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VI.
PERSONALIDAD JURIDICA
I. Derecho civil. II. Derecho Canónico.
I. DERECHO CIVIL
por F. CASTRO LUCINI
Concepto. El concepto de p.j guarda estrecha relación con el de persona (v.),
hasta el punto de que viene a consistir en el reconocimiento por el Derecho
–de ahí el calificativo de jurídica– de la existencia y esencia de una
persona. Y como para el Derecho existen dos clases de personas, las físicas
(los hombres) y las jurídicas (las entidades que los hombres crean) (V. PERSONA
JURÍDICA), de ahí que pueda hablarse de la p.j. que corresponde, como atributo
esencial, a las personas físicas y de la que se otorga en mayor o menor medida,
con carácter accidental, a las personas jurídicas.
Si la persona es todo ser o ente capaz de derechos y obligaciones, la p. j., que
es una cualidad de la persona, podrá definirse como la aptitud para ser sujeto
de derechos y obligaciones, o sea, titular activo y pasivo de relaciones jurídicas
(v.). La diferencia se ha expresado diciendo que mientras se es persona, se
tiene p. En adelante, nos referiremos casi exclusivamente a la p. j. de las
personas físicas, remitiendo al lector a la voz PERSONA JURÍDICA en cuanto a
la p. reconocida a éstas por el Derecho.
Evolución histórica. No ha sido fácil llegar al actual grado de desarrollo en
la teoría general de la p. j. El fenómeno, evidente para el hombre moderno,
del reconocimiento de la p. j. a todo ser racional, no ha sido una constante
histórica.
En el Derecho romano, la p. plena exigía la concurrencia en quien la pretendía
de los tres estados (status): ser libre, no esclavo (status libertatis), ser
ciudadano romano (cives), no extranjero (status civitatis) y ser padre de
familia (paterfamilias, sui iuris), no hijo de familia (filius familias, alieni
iuris), esto es, no estar bajo la patria potestad de otra persona (status
familiar). De suerte que la p. j. plena no se atribuía a todo ser racional, por
el hecho de esa dignidad, sino sólo a quienes gozaban de libertad, ciudadanía
romana y ostentaban la jefatura familiar; las personas que no reunían estos
tres estados o condiciones experimentaban una disminución (deminutio) en su
personalidad (caput, capitis) que, según al estado a que afectase, originaba
una capitis deminutio maxima (la del sujeto a esclavitud), bien una capitis
diminuto media (la que afectaba al extranjero) o una capitis deminutío míníma
(la del hijo de familia), cuyos efectos respectivos iban desde la negación
total de la p.j. (el esclavo se consideraba como cosa) hasta ciertas
restricciones en el ejercicio de los derechos, pasando por el grado intermedio
de la negativa para disfrutar de los derechos reservados a los ciudadanos
romanos (cives, quirites), como los de sufragio activo y pasivo (ius sufraggii,
ius honorum), adquirir la propiedad de los bienes con la máxima eficacia (dominium
ex iure Quiritium), construir una familia (manus, patria potestas), de disponer
y recibir por causa de muerte (testamentifactio activa y pasiva), contraer
matrimonio civilmente válido (ius connubii) y, en general, celebrar negocios
civiles (ius commercii). En principio, la p.j. era en Roma una cualidad con los
caracteres de absoluta, intransmisible e indivisible. Con el transcurso del
tiempo, al asimilarse políticamente los pueblos sojuzgados (p.ej., mediante una
constitución del emperador Caracalla, promulgada en el 202 d. C. se concede la
ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio romano) y mediante
diversos expedientes como la práctica frecuente de manumitir a los esclavos,
esto es, concederles la libertad y la sustitución del antiguo sistema de la
familia agnaticia, basada en la autoridad personal (patria potestas, manus), por
el más moderno de la familia cognatícia, basada en los vínculos de la sangre
(parentesco), tienden a desaparecer esos rígidos caracteres, preparándose así
el advenimiento de la concepción moderna sobre la p.
Frente a los expresados caracteres que ofrece la p.j. en el Derecho romano,
sobre todo en su etapa inicial, en el Derecho germánico se nos presenta con
caracteres opuestos. Al carácter absoluto romano se opone el carácter relativo
germánico; como el Derecho germánico no conoce voluntades ilimitadas, sino sólo
voluntades recíprocamente condicionadas, fundiéndose en él las ideas de
derecho y deber, que se complementan en vez de excluirse, se concibe ese carácter
de relatividad. A la naturaleza indivisible de la p. romana se contrapone la
divisibilidad germánica; es divisible porque, respetando siempre el contenido mínimo
que exige la dignidad humana, pueden desgajarse de ella determinadas porciones,
ya para ampliar una p. ajena, ya para crear un ente de naturaleza corporativa.
