia la persona quien habita y hacia otros; hacía sí misma y hacia el lugar que ocupa en el lama y su relación con las demás virtudes. Ha de ser atendida en su crecimiento por el intelecto, la voluntad y los afectos y tiene que resistir la severa poda de la razón. También tiene que poder vivir a la intemperie y soportar la rudeza del mundo exterior; ha de poder crecer en el silencio de la oración y la presencia de Dios.

Puede darse el crecimiento desordenado de una virtud hasta no dejar espacio para otras que son igualmente necesarias o más necesarias aún. O por otro lado, podemos desarrollar una virtud de un departamento de la vida descuidando todas las demás.

Una virtud no es una virtud cristiana si se vive con excepciones. Debe tener su raíz en la persona y cubrir todos los aspectos de la vida interior.

Al esforzarme por conquistar nuestras faltas hemos de estar alertas a los peligros de la polarización. Las virtudes que trabajamos por corregir no son tan simples como parecen, y los materiales de los que se forman, si no son mezclados en proporciones exactas, pueden producir no una virtud sino una falta o un vicio.

La humildad es la mezcla perfecta de los más altos y bajos pensamientos de si. El humilde tiene a la vez conciencia de su nada y de su exaltación como criatura de Dios a quien Él atrajo hacia sí. Y logra, con el sentido de su indignidad mantener una dignidad que gana respeto. Si deja fuera el respeto de sí, su humildad no es verdadera humildad y termina siendo una degradación propia.

Así también la caridad cristiana que odia al pecado, pero ama al pecador con in amor que emerge del amor de Dios. La verdadera caridad cristiana mezcla, en perfecta proporción, justicia y amor.

Toda virtud requiere el equilibrar y mezclar características que en un primer momento pueden parecer opuestas y de esa manera abrazar los múltiples dimensiones de la naturaleza humana y mantener al hombre proporcionado.

“Todo vicio es una virtud llevada al extremo”


Equilibra tu independencia con tu dependencia de otros

Tenemos una vida propia y un deber para con nosotros mismos y una vida en relación a los demás. Un deber es una deuda, algo que debemos. Esto no es algo que hayamos hecho nosotros mismos. Es uno bajo la cual nos encontramos colocados –una ley que podemos libremente cumplir o quebrantar, pero si la rompemos, habremos de afrontar las consecuencias; la consecuencia inmediatamente es un daño moral para nosotros mismos.

No puedo con impunidad violar el deber conmigo mismo por el más grande vínculo amistoso, o de parentesco y no puedo violar mi deber con otros en ventaja propia.
Dios ha ordenado que el bienestar y la perfección del individuo se encuentren ligadas a otros: “(…) “ No es bueno que el hombre esté solo “(Gen 2,18) sin embargo, ha de guardar y proteger su propia vida para no perderla.

Desde el despertar de la conciencia y alo largo de la vida, nuestros deberes para con otros y nuestras relaciones con ellos son más complejas y extensas, y nuestro deber hacia nosotros mismos más absoluto y exigente.

En la vida de cada hombre cuyo carácter se este desarrollando dentro de los parámetros deseados, habrán dos características aparentemente contradictorias: dependencia e independencia. Estas dos deben mezclarse y armonizar en la proporción adecuada en la medida que la vida avanza. El hombre que es irresponsablemente indiferente a otros lleva la marca del fracaso estampada en sí mismo, y aquel quien es totalmente dependiente pierde toda individualidad y todo poder de influir en el mundo.

Es la armonía de estas dos características aparentemente opuestas y el equilibrar una y corregir otra que produce resultados exquisitos y delicados. La rudeza e independencia que constituyen el peligro natural del hombre fuerte dan lugar a la consideración, disposición para ser influido y delicada sensibilidad que es aún más atractiva porque no se espera. El más dependiente y naturalmente débil es protegido de la insipidez, por la fortaleza de espíritu que redondea su carácter y lo salva.

Una vida sana debe por tanto, arraizada la familia humana y la naturaleza humana ha de estar abierta al mundo que le rodea. Al mismo tiempo debe poseer un profundo sentido de los reclamos de Dios, de la conciencia y de la verdad para que nunca desee aislarse de los otros pero que a la vez pueda levantarse contra el mundo entero en cumplimiento del deber.


