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Atapuerca: Ciencia y fe en Dios

José A. Sayés

 

Apropósito de las excavaciones en Atapuerca (Burgos) y que merecen sin duda admiración, se han hecho afirmaciones que van más allá de lo que compete a un científico. En el homo antecesor ahí encontrado, se ha visto el antecesor del homo neandertal y del hombre moderno o Cromagnon. Las teorías actuales sobre los antecedentes de la aparición del homo sapiens están continuamente sometidas a revisión, y de ellas la teología no tiene nada que decir. El mismo Arsuaga, director de las excavaciones de Atapuerca, es consciente de la complejidad científica del problema cuando dice que “cuanto mejor conocemos la evolución humana, más nos damos cuenta de lo extraordinariamente compleja en número de ramas que fue”; pero, a partir de ahí, él mismo tiende a hacer afirmaciones que no le competen como científico: “La ciencia ya ha resuelto las cuestiones fundamentales: sabemos que procedemos de un primate, es decir, que no hemos sido creados por ningún ser superior, que somos producto de una evolución biológica”.

Y añade: “Lo que hay que tener claro es que la evolución no se propone nada, no es nadie, no responde a ningún plan, a ningún propósito, no se dirige a ninguna parte”. Recientemente, ha venido a decir que, si la evolución lo explica todo, la vida carece de sentido (puesto que no podríamos hablar ni de Dios ni del más allá). Son afirmaciones que van más allá de la ciencia.

No cabe duda de que el relato del Génesis sobre el origen del cosmos y del hombre parece, a primera vista, estar en contra de lo que la ciencia enseña. Pero nada más lejos de la realidad. La Biblia no entra en cuestiones de tipo científico, sino que nos quiere transmitir verdades últimas a las que la ciencia no puede llegar, y que se enseñan con un ropaje literario acomodado para las gentes a las que se dirigía. La primera verdad que transmite el Génesis es que todo ha sido creado por Dios. Ésta es una verdad a la que no llegó la filosofía de Platón y de Aristóteles. El Génesis utiliza un verbo, bará, que ya no es modelar una materia eterna (yasar), sino dar la existencia a lo que no existía. Es verdad que el relato, en su ropaje literario, utiliza la imagen de la creación en seis días, pues lo escribe un sacerdote del siglo VI a. C. con la intención de inculcar el trabajo en seis días y dedicar el séptimo en honor del Creador.

Evidentemente, Dios no necesita seis días para crear. Asimismo, la imagen de la costilla tomada de Adán para formar la mujer sólo tiene la intención de hacer comprender a los hombres de aquel tiempo que la mujer no es un objeto de trabajo o de placer, sino que ha sido creada con la misma dignidad que el hombre. Y lo más impresionante del relato de la creación es que el hombre (y la mujer) es creado a imagen y semejanza de Dios, con una dignidad personal que lo convierte en interlocutor del mismo Dios y dueño de la creación. Hay, por fin, una última verdad que se enseña: el pecado histórico cometido por el primer hombre (Adán) consistió en comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, en pretender determinar por sí mismo el bien y el mal, ciencia que compete sólo a Dios. El hombre pierde así la armonía que tenía consigo y con la naturaleza introduciendo un pecado de fatales consecuencias para la Humanidad.

Autonomía de la ciencia, e ideología

La Biblia quiere transmitir esas cuatro verdades fundamentales y no entra en cuestiones de tipo científico. La Iglesia respeta, por ello, la autonomía de la ciencia y acepta la explicación de la evolución respecto al cuerpo humano, sosteniendo que el alma no puede proceder por evolución. Ningún problema, por tanto, entre la ciencia y la fe. Ahora bien, si un filósofo o teólogo tiene que respetar la autonomía del método científico, el científico ha de precaverse de entrar en el campo de la filosofía y de la teología, que tienen un método diferente y que permite hacerse las preguntas últimas sobre el mundo y el hombre. De otro modo, el científico ya no hace ciencia, sino ideología.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a. J. Monod cuando pretende explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las 28 letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido. Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.

Las últimas preguntas

A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. Recientemente se ha descifrado el genoma humano, y hemos sabido que el hombre tiene 30.000 genes, poco más que un ratón. Nos han explicado que el gen es una unidad funcional de pares de bases que son la adenina, la timina, la guanina y la citosina. Y algunos han aprovechado para sentenciar que el hombre no es más que eso. ¿Así que el hombre es poco más que un ratón? Evidentemente que no. Aquí comienza la filosofía trascendiendo el método científico de verificación empírica. Hay en el hombre algo que es la libertad, y la libertad significa autodeterminación; lo cual quiere decir que los genes nos condicionan, sí (nos dan más o menos salud, por ejemplo), pero no nos determinan, dado que soy yo el que me determino a mí mismo. Esto quiere decir que en el hombre hay un ámbito espiritual (alma) que trasciende lo genético. Hace tiempo se convirtió el célebre premio Nobel de Medicina Eccles, al caer en la cuenta de que los gemelos, que tienen el mismo código genético, tiene cada uno una experiencia de un yo irrepetible y radicalmente original. Esa experiencia no se puede deber a la genética, porque es la misma y sólo se explica por un principio espiritual. Son muchas las pruebas que se podrían dar de la existencia del alma.

Sólo una más. Cuando entramos en una cueva prehistórica y vemos pintadas en la pared figuras de caballos, y bisontes, deducimos que las ha pintado un hombre, porque nadie pinta un caballo si no tiene el concepto abstracto de caballo. Por eso no pintan los animales.

Sólo el hombre es capaz de operaciones que trascienden lo sensible. Y observaba santo Tomás que esa alma trascendente, por ser simple y espiritual, no la podemos recibir por generación de nuestros padres, porque sólo se puede generar lo que se puede dividir.

Es creada directamente por Dios. Eccles, en su conversión, siguió este mismo razonamiento. La ciencia nos dice hoy que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar por azar; pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al de una catedral?

A principios del siglo pasado, se hizo una encuesta en USA, con 1.000 profesores de 100 Universidades, en torno a la fe en Dios, el alma, etc. Sólo la mitad decía creer en Dios. El autor de la encuesta se atrevió así a profetizar que, a finales del siglo, los científicos norteamericanos no creerían en Dios. Alguien ha tenido la idea de repetir la misma encuesta con 1.000 científicos de las mismas Universidades; el resultado es que ahora el porcentaje de creyentes ha subido al 75 por ciento. Podríamos recordar aquí a todos los científicos de fama que, en cuanto hombres de pensamiento, han creído en Dios. Uno de ellos, Pasteur, decía: “Por haber estudiado mucho a lo largo de mi vida, tengo la fe de un bretón. Si hubiese estudiado más, tendría la fe de una bretona”. No se sabe por qué extraño destino, cuando en España pensamos estar a la última, estamos casi siempre a la penúltima y terminamos haciendo el ridículo.