Capítulo XI Filosofía del hombre (1) |
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Por Santiago Fernández Burillo |
PSICOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO
I. La
Psicología racional
II. Los sentidos y la inteligencia
III. La
sensibilidad. Sentidos externos y sentidos internos
IV.
Inteligencia y abstracción
I. La Psicología
racional
Psicología racional y psicología
experimental
En la imaginación popular la psicología se
vincula con la psicoterapia, los “tests” de orientación profesional,
de aptitudes, etc.; se la relaciona a veces con el diván del
psicoanalista, es decir, con una determinada, el
psicoanálisis (S. Freud), o con el aprendizaje de los
animales, la conducta, los reflejos e instintos, tal como los
estudia el conductismo (Paulov, Skinner). Estas son algunas
de las escuelas de Psicología experimental.
Sin embargo, la
psicología es más antigua. El primer tratado psicológico fue obra de
Aristóteles y lleva por título Sobre el alma (Perí
Psykhés, o De anima). Encontramos además una filosofía de
la psique en todos los filósofos: Pitágoras, Platón,
Aristoteles, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz,
etc.
La Psicología racional estudia el ser humano a
partir de su obrar, de acuerdo con la máxima que dice: «el obrar
sigue al ser» (operari sequitur esse); considera pues las
operaciones vitales, tanto las que tenemos en común con otros seres
vivientes, como las específicamente humanas, y su método es
racional. La psicología racional se ha considerado tradicionalmente
como una prolongación de la filosofía natural; modernamente,
se la contempla como integrada en la antropología trascendental. El
nombre «antropología» (del gr. ánthropos, hombre, y
logía, estudio o recopilación) significa el estudio del
hombre, del ser humano.
La Psicología experimental
estudia sólo las operaciones humanas que se pueden observar y medir.
La observación puede ser externa o interna; la primera capta los
hechos psíquicos de manera objetiva, en lo que tienen de físicos; la
observación interna o introspección es subjetiva. La Psicología
experimental renuncia a saber qué es el hombre, por causas
últimas, su método cuantifica, se vale de experimentos y procura
formular leyes. Son dos disciplinas distintas, por su objeto y su
método.
Vamos a considerar aquí la psicología filosófica
tradicional. No nos ocupamos, pues, de la psicología experimental
moderna.
Hechos físicos y hechos psíquicos,
distinción
La psicología estudia actos vitales u
operaciones, como percepciones y emociones. Los actos vitales no se
pueden equiparar a los procesos externos. Las operaciones vitales
son inmanentes. Los cambios físicos son transeúntes,
su fin está fuera de ellos mismos, así, por ejemplo, el fin de la
construcción no es construir, sino la casa. En cambio, el fin del
vivir no está fuera de él, el fin del respirar no es externo al ser
vivo; para los vivientes el ser es vivir (Aristóteles).
Otra
diferencia es que en un proceso físico hay secuencia temporal, no
puede ser simultáneo; en cambio, en el acto de conocer a la
vez conocemos y tenemos lo conocido, a la vez miramos y tenemos
la cosa vista; la acción y su objeto no son uno primero y el otro
después, sino a la vez (simul); y la acción vital puede durar
en acto. La construcción no dura cuando la casa está acabada; en
cambio, pensar o considerar en acto dura. A la vez veo y tengo la
cosa vista, a la vez entiendo y tengo la cosa entendida; pero ver y
entender son actos que pueden durar (o intensificarse) sin producir
un objeto nuevo. Además, la acción de ver o de entender y la
posesión de su objeto no son dos acciones, sino un solo acto. En el
acto de conocer, obrar y poseer son a la vez, simul. No es
proceso físico. Tratamos, pues, de un cambio o “proceso”
psíquico.
Si el cambio cognoscitivo o psíquico dura sin secuencia
temporal, no es cantidad, no es mensurable de forma directa; es
cualidad, sólo indirectamente mensurable. No es magnitud. Un cambio
físico, por rápido que sea, tiene alguna velocidad; «la idea de una
velocidad infinita carece de sentido físico» (A. Einstein). Ahora
bien, si conocer en acto significa que el acto de ver y el tener la
cosa vista son simultáneos, no tiene magnitud. Si tuviera una
velocidad sería infinita, pues el tiempo transcurrido entre los
extremos es nulo; pero eso no tiene sentido físico.
En suma, el
hecho psíquico es interior y una actualidad que escapa a la medida;
esto pone al estudio del intelecto y de las facultades sensoriales
fuera del alcance de las teorías físicas. La fisiología explica
“cómo funciona” un proceso de transmisión neuronal, por ejemplo,
pero no permite entender qué es sentir, tener la sensación de azul,
dulce, etc.
El movimiento perfecto (práxis
téleia)
El movimiento o cambio físico es “imperfecto”, en
cuanto que sólo hay cambio si no se ha acabado de cambiar, es decir,
si el proceso no está del todo hecho; por eso definía Aristóteles el
cambio: acto de un ente imperfecto en cuanto que es
imperfecto; o bien: acto del ser en potencia en cuanto que es
en potencia.
El proceso cognoscitivo, en cambio, así como las
operaciones vitales, es acto perfecto; no es del ser en tanto
que imperfecto, sino en tanto que perfecto: es acto del acto.
El conocer no se acaba cuando ya hemos conocido, podemos seguir
conociendo, sin necesidad de que el acto produzca nuevo objeto. La
acción cognoscitiva es posesión vital (inmanente) del ser de otra
cosa; mediante ella el ser, la vida del cognoscente, se amplía y
enriquece.
El acto de conocer y su objeto son uno en acto.
Lo conocido, en cuanto conocido, no en cuanto realidad externa, se
llama en el vocabulario aristotélico ser intencional. La
intencionalidad (lat. tensio-in) es propia de todo
conocimiento en acto; posee su fin y esta posesión se llama
intencional.
La acción cognoscitiva no tiene que llegar a
su fin, es acto perfecto: posee el fin, no le es preciso
llegar hasta él, sino que ya lo es, o tiene. Cuando estoy
viendo la piedra, poseo la piedra; no me hace falta llegar a tener
la piedra, porque verla es tenerla. Esta acción perfecta (práxis
téleia), es perfecta porque posee su fin. En los cambios
físicos, por el contrario, el fin de la actividad está sólo al
final. En la acción vital –al menos en la cognoscitiva– el fin es
simultáneo con su objeto. La acción descansa en su fin, lo posee
intrínsecamente. Este fin poseído por la acción vital perfecta se
llama «objeto» y es interno (inmanente) a la acción
misma.
Las facultades
La teoría de las
facultades viene a explicar la diferencia entre el fin de la
operación vital (perfecta) y el fin que está al final de una acción
física o mecánica, transitiva, imperfecta. Es la diferencia entre lo
psíquico y lo físico; entre psicología y física (o fisiología). En
el conocimiento operan facultades, no mecanismos.
Se llaman
facultades los principios de operaciones por los que el
viviente conoce o ama. Las facultades se especifican por sus actos.
Es decir, hay tantas facultades distintas como actos vitales
(perfectos) diferentes. Finalmente, los actos se especifican por sus
objetos; esto es, hay tantas acciones (y facultades) como diversos
objetos de la vida psíquica.
Conocimiento y
apetición
La vida psíquica consta de dos tipos de actos
irreductibles entre sí los cognoscitivos y los tendenciales. En el
conocimiento lo conocido es poseído vitalmente por el cognoscente;
la tendencia o acción apetitiva, sin embargo, no es posesión sino
inclinación hacia el bien capaz de satisfacerla. Cuando vemos una
manzana, poseemos la manzana vista; si la apetecemos, vamos en
dirección a la manzana.
