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Dignidad humana y libertad en la bioética

 

Tomás Melendo
Catedrático de Metafísica
Universidad de Málaga

 

1. En la raíz de una paradoja.

a) Los términos de la contradicción.

Una mirada no del todo perspicaz al panorama que ofrecen los cultivadores contemporáneos de la bioética pondría de manifiesto un aparente acuerdo de base entre buena parte de ellos. La gran mayoría de los que se ocupan de estas cuestiones concuerdan en afirmar rotundamente la dignidad de la persona humana y, además, en sustentar en ella, como en su fundamento último y más radical, los que consideran los comportamientos éticos adecuados en relación con la vida.

El análisis más detenido del asunto haría ver prácticamente de inmediato, por el contrario, que la presunta concordia se reduce de manera casi exclusiva a la utilización de un mismo término —«dignidad»—, pero que quienes lo emplean distan mucho de atribuirle un significado preciso y compartido, y se separan todavía más a la hora de deducir de él las normas rectoras de ese concreto ámbito del actuar humano al que atiende la bioética.

Para ilustrar este segundo extremo, bastaría apelar, como simple botón de muestra, a una de las disputas de más candente actualidad en los países de Occidente: la relativa a la eutanasia. No es difícil comprobar cómo los que propugnan la difusión y legalización de esta práctica enarbolan, entre sus argumentos favoritos, el derecho de toda persona a una muerte digna; y cómo los que se oponen a ella lo hacen también, justamente, sobre la base de un mismo principio inquebrantable: la intangible dignidad del sujeto y de la vida humanos. Parece, pues, que su reconocida dignidad serviría tanto para cimentar de manera radical y absoluta el respeto incontrastado al hombre cuanto, simultáneamente, para legitimar la violenta mutilación de su existencia terrena. ¿No resulta todo esto paradójico?

En realidad, la contradicción a que acabo de referirme no se plantea de forma excluyente en los dominios de la medicina; muy al contrario, refleja el desconcierto en esta materia de la casi totalidad de la civilización de nuestra época. Como en tantos otros puntos, también en lo que respecta a la dignidad personal es el nuestro un siglo de contrastes.

En efecto, por una parte, aunque resulte incorrecto sostener que la consideración y el respeto debido a todo hombre por el hecho de serlo constituya un descubrimiento de nuestra centuria, sí cabría afirmar que nunca como hoy se han proclamado con tanta intensidad, vehemencia y pretensiones de universalidad esos atributos. Podría decirse, por tanto, que, como resultado de un proceso que comenzó hace ya algunos siglos, los momentos que vivimos deben describirse como los de máximo ensalzamiento verbal y documental de la dignidad del ser humano. Todo lo cual, sin embargo, resulta de hecho compatible con otro dato también innegable: a lo largo de los últimos veinte lustros hemos asistido, en una proporción desconocida hasta el presente, a un creciente acumularse de atentados teóricos y prácticos contra esa misma nobleza que se ensalza. Los términos de la paradoja no pueden, pues, estar más claros: lo radicalmente desconcertante es la presencia simultánea de una exaltación sin precedentes de la dignidad personal y de un sinnúmero de afrentas contra ella que tampoco encuentra parangón en toda la historia de las civilizaciones.

 

 

b) Para explicar el desconcierto.

 

¿Existiría alguna manera de adentrarnos hasta el fondo de la cuestión y resolver en lo posible el enigma? ¿Habría modo de entrever por qué la «dignidad de la persona humana» ha acabado por convertirse, para una buena porción de nuestros contemporáneos, en poco más que un mero conjunto de palabras o en simple arma arrojadiza con la que intentan, en muchos casos, disimular la ausencia de una verdadera justificación racional de sus intereses y pretensiones?

Las posibles respuestas a estos interrogantes, muy variadas, se presentan provistas de diferente profundidad. Teniendo en cuenta el marco en que nos encontramos, me arriesgaré, no sin cierto temor, a aventurar un sólo nombre: el de cientificismo. No se trata, como es obvio, de la raíz primordial del problema, pero sí de una de sus causas y manifestaciones más asequibles y significativas. Prácticamente todos los analistas del mundo contemporáneo están de acuerdo en sostener que la ciencia —cierta manera de entender la ciencia— constituye una de las principales fuerzas configuradoras de la presente civilización. Pues bien, para la mentalidad forjada dentro de esas coordenadas, lo significado por el término «dignidad» se configura como una especie de imposible cognoscitivo o, si se prefiere, como una suerte de incógnita situada más allá del ámbito metodológicamente abierto a sus indagaciones. Por eso, cuando no se abandonan los presupuestos cientificistas a los que vengo aludiendo, resulta muy difícil que las discusiones en torno a la excelsitud de la persona superen el rango de las meras disputas verbales, tras las que no se tarda en adivinar una inquietante ignorancia respecto al núcleo mismo de lo que se discute.

Como la cuestión reviste cierta importancia para abordar con posibilidades de éxito el tema que nos ocupa, procuraré explicarme brevemente. Pienso que ninguno de los presentes incurrirá en el error de confundir la crítica al cientificismo con el rechazo de la ciencia. Muy al contrario, la auténtica defensa de esta última, la posibilidad de devolverle el puesto de honor que le corresponde en la economía de la vida humana, pasa —en el momento actual— por el desenmascaramiento de lo que constituye su perversión más radical y prostituyente: el cientismo o cientificismo.

En efecto, la ciencia no reconquistará su grandeza, como instrumento egregiamente perfectivo del ser humano, hasta que se la restituya a su lugar adecuado en los dominios del saber. Porque la ciencia es, antes que nada y substancialmente, un maravilloso medio de conocimiento: de ahí proviene su excelencia fundamental y su capacidad de perfeccionar a quien la cultiva. El cientificismo, por el contrario, lesiona y se opone de manera frontal a la categoría más íntima constitutiva de lo científico. ¿Cómo? Fundamentalmente de dos maneras: o negando el valor intrínseco de la ciencia como saber; o erigiéndola, por el contrario, en la única realidad con alcance auténticamente cognoscitivo.