Conoce fuertemente que otros te afectan

El hombre fue creado para la felicidad eterna, y si la rechaza, tendrá dolor eterno. La felicidad y el dolor no, entonces, algo superficial; son las crestas y los valles de nuestra naturaleza.

Ningún hombre es independiente en sus alegrías o sus penas. Cualquiera puede robarme la alegría por lo menos un momento, cualquiera puede darme un gozo pasajero.

Dado si cualquier combinación de meras circunstancias pueda darnos tanta felicidad o dolor como otra persona.

¡Que poder guarda la personalidad! Un niño pequeño puede hacer más por alegrar el corazón de madre que todo lo que el mundo pueda ofrecerle. Una persona tiene más poder para dar felicidad o dolor a otro que toda la riqueza o influencia del mundo. El corazón no puede descansar o encontrar satisfacción en estas cosas; si una persona se encuentra en medio de ellas todo lo cambia.

Sin duda es verdad que cada uno de nosotros, irresponsables y poco pensantes como tendemos a ser, tenemos entre manos la felicidad y los dolores de otros. No podemos escapar de esto. Este poder se encuentra inalienablemente en nosotros desde que nacemos hasta que morimos –porque somos personas- y somos responsables del uso que hagamos del mismo. Sin duda, tan misterioso es este poder que la mera presencia de una persona que no se da cuenta de su responsabilidad es frecuentemente la fuente del dolor más agudo que existe. La absoluta indiferencia es más difícil de soportar que el desprecio agresivo.

El no ejercer el poder de dar felicidad a otros no es negativo únicamente en sus resultados; es la fuente del sufrimiento más real de todos. Por tanto, no hay escapatoria de la responsabilidad que atrae la posesión de este poder. No usarlo donde se debe es destruir toda felicidad.

Extraño poder confiado a menos débiles e indignas; sin embargo podría existir algo peor: que nadie pudiera intervenir con las alegrías y penas de los demás, sería un mundo de individuos aislados, envueltos por un egoísmo invencible.

Este poder de dar felicidad y dolor a otros surge principalmente de dos grandes pasiones que existen en todos los hombres: amor y odio. Son los más fuertes y profundos poderes que poseemos. Con estos se rige el mundo. Sin duda los grandes movimientos dependen del pensamiento. Las masas no son movidas por conceptos filosóficos; son movidas por la pasión.

El amor y el odio son los poderes más universalmente sentidos y los más fácilmente excitables de todos los poderes de nuestra naturaleza y afectan el gozo y el dolor de otros. La presencia del amor hará algo por aligerar los dolores y asegurar la felicidad de estos; el odio equipa a cualquiera para producir dolor.


El odio y el amor son componentes esenciales de la vida espiritual

El odio y el amor son dones divinos. El amor involucra y requiere del odio. Dios aborrece el mal y dicho odio debe ser un atributo esencial de Dios. El poder de odiar es, entonces, un don divino al hombre creado a imagen de Dios, y un elemento tan necesario en el carácter cristiano como el amor.

Aquel que es incapaz de odiar lo es porque es incapaz de amar. La intensidad del poder odiar siempre está en proporción al poder de amar. Instintivamente sentimos que un hombre puede odiar, u cuyo enojo e indignación moral no pueden ser despertados, es una pobre creatura.

El amor puede ser tan dañino como el odio cuando se da un objeto indigno y de manera incorrecta, pero no por ello es algo malo y tampoco lo es el odio. Son parte de la naturaleza del hombre. Juntos trabajan, crecen y mueren.

El instrumento con el que el odio pelea sus batallas es el enojo. El enojo es también parte esencial de la naturaleza human, por ser igualmente un atributo divino. Es un mandato apostólico. “si os enojáis, no peguéis (…) (Ef 4,26).

Sin embargo, si hay que preguntar que ha lastimado los afectos, roto los corazones y arruinado los hogares de los hombres más que ninguna otra cosa, responderíamos que el enojo.

