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"La mente del universo"
Por Octavio Rico
Durante los últimos siglos, ciencia y religión no han tenido relaciones muy
amistosas. Pero hoy, como argumenta el físico y filósofo Mariano Artigas en su
última obra, "La mente del universo" (1), se puede dejar atrás los
antiguos malentendidos. Este importante libro explica minuciosamente cómo es
posible la nueva concordia. La cosmovisión científica actual descubre en la
naturaleza una autoorganización congruente con la acción divina.
Mariano Artigas (Zaragoza, 1938), sacerdote, doctor en Física y en Filosofía,
tiene la competencia precisa para abordar la cuestión. Profesor de Filosofía
de la Naturaleza en la Universidad de Navarra, ha publicado trece libros sobre
las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Entre sus obras destacan
Filosofía de la ciencia experimental, La inteligibilidad de la naturaleza o El
desafío de la racionalidad. El título -deliberadamente provocativo, dice el
autor- de su último libro está tomado de Séneca, que respondió así esa
pregunta eterna: "¿Qué es Dios? La mente del universo. ¿Qué es Dios? El
todo que ves y el todo que no ves". Artigas usa la misma fórmula, pero no
en sentido panteísta: se refiere a Dios como "la mente del universo"
para expresar que la naturaleza posee racionalidad, información y creatividad.
La ciencia experimental, señala el autor, no debería
ser utilizada como base de perspectivas reduccionistas o cerradas al espíritu,
puesto que incluye no sólo un conocimiento acerca de los hechos, sino también
las condiciones necesarias para que se dé ese conocimiento. Tales condiciones
pueden ser consideradas, según Artigas, como supuestos cuyo análisis
constituye una tarea filosófica y teológica. A través de ese análisis pueden
encontrarse los puentes de diálogo o, si se prefiere, las claves necesarias
para superar los escollos que suelen presentarse al tratar aquellas cuestiones
en que se hallan implicadas tanto las ciencias experimentales, como la fe o la
ciencia teológica.
Al considerar las condiciones que hacen posible el conocimiento y el progreso
científicos, Artigas centra su atención en tres supuestos generales: la
racionalidad del universo (supuesto ontológico), relacionada con el orden de la
naturaleza; la capacidad humana para conocer ese orden (supuesto epistemológico),
que incluye las diversas modalidades de la argumentación científica, y los
valores implicados por la actividad científica (supuesto ético), que incluye
aspectos como la búsqueda de la verdad o el servicio a los demás. El análisis
de dichos supuestos -siempre con los resultados de la ciencia contemporánea,
como telón de fondo- puede proporcionar, según Artigas, una clave valiosa para
comprender el significado del progreso científico y, por tanto, su alcance teológico.
Fuera del alcance de la ciencia
Las circunstancias concretas de la ciencia y de la epistemología tal como se
encuentran al final del siglo XX parecen brindar una base muy interesante para
dar solidez al argumento que desarrolla Artigas. "La ciencia experimental
-advierte el autor- por sí sola nunca llegará hasta Dios, hasta la acción
divina, hasta las dimensiones espirituales del ser humano o las leyes morales,
porque estas realidades caen fuera de los objetivos de esa ciencia y no pueden
ser estudiadas utilizando el método de la contrastación experimental".
Podemos pensar, sin embargo, en "puentes filosóficos" a través de
los cuales es posible conectar la ciencia experimental con la teología.
El problema es que esos puentes no están ya hechos: hay que construirlos.
"Un puente científico -afirma Artigas- no serviría, porque permanecería
del lado de la ciencia y no podría funcionar como puente. Sólo queda una
posibilidad: que la filosofía y la teología puedan incorporar dentro de sus
propios ámbitos los logros científicos". En el diálogo actual entre
ciencia y religión, los puentes entre ambos campos se suelen denominar
"cuestiones fronterizas": aquellas, como el origen del universo, que
son abordadas tanto por la ciencia como por la religión -o la metafísica-,
aunque desde perspectivas diferentes.
