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Naturaleza y cultura
Por Antonio Orozco
La actividad humana
“El hombre supera infinitamente al hombre”
Blas Pascal
I. Lo natural y lo artificial.
El viviente que habla
Hay discursos que no dicen nada, y silencios que claman. A veces se alude así a
la importancia de la palabra; no interesa la charlatanería, sino el significado
de lo que se dice.
Ya Aristóteles (384-332, a. C.) observó que no es lo mismo la voz que la
palabra (lógos). La mayoría de los animales tienen voz (maúllan, pían,
mugen, etc.), no son mudos; pero esas voces no significan nada, o muy poco. Sólo
el hombre está dotado de palabra. La palabra es voz articulada, combinación de
sonidos (fonaciones), según un código altamente complicado —más aún, si
pensamos que los diferentes idiomas se traducen entre sí; esto es, que todos
los códigos semánticos y sintácticos son artificio—. En fin, Aristóteles
consideró que podía definir al ser humano como “el viviente que tiene logos”.
Esta fórmula se ha transmitido hasta hoy así: el hombre es animal racional. De
muy antiguo proviene, pues, la convicción de que el habla es el signo externo
del pensamiento. El lenguaje es una característica diferencial humana; y logos
es la palabra griega que significaba, indistintamente, “palabra”,
“mente” o “pensamiento”.
Seres naturales y seres artificiales
No es lo mismo describir cosas que definirlas.
La descripción expresa lo aparente, lo que se ve, y tal como uno lo ve. La
definición expresa algo interno, lo que es; y no como a uno le parezca, sino
tal como es. Por eso es incomparablemente más fácil describir que definir. A
los seres naturales los podemos describir, es lo que se suele hacer; sólo los
entes artificiales se dejan definir con menos dificultad.
La definición expresa la esencia, lo que una cosa es. Pero ¿cómo expresar con
exactitud lo que no se comprende, o se conoce sólo a medias? Lo artificial es
definible, porque no tiene otro ser que el que el artífice humano le ha dado.
Las definiciones elementales, en el inicio de las ciencias, suelen ser convenios
(por ejemplo, la definición de “metro”).
Definir al hombre es muy difícil. Aunque sólo atendiéramos a su condición de
ser natural, de viviente. Supongamos que ya comprendemos su elemento diferencial
(“tener logos”), todavía nos falta el genérico. Hay que definir qué es
ser natural y qué es vida.
Los seres naturales, en efecto, son inertes o vivos. Los antiguos suponían un
principio vital (en lat. anima; en gr. psykhé), que explicara la diferencia
entre un cuerpo inanimado y un ser vivo. El primero es pasivo, incapaz de
moverse por sí mismo; el segundo es activo, espontáneo. Sabemos que ha muerto
cuando deja de actuar. Entonces deja de existir, el cuerpo se disgrega. Otra
observación de Aristóteles es esta: la vida, para los vivientes, es el ser.
Los entes naturales son diferentes de los artificiales.
Los primeros existen por sí, los segundos son obra humana.
Los entes naturales son inertes o vivos.
Materia y forma
Vale la pena ahora prestar atención a la teoría aristotélica llamada hylemórfica,
que explica de modo difícilmente superable la estructura más profunda (meta-física)
de la realidad material. La teoría hylemórfica mira a las cosas (naturales o
artificiales) como compuestas de materia y forma (en gr. hyle y morphé). Por
“materia”, en metafísica, no se entiende lo mismo que en física; se
entiende el principio de la indeterminación, pasividad y sensibilidad de las
cosas; por “forma” se entiende un principio (no una figura, ni un aspecto),
el principio determinante de la materia, del que proviene la actividad y la
inteligibilidad de la cosa. Considerémoslo en un par de ejemplos: las palabras
que proferimos constan de dos elementos, la materia (sonidos, voces) y la forma
(articulación); las palabras que escribimos también son compuestas de materia
(letras) y de forma (orden, combinación). Lo mismo se podría hallar en las
piedras: moléculas y estructuras cristalinas. Todo lo que hay es, por un lado,
algo pasivo e indeterminado; y, por otro lado, una estructura determinante.
Materia y forma no son “cosas”, sino principios de las cosas. Las cosas se
pueden ver y tocar; los principios se alcanzan con el pensamiento. Por eso,
materia y forma no son objetos observables, ni separables por medios físicos o
experimentales. Ahora, si no son observables, ¿cómo sabemos que son reales?
Porque el obrar de las cosas exterioriza su manera de ser (el obrar se sigue del
ser). Ahora, se nota una dualidad de aspectos en los entes naturales, como la
pasividad y la actividad, o como la singularidad y la idealidad. Si ambos
aspectos se dan y se dan juntos, son señal de una dualidad constitutiva. La
materia explica el carácter sensible de los individuos, su pasividad y, en fin,
lo que hay en ellos de oscuro o ininteligible.