La intencionalidad es incomparablemente
más perfecta en el conocer que en la apetición; hay la misma
diferencia entre intencionalidad cognoscitiva y apetitiva que entre
tener y no tener.
Conocimiento y apetición, a su vez, pueden ser
sensibles o intelectuales. La vida apetitiva sensible es la esfera
de los sentimientos y emociones, la afectividad, que deriva del
deseo y de la aversión; la vida apetitiva superior se llama
voluntad, o amor, es libre y el motor de toda la vida psíquica. Nos
ocuparemos por ahora sólo del conocimiento.
II. Los
sentidos y la inteligencia
La sensibilidad no es una
facultad única, porque hay diversidad de actos de conocimiento
sensible. Por otra parte, la sensibilidad humana dimana del
alma intelectiva, por eso el conocimiento sensible humano se
encamina a la intelección. Exponemos a continuación los aspectos
principales de la naturaleza y el proceso del conocimiento humano,
según la concepción aristotélico-tomista.
Los muchos y lo
uno. La teoría hylemórfica
Ya en la antigüedad los
filósofos se percatan de que las cosas son sensibles e inteligibles
a la vez, esto es, que son diversas numéricamente aunque iguales (lo
“mismo”) para la mente. Diversidad e igualdad, juntas en cada cosa.
Es este el problema capital de la filosofía: los muchos y la
unidad; su versión lógica es la llamada «cuestión de los
universales» y en metafísica es el asunto de la analogía del ser.
Veámoslo con un ejemplo, si decimos: «Eso es un árbol», la cosa se
señala en cuanto singular y en cuanto miembro de una especie
universal. El sujeto consta de un principio de individuación o
singularidad («eso») y de otro de universalidad («ser árbol»), esto
es, una perfección esencial que lo hace ser inteligible.
Al
primero, principio de singularidad y concreción, lo
denominamos «materia»; las cosas son singulares y sensibles por
causa de la materia concreta (materia quantitate
signata) con la que existen.
Al segundo, principio del ser
esencial y de la cognoscibilidad intelectual, lo denominamos
«forma».
La forma hace que la cosa sea tal o cual; la forma da el
ser y el tipo de ser (esencia); ahora bien, las cosas se conocen por
lo que son (el ser causa el conocer), luego la forma es lo que hace
ser reales a las cosas, ser de tal tipo (naturaleza, esencia) y ser
inteligibles.
Partiendo de la experiencia de que las cosas son
sensibles y comprensibles, esto es, plurales y a la vez iguales
(según especies, géneros, etc.) vemos que deben ser compuestas de un
principio de singularidad y otro de universalidad o identidad
esencial: materia y forma, en griego hyle y morfé. De
ahí el nombre de teoría hylemórfica.
Ser en
potencia y ser en acto, principios constitutivos
¿Cómo se
comparan entre sí la materia y la forma? Como lo sensible y lo
inteligible, pero también como lo indeterminado y lo determinante.
La materia, en efecto, es un principio indeterminado, porque recibe
de la forma la perfección de ser que le corresponde.
La materia y
la forma se comparan entre sí, también, como el ser en potencia y el
ser en acto, esto es, como el ser imperfecto y el ser perfecto.
Nótese, sin embargo, que no se comparan como el ser y el no ser, los
dualismos están basados en un malentendido: el ser material no es la
negación del ser espiritual y a la inversa; no, el ser se
dice más o menos perfecto, es más perfecto cuando es inmaterial y
menos perfecto si es material. La materia y la forma no son la una
la negación de la otra (opuestos contradictorios), sino niveles de
perfección dentro del mismo ser (opuestos correlativos).
Es
ser en potencia lo que puede llegar a ser de un modo, pero
todavía no lo es. Comparado con el ser, el ser en potencia no es;
pero comparado con la nada, el ser en potencia es real. El perro y
el niño “no son” matemáticos, ni músicos, pero el niño es matemático
o músico en potencia, el perro no. Ser en potencia es algo real en
el niño, en orden a llegar a ser matemático. Por tanto, el ser en
potencia, el modo de ser de la materia, no es mera negación, sino
imperfección o perfección limitada, ordenada al acto, a su
perfección.
El ser en acto es la realización o perfección de la
potencia. El acto se compara con la potencia como lo perfecto con lo
imperfecto. Tal como el niño es con respecto al adulto, o como aquel
que ignora al que sabe, como quien duerme a quien está despierto y
como el material a la obra hecha, así es el ente en potencia con
respecto al ser en acto.
Una materia que sólo fuera materia sería
solamente ser en potencia, pura potencialidad, esto es, nada
definido. Por eso, lo que existe no es materia sola, sino materia
«informada». La forma es la perfección que determina a la materia a
ser tal o cual cosa (piedra, árbol, animal, etc.).
Materia y
forma son elementos, principios constitutivos de las cosas;
por eso mismo, no son cosas; si no, sería preciso volver a buscar
los principios constitutivos de los principios y así hasta el
infinito. Si los principios constitutivos de las cosas no son
“cosas”, han de ser pues causas y elementos de los seres. El estudio
de estos principios pertenece a la filosofía, no a las ciencias
particulares o experimentales. Materia y forma no son objetos de las
ciencias, en este sentido; y decimos que las cosas constan de estos
principios, porque las cosas son sensibles e inteligibles, es decir,
singulares y universales. No lo decimos, sin embargo, porque sean
principios que se puedan “separar” o analizar en un laboratorio, eso
no tiene sentido alguno.
La distinción del conocimiento en
sensible e intelectual
Si sólo conociéramos
sensiblemente, sólo conoceríamos los singulares, sensibles, material
y numéricamente diversos. No tendríamos entonces un principio de
identificación; no veríamos los “árboles”, por ejemplo, sino muchos
“este”, “ese”, etc. Una multitud sin principio de identificación es
pura dispersión. Ese es el estado del conocimiento animal, salvo
cuando éste capta las cosas en dependencia de sus necesidades
orgánicas: identifica entonces desde un principio “ciego”, a saber,
la necesidad orgánica y el instinto.
Esa dispersión de la
percepción meramente sensible afecta al objeto (no se ve en nada “lo
mismo”), pero también al sujeto perceptor (él no se puede ver a sí
mismo como “el mismo”). En un párrafo de sus Consideraciones
Intempestivas, Friedrich Nietzsche lo expresó con una alegoría.
Dice allí que un amo miraba a su perro y éste al amo. El amo se
quejaba: «Siempre se hablo y te trato con cariño, pero tú nunca me
contestas, tus respuestas me dejan insatisfecho, no sé nada de
ti...» El perro captó la queja de su amo, iba a contestarle como
esperaba, pero al ir a hacerlo había olvidado lo anterior, y siguió
mirando al amo, mudo.
Pongamos otro ejemplo para lo mismo.
Imaginemos una máquina de tren abandonada en medio de la pradera; el
conejo la percibe sensorialmente como un obstáculo en su camino y,
consecuentemente, la esquiva, eso es todo. Si fuera una zanahoria,
la hubiera percibido como apetecible y se la hubiera comido, y eso
sería todo. La percepción del animal depende de la conservación del
individuo y de la especie (adaptación, supervivencia, etc.), no va
más allá. Pero ¿no podría ser que el hombre tuviera una percepción
de este tipo? No, porque percibiría singulares, diferentes,
múltiples, pero no lo que tienen en común, aquello por lo que son en
el fondo “lo mismo”. Nunca podríamos identificar algo si su
identidad esencial no se nos diera de algún modo, y con prioridad a
la diversidad. Ver lo que las cosas tienen en común, que es la
esencia, es poder distinguir una máquina de una roca, un gato de un
conejo: saber “qué son”. Eso es la operación propia de la
inteligencia.
