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Tres casos:
Galileo,
Lavoisier y
Duhem
Por Mariano Artigas
A veces, los prejuicios contra la Iglesia provienen de la presunta oposición de la religión hacia la ciencia. Es interesante considerar algunos datos al respecto.
Todo el mundo ha oído hablar del caso de Galileo,
casi siempre de modo deformado. Pocos saben que Lavoisier, uno de los fundadores
de la química, fue guillotinado por la Revolución Francesa. Casi nadie tiene
noticia de Pierre Duhem, físico importante, autor de una monumental obra de
historia y filosofía de la ciencia. Y es que, cuando se habla de ciencia y fe,
a mucha gente le pasan por la cabeza dos palabras: «oposición» y Galileo.
Pocos piensan en «colaboración», y nadie en Duhem. Es una lástima.
Cuando hablo de Galileo en mis clases y conferencias, suelo recordar que el
sabio italiano murió de muerte natural cuando tenía 78 años. Seguramente,
muchos oyentes piensan que Galileo fue quemado por la Inquisición. Casi
siempre, al terminar, algunos me dicen: es verdad, yo creía que a Galileo lo
quemaron.
Me llamó especialmente la atención lo que me sucedió en enero de 1992. Vino a
verme un sacerdote que había asistido a mi conferencia. Estaba indignado, y con
razón. Nos encontrábamos en Roma, donde él trabajaba en su tesis doctoral en
teología, y me preguntaba: «¿Cómo se explica que una persona como yo, que
soy sacerdote católico desde hace varios años, que he estudiado en un
Seminario y en una Universidad Pontificia, me entere ahora, a estas alturas, de
que a Galileo no le mataron?» Y añadió: «Hace pocos días, un compañero de
mi Residencia estuvo visitando el Palacio del Quirinal, y nos contó que el guía,
en un momento de la visita, señaló un balcón bien visible y dijo: "desde
ese balcón, el Papa hizo el gesto de poner el dedo pulgar hacia abajo, para
condenar a Galileo a muerte"».
La hoguera inexistente
¿Cómo se explica todo esto? No lo sé. Es muy extraño. La verdad es que
Galileo nació el martes 15 de febrero de 1564, y murió el miércoles 8 de
enero de 1642, en su casa, una villa en Arcetri, cerca de Florencia. Su discípulo
Viviani, que permaneció continuamente junto a él en los últimos treinta
meses, cuenta que su salud estaba muy agotada: tenía una grave artritis desde
los 30 años, a la que se unía «una irritación constante y casi insoportable
en los párpados» y «otros achaques que trae consigo una edad tan avanzada,
sobre todo cuando se ha consumido en el mucho estudio y vigilia». Añade que, a
pesar de todo, seguía lleno de proyectos de trabajo, hasta que por fin «le
asaltó una fiebre, que le fue consumiendo lentamente, y una fuerte palpitación,
con lo que a lo largo de dos meses se fue extenuando cada vez más, y, por fin,
un miércoles, que era el 8 de enero de 1642, hacia las cuatro de la madrugada,
murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete años de edad,
diez meses y veinte días».
En 1633 tuvo lugar en Roma el famoso proceso contra Galileo. No fue condenado a
muerte, ni nadie lo pretendió. Nadie le torturó, ni le pegó, ni le puso un
dedo encima; no hubo ninguna clase de malos tratos físicos. Fue condenado a
prisión y, teniendo en cuenta sus buenas disposiciones, la pena fue
inmediatamente conmutada por arresto domiciliario. Desde el proceso hasta que
murió, vivió en su casa. Siguió trabajando con intensidad, y publicó en esa
época su obra más importante.
Tres de los diez altos dignatarios del tribunal se negaron a firmar la
sentencia. El Papa nada tuvo que ver oficialmente ni con el tribunal ni con la
sentencia. Desde luego, el proceso no debió producirse, y me parece lamentable.
Pero los trabajos de Galileo siguieron adelante.