Pero un ser material no es solo materia.
Quien dice “ser material”, dice elementos o partes, más una configuración
que reúne las partes, o morfología de ese ser. A esa configuración interior
se la llama forma (morphé).
Que los seres naturales tengan una información intrínseca es una idea que nos
resulta familiar; tenemos ya la idea de código genético o de programa informático,
como estructuras que configuran una materia (en sí amorfa) y la hacen capaz de
actuaciones sorprendentes, originales. En el lenguaje filosófico, “forma”
no significa figura externa, sino la estructura interna de la materia; no es la
materia, sino la estructura de la materia. Se trata de algo comprensible,
inteligible y, a la vez, un principio de operaciones específicas. Lo mismo que
en el caso de información genética, o en el de programa informático, la forma
de la que hablamos es un código, un programa que configura y habilita para
obrar.
Principio vital y cuerpo organizado
Cuando los antiguos observaron que de los entes naturales los unos eran
vivientes, porque ejercían operaciones vitales y no por el hecho de ser
materiales (pues las piedras son materiales y no viven), refirieron esas
actividades vitales a un principio, que denominaban psykhé, o anima, y era para
el cuerpo lo mismo que la forma es para la materia, esto es, lo mismo que un
programa informático es para un plástico o la información genética para unas
moléculas.
“El alma es la forma de un cuerpo natural orgánico que tiene la vida en
potencia” (Aristóteles).
Aristóteles define el alma (yuc», psykhé), como la forma de un cuerpo orgánico,
cuyas operaciones vitales no están siempre en ejercicio; algunas reposan
mientras otras obran. El viviente (zîon, zóon) es un ser material, informado
por un programa muy perfecto (psykhé), que consta de órganos coordinados.
Elementos de esta definición:
·Cuerpo, significa la unidad de materia y forma
·Natural, se dice por contraposición a artificial
·Orgánico, significa que el viviente consta de órganos
Los órganos se sirven entre sí (en gr. Ôrganon, órganon, instrumento); esta
idea destaca al organismo entero —al viviente— como el fin de todas las
operaciones orgánicas.
GRADOS DE VIDA
Además de los órganos, esa definición contiene esta otra expresión: “vida
en potencia”. ¿A qué se refiere?
Las potencias vitales, o facultades del alma, no son lo mismo que los órganos;
son principios próximos de operaciones vitales. Es tradicional distinguir tres
niveles:
·Operaciones vegetativas, como la nutrición, el crecimiento y la reproducción.
·Operaciones sensitivas, como la sensación, la percepción, imaginación, etc.
·Operaciones intelectivas, como el concepto, el juicio, etc.
Las facultades se corresponden con tres grados de vida: vegetativa, sensitiva e
intelectiva o racional.
Aristóteles observó que los vivientes constan de partes heterogéneas; no
obstante poseen una unidad más poderosa que los minerales o los artefactos. Su
unidad integra partes muy diversificadas, órganos. No sólo las integra como
unidad, sino como dinamismo: la vida está en la operación (vita in motu). Esas
observaciones siguen siendo válidas hoy.
La forma aparece mucho más claramente en el cuerpo vivo que en el inerte.
Piénsese en el corazón de un mamífero: late porque el animal está vivo; y el
animal está vivo gracias al latir del corazón. El obrar del órgano se muestra
como medio y el viviente, el animal, como fin.
Tomado en su conjunto, el organismo posee una unidad dinámica, que es el vivir
mismo. Decimos unidad dinámica, porque no podría conservarla sin las
operaciones vitales. Un reloj sin pila no se deshace, pero un animal muerto se
disgrega; de manera que las partes se mantienen unidas en virtud de un principio
dinámico, activo. Este principio vital (psykhé) es algo distinto de un simple
ensamblaje de piezas.
En suma, vivir es actividad y fin.
·Como actividad, vivir es la operación vital;
·Como fin de la actividad, vivir es el viviente, el ser vivo.
·El principio del que dimanan las operaciones vitales es el alma (psykhé).
Vivientes y artefactos mecánicos
A diferencia del vivir, las actividades del ser artificial son siempre medios.
Ningún ser artificial es un fin en sí; a fortiori, la actividad artificial no
es fin en sí misma.