Por último, a la intransmisibilidad romana se enfrenta la transmisibilidad germánica;
es decir, dentro de los límites antes indicados, la p. j. es susceptible de
cesión, en cuanto se admite como negocio perfectamente obligatorio aquel por el
que una persona enajena una parte de su propia voluntad o libertad, desde su
entrega en servidumbre hasta la relación de vasallaje.
En la Edad Media se mezclan y confunden los elementos romano y germánico con el
aglutinante del cristianismo, que será el factor preponderante y marcará la
ulterior evolución, incluso el rumbo en que habrán de desembocar las
corrientes laicas. Así, es clara la matización que de la doctrina romana de
los estados se contiene en la Ley 2a, tít. 23 de la Partida IV, merced
precisamente a la influencia cristiana que lleva a distinguir a estos efectos
entre cristianos, moros y judíos, clérigos y legos y, lo que es más
importante, a establecer el principio de la igualdad natural entre todos los
hombres, cualquiera que sea su condición o estado («como quier que segund
natura non haya departimiento entre ellos»). Igualdad natural que no se traduce
necesariamente en la igualdad jurídica, aunque sí en la posibilidad de
obtenerla. Si la parte debe subordinarse al todo y lo inferior someterse a lo
superior, es claro que la igualdad no puede establecerse entre entes desiguales,
y si los hombres son iguales en cuanto todos por igual se benefician de la
Redención, difieren, en cambio por sus diversas cualidades, y ello no sólo
después del pecado, sino incluso en el estado de inocencia: «Neccese est in
statu innocentiae aliquam disparitatem fuisse, saltem quoad sexum; potuit tamen
in anima et corpore esse etiam aliqua inaequalitas» (Sum. Th. I q 96 a 3). Y es
con el pecado cuando se origina la desigualdad social y jurídica, esto es, según
la posición de cada individuo en los diversos grupos sociales y en razón a la
justicia. Mas lo que interesa subrayar es que esas diferencias no se traducen en
una quiebra del principio unitario de la p.j., que se atribuye a toda persona,
como atributo esencial, en razón a su dignidad humana consecuencia del soplo
divino.
El Renacimiento inicia una concepción del hombre que habrá de influir en los Códigos
de la Edad Moderna. Al animal ciudadano de la Edad Antigua, al hombre religioso
de los tiempos medievales, sustituye el animal racional (res cogitans) que, en
el campo del Derecho, se traduce en el homo iuridicus. Y esta consideración,
que mantenida dentro de sus justos límites ofrecía innegables ventajas al ser
exagerada por los partidarios del formalismo jurídico incurre en los vicios e
inconvenientes de la excesiva abstracción, concibiendo al hombre como un mero
receptáculo apto para recibir toda clase de elixires y la p. como un simple
concepto de relación. La conservación de los valores eternos terminará por
imponerse a la fría deshumanización que se advierte en algunos sectores jurídicos.
Lejos de ser un mero reflejo de las normas, se trata de un presupuesto previo e
indispensable para que existan normas, pues el concepto de p.j. va ligado
inseparablemente al de la persona y sólo con referencia a la misma puede
alcanzarse su correcto entendimiento.
Se contraponen así, actualmente, dos concepciones acerca de la p. En primer
lugar, la que se puede llamar tecnico-jurídica, logicista o abstracta y hasta,
valga la paradoja, concepto impersonal de la p. j., recogido por Savigny con
ecos de resonancia kantiana, para quien la p. j. es la abstracta posibilidad de
ser titular de una relación jurídica. Consecuencia peligrosa de esta posición
es que no existen límites a la posible personificación, lo que tiene gran
trascendencia aplicado a las personas jurídicas.
Según la otra concepción, que puede denominarse sustancial o integral, la p.
j. no es una mera atribución del orden jurídico, sino algo que existe con
prioridad al mismo y que el Derecho sólo se limita a reconocer. Se trata de un
atributo esencial del ser exigido por su misma dignidad. Consecuencia lógica de
ello es que sólo corresponda, en puridad, a las personas físicas y que únicamente
en sentido figurado o traslaticiamente pueda referirse a las personas jurídicas,
en cuanto realizan fines que exceden a las posibilidades del individuo aislado,
por lo contingente y temporal de su actuación.
Comienzo y fin de la personalidad jurídica. El comienzo de la p. j. coincide
con el momento del nacimiento de la persona y su extinción con el de la muerte.
En este sentido se manifiestan los art. 29 y 32 del CC español: «El nacimiento
determina la personalidad» (art. 29) y «la personalidad civil se extingue por
la muerte de las personas» (art. 32).
Pero la cuestión se complica un tanto, porque existen diversas opiniones
respecto a cuando se entiende verificado el nacimiento a efectos jurídicos y
porque las legislaciones tienden a reconocer la posibilidad de ser titular de
derechos a los concebidos y aún no nacidos (nasciturus). Esto último, no
implica, desde luego, que se les reconozca p. j.
