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Fundamentos para una bioética europea

 

Fr. Axel Carlberg OP

Quisiera profundizar algunos aspectos de la contribución de Monseñor Michael Courtney, pues nuestra preocupación mutua nos impulsa a intentar elaborar una respuesta cristiana a los desafíos de la biotecnología. Cuando imparto bioética en mi facultad de medicina, en Suecia – es decir, en un contexto mayoritariamente agnóstico –, mis interlocutores no aceptan sin justificación argumentos basados en una autoridad religiosa o eclesiástica. No es la enseñanza bíblica ni su ratificación por el Magisterio de la Iglesia lo que convence a mis estudiantes ni a mis colegas sobre la solidez de una postura ética particular frente a tal o cual dilema clínico y moral. La misma situación se presenta en el Consejo de Europa donde tengo el privilegio, desde hace poco, de representar a la Santa Sede en el comité director de bioética. Como dijo Monseñor Courtney: nuestro papel no es predicar sino argumentar sobre bases mutuamente reconocidas. Las preguntas que trataré de contestar son las siguientes: ¿Cómo es posible argumentar en bioética dentro de un contexto tan secular sin por ello renunciar a las convicciones que son nuestras? ¿Cómo argumentar en bioética dentro de un contexto europeo?

Quisiera insistir sobre el hecho que mi perspectiva es política. La enseñanza de la Iglesia está claramente definida en la encíclica Evangelium Vitae del Papa Juan Pablo II.

La ciencia de la bioética se ha establecido progresivamente como la plataforma común sobre la cual expertos de diversas disciplinas como la medicina, la filosofía, las leyes, la teología y las ciencias sociales colaboran para resolver problemas comunes en el ámbito de la salud pública. Aunque el primer tratado de ética médica fue publicado por el médico inglés Thomas Percival en 1803, la ciencia moderna de la bioética surgió en los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial como respuesta a los cambios en la práctica clínica, al desarrollo de la biotecnología, y a la transformación radical de la sociedad en una dirección individualista, liberal y materialista. Un nuevo paradigma en la práctica de la medicina apareció. La tradición hipocrática que vinculaba valores corporativos basados en la responsabilidad del médico para con sus pacientes se ha ido progresivamente sustituyendo por una ética nueva basada en intereses sociales que destaca la importancia de la autonomía del paciente como consumidor de servicios médicos y actor principal. Un editorial publicado en la revista California Medicine en septiembre del año 1970 fue muy significativo en este sentido. Este editorial, justamente titulado "A New Ethic for Medicine and Society", propone que la profesión médica tome en serio la evolución moral de la sociedad y abandone definitivamente la creencia en "el valor intrínseco e igual de toda vida humana, cualquiera que sea su edad o condición." El editorial argumenta que la aceptación del aborto y de la eutanasia por mucha gente es prueba suficiente para comprobar que los valores tradicionales del judaísmo y del cristianismo ya no son viables. La explosión demográfica, las catástrofes ecológicas que ésta ha causado, y la búsqueda más ambiciosa del bienestar invitan a la medicina a asumir otro papel en el desarrollo de la sociedad. Por eso, concluye el editorial, debería la medicina sustituir su enfoque tradicional sobre la santidad de la vida humana por una preocupación referida a la calidad de la vida de los pacientes.

Afortunadamente, no todos los actores del debate americano de hace treinta años adoptaron una posición tan extrema. Los valores de la santidad y de la dignidad de la vida humana siguieron afirmándose, por lo menos teóricamente. Pero frente a esta esquizofrenia moral entre la afirmación de los valores tradicionales de respeto por la vida humana, por un lado, y la afirmación de consideraciones utilitarias, por otro, los poderes públicos y la comunidad académica adoptaron una posición intermediaria, el pragmatismo.

Este pragmatismo se expresa políticamente en los comités de expertos que son nombrados por los poderes públicos para resolver los dilemas éticos de manera consensuada. Pero tiene también su justificación filosófica en ciertas teorías bioéticas que dominan la discusión contemporánea. La más conocida fue expuesta por Tom Beauchamp y James Childress, del Kennedy Institute of Ethics de Washington. En 1979, estos dos investigadores publicaron la primera edición de su célebre libro, Principles of Biomedical Ethics. Su teoría ha sido denominada "principalismo" porque destaca la importancia de cuatro principios en el ámbito de la medicina: el deber de respetar la autodeterminación del paciente (autonomía), el deber de hacer el bien (beneficencia), el deber de evitar el mal (no-maleficencia) y en fin el deber de promover la igualdad (justicia). Esta teoría ha conocido un éxito mundial porque es teóricamente muy fructífera y políticamente viable. Es teóricamente fructífera porque identifica sintéticamente los grandes temas de la ética médica, y porque propone un modelo que nos permite explicar los dilemas que surgen en su aplicación. Es políticamente viable porque no opta por soluciones claras a estos dilemas.