Los artefactos pueden imitar el carácter orgánico de las actividades vitales,
es decir, el hecho de que unas son el fin de otras, y viceversa. Especialmente
los mecanismos autorregulados que se retroalimentan, adquiriendo información,
los robots o máquinas cibernéticas. Se trata de mecanismos diseñados para
imitar a los seres vivos. Su remoto inventor, el matemático Norbert Wiener
(1894-1964) recibió el encargo de diseñar un proyectil que nunca errara el
blanco. Se trataba de un encargo del Ministerio de Defensa de los EEUU, para
tiempos de guerra. El profesor Wiener sólo encontró la solución cuando un
colega biólogo le hizo notar que su problema estaba resuelto en la naturaleza:
un león persiguiendo a una gacela es un proyectil que busca el blanco, modifica
su trayectoria.
En todo caso, el ser del artefacto no es natural, sino que responde a un diseño.
El ser del artefacto es, en sí mismo, un medio, porque existe para aquello para
lo que el hombre lo ha concebido y construido; existe para realizar el propósito
de su artífice.
La razón de ser de la máquina está fuera de ella misma, en el artífice; la
razón de ser del viviente está dentro de él mismo. El fin del viviente es
vivir; ser y perseverar en su ser. No es un medio. Puesto que el ser del
viviente es vivir, las operaciones vitales son medios y fines; algo así como un
fin que se posee al obrar. De ahí que podamos concluir que el obrar vital, en
conjunto –como organismo–, es un fin para sí mismo.
Descripción y definición de la vida
Imaginemos un artefacto, como una silla o un automóvil, abandonado en un lugar
deshabitado. Cuando el hombre deja de ocuparse de los artefactos, como éstos
existen para servir a los propósitos del hombre, ya no sirven; por eso se van
deteriorando, hasta ser reintegrados a la naturaleza de la que el trabajo los
obtuvo. Las casas en las que no se vive se estropean deprisa. La silla
abandonada volvería a ser tierra deprisa; el coche sería desgastado lentamente
por los agentes externos como el sol, el agua, el frío y el calor, etc.; poco a
poco los plásticos se alteran, la pintura se levanta y se desconcha, los
metales se oxidan. Al cabo de unos años sería una chatarra inservible; al cabo
de muchos años habría sido literalmente tragado por la tierra.
El ser artificial no sólo tiene su razón de ser en la mente del artífice;
también depende de la mano humana, para hacerse y para durar. No puede existir
sin el hombre. Se puede considerar que su realidad consiste en ser una
prolongación o instrumento (órganon) de las capacidades humanas.
El artefacto existe para el hombre. Si el hombre no lo usa, ni lo cuida, deja de
existir.
A diferencia de los artefactos, los seres vivos se apropian de fuerzas externas,
las asimilan y, en lugar de sucumbir bajo sus golpes, los interiorizan y hacen
de ellos su propia sustancia. La influencia del aire, el agua, los choques mecánicos,
erosiona la roca, deteriora a la máquina. Los cuerpos inertes son “rígidos”,
en el sentido de que a una fuerza proveniente del exterior oponen otra de la
misma magnitud (dureza, resistencia), o se rompen, se van desmoronando. Un ser
vivo, por el contrario, como por ejemplo una planta, presenta unas actividades
cuya característica es recibir esas fuerzas externas haciéndoselas propias,
internas.
Alimentarse, crecer, son operaciones vegetativas. La nutrición toma agentes
externos como aire y agua, luz, oxígeno, etc., y los interioriza hasta
convertirlos en sustancia vegetal. En lugar de romperse bajo el empuje de los
agentes externos, la planta los asimila, se alimenta de ellos, vive de ellos y
crece. De modo que la operación vital re-actualiza la acción que le llega de
fuera: no se quiebra, no se diluye, no se altera; lo que hace es aceptar esa
energía que le llega de fuera y apoderarse de ella, la asimila. La vida de la
planta convierte los empujes externos en empuje interior, a partir de una fuerza
central, interior. Esa es su alma.
Cuentan que un anciano oriental vivía junto a un bosque y recogía leña para
ganarse la vida. El anciano conocía las voces del bosque; no podía manejar el
hacha, pero las nevadas eran sus aliadas. El manto de nieve se acumulaba sobre
las ramas; las vivas y flexibles, cedían hasta dejar deslizar su carga, y
recobraban su posición. Las ramas secas, acababan con un chasquido y caían
rotas. Y dicen que este anciano inventó el judo, arte de defensa personal
consistente en aprovechar el empuje del atacante para derribarlo.
Esa leyenda recuerda que la acción vital es como un movimiento circular. En la
nutrición y la adaptación al medio, en el crecimiento, el viviente no se
comporta mecánicamente; para él no se trata de neutralizar por ecuación de
fuerzas o romperse. Su comportamiento no neutraliza ni iguala, sino que asimila
y potencia: acoge el empuje, lo hace suyo y lo eleva.