Es cada vez más elevado el número de científicos -que, a la vez, piensan como
filósofos de la ciencia- que defienden y buscan el diálogo entre la fe y la
ciencia experimental. Algunos de ellos -es el caso del físico Stanley Jaki- están
convencidos de que "existe una avenida intelectual que constituye a la vez
la ruta de la ciencia y el camino hacia Dios". Otro de los que así
piensan, el físico John Polkinghorne, hablaba recientemente del "curioso
modo en que la ciencia moderna parece apuntar casi irresistiblemente más allá
de sí misma".
Más allá del mecanicismo
Ahora, por vez primera en la historia, se dispone de una cosmovisión científica
que proporciona una imagen rigurosa y unificada del mundo, porque abarca todos
los niveles naturales (el microfísico y el macrofísico, incluido el biológico)
y sus relaciones mutuas. Dentro de esa nueva visión del mundo, el orden natural
es visto como una propiedad de la naturaleza que debe ser supuesta por la
ciencia para que la empresa científica tenga sentido.
En la antigüedad, la naturaleza era considerada ante todo como el mundo de los
seres vivientes. En esa cosmovisión, que suele conocerse como
"organicista" -el mundo como un organismo-, la finalidad desempeña un
papel esencial. Más tarde, el éxito sistemático de la ciencia experimental
moderna a partir del siglo XVII se centró principalmente en las ciencias físicas.
El mundo comenzó a ser contemplado, entonces, como una máquina, donde
aparentemente no hay lugar para la finalidad; todo sería explicable en términos
de reacciones físicoquímicas gobernadas por el azar, pero a la vez precisas
como una máquina.
Superando la visión mecanicista del mundo, la ciencia actual ha vuelto a
incorporar la finalidad a su concepción del universo.
Más recientemente, el enorme desarrollo de la física, y el consiguiente
progreso de la química, ha proporcionado la base para una nueva biología que
vuelve a ocupar un lugar central en la ciencia natural. Esto significa, en otras
palabras, que otra vez resulta adecuado hablar de teleología, es decir, de
dimensiones finalistas en el contexto científico. Algunos autores han comenzado
a usar el término "postmecanicista" para denominar a esta cosmovisión
actual.
La nueva cosmovisión científica
Refiriéndose a esa nueva concepción, Paul Davies y John Gribbin, destacados
filósofos de la ciencia, han hecho notar que "la transición hacia un
paradigma "postmecanicista", un paradigma adecuado para la ciencia del
siglo XXI... está llevando consigo una nueva perspectiva sobre los seres
humanos y su papel en el gran drama de la naturaleza... No dudamos -añaden- de
que la revolución que tenemos el inmenso privilegio y fortuna de presenciar
delante de nuestros ojos alterará para siempre la idea que el hombre tiene del
universo".
Entre los rasgos de ese nuevo paradigma, Artigas llama la atención sobre la
evidencia de un cierto tipo de autoorganización que incluye la información
como uno de sus rasgos característicos (2). La autoorganización se ha
convertido, en efecto, en la metáfora utilizada habitualmente para representar
la cosmovisión científica actual, si bien -hace notar el autor- "nuestro
conocimiento de la autoorganización no ha hecho más que empezar".
El concepto de materia parece haber perdido definitivamente algunas
connotaciones que tenía en la anterior cosmovisión mecanicista. La materia no
se considera ya pasiva e inerte, sino como algo que posee un dinamismo interno
en todos los niveles naturales, no sólo en el ámbito biológico, sino también
en el inorgánico.
La cosmovisión actual implica, pues, un proceso gigantesco de autoorganización
en el cual han emergido muchas novedades que no pueden representarse como una
mera suma de sus componentes. El universo está, por tanto, lleno de
potencialidades no actualizadas, y cualquier nueva forma de integración de
información puede provocar nuevos resultados.
La finalidad, rehabilitada
Los puentes teleológicos -todas aquellas dimensiones relacionadas con la
finalidad natural- tienen un gran interés en el actual diálogo entre la fe y
la ciencia experimental. La ciencia experimental nacida en el siglo XVII y su
posterior desarrollo, con el consiguiente enfoque mecanicista del mundo, pareció
minar los fundamentos de ese puente. La nueva cosmovisión, sin embargo, parece
restaurarlo de un modo nuevo e interesante. A este capítulo dedica Artigas una
atención particular en su libro.