° Veamos el primero de los dos puntos. En el momento presente, una de las manifestaciones más paradójicas y más paradójicamente extendidas de lo que en un sentido muy amplio podría llamarse cientificismo, es el sometimiento sin reservas de la ciencia a algo que, en rigor, no tendría que ser más que una de sus consecuencias o derivaciones: la técnica. Se trata, ciertamente, de una paradoja, porque ese culto y subordinación indiscriminados —en los que Heidegger hace residir la esencia de la ciencia moderna y contemporánea— obligan en fin de cuentas al científico a renegar de su propia condición constitutiva. Como insinuaba, el imperialismo técnico o tecnológico, la «tecnolatría», representa una de las afrentas más incisivas a la nobleza intrínseca de la ciencia por cuanto le niega toda importancia como saber, y hace derivar su grandeza, con carácter exclusivo, de sus aplicaciones prácticas.

Desde este punto de vista, y es sólo un ejemplo entre cientos, habría que acusar de «tecnólatra» a todo aquél que se demostrara incapaz de comprender el significado de la conocida anécdota que recoge Italo Calvino en uno de sus libros póstumos: se cuenta que, mientras le preparaban la cicuta con la que iba a dar fin a su vida, Sócrates aprendía un aria para flauta; «¿de qué te va a servir en estas circunstancias?», le preguntaron quienes le acompañaban; «para saberla antes de morir», respondió Sócrates sin vacilación. Y, en verdad, todo auténtico científico está convencido de que, lo mismo que la dignidad, el saber es una de esas privilegiadas realidades dotadas de tan excelsa valía, que encuentran su justificación en sí mismas, con independencia absoluta de cualquier utilidad posterior. Por eso, un genuino hombre de ciencia, igual que un filósofo o un sabio, es capaz de extasiarse en la contemplación de la realidad que investiga, haciendo caso omiso —sin habérselo ni siquiera propuesto, movido exclusivamente por el gozo maravillado del conocer— de las aplicaciones de sus descubrimientos. No las rechaza, pero tampoco se ve tentado a hacer de ellas —como el «tecnólatra»— el único motivo de sus indagaciones. Ni la eficacia ni la operatividad son sus ídolos. Por eso, sólo muy difícilmente incurrirá en el error —hoy tan difundido— de sentirse «avergonzado», o incluso de experimentar «envidia», ante la eficiencia instrumental o ante las prestaciones de los sofisticados instrumentos de trabajo que tiene a su disposición: el más potente de los ordenadores, pongo por caso, poseerá una prodigiosa capacidad de procesar información, pero, en fin de cuentas, no conoce; y el conocimiento —decía— es la substancia y el título primordial de la incomparable excelsitud de la ciencia.

Cuando tales principios se olvidan, cuando las posibilidades abiertas a la manipulación constituyen el único salvoconducto, la exclusiva justificación de un saber; cuando una entera civilización se modela bajo el influjo pragmatista y utilitario que esconde este cientificismo, todo lo no-relativo a un determinado provecho —lo que no «sirva para»— acabará por quedar desprovisto de cualquier derecho de ciudadanía. Y entonces, valores absolutos como el del conocimiento, la amistad, el amor, ¡la dignidad!, no sólo se transformarán en cuerpos extraños, sobre los que pesará la incumbente amenaza de exclusión del ámbito de la cultura imperante, sino también en sinsentidos, que esa misma cultura se mostrará incapaz de comprender.

Recordemos que Descartes, en quien cristaliza de manera emblemática el impulso que ha configurado en lo más íntimo la civilización contemporánea, propuso drásticamente sustituir la «ciencia para conocer» por la «ciencia para manipular», hasta hacernos así "dueños y señores de la naturaleza"; y aducía, como motivos de semejante transformación, los siguientes objetivos: "la invención de una infinidad de artificios, que nos permitirán gozar, sin trabajo alguno, de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que allí se encuentran", y, también, y principalmente, "la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los demás bienes de esta vida." No puede extrañar, dentro de este planteamiento, lo que recuerda con cierta insistencia el célebre psicólogo Skinner: que, en un universo que ha llevado la propuesta cartesiana hasta límites que el propio Descartes ni de lejos pudo prever, "una idea arcaica como la de dignidad resulte un estorbo". No siendo otra cosa que la bondad superior correspondiente a lo absoluto, a lo que es un fin en sí mismo, con independencia total de cualquier «uso» utilitario o gratificador, la idea misma de dignidad aparecerá como algo superfluo, inservible o incluso molesto "en un mundo que —según recuerda Robert Spaemann— ve su único fin en organizar lo más científicamente posible el bienestar subjetivo."

° Pasemos ahora al siguiente punto. Si la «tecnolatría» —que no constituye sino la punta de lanza de un más hondo y radical antropocentrismo ligado al olvido del ser— puede decirse que afecta por igual a casi todos los integrantes de la presente civilización, la segunda componente del cientificismo, a la que ahora habremos de atender, amenaza de manera prioritaria a los actuales cultivadores de la ciencias positivas. Como ya hemos sugerido, el principal defecto de esta desviación es el reduccionismo: la pretensión de que lo que hoy denominamos «ciencia» represente el único conocimiento válido para el hombre; o, lo que viene a ser lo mismo, el prejuicio de que no existe otra realidad que la aprehensible merced a los instrumentos y a los procedimientos calificados como «científicos». Únicamente sería real, en consecuencia, lo que, apreciado a través del método experimental, puede medirse y cuantificarse. Es decir, justamente aquello que sólo en escasa medida sirve para poner de manifiesto la excelsa superioridad del ser humano, su eminente e indiscutible excelencia.

No es necesario insistir en que, con estas observaciones, de ninguna manera pretendo cuestionar la validez y la eficacia del método científico en cuanto tal: sus logros —cognoscitivos y prácticos— están a la vista de todos. Mi rechazo se dirige al intento de hacer de esos procedimientos un absoluto, algo exclusivo y excluyente. Y esto, desde la perspectiva que venimos adoptando, por un motivo muy claro al que ya más de una vez he aludido: porque con ese voluntario autoconfinamiento se torna de todo punto imposible la aprehensión del significado y de las exigencias de la dignidad personal.

Hace ya algunos lustros, afirmaba con rotundidad Jaime Balmes: "si no puedo ser filósofo sin dejar de ser hombre, renuncio a la filosofía y me quedo con la humanidad." De manera similar, lo que se pide hoy al científico es que, en el desempeño de su tarea no cercene su propia y constitutiva índole personal; que no deje de ser hombre para reducirse a la mera condición de médico o de biólogo; que enriquezca el ejercicio de su profesión con las maravillosas prerrogativas que derivan de su naturaleza personal no mutilada. Y, de manera más ceñida al tema que nos ocupa, lo que se solicita es su apertura a otros modos de saber diversos al de su propia disciplina: que, además de comprobar datos e hipótesis experimentalmente, tal como imperan los cánones de la ciencia, admita que también es posible ampliar los propios conocimientos ejercitando, en torno a la realidad que lo circunda, lo que Ortega calificaba como "la funesta manía de pensar".

