Capítulo VIII Los entes y el Ser (1) Metafísica |
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Por Santiago Fernández Burillo |
I. La apertura humana a la trascendencia
II.
Metafísica y teología.
III. La existencia de Dios.
IV. La
naturaleza divina.
V. Filosofía de la religión.
“Poca filosofía, inclina la mente al ateísmo;
profundizar en la filosofía lleva la mente a Dios”
(Francis Bacon)
I. La
apertura humana a la trascendencia
Una
aproximación
Dios es el tema más humano. Nadie ha negado
nunca el interés del hombre por Dios; lo que ha sido tema de
discusión es si Dios se interesa del mismo modo por el hombre. Los
enterramientos humanos de Neandertal (150-30.000 años a. de C.)
suelen aparecer como acostados: la cabeza sobre una piedra, mirando
a poniente. El mito egipcio de Osiris situaba también en occidente,
más allá de donde se pone el sol, el lugar de la vida perdurable.
Multitud de hechos –arqueológicos, literarios, artísticos– muestran
que la mente va a la trascendencia como la brújula al norte. Esa
orientación precedió a la filosofía griega. Me parece muy sugestiva
la imagen de la flor de loto, en el arte del Egipto antiguo, de la
India y el budismo. El hindú ve en esa flor una imagen: su raíz en
el negro limo, el tallo sube a través del agua, las hojas respiran
aire y la flor se abre al sol; imagen de un despertar hacia el
Principio de la vida. No hay duda de que el más grande y apasionante
asunto humano es Dios. En eso están de acuerdo hasta los ateos. La
discrepancia aparece en la interpretación del hecho. Para unos, el
Ser supremo sería una proyección del pensamiento y anhelo humanos;
para otros, es la cima del misterio, pero explica la pasión de
infinito que late en el hombre: como el imán mueve al hierro, así
Dios atrae hasta el infinito la mente y el corazón finitos.
A
veces se oye decir que Dios existe para los que tienen fe.
Pero eso es ver la fe como una adhesión ciega, carente de razones y
de valor cognoscitivo. Si Dios fuera asequible exclusivamente
por fe y ésta fuera irracional, sería un sentimiento, una decisión
(digna de respeto, porque los sentimientos de los demás
–especialmente si tiene gran significado “para ellos”– merecen
respeto). Mas la razón no tendría nada que decir; no podría negar el
fenómeno sentimental, ni afirmar que existiera el ser al que se
refiere. Si Dios fuera una opción, estaría para siempre fuera del
ámbito racional. Tal fue la manera ordinaria de plantear el asunto
entre los ilustrados del s. XVIII: «Si Dios no existiera, sería
preciso inventarlo», se dijo. Pero eso es una forma de relegar a
Dios al territorio de las fantasías, de hacerlo inoperante en la
vida social, porque lo hace irracional en la privada. Si Dios fuera
un asunto emocional, su actualidad sería inconstante para
quienes creen en Él. El estado de ánimo ¡es tan cambiante! Si Dios
fuera incierto para sus partidarios, los no-partidarios
(también dignos de respeto) no tendrían ningún motivo para tomarlo
en cuenta a la hora de trazar las líneas maestras de la cultura y de
la convivencia. Dios quedaría como una idea del pasado.
La
fe y la razón
Parvus error in principio magnus est in
fine. «Un error pequeño en el principio se convierte en grande
al final», escribe Tomás de Aquino, citando a Aristóteles (Cf. De
ente et essentia, Prólogo); un error en el inicio de una
argumentación se hace mayor a medida que se avanza, crece como bola
de nieve que rueda. El discurso anterior estaría bien, si fuera
cierto que de Dios lo único que tenemos es una fe
sentimental. Se trata, por el contrario, de un doble error
inicial: 1º, que sólo se lo conozca por la fe, y 2º, que la fe sea
credulidad, afectividad sin razones.
En primer lugar, filósofos
paganos, judíos, cristianos, musulmanes, etc., han expuesto
argumentos, a lo largo de los siglos, para demostrar la existencia
de Dios. Luego no es mera creencia sentimental. Hay razones.