Concluyamos. El conocimiento sensible tiene por
objeto lo singular (material), el conocimiento intelectual tiene un
objeto universal (inmaterial).
Del inteligible en potencia
a la intelección en acto
Ahora, si la identidad
(esencial) se nos da “con” la percepción sensorial, eso significa,
decíamos antes, que tenemos un conocimiento sensible e intelectual a
la vez. En nuestras percepciones sensibles, está ya incluido el
elemento inteligible, la “idea” o concepto. Pero no lo está de forma
manifiesta o explícita, sino de forma implícita. Con otras palabra:
las percepciones y las imágenes son sensibles, porque son siempre
“esta” (singular) percepción o imagen; son inteligibles en
potencia.
La explicación del conocimiento humano debe mostrar
cómo de lo sensible (inteligible en potencia) obtenemos lo
inteligible en acto; porque lo inteligible en acto y la intelección
(el acto de entender) son uno solo, en acto; es decir, se debe
explicar cómo pasamos de no entender a entender, y cómo
pasamos de las percepciones y las imágenes a los conceptos.
La
máquina abandonada en la pradera sólo era un obstáculo físico para
el conejo, para un indígena que viera algo así por vez primera sería
un “obstáculo” mental, un problema. Podemos imaginar que se detiene
ante ella y se pregunta: «¿Qué es esto?» La pregunta (el hecho mismo
de preguntárselo) ya supone que la cosa («esto») es inteligible,
comprensible en sí, aunque de momento no lo sea para él. De momento,
es sensible en acto e inteligible en potencia; lo inteligible de
«esto» es lo que responderá a la pregunta «¿qué es?», su esencia.
Tal indígena comenzaría, tal vez, advirtiendo una parte incompleta
de esa esencia: se trata de un artefacto, no de un ser natural. Pero
ignora para qué sirve y no sabe «qué es».
Las percepciones
sensibles (las imágenes, los recuerdos), por el hecho de ser
sensibles, son “esta” o “aquella” percepción, es decir, son
singulares, particulares. En cambio, la concepción mental es
universal, abstracta. La abstracción es el proceso que va desde lo
sensible (singular) a lo inteligible (universal). ¿En qué consiste?
¿Cómo se realiza?
III. La sensibilidad. Los sentidos
externos y los sentidos internos.
Sensación y
empirismo
En la tradición filosófica empirista,
las sensaciones son los átomos de una percepción. Una percepción
sensible se descompone en elementos, como un mosaico en teselas, o
la imagen en puntitos luminosos; las sensaciones serían los
elementos de la percepción. El empirismo (del gr. empeiría,
experiencia) afirma que todo conocimiento proviene de la
experiencia y que es mera experiencia sensible,
sensación.
Esta es la filosofía de John Locke (1632-1704),
padre del liberalismo político y de la filosofía empirista del
conocimiento, corriente de pensamiento típicamente británica. Locke
se proponía distinguir en el conocimiento humano las opiniones de
las certezas, como dos formas distintas y complementarias. En
materia científica se debe escuchar sólo la voz de la ciencia; en
política, se debe escuchar la opinión del pueblo en el Parlamento.
Por tanto, Locke valora la experiencia sensible: sólo a partir de
ella se explica la formación del conocimiento. Refutaba, por eso, la
existencia de ideas innatas, que habían afirmado Descartes y
Leibniz. John Locke elaboró una psicología del conocimiento a
partir de la filosofía cartesiana, y en polémica con Leibniz.
Todo proviene de ideas simples. La idea simple es la experiencia. La experiencia puede ser extrospectiva o introspectiva (sensación o reflexión). Las ideas simples de sensación son intuiciones: evidentes e inmediatas. Formamos las ideas complejas por asociación de ideas simples, vinculadas con un nombre (Psicología asociacionista). En resumen, todo conocimiento es una sensación o una suma de sensaciones. Las ideas universales son palabras, creaciones humanas. Esta teoría tiene el inconveniente de reducir la facultad superior del hombre, el pensamiento, a la condición de una producción más o menos arbitraria. La realidad íntima de las cosas permanecería oculta, no siendo ni una sensación ni un invento lingüístico. El pensamiento va a parar al agnosticismo metafísico.
La psicología experimental debe sus orígenes a la idea de Locke (proseguida por los empiristas briánicos G. Berkeley y D. Hume); para saber qué valor tienen las ideas complejas (¿opiniones, certezas?) hay que seguir su proceso de formación a partir de las sensaciones elementales, por asociación y combinación. El empirismo explica la mente humana de forma análoga a la grabación de una videocámara. Toma de Descartes –y la desarrolla– una imagen mecánica del organismo mental.
Aunque se hable así de las sensaciones en la
filosofía empirista y la psicología experimental, no se puede
afirmar que el hombre experimenta sensaciones; no sentimos
colores, ni oímos sonidos, etc., más bien percibimos “cosas” de tal
color, tamaño, sabor, etc. Nunca experimentamos una sensación
pura, sino que sentimos cosas dotadas de cualidades, como
color, olor, sabor, sonido, proximidad, lejanía, etc. El carácter
elemental o “atómico” de la sensación es teórico, racional, no
sensible.
La sensación, acto de conocimiento
No
obstante, la sensibilidad siente, conoce sintiendo. Antes de Locke,
la filosofía clásica denominaba sensación al acto de
conocimiento sensible. Este cumple las propiedades del acto de
conocer: es posesión inmaterial e intencional del ser (o forma) de
otra cosa, en tanto que otra.
El acto de sentir comporta
pasividad y actividad. Pasividad porque hemos de ser
afectados por un estímulo proveniente del exterior; en este sentido,
sentir es “recibir” estímulos. Los estímulos operan sobre los
órganos de los sentidos.
Umbrales
sensoriales
Del carácter orgánico de la sensación deriva
el hecho de que tenga una magnitud máxima y una mínima; se habla así
de “umbral”, máximo o mínimo, de modo que por debajo del mínimo no
se siente (no sentimos la luz infrarroja, o los infrasonidos); por
encima del umbral tampoco se siente (no sentimos la luz
ultravioleta, los ultrasonidos, etc.). La diferencia entre una
sensación y otra más, o menos, intensa se llama «umbral
diferencial». El umbral diferencial humano es diferente del de otras
especies, eso explica la diversa sensibilidad de los animales. En
atención a su adaptación al medio, muchos animales pueden sentir
sonidos que el hombre no oye. El perro se yergue y estira las
orejas, alerta a su amo; el umbral auditivo del perro es más
dilatado que el nuestro. Las ballenas se comunican con mensajes
sonoros desde miles de millas marinas de distancia, sienten
ultrasonidos. Si nosotros tuviéramos la sensibilidad auditiva del
murciélago, aunque sólo fuera por un breve tiempo, nos causaría un
grave trastorno o nos volveríamos locos. Lo mismo pasa con la
agudeza visual, olfativa, etc. Aun con todo, sólo podemos decir que
las bestias suelen presentar más agudizado algún sentido. La
sensibilidad, en su conjunto, es más delicada en el hombre que en
ningún otro ser vivo.