En este sentido, tal vez resulte oportuno recordar unas palabras pronunciadas recientemente por Joseph Ratzinger; pues, aunque referidas en realidad a un solo extremo entre miles, iluminan en toda su amplitud los múltiples problemas planteados a la bioética: "si bien en una perspectiva puramente científica el cuerpo humano puede considerarse y tratarse como un compuesto de tejidos, órganos y funciones, del mismo modo que el cuerpo de los animales, a aquél que lo mira con ojo metafísico (¼ ) esta realidad aparece de modo esencialmente distinto, pues se sitúa de hecho en un grado de ser cualitativamente superior". En un grado de ser —añado yo— asequible sólo a un conocimiento pleno, no reductivo, y por debajo del cual la grandeza de la dignidad humana no pasa de constituir el correlato inaferrable e inaprehensible de un mero vocablo.

 

2. Libertad y dignidad humana.

 

a) Un acuerdo fundamental.

 

Con la filosofía, pues, hemos topado. Y antes de que se me objete que con ello nos introducimos en el reino de las opiniones contradictorias, me apresuraré a advertir que en pocos puntos existe entre los pensadores de Occidente un acuerdo más extendido que en el que ahora nos ocupa. En efecto, si bien la dignidad de la persona humana podría demostrarse filosóficamente por muy variados medios —como la capacidad del hombre de captar la verdad en cuanto tal, de aprehender y querer lo bueno en sí y de apreciar y construir la belleza—, una significativa mayoría de los tratadistas la han ligado de manera indisoluble a la libertad.

El hombre es digno porque es libre: en esto parece concordar la casi generalidad de los especuladores que se han ocupado expresamente del tema. Me limitaré, para mostrarlo, a aducir el testimonio de tres cualificados representantes del pensamiento occidental, inscritos en corrientes doctrinales bien distintas e incluso contrapuestas.

El primero no podía ser sino Kant, sin duda el más preclaro exponente de la Ilustración filosófica. En su Metafísica de las costumbres, Kant escribe: "La humanidad misma es una dignidad, porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) como un simple instrumento, sino siempre, a la vez, como un fin; y en ello precisamente estriba su dignidad (la personalidad)." He aquí la expresión paradigmática de la dignidad personal en el mundo moderno, el principio implícitamente operante en los juicios de valor —hoy tan frecuentes— que descalifican las actitudes lesivas para la nobleza intrínseca de un sujeto humano, incluyéndolas bajo la categoría de «manipulación» o, peor aún, de «instrumentalización»: transformar a alguien en simple instrumento equivale, para el hombre contemporáneo —deudor en este extremo de las categorías kantianas—, a mancillar su grandeza constitutiva. Con todo, si las palabras que hemos transcrito configuran el enunciado hoy más difundido del respeto indiscutible debido a todo hombre, no ponen de relieve, de forma explícita, la causa en la que se apoya semejante veneración. Ésta resultará más patente cuando, en el capítulo III de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant remita la dignidad personal a la autonomía de la voluntad y a la libertad.

Dignidad humana y libertad. Es el mismo binomio que encontramos en Pico della Mirandola, uno de los pensadores más representativos del humanismo renacentista. En una especie de oración alegórica —dentro, precisamente de su conocido Discurso sobre la dignidad humana—, el filósofo renacentista pone en boca del Creador las siguientes palabras, con las que quiere compendiar los motivos de la eminente nobleza del hombre: "No te he dado una morada permanente, Adán, ni una forma que sea realmente tuya, ni ninguna función peculiar, a fin de que puedas, en la medida de tu deseo y de tu juicio, tener y poseer aquella morada, aquella forma y aquellas funciones que a ti mismo te plazcan (¼ ). Tú, sin verte obligado por necesidad alguna, decidirás por ti mismo los límites de tu naturaleza, de acuerdo con el libre arbitrio que te pertenece y en las manos del cual te he colocado (¼ ). No te he hecho ni divino ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que puedas con mayor libertad de elección y con más honor, siendo en cierto modo tu propio modelador y creador, modelarte a ti mismo según las formas que puedas preferir. Tendrás el poder de asumir las formas inferiores de vida, que son animales; tendrás el poder, por el juicio de tu espíritu, de renacer a las formas más elevadas de la vida, que son divinas."

En tercer lugar, Tomás de Aquino, la figura más sobresaliente del pensamiento cristiano medieval, hace radicar la superioridad del hombre sobre las realidades meramente materiales en el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios; y ese mayor grado de similitud se debe —continúa— a que el hombre posee una voluntad libre, por la que puede dirigirse a sí mismo hacia la propia perfección: "El hombre es imagen de Dios en cuanto es principio de su obrar por estar dotado de libre albedrío y dominio de sus actos." En consecuencia, resume en otro lugar, "he aquí el supremo grado de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien", hacia su fin.

La conclusión es justamente la que perseguíamos: aun cuando estamos ante autores de orientaciones filosóficas muy dispares e incluso divergentes, los tres coinciden, al igual que muchos otros, en relacionar la dignidad humana con la libertad. También lo hacen, por citar a dos pensadores contemporáneos de talla, Manuel García Morente y Antonio Millán-Puelles. "Llamamos persona —sostiene el primero— a un sujeto que rige con su pensamiento y su voluntad libre la serie de sus propias transformaciones. Si el hombre no pudiera libremente preparar y realizar los actos que le hacen ser lo que es, el hombre sería un animal inteligente, pero no sería responsable de sus propios actos, no sería autor y actor al mismo tiempo de la propia materia de su vida." Por su parte, afirma Millán-Puelles, de manera todavía más contundente: el "valor sustantivo, mensurante de la específica dignidad del ser humano, se llama «libertad», sea cualquiera su uso. Lo que hace que todo hombre sea un áxion (concretamente, el valor sustantivo de una auténtica dignitas de persona), es la libertad humana."

 

b) El verdadero sentido de la libertad humana.