Sin embargo, ninguna persona que merezca el nombre de persona no deja de enojarse algunas veces. Sin duda, el enojo de nadie es más terrible que el del justo y el bueno.

El enojo es la espada que Dios pone en manos del hombre para librar las grandes batallas espirituales de la vida. Mientras más ama un hombre a Dios más amará el bien y aborrecerá todo aquello que asalte o amenace al bien. Ha de odiar todo lo que se oponga al amor de Dios y de lo que se encuentra en El.

Sin la salida del enojo, el odio consumirá el corazón.

El hombre puede alejarse de Dios y vivir para sí mismo. Al alejarse de Dios, el hombre no pierde ninguno de sus poderes; ahora usa esos poderes para sí y con objetivos muy opuestos para los que Dios se los dio.

El enojo es bueno y dado por Dios; lo que puede ser malo es el uso que se le puede dar.

No hay nada más noble que la indignación moral de un hombre bueno ante lo que sea es aborrecible para Dios. ¿Hay algo más humillante que los golpes del hombre soberbio y egoísta, propinado por la espada deshonrada y sin filo del enojo mal empleado?


Usa el enojo correctamente

Necesitamos del enojo como una parte esencial de nuestro equipo moral. Ha de ser controlado, más que aniquilado para ser santificado para el servicio de Dios.

Si hemos de tener éxito en controlarlo, hemos de conquistar aquello que es causa de su abuso y eso es el vivir para sí y no para Dios. Al elegir a Dios como fin de nuestra vida, poco a poco con seguridad todas las partes de nuestra naturaleza ocuparán su lugar y trabajarán para lograr el crecimiento del alma como su creatura y a su servicio.

La batalla contra nuestro enojo ha de ser directa e indirecta. Directa, conteniéndolo y frenándolo cuando surge. Indirecta, por el esfuerzo constante de destrozarse a uno mismo dando su lugar a Dios. Solo cuando se va logrando pueda existir una victoria duradera sobre el humor o una victoria que no aboga sino consume (Mt 5,17).

Saulo de Tarso, el perseguidor temperamental e intolerante, no perdió nada de su fuego y energía cuando se convirtió en “esclavo de Cristo” (Rom 1,1). San Juan, el apóstol del amor, fue el hijo del Trueno (Mc 3,17) hasta el final.

El hombre que es esclavo del enojo ha permitido que el odio, que al principio era odio del mal, se separe del amor y actúe independientemente. Ya no tiene nada que ver con el amor de Dios. Se ha mudado al lado del propio ser.

Aún cuando se levante con enojo contra el mal, se convierte en un sentimiento personal de amargura e irritación. No es entonces, la navaja del amor, es su enemigo. El amor de Dios obtiene y santo y ennoblecedor odio del pecado; pero ningún odio, ni siquiera el odio del pecado puede obtener el amor de Dios.

Al amar a Dios, el alma ama a todo en y por Dios, y odiará solo lo que Dios aborrece.


Gobierna tu amor

El amor es la fuente inequívoca de felicidad. Puede transformar al hombre y dotarla de un poder irresistible. El que no puede ser conquistado por ningún otro poder será conquistado por el amor. El amor ha sido hecho para ganar y todo ha de sentirse ante él. Es el vínculo que une a las almas del cielo y las une al tono de Dios; dónde existe en la tierra una unión perdurable, el amor la ha fraguado. Fue el amor que trajo a Dios del Cielo. Ha dado fuerza a los débiles y valor a los tímidos habilitándoles para excusarlo todo, creerlo todo, esperando todo, tolerando todo (1 Cor 13,7) y así encontrar descanso en Dios.

Esto es para lo que el amor nos ha sido dado, para llevarnos a la unión con el infinito, para darnos el poder para conquistar al mundo.

Si perdemos a Dios de vista y venimos para un fin terreno, no perdemos esta poderosa fuerza. Al poderla emplear libremente no hay que olvidar que pierde mucho de su poder y agota la naturaleza que lo mal usa, pero aún así en su debilidad es grande.

El amor a menos de un hombre irresponsable y sin principios se convierte en un arma peligrosísima y tiene sus victimas. Para traer felicidad a su dueño y al mundo ha de ser disciplinado; sin disciplinas, mientras más fuerte sea, más feroz será.

El amor no es una pasión ciega. Debe ser controlado por la razón. “El amor tiene ojos” y el ojo del corazón es la razón.

Es en los primeros movimientos que las emociones del corazón han de ser controlados. Después podría ser imposible. Si el corazón no es controlado se convierte en lo más violenta pasión. Es por la capitulación a cosas pequeñas e insignificantes en sí mismas, y a las que se podría haber insistido fácilmente, que el amor se convierte en una pasión desordenada y en fuente de sufrimiento y miseria para su víctima y el mundo.

Por otro lado, es por cosas pequeñas que frecuentemente, el amor que debemos a tros es matado gradualmente.

Nadie puede mantener su corazón en orden si primero no lo entrega a Dios. El poder es demasiado fuerte para ser detenido. Necesita una fuente de escape, y esa fuente es el ser infinito de Dios. Si el corazón ha sido entre gado a Dios, todo lo que lo convierte en una fuerza para el bien puede convertir en un poder para el mal, la intensidad de su afecto, su lealtad, su fidelidad; todo esto permanecerá para ser despilfarrado en objetos indignos o ilícitos.

Los afectos sólo pueden ser verdaderamente disciplinados cuando la corriente del alma fluya hacia Dios. No es meramente con este o este otro pecado, por exceso o defecto del amor que hay que lidiar. Hay que buscar en lo profundo. Únicamente cuando intentamos amar a Dios correctamente podemos amar al hombre como debemos. Sólo volviendo nuestros corazones con seguridad hacia Dios seremos capaces de ir poniendo en marcha su movimiento hacia el hombre.


Deja que los mandamientos te ayuden a gobernar tu amor

Una gran escuela para los afectos es la ley moral: los diez mandamientos. Nuestro Señor interpreta toda la ley como la enseñanza del amor a Dios y el amor a los hombres. Es importantes notar el orden: el amor a Dios ha de ser el primero.

Nuestro corazón se vuelve a su verdadero fin cuando nos ponemos bajo la regencia de algunos mandamientos y prohibiciones. Estos mandamientos no hablan directamente acerca del amor. Prohíben aquello que lo destruya y recomienda ciertas prácticas que tienden a desarrollarlo adecuadamente; el amor esta ahí.

Es imperativo amar a Dios sobre todas las cosas. Si no es así, si no damos a Dios lo que le corresponde, poco a poco nuestro amor languidecerá y un ídolo será instalado en nuestro corazón, no daremos a Dios su tiempo y dejaremos de amarle.

Es solamente por la observancia del primer y más grande mandamiento que podremos guardar el segundo. Mientras más amemos a Dios, más amaremos a los hombres; mientras menos amemos a Dios, menos amaremos, en verdad, al hombre. Nuestro amor se tornará caprichoso, berrinchudo, poco confiable, no será caridad, será pasión.
Si sientes que tu amor por el prójimo se muere en los vapores del egoísmo, hay una sola manera de revivirlo: busca y pide el amor de Dios. Al volverse el corazón a su origen, se despertará y expandirá. No existe un verdadero y duradero espíritu de caridad apartado de la práctica religiosa.

No podemos guardar los mandamientos que nos muestran nuestro deber para con el hombre mientras no guardemos los que nos enseñan nuestro deber para con Dios. Estos últimos educan y disciplinan nuestros afectos.

Si encuentras que fallas en la caridad, pregúntate si, por amar erróneamente o por no amar como debieras, por amar mucho o por amar poco, estás rompiendo uno de los diez mandamientos deliberadamente. ¿Estás cediendo al enojo o sensualidad, al egoísmo, a la falta de delicadeza al hablar, al descontento o envidia o celos? Todos los anteriores, o cualquiera de ellos, lastiman o destruyen ese espíritu de caridad que es el amor de Dios que se manifiesta en el amor del corazón humano hacia las criaturas.

Obedece la ley, ponte bajo sus mandatos y frenos y tu amor dejará de ser una pasión, y, guiada por la razón, será una fuente de bendiciones para ti y para el mundo.