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Nietzsche, vida y obra
Filósofo
alemán n. en Röcken, pequeña ciudad de la Turingia sajona anexionada a Prusia
en 1815, el 15 oct. 1844. Cuando tenía 15 años perdió a su padre, que era
pastor protestante. Hizo sus primeros estudios en Naumburg y posteriormente cursó
Filología clásica en las Univ. de Bonn y Leipzig. Allí mostró ser un alumno
aventajado de forma que en 1869 fue nombrado profesor de filología griega en la
Univ. de Basilea. Testimonios de aquel tiempo nos describen a N. como un joven
risueño y prometedor, que en nada preludiaba la terrible violencia de que iba a
dar signos años más tarde. Una serie de amistades hechas en este tiempo marcarían
decisivamente su carácter: F. W. Ritschl, bajo cuyo magisterio descubriría el
mundo clásico; el helenista Erwin Rohde; y Richard Wagner (v.), con quien
rompería posteriormente al encontrar su obra «demasiado cristiana».
La vida de N. fue rica en experiencias traumáticas: en 1870, se alistó como
enfermero voluntario militar durante la contienda franco-prusiana, en la que
pudo contemplar -como señala Jaspers- la miseria y el sufrimiento humanos.
También conoció el fracaso afectivo: en 1882, encontró en Roma a Lou Andreas
Salomé, de la que se enamoró y a la que deseó unirse en matrimonio. Las
presiones de su madre y hermana, y -sobre todo- su miedo a romper la soledad que
le aislaba, destruyeron este amor que acaso pudiera haber salvado a N. de muchos
naufragios. N. fue, además, un enfermo: en 1876, marchó a Sorrento, buscando
la curación de una enfermedad que comenzaba a manifestarse amenazante. En 1879,
dejó definitivamente la enseñanza y comenzó una vida errante por Suiza e
Italia, que duró hasta 1889. En ese decenio, N. redactó una serie de obras que
se nutrían de sus densos conflictos personales. En 1889 le sobrevino una aguda
crisis de demencia, que sus biógrafos denominan «el hundimiento de N.».
Acogido por su hermana, Elisabeth Forster, N. murió en Weimar, sin haber
recuperado la lucidez, el 25 ag. 1900.
Obras.
Escribió, entre otras, las siguientes: Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste
der Musik (El origen de la tragedia en el espíritu de la música), Leipzig
1872; Unzeitgemäse Betrachtungen (Consideraciones inactuales), 1873-76;
Menschliches, Allzumenschliches (Humano, demasiado humano), 1878; Der Wanderer
und sein Schatten (El viajero y su sombra), 1880; Die fröhliche Wissenschalt
(La gaya ciencia), 1882; Also sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra),
1883-85; Inseits von Gut und Böse (Más allá del bien y del mal), 1886; Zur
Genealogie der Moral (La genealogía de la moral), 1887; Die Götzendammerung
(El ocaso de los dioses), 1889; Ecce homo, entregado a la imprenta poco antes
del hundimiento de 1889. Posteriormente aparecieron Die Antichrist (El
anticristo), en 1895, y la fragmentaria Der Wille zu Macht (La voluntad de
poder), en 1901.
Pensamiento
N. no es un pensador que se exprese por medio de análisis sistemáticos al
estilo de los filósofos tradicionales; su lenguaje es en todo momento el de un
hombre que aspira a comunicar a los demás su propia experiencia existencial.
Una experiencia que él cree tan profunda y rica como la de Sócrates, Buda o el
mismo Cristo. Sin ningún lugar a duda, se puede afirmar que en el núcleo de la
personalidad de N. está un choque violento y permanente entre sus vivencias y
la realidad, en los términos en que ésta aparece constituida en sus niveles
religioso, político, ideológico, social, etc. De la tensión entre su
conciencia y la «fuerza de las cosas» se origina la vocación subversiva que
sella toda la obra nietzscheana.
No resulta fácil reducir a escuetas líneas un pensamiento que toca temas tan múltiples
y que se expresa mediante destellos fulgurantes de lenguaje, frases cortas,
aforismos; tanto porque lo que hay de idea se halla revestido por una retórica
abundante, cuanto porque en él son patentes innumerables contradicciones. Sólo
se puede hacer un resumen atendiendo: a) a los caminos que recorre el mensaje
nietzscheano, y b) los núcleos de insistencia y repetición de ideas. Como en
toda persona con mentalidad profética, hay en N. un mensaje que proclama
llegado un tiempo de grandes transformaciones, lo que lleva consigo la urgencia
de muchas demoliciones que hay que proponer a los contemporáneos y el anuncio
de una etapa final en la que éstos deben creer. En la dinámica interna de su
obra hay, por consiguiente, un impulso destructor y otro que trata de expresar
una esperanza.