Otra teoría que ha obtenido gran renombre es la del americano Tristram Engelhardt, ya presentada por Monseñor Courtney. La bioética seglar tiene que ser minimalista y permisiva porque, según Engelhardt, no hay un acuerdo común sobre una jerarquía de valores que podría sustituir la autodeterminación del individuo como referencia principal. Engelhardt piensa que toda comunidad de valores, tales como los grupos religiosos, políticos o laborales, pueden y deben ofrecer una enseñanza más exigente que complemente esta ética secular minimalista y que prohíba ciertos actos sobre los que la ética pública no se pronuncia. Por lo tanto, la iglesia puede y debe, según sus convicciones y su enseñanza, prohibir ciertos actos como el aborto, la eutanasia y el suicidio, por ejemplo. La sociedad seglar, sin embargo, no puede prohibir estos actos porque no existe un consenso total sobre su inmoralidad.

Las teorías de Engelhardt, Beauchamp y Childress han tenido un papel preponderante en la elaboración y la justificación del pragmatismo que domina la bioética contemporánea. Su impacto también es mundial, y sospecho que han tenido y tendrán una influencia muy relevante sobre la elaboración de legislaciones bioéticas en muchas partes del mundo. Esta globalización del modelo americano en el ámbito de la bioética es lamentable, pues no reconoce las particularidades de otros contextos y no ofrece una posibilidad teórica que no sea meramente minimalista y pragmática.

Tenemos en Europa vastos recursos jurídicos, médicos, filosóficos y teológicos, además de una experiencia considerable en la elaboración de legislación bioética a nivel tanto nacional como europeo. Pero fuerza es admitir que a pesar de todos estos recursos no hemos podido contrarrestar la dominación ideológica del modelo americano. Es muy significativo, por ejemplo, que en el primer manual sobre historia de la bioética, publicado el año pasado, The Birth of Bioethics, su autor, Albert Jonsen, apenas menciona nuestro continente.

En el tiempo que me queda quisiera plantear a grandes rasgos algunos elementos que considero indispensables si queremos formular una alternativa propiamente europea, políticamente viable, y respetuosa con nuestros valores espirituales. Me inspiro aquí no únicamente en la extensa tradición de la philosophia perennis sino también, y sobre todo, en esa escuela filosófica llamada fenomenología y que ha sido propagada por ilustres figuras de nuestra iglesia, como la recientemente nombrada co-patrona de Europa, Edith Stein, y el Santo Padre.

El filósofo francés Paul Ricœur escribió hace unos años una contribución importante que considero buen punto de partida para nuestra reflexión. En este articulo, titulado "¿Qué nuevo éthos para Europa?" Ricœur resume el proyecto ético de nuestro continente en la necesidad de integrar la alteridad y la identidad. Este modelo no es el "melting-pot" americano donde las diversidades se van asimilando y perdiéndose progresivamente en favor de una super-cultura en que el individuo llega a ser la única referencia moral. Para Ricœur, el modelo europeo se tiene que sustentar firmemente sobre la afirmación de nuestras diversidades insuperables expresadas en nuestras culturas distintas, y al mismo tiempo en nuestro anhelo de desarrollo común. Para explicar su teoría, Ricœur propone tres modelos de integración: el modelo de la traducción, el modelo del intercambio de recuerdos y el modelo del perdón.

Todo el que haya trabajado en un contexto europeo reconocerá fácilmente la relevancia del primer modelo. Rechazar el esperanto o el dominio del inglés es reconocer la dignidad de toda cultura y la profunda alteridad de nuestros puntos de vista. La filosofía moderna ha reconocido el hecho de que el idioma es nuestro horizonte de interpretación, por medio del cual comprendemos el mundo. La traducción es un milagro que hace posible la comunicación entre estos mundos interpretativos. Pero la traducción nunca puede sobrepasar las diferencias de sensibilidad entre estos mundos irreductiblemente diferentes. Por lo tanto, el modelo de la traducción integra la alteridad al reconocer la diferencia de idiomas y de culturas – y al mismo tiempo facilita la identidad por medio de la comunicación. El modelo de la traducción es una exigencia ética que Ricœur denomina "hospitalidad lingüística".