El estudio de la vertiente orgánica de la
sensibilidad corresponde a la psicología experimental. Descubre que
la sensación incluye, junto con la recepción pasiva del estímulo, un
momento de espontaneidad activa. Sentir no es un simple recibir. Es
también una manera original de actuar. Este es el significado de la
llamada «ley de la energía específica» de los sentidos: cada sentido
reacciona de una manera específica ante la estimulación. Si se
estimula un sentido (el ojo, el oído, etc.) artificialmente, de
manera mecánica, eléctrica, etc., siempre “siente” de la forma que
le es propia: el ojo experimenta colores, el oído sonidos, etc. “ver
las estrellas”, como resultado de un golpe en el ojo, tiene esta
explicación. Los sentidos tienen espontaneidad: vemos negra la
oscuridad, oímos el silencio, es decir, el sentido “siente” incluso
en ausencia de estímulo. Pero un ciego de nacimiento, o un sordo de
nacimiento, ni ve todo negro ni oye silencio. No tienen idea de
color ni de silencio. Todo nuestro conocimiento, en efecto, comienza
por los sentidos, por la sensación; y quien está privado de ella
desde siempre, está privado de un sector de la realidad, no lo
conoce en absoluto.
Sensible «per se», sensible «per
accidens»
Sentimos las cualidades, no sentimos el ser.
Cuando veo la hoja de papel blanco, ni la vista ni los otros
sentidos captan el ser del papel, sino su color, su tacto, etc. La
distinción entre lo que es sensible propiamente (per se) y lo
que no es propiamente sensible, pero lo adquirimos mediante los
sentidos (per accidens), equivale a la diferencia entre
cualidades sensibles y esencia inteligible. Los sentidos captan el
color del papel, su tacto suave, cálido, etc., la mente, en cambio,
a través de estos sensibles per se, se hace cargo de la
existencia del objeto y de su esencia o naturaleza (es papel). El
ser no es una cualidad, no se siente, sino que se entiende; pero la
captación intelectual del ser es adquirida a través de los
sentidos.
En resumen, los accidentes o propiedades (colores,
sonidos, tamaño, etc.) son sensibles per se; el ser de las
cosas y su naturaleza (es papel, es pájaro, etc.) es sensible per
accidens.
Sensibles propios y sensibles
comunes
Una cualidad sensible se llama «propia» cuando es
objeto solo de un sentido; así, el color es propio de la vista, el
sonido del oído, el sabor del gusto, etc. La vista no siente los
sonidos, como el oído no siente colores; son sensibles
propios.
Una cualidad sensible se llama «común» cuando es objeto
de dos o más sentidos a la vez; el tamaño, la figura, el número, la
posición y el reposo o el movimiento son sensibles comunes.
Podemos cómo es de grande una caja o qué figura tiene, por la vista
o por el tacto; podemos saber el número de objetos que hay en la
caja o sobre la mesa, por inspección visual o palpando en la
oscuridad. Un objeto que se aproxima o se aleja se siente con la
vista, el oído o tal vez el tacto, como por ejemplo un potente
motor.
Según Descartes y John Locke sólo serían reales los
sensibles comunes, los propios o cualidades serían irreales,
subjetivos. Obedecía esta idea al prejuicio cartesiano según el cual
sólo la extensión geométrica es físicamente real, cuerpo. Las
cualidades, en cambio, a diferencia de las magnitudes o cantidades,
serían sólo “psicológicas” o subjetivas. Cuando vemos el cielo azul,
¿podemos asegurar que todos sienten la misma sensación que nosotros,
cuando dicen “azul”? ¿Cómo se podría comprobar? ¿No es completamente
íntimo y subjetivo el hecho de sentir?
Ante todo, se debe
contestar que las cualidades sensibles son conocimientos, no cosas;
por lo tanto, no existen sin el acto de conocer ni sin
el cognoscente en acto; pero ¿quiere eso decir que no existen? Solo
quiere decir que tienen una forma de ser distinta de los sólidos y
los objetos de la mecánica; pero no son ilusiones. Las cualidades no
son creadas por la mente. Cuando decimos que el cielo es azul y el
agua fresca no expresamos sólo un hecho subjetivo, expresamos
también algo que es real en el mundo.
Recordemos que no es igual
ser que ser conocido. El ser real debe ser conocido;
si no, no se nos da. Que conozcamos el ser no quiere decir que el
ser real, en su realidad, tenga la forma de «conocido». La realidad
no depende del hecho de ser conocida. La sensación solo existe para
quien la siente; pero el ser sensible es como es, aunque no se lo
sienta.
Intuición y representaciones
El
conocimiento posee la cosa conocida. En esto no hay
diferencia entre Locke y Aristóteles. Pero ¿cómo la poseemos?
No físicamente, tenemos en lugar de la cosa una representación de la
misma. Algunos filósofos han desconfiado de las representaciones
sensibles, porque constataban su variabilidad e inestabilidad, las
sensaciones cambian y pasan, como las aguas de río de Heráclito.
Así, desconfiando de los sentidos, Platón y Descartes postulaban la
intuición intelectual de la esencia (idea) como única forma segura
de conocimiento.
La intuición (del lat. intueor, mirar,
contemplar) es el conocimiento que capta la realidad en su
singularidad, existencia e inmediatez. Sólo intuimos lo que tenemos
delante. Cuando intuimos «vemos» que aquello existe. Según
Descartes, la intuición verdadera es propia de la razón («pura y
atenta»), no de los sentidos. Según Locke, la intuición fiable es la
propia de los sentidos, la sensación.
Las intuiciones se
diferencian de las representaciones, porque mediante la
representación y en ella conocemos la realidad representada.
Las representaciones no son las cosas mismas, sino el medio
para conocerlas. En cambio, la intuición es la cosa. En la intuición
el acto de conocer y la cosa conocida no están separados. Todos los
filósofos ponen, en el inicio del conocimiento, alguna intuición.
Las representaciones son mediatas, la intuición inmediata.
Según
Locke todas las representaciones son sensaciones o agregados de
sensaciones. Según Aristóteles las representaciones se originan en
el acto de sentir, pero no se limitan a contener cualidades
sensibles. Intuimos sensaciones y el ser (sustancia), a la vez. En
todo caso, está fuera de dudas que la sensación es una primera
intuición, el primer contacto cognoscitivo con la realidad. Eso
significa que tenemos facultades sensibles que sólo conocen cuando
son (intuitivamente) actualizadas por las cosas. Se denominan
sentidos externos.
Los sentidos
externos
Aristóteles distinguía cinco, los ordenaba de
mayor a menor perfección así: vista, oído, olfato, gusto y tacto.
Los tres últimos necesitan ser estimulados por contacto con
el objeto; el oído y la vista, en cambio, son más poderosos en
cuanto reciben el estímulo a través de un medio (aire, agua) y
sienten lo distante, como tal, como distante.
Del tacto
dice Aristóteles que no es “un “sentido, sino un género. En efecto,
el tipo de sensibles propios que es capaz de sentir el tacto es
múltiple y variado. Si en un centímetro cuadrado de piel vamos
punteando con una aguja, sentiremos alternativamente que está fría,
que pincha, que presiona, etc. De ahí la división del tacto en tres
sentidos: 1) táctil, tiene por objeto la rugosidad o suavidad
de las superficies; 2) térmico, conoce calor y frío; 3)
algésico, siente el dolor. La psicología experimental moderna
amplía los clásicos cinco sentidos, añadiendo tres más: a) sentido
cenestésico, que conoce la posición de nuestro propio cuerpo;
b) sentido cinestésico, por el que sentimos el reposo o
movimiento de nuestro cuerpo; y c) sentido palestésico, que
siente las vibraciones.