La asimilación no se basa en el equilibrio, ni en la igualación de acción y
reacción, sino en la apropiación. No contrarresta, potencia la acción; de
modo que hay ahí más dinamismo que en el modelo de la máquina; dinamismo
desde dentro (ab intrinseco), y el principio dinámico es también el fin de la
acción, como revertiendo sobre sí mismo, circularmente.
Inmanencia, definición de la vida
El ser viviente es más activo, pues, que las piedras u objetos mecánicos. Los
vivientes son en cuanto viven, y viven en cuanto interiorizan energías físicas.
La vida es en todo momento adaptación. Afirmar que los vivientes tienen que
adaptarse al medio, o mueren, es una obviedad. Pero es curioso.
Por un lado, vivir es tener interioridad: traer energías externas al interior.
Mas, por otro lado, el viviente sale de sí mismo, ocupa el medio, se instala en
él en la forma de hacerse apto. También modifica el medio: forma parte de él,
se exterioriza en él.
Lo curioso está en que a mayor interioridad corresponde mayor apertura. La
interioridad de la planta es poca, su apertura al medio también. En el animal
aparece el conocimiento y, en consecuencia, no sólo se adapta al medio, sino
que lo recorre, lo ocupa, emigra, etc. Todo eso culmina en el hombre: nuestra
interioridad es intimidad; a lo interior de la intimidad corresponde un exterior
sin límite: el universo. Los animales y plantas no viven en el universo, sino
en un “nicho ecológico”, esto es, en un ecosistema cerrado, que se
corresponde con su estructura morfológica y patrones de conducta (anatomía,
fisiología, instintos, etc.).
El biólogo von Uexküll ha llamado la atención sobre esta correspondencia
entre el ser del viviente y su mundo circundante. La planta que toma agua y sol,
para elaborar savia, es ejemplo de asimilación; el cactus carnoso y espinoso,
el blanco oso polar, muestran adaptación a un medio, exteriorización. Sólo el
ser humano vive tan intensamente que trasciende su mundo circundante, lo crea y
es capaz de vivir en el desierto o en los hielos del polo, bajo el agua o en la
estratosfera, en la tierra o en la luna, etc.
Finalmente, mediante observaciones alcanzamos una definición: vivir es
actividad interiorizadora que permite exteriorizarse por adaptación y dominio
del medio. Esta actividad interiorizadora se llama inmanente (del lat. manere-in,
quedar dentro). Las acciones inmanentes se llaman también “operaciones”.
En suma, la vida es actividad inmanente. Dividimos la actividad en transitiva e
inmanente. Hemos descrito lo natural y hemos definido la vida. La actividad y el
ser ya no los definimos. No todo se puede definir.
Definir es hacer manifiesto un concepto complejo o confuso mediante otros más
simples o claros. Pero es imposible ir hasta el infinito: tiene que haber ideas
primeras y evidentes. Tales son, por ejemplo, las ideas de ser y de acto o acción.
Definimos la vida por la operación. Vida es “actividad inmanente”. La acción
inmanente perfecciona al ser que la ejerce.
Tal acción es fin para sí misma; y su agente es su fin.
Diremos, pues, que “acción” es una idea simple, evidente; una noción
primera y una certeza. Pues bien, “finalidad” es también una noción
elemental. Pues bien, la inmanencia se define por la finalidad. La acción
inmanente es fin en sí misma (como jugar o aprender; pues no jugamos para otra
cosa, sino para jugar, etc.); es decir, su fin es el agente mismo que la ejerce.
De manera que la vida (la acción inmanente) se define por la finalidad.
La finalidad de todas las acciones vitales es que el viviente viva; y el vivir
no es medio para otra cosa, es fin en sí y para sí. En conclusión, el vivir
es el fin de todas las acciones inmanentes; y la vida es el fin de sí misma.
Por el contrario, el artefacto nunca es fin, siempre es medio.
II. Vida humana y cultura
El hombre, naturaleza inadaptada
Como las plantas y los animales, el hombre es un viviente; tiene en común con
ellos numerosas operaciones inmanentes, como alimentarse, crecer, reproducirse,
la percepción sensorial, etc. Sin embargo, el ser humano está inadaptado al
medio: un niño abandonado moriría de inanición, o sería devorado. Los
hombres no llegamos acabados al mundo, no somos animales especializados en nada;
somos demasiado débiles y carecemos de armas y abrigos naturales. Pero
hablamos.