 

La cuestión parecería del todo clara. No lo está lo bastante, sin embargo. Por una parte, resulta posible realizar aquí un conjunto de consideraciones similares a las expuestas al principio de nuestra intervención: bajo la aparente igualdad de un mismo término —en este caso el de «libertad»— se esconden realidades distintas y a veces contrapuestas, que nos conducirían a terrenos muy distantes a la hora de concebir a la persona humana y las condiciones y el alcance de su dignidad. Por otro lado, y esto es todavía más decisivo, la fundamentación de la bioética se mantendrá en un estado de ambigüedad constitutiva mientras el punto último de apelación de la realeza humana sea simplemente la libertad; y sólo alcanzará su estatuto definitivo cuando esa libertad se manifieste como expresión, sin duda privilegiada, de la excelsitud del ser personal al que revela.

Las palabras de Ratzinger que citábamos hace un momento no aludían de forma genérica a la conveniencia de hacer uso de una mirada filosófica, sino que se referían, de manera más penetrante y pertinente, a la necesidad de poner en juego un "ojo metafísico". Y la metafísica —como saber de ultimidades— intenta introducirse hasta el corazón mismo de la realidad, hasta lo más recóndito y definitivo de su ser. Por eso, mientras la dignidad humana no aparezca radicada en la superioridad del ser personal del hombre, todo lo que se cimente sobre ella correrá el peligro inminente de desfondamiento, y se verá amenazado por la presencia de aporías como las que señalábamos al principio de nuestra intervención. La tarea es, pues, la de adentrarnos, desde la consideración de la libertad del sujeto humano, hasta la aprehensión de la superior excelsitud de su ser personal.

Sin embargo, antes de llevar a término ese cometido, y en buena parte como preparación para hacerlo, me gustaría desvelar la inconsistencia de una de las maneras más difundidas de entender hoy la libertad. Una errónea concepción que, como insinuaremos, presenta grandes repercusiones en los dominios de la bioética. Me refiero a la doctrina que hace caso omiso de los profundos lazos que ligan la libertad con el bien, con la perfección. Por muy paradójico que resulte, el ser humano es libre no en virtud de una especie de indiferencia constitutiva, de una suerte de apatía abúlica e inapetente respecto a lo bueno (y lo malo); sino, muy al contrario, a causa de su finalización radical hacia el bien en cuanto tal (y, de manera todavía más drástica, hacia el Bien sumo e infinito). Justamente porque, más allá de su propio bien puntual y privado, el hombre puede conocer y querer lo bueno en sí —y, en ese sentido, también lo que resulta bueno para otros y, en fin de cuentas, todos los bienes—, no se encuentra intrínsecamente determinado por ningún bien finito, particular y concreto, sino que le es dado elegir entre los muchos que solicitan su voluntad.

El animal, a la inversa, se muestra del todo impotente para conocer la razón de bien en sí; sólo es capaz de aprehender y de dirigirse, o de huir, de lo que a él le resulta beneficioso o dañino: el puntiforme bien o mal para-sí señalado por sus instintos. Los restantes bienes y males, por sublimes o perversos que fueren, no tienen aptitud para moverle porque, para él, ni tan siquiera existen. En consecuencia, el animal carece de toda capacidad de elección, y «se dispara» de manera automática ante la presencia del único bien (o, en su caso, del exclusivo mal) al que taxativamente le ordena su dotación instintiva.

Es, por consiguiente, su contrapuesta relación con el bien lo que marca la diferencia —"infinitamente infinita", como veremos que decía Pascal— entre el comportamiento del hombre y el de los animales. De ahí que la libertad humana no quede suficientemente caracterizada apelando sin más a la simple posibilidad de optar entre los distintos miembros de una alternativa. Eso es cierto, pero es poco. Mucho más allá de esa facultad, como su fundamento y término, se encuentra la prerrogativa admirable del hombre de dirigirse, a través de semejantes elecciones, hacia su propia plenitud y perfección: hacia su bien terminal definitivo, aprehendido como tal.

"Subtracto fine —reza un adagio clásico—, relinquitur tantum vanitas: eliminado el fin, todo lo que queda es vano" y superfluo, y acaba en definitiva, como afirmaba Sartre, por producir náuseas. Es lo que ocurre con la libertad cuando se la concibe como simple indiferencia. En efecto, si a través de sus opciones el hombre no gozara del poder de «construirse», en el sentido más drástico del término; si el fundamento de su autodeterminación fuera un «tanto da» desinteresado, incapaz de conducirlo progresivamente hasta su acabamiento perfectivo, la necesidad de elegir acabaría por mostrarse —a tenor de nuevo de la afirmación sartriana—, más que como un privilegio, como una «condena». Y la propia condición libre, en su conjunto, aparecería como una triste farsa, o como un drama, por el que a «Alguien» habría que pedir cuenta de no tomar lo suficientemente en serio al hombre y de no permitir que éste se tome en serio a sí mismo.

Por eso, ni en bioética ni en ningún otro ámbito de la actividad humana, la eticidad de un comportamiento podrá sustentarse de manera exclusiva sobre la «libertad» de una decisión, cuando esa «libertad» se entienda como mera capacidad formal de elegir, al margen de la referencia al bien en la que semejante autodeterminación halla, junto con su punto de apoyo y justificación definitivos, los títulos inderogables de su sublime grandeza. Las contradicciones con las que al término se enfrenta cualquier intento de cimentar la ética y el derecho en una «facultad de escoger» construida de espaldas al bien real y perfectivo, manifiestan en fin de cuentas un déficit teorético: la endeblez de una concepción en que «lo libre» perseguiría su basamento radical en la pura indiferencia; un modo de pensar que, al cabo, trivializa la libertad, desproveyéndola de su más auténtico e intangible soporte.

La dignidad humana va mucho más allá del simple arbitrio, entendido como mera capacidad de optar. La innegable excelsitud del hombre se infiere sin posibilidad de equívocos de su intrínseco poder de autodeterminación sólo cuando éste se advierte con perspicacia en la totalidad de sus dimensiones constitutivas. O, con palabras más concretas: la libertad es signo grandielocuente de la grandeza humana no sólo porque gracias a ella el hombre puede conducirse por sí mismo, sino también y de manera indisoluble porque —como se nos recordaba— por sí mismo puede encaminarse hacia su propio bien o plenitud terminales. Únicamente la consideración conjunta de estos dos extrem

os —estrechamente unidos, por otra parte— permite apreciar la maravilla configuradora del ser personal del hombre.

 

3. Libertad y ser personal.

 

a) La eminencia del «ser» personal.