La existencia de teleología natural en nuestro mundo puede ser considerada como
un hecho bien corroborado en la actualidad, no sólo en el nivel biológico sino
también en el físicoquímico.
No hay duda de que el mundo biológico está lleno de fenómenos teleológicos:
se trata de dimensiones finalistas porque implican que distintos componentes
colaboran para alcanzar un objetivo común. Esta conclusión es nueva y conviene
apreciarla como uno de los hechos relevantes en el contexto de la nueva
cosmovisión científica. Hasta ahora, el estado de las ciencias no
proporcionaba una base suficiente para obtenerla; solamente el progreso científico
en las últimas décadas del siglo XX ha hecho posible alcanzar esta posición
ventajosa.
En consonancia con la cosmovisión científica actual, se puede pensar en un
Dios personal que ha concebido los dinamismos naturales.
Así, en la actualidad es posible contemplar nuestro mundo como el resultado de
un proceso gigantesco de autoorganización. Sucesivas potencialidades específicas
han sido actualizadas y han producido una serie de sistemas crecientemente
organizados que culminan en el organismo humano, el cual proporciona la base
para una existencia verdaderamente racional. La dimensión teleológica de este
planteamiento es del todo evidente, e igualmente lo es el enfoque que puede
hacerse de la evolución cósmica y biológica a partir de esta nueva visión
del cosmos.
La obra inacabada de Dios
En consonancia con la cosmovisión postmecanicista, se puede muy bien pensar en
un Dios personal que ha concebido el dinamismo natural y se sirve de él para
producir, de acuerdo con las leyes naturales, niveles sucesivos de innovaciones
emergentes que, en último término, hacen posible la existencia de seres
verdaderamente racionales (3).
Tomás de Aquino, en sus comentarios a la Física de Aristóteles, da una
definición de la naturaleza que encaja a la perfección en este contexto:
"La naturaleza no es otra cosa sino el plan de un cierto arte,
concretamente un arte divino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se
mueven hacia un fin determinado: como si quien construye un barco pudiese dar a
las piezas de madera que pudieran moverse por sí mismas para producir la forma
del barco". En este texto -que bien podría tomarse como una aproximación
del siglo XIII a la cosmovisión científica actual-, la naturaleza es
contemplada como la obra de Dios, que progresa hacia su forma plenamente
constituida, pero que es llevada por un principio anterior, por una tendencia
natural que es el resultado de la acción de Dios.
Considerando la novedad de su perspectiva, así como la amplitud de la
horizontes que abre al lector, La mente del universo "puede considerarse
-en palabras del Card. Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio para la
Cultura- no sólo una contribución destacada, sino también un avance
importante en el área del diálogo contemporáneo entre fe y ciencia".
Creación y evolución no se contraponen
Cuando se considera el problema del origen del universo, es prácticamente
inevitable decantarse por una de las dos posiciones que se han propuesto desde
la antigüedad. La primera contempla el universo como el resultado de una creación
divina; la otra lo ve como algo autosuficiente y autocontenido, y, por tanto,
infinito y, a veces, también como una manifestación de la divinidad misma de
acuerdo con algún tipo de panteísmo. La novedad real en nuestra época es que,
por vez primera, se ha formulado una posición que pretende basarse en el
progreso de la cosmología y afirma que el universo tuvo un comienzo en el
tiempo pero que, no obstante, es completamente independiente de cualquier acto
divino de creación: sería una especie de creación sin creador.
Llegados a este punto, conviene hacer notar -y así lo hace Artigas en su libro-
que "la sola ciencia no puede probar la existencia de la creación divina.
Desde el pun to de vista científico siempre podemos suponer que un estado del
universo, por elemental que sea, fue el resultado de otros estados precedentes.
Los argumentos que pueden llevarnos a admitir la existencia de una creación
divina son más bien metafísicos y religiosos. No podemos probar mediante
argumentos racionales que el mundo ha tenido un origen en el tiempo". Es más,
si los cristianos creen esto es porque -como ya lo subrayó Tomás de Aquino-
está contenido en la Revelación.