Los sentidos
internos
Los sentidos externos conocen a partir de un
estímulo externo. Sin embargo, la sensibilidad requiere la capacidad
de conocer realidades ausentes, a partir de estímulos
interiores. Sin esta capacidad, el animal superior no podría
emprender movimientos de búsqueda. Luego son precisas facultades que
conserven y puedan reactualizar experiencias
anteriores. La oveja que huye del lobo, por ejemplo, no actúa así
porque la imagen del lobo sea fea, sino porque es el enemigo, su
depredador, pero ¿cómo lo sabe?
Según eso, las cualidades o
formas sensibles (propias o comunes) actúan al sentido propio
(sensación, sentidos externos) y al sentido común (percepción
del todo), después son conservadas por la fantasía o
imaginación. Las “intenciones” o percepciones no recibidas
por los sentidos son objeto de la estimativa natural. En el
hombre, la estimativa recibe el nombre de cogitativa, porque
participa de la reflexión inteligente y no del automatismo
instintivo. En fin, la memoria, que conoce el tiempo, es sólo
propia del hombre.
Percepción y «sentido
común»
La existencia de esta facultad es necesaria para
explicar la unificación de diferentes sensaciones. El objeto del
sentido común es el de los sentidos externos, los sensibles o
cualidades sensibles que estimulan a los sentidos; a diferencia de
ellos, el sentido común no conoce un solo sensible, sino que percibe
un «objeto sensible», estructurado y unificado.
Pongamos un
ejemplo: un azucarillo, o terrón de azúcar, es una percepción, por
tanto es acto del sentido común. La vista siente el color blanco y
la figura cúbica del terrón, el tacto su ligereza y aspereza, el
oído cómo lo desenvolvemos y repica la cucharilla en la taza de
café, el olfato distingue el azúcar de la sal, y el gusto mucho más.
Cada sentido externo tiene una sensación (distinta) que no es el
terrón o azucarillo, sino blancura, dulzura, rugosidad, etc. El
sentido común (“común” a los sentidos externos), siente y
experimenta, en simultaneidad con el acto de cada uno de los
sentidos externos, un acto más pleno e integrado, la «unidad»: este
azucarillo.
Funciones del sentido común
Vemos
colores y oímos sonidos; pero también sentimos que sentimos.
Tenemos una especie de conciencia sensible, es la forma
mínima de la conciencia: la actividad del sentido común. Esto quiere
decir que el objeto del sentido común son actos: los actos de los
sentidos externos; él siente que vemos y siente “la cosa”
vista.
Además, como son su objeto los actos de los sentidos
externos, es capaz de compararlos, porque los
diferencia. También por eso los unifica. Distinguimos
lo blanco de lo dulce, así como de la rugosidad, ahora bien, la
vista no conoce la rugosidad ni la dulzura, así como el gusto no
conoce el color. El acto del sentido común, en el que se unifican y
coordinan las sensaciones, se llama percepción.
La
psicología experimental habla de la percepción como de una
síntesis sensorial y una organización primaria de la
percepción. Por imperfecta que sea, en la percepción tenemos la
primera captación del ser sustancial y de la esencia; la percepción
del azucarillo conoce que existe (sustancia) y que es azúcar y no
sal (esencia). Por eso, además de unificar sensibles propios y
comunes, el sentido común conoce lo sensible per accidens,
que es el ser inteligible.
Resumiendo, las cuatro funciones
atribuidas al sentido común son:
1. Sentir los objetos de
los sentidos externos.
2. Diferenciarlos entre si.
3.
Unificarlos en una percepción, y
4. Sentir que los
sentidos sienten, ejerciendo una auténtica conciencia
sensible.
La imaginación
La percepción actual
pasa, pero lo percibido no pasa. Eso significa que conservamos las
percepciones y las podemos reactualizar. Si ahora no estamos viendo
ni oliendo una rosa, se nos puede pedir que la imaginemos;
actualizaremos la percepción visual, olfativa, etc., de la rosa,
aunque no tengamos ninguna delante. Se trata ahora de un acto
diferente: conservar y reactualizar percepciones. Las percepciones
pasadas, al ser reactualizadas, no son exactamente percepciones,
porque no son la captación de un ser presente, se las llama
«imágenes». Tenemos, pues, un objeto (la imagen) y un acto
(conservar y actualizar), luego tenemos otra facultad sensible,
específicamente diversa, la imaginación o
fantasía.
La imaginación no necesita ser actuada por un
estímulo externo. Actúa por ella misma, desde sí misma. Como puede
actualizar lo que no es actual, la imaginación es capaz de hábitos
elementales. Conserva y reproduce el esquema de secuencias o
procesos temporales (así, por ejemplo, con la imaginación oímos la
música; el oído y el sentido común sólo perciben el sonido actual,
mas si retenemos las notas y acordes pasados y conocemos la unidad
de la melodía es que obra otro sentido que unifica conservando;
igualmente, con la imaginación tenemos y aplicamos esquemas de
actuación como bajar escaleras corriendo, escribir, etc., son
actividades complicadas que realizamos espontáneamente, sin
reflexión).
Debido a la capacidad de reactualizar, la imaginación
puede también combinar y recombinar. Es la imaginación creativa, la
fantasía creadora propia del artista. Es también la combinatoria de
los sueños. La imaginación tiene mucha más espontaneidad que los
otros sentidos, ya que puede actuarse sola. En el animal depende del
control del instinto, en el hombre del uso de la razón; aun con
todo, puede escapar al control de la razón, como en el caso de los
sueños y las fantasías o ensueños (soñar despierto). Se ha dicho de
ella que es «la loca de la casa» (Sta. Teresa de Ávila), en
referencia a esa capacidad de actuar al margen de la razón. En todo
caso, en personas sanas y normales, la actividad fantaseadora al
margen de la razón y del sentido común es la excepción, no la
norma.
Funciones de la imaginación
Retiene
síntesis sensoriales, en presencia o en ausencia del objeto;
agrupando diversas síntesis sensoriales se configura una imagen. Por
eso, a partir de un solo dato sensible el animal (y el hombre)
completa una percepción; el perro conoce a la liebre por un sonido,
un olor, etc.
En el hombre, la imaginación sirve a la
inteligencia y, por eso, está también gobernada por la voluntad
(salvo en el sueño). Aristóteles la describía, en su función
«esquematizadora» al servicio de la abstracción, como un proceso de
actualización: motus factus a sensu secundum actum un proceso
(motus) que, partiendo de la percepción (a sensu),
tiende a lo más formal (secundum actum). Prepara, así, las
imágenes para convertirse en ideas o conceptos, tal preparación
consiste en una progresiva desmaterialización, que va
reteniendo el esquema, esto es, lo más «formal» o específico de las
percepciones. Por eso, hay imágenes eidéticas, muy vivas,
como en los niños, e imágenes formalizadas, muy esquemáticas
(casi “abstractas”), como en un jugador de ajedrez o un matemático.
El proceso imaginativo «depura» la percepción de detalles
innecesarios para convertirse en la materia de un concepto
abstracto.
La imaginación, al ser procesual, avanza; hay un
madurar imaginativo, eso explica hechos como las «mentiras» de los
niños muy pequeños o, lo que es igual, que haya en el ser humano una
paulatina transición al pleno uso de razón. Los niños más pequeños
pueden confundir en ocasiones la imaginación y la realidad y, por
eso, no mienten cuando cuentan cosas irreales. Alrededor de la edad
de seis años se accede al uso de razón, porque la maduración
cerebral y de la imaginación permite procesos más elevados, es
decir, más alejados de la posible confusión de percepción e imagen.