Por tanto, se han cumplido ya 350 años desde la muerte natural de Galileo.
Estoy de acuerdo con mi oyente de Roma: parece mentira que, a estas alturas,
casi todo el mundo, curas católicos incluidos, estén seriamente equivocados
sobre importantes aspectos de un caso que se utiliza continuamente para atacar a
la Iglesia y para afirmar, como si fuera un hecho histórico, que la religión
en general y la Iglesia católica en particular siempre han estado en contra del
progreso científico.
Una gran cabeza guillotinada
¿Quién sabe algo, en cambio, acerca del caso de Lavoisier, que tuvo bastante
peor suerte que Galileo?
Antoine Laurent Lavoisier, nacido el 26 de agosto de 1743 en París, realizó
muchos trabajos científicos importantes. En la Academia de Ciencias se
publicaron más de 60 comunicaciones suyas. Fue uno de los protagonistas
principales de la revolución científica que condujo a la consolidación de la
química, por lo que se le considera, con frecuencia, como el padre de la química
moderna.
Su gran pecado consistió en trabajar en el cobro de las contribuciones. Por
este motivo, fue arrestado en 1793. Importantes personajes hicieron todo lo que
pudieron para salvarle. Parece que Halle expuso al tribunal todos los trabajos
que había realizado Lavoisier, y se dice que, a continuación, el presidente
del tribunal pronunció una famosa frase: «La República no necesita sabios».
Lavoisier fue guillotinado el 8 de mayo de 1794, cuando tenía 51 años. Joseph
Louis Lagrange, destacado matemático cuyo apellido es bien conocido por todos
los matemáticos y físicos dijo al día siguiente: «Ha bastado un instante
para segar su cabeza; habrán de pasar cien años antes de que nazca otra igual».
Evidentemente, Lavoisier no fue guillotinado por la fe. Y no estoy empeñado en
atacar a la Revolución, ni a la República, ni a nadie. Simplemente, me
sorprende mucho que exista tanta desproporción entre lo que llega a la opinión
pública acerca de los casos de Galileo y de Lavoisier.
En este vida se dan curiosas coincidencias. Cuando acababa de escribir el párrafo
anterior, vino a verme un amigo, profesor de biología y buen católico.
Comentamos lo que yo estaba escribiendo y me dijo que un colega suyo de otro país
le había comentado poco tiempo antes: «¿Eres biólogo y católico a la vez?,
¡qué raro! ¡es el primer caso que conozco!».
El sucedido viene como anillo al dedo. Resulta un poco extraño, pero es real.
Probablemente, por motivos que los historiadores y sociólogos podrían
investigar, durante mucho tiempo se ha pensado, en muchos ambientes, que la
ciencia y la religión son cosas opuestas. La verdad es que eso no es verdad.
Los grandes pioneros de la ciencia moderna eran cristianos. Galileo siempre fue
católico. Entre los científicos de todas las épocas no son pocos los
cristianos convencidos. En la actualidad, los científicos no creyentes suelen
reconocer que su agnosticismo no tiene nada que ver con la ciencia, y que no
existe ninguna dificultad objetiva para ser buen científico y buen cristiano a
la vez.
Duhem: físico, filósofo, historiador y católico
Esto nos lleva de la mano al caso de Duhem. Se trata de un personaje muy
conocido, aunque no siempre bien interpretado, en el ámbito de la filosofía de
la ciencia, y totalmente desconocido para la opinión pública. Sin embargo,
vale la pena saber qué hizo.
Pierre Duhem fue un físico francés de gran talla intelectual. Nació en 1861 y
murió en 1916. La lista de sus artículos y libros ocupa 17 páginas de un
libro de buen tamaño. Escribió mucho sobre temas científicos muy
especializados, y también se ocupó de filosofía e historia de la ciencia.