El fundamento ontológico último del universo es, en fin, un problema que no
puede ser decidido mediante argumentos puramente físicos, sino un problema
metafísico que debe ser tratado usando argumentos filosóficos. "Ninguna
teoría de las ciencias naturales -afirma William Carroll- puede contradecir la
doctrina de la creación, porque lo que explica la creación no es un proceso,
sino la dependencia metafísica en el orden del ser".
La espiritualidad humana y la actividad divina resultan congruentes con el
proceso de evolución biológica.
La espiritualidad humana y la actividad divina resultan congruentes con un
proceso de evolución biológica que incluye también el origen del organismo
humano. Por otra parte, hay que recordar que la doctrina de las grandes
religiones no se opone a la doctrina científica de la evolución.
Nuevo evolucionismo
De modos diversos, la Iglesia católica ha venido repitiendo esas ideas desde
que, en 1950, Pío XII se refirió al origen del cuerpo humano en su encíclica
Humani generis. Más recientemente, Juan Pablo II, en un mensaje dirigido en
1996 a la Academia Pontificia de Ciencias, refiriéndose a las "teorías de
la evolución", afirmaba que la teoría de la evolución de las especies
debería ser considerada en la actualidad como algo "más que una hipótesis",
es decir, como una teoría válida siempre que no se haga de ella "una
interpretación exclusivamente materialista" (ver servicio 147/96). Una
interpretación así colisionaría con la verdad acerca del hombre y sería
incapaz de proporcionar un fundamento para la dignidad de la persona humana.
La evolución -el "carácter evolutivo del universo", tal como apunta
Whitrow- es, en efecto, uno de los ingredientes principales de la cosmovisión
contemporánea, pero no debería ser usada para argumentar a favor del
materialismo mediante razonamientos que parecen científicos y que son, en
realidad, filosóficos, y filosóficamente incorrectos. Hoy se puede afirmar, a
la luz de la nueva cosmovisión, que la naturaleza es racional en la medida en
que ha sido formada mediante principios ra cionales, y también porque
proporciona la base para la existencia de seres racionales.
Algunos científicos presentan la evolución como si ésta fuese necesariamente
algo incompatible con la religión. Dos de ellos, Jacques Monod, premio Nobel
francés, y Richard Dawkins, biólogo de Oxford, han ejercido de hecho una
fuerte influencia en la segunda mitad del siglo XX como oponentes a la religión
en nombre de la ciencia evolutiva. En realidad, los dos autores -que han hecho
de la teleología el blanco de sus ataques- convierten la ciencia evolutiva en
una entera filosofía natural que, a su vez, pretende ser también una entera
explicación del mundo.
Sin embargo, y a pesar de algunos conflictos particulares, se puede decir que la
mayoría de los autores creyentes piensan que la evolución biológica es
compatible con la actividad divina.
Así, la cosmovisión actual nos ofrece una nueva comprensión de los caminos
seguidos por la evolución, ya que completa la explicación clásica de la
evolución con la perspectiva de la autoorganización. La combinación de azar y
necesidad, de variación y selección, junto con las potencialidades para la
autoorganización, pueden ser contempladas fácilmente como el camino utilizado
por Dios para producir el proceso de la evolución biológica. Algunos científicos,
que piensan también como filósofos de la naturaleza, sostienen que el
pensamiento evolutivo es perfectamente compatible con la existencia de un plan
divino, e incluso sugieren -como el Nobel Christian De Duve (ver servicio
72/96)- que existen indicadores que nos llevan a admitir la existencia de un
plan de este tipo.
UNIVERSIDAD DE PIURA, Noviembre de 1999
LA CAPELLANÍA INFORMA
Cfr. Octavio Rico, Aceprensa 143/99
Año XXX l Envío nº 37 l 20 Octubre 1999
............................
(1) Mariano Artigas. La mente del universo. EUNSA. Pamplona (1999). 465 págs.
5.300 ptas.
(2) Ver servicio 1/95: Mariano Artigas, Proteínas que piensan.
(3) Ver servicio 134/96: Mariano Artigas, La cosmovisión científica actual
apunta al teísmo.