Del mismo modo se explica que algunos deficientes no puedan
entender, o entiendan menos, por una carencia orgánica que frena el
proceso elaborador de las imágenes. En fin, este papel de la imagen
«formalizada» para formar el concepto se comprueba cuando entendemos
merced a un ejemplo; los ejemplos son imágenes útiles para ayudar a
la comprensión.
Todos los sentidos tienen órgano y localización;
en el caso de la imaginación (y la memoria), hay órgano, pero no
localización. El órgano es la corteza cerebral o, mejor dicho, una
red de conexiones que está por toda la corteza
cerebral.
Resumiendo, las funciones de la imaginación son:
1.
Conservar las síntesis sensoriales.
2. Configurar
completando la percepción, sumando a una sensación o percepción
la percepción conservada. Completa o corrige lo que estamos
sintiendo; por ejemplo, los platos sobre la mesa son imágenes
elípticas, pero los percibimos circulares.
3. Combinar
percepciones para obtener imágenes más simples o generales; es
decir, formalizar.
4. Suministrar al intelecto, las
imágenes son la materia de la que obtenemos los
conceptos.
La conciencia animal. La
estimativa
El sentido común y la imaginación se llaman
formales, porque conocen formas sensibles que están o han
estado presentes; la estimativa y la memoria son sentidos
intencionales, ya que tienen por objeto valores de las
cosas en atención a los cuales el viviente obra.
La conveniencia
o inconveniencia de algo es captada por el animal, y adapta a ella
su conducta, sea un alimento o un peligro. La intención valorativa,
el bien de la comida y el mal del peligro no son elementos
integrantes de la síntesis perceptiva, vemos así que hay una acción
cognoscitiva propia de una facultad, la estimativa o conciencia
animal. También se conoce a esta conciencia con el nombre de
instinto.
La estimativa o instinto realiza una estimación
de valor, comparando un estado de cosas externo (percepción) con el
estado actual del propio organismo. Por ejemplo, la vaca sólo se
percata del ternero como «lactable» cuando siente en ella misma la
plenitud de leche; si no se sintiera así, tampoco vería al
ternero lactable. Por tanto, la estimativa conoce la conveniencia de
algo para el individuo y la especie; por eso desencadena (o
gobierna) las conductas instintivas.
El instinto es mucho más que
una cadena de reflejos condicionados. Responde a los intereses
vitales del espécimen en base a algo como un plan de acción previo
que consta de: 1º) las conveniencias del individuo y de la especie
(no son las mismas las de la oveja y las del lobo, las de la vaca o
las del ternero, etc.), y 2º) los modos de hacer más adecuados
(destrezas como construir el nido, tejer la telaraña, etc.)
El
instinto (estimativa) es la conciencia animal, lo que responde por
la pregunta sobre la inteligencia, el lenguaje o comunicación de los
seres infrarracionales.
La conducta instintiva.
Características y funciones de la estimativa
La conducta
instintiva o animal presenta algunas características que ya hemos
mencionado:
a) Es específica. Cada instinto es propio y
exclusivo de una especie.
b) Es adaaptada a la vida y
supervivencia (del individuo y de la especie), por eso el instinto
es certero.
c) Es un patrón de conducta fijo,
invariable, hereditario genéticamente o innato, no se aprende.
d)
Es una conducta previsible, no libre.
Esta conducta se
puede representar como un «circuito cerrado». Como un proceso
mecánico o electrónico, con unas “entradas” (percepciones
sensoriales), unos dispositivos propios (estimaciones, patrones de
acción), unas reacciones emocionales, a veces intensas, al servicio
de la respuesta y, por fin, una “salida”, que es la acción o
conducta observable de la bestia. La estimativa cierra el circuito
sensitivo: enlaza funciones cognoscitivas, con las apetitivas y
motrices, en un todo con sentido que se corresponde con una conducta
específica.
La estimación desencadena emociones o sentimientos,
positivos o negativos; además, como versa sobre una cosa y una
acción singular, es una experiencia que va aumentando el instinto y
lo refuerza. En este sentido, los animales aprenden, es decir,
retienen experiencias pasadas, aunque solo en función del instinto
que les es natural, según la especie.
En resumen, la estimativa
animal cumple tres funciones:
1. Estimar o valorar un
objeto singular.
2. Dirigir la acción con respecto a lo
valorado.
3. Adquirir experiencia sobre las cosas y
acciones a ellas referidas.
La cogitativa, o «ratio
particularis»
En la bestia la estimativa ejerce las
funciones de la razón, la gobierna. La diferencia más notable entre
la bestia y el ser humano está en que la presencia de la razón anula
el automatismo del circuito estímulo-respuesta. También el hombre
tiene un sentido interno referido a cosas singulares y prácticas,
pero al estar conectado con el intelecto, no es el instinto ni
recibe el nombre de estimativa natural, sino el de
cogitativa, los clásicos la denominaban «ratio particularis»,
pues es una función de la razón –como delegada en los sentidos– que
versa sobre lo particular, no sobre lo universal.
Esta facultad
intuye aspectos inteligibles en realidades singulares, contingentes.
La belleza absoluta puede revelársenos contemplando una determinada
puesta de sol; el valor de la verdad o el de la justicia, en la
reivindicación de un derecho de un solo individuo, en una situación
más o menos frecuente. La prudencia y el razonamiento
prudencial se basan en la cogitativa, que ve la situación singular
bajo la luz de un principio universal. Lo mismo pasa con la
sensibilidad estética, en la resolución de práctica de problemas
concretos, etc.
La memoria
La memoria se parece
a la imaginación, porque conserva y reactualiza. Pero tiene un acto
específico, capta el tiempo pasado, como pasado; y la
imaginación no. La imaginación conserva percepciones de cosas
externas; la memoria valoraciones internas. Lo que la memoria
conserva y reactualiza es la vida vivida, la propia vida. En
efecto, el pasado es el de uno mismo, no del el del mundo externo.
Con el reconocimiento del pasado como mío, la memoria da
continuidad a la interioridad, retiene la sucesión del propio vivir.
Su acto propio es el recuerdo. Como la imaginación, es
orgánica y puede sufrir lesiones: hay pérdidas de memoria
(amnesias) parciales y totales. Un error de la memoria
conocido por todos es el presente “repetido”, el fenómeno de “lo ya
visto” (le dejà vu).
El presente de la conciencia y
el tiempo
Al ser facultad del tiempo y de la identidad
personal, la memoria es imposible sin inteligencia. Por eso es un
sentido peculiar, exclusivamente humano. En efecto, la condición
para cualquier recuerdo es que el sujeto se acuerde de sí
mismo. La memoria es, ante todo, actualidad de la mente para sí
misma, luego, por comparación con los cambios físicos, la percepción
del pasado como pasado “mío”. Sólo si soy el mismo, y lo
conozco claramente, tiene sentido decir que aquel o el otro hecho
pasados son mi pasado, me pasaron a mí; como pretéritos, los hechos
me hacen conocer el tiempo pasado; pero como
recuerdos, es decir, reconociéndolos como propios, los hechos
del pasado y el tiempo vivido pertenecen a un yo que es conciencia
actual, no es que sea el presente temporal, porque el
presente –a manera de intersección de futuro y pasado– es un
«instante», sin duración; el presente no dura, pues si durase el
transcurso quedaría detenido, o bien transcurriría tiempo entre
períodos atemporales (presentes). El presente temporal (el nunc
temporis, o ahora temporal), no tiene duración: es un «cambio de
signo» de futuro a pasado, de modo que cambia constantemente, sin
permanencia, de futuro a pasado.
El presente de la
conciencia es lo contrario: la conciencia está siempre en
presente; lo específico de la conciencia (o del yo, conciencia
psicológica del ser personal), es el hecho de ser actual, y
ser presente para sí misma.