Nietzsche subversor
La obra de N. se abre con una afirmación de la vida, apasionada si se atiende a
sus tonos y desesperada si se tiene en cuenta que es la proyección de la
impotencia de un enfermo. Zaratustra dice al descender de la montaña: «Alegría
embriagadora y olvido de sí mismo, tal me pareció un día el mundo» (Así
habló Zaratustra, I ). Este personaje, máscara tras la que se oculta el filósofo,
nos dice el hombre que deseaba ser N.: alguien lleno del «sentido de la tierra»
liberado de todo «espíritu de pesadez», una inmensa resurrección de las
fuerzas creadoras que debían comenzar arrasando las actitudes de una humanidad
envejecida y obstinada en espejismos marchitos.
N. escribía en 1888 a Paul Deussen: «ya no soy un hombre, soy dinamita». Y,
efectivamente, apenas nada queda en pie para el lector de todo lo que la tradición
o las convenciones declaran como valor. Lo primero es la civilización de los días
del filósofo. En Alemania y en Europa en general: «Las tendencias más fuertes
y esperanzadoras de la vida han sido calumniadas hasta ahora... porque el
empequeñecimiento, la capacidad de sufrir, la inquietud, la prisa, la confusión
crecen sin cesar... y el individuo enfrentado a la maquinaria monstruosa se
desalienta y se somete» (La voluntad de poder, 33). Una palabra se repite en
juicios análogos a éste con demasiada frecuencia: «decadencia»; el personaje
patético y solitario que escribía tales protestas no se encontraba a gusto en
una sociedad que rezumaba mediocridad burguesa por todos los costados.
La fobia antirreligiosa ocupa un privilegiado lugar entre las obsesiones
destructivas de N.; eso depende ciertamente de una reacción contra la atmósfera
pietista que vivió en su hogar, pero sobre todo en su visión de la cadencia
alea del pensamiento ilustrado que le precede. Es proverbial el texto de La gaya
ciencia en el que se proclama la muerte de Dios como el gran acontecimiento de
nuestros días y el preludio de las grandes trasformaciones (La gaya ciencia,
343). Esta idea está en el corazón de todo lo proclamado por Zaratustra, a
quien hace brotar «lágrimas de alegría» (Así habló Zaratustra, 1, 2 ss.).
La actitud de N. en contra de la idea de Dios no es una crítica académica
basada en los argumentos positivistas de su tiempo, sino una oposición
visceral. Dios -dice- es «una objeción contra la vida, en vez de su
trasfigurado y eterno sí» y «la fórmula para toda detracción de este mundo,
para toda mentira del más allá» (Anticristo, 18). Las frases anticristianas
aparecen igualmente en sus páginas con una frecuencia obsesiva y patológica:
«Yo considero al cristianismo -escribe- como la peor mentira de seducción que
ha habido en la historia» (La voluntad de poder 200). Y así lo acusa de
predicar la humildad, la compasión, etc., actitudes que considera abyectas para
quien sitúa por encima de todo los valores de la vida.
Otra realidad que N. presenta como engaño que hay que denunciar son los códigos
de moral que existen o que han existido. Los argumentos en que esta nueva crítica
se basa son reducibles a uno bien sencillo: el bien y el mal, que toda moral señala
y atribuye a los actos humanos, son para N. construcciones arbitrarias. Lo mismo
que la Naturaleza, cuando nos envía una tormenta que arrasa algo construido por
la mano del hombre, no es ni mala ni buena, un hombre que haga daño es
totalmente irresponsable (Humano, demasiado humano, 104). De ahí que concluya
afirmando que la moral «envenena toda concepción del mundo, detiene la marcha
hacia el conocimiento, hacia la ciencia. Disuelve y mina todos los verdaderos
instintos, enseñando a considerar sus raíces como inmorales» (La voluntad de
poder, 576). Su visión culmina en el convencimiento de que la religión y la
moral, vigentes en tantas conciencias, sufrirán un golpe de muerte, una vez que
se haya demostrado que son manifestaciones parasitarias de la vida y que la
pujanza de la vida misma las condena a desaparecer.