El segundo modelo es el intercambio de recuerdos y constituye una prolongación del primero, pues del idioma y de los diferentes horizontes interpretativos surgen diferentes narraciones, cuentos y mitos que aportan diversas interpretaciones y al sentido de la vida humana. En este continente, todos los cuentos que constituyen nuestra memoria colectiva han coexistido durante mucho tiempo lado a lado, sin ninguna interpenetración. Ricœur subraya que la identidad de un grupo o de una cultura no es algo inmutable. Es todo lo contrario: un cuento que sigue siendo interpretado y que no tiene fin temporal. Nuestra trágica y gloriosa historia europea puede ser contada de otra manera, divergente respecto a las interpretaciones oficiales. Contar de forma distinta la historia nos invita a conmemorar respetuosamente los eventos fundadores de otras culturas europeas, especialmente de las minoritarias, y a integrar sus propósitos en los nuestros.

El último modelo propuesto por Ricœur es el del perdón. Europa no está condenada a vivir bajo lo que el gran historiador de religiones Mircea Eliade llamó el "terror de la historia." Si pudiesen establecerse en nuestro continente una verdadera ética de la traducción y un intercambio franco de recuerdos dolorosos, habría la posibilidad de exorcizar los demonios históricos que nos separan, solucionar nuestros conflictos y, en fin, perdonarnos mutuamente.

¿Qué tiene que ver todo esto con la bioética? La ambición de la medicina contemporánea no es únicamente curar el paciente de sus enfermedades, sino también transformar sustancialmente la vida humana. La medicina predictiva y el desarrollo asombroso de las ciencias genéticas aumentarán cada vez más nuestras posibilidades de seleccionar el tipo de vida humana que deseamos para nosotros y para nuestra descendencia. La desaparición de las utopías políticas ha dado lugar a una búsqueda de otros proyectos. En este contexto individualista, el cuerpo humano aparece como la nueva frontera de nuestros sueños colectivos e individuales. En otras palabras, la utopía política ha sido sustituida por una utopía biológica a nuestro alcance. El eugenismo moderno no está justificado hoy en día por una ideología totalitaria, como fue el caso hace sesenta o setenta años. La legitimación de este nuevo "eugenismo familiar" es la democracia y el poder de decisión que ésta otorga al individuo.

El Consejo de Europa tiene el deber de proteger los derechos humanos en nuestro continente. ¿Cómo será posible si los intereses pragmáticos de la ciencia, de la industria y de la política se imponen sobre toda otra consideración? ¿Cómo será posible si la bioética no ofrece la posibilidad teórica de distinguir el bien del mal, y de proponer una visión política que no sea guiada únicamente por intereses particulares sino que nazca de un diálogo profundo sobre nuestras dolorosas experiencias?

El método fenomenológico que propongo supone un elemento muy importante de la ética fenomenológica, concretamente la "suspención de juicio", suspensio judicii. Esta noción griega de épochè invita a la distancia, al diálogo, a un desinterés propio, al cuidadoso estudio de toda la significación de la vida, en todas sus etapas y en todas sus formas, antes de pronunciar un juicio sobre ella. Este método es diametralmente opuesto al pragmatismo, cuya epistemología está basada justamente en el interés y la finalidad.

El proyecto bioético de Europa es ambicioso y tiene una relevancia política evidente. A pesar de ello, temo que el épochè indispensable que requiere este proyecto, para que se construya en verdad, no haya sido tomado suficientemente en cuenta. El Consejo de Europa reúne a cuarenta y un países con historias y culturas muy distintas. Pero aquí como en otros ámbitos políticos, dominan los países occidentales, que disponen de gobiernos ambiciosos, de representantes muy bien preparados y de mucha "palanca" económica y política. La eficacia de la burocracia moderna y la rapidez de los medios de comunicación contribuyen también a un ritmo de trabajo acelerado que no invita necesariamente al diálogo profundo, al épochè ético. Se tiene prisa por concluir los acuerdos necesarios, admitiendo muchas presuposiciones sobre el valor de la vida humana que no están verificadas o argumentadas, sin entrar en ese diálogo profundo del que pueda nacer la integración verdadera de nuestras diferencias sin comprometer la dignidad de la vida humana.

Por eso espero que nuestro continente pueda movilizar los esfuerzos filosóficos, teológicos y jurídicos necesarios para elaborar una bioética auténticamente europea y que sepa tener en cuenta estas exigencias particularmente necesarias. Entonces, la Iglesia Católica - experta en la humanidad, segllún el Papa Pablo VI -, podrá verdaderamente contribuir con su experiencia histórica y con su tradición intelectual y espiritual a la construcción de una Europa más justa, fundamentada en el respeto del valor inviolable de cada ser humano.

Conferencia pronunciada en Enero del 2000
 en el Simposio Por la Vida, organizado por
el Instituto Juan Pablo II de Valencia