La psicología distingue
entre memoria sensible y memoria intelectual. Pero es más
interesante la distinción entre el tiempo físico y el
tiempo psíquico; el primero es la medida de los cambios en el
mundo externo, por referencia a algún movimiento que se toma como
constante (por el sol o la luna, medimos años, meses, semanas, días,
horas, etc.), este es el tiempo del reloj y de los calendarios.
Aristóteles define este tiempo como medida del cambio según lo
anterior y lo posterior. El tiempo psíquico o interior,
en cambio, no es una medida, sino la sensación de duración de
nuestros estados, que depende mucho del interés con que vivimos las
situaciones; el tiempo se nos hace corto o largo según la cualidad
de los estados de ánimo, las expectativas, la actividad y la
aplicación del intelecto o atención.
El presente de la conciencia es permanente: lo pasado son “los estados” de la conciencia, pero ella es presente sin preterición. No cambia. Por eso percibe el cambio (el tiempo) que afecta a los procesos del mundo físico. En la percepción del tiempo tenemos la misteriosa y armónica complejidad humana: por un lado, no sabríamos nada del tiempo si no formáramos parte del mundo cambiante; mas, por otro lado, si sólo fuéramos cambiantes, no podríamos retener los momentos o hechos pasados como pasados («me pasó a mí», decimos, significando que yo soy «el mismo»). Si no pudiéramos referir el transcurso de lo externo y de nuestra corporeidad a una realidad que no transcurre, que no está afectada en absoluto por el cambio físico, no nos distanciaríamos de él ni lo percibiríamos. Quien ve pasar el río (quien percibe el paso del tiempo) debe ser, en parte, homogéneo con el transcurso, porque lo mide; pero sólo en parte, más importante aún es la extrañeza que ante él siente. El paso del tiempo es fuente de una perpetua extrañeza, desconcierto y perplejidad. El hombre se admira ante él. Reconoce la realidad del cambio, pero no del todo: «¡Parece que fue ayer!», decimos, notando que los hechos más alejados en el decurso físico se encuentran todos presentes en la actualidad de la conciencia. Quien ve el paso del río, él mismo pasa, claro está; pero también es claro que mira el curso del agua desde la orilla, desde una inmovilidad extraña al discurrir del agua. Si la conciencia fuera parte de las aguas que se interpenetran y fluyen sin cesar, si fuera como la hoja caída en la superficie del río, arrastrada por la corriente, no tendríamos conciencia de su paso: la conciencia no sería diferente del mismo pasar. Quien ve pasar las aguas del río, camino del mar, se queda en la orilla, él no pasa. Lo mismo sucede con la mente humana.
La percepción del tiempo es fuente de extrañeza y de admiración para todas las generaciones de los hombres, porque evidencia el hecho de que la mente (el nous, de los griegos) es intemporal y no física, sino espiritual. La percepción de la espiritualidad y trascendencia de la mente humana –de que no todo el hombre sucumbe al desgaste y al cambio- es una experiencia común, está en la base de todas las preguntas y es el origen del filosofar.
Funciones de la memoria
El
acto principal de la memoria es el recuerdo; en segundo lugar, la
reminiscencia y, en tercer lugar, el olvido. El recuerdo es
espontáneo, la reminiscencia es la búsqueda de un recuerdo,
razonando, hasta hallarlo “situado” entre otros acontecimientos, en
un lugar, etc. El olvido, en fin, es otro aspecto imprescindible:
la memoria selecciona, no puede ser de otro modo,
necesariamente debe seleccionar porque hace falta eliminar
innumerables hechos pasados: la mayoría de los hechos pasados son
insignificantes o demasiado poco significativos, para el
futuro.
Conviene saber que recordamos lo que interesa, lo
“significativo” o valioso para nosotros en algún sentido; también
recordamos mejor los hechos que se repiten. Por fin, si el interés y
la repetición se han dado, el ejercicio de la reminiscencia (es
decir, el esfuerzo para recordar, razonando) mantiene la memoria
joven. Como facultad orgánica, la memoria aumenta con la maduración,
se estabiliza y decrece con el paso de los años; no obstante, es tan
grande la capacidad humana de recordar que no la aprovechamos nunca
sino en un pequeño porcentaje; a veces se oye decir, por eso, que
tenemos unas capacidades cerebrales inmensas y no utilizadas, es
cierto. Eso significa también que la memoria se puede educar, en
especial con la aplicación frecuente y ordenada de la atención, en
el estudio. Hay habilidades «mnemotécnicas», que facilitan la
reminiscencia: el orden y la estructuración de los datos que hay que
recordar, así como el hecho de relacionarlos con otros que
habitualmente ya recordamos, etc.
Por fin, la memoria
idealiza, decimos, precisamente porque selecciona. ¿Qué conservo
mejor? Lo que es agradable o interesante; por eso los hombres han
sufrido siempre la ilusión de creer que el pasado fue más bello que
el presente. Retenemos lo mejor de nuestro pasado, lo que vale la
pena repetir. De cara a la vida intelectual, esta función selectiva
es altamente formalizadora, tanto o más que la imaginativa, la
memoria elabora imágenes y símbolos que están ya próximos a la idea
abstracta.
Resumiendo, las funciones de la memoria son:
1.
Conocer el tiempo pasado como pasado.
2. Recordar. El recuerdo
actualiza el pasado en el presente de la conciencia, es su acto
específico.
3. Rememorar. La reminiscencia o rememoración es la
búsqueda de un recuerdo con la ayuda de la razón; el esfuerzo de
recordar se puede educar, se vale para ello de reglas
mnemotécnicas.
4. Olvidar. La memoria selecciona en función del
interés para la vida futura.
5. Formalizar. “Depura” potentemente
las imágenes, “idealiza”.
IV. Inteligencia y
abstracción
La intelección
El acto de
entender toma posesión del ser (de las cosas) en absoluto; del ser
en absluto, no de esta o aquella condición o circunstancia,
sea aquí o allá, ahora o más tarde, hoy o hace mil años. Lo
entendido es el concepto y se corresponde con el acto de entenderlo.
Cuando las cosas del mundo han sido entendidas por el hombre, en
tanto que son ya posesión suya, o conceptos (palabras
interiores), entonces están elevadas a existencia espiritual. El
intelecto sigue, más que cualquier otra facultad, la ley:
quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur, es decir,
que el “contenido” adopta la forma de ser del continente. El
intelecto, capaz por naturaleza de “contener” todas las cosas es, en
cierta manera, la totalidad del ser, dice Tomás de Aquino,
recordando a Aristóteles: por la inteligencia –había escrito el
filósofo de Estagira– «el alma se hace en cierto modo todas las
cosas» (anima fit quaedammodo omnia).
Ese poder de captar
el ser de las cosas en absoluto es la causa por la que los conceptos
humanos van acompañados de propiedades lógicas, tales como la
universalidad. Los conceptos, como «objetos» mentales o
representaciones, no son «lo que» entendemos, sino el medio «por el
cual» entendemos. No pensamos las ideas, sino las cosas; no
conocemos [directamente] nuestros conceptos, sino los seres a los
que se refieren. Los conceptos -actos de entender- son
intencionales; y la intelección es, por ello,
apertura.
El intelecto paciente
Es
preciso explicar el proceso de adquisición de nuestros conocimientos
intelectuales porque no tenemos ideas innatas; luego las
debemos elaborar a partir de la percepción, la imaginación y la
memoria.