Algunas de sus obras son libros en varios volúmenes, y una de ellas tiene 10
volúmenes de 500 páginas cada uno. Sin duda, fue uno de los físicos más
importantes de su época. Fue un católico convencido y llevó una vida
realmente ejemplar en todos los aspectos.
Que yo sepa, ninguna obra de Duhem, al menos de las más importantes, está
traducida al castellano. Hay, en cambio, algunas traducidas a otros idiomas;
incluso una de ellas, «La teoría física», fue traducida al alemán dos años
después de su aparición, con un prefacio muy favorable de Ernst Mach, otro
importante físico-filósofo, cuyas ideas tenían poco de católico.
EL ORIGEN DE LA CIENCIA MODERNA
Duhem es el pionero de los estudios históricos acerca de la ciencia medieval,
tema que tiene una importancia cada vez mayor en la actualidad. Este es el
aspecto en el que me voy a detener.
Duhem era un trabajador infatigable que, a pesar de su gran talla, no llegó a
ser profesor en París, quizá debido a obstáculos ideológicos. Esto le
permitió trabajar mucho por su cuenta. Estaba interesado en la historia de la
ciencia y se puso a investigar en el pasado. Ante su sorpresa, fue encontrando
en los archivos franceses muchos manuscritos antiguos nunca publicados, que
arrojaban nuevas luces acerca del nacimiento de la ciencia moderna.
Según el cliché generalmente admitido, la ciencia moderna parecía haber
nacido en el siglo XVII prácticamente de la nada. La Edad Media habría sido
una época oscurantista, dominada por la teología y enemiga de la ciencia. El
nacimiento de la ciencia moderna se habría producido sólo cuando el
librepensamiento se emancipó de la Iglesia y de la teología. Pues bien, Duhem
encontró una documentación abundantísima que deshacía ese cliché, y la fue
publicando, comentada, en los 10 grandes tomos de su obra «El sistema del mundo».
Para comprender la situación, conviene tener en cuenta que la imprenta no
existió hasta el siglo XVI. Las obras anteriores, y por-tanto, las obras de los
medievales, eran manuscritos. Cuando se descubrió la imprenta, muchos
manuscritos quedaron en el olvido de los archivos. Los pioneros de la nueva
ciencia no se preocuparon de señalar sus deudas intelectuales con los autores
anteriores, sino más bien de subrayar la novedad de sus trabajos. La Edad Media
quedó en la penumbra.
Duhem trabajó directamente con muchos manuscritos medievales inéditos. Su
trabajo le llevó al convencimiento de que la Edad Media, especialmente en la
Universidad de París, pero también en la de Oxford y en otros centros
intelectuales, fue una época en la que paulatinamente se fueron desarrollando
los conceptos que permitieron el nacimiento sistemático de la ciencia
experimental moderna en el siglo XVII.
LA MATRIZ CULTURAL CRISTIANA
Los trabajos de Duhem abrieron un enorme campo de investigación que ha sido
continuado por importantes historiadores de todo tipo de países e ideologías.
Uno de ellos es Stanley Jaki. Nacido en Hungría en 1924, se estableció en los
Estados Unidos en 1951. Es doctor en física y en teología, profesor de la
Universidad de Seton Hall (New Jersey), y ha sido invitado a dar cursos en las
Universidades de Edimburgo, Oxford, Princeton, Sidney y otras muchas de todo el
mundo. Ha publicado cerca de 30 libros sobre las relaciones de la ciencia con la
filosofía y la cultura. En 1987 recibió de manos del príncipe Felipe de Gran
Bretaña el premio Templeton, como reconocimiento a sus publicaciones.
Jaki escribió la primera biografía amplia sobre Pierre Duhem, que fue
publicada en 1984 por la Editorial Nijhoff de La Haya. Ha continuado y ampliado
los trabajos de Duhem sobre el nacimiento de la ciencia moderna y sus relaciones
con la religión.