La vida humana no es meramente física; ni meramente vegetativa; ni sólo
sensorial. La vida humana incluye todos esos aspectos subordinados a uno más
fuerte: pensar y hablar. La imagen que el hombre se formado sobre sí mismo, ya
desde los tiempos de la antigua Grecia, es la de un “microcosmos”, es decir,
un mundo en pequeño, un resumen del universo entero. Conviene precaverse ante
el exagerado espiritualismo, que mira al mundo con extrañeza, como si se
tratara de un accidente contrario a nuestra naturaleza. Es el tema de nuestra
corporeidad. El cuerpo es nuestra presencia en el mundo, se trata de nuestra
naturaleza real. No somos unos extraños en el mundo, tenemos mucho en común
con él; genéricamente, el hombre es un cuerpo viviente y un animal. ¿Qué es
lo específico? Tener el uso de la palabra, y el uso de las cosas.
Definición de la cultura
La mayor parte del pensamiento se plasma en el lenguaje. Éste es la primera
obra externa del pensar; la segunda es la técnica. El conjunto de las obras
externas de la mente son la cultura.
Si el pensamiento no se exterioriza, no hay obra cultural. Un poeta experimenta
una emoción y forma dentro de sí una frase, un primer verso. Si en ese momento
el poeta muriera, el poema no se escribiría. Habría habido una experiencia estética
tan elevada como se quiera, pero no una obra cultural: habría faltado allí la
obra externa, el poema que puede hacer pensar y sentir algo parecido a otros
hombres. La cultura no es la vida interior de las personas, sino su plasmación
externa. Un hacha de sílex y un ordenador son obras externas del pensamiento.
La cultura es la obra externa del pensamiento, tal como las palabras son el
signo externo de las ideas. Sin obra exteriorizada no hay cultura. La obra
externa del pensar es de muchos tipos: estética, técnica, científica, etc. Se
habla entonces de bienes culturales de diversa índole. Con la ayuda del
lenguaje (transmitido en la familia y en el grupo social) y de los bienes útiles,
de la técnica, el hombre se adapta al mundo, lo configura para sí mismo porque
lo trabaja, lo domina y lo cuida.
Los animales tienen instintos, los seres humanos tenemos cultura: ella nos
proporciona un “mundo humano”. Hay muchas formas culturales, según etapas
históricas y pueblos, pero todas entrelazan tres categorías de realidades: el
lenguaje, las instituciones y la técnica.
Por otra parte, el dominio y conservación del mundo humano derivan de otro
aspecto primordial de nuestro ser: el trabajo. El hombre es verdaderamente homo
faber, es decir, trabajador. Trabajar no es una opción (como si la holganza
fuera natural y lícita), sino una condición natural. El existir humano es
activo, se prolonga en las actividades productivas (lingüísticas, sociales,
políticas, técnicas, etc.). El trabajo es actividad humana; aunque no toda
actividad humana sea laboral. Los animales no trabajan.
El ser humano, pues, no vive adaptado al medio, sino a la cultura; los seres
humanos nos capacitamos para vivir en el mundo gracias a la inculturación, es
decir, a la inserción en una cultura. Esto es la educación más temprana, la
niñez y juventud como formación.
En suma, la cultura configura el mundo humano, diferente del mundo natural o
cosmos. Tomando como base esta descripción, podemos definir:
La cultura es actividad productiva de bienes para el hombre, exteriorizados y
transmitidos hereditariamente, que son objeto de mejora e innovación.
Consideremos los elementos de nuestra definición:
·La cultura está en los objetos externos. Es objeto, no sujeto[1].
·La cultura objetiva consta de bienes. No puede constar de males. Los bienes
hacen bien al hombre, los males le dañan.
·La cultura consta de bienes artificiales, productos del hombre. (El sol, por
ejemplo, es un bien natural, no producido por el hombre, luego no es un bien
cultural. El hacha y el poema son productos humanos, son bienes culturales).
·Todos los productos de la técnica son perfectibles, susceptibles de progreso.
Por lo mismo, los conservamos, los recibimos y pasamos en herencia.
·El progreso cultural no tiene fin; los instrumentos se pueden perfeccionar y
multiplicar hasta el infinito. Esto significa que la cultura (la ciencia, la técnica,
la economía, etc.) carece de fin en sí misma: el fin de la técnica no es técnico,
etc.
La esencia humana
La definición expresa la esencia, lo que es. Pues bien, podemos definir al
hombre por la capacidad de tener. He aquí una definición que está en la línea
de la que dio Aristóteles y la continúa: el hombre es el ser que tiene
(Leonardo Polo); ser que tiene o ser capaz de tener. Nótese que en esta
definición no se confunde el ser y el tener; el hombre es el único ser que es
capaz de poseer, de tener, y en diversos sentidos.
Podemos tener de tres maneras:
1ª. Según el cuerpo, así tenemos la ropa, los instrumentos, la casa, etc.,
todos los bienes materiales, en suma.