 

Atendamos al primer punto a través de unas cuantas consideraciones sencillas, casi elementales. Es un hecho experimentable que, entre todos los seres que pueblan el universo sensible, sólo el hombre puede dirigirse por sí mismo hacia su propia meta: únicamente él posee esa característica suprema del obrar que es el dominio sobre sus propios actos. Lo recuerda insistentemente la filosofía cuando, al ocuparse de estos temas, sostiene que los animales, más que moverse, son movidos por el objeto que atrae sus instintos ("magis aguntur quam agunt"). Por ejemplo, en presencia de un regacho de agua fresca, un perro con el paladar reseco no tiene otra opción que la de calmar su sed; al contrario, en manos del hombre hambriento o sediento está el decidir, por razones de la más diversa índole, si aplaza o no el momento de satisfacer sus pulsiones fisiológicas. Y algo similar sucede, con todos los matices y limitaciones que sean del caso, en las distintas circunstancias que configuran su existencia. Cabe afirmar, por tanto, que el hombre goza de un cabal señorío sobre las operaciones que han de conducirlo a sus distintos objetivos: que actúa con libertad.

Las realidades infrapersonales también obran, con una actividad real y efectiva; pero no propiamente «desde sí»: no se erigen en inicio radical de su operación ni, por ende, se alzan como poseedores incondicionados de sus acciones ni siquiera en su propio ámbito. Su actividad, cabría decir, es una suerte de continuación, una «parte» de la operatividad común del universo infrahumano, regida por las leyes generales e inflexibles que se imponen en éste: o, si se prefiere, un «nudo», un punto de «cruce» o de «paso», un momento transitorio —no inaugural— en el ejercicio activo del universo físico considerado en su conjunto. El hombre, por el contrario, obra «desde sí mismo»: se yergue como principio fontal autónomo de buena parte de su dinamismo externo e interno. Incluso en situaciones semejantes a las de los animales, cuando experimenta como éstos las atracciones sensibles que derivan de su naturaleza corpórea, sus instintos son simplemente solicitados, pero no se les obliga a reaccionar de manera cuasi mecánica. Según veíamos, en circunstancias como las que acabo de apuntar el sujeto humano puede detener la corriente de influjos cósmicos operativos que llega hasta él y re-iniciarla desde sí mismo, adoptando una postura autárquica respecto al mundo circundante: de modo que, tanto si se niega a dar respuesta a la solicitación de los instintos como si decide acceder a su reclamo, su actuación —tras haber interrumpido el flujo material de las interacciones corpóreas— presenta un nuevo y primordial origen en él.

Obviamente, algo muy similar sucede, y de modo más terminante y decisivo, en los ámbitos superiores de su operatividad, que son los más estrictamente libres; entonces el hombre actúa en sentido más propio «desde sí»: toma la iniciativa, se convierte en actor radical de su propia existencia, esboza el proyecto que ha de colmarla y pone manos a la obra para llevar semejante diseño hasta su apogeo conclusivo.

En consecuencia, y considerando en su conjunto la diversidad de circunstancias apenas apuntadas, debe reconocerse que existe un amplísimo abanico de acciones humanas que, de un modo u otro, dependen fontalmente de su sujeto; operaciones que representan una estrictísima novedad, de la que el hombre es principio y hontanar definitivos: él confiere el ser a semejantes actividades y, en esa medida, de manera participada, las crea.

Pues bien, y como venimos sugiriendo, la libertad así advertida, como origen primordial, como «creatividad participada», constituye un indicio clarísimo de la condición personal del ser humano y, en consecuencia, de su eminente dignidad.

Lo ha expresado, de manera sencilla y penetrante, Carlo Caffarra: "Una de las vías más simples para llegar a la intuición del ser-personal es la reflexión sobre el acto libre. Lo que nosotros «sentimos» espiritualmente cuando realizamos un acto libre, discerniéndolo en seguida de cualquier otro acto, es que nosotros somos causa de ese acto. Esto es tan cierto que sólo nosotros asumimos la responsabilidad de ello. ¿Qué significa «somos causa de¼ »? Nuestra experiencia nos dice además que «ser causa de¼ » significa «ser el origen de ¼ » en el sentido de que aquello, de lo que se es causa, depende de nosotros en cuanto al ser. Adviértase: se trata de una dependencia en el ser. El acto (realizado) es, porque es actualizado por mí. Este acto no tiene otra causa —en el sentido antes indicado— fuera del sujeto que actúa.

Esta independencia en el obrar (exclusión de otras causalidades) no puede ser explicada sino con base en una independencia en el ser. Sería simplemente absurdo negar esta inferencia."

Consideraremos dentro de unos instantes en qué sentido semejante autarquía nos conduce hacia la incomparable excelencia del ser humano. Antes quisiera hacer un breve paréntesis, con el fin de recordar lo que ya comentaba hace un momento: que la función primordial de la libertad, en relación con la dignidad del hombre, es precisamente la de dirigirnos hacia ahí: hasta el acto personal de ser en el que radical y efectivamente reside toda la sublime nobleza de su sujeto. Considerada desde esta óptica, la capacidad personal de autodeterminación es sólo un índice de la innegable grandeza de su poseedor, pero no su causa o fundamento definitivos; o, si se prefiere, se configura como su referencia «penúltima» y, desde tal punto de vista, representa una vía de acceso privilegiada para adentrarnos hasta el hontanar de la eminencia del ser personal humano. Mas es semejante ser, insisto —del que el obrar libre no constituye en fin de cuentas sino una (excepcional) expresión expansiva—, el motivo substancial y decisivo de la inigualable nobleza de cualquier persona.

Esa radicación terminal de la eminencia del hombre en su ser más íntimo se configura como cimiento conclusivo de la verdad de afirmaciones tan trascendentales como las siguientes de José Luis del Barco: "Ningún hombre está privado de dignidad. Toda existencia humana sobre la tierra —aplaudida o denostada, triunfante o derrotada, feliz o desgraciada, generosa o ruin— representa la irrupción en la historia de una novedad radical, la presencia de una excelencia de ser superior a la de cualquier otro ente observable."