La vida es un poder que se afirma sin más lógica que su fuerza de surgimiento;
«Wille zu macht» (voluntad de poder) es la afirmación que utiliza N. a la
hora de determinarle un sentido. Éste se delata en todo: el conocimiento científico,
el Estado, la familia, el arte. Sucede que la vida dota a unos espléndidamente,
y a otros con escasez. Los primeros tienen sed de dominio, son los «señores»;
los segundos, los «esclavos», deben protegerse contra el exceso de vitalidad
de aquellos. Fácil es detectar aquí las raíces irracionales de un
aristocratismo de la violencia y de la sangre, muy de la época, y que aflora en
las palabras de N., cuando éste se extasía ante la barbarie y la guerra. Por
eso encajan perfectamente en su pensamiento sus enemistades hacia el socialismo
y la democracia, a la que considera cristianismo rebajado. Su vigencia hacía
que N. diese el siguiente diagnóstico del momento político: «El hombre
gregario pretende ser hoy en Europa la única especie de hombre autorizado y
glorifica sus propias cualidades de ser dócil y conciliador, y útil al rebaño»
(Más allá del bien y del mal, 199). El influjo de esta y otras ideas en el
nacionalsocialismo (v.) es un hecho demostrado.
Nietzsche afirmativo.
Todas las demoliciones realizadas tienen como finalidad instalar al hombre en el
terreno que N. considera como verdaderamente suyo, y para llegar a lo cual es
necesario reducir a un montero de ruinas toda la tradición occidental. ¿Qué
proponen las nuevas tablas nietzscheanas? Algo que va contra el «sentido» de
toda nuestra civilización. Frente a ese «mundo verdad, en el que no se padece
contradicción, ilusión, cambio» -o sea, toda la empresa occidental de hacer
reinar el Logos en el conocimiento, la moral y la convivencia-, hay que aceptar,
afirma N., los elementos dionisiacos del devenir y encontrar en ellos la
felicidad (La voluntad de poder, 577). En el mensaje de N. se conjugan dos temas
que nos hacen ver a las claras que en él las perspectivas lógicas y racionales
están rotas: «el superhombre» y del «eterno retorno». El primero es «el
sentido mismo de la tierra» y se anuncia porque la muerte de Dios es un punto
cero en la historia, el gran evento que va a liberar energías y que va a
descubrir mil sendas todavía no pisadas. La idea de! eterno retorno ocupa el
lugar vacío de la metafísica muerta. N. tuvo su «revelación» en medio de un
paisaje montañoso de la Engadina suiza. Todo debía volver necesariamente para
renacer y absorberse en un eterno ciclo, con ello -tras el paréntesis griego y
cristiano-quedaba recuperada la perspectiva del mito.
Juicio sobre Nietzsche.
Un juicio valoratorio de N. resulta complejo por la cantidad de factores que hay
que tener en cuenta. Por de pronto, resulta sencillo encuadrarle dentro del
clima vitalista del siglo al lado de Dilthey, James, Darwin, etc. No es tampoco
difícil ver en N. un «síntoma» de la civilización occidental en crisis: los
grandes hundimientos; la crisis del individualismo (a la que N. no se resigna y
que trata de fundamentar de nuevo en unas bases utópicas y descabelladas,
entrevistas desde su demencia personal); el impacto de la ciencia sobre la
religión y la moral; la necesidad de unos valores nuevos, proclamada por una época
subvertida en sus valores y en sus estructuras sociales; la conciencia de que la
cultura acumulada frustra al hombre (N. Emparenta aquí con Marx y con Freud, críticos
de la civilización); todo ello se advierte en su obra tan elocuentemente como
para haber merecido este autor muchos estudios y distintos enfoques. De ahí el
interés de N. como tipo de existencia en la que se ven, exacerbadas hasta el
paroxismo, las fuerzas que hay en el hombre: las exaltaciones, las bajezas, los
fracasos, el histrionismo, la grandeza y la miseria de que como hombres somos
capaces.
Como observó Jaspers casi para cada afirmación de N. se pueden encontrar en
sus mismas obras la afirmación contraria. De ahí su carácter de revulsivo, de
filosofía encaminada más a la destrucción que a la construcción. Sus frases
fuertes han estimulado a numerosos pensadores del s. xx, que han visto en él un
testigo de excepción de la crisis espiritual de nuestro tiempo. Pero el
pensamiento nietzscheano tiene siempre que ser valorado desde fuera de él
mismo, ya que N. nos conduce hasta el problema de la persona, pero no es capaz
de revelarnos la verdad de su misterio; más aún, su carácter destructor nos
conduce a las puertas del nihilismo.
B. HERRERO AMARO.
En Gran Enciclopedia Rialp, vol. 16,
voz Nietzsche, pp. 823-825