2ª. Según el espíritu, tenemos ciencia, conocimientos teóricos o prácticos.
3ª Según la naturaleza, tenemos hábitos adquiridos a partir de operaciones;
los hábitos buenos o virtudes perfeccionan la naturaleza humana, hasta el punto
de constituir una “segunda naturaleza”.
He aquí una notable diferencia entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva
o cultivo de sí, del espíritu: la primera es una “continuatio naturae”,
una continuación de la naturaleza externa, la segunda es naturaleza adquirida,
incremento o crecimiento de la propia naturaleza humana.
La noción de “tener” o posesión sirve, pues, para definir la realidad
humana. Los hombres poseemos los bienes culturales, porque los sabemos construir
y utilizar, es decir, tenemos según el cuerpo aquello que previamente hemos
poseído por el saber. Conocer, usar y poseer instrumentos es, por lo tanto, una
característica esencial humana.
Además, la capacidad de advertir el ser instrumental y su valor de tal es
exclusiva del hombre. Cuando el arqueólogo encuentra instrumentos asegura que
sus autores eran humanos. Ver el carácter instrumental de los medios, implica
pensar su orden al fin, captar una relación. Eso es lo que hace posible la idea
de instrumento. (Eso significa, también, discernir entre lo relativo y lo
absoluto, el instrumento y el fin).
El hombre se define por la capacidad de conocer la relación medio-fin, esto es,
por la capacidad de comprender el ser (relativo) del medio. Ahora bien, la
capacidad de hacer progresar la cultura tiene como condición suya la vida
social, la cooperación consciente y, por lo tanto, e lenguaje porque para
colaborar es preciso comunicarse ideas y valoraciones.
Tradición y diversidad cultural
Acabamos de ver que la cultura presupone una vida mental, familiar y social. Es
patrimonio, tarea colectiva que atraviesa las épocas. Toda cultura es una
tradición (del lat. traditio, transmitir algo). Pero eso plantea el problema de
qué pasa con ciertas formas de entender la vida, aquellas que la ven como
ruptura con la tradición, esto es, con los criterios de los padres. Aquí
aparece el tema de las culturas alternativas y de la contra-cultura. Las calles
de las grandes ciudades modernas nos lo presentan visualmente: desfilan ante
nuestra vista, con sus costumbres e indumentarias diversos, el trabajador
manual, el ejecutivo, el “okupa” o el vagabundo, etc. Además, con la
actualidad de las migraciones, la diversidad cultural del mundo ha cobrado un
relieve que antes no tenía, entre nosotros. La facilidad de las comunicaciones
nos acerca también a diversas maneras de entender y organizar la vida; y así
como es un hecho que la cultura occidental ha configurado el mundo a través de
los descubrimientos, la colonización y, finalmente, la supremacía científica
y tecnológica, también es cierto que se han cometido muchos abusos en la
historia de las colonizaciones. El quinto centenario del descubrimiento de América
se vio fuertemente contestado, por parte de algunos movimientos indigenistas y
en nombre de los Derechos Humanos; se denunciaba la falta de respeto a las
culturas autóctonas. Junto a los hechos que avalan aquella contestación, es
cierto también que, antes de la llegada de los españoles, en algunas tribus
americanas se practicaba la antropofagia ritual, los sacrificios humanos o
ciertas formas de esclavitud, que reinaba una especie de estado de guerra
perpetua entre ellas, etc. Al menos la idea de los Derechos Humanos (y con
ella la razón para insubordinarse ante esos errores y denunciarlos) la
aportaron los españoles.
La cultura y las culturas (“civilizaciones”)
Se suele hablar de “etnocentrismo” para destacar el hecho de que las
valoraciones son relativas a la cultura en que cada uno ha sido educado. Así,
considerar que la cultura propia es superior y que, en consecuencia, tiene
derecho a imponerse es etnocentrismo. En realidad, uno valora tal como lo han
educado. Pero no es evidente que la propia educación sea la mejor. De aquí se
suele llegar a la conclusión —tal vez precipitada— de que todas las
culturas son relativas: ninguna sería mejor ni peor, sino todas diferentes,
como diferentes son los individuos. Y se debe respetar la diversidad.
Desde luego, la cultura no se impone; mas esa crítica se funda en un equívoco,
por la semejanza existente entre las palabras “cultura”, “sabiduría” y
“civilización”. La sociología y la antropología cultural denominan
civilizaciones a los diferentes tipos de culturas (en las áreas lingüísticas
anglosajonas; en las de influencia franco-alemana suele suceder justo al revés).
Pero la cultura es el sistema de los medios de la vida humana; ahora bien, la
sabiduría es más: no están en pie de igualdad. Reducir la sabiduría a una
“forma cultural” es pretender explicar lo más por lo menos.