Cuantos de una forma u otra dedicamos parte de nuestra atención a los problemas relativos a la bioética, somos plenamente conscientes de la importancia práctica, operativa, de elevarnos hasta esta perspectiva metafísica, que nos permite enraizar la valía inigualabe de cualquier individuo humano en su íntima condición personal: en su ser-persona, si quisiéramos expresarlo de manera más técnica. No son títulos decisorios de esa grandeza ontológica, por el contrario, ni la eficacia económica o laboral, ni su capacidad de producir, ni la belleza de cuerpo o la plenitud física o psíquica; ni, en un plano ya más elevado, lo son tampoco la autoconciencia de la propia personalidad, el ejercicio de las facultades intelectuales abiertas radicalmente a la verdad y a la belleza ni, tan siquiera, el noble uso del libre albedrío, que se concreta en actos reiterados de amor. Todo ello servirá para poner de manifiesto y ayudarnos a descubrir la insondable realeza del sujeto humano. Pero ésta reposa cabal e íntegramente —lo repito una vez más— en la posesión de un acto personal de ser.

Por eso, aun en los casos más extremos y desesperados en que el despliegue del entendimiento y de la voluntad libre se encontraran definitivamente impedidos, cualquier otro indicio que nos permitiera adentrarnos hasta el descubrimiento de la presencia de un ser personal —la simple figura humana naturalmente animada, pongo por caso, o la continuidad de desarrollo entre el individuo recién concebido y el que posee la plenitud de sus facultades de persona adulta—, resultaría más que suficiente para obligarnos a adoptar la actitud de supremo respeto, o incluso de reverencia, exigida por quien se encuentra adornado por la sublime dignidad de lo personal.

Robert Spaemann lo ha expresado de manera contundente, definitiva. Sostiene, así, antes que nada: "Según la concepción tradicional, bien fundamentada filosóficamente, es persona todo individuo de una especie cuyos miembros normales tienen la posibilidad de adquirir conciencia del propio yo y racionalidad" y, por ello, de actuar libremente. Esa «posibilidad» radica en el ser, y no es necesario «actualizarla» para gozar de la condición de persona. En este sentido, agrega el propio Spaemann: "Reducir la persona a ciertos estados actuales —conciencia del yo y racionalidad— termina disolviéndola completamente: ya no existe la persona, sino sólo «estados personales de los organismos»." Y concluye, en perfecta consonancia con lo que venimos exponiendo: "La personalidad es una constitución esencial, no una cualidad. Y mucho menos un atributo que —a diferencia del ser humano plenamente desarrollado— se adquiera poco a poco. Dado que los individuos normales de la especie homo sapiens se revelan como personas por poseer determinadas propiedades, debemos considerar seres personales a todos los individuos de esa especie, incluso a los que todavía no son capaces, no lo son ya o no lo serán nunca de manifestarlos."

 

b) El hombre, un cierto absoluto.

 

Basta, por consiguiente, estar en posesión de un acto de ser personal para adornarse con toda la eminencia que corresponde a quien es persona. ¿En qué consiste semejante excelsitud? Un nuevo recurso a la libertad nos va a permitir esbozar sus contornos.

Señalábamos antes que la autonomía en el obrar se configura como una de las manifestaciones, tal vez la más palmaria, de independencia en el ser. Y esa autonomía ontológica, raíz y fundamento de la eminente dignidad de cualquier persona, constituye al tiempo la clave de su propia condición personal. Lo resume magistralmente Carlos Cardona, al caracterizar a todas y cada una de las realidades personales como aquellos sujetos que poseen el ser en propiedad privada.

Pues bien, para los exponentes de la especie humana, esa peculiar relación con el propio ser deriva de la presencia en cada uno de ellos —como principio esencial constitutivo de su intrínseca índole de persona— de un alma espiritual e inmortal. Sin admitir la presencia de semejante alma —advertida, por ejemplo, a través del análisis de la libertad que venimos esbozando—, resulta prácticamente imposible cimentar, de forma consecuente, la grandeza propia del hombre y la de todos los elementos que lo integran, incluidos los materiales. Pues, en efecto, según la doctrina clásica, la índole espiritual del alma le permite recibir en sí el nobilísimo acto de ser que confiere a todo el sujeto personal humano su peculiar realeza, y darlo a participar al cuerpo, elevándolo de esta suerte hasta el rango ontológico propio de los espíritus. El mismo ser que pertenece al alma, por tanto, lo comunica ésta al cuerpo que informa y al que, por decirlo de algún modo, integra dentro de sí. Por eso el hombre propiamente no tiene un cuerpo, sino que lo es; y por eso semejante cuerpo goza, participadamente, de la misma dignidad constitutiva que corresponde al alma y, por ella, a la persona toda: es un cuerpo personal.

Nos encontramos en el núcleo más íntimo, en el corazón de la doctrina ontológica sobre la persona humana. Desarrollarla como se merece exigiría echar mano de categorías metafísicas que exceden el marco de esta intervención. Por eso, me limitaré a sugerir, de manera casi intuitiva, algunas de sus consecuencias. Las principales podrían resumirse afirmando que todo hombre goza de una suprema excelencia porque, considerado en sí mismo, constituye un cierto absoluto. ¿Qué se aspira a significar con esto último?

° En primer lugar, con semejantes términos pretende sostener la tradición filosófica que el ser de los individuos humanos no depende intrínseca y constitutivamente de la materia. Ab-solutum, etimológicamente, quiere decir «(ab-)suelto», «no-ligado». Y, en efecto, en virtud del alma espiritual que lo conforma, todo individuo humano se encuentra «des-vinculado» de las condiciones empobrecedoras de lo limitada y estrictamente material, encumbrándose en cierto modo sobre ellas. A esa elevación o trascendencia quiere aludirse cuando, utilizando la terminología clásica, se afirma que el alma humana —y, con ella, la persona toda en su núcleo radical constitutivo— es inmortal, necesaria o eterna. Son precisamente estas características las que contradistinguen las realidades personales, ensalzándolas inefablemente por encima de lo meramente corpóreo. Sin esta distinción primigenia enaltecedora —vuelvo a insistir en ello—, cualquier intento de fundamentar la dignidad del hombre no pasaría de ser, o mero narcisismo, o una especie de «complicidad» intraespecífica, basada en exclusiva en la voluntad de autoafirmación del sujeto humano, y que sólo por su mayor complejidad se diferenciaría de los «acuerdos» que de forma natural «instauran» las especies inferiores, constituyéndose a sí mismas —cada una— en centro privilegiado del cosmos. Nada habríamos avanzado.

