Capítulo VIII
Los entes y el Ser (1) Metafísica
 

 

Por Santiago Fernández Burillo

 

I. La apertura humana a la trascendencia
II. Metafísica y teología.
III. La existencia de Dios.
IV. La naturaleza divina.
V. Filosofía de la religión.


“Poca filosofía, inclina la mente al ateísmo;
profundizar en la filosofía lleva la mente a Dios”

(Francis Bacon)




I. La apertura humana a la trascendencia

Una aproximación

Dios es el tema más humano. Nadie ha negado nunca el interés del hombre por Dios; lo que ha sido tema de discusión es si Dios se interesa del mismo modo por el hombre. Los enterramientos humanos de Neandertal (150-30.000 años a. de C.) suelen aparecer como acostados: la cabeza sobre una piedra, mirando a poniente. El mito egipcio de Osiris situaba también en occidente, más allá de donde se pone el sol, el lugar de la vida perdurable. Multitud de hechos –arqueológicos, literarios, artísticos– muestran que la mente va a la trascendencia como la brújula al norte. Esa orientación precedió a la filosofía griega. Me parece muy sugestiva la imagen de la flor de loto, en el arte del Egipto antiguo, de la India y el budismo. El hindú ve en esa flor una imagen: su raíz en el negro limo, el tallo sube a través del agua, las hojas respiran aire y la flor se abre al sol; imagen de un despertar hacia el Principio de la vida. No hay duda de que el más grande y apasionante asunto humano es Dios. En eso están de acuerdo hasta los ateos. La discrepancia aparece en la interpretación del hecho. Para unos, el Ser supremo sería una proyección del pensamiento y anhelo humanos; para otros, es la cima del misterio, pero explica la pasión de infinito que late en el hombre: como el imán mueve al hierro, así Dios atrae hasta el infinito la mente y el corazón finitos.
A veces se oye decir que Dios existe para los que tienen fe. Pero eso es ver la fe como una adhesión ciega, carente de razones y de valor cognoscitivo. Si Dios fuera asequible exclusivamente por fe y ésta fuera irracional, sería un sentimiento, una decisión (digna de respeto, porque los sentimientos de los demás –especialmente si tiene gran significado “para ellos”– merecen respeto). Mas la razón no tendría nada que decir; no podría negar el fenómeno sentimental, ni afirmar que existiera el ser al que se refiere. Si Dios fuera una opción, estaría para siempre fuera del ámbito racional. Tal fue la manera ordinaria de plantear el asunto entre los ilustrados del s. XVIII: «Si Dios no existiera, sería preciso inventarlo», se dijo. Pero eso es una forma de relegar a Dios al territorio de las fantasías, de hacerlo inoperante en la vida social, porque lo hace irracional en la privada. Si Dios fuera un asunto emocional, su actualidad sería inconstante para quienes creen en Él. El estado de ánimo ¡es tan cambiante! Si Dios fuera incierto para sus partidarios, los no-partidarios (también dignos de respeto) no tendrían ningún motivo para tomarlo en cuenta a la hora de trazar las líneas maestras de la cultura y de la convivencia. Dios quedaría como una idea del pasado.

La fe y la razón

Parvus error in principio magnus est in fine. «Un error pequeño en el principio se convierte en grande al final», escribe Tomás de Aquino, citando a Aristóteles (Cf. De ente et essentia, Prólogo); un error en el inicio de una argumentación se hace mayor a medida que se avanza, crece como bola de nieve que rueda. El discurso anterior estaría bien, si fuera cierto que de Dios lo único que tenemos es una fe sentimental. Se trata, por el contrario, de un doble error inicial: 1º, que sólo se lo conozca por la fe, y 2º, que la fe sea credulidad, afectividad sin razones.
En primer lugar, filósofos paganos, judíos, cristianos, musulmanes, etc., han expuesto argumentos, a lo largo de los siglos, para demostrar la existencia de Dios. Luego no es mera creencia sentimental. Hay razones.
En segundo lugar, los hombres de ciencia, antiguos y modernos, reconocen que la ciencia está limitada, por su propio método, a un sector de la realidad, mientras la razón pide una causa para la existencia de todo ser y para el orden universal. No es una creencia anti-científica.
En tercer lugar, en fin, el orden moral, el jurídico y el social exigen un Legislador supremo, de Quien dependan las leyes que los hombres no podemos discutir ni pactar, como esta por ejemplo: «Hay que cumplir las leyes justas». No es tampoco una creencia subjetiva.