La cultura se define en términos de exterioridad: un conjunto de bienes que se
entrelazan, formando el “sistema de los medios”, en el que vive el hombre
según cada sociedad histórica. Vamos a pensar un sistema de medios diferente y
comprobaremos que corresponde a una cultura diversa, en sentido sociológico.
Imaginemos que los mecanismos fueran de madera, que no hubiera siderurgia ni
electricidad, etc. ¿Cómo sería la cultura? No existiría la industria
moderna, ni la conexión entre ciencia y técnica; tampoco la economía de
grandes producciones y precios baratos. No habría progreso económico ni tecnológico,
por lo que no existirían la publicidad, ni la radio o la TV, etc. Seguramente
tampoco la industria del libro; aún menos los ordenadores y las fotocopias. Los
estudiantes tendrían que anotar las lecciones oídas de viva voz y
encomendarlas a la memoria. Viviríamos con el ritmo de la luz solar, practicaríamos
más la lectura y la memorización, aunque serían pocos los que estudiarían,
etc.
Con este ejemplo se pretende hacer ver que los bienes culturales, como la
ciencia, la técnica, economía, derecho, educación, política, información,
etc., forman un tejido coherente, un sistema, el sistema de los medios de la
vida humana. Por otra parte, este ejemplo describe un sistema cultural medieval.
Aquel tipo de cultura podría darse igual en la Europa medieval como en la China
o el Japón de principios del s. XIX.
Pero las razones para oponerse al autoritarismo —el respeto, la tolerancia—
no son elementos del sistema de los medios, son convicciones religiosas, morales
y filosóficas. Un europeo del s. XIII tenía que reconocer en cualquier otro
hombre a un hermano, imagen de Dios, dotado de un valor inconmensurable que
funda su derecho incondicionado a ser respetado. Cultura medieval, civilización
occidental. El oriental, en cambio, no se sabe persona, ser dotado de un valor
absoluto, o lo sabe de forma vaga, menos precisa, de modo que no se reconoce
como libre e imagen de Dios; lo mismo le sucede al romano o al griego de la
antigüedad, para ellos el individuo sin la sociedad no es casi nada. Para éstos,
el poder político sí tendría el derecho (y el deber) de imponer qué deben
pensar y creer los individuos. Aquí ya no estamos en presencia de diferencias
culturales, sino más profundas, son distintas ideas del hombre y de Dios,
distintas filosofías o sabidurías.
El relativismo
¿Es verdad que todas las culturas son relativas? Si entendemos por
“cultura” el sistema de los medios, es clarísimo que sí, ya que los
instrumentos son relativos a la función para la que su artífice los ha pensado
y construido. (Aunque no es indiferente vivir en la cultura medieval de los
pergaminos y los carros de madera o en la del PC y el automóvil con aire
acondicionado). ¿Qué diremos, pues? ¿Son relativas las filosofías? La
sabiduría humana, es perfectible: el hombre es capaz de mejorar. Su objetivo es
el conocimiento de la verdad sobre la existencia humana (en los ejemplos
anteriores, la verdad sobre los Derechos Humanos, sobre la dignidad humana,
sobre Dios, etc.). Ahora bien, que nuestro acercamiento a la verdad sea gradual,
siempre inconcluso, no significa que no exista la verdad de cada asunto.
Un relativismo puro es inconsistente. ¿Cuál sería su fórmula? “Todo es
relativo”. Pero ¿es eso verdad en absoluto, o no? Si es una verdad absoluta,
no todo es relativo; si no es absoluta, a veces no es válida. Ortega y Gasset
decía que el relativismo es una “idea suicida”: si se aplica a sí misma se
elimina. Además, para relativizarlo todo necesito un absoluto. En efecto, lo
relativo es término de una comparación, pero ¿con qué comparo “todo” si
declaro que todo es relativo?
La responsabilidad de la cultura
Reflexionar sobre la cultura es adoptar un punto de vista más elevado que ella.
La cultura, considerada como un todo, incluye diversidad de bienes: ciencias,
tecnología, bellas artes, derecho, literatura, política, etc. Hemos visto más
arriba que cabe agruparlos en tres grandes géneros o categorías: lenguaje,
instituciones y técnica. Pongamos otro ejemplo: el uso de la radioactividad ¿es
“sólo” una cuestión científica, técnica, política? Parece que no; cada
uno de estos sectores de la cultura responde al “cómo” de algo en
particular, pero ninguno al “por qué”, ninguno de ellos desvela la cuestión
del sentido, no aclaran nada sobre los fines de la vida humana; ni la técnica
ni la política conocen el sentido y razón de ser de las armas, sólo conocen
su uso, “cómo funcionan”. Es más fácil saber cómo funciona o cómo se
fabrica el arma, que saber por qué la hacemos, o si debemos hacerla o no.