En cuanto al momento en que ha de entenderse verificado el nacimiento para
atribuir la p. j. se han mantenido al correr de los tiempos diferentes opiniones
o teorías, siendo las principales: 1) Teoría de la concepción, seguida por la
patrística (Tertuliano, S. Agustín, S. Jerónimo) y modernamente por Casajús,
según la cual el concebido es ya persona antes del nacimiento, desde el momento
en que tiene alma y se muestra con movimientos propios, siquiera no pueda
fijarse con precisión. 2) Teoría del nacimiento perfecto, mantenida por los
juristas romanos de la escuela de Sabino y admitida por Justiniano, que exigían
se verificase éste para alcanzar la p. 3) Teoría ecléctica, elaborada por los
juristas medievales, según la cual la p. se origina por el nacimiento, pero los
afectos favorables para el nacido se retrotraen al tiempo de la concepción. 4)
Teoría del plazo de vida, que exige que el nacido viva un determinado tiempo,
transcurrido el cual se le concede p. Es la seguida, al menos en parte, por el
CC español, que exige el transcurso de 24 horas: «Para los efectos civiles, sólo
se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro
horas enteramente desprendido del seno materno» (art. 30). 5) Teoría de la
viabilidad (de vitae habilis, capaz para vivir), seguida al parecer entre los
antiguos pueblos germánicos y recogida por el CC francés, que no se conforma
con el plazo de vida, sino que exige que el feto tenga, ya nacido, aptitud para
seguir viviendo tanto en atención a la duración del embarazo (viabilidad
propia o madurez fetal) como debido a la carencia de vicios teratológicos o
defectos orgánicos (viabilidad impropia). Es importante observar que, en atención
a la trascendencia del momento del nacimiento y del de la muerte, tales hechos
han de hacerse constar en el Registro civil para que produzcan plenos efectos.
BIBL.: F. C. DE SAVIGNY, Sistema del Derecho romano actual, I, Madrid s. a.; F.
DE CASTRO Y BRAVO, Derecho civil de España. Parte General, II-I, Madrid 1952,
9-48; O. VON GIERKE, Das deutsche Genossenschaftsrecht, II, Berlín 1873, 30 ss.;
J. CASTÁN TOBEÑAS, Derecho civil español, común y foral, 1, 2, 9 ed. Madrid
1956, 96-116.
José ANTONIO SOUTO
A tenor del can. 87 del CIC, tan sólo se reconoce p. j. en el ordenamiento canónico
a quienes han recibido el bautismo. La interpretación de esta norma, sin
embargo, ha dado lugar a una viva polémica en la doctrina, afirmando algunos
autores que, en contradicción con el canon citado, el propio CIC atribuye
algunos derechos y deberes a quienes no han recibido el bautismo, lo que supone
un reconocimiento implícito de la p. j. en el ámbito canónico, ya que quien
no es persona no puede ser sujeto de derechos.
En cualquier caso, tan sólo por la recepción del bautismo se adquiere la plena
capacidad jurídica en el ordenamiento canónico. Esta circunstancia da lugar a
una característica peculiar de la p. canónica. Dado que el bautismo imprime un
signo espiritual indeleble en quien lo recibe y, por tanto, el carácter
bautismal no puede perderse aunque el bautizado se separe de la comunidad eclesiástica,
sucede que en el plano jurídico el apóstata, hereje, cismático o censurado,
conserva la p. canónica, si bien, por derecho positivo (can. 87), queda privado
del ejercicio de sus derechos.
Por otra parte, aunque a todos los bautizados se les reconozca plena capacidad
jurídica, existen una serie de circunstancias que pueden influir en la
capacidad de obrar; así, la edad (can. 88-89), el domicilio (can. 90-95), las
relaciones familiares (can. 96-97), el sexo, la salud mental, el rito (can. 98),
etc., como en todos los ordenamientos jurídicos, también en Derecho Canónico
se reconoce la existencia de personas jurídicas (can. 99-102) que pueden ser
colegiales y no colegiales. Por Derecho divino gozan de p. j. la Iglesia católica
y la Santa Sede (can. 100). Las demás personas jurídicas eclesiásticas (v.
PERSONA JURÍDICA II) deben su condición al derecho positivo humano o a la
autoridad eclesiástica competente. Por su propia naturaleza son perpetuas y sólo
pueden extinguirse: a) por supresión realizada por la autoridad legítima; b)
si deja de existir durante cien años.
BIBL.: P. CIPROTTI, Personalitá e battesimo nel diritto della Chiesa, «Diritto
eclesiástico», 1942, 273 ss.; P. GILLET, La personnalité juridique en droit
ecclésiastique, Malinas 1927; P. GISMONDI, Gli acattolici nel diritto della
Chiesa, «Ephemerides Iuris Canonici», 1946, 224 ss.; 1947, 20 ss.; 1948, 55 ss.;
P. LOMBARDÍA, Derecho divino y persona física en el ordenamiento canónico, «Temis»,
1960, 187 ss.; V. POLITI, La persona nel diritto della Chiesa. I. Le persone
fisiche, Palermo 1949.