En el inicio tenemos, pues, que la humanidad llega a Dios por dos vías: la fe y la razón. La fe, por su parte, supone alguna idea de Dios y algunos razonamientos; de lo contrario, estaría pidiendo gratis la aceptación del absurdo; y no es digno del hombre adherirse a absurdos. La proposición de fe se dirige a la razón, y el acto de fe juzga verdadera una afirmación, en virtud del testimonio de otro, aunque no en virtud de la evidencia propia. Ahora bien, juzgar que es verdad una afirmación, en virtud del criterio que sea, es un acto del entendimiento. Como acto intelectual, el acto de fe es estudiado por la «filosofía de la religión» (y por la «teología fundamental»). Ahora bien, el acto cognoscitivo depende de su objeto: no se apoya en sí mismo, sino en «lo que entiende». Antes de cualquier filosofía o teología de la religión, se precisa una justificación de su «objeto»; ello corre a cargo de la teoría del conocimiento y de la metafísica. La primera garantiza que la inteligencia va más allá de las apariencias (fenómenos), hasta el ser, y desde el ser finito hasta el Ser infinito; la segunda versa sobre «el ser». Por eso, la disciplina filosófica que estudia la existencia de Dios y su naturaleza es la metafísica, así ha sido desde la antigua Grecia.
Pero antes de buscar, se precisa una idea de lo que se busca; esa idea está contenida en el nombre «Dios», y no es infrecuente que este nombre altísimo evoque prejuicios o conlleve equívocos. Por eso, debemos comenzar considerando las distintas ideas de la divinidad que acompañan a las diversas aproximaciones y teorías que se han dado en la historia, tales como el agnosticismo, el ateísmo, el panteísmo, etc.

El agnosticismo

Es una postura filosófica, antes que religiosa. El filósofo agnóstico manifiesta su respeto por la trascendencia de forma sincera: considera a Dios tan sublime que ningún razonamiento humano puede alcanzarlo. A muchos agnósticos les parece evidente que hay un Ser Supremo; el problema es que no conocemos de él otra cosa que negaciones, a saber: que no se parece a los cuerpos, que no pertenece al espacio, ni al tiempo, que no es como el hombre, etc., en el límite, «no es» parecido a nada de lo que conocemos. Por eso, ante la Causa suprema la actitud más razonable sería el silencio.
El agnosticismo filosófico adopta dos formas: 1ª, agnosticismo existencial, y 2ª, agnosticismo esencial; según se considere indemostrable la existencia divina (si es) o su esencia (qué es). El filósofo agnóstico, por otra parte, suele serlo sobre todo en referencia al conocimiento de la esencia divina (¿qué es, cómo es Dios?), desespera de poder llegar a saber nada de Él.
El agnosticismo esencial magnifica la trascendencia divina y empequeñece el poder de la razón humana; el agnosticismo existencial, por el contrario, se cierra a la trascendencia, al no aceptar lo que supere la lógica humana; el hombre sería incapaz de trascender los datos sensibles para llegar hasta el ser de las cosas, es un sutil escepticismo. El escéptico no hace con Dios una excepción; para él nada existe o, si algo existe, no se puede saber: no existe para nosotros.
El agnosticismo de algunos filósofos es en realidad una viva conciencia del límite mental. Es frecuente que un filósofo declare a Dios incognoscible y a la vez evidente. Ejemplos de esa actitud han sido: Inmanuel Kant, Herbert Spencer y Ludwig Wittgenstein. Razonan de la siguiente manera: la realidad metafísica, el ser que está tras el parecer, es incognoscible, justamente en la misma medida en que no es un fenómeno.

Kant denominaba al ser en sí “noúmeno” (lo pensable), y consideraba segura su existencia, pero incognoscible. Ello se debía a una previa reducción del conocimiento, según la cual sólo las ciencias harían afirmaciones ciertas. El conocimiento científico coordina y enlaza –con la lógica– los datos sensoriales, los fenómenos. Mas lo que interesa al hombre está más allá de los fenómenos y de las ciencias, es el ser. Luego sería preciso encontrar otras vías para acceder al ser. Otro gran agnóstico y creyente, el francés Blas Pascal dice: «el corazón tiene sus razones, que la razón no comprende». Por su parte, el prusiano Kant invocaba el sentimiento de respeto ante la ley, la conciencia del deber moral.
Este pensamiento de Kant, consistente en separar el fenómeno del noúmeno (el parecer del ser), fue continuado por el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951): «De aquello de lo que no es posible hablar, se debe guardar silencio», escribe como conclusión de so obra más célebre (Tractatus Logico-Philosophicus, 7). Pero esa sentencia debe entenderse bien; Wittgenstein no recomienda simplemente hablar con prudencia. Tampoco niega el misterio; al contrario, dice que existe algo de lo que es imposible decir nada. Lo que niega es que se pueda afirmar –científicamente– nada, verdadero ni falso, sobre el Ser trascendente. Según él, la razón está limitada por el lenguaje. En efecto, la idea central de Wittgenstein es que la razón humana se plasma en las leyes del lenguaje, de manera que a la filosofía sólo le queda una función: determinar cuál es el lenguaje perfecto, coincidente con el método de las ciencias. El sentido de la vida y el ser trascendental no se pueden decir: «Lo inexpresable, sin embargo, existe. Se muestra, es lo místico» (o. cit., 6.522). Wittgenstein ha hecho del silencio en una especie de “sentido metafísico” del hombre. El límite del pensamiento no se supera pensando, dice; por tanto, se debe aceptar que el pensamiento es prisionero del lenguaje: «Porque para trazar un límite al pensamiento deberíamos poder pensar los dos lados de este límite (es decir, deberíamos poder pensar lo que no se puede pensar). El límite, pues, sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que se encuentra más allá del límite será simplemente sin-sentido (Unsinn)» (o. cit., Prólogo).
El límite del pensamiento humano no permite hablar de Dios (Das mystiche, lo inexpresable). La referencia a Dios sería el silencio. He aquí, nuevamente, el problema de la comunicación sin resolver.