Jaki afirma que en las grandes culturas de la antigüedad (Babilonia, Egipto,
Grecia, Roma, India, China, etc.), la ciencia experimental no encontró un
terreno propicio. Más bien, los escasos intentos de nacimiento acabaron en
sucesivos abortos. Un factor determinante fue que en esas culturas se
representaba la naturaleza como sometida a unas divinidades caprichosas, o se
pensaba en ella de modo panteísta. Jaki examina estos problemas desde el punto
de vista histórico y concluye que el nacimiento de la ciencia moderna sólo fue
posible en la Europa cristiana, cuando se llegó a dar lo que llama la «matriz
cultural cristiana».
Esa matriz cultural incluía la creencia en un Dios personal creador, que ha
creado libremente el mundo. Porque la creación es libre, el mundo es
contingente, y sólo lo podemos conocer si lo estudiamos con ayuda de la
observación y la experimentación. Porque Dios es infinitamente sabio, el mundo
es racional y sigue leyes; como afirma repetidamente la revelación cristiana,
el mundo está lleno de orden. Porque Dios creó al hombre a su imagen y
semejanza, el hombre participa de la inteligencia divina y es capaz de conocer
el mundo.
De hecho, es fácil comprobar que los grandes pioneros de la ciencia moderna
compartían estas convicciones, que las tenían porque eran cristianos y vivían
dentro de una matriz cultural cristiana, y que en algunos casos ellos mismos
afirmaron la importancia que esas ideas tenían para su trabajo científico.
Por ejemplo, Kepler hizo muchos intentos durante años hasta que encontró sus
famosas leyes, convencido de que tenían que existir en un universo creado por
la sabiduría divina, y que tenían que estar de acuerdo con los datos
observacionales establecidos por el astrónomo danés Tycho Brahe.
Desde luego, no basta ser cristiano para hacer ciencia; la ciencia se hace con
matemáticas y experimentos. Pero la ciencia moderna nació y se ha desarrollado
durante siglos en un occidente cristiano que le ha proporcionado una matriz
adecuada.
Comprendo que estas afirmaciones puedan extrañar a algunos. Las obras de Duhem,
las de Jaki y otros autores semejantes, no suelen estar traducidas al
castellanos. Además, durante mucho tiempo se ha presentado a la ciencia como si
estuviera en perpetua lucha con la religión, aunque esto no se corresponda con
la realidad. Pero si algo nos enseña la ciencia es a atenernos a los hechos y a
superar los prejuicios.
El compromiso personal
Llegamos, por fin, a una tercera diferencia entre la fe y la razón. En
concreto, las verdades de la fe cristiana comprometen seriamente la vida
personal, el modo de comportarse.
Quizás sea ésta la dificultad principal que experimentamos frente a las
verdades de la fe. El cristianismo no es una simple teoría, sino algo que
afecta directamente a la vida.
Los primeros cristianos que vivían en un mundo pagano, cuando se convertían al
cristianismo se veían obligados a cambiar no pocas de sus costumbres. Y lo hacían.
No puede extrañar que en la actualidad suceda algo semejante. En realidad,
siempre ha sido así. Ser buen cristiano siempre ha supuesto un esfuerzo serio.
No es compatible con una vida fácil. Exige obrar en conciencia y, con
frecuencia, ir contra corriente. Jesucristo lo advirtió con gran claridad en
varias ocasiones. Pero sigue siendo cierto lo que El prometió: quien pierda su
vida por amor suyo, la encontrará, y quien le siga de cerca tendrá el ciento
por uno en esta vida y después la vida eterna.
El amor auténtico, la rectitud de corazón, la generosidad, llevan consigo
ciertos sacrificios. Pero se consiguen bienes muy superiores, que son los únicos
que llenan realmente la vida humana. El conocimiento profundo de la fe cristiana
reserva muchas sorpresas agradables. Y no es tan difícil. Si pusiéramos en
este asunto un poco del esfuerzo que dedicamos con toda naturalidad a muchas
cosas que tienen una importancia mucho menor, comprobaríamos que vale la pena
de verdad.