Aparece aquí la responsabilidad, ante la humanidad actual y futura.
Lo mismo podría decirse con referencia al medio ambiente, las leyes sobre la
familia o la protección legal de la vida del embrión, del no-nacido, etc. Al
final no queda más remedio que reconocer que no hay ciencia ni técnica alguna
que responda de la humanidad, capaz de responder de la suerte de la familia
humana que vive en la Naturaleza y en sociedad, generación tras generación;
sin embargo, somos responsables del mundo que dejaremos tras de nosotros. Ahora
bien, si la cultura no fuera capaz de crear un mundo hermoso, acogedor y humano,
entonces habría dejado de cumplir su función: servir al hombre, que llega al
mundo inadaptado.
Para las ciencias sociales “cultura” (civilisation) significa no sólo un
sistema de medios o “mundo humano”, por contraposición al meramente físico;
suele incluir la dimensión normativa: valores y usos sociales, tales como
recompensas y castigos. Ese sistema de valores y juicios, cuando es
interiorizado por el individuo, lo “humaniza” y convierte en miembro del
grupo social. ¿Qué decir al respecto?
Cualquier cultura está impregnada de alguna concepción religiosa, ética y
filosófica. Hay buenas razones para pensar que ya era así entre los hombres de
Neandertal. Los medios tienen su razón de ser en el hombre que los construye y
utiliza: dependen de él. Nada más lógico, pues, que reconocer la presencia de
valores, creencias, interpretaciones, etc., en medios como el arte, el derecho,
la economía, y todas las formas de la cultura, especialmente en la opinión pública
y en los medios de comunicación social. De éstos deriva el poder. Las
diferencias de concepción filosófica motivan conflictos en la actualidad y en
el pasado. Por el contrario, la unidad de concepción de la vida presta
“cohesión” a los grupos y seguridad a sus miembros. Una característica de
la sociedad occidental moderna es la atomización, la débil cohesión, el
aislamiento y multiplicación de los conflictos.
Todo eso es cierto, pero no significa que la sabiduría sea un producto
cultural. Sólo significa que las culturas se modifican si las personas
modifican su comprensión de la propia existencia. Es lógico. También es lógico
añadir que la comprensión del sentido y realidad de la existencia humana puede
ser más o menos acertada. En suma, la sabiduría y la moralidad penetran en la
esfera de los medios en forma de creencias, opiniones y costumbres. Los
individuos son meramente arrastrados por las opiniones y usos dominantes, o bien
los enjuician críticamente e inician procesos de cambio del sentir común, en
la opinión pública. Estos procesos son lentos, pero se originan siempre en la
interioridad pensante de unos pocos que no se limitan a seguir la corriente,
sino que la crean.
La sabiduría
Ya hemos dicho que enjuiciar la cultura es adoptar una visual más alta. Aparece
así la visión filosófica. La filosofía y la religión pueden tener efectos
externos, pero son accidentales. Lo esencial de estas dimensiones vitales
humanas es interior, y no tiene plasmación externa adecuada. La filosofía es
sabiduría. La sabiduría no es cultura.
Si la sabiduría no es cultura, es porque es más, no porque sea incultura. Si
juzga a la cultura, en conjunto, es lógico que no sea una de sus partes. La
filosofía aspira a hacer al hombre sabio, es el saber responsable de la cultura
y de la vida humana.
El pensamiento juzga de todo. Si juzga, es responsable de todo. Ahora bien, no
es posible juzgar al pensamiento, sino mediante el mismo pensar. La dimensión
intelectual hábil para juzgar de todas las cosas por sus causas más altas, o
“últimas”, se llama sabiduría (lat. sapientia, gr. sophía).
La dimensión sapiencial del pensar es innegable. Aunque sólo sea porque el
encargo de “gobernar”, esto es, de formular juicios inteligentes sobre la
cultura (en su conjunto y también sobre alguna de sus partes, así como sobre
las mismas relaciones de las partes entre sí) no puede recaer sobre ninguna
ciencia en particular ni sobre una técnica.
Si el pensamiento juzga todas las cosas, sólo él puede examinarse y
enjuiciarse a sí mismo. Esta función es asumida por la filosofía, que no es,
propiamente hablando, una parte de la cultura.
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[1] Un sujeto cultivado es un ser humano que posee hábitos buenos que lo
mejoran en su ser. Esta es una dimensión distinta, que estudiaremos más tarde,
a saber, el crecimiento humano y los hábitos.