Así es el pensamiento de todos los filósofos agnósticos antiguos y modernos; lejos de ser ateos, o irreligiosos, desconfían de la razón humana. Se hacen cargo de que, con una comprensión finita y en un lenguaje adaptado a cosas finitas, es inviable un discurso científico, sobre el Ser infinito. Creo que este tipo de filosofía tiene razón, cuando detecta el límite mental; pero se equivoca al darlo por insuperable y restringir el saber a los fenómenos. Cuando un límite es insuperable no es tampoco detectable; pero si nos damos cuenta del límite, es que ya lo estamos viendo desde la otra parte.

El ateísmo

Se suele distinguir el ateísmo teórico del ateísmo práctico. El ateo práctico no tiene argumentos contra la existencia de Dios: vive «como si» Él no existiera. No adopta una doctrina, al contrario: opta por vivir de espaldas a la verdad. Eso explica en parte la imposibilidad de convencer al ateo. Su interés no recae tanto sobre los argumentos como sobre la vida humana; está convencido de que una vida libre y Dios son incompatibles. Por eso, suele considerar que para ser un “buen hombre” no hace falta referirse a ninguna divinidad, ni siquiera a la verdad; bastaría con no hacer mal a nadie.
El ateo teórico o doctrinal no demuestra tampoco la inexistencia de Dios, sino la imposibilidad de la existencia de Dios. En efecto, la «inexistencia» no es susceptible de demostración. La existencia de un ser que no hemos visto se conoce a partir de sus efectos, que hemos visto. Pero lo inexistente no tiene efectos; luego la inexistencia se establece “a priori”, es decir, demostrando que es imposible: lo imposible no existe.
El ateísmo argumenta, pues, poniendo a Dios en contradicción con la creación. Dos de sus argumentos fuertes son la existencia del mal y la libertad humana, entendida como independencia. Razona, pues, del siguiente modo: Dios “no puede existir” porque existe el mal en el mundo, pero Dios es la suma bondad y el Creador del mundo, luego o Dios es malo o el mundo no ha sido causado. El mismo esquema se repite a propósito de la independencia humana en el obrar. Por eso, el ateísmo se presenta como humanismo. La razón para negar a Dios sería la plena afirmación del hombre.
Según Ludwig Feuerbach (1804-1872) el ateísmo es antropología. ¿Es una antropología verdadera? Está claro que sólo puede haber “un” absoluto (todo lo demás le es relativo); pero la afirmación de que el hombre es absoluto (homo homini deus), de que «el hombre es Dios para el hombre», nunca ha sido más que una idea del hombre, que algunos impusieron a muchos otros de forma coercitiva (el proletariado, la raza, etc.). Por otra parte, llama la atención el hecho de que el ateísmo sea un fenómeno exclusivo de la civilización judeo-cristiana. Aparece históricamente vinculado con el racionalismo: la razón humana se niega a aceptar lo que no pueda comprender. Paradójicamente, la actitud atea es creacionista, originada en la concepción bíblica del hombre, imagen de Dios, dotado de una dignidad y grandeza incomparables y destinado a señorear sobre las cosas creadas. La certeza de su dignidad puede inclinar a la razón a negar sus límites. En este sentido se ve como la actitud contraria al agnosticismo. Si la razón lo puede comprender todo, entonces los misterios son imposibles; luego Dios, que sobrepasa infinitamente a todo pensamiento, es declarado inexistente, imposible.