Por ventura, existe una clave ontológica de la superioridad del hombre, gracias a la cual esa eminencia, además de afirmada de modo más o menos arbitrario, puede ser re-conocida, como consecuencia de un análisis, incluso sumario, de su condición libre. Esa indagación nos revela que la excelsitud del sujeto humano se asienta, como ya insinuábamos, en la subsistencia peculiar de su alma: en el hecho de que ésta acoge en sí (y no en la materia) el acto personal de ser. Las realidades infrahumanas, al contrario, y por decirlo de algún modo, reciben el propio ser en la conjunción de la materia y la forma, resultando intrínsecamente condicionadas por la debilidad inherente a aquélla. Así lo explica Carlo Caffarra: también el individuo infrapersonal —animales, plantas— es de algún modo subsistente en sí; "pero puesto que la materia entra en la constitución de su esencia con igual derecho que su forma propia, y puesto que, además, la materia por su misma complexión está en continuo cambio y por eso carece de estabilidad, el individuo no personal se configura por naturaleza como una realidad contingente. Su acto de ser y, por tanto, el hecho de existir, posee de esta suerte un bajo grado de intensidad, por encontrarse de continuo expuesto a la corrupción, condicionado por el perdurar en el tiempo de sus constitutivos materiales.

En la persona, a causa del espíritu, sucede justamente lo contrario. La naturaleza del espíritu determina un modo de subsistencia necesaria. Necesaria en el sentido de que su acto de ser no está condicionado por nada. La persona no es corruptible, es eterna por su misma naturaleza."

En consecuencia, "la nobleza, la dignidad ontológica de la persona, se revela infinitamente superior a la de todos los otros entes creados: se sitúa en un grado de ser cuya distancia respecto a los grados de ser de los otros entes es infinitamente infinita, para usar la terminología pascaliana. Mientras que, a causa de su diversa constitución ontológica, el individuo no personal es un «momento» de una línea, una parte de un todo, un evento pasajero del disponerse de la materia, la persona es en sí, no es parte de un todo, es un sujeto eterno."

° Nos adentramos de este modo hasta la segunda de las connotaciones del carácter absoluto correspondiente a la persona humana. También ésta se infiere de un análisis somero de la libertad. Recordábamos antes, al hablar de ella, que las acciones de las realidades infrapersonales constituyen una especie de «segmento» o «fracción» en el continuo que compone la operatividad universal de lo corpóreo; mientras que, al contrario, el hombre manifiesta su autonomía en cuanto se configura —de distintas maneras, a tenor de las circunstancias— como inicio radical de sus actuaciones. En la medida en que, de acuerdo con el adagio clásico, «el obrar sigue al ser» y revela sus características constitutivas, de todo ello pueden deducirse nuevos matices de la condición ab-soluta del sujeto humano, provistos de notable relevancia en los dominios de la bioética.

Antes que nada, cabría inferir que, igual que sucedía con su acción, tampoco el ser de los animales —o el de las plantas— se destaca autónomamente del conjunto del orbe material. Muy al contrario, tales individuos aparecen como «incrustados» en ese cosmos; su ser constituye una especie de «préstamo ecológico» que, de manera provisional y transitoria, les hace la totalidad del mundo físico; y cada uno de ellos se configura, según se nos acaba de decir, como "un evento pasajero del disponerse de la materia". Por consiguiente, y de acuerdo con lo que dicta su propia naturaleza, los individuos infrapersonales se hallan del todo subordinados a su especie y, a través de ella, al bien general del universo: y, como consecuencia, resulta lícito sacrificarlos, justificadamente, en aras de la totalidad.

En el extremo opuesto, la autonomía del obrar humano, su elevación liberadora respecto a las condiciones materiales, pone de relieve el carácter también «ab-soluto» de su sujeto: lo señala como una realidad autárquica, consistente por sí misma, que posee —como decíamos— el acto de ser "en propiedad privada", y por ello adquiere un significado propio, soberano, independiente del que corresponde al entero orbe infrapersonal y al resto de las personas. En este sentido, los caracteres configuradores de su ser personal prohiben la reducción de cualquier individuo humano a la condición de simple «fragmento» o «porción», a la categoría de mero «número». La persona es un absoluto por cuanto, por su índole de «todo», no se encuentra substancialmente referida —ni mucho menos subordinada— al conjunto de la creación material ni, tan siquiera, a su propia especie.

En este sentido, y como recuerda un autor contemporáneo, no sería legítimo, por insuficiente, "definir al hombre como individuo de la especie homo (ni siquiera homo sapiens)." Muy al contrario, "el término «persona»", al que se halla indisolublemente aparejada la idea de dignidad, "se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción «individuo de la especie», que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la palabra «persona»." Desde este punto de vista, cada «ab-soluto» humano se encuentra des-ligado, por elevación, de la propia especie a la que pertenece: goza de un sentido propio al margen de ella.

° Y esto nos conduce, como de la mano, hacia la significación más común y definitiva del vocablo «ab-soluto». En virtud de su trascendencia respecto a los componentes materiales —a los que eleva hasta el rango de lo personal, en lugar de quedar condicionado por ellos—, y también por destacarse ontológicamente de los demás integrantes de su propia especie, la persona humana se define al término por su condición «exenta». Aparece dotada de un valor autónomo, que impide su relativización radical o instrumentalización; se muestra provista de la suprema valía que corresponde a lo que es fin en sí, y no mero medio para lograr otra cosa.

También ahora el análisis de la libertad nos permitiría acceder hasta esta primordial manifestación de la excelsitud del sujeto que la ejerce. Lo había intuido ya, hace más de veinticinco siglos, Aristóteles, al caracterizar al hombre libre por su capacidad de causarse a sí mismo. Sus comentadores medievales hicieron notar, con perspicacia, la riqueza de semejante expresión: no sólo quería significarse con ella que el sujeto libre es autor de sí mismo en sentido eficiente, por «autoconstruirse» (causa sui); sino también, y quizá de manera primigenia, que encuentra en sí el sentido de su existencia —es «para sí» (causa sibi)—, por cuanto no se subordina a ninguna otra realidad creada.

Entre los contemporáneos, Antonio Millán-Puelles ha resumido, de forma sucinta pero eficacísima, el núcleo de la cuestión: "la libertad —sostiene— no es sólo un «desde sí», sino sobre todo un «para sí»." Y, lo mismo que la libertad, su sujeto. En efecto, al otorgarle el imperio sobre los fines, y al relacionarlo directamente con el Fin último y terminal, la libertad transforma al propio hombre en un fin, en un «para sí», que nunca puede ser utilizado como simple medio para otros objetivos. Y, desde este punto de vista, lo convierte en un absoluto; digno y, como quería Kant, no instrumentalizable.