El intelecto, en tanto que puede entenderlo todo, pero
actualmente no entiende, se llama intelecto paciente, es
decir, que es en potencia todos los inteligibles. Recibe también el
nombre de intelecto posible; por él son posibles todas las
intelecciones. Este es el punto de partida. Ahora es preciso
considerar cómo el intelecto paciente llega a ser inteligente en
acto.
Conviene advertir aquí algunas propiedades de la
inteligencia: 1ª) para ella, entender es actuar; 2ª) es la facultad
de la novedad, de la inventiva; y 3ª) está en potencia
espiritual, no físicamente; porque se ordena a lo
infinito.
El intelecto agente
La inteligencia
no sólo es capaz de adquisición (intelecto posible), es también luz
activa, espontaneidad, búsqueda y producción de los conceptos a
partir de las imágenes sensibles. Los conceptos no son unas nuevas
imágenes, pálidas; son actos de entender, actualidad inteligente.
Ahora, no hay actualización sin un objeto, y este segundo se llama
también concepto. La distinción de concepto formal y
concepto objetivo apunta a esta doble vertiente que
efectivamente hay en el concepto: es la acción de entender (concepto
formal) y lo entendido en ella (concepto objetivo).
Si, por una
parte, el intelecto no tiene ideas innatas y está en potencia con
respecto al saber; y si las imágenes son inteligibles en potencia,
pero en acto son sólo sensibles, entonces ¿cómo explicar el tránsito
del poder de entender al entender actual? Nada pasa de ser en
potencia a ser en acto, a menos que sea actualizado por un ser que
está primeramente en acto y lo comunica. Esta es la principal
función del intelecto agente: él lleva la iniciativa en el proceso
de la abstracción.
El proceso de la
abstracción
Exponemos a continuación este
proceso de acuerdo con una larga tradición escolar, la
«escolástica», y en forma esquemática. Esta exposición está aceptada
como la doctrina aristotélico-tomista de la intelección. Su «nervio»
explicativo es la transición del entendimiento en potencia (que
puede saber y todavía no sabe, que carece de ideas innatas y debe
aprender) al entendimiento en acto, que es la acción misma de
entender. Esta transición suele presentarse, sin embargo, de una
forma muy próxima al proceso del cambio físico, según el principio
«todo lo que se mueve es movido por otro». Una interpretación rígida
de esta descripción causará el efecto de que ambos intelectos
(paciente y agente) sean dos potencias operativas o facultades
distintas. Creo que sería una apreciación errónea, pues el
entendimiento no es movido por las cosas, ni por las imágenes: se
«mueve» por sí mismo.
Primer
momento
· El intelecto carece de
ideas innatas, las debe adquirir. No hay nada en el intelecto que no
provenga de los sentidos (Nihil est in intellectu, quod prius non
fuerit in sensu). Es comparable con una tablilla encerada, en la
que no se hubiera escrito nunca.
· La
percepción capta un todo sensible (lo inteligible en
potencia).
· La imagen (percepción
formalizada) es aún inteligible en potencia: no puede actualizar al
entendimiento posible. Es, pues, necesario un principio activo que
haga al inteligible en acto.
Segundo
momento
· El intelecto no es
sólo pasivo. También es activo. Entender es actividad vital y
la más perfecta de de todas.
· Existe
una dimensión activa denominada intelecto agente. Es como una
luz que ilumina las imágenes: deja en la sombra lo particular y
destaca lo común, desmaterializa.
· El
intelecto agente ilumina la imagen sensorial, produce activamente el
inteligible en acto. Pero lo inteligible en acto es el mismo acto de
entender, el acto de la intelección.
Tercer
momento
· El inteligible (en
acto) y el intelecto paciente actualizado «son» el acto de
entender.
· Cabe decir, así, que «la
inteligencia en acto y lo inteligible en acto son un solo acto», el
acto de entender.
· El ser de la cosa
(desmaterializado) es vivido por el entendimiento que lo posee, lo
es. Entender es actualidad: unidad de la mente y su
objeto.
Cuarto momento
· Toda acción produce un efecto. Entender es
actividad vital, tiene un efecto vital. Se denomina palabra
mental o palabra interior (verbum mentis, verbum
interius).
· La acción de entender
es verbal: un decir interiormente la cosa; un entenderla al
formarla, y formarla entendiendo. Esta palabra o «verbo interior» se
llama concepto.
· Los conceptos
son signos naturales, perfectos, de las cosas, y las palabras
son signos artificiales de los conceptos.
Propiedades
de los conceptos abstractos
1) Los conceptos son
universales: «Algo uno que se dice de muchos». La
universalidad es una propiedad lógica, no física.
2) Los
conceptos son universales porque son inmateriales. La
inmaterialidad hace inteligible al concepto, a diferencia de la
imagen, que es singular y concreta.
3) La inmaterialidad se
manifiesta en otras propiedades, como la intemporalidad y la
inespacialidad, que nos resultan un tanto
desconcertantes.
Consideremos de nuevo este ejemplo: «El
teorema de Pitágoras, ¿era verdad antes de Pitágoras?»
Espontáneamente se suele responder que sí. De acuerdo. Pero ¿dónde
lo era? El ejemplo hace ver que los conceptos gozan de una
existencia diferente de las cosas sensibles o materiales. No son
aquí o allá, ahora o antes, aparecen como supratemporales y
supraespaciales: por encima del espacio y el tiempo, por la misma
razón por la que están por encima de la singularidad numérica, de la
concreción de lo material; en fin, los universales, como tales, son
inmateriales. Eso no quiere decir que sean «ideas separadas», como
los imaginó Platón. Significa que han sido desmaterializados ¾y eso
es la abstracción¾ y, en consecuencia, han cobrado la forma de ser
propia de la mente: han sido espiritualizados.
La
desmaterialización de las imágenes a partir de percepciones
sensoriales es el proceso psicológico que explica la formación de
inteligibles en acto; su recepción en un entendimiento sin ideas
innatas significa, a su vez, la actualización de ese entendimiento.
En aquel acto, el entendimiento (en acto de entender) y lo
inteligible (en acto) son un solo acto. El ser material se ha
visto elevado al nivel del ser del espíritu, es decir, separado de
la extensión espacial y del tiempo, de la divisibilidad y de la
mutabilidad propias de las cosas compuestas de materia.
En
conclusión, la abstracción produce conceptos inmateriales y,
por el hecho de ser inmateriales, también inteligibles, universales,
inmóviles, etc.
Conclusión. La luz del
entendimiento
La gnoseología de la abstracción es una
«ontología creativa» (Luigi Bogliolo), en el sentido de una
transformación profunda; por encima de ella sólo está la creatividad
absoluta de Dios. Así como Dios es creador del ser, el hombre es su
recreador, mediante la elevación e intensificación del ser que el
conocimiento intelectual significa.
La luz del entendimiento
agente /intellectus agens), por la que lo sensible es elevado
al orden de lo espiritual, evidencia un orden causal: el hombre
aparece situado por encima del cosmos, lo eleva a la unidad
conceptual y, en suma, posee cognoscitivamente el universo desde un
principio superior (el intelecto). Este principio, a saber, la luz
de la inteligencia, no puede provenir del mundo ni de la
sensibilidad; el orden correcto es el inverso: lo superior explica
lo inferior.
La luz de la inteligencia, en nosotros, remite a
la inteligencia increada y eterna. La inteligencia absoluta es Dios;
en nosotros, pues, la inteligencia no es absoluta, o autosuficiente,
sino derivada. La inteligencia, en Dios, es su Ser, simplicísima; en
nosotros, es semejanza divina, que obra simplificando y elevando.