El indiferentismo

El ateísmo teórico es, al fin y al cabo, una concepción del hombre discutible y examinable con la razón. Cosa diferente es el indiferentismo, bajo todas sus formas, porque renuncia a las razones.
El agnosticismo, tal como se utiliza este nombre fuera de los ámbitos académicos, es una renuncia a las razones, es, se ha dicho, la “resignación a la finitud” (E. Tierno). No proviene de la razón, sino de una opción: vivir sin referencia a Dios, aceptar la intrascendencia y la terrestridad total. El indiferentismo es un ateísmo que no dialoga. En el siglo XX se han dado formas de pensamiento (postmoderno) cerradas a la trascendencia hasta el punto de no tomarla en cuenta ni siquiera para negarla; el indiferentismo ya no impugna ni discute: recomienda la renuncia al fundamento y al pensamiento metafísico (Martin Heidegger).
Kant –cuyo idealismo era un agnosticismo metafísico– reafirmó, sin embargo, la predisposición metafísica: la razón está naturalmente orientada de los fenómenos a la verdad, de las verdades parciales a la verdad última. Por el contrario, cuando se renuncia a la verdad y al impulso a buscarla, podemos preguntarnos qué queda. ¿Qué filosofía es aún posible, dejando de cultivar la metafísica como disciplina y como disposición natural humana? El denominado «pensamiento débil» (G. Vattimo) es esa actividad postfilosófica, en la que Dios y el hombre no son ya objeto de afirmaciones ni de negaciones, sino temas que vienen dados por la historia de las ideas, objeto de opiniones “curiosas”.

Refutación del indiferentismo

El indiferentismo es erróneo, ya que: 1) contradice a la razón, al privarla de seguir su impulso al fundamento; 2) contradice la justicia, privando a Dios del reconocimiento a que tiene derecho; y 3) contradice la vida, porque priva al hombre de aquello en lo que tiene el máximo interés.
Como contrario a la razón, el indiferentismo es irracionalista, una actitud poco humana. Como contrario a la justicia («dar a cada cual lo suyo»), es un principio de desorden moral, pues niega a Dios, Autor y Legislador de la naturaleza, el reconocimiento y alabanza a los que tiene derecho. Como contrario al interés humano, es un error existencial.
Consideremos el error existencial. Dice Balmes en El Criterio que “los indiferentes y los incrédulos son pésimos pensadores”. Discurren como si la existencia de Dios no fuera importante para ellos. Sin embargo:

«La vida es breve; la muerte, cierta: de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, (...) no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo (...), no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, (...). Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo: nadie morirá por mi, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida, privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo que hay de verdad en ella, y que si digo: “Sea lo que fuere de la religión, no quiero pensar en ella”, hablo como el más insensato de los hombres» (J. BALMES, El Criterio, cap. 21, § I).


Pascal ve el indiferentismo como el mayor error existencial: una «negligencia inadmisible» ante un problema peculiar, el único en el que «se trata de nosotros mismos y de nuestro todo». La duda es humana, pero lo único razonable es trabajar con todas las fuerzas para salir de ella; en cambio, «aquel que duda y que no busca es muy desgraciado y muy injusto a la vez», dice. En efecto: «nada es tan importante para el hombre como su estado. Nada es para él tan temible como la eternidad. Y es así que no resulta natural encontrar hombres indiferentes a la pérdida de su ser y al peligro de una eternidad de miserias». Ya que «no es preciso tener un alma muy elevada para comprender que aquí no hay satisfacción verdadera y sólida, que todos nuestros placeres son sólo vanidad, que nuestros males son infinitos, y que, en fin, la muerte, que a cada instante nos amenaza, debe colocarnos infaliblemente, en pocos años, en la horrible necesidad de ser eternamente exterminados o desdichados» (Pensamientos, 427).

El panteísmo

La mayor parte de las discusiones de la antigüedad, entre el siglo VIº a. de C. y los cuatro primeros siglos de la era cristiana, giraron en torno a la naturaleza de la divinidad. El antiguo no combatía el ateísmo, sino la impiedad; el ateísmo es un fenómeno desconocido, fuera de la civilización monoteísta (judeo-cristiana). Sólo a quienes conciben a Dios como rey o padre se les pudo ocurrir negarlo, para sentirse independientes.
En las civilizaciones que ven “lo divino” (tò theîon) como Algo impersonal, que lo contiene todo y se manifiesta en todas las cosas, no se les ha ocurrido nunca ser ateos, por la misma razón que no se niega la existencia de la Naturaleza. La existencia de un Ser absoluto, por otra parte, es demasiado evidente, precisamente por la constatación de la vanidad y relatividad de todas las cosas. Si todo es relativo, hay un absoluto. El oriental –hinduísta, budista, etc.– es extremadamente sensible a la vanidad del mundo: un velo de apariencias y engaños (Maya), que nos liga, mediante deseos y esperanzas de bienes pasajeros, a la tiranía de las pasiones.
Para estas teosofías, o saberes de salvación, la existencia del Absoluto es indudable. El Absoluto es el todo; y por eso todas las cosas son Una y divina (todo es divino, panteísmo). Las múltiples cosas son apariciones temporales, transitorias y en gran medida falsas; la verdad es que todo es uno. El panteísmo es una idea filosófica, que funciona como religión entre algunos pueblos. Atribuye poder de salvar a la Naturaleza, por eso se lo denomina también naturalismo; su precepto común es: “obrar de acuerdo con la naturaleza”.

Jenófanes y la crítica del politeísmo

Sobre el trasfondo del naturalismo panteísta, del gran “Todo y Uno” (hén kaì pán), las fuerzas de la naturaleza, personificadas por los poetas en los dioses del politeísmo, ejercen funciones protectoras y punitivas. El politeísmo se corresponde con esa concepción impersonal o naturalista de lo divino. Las civilizaciones politeístas tienen un trasfondo panteísta; la verdadera diferencia es: panteísmo o creacionismo. En el panteísmo (y en los politeísmos) la divinidad es algo impersonal, una cualidad que impregna la naturaleza y se manifiesta privilegiadamente en determinados lugares o hechos: santuarios, fuentes, árboles, etc. De manera especial, se concreta en la legalidad y el Estado, y la teología (con la religión y la ley) son asuntos de Estado, como en Grecia, Roma, Egipto, etc.

Entre los antiguos la polémica sobre los dioses responde al afán por conocer y honrar más justamente a la divinidad; la crítica del politeísmo tiene un carácter simultáneamente religioso y filosófico. La filosofía más temprana se interesó por Dios y asentó las bases de demostraciones racionales, por eso mismo mantuvo una actitud crítica frente a “los dioses”. El poeta y filósofo Jenófanes de Colofón (540, a. de C.), llevó a cabo una crítica de la “teología” de Hesíodo y Homero, autores de las mitologías en que eran educados los antiguos griegos. Su idea central es esta: el politeísmo hace a la divinidad imperfecta, luego es absurdo.
«Dice Jenófanes que quien asegura que los dioses tienen un nacimiento comete impiedad, lo mismo que quien afirma que mueren; en efecto, de ambas maneras sucede que, en un cierto momento, los dioses no existen». (Aristóteles, Retórica, II, 23). Está claro que, si lo divino no existe en algún momento, entonces nunca. Es imperfección nacer y morir, luego la divinidad será inengendrada e indestructible. Más aún: «Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo lo que es censurable y vergonzoso entre los hombres: hurtos, adulterios, engaños recíprocos» y «muchísimas cosas ilícitas» (Jenófanes, fr. 11-12).
El antropomorfismo, al asignar a la divinidad la forma determinada del hombre o de otro ser, la limita y rebaja. Esa es la razón de su actitud agnóstica: «Los mortales imaginan que los dioses han nacido y que tienen vestido, voz y figura humana» (fr. 14). Lo cual es absurdo, también, porque «los etíopes representan a sus dioses chatos y negros, y los tracios rubios y de ojos azules» (fr. 16). Tras estas negaciones, el pensamiento queda frente a la trascendencia. ¿Qué sabemos de lo divino? Sabemos que no tiene principio, que no tiene fin, que no tiene figura humana, ni figura de ninguna clase, que carece de imperfecciones; lo divino es lo totalmente diferente. Además, ha quedado establecida la unicidad de Dios por reducción al absurdo. Aristóteles testimonia que Jenófanes ha sido el primer filósofo monoteísta: «Elevando los ojos hacia la totalidad del universo, declaró que el Uno es Dios» (Metafísica, I, 5). Leamos su impresionante fragmento poético:

«Hay un solo Dios, el más grande entre los dioses y los hombres,
que no se parece a los hombres ni por el cuerpo ni por el pensamiento.
«Todo Él ve. Todo Él piensa. Todo Él siente.
«Pero gobierna todas las cosas, sin fatiga,
con el poder de su mente.
«Permanece siempre en el mismo lugar, sin moverse;
y no le conviene ir errante de un lugar a otro» (Jenófanes, fr. 23-26).


Pero no es seguro que la divinidad de Jenófanes sea personal. Parece confundirla con el universo, a manera de principio vital, inmanente al mundo. De manera que, más que de monoteísmo propiamente dicho, se trataría de un henoteísmo panteísta.

La idea de Dios. Resumen y Esquema

Para estudiar la existencia de Dios se precisa antes una idea de lo que significa el nombre “Dios”. Hemos considerado las diversas formas de esta idea previa. En cuanto al nombre, puede ser: nombre abstracto (“divinidad”), nombre común (“dios”) o nombre propio (“Dios”). En el panteísmo lo divino es un nombre abstracto, no de persona, sino de fuerza; en el politeísmo es nombre común, referido a personalidades distintas (los dioses). En el monoteísmo creacionista es el nombre propio de un Ser personal. Estos conceptos previos se pueden sintetizar así:

a) Indiferentismo (agnosticismo, ateísmo práctico), no da razones, es la actitud vital de quien opta por prescindir de Dios y de las preguntas sobre Él.
b) Agnosticismo filosófico, no afirma nada sobre Dios; se basa en una razón: Dios es la realidad suma, nuestra razón no la alcanza.
c) Ateísmo filosófico, afirma la inexistencia de Dios. Niega a Dios para afirmar al hombre: el hombre es Dios para el hombre (Feuerbach, Marx).
d) Panteísmo y politeísmo. Todo es divino, los dioses son multitud. El panteísmo no distingue entre Dios y el mundo; Dios lo es todo, la naturaleza y sus fuerzas son divinas (mitologías).
e) Henoteísmo naturalista. Entre los dioses hay uno que los supera a todos. Generalmente pensado como inmanente a la naturaleza, o Alma del mundo (Platón, Heráclito).
f) Monoteismo creacionista. Dios es único y personal, fuera de Él todo son criaturas; ninguna se le puede comparar, porque todas han recibido de Él el ser y la existencia.


La sola consideración del pensamiento de Jenófanes demuestra la antigüedad de la filosofía sobre Dios, su carácter racional y la marcha del pensamiento hacia una concepción de la divinidad cada vez más depurada. Concluyamos, pues, que los filósofos antiguos no eran, por lo general, indiferentes ni ateos.

Existencia y comunicación

Desde ahora suponemos que “Dios” es nombre propio (con mayúscula), el nombre de Alguien. Si hay que demostrar su existencia es porque se trata del Dios creador; para un principio anónimo del cosmos no buscaríamos demostración alguna. Se suele pensar que es muy difícil demostrar la existencia de Dios. No es así. La dificultad con Dios no está en la existencia, sino en la coexistencia.

No es difícil descubrir la existencia de un absoluto; pero sí lo es darle entrada en nuestra vida: la reclama totalmente. La pregunta de si hay un Ser absoluto no plantea mucha dificultad; lo comprometido para la razón y la libertad es que el Ser absoluto sea persona; si lo es, ¿qué tenemos que ver con Él? ¿Podemos vivir ignorándonos? La ley del ser personal es la comunicación. La persona no puede ser sola; se comunica. Si Dios es persona, tenemos que tomarlo en cuenta. Es inconcebible vivir en la proximidad de alguien, sin reconocimiento ni estima mutua. Ahora, ¿de qué manera hay que relacionarse con el absoluto? Absolutamente.
La actitud racionalista, negándose a aceptar nada que la razón no comprenda ni controle, es lógico que niegue la existencia de Dios. En cambio, el filósofo agnóstico no lo rechaza; se diría que se pasa la vida buscando las palabras para relacionarse con Él. Pero los agnósticos se equivocan, porque lo importante en la relación con el absoluto no son las palabras humanas, sino el derecho que Él tiene a que lo reconozcamos y lo tomemos en cuenta.



El nombre de Dios en la civilización judeo-cristiana

La historia de la filosofía ha sucedido en un mundo básicamente cristiano. El substrato judío y cristiano de los filósofos, sin exceptuar a los ateos, es un hecho innegable. Por tanto, en la historia de la filosofía la investigación hace referencia al Dios personal.

En la mentalidad hebrea, el nombre propio de un ser significa su realidad. Por eso, cuando leemos en el libro del Éxodo que Moisés le preguntó a Dios Su nombre, se nos da a entender que le pidió una revelación de Su persona:
«Moisés replicó: Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: ‘El Dios de vuestros padres me envía a vosotros’, y me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?. Y le dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me ha enviado a vosotros» (Éxodo, 3, 13-14).
Tanto en la tradición judía como en la cristiana este pasaje bíblico se interpreta con un sentido metafísico de enorme alcance. El nombre propio de Dios (YHWH), Yahvé, significaría una plenitud trascendente de ser y de interioridad personal. A diferencia de los dioses falsos del paganismo, Yahvé es incomprensible, infinitamente superior a todo lo que los hombres pueden saber y dominar con el uso del lenguaje. Él es el único que es «Yo soy» de manera esencial, por sí mismo, es el absoluto. Teólogos y filósofos judíos y cristianos, desde hace más de dos mil años, interpretan sobre todo el nombre propio de Dios en el sentido de que sólo Él es, es el ser por esencia. Las criaturas tienen ser, han sido creadas y han recibido el ser; Dios no tiene ni ha recibido el ser, sino que lo es. Él es el Ser por esencia, absoluto e increado.


La divinidad de Sócrates, Platón, Aristóteles y Plotino es un precedente. Los paganos fueron progresando desde el panteísmo hacia el monoteísmo. Pero es sólo en la tradición israelita donde el nombre de Dios obtiene pleno significado. La filosofía trabaja desde entonces en relación al Dios de la Biblia. En efecto, el Dios bíblico es el Ser por esencia, Origen de todo, creador, absoluto (del lat. ab-solutus, desligado, no dependiente), increado, infinitamente poderoso y providente, que todo lo conoce, mantiene en la existencia y gobierna.


II. Metafísica y Teología

El método de la teología racional

Si Dios es el Ser absoluto, ¿con qué clase de demostración podremos nosotros alcanzar su realidad? No es posible llegar hasta Dios con el método de ninguna de las ciencias particulares, ni experimentales; pues no es un ser limitado, ni visible para los sentidos. La demostración debe llevarnos fuera del universo, hasta la Causa primera del mundo, luego no puede ser una prueba física, en el sentido corriente de la expresión. Será una prueba metafísica. Hay diferentes tipos de pruebas de esta clase y el hombre no carece de recursos intelectuales para conocer a Dios. Retengamos, no obstante, que Dios no es una causa (física), sino el Incausado. Es el Origen y el creador. Retengamos también que la teología es la metafísica, cuando resuelve analíticamente (en la vía de lo confuso a lo evidente) el ser de todos los entes en su Principio primero.

La metafísica

Cuando abandonamos el método de la filosofía natural, la filosofía se convierte en metafísica. No versa sobre una realidad distinta, sino de una forma distinta. La filosofía natural se pregunta por el ser móvil; la psicología por la vida, etc. En la metafísica el objeto perseguido es el ser y los principios primeros; el ser, o acto de ser es, dice Tomás de Aquino, la «perfección de las perfecciones», es decir, lo primero en lo absoluto, tanto en sí mismo considerado como para el conocimiento.
Ser es el principio, y la perfección primera. Todas las perfecciones presuponen el ser; y la falta de ser suprimiría toda perfección. Según Aristóteles el ser se dice de diversas maneras: no sería correcto, dado que todo “es”, afirmar con Parménides que el ser es único. Que sea la perfección primera y absoluta, para cada ente por separado, no significa que todos los entes (bajo el punto de vista del ser) sean sólo uno. Si el ser fuera único, las diferencias no serían, sino que parecerían.

La analogía

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) es el pensador que ha elaborado la más madura síntesis a partir de las filosofías de Platón, de Aristóteles y de los Padres, en especial San Agustín, sobre el ser. Ante todo, ser es lo primero, lo más radical y común (universal); desde la criatura más pequeña e insignificante, hasta Dios, todo lo que existe es, sin embargo, los entes son distintos, no son lo mismo. Una teoría correcta del ser debe comprenderlo como comunicable y distinto. Eso quiere decir que el ser es análogo. La analogía del ser es una aportación griega, especialmente de Platón y Aristóteles. Éste divide los términos significativos de realidad en tres tipos: unívocos, equívocos y análogos. Cuando decimos que algo “existe”, ¿qué significa “existir”? Ser, o existir, no es una noción unívoca ni equívoca, sino análoga. En efecto, si fuera unívoca, se diría de todas las cosas «es» en un solo y único sentido, todo sería Uno (Parménides); por el contrario, si fuera equívoca no diríamos «es» nunca en un mismo sentido, la infinita diversidad impediría hallar la esencia de algo, sólo habría fenómenos cambiantes (Heráclito).
Platón y Aristóteles descubren un Ser primero coronando universo; los diferentes seres se le asemejan sin serle idénticos. Ellos tienen una concepción analógica del ser: la plenitud del ser está en el Principio. En dependencia de éste, las cosas del mundo también son, pero de una manera limitada, análoga al Primero. Así, por una parte, todos los seres están profundísimamente unidos, participando de la única perfección absoluta; mas, por otra parte, todos son diferentes, porque el ser de cada uno es el suyo, individual.

Para Platón el auténtico ser es la verdad, lo que siempre es, igual a sí mismo, a saber, la idea: plenitud de realidad, unidad, inmóvil, inmaterial, eterna. Ahora bien, pertenece al ser perfecto comunicar el ser a lo imperfecto, luego las ideas causan el ser transitorio de las cosas del mundo. En la cima del mundo de las ideas, el Bien, sol del mundo de las ideas, es el origen de lo ideal y del mundo sensible y material. Esta causalidad ideal platónica se llama participación. La participación (lat. partem capere) es una imitación (mímesis), por la que muchos se parecen a uno, cosas diversas imitan a una misma ideas. Pero las ideas y el mundo están “separados”; aquellas son eternas, éste cambiante; las ideas son inmateriales, las cosas cambiantes son materiales.
Para Aristóteles, el ser no se “dice” sólo como verdadero, sino que se dice de diversos modos. Ahora, las ideas son el ser pensado. Pero el ser es más que su idea; hay seres finitos y también uno infinito. Los finitos son sustancias y accidentes. La sustancia es en sí, el accidente es en la sustancia. La sustancia es el ser “primero”, en comparación con el accidente; el ser accidental es análogo al sustancial. Aún más, todos los seres, o entes, naturales son en potencia y en acto. La potencia limita la plenitud o perfección de la actualidad. Ser en acto significa una plenitud o perfección; ser en potencia limitación. En la cumbre de la realidad universal, existe el acto puro, esto es, la perfección sin límite. El acto puro es Dios, pensamiento del pensamiento, dice Aristóteles, puesto que vive, es feliz, invariable y eterno.
Para Tomás de Aquino ser es acto de ser (esse, actus essendi), la perfección de todas las perfecciones. Se dice análogamente: primero de la sustancia, derivadamente de los accidentes. Hay más acto de ser cuanto más elevada es la entidad de una cosa, así es más vivir que solamente existir, es más sentir que solo vivir, es más entender y amar que sólo sentir. Se describe así una escala de los seres, una gradación ascendente que va desde la materia hasta Dios. Pues bien, como el ser es análogo, todo acto de ser apunta a la plenitud infinita, a la vez que está limitado por una esencia. He aquí la estructura metafísica de los entes finitos, son compuestos y la composición básica es la de esencia y ser; la esencia limita, como entidad en potencia; el ser pone la realidad en absoluto, como acto de ser. En atención a esta estructura, se dice que los entes “señalan” hacia el Principio primero.


El ser y la esencia

El ser es la perfección radical, lo primero, lo trascendental; pero no lo único (como quiere el monismo); está diversificado en multitud de entes. De ahí la pregunta: ¿cuál es la distinción básica, que diversifica los seres? ¿Es la distinción entre sustancia y accidentes, o la distinción entre potencia y acto? La distinción de sustancia y accidentes es propia de los entes finitos. Dios, en cambio, es el ser infinito. La infinitud se entrevé en la línea del acto. Ser en acto es perfección –hemos dicho–, cumplimiento, plenitud. Si existe un ser tal que sea acto pero no en potencia, entonces éste será el Ser infinito.
Yendo más allá de Aristóteles, hay que decir que la primera distinción es la que hay entre el ser absoluto y el ser creado. El ser creado es recibido (participado), no es autosuficiente. Si es recibido, es originado y mantiene con el Origen una relación de dependencia actual. Tomás de Aquino describe el ente diciendo que «participa finitamente del ser» (Ens autem dicitur quod finite participat esse, et hoc est proportionatum intellectui nostro, cuius obiectum est ‘quod quid est’. In Liber De Causis, Pr. VI, lect. 6, n. 175).
La noción de creación es de origen bíblico, se trata de un dato histórico. Pero una vez adquirida, el panorama del pensamiento experimenta un giro completo: sólo Dios es el ser, en lo absoluto; las criaturas son porque han recibido el ser, la existencia; su existir no es idéntico a su esencia, no es idéntico a ellas mismas. Sólo Dios es identidad (es, dice Tomás de Aquino, ipsum esse subsistens), su esencia es ser, existir. Por el contrario, si atendemos a los entes, reconocemos que no son autosuficientes ni eternos, de ahí se desprende que participan del ser, esto es, que no son el ser, sino que lo tienen. Las demostraciones de la existencia de Dios se pueden reducir a mostrar esto, que los entes son en virtud de un ser actualmente recibido.

Causalidad trascendental

La filosofía de Tomás de Aquino distingue entre causa predicamental y causa trascendental. Ello equivale a discernir entre causa física y causalidad creadora; la primera da el ser a partir de algo, transforma una materia; la segunda comunica la existencia absolutamente, no transforma nada, sino que da el ser a partir de nada (ex nihilo).

Las demostraciones de la existencia de Dios siguen la vía de la causalidad trascendental. Son analíticas, van del efecto a la causa, al origen del ser. El hecho de ver el ser como “originado”, o expresando una perfección absoluta pero no absolutamente, equivale a ver el ser como «no idéntico». La carencia de identidad, en las cosas, entre lo que son (esencia) y la perfección de ser manifiesta que este ser es derivado y dependiente del Ser increado.

La perfecciones absolutas se diferencian de las perfecciones relativas, porque éstas afectan limitadamente y a un ente limitado (por ejemplo, ser muy alto, ser fuerte, etc.), mientras que las absolutas no dicen limitación por sí mismas (por ejemplo, ser bueno, ser sabio, etc.). Las perfecciones absolutas son aquellas que, advertidas en las criaturas, vemos que pueden ser atribuidas a Dios.


La teología metafísica de Tomás de Aquino

Puesto que la filosofía de Dios es un aspecto de la metafísica, a partir de ahora seguiremos con preferencia a Tomás de Aquino, para demostrar la existencia y la esencia o «naturaleza» divina. Seguir a este autor es la mejor manera de no limitar nuestro horizonte; en efecto, Santo Tomás de Aquino es original y profundo, pero también un gran conocedor de la tradición filosófica que lo había precedido, del pensamiento pagano, musulmán, judío y cristiano.
Los argumentos de Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios demuestran, a la vez, la creación, o mejor dicho, la creaturidad de los entes finitos. Además, no parten de una idea humana, sino de las cosas mismas. Ahora bien, todas las cosas del mundo se nos muestran tales que, el esfuerzo para comprenderlas equivale a descubrirlas como «entes por participación», es decir, existiendo en virtud de otro, no en virtud de sí mismos: presentan un ser relativo, no absoluto ni autosuficiente.