 

4. Conclusión: Otra vez con las aporías.

 

Teniendo en mente cuanto acabamos de resumir, intentemos ahora profundizar en los motivos teóricos de lo que, al inicio de nuestra intervención, calificábamos como «paradoja»: la de la dignidad simultáneamente ensalzada y conculcada.

Si los títulos efectivos y reales de la nobleza de la persona humana coinciden con los esbozados en las páginas que preceden, la raíz de semejante contradicción, con las aporías que lleva consigo, habría que hacerla residir en un hecho relativamente claro: mientras prácticamente nadie, entre los que hoy se ocupan de cuestiones relativas a la bioética, rechazaría la adscripción a los integrantes de nuestra especie de la condición de persona y de la sublime excelencia que de ella se deriva, son legión sin embargo los que —explícita o implícitamente, pero de la manera más rotunda— se niegan a conceder la más mínima beligerancia a los fundamentos, antes apuntados, de esa soberana grandeza.

De acuerdo en admitir, y ya no todos, que el hombre es libre; pero que semejante libertad lleve aparejada una constitutiva referencia al bien real y objetivo, y que de todo ello se infieran determinadas propiedades del ser de cada individuo humano, ésas son cuestiones que ya muy pocos estarían dispuestos a aceptar. La propia realidad del alma va siendo sustituida por explicaciones más «evidentes» y «comprobables» y, por eso, más susceptibles de ser «asumidas». Términos como «inmortalidad», «espiritualidad» o «eternidad» resultan poco menos que «irreverentes». Y las connotaciones a las que hemos aludido al explicar la índole de lo «ab-soluto», igual que esta misma noción, acaban por tornarse in-significantes: carecen de cualquier sentido inteligible. Pero, insisto, son precisamente ésos los títu los ontológicos, reales, de la grandeza del hombre. No queriendo atender a ellos, ¿extrañará, como insinuábamos al comienzo, que el alcance de la «dignidad humana» quede reducido al de un mero constructo verbal?

Los hechos son los hechos. Y en los ámbitos que ahora nos ocupan hemos asistido a un multiplicarse de los atentados contra la inviolabilidad de la persona humana y de los principios que intrínsecamente la constituyen: prostitución, contraceptivos, aborto, excesos en la instrumentación genética, fecundación artificial o extracorpórea, comercialización de tejidos fetales, eutanasia¼ y un dilatado etcétera.

Con todo, para el esclarecimiento de nuestro problema, no son los hechos lo más importante. Más significativas son las «razones» con las que, en muchos casos, pretenden justificarse esas prácticas. Por ejemplo, el sacrificio constante de seres humanos singulares y concretos, al poco tiempo de haber sido concebidos, parece quedar legitimado si se realiza en pro del bienestar de otros individuos, o incluso en aras de abstracciones como el Progreso, la Ciencia o la Humanidad. A esos mismos embriones o fetos se los califica, reductivamente, como material biológico. Y oímos argumentos del estilo: ¿por qué no va a ser lícito inmolar cien, doscientos, mil «productos» de la concepción, si con ello se asegura una mayor calidad de vida —en un futuro relativamente próximo y ya para el resto de la existencia de la Humanidad— a millares de millones de exponentes de su misma especie? ¿Acaso se trata de una «inversión» no rentable?

No es difícil advertir que, planteando la cuestión en términos tan estrechos, resulta imposible llegar a conclusiones definitivas. Parece bastante obvio que, quienes así argumentan, no entienden mínimamente, en realidad, de qué están hablando. Y lo mismo sucedería si propusieran el holocausto de un único ser humano. Porque, en cuanto nos adentramos en el ámbito de las personas, la cantidad no cuenta para nada, como tampoco es pertinente apelar al valor de la utilidad. El criterio acumulativo, por ejemplo, tiene su campo de aplicación en el reino de las cosas, donde, en verdad, el número resulta concluyente. Pero es del todo irrelevante en los dominios estrictos de la más alta cualidad, que son los de los valores absolutos: los de aquellas realidades cuya magnificencia es tal que no puede ser derivada ni de su subordinación a otros ni de su conjunción con ellos. Y, sin embargo, al tiempo que nos empeñamos en seguir utilizando aquellos esquemas empobrecedores, hacemos profuso uso de términos como el de «persona» y «dignidad», y de todos sus relativos y derivados, radicalmente incompatibles con el contexto formal y argumentativo —con el angosto y depauperado universo mental— en que los estamos incluyendo.

Todo sugiere, por tanto, que la civilización contemporánea padece una incapacidad casi congénita para apreciar en qué consiste realmente la sublime grandeza de cada persona; que la propia idea de «dignidad» constituye hoy, como insinuábamos, un imposible cognoscitivo; que no sabemos ya qué es lo que significa —por estar dotado de libertad y de espíritu— ser valioso en sí y por sí; que se han impuesto por ello, en el trato con los seres humanos, las mismas normas que rigen el mundo de lo infrapersonal; que nos hemos acostumbrado a calibrar toda la realidad —también la específicamente nuestra— en puros términos de especie, cantidad y subordinación utilitaria.

¿Por qué? Porque no es posible advertir —de manera cumplida, consistente— que cada persona, autárquica e incondicionalmente considerada, representa una tajante novedad de ser; que introduce en el universo un valor tan sublime e incondicionado, tan categórico, tan intrínsecamente inconmutable, que no puede ser «sustituido» —o su pérdida justificada— ni siquiera por el conjunto íntegro de todas las restantes personas que han existido, existen y existirán a lo largo de la historia; que cualquier individuo humano se configura, por ello, como un absoluto; que, en definitiva, es digno¼ Nada de ello puede fundamentarse, decía, si nos negamos a aceptar el significado de términos como inmortal, supracorpóreo, necesario, espiritual o eterno.

Admito que ciertas ideologías, o determinados preceptos metodológicos —más cientificistas que científicos—, excluyan la consideración de las realidades expresadas por estos vocablos. Pero quienes se sientan ligados por semejantes imperativos, no deberían ni siquiera plantearse el problema de la dignidad personal. Desde tales presupuestos, mientras renuncien a otros modos de saber también plenamente humanos, les resultará imposible elevarse hasta una solución cabal, definitiva.

 

Conferencia pronunciada en el
 I Simposium Europeo de Bioética,
Santiago de Compostela, V-1993,
publicada en Cuadernos de Bioética, 17-18,
 1º-2º 94, pp. 63-79