En
segundo lugar, los hombres de ciencia, antiguos y modernos,
reconocen que la ciencia está limitada, por su propio método, a un
sector de la realidad, mientras la razón pide una causa para la
existencia de todo ser y para el orden universal. No es una creencia
anti-científica.
En tercer lugar, en fin, el orden moral, el
jurídico y el social exigen un Legislador supremo, de Quien dependan
las leyes que los hombres no podemos discutir ni pactar, como esta
por ejemplo: «Hay que cumplir las leyes justas». No es tampoco una
creencia subjetiva.
En el inicio tenemos, pues, que la
humanidad llega a Dios por dos vías: la fe y la razón. La fe, por su
parte, supone alguna idea de Dios y algunos razonamientos; de lo
contrario, estaría pidiendo gratis la aceptación del absurdo; y no
es digno del hombre adherirse a absurdos. La proposición de fe se
dirige a la razón, y el acto de fe juzga verdadera una afirmación,
en virtud del testimonio de otro, aunque no en virtud de la
evidencia propia. Ahora bien, juzgar que es verdad una
afirmación, en virtud del criterio que sea, es un acto del
entendimiento. Como acto intelectual, el acto de fe es estudiado por
la «filosofía de la religión» (y por la «teología fundamental»).
Ahora bien, el acto cognoscitivo depende de su objeto: no se apoya
en sí mismo, sino en «lo que entiende». Antes de cualquier filosofía
o teología de la religión, se precisa una justificación de su
«objeto»; ello corre a cargo de la teoría del conocimiento y de la
metafísica. La primera garantiza que la inteligencia va más allá de
las apariencias (fenómenos), hasta el ser, y desde el ser finito
hasta el Ser infinito; la segunda versa sobre «el ser». Por eso, la
disciplina filosófica que estudia la existencia de Dios y su
naturaleza es la metafísica, así ha sido desde la antigua
Grecia.
Pero antes de buscar, se precisa una idea de lo que se
busca; esa idea está contenida en el nombre «Dios», y no es
infrecuente que este nombre altísimo evoque prejuicios o conlleve
equívocos. Por eso, debemos comenzar considerando las distintas
ideas de la divinidad que acompañan a las diversas aproximaciones y
teorías que se han dado en la historia, tales como el agnosticismo,
el ateísmo, el panteísmo, etc.
El
agnosticismo
Es una postura filosófica, antes que
religiosa. El filósofo agnóstico manifiesta su respeto por la
trascendencia de forma sincera: considera a Dios tan sublime que
ningún razonamiento humano puede alcanzarlo. A muchos agnósticos les
parece evidente que hay un Ser Supremo; el problema es que no
conocemos de él otra cosa que negaciones, a saber: que no se parece
a los cuerpos, que no pertenece al espacio, ni al tiempo, que no es
como el hombre, etc., en el límite, «no es» parecido a nada de lo
que conocemos. Por eso, ante la Causa suprema la actitud más
razonable sería el silencio.
El agnosticismo filosófico adopta
dos formas: 1ª, agnosticismo existencial, y 2ª, agnosticismo
esencial; según se considere indemostrable la existencia divina (si
es) o su esencia (qué es). El filósofo agnóstico, por otra parte,
suele serlo sobre todo en referencia al conocimiento de la esencia
divina (¿qué es, cómo es Dios?), desespera de poder llegar a saber
nada de Él.
El agnosticismo esencial magnifica la trascendencia
divina y empequeñece el poder de la razón humana; el agnosticismo
existencial, por el contrario, se cierra a la trascendencia, al no
aceptar lo que supere la lógica humana; el hombre sería incapaz de
trascender los datos sensibles para llegar hasta el ser de las
cosas, es un sutil escepticismo. El escéptico no hace con Dios una
excepción; para él nada existe o, si algo existe, no se puede saber:
no existe para nosotros.
El agnosticismo de algunos
filósofos es en realidad una viva conciencia del límite
mental. Es frecuente que un filósofo declare a Dios
incognoscible y a la vez evidente. Ejemplos de esa actitud han sido:
Inmanuel Kant, Herbert Spencer y Ludwig
Wittgenstein. Razonan de la siguiente manera: la realidad
metafísica, el ser que está tras el parecer, es
incognoscible, justamente en la misma medida en que no es un
fenómeno.
Kant denominaba al ser en sí “noúmeno” (lo
pensable), y consideraba segura su existencia, pero incognoscible.
Ello se debía a una previa reducción del conocimiento, según la cual
sólo las ciencias harían afirmaciones ciertas. El conocimiento
científico coordina y enlaza –con la lógica– los datos sensoriales,
los fenómenos. Mas lo que interesa al hombre está más allá de los
fenómenos y de las ciencias, es el ser. Luego sería preciso
encontrar otras vías para acceder al ser. Otro gran agnóstico y
creyente, el francés Blas Pascal dice: «el corazón tiene sus
razones, que la razón no comprende». Por su parte, el prusiano Kant
invocaba el sentimiento de respeto ante la ley, la conciencia
del deber moral.
Este pensamiento de Kant, consistente en separar
el fenómeno del noúmeno (el parecer del ser), fue
continuado por el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein
(1889-1951): «De aquello de lo que no es posible hablar, se debe
guardar silencio», escribe como conclusión de so obra más célebre
(Tractatus Logico-Philosophicus, 7). Pero esa sentencia debe
entenderse bien; Wittgenstein no recomienda simplemente hablar con
prudencia. Tampoco niega el misterio; al contrario, dice que
existe algo de lo que es imposible decir nada. Lo que niega
es que se pueda afirmar –científicamente– nada, verdadero ni falso,
sobre el Ser trascendente. Según él, la razón está limitada por el
lenguaje. En efecto, la idea central de Wittgenstein es que la razón
humana se plasma en las leyes del lenguaje, de manera que a la
filosofía sólo le queda una función: determinar cuál es el lenguaje
perfecto, coincidente con el método de las ciencias. El sentido de
la vida y el ser trascendental no se pueden decir: «Lo inexpresable,
sin embargo, existe. Se muestra, es lo místico» (o.
cit., 6.522). Wittgenstein ha hecho del silencio en una especie
de “sentido metafísico” del hombre. El límite del pensamiento no se
supera pensando, dice; por tanto, se debe aceptar que el pensamiento
es prisionero del lenguaje: «Porque para trazar un límite al
pensamiento deberíamos poder pensar los dos lados de este límite (es
decir, deberíamos poder pensar lo que no se puede pensar). El
límite, pues, sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que se
encuentra más allá del límite será simplemente sin-sentido
(Unsinn)» (o. cit., Prólogo).
El límite del
pensamiento humano no permite hablar de Dios (Das mystiche,
lo inexpresable). La referencia a Dios sería el silencio. He aquí,
nuevamente, el problema de la comunicación sin resolver.
Así
es el pensamiento de todos los filósofos agnósticos antiguos
y modernos; lejos de ser ateos, o irreligiosos, desconfían de la
razón humana. Se hacen cargo de que, con una comprensión finita y en
un lenguaje adaptado a cosas finitas, es inviable un discurso
científico, sobre el Ser infinito. Creo que este tipo de filosofía
tiene razón, cuando detecta el límite mental; pero se
equivoca al darlo por insuperable y restringir el saber a los
fenómenos. Cuando un límite es insuperable no es tampoco detectable;
pero si nos damos cuenta del límite, es que ya lo estamos viendo
desde la otra parte.
El ateísmo
Se
suele distinguir el ateísmo teórico del ateísmo práctico. El ateo
práctico no tiene argumentos contra la existencia de Dios: vive
«como si» Él no existiera. No adopta una doctrina, al contrario:
opta por vivir de espaldas a la verdad. Eso explica en parte la
imposibilidad de convencer al ateo. Su interés no recae tanto sobre
los argumentos como sobre la vida humana; está convencido de que una
vida libre y Dios son incompatibles. Por eso, suele considerar que
para ser un “buen hombre” no hace falta referirse a ninguna
divinidad, ni siquiera a la verdad; bastaría con no hacer mal a
nadie.
El ateo teórico o doctrinal no demuestra tampoco la
inexistencia de Dios, sino la imposibilidad de la existencia de
Dios. En efecto, la «inexistencia» no es susceptible de
demostración. La existencia de un ser que no hemos visto se conoce a
partir de sus efectos, que hemos visto. Pero lo inexistente no tiene
efectos; luego la inexistencia se establece “a priori”, es decir,
demostrando que es imposible: lo imposible no existe.
El ateísmo
argumenta, pues, poniendo a Dios en contradicción con la creación.
Dos de sus argumentos fuertes son la existencia del mal y la
libertad humana, entendida como independencia. Razona, pues, del
siguiente modo: Dios “no puede existir” porque existe el mal en el
mundo, pero Dios es la suma bondad y el Creador del mundo, luego o
Dios es malo o el mundo no ha sido causado. El mismo esquema se
repite a propósito de la independencia humana en el obrar. Por eso,
el ateísmo se presenta como humanismo. La razón para negar a
Dios sería la plena afirmación del hombre.
Según Ludwig
Feuerbach (1804-1872) el ateísmo es antropología. ¿Es una
antropología verdadera? Está claro que sólo puede haber “un”
absoluto (todo lo demás le es relativo); pero la afirmación de que
el hombre es absoluto (homo homini deus), de que «el hombre
es Dios para el hombre», nunca ha sido más que una idea del
hombre, que algunos impusieron a muchos otros de forma
coercitiva (el proletariado, la raza, etc.). Por otra parte, llama
la atención el hecho de que el ateísmo sea un fenómeno exclusivo de
la civilización judeo-cristiana. Aparece históricamente vinculado
con el racionalismo: la razón humana se niega a aceptar lo
que no pueda comprender. Paradójicamente, la actitud atea es
creacionista, originada en la concepción bíblica del hombre, imagen
de Dios, dotado de una dignidad y grandeza incomparables y destinado
a señorear sobre las cosas creadas. La certeza de su dignidad puede
inclinar a la razón a negar sus límites. En este sentido se ve como
la actitud contraria al agnosticismo. Si la razón lo puede
comprender todo, entonces los misterios son imposibles; luego Dios,
que sobrepasa infinitamente a todo pensamiento, es declarado
inexistente, imposible.
El indiferentismo
El
ateísmo teórico es, al fin y al cabo, una concepción del hombre
discutible y examinable con la razón. Cosa diferente es el
indiferentismo, bajo todas sus formas, porque renuncia a las
razones.
El agnosticismo, tal como se utiliza este nombre
fuera de los ámbitos académicos, es una renuncia a las razones, es,
se ha dicho, la “resignación a la finitud” (E. Tierno). No proviene
de la razón, sino de una opción: vivir sin referencia a Dios,
aceptar la intrascendencia y la terrestridad total. El
indiferentismo es un ateísmo que no dialoga. En el siglo XX se han
dado formas de pensamiento (postmoderno) cerradas a la
trascendencia hasta el punto de no tomarla en cuenta ni siquiera
para negarla; el indiferentismo ya no impugna ni discute: recomienda
la renuncia al fundamento y al pensamiento metafísico (Martin
Heidegger).
Kant –cuyo idealismo era un agnosticismo
metafísico– reafirmó, sin embargo, la predisposición metafísica: la
razón está naturalmente orientada de los fenómenos a la verdad, de
las verdades parciales a la verdad última. Por el contrario, cuando
se renuncia a la verdad y al impulso a buscarla, podemos
preguntarnos qué queda. ¿Qué filosofía es aún posible, dejando de
cultivar la metafísica como disciplina y como disposición natural
humana? El denominado «pensamiento débil» (G. Vattimo) es esa
actividad postfilosófica, en la que Dios y el hombre no son ya
objeto de afirmaciones ni de negaciones, sino temas que vienen dados
por la historia de las ideas, objeto de opiniones
“curiosas”.
Refutación del indiferentismo
El
indiferentismo es erróneo, ya que: 1) contradice a la razón, al
privarla de seguir su impulso al fundamento; 2) contradice la
justicia, privando a Dios del reconocimiento a que tiene derecho; y
3) contradice la vida, porque priva al hombre de aquello en lo que
tiene el máximo interés.
Como contrario a la razón, el
indiferentismo es irracionalista, una actitud poco humana.
Como contrario a la justicia («dar a cada cual lo suyo»), es un
principio de desorden moral, pues niega a Dios, Autor y
Legislador de la naturaleza, el reconocimiento y alabanza a los que
tiene derecho. Como contrario al interés humano, es un error
existencial.
Consideremos el error existencial. Dice
Balmes en El Criterio que “los indiferentes y los
incrédulos son pésimos pensadores”. Discurren como si la existencia
de Dios no fuera importante para ellos. Sin embargo:
«La vida es breve; la muerte, cierta: de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, (...) no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo (...), no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, (...). Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo: nadie morirá por mi, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida, privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo que hay de verdad en ella, y que si digo: “Sea lo que fuere de la religión, no quiero pensar en ella”, hablo como el más insensato de los hombres» (J. BALMES, El Criterio, cap. 21, § I).
Pascal ve el
indiferentismo como el mayor error existencial: una «negligencia
inadmisible» ante un problema peculiar, el único en el que «se trata
de nosotros mismos y de nuestro todo». La duda es humana, pero lo
único razonable es trabajar con todas las fuerzas para salir de
ella; en cambio, «aquel que duda y que no busca es muy desgraciado y
muy injusto a la vez», dice. En efecto: «nada es tan importante para
el hombre como su estado. Nada es para él tan temible como la
eternidad. Y es así que no resulta natural encontrar hombres
indiferentes a la pérdida de su ser y al peligro de una eternidad de
miserias». Ya que «no es preciso tener un alma muy elevada para
comprender que aquí no hay satisfacción verdadera y sólida, que
todos nuestros placeres son sólo vanidad, que nuestros males son
infinitos, y que, en fin, la muerte, que a cada instante nos
amenaza, debe colocarnos infaliblemente, en pocos años, en la
horrible necesidad de ser eternamente exterminados o desdichados»
(Pensamientos, 427).
El panteísmo
La
mayor parte de las discusiones de la antigüedad, entre el siglo VIº
a. de C. y los cuatro primeros siglos de la era cristiana, giraron
en torno a la naturaleza de la divinidad. El antiguo no combatía el
ateísmo, sino la impiedad; el ateísmo es un fenómeno
desconocido, fuera de la civilización monoteísta (judeo-cristiana).
Sólo a quienes conciben a Dios como rey o padre se les pudo ocurrir
negarlo, para sentirse independientes.
En las civilizaciones que
ven “lo divino” (tò theîon) como Algo impersonal, que
lo contiene todo y se manifiesta en todas las cosas, no se les ha
ocurrido nunca ser ateos, por la misma razón que no se niega la
existencia de la Naturaleza. La existencia de un Ser absoluto, por
otra parte, es demasiado evidente, precisamente por la constatación
de la vanidad y relatividad de todas las cosas. Si todo es relativo,
hay un absoluto. El oriental –hinduísta, budista, etc.– es
extremadamente sensible a la vanidad del mundo: un velo de
apariencias y engaños (Maya), que nos liga, mediante deseos y
esperanzas de bienes pasajeros, a la tiranía de las
pasiones.
Para estas teosofías, o saberes de salvación, la
existencia del Absoluto es indudable. El Absoluto es el todo; y por
eso todas las cosas son Una y divina (todo es divino,
panteísmo). Las múltiples cosas son apariciones temporales,
transitorias y en gran medida falsas; la verdad es que todo es
uno. El panteísmo es una idea filosófica, que funciona como
religión entre algunos pueblos. Atribuye poder de salvar a la
Naturaleza, por eso se lo denomina también naturalismo; su precepto
común es: “obrar de acuerdo con la naturaleza”.
Jenófanes
y la crítica del politeísmo
Sobre el trasfondo del
naturalismo panteísta, del gran “Todo y Uno” (hén kaì pán),
las fuerzas de la naturaleza, personificadas por los poetas en los
dioses del politeísmo, ejercen funciones protectoras y punitivas. El
politeísmo se corresponde con esa concepción impersonal o
naturalista de lo divino. Las civilizaciones politeístas tienen un
trasfondo panteísta; la verdadera diferencia es: panteísmo o
creacionismo. En el panteísmo (y en los politeísmos) la divinidad es
algo impersonal, una cualidad que impregna la naturaleza y se
manifiesta privilegiadamente en determinados lugares o hechos:
santuarios, fuentes, árboles, etc. De manera especial, se concreta
en la legalidad y el Estado, y la teología (con la religión y la
ley) son asuntos de Estado, como en Grecia, Roma, Egipto,
etc.
Entre los antiguos la polémica sobre los dioses responde
al afán por conocer y honrar más justamente a la divinidad; la
crítica del politeísmo tiene un carácter simultáneamente religioso y
filosófico. La filosofía más temprana se interesó por Dios y asentó
las bases de demostraciones racionales, por eso mismo mantuvo una
actitud crítica frente a “los dioses”. El poeta y filósofo
Jenófanes de Colofón (540, a. de C.), llevó a cabo una
crítica de la “teología” de Hesíodo y Homero, autores de las
mitologías en que eran educados los antiguos griegos. Su idea
central es esta: el politeísmo hace a la divinidad imperfecta, luego
es absurdo.
«Dice Jenófanes que quien asegura que los dioses
tienen un nacimiento comete impiedad, lo mismo que quien afirma que
mueren; en efecto, de ambas maneras sucede que, en un cierto
momento, los dioses no existen». (Aristóteles, Retórica, II,
23). Está claro que, si lo divino no existe en algún momento,
entonces nunca. Es imperfección nacer y morir, luego la divinidad
será inengendrada e indestructible. Más aún: «Homero y Hesíodo han
atribuido a los dioses todo lo que es censurable y vergonzoso entre
los hombres: hurtos, adulterios, engaños recíprocos» y «muchísimas
cosas ilícitas» (Jenófanes, fr. 11-12).
El antropomorfismo, al
asignar a la divinidad la forma determinada del hombre o de otro
ser, la limita y rebaja. Esa es la razón de su actitud agnóstica:
«Los mortales imaginan que los dioses han nacido y que tienen
vestido, voz y figura humana» (fr. 14). Lo cual es absurdo, también,
porque «los etíopes representan a sus dioses chatos y negros, y los
tracios rubios y de ojos azules» (fr. 16). Tras estas negaciones, el
pensamiento queda frente a la trascendencia. ¿Qué sabemos de lo
divino? Sabemos que no tiene principio, que no tiene fin, que no
tiene figura humana, ni figura de ninguna clase, que carece de
imperfecciones; lo divino es lo totalmente diferente. Además, ha
quedado establecida la unicidad de Dios por reducción al absurdo.
Aristóteles testimonia que Jenófanes ha sido el primer filósofo
monoteísta: «Elevando los ojos hacia la totalidad del universo,
declaró que el Uno es Dios» (Metafísica, I, 5). Leamos su
impresionante fragmento poético:
«Hay un solo Dios, el más grande entre los dioses y los hombres,
que no se parece a los hombres ni por el cuerpo ni por el pensamiento.
«Todo Él ve. Todo Él piensa. Todo Él siente.
«Pero gobierna todas las cosas, sin fatiga,
con el poder de su mente.
«Permanece siempre en el mismo lugar, sin moverse;
y no le conviene ir errante de un lugar a otro» (Jenófanes, fr. 23-26).
Pero no es seguro que la
divinidad de Jenófanes sea personal. Parece confundirla con el
universo, a manera de principio vital, inmanente al mundo. De manera
que, más que de monoteísmo propiamente dicho, se trataría de un
henoteísmo panteísta.
La idea de Dios. Resumen y
Esquema
Para estudiar la existencia de Dios se precisa
antes una idea de lo que significa el nombre “Dios”. Hemos
considerado las diversas formas de esta idea previa. En cuanto al
nombre, puede ser: nombre abstracto (“divinidad”), nombre común
(“dios”) o nombre propio (“Dios”). En el panteísmo lo divino
es un nombre abstracto, no de persona, sino de fuerza; en el
politeísmo es nombre común, referido a personalidades distintas (los
dioses). En el monoteísmo creacionista es el nombre propio de un Ser
personal. Estos conceptos previos se pueden sintetizar así:
a) Indiferentismo (agnosticismo, ateísmo práctico), no da razones, es la actitud vital de quien opta por prescindir de Dios y de las preguntas sobre Él.
b) Agnosticismo filosófico, no afirma nada sobre Dios; se basa en una razón: Dios es la realidad suma, nuestra razón no la alcanza.
c) Ateísmo filosófico, afirma la inexistencia de Dios. Niega a Dios para afirmar al hombre: el hombre es Dios para