El escritor ha encendido el debate sobre la moralidad de las investigaciones científicas, sus excesos y su explotación comercial con un provocador artículo publicado en Alemania. "La Vanguardia" reproduce este texto en exclusiva para España
No hace todavía demasiado tiempo que muchos se quejaban de la pérdida
de las utopías, que desde su nacimiento se vieron como maná celestial para el
sector pensante de la humanidad. Sólo su construcción lógica diferenciaba
estos proyectos de los meros deseos idílicos sobre la mejora de nuestro
destino. Las utopías eran, sin excepción, papeles de calco europeos para
erigir una sociedad ideal en la que ya no sería el viejo Adán el que llevaría
las riendas, sino el "hombre nuevo".
Todos los intentos de hacerlas realidad acabaron, tarde o temprano, en un
lamento, hasta llegar al "anno mirabili" de 1989. Por la psiquiatría
sabemos con qué facilidad se puede pasar de una fase depresiva a una maniaca y
al revés. Bastantes indicios hacen suponer que un cambio tan repentino no sólo
es posible en pacientes individuales, sino en grandes colectivos.
En los años 70 y 80 del siglo pasado parecía dominar la depresión. En todas
partes se presentaban escenarios de decadencia. La guerra fría, con sus
bloqueos y sus conflictos por delegación, había llevado a la parálisis de la
política mundial. Asomaban catástrofes ecológicas de toda índole. El Club de
Roma profetizaba el agotamiento en poco tiempo de todos los recursos finitos. Se
hablaba de invierno nuclear. Las visiones apocalípticas no sólo se extendían
por las películas de Hollywood y en la televisión. Pero parece que las
sociedades occidentales se alegraron demasiado pronto de su propio hundimiento.
Antes del fin de siglo empezó la fase maniaca. Esta vez no fue la filosofía de
la historia la que aguardaba con promesas salvadoras. Ningún partido, ninguna
ideología política se presentó con un nuevo proyecto para la humanidad. Al
contrario, el colapso del comunismo dejó un vacío ideológico que ni la vieja
ni la nueva izquierda pudieron llenar. Las nuevas promesas utópicas llegaron de
los institutos de investigación y de los laboratorios de ciencias naturales. Y
no se tardó demasiado hasta que un fantástico optimismo dominó la escena.
Casi de la noche a la mañana retornaron todos los temas del pensamiento utópico:
el triunfo sobre todas las carencias y deficiencias de la especie, sobre la
estupidez, el dolor y la muerte. De repente, muchos dijeron que se trataba sólo
de una cuestión de tiempo hasta llegar a la mejora genética del hombre, hasta
acabar con la vieja forma de la fecundación, del nacimiento y de la muerte,
hasta que los robots eliminaran la maldición bíblica del trabajo, hasta que la
evolución de la inteligencia artificial pusiera fin a la molesta escasez. Las
fantasías ancestrales de poder absoluto encontraron un nuevo refugio en el
sistema de las ciencias.
Esta situación no afecta en absoluto a la totalidad de la producción
intelectual. Cada vez se hace más clara la posición hegemónica de unas pocas
disciplinas que disponen de recursos decisivos como dinero y atención, mientras
que otras -como la teología, la literatura, la arqueología y,
desgraciadamente, también la filosofía- sólo desempeñan un papel marginal,
cuando no decorativo. Se las tolera y se las aprecia por ese carácter
inofensivo que les adjudica el Estado y el poder económico. Es seguro que en
esta situación no cabe esperar de ellas promesas utópicas.
También ciertas disciplinas en las ciencias naturales, como la geofísica o la
meteorología, llevan una vida más bien modesta a la sombra de las llamadas
ciencias dominantes. Este papel lo tuvo en el siglo XX la física teórica.
Entre tanto, junto a la informática y las ciencias cognitivas, el papel lo
ocupa la biología.
Resulta evidente que estas transformaciones tan profundas del sistema científico
no pueden carecer de pretensiones ideológicas. Si hubo un tiempo en que los
chamanes y los curanderos eran los responsables de vencer los males, ahora lo
son los biólogos moleculares y los genetistas. De la inmortalidad ya no hablan
los sacerdotes, sino los investigadores. Las nuevas utopías se presentan a la
opinión pública con campañas sin precedentes. No es casualidad que sean los
científicos norteamericanos quienes, con frecuencia, lleven la
voz cantante.
Fe renovada en el progreso
El optimismo endémico, la conciencia misionaria y la posición hegemónica de
Estados Unidos suministran el trasfondo ideológico. La vieja y buena creencia
en el progreso, de la que hasta hace poco nadie quería saber nada, experimenta
un retorno triunfal. No todos los científicos pueden o quieren simpatizar con
este papel salvador. Contradice todas las tradiciones del "escepticismo
organizado" la teoría de la prueba y de la precaución sensata. Sin
embargo, la situación objetiva de las instituciones científicas se ha
transformado radicalmente en muy poco tiempo.
La distancia entre la investigación y su explotación económica se ha acortado
de tal manera que poco queda de esa independencia de la que tanto se vanagloria
la ciencia. Las enormes inversiones en investigación deben dar beneficios con
rapidez. Los sabios independientes se convierten en socios y empresarios de un
complejo científico-industrial que crece a velocidad vertiginosa y da trabajo a
los abogados de patentes, bancos emisores, gurús bursátiles y agencias de
relaciones públicas. Los flujos de dinero agudizan la competencia y la presión
de los medios de comunicación.
Quien no quiera perder el tren debe prometer más de lo que puede cumplir. Es
sabido que una fase maniaca se caracteriza por la pérdida sistemática de la
percepción de la realidad. No es extraño que la utopía oculte las
experiencias históricas y no se asuman los fracasos. ¿No fue considerado el
materialismo dialéctico en la Unión Soviética como una base científica
irrefutable, por no hablar de las fantasías eugenésicas del premio Nobel
Hermann J. Müller? ¿Quién se acuerda todavía de las promesas de felicidad de
la industria atómica en los años 50 o 60? La energía nuclear era considerada
la llave para el país de la jauja energética. No se preveía que hubiera
consecuencias problemáticas. ¿Y qué decir de la inteligencia artificial,
cuyos profetas, hace ya 30 años, prometían para el final de siglo máquinas
que podrían superar las funciones de nuestro cerebro?
Nadie compara estas predicciones con los pobres resultados de inversiones
millonarias para que tortugas electrónicas se esfuercen en subir una escalera.
Y mientras los medios saludan con titulares cualquier progreso, sobre todo en la
investigación médica, los riesgos comerciales y los efectos secundarios,
siempre que no tengan dimensiones catastróficas, quedan relegados a una nota
marginal en la sección científica del diario. Invencible parece la tendencia
del público a la fácil creencia y la incorregibilidad de los deseos.
Cada vez se hace más difícil distinguir entre la "gran ciencia" y la
ciencia ficción. No es ciertamente una casualidad que una parte de la actual
generación de investigadores, especialmente en EE.UU., definan su horizonte
cultural a través de series de TV como "Star Trek". Se trataría con
injusticia al género si se le atribuyera el malvado optimismo de la fracción
Frankenstein, pues en la historia de la ciencia ficción predomina desde hace
tiempo la parte de las utopías negativas, que pintan sobre la pared todos los
horrores posibles del futuro.
No puede sorprender que los evangelistas de la inteligencia artificial, de la técnica
genética y de la nanotécnica opten por una lectura unidimensional de estas
visiones. Es natural que en la fase maniaca, que se caracteriza por esa pérdida
del sentido de la realidad, las protestas y las objecciones no tengan un efecto
duradero.
Desorientación política
También la política se muestra desorientada e impotente ante el complejo científico-industrial.
Su estrategia es simple. Tiende de forma rutinaria al "fait accompli",
que la sociedad debe aceptar, con independencia de cómo resulten los hechos
finales. Tan rutinario como el rechazo a cualquier resistencia, que se despacha
como ataque a la libertad de investigación, como una enemistad primitiva hacia
la ciencia y la técnica, como un miedo supersticioso al futuro.
Eso son argumentos de autodefensa y mentiras útiles como las que uno está
acostumbrado a oír de los políticos o de los miembros de los "lobbies".
No caben en una discusión racional. Desacreditan a quien las pone en circulación.
No son únicamente los ignorantes o quienes desprecian la ciencia los que acogen
con desconfianza las sensacionales promesas de la utopía. Quien quiera
convencerse, le basta con conversar a solas toda una noche con investigadores
competentes de otras disciplinas y se dará cuenta de que al cristalógrafo, al
astrofísico, al topólogo les repugna en extremo la jactanciosa arrogancia de
sus colegas.
También en las ciencias biológicas hay una mayoría silenciosa que ve en
peligro su razón de ser y sus parámetros. Sin embargo, hace oír su oposición
con tanta humildad que apenas encuentra audiencia en los medios. En estos
procesos tan rápidos nunca falta la referencia a las aspiraciones favorables al
hombre, de las que todos los proyectos utópicos, desde Campanella a Stalin, se
han enorgullecido.
La cría de repuestos humanos y su almacenamiento se considera un imperativo
terapéutico, el disco duro garantiza la inmortalidad de la conciencia, el deseo
de tener hijos se presenta como un derecho humano absoluto. La fantasía no se
pone límites. Sólo comenzarán a surgir sospechas cuando estas ideas se
justifiquen por el miedo a los sacrosantos puestos de trabajo, la competitividad
del emplazamiento. No se trata sino de una serie de fríos intentos de golpe con
el objetivo de desactivar todos los procesos de decisión democráticos.
La industria fusionada con la ciencia se presenta como poder supremo que decide
sobre el futuro de la sociedad. Está creando una tercera naturaleza, un
procedimiento que, en gran parte, transcurre como un proceso natural, con la
diferencia de que el necesario flujo de energía no procede del entorno, sino
del capital.
Sus protagonistas más petulantes explican a todo el que desea escuchar que no
están dispuestos bajo ninguna condición a aceptar limitaciones legales.
Anuncian abiertamente que tienen la intención de realizar su tarea, que si es
necesario, según el ejemplo de los que lavan dinero o los traficantes de armas,
seguirán en lugares donde no se conozcan los escrúpulos y no deban temer
sanciones.
Esta ofensiva va acompañada de la queja ritual sobre la falta de aceptación
por parte de aquella opinión pública, que no es preguntada en todas las
decisiones relevantes, y sobre el afán sensacionalista de los medios, como si
no fuera precisamente todo lo contrario, que los voceros del mercando de las
tecnologías de futuro han aprendido a instrumentalizar los medios para sus
fines. Tanto es así, que cada vez que un Parlamento se ocupa de cuestiones
biopolíticas, la televisión muestra desgraciadamente a pacientes que sufren
raras enfermedades hereditarias. ¿Quién se atrevería a negarles la necesaria
ayuda? ¿Quién quiere escatimar admiración a una industria que está dispuesta
a invertir millardos para aliviar su destino, aunque sea a muy largo plazo?
Pero el imperativo terapéutico sería más creíble si se tratara de
enfermedades como la malaria o la tuberculosis, de las que año tras año mueren
millones de personas, aunque su combate apenas avanza. Aquí no parece importar
nada la tan cacareada relación coste-beneficio. Eso infunde la sospecha de que
cada vez tiene menos importancia el juramento hipocrático. Lo que está en
juego es un proyecto mucho más volcado en el futuro: la nueva cría de la
especie.
Falsa responsabilidad
El concepto de la responsabilidad, muy dañado ya por el abuso que hacen de él
los políticos, se convierte en un mero simulacro. Y no sólo por parte de los
charlatanes y estafadores del sector. Éstos no se sienten en absoluto obligados
a justificar o responsabilizarse de nada. El problema no se reduce a las muchas
veces citadas ovejas negras. Tampoco los científicos que respetan las estrictas
normas de su oficio se ven capaces de responsabilizarse de las consecuencias de
su actuación.
Ello se debe a que estas consecuencias, por principio, no son previsibles.
Aunque hoy en día nadie pueda ya reivindicar para sí mismo la falta de
culpabilidad histórica del monje agustino Gregorio Mendel, tampoco ningún
matemático aceptaría que antes de publicar los resultados de su investigación
tuviera que evaluar las aplicaciones futuras que pudieran hacer los servicios
secretos, los militares o las organizaciones criminales.
Mientras existan las actuales civilizaciones, el más insignificante
descubrimiento científico es irrevocable y provoca una cantidad incontrolable
de ampliaciones. Con igual derecho reivindican los defensores del complejo científico
industrial la total dependencia de esta civilización de los frutos de la
investigación pasada y actual. Nadie, salvo algunos sectarios, están
dispuestos a renunciar a los helicópteros de salvamento, las tomografías o los
antibióticos. Por todas estas razones, las presentes discusiones sobre política
biológica o tecnológica, con independencia de sus cualidades escolásticas,
muestran una extraña inocencia e impotencia.
Sorprende que en todos esos gremios, comisiones y consejos de expertos que
surgen como setas sólo sean capaces de responder con sus simples opiniones a la
fuerza de los hechos, que día tras día imponen sus normas. Mientras que unos
actúan como simples portavoces de sus grupos de interés, otros intentan, con
argumentos variables, salvar lo que sea posible. También los legisladores,
fuertemente divididos entre las profundas reservas morales y los imperativos de
la competencia global, son sólo capaces de tomar decisiones ad hoc que, en el
momento mismo de anunciarse, han sido superadas por nuevas posibilidades de
actuación de la ciencia.
La realidad es que resulta ya del todo imposible establecer un consenso ético
sobre las cuestiones básicas de la existencia humana. Los debates sobre la
llamada eutanasia activa y sobre las posibilidades de la selección genética
debían haber convencido también a los que creen de buena fe en estos
descubrimientos. El individuo se ve con ello relegado a una posición en la que
pierde toda confortabilidad moral. Ya no puede delegar una serie de decisiones
existenciales a ninguna instancia vinculante. Cuando están en juego sus
intereses vitales elementales, no puede confiar ni en los políticos ni en las
principales religiones. Ese es un desafío que sobrepasa a la mayoría de las
personas.
Pero mientras el individuo, en una fase de transición, tenga libertad para no
hacer uso de los avances que promete el complejo científico-industrial, le
quedará todavía la posibilidad de decir: conmigo no. Hasta ahora aún se
permite vivir sin madres de alquiler, xenotrasplantes, clones y selección
prenatal. Todo el que escoja este camino de autodefensa debe tener claro el
precio de su negativa. Probablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Es
iluso, empero, quien se aferra a pensar que estas decisiones individuales se
producen en tolerancia mutua, quien piensa que las visiones utópicas de muchos
científicos y de sus aliados económicos se pueden llevar a la práctica sin
conflicto y sin violencia.
Un fracaso anunciado
Toda la experiencia histórica lo rebate. No sólo las inevitables decepciones,
que, como sombras, siguen a la euforia de cada fase maniaca, podrán límite al
fatalismo del progreso. También cabrá esperar graves conflictos allí donde la
investigación industrial logre de verdad éxitos. Esa minoría empujada al
silencio se rebelará, al menos cuando llegue el momento en que aparezcan los
primeros daños colaterales del proceso científico y los grandes riesgos
imprevisibles tomen forma.
Es curioso que los protagonistas del proceso no estén preparados para lo que se
les viene encima. No se necesita mucha fantasía para predecir que los primeros
contratiempos desencadenarán una movilización militante que dejará pequeñas
a las de Wackersdorf y Wendland (contra la energía nuclear y los transportes
radiactivos). Si incluso los defensores de los animales son capaces de
reacciones terroristas, ¿qué forma puede adoptar la resistencia cuando no se
trate de riesgos abstractos, sino sobre la propia piel, sobre fecundación,
nacimiento y muerte?
Es imaginable que determinadas investigaciones sólo sean posibles en
instalaciones de alta seguridad y que muchos científicos sean confinados en
fortalezas armadas. Naturalmente, esto no quiere decir que una minoría
dispuesta a todo sea capaz de parar el proceso o incluso revertirlo. A la
postre, la utopía del total dominio de la naturaleza y del hombre, como todas
las utopías anteriores, no fracasará por sus detractores, sino por sus propias
contradicciones y delirio de grandeza.
Nunca la humanidad se ha liberado voluntariamente de sus fantasías de poder
absoluto. Sólo cuando la hidra haya hecho su camino se tomará conciencia, a la
fuerza, de los propios límites, probablemente a un precio catastrófico.
Entonces volverá a tener también su oportunidad una ciencia que respetamos y
con la que podemos vivir.
Traducción Eusebio Val
(Publicado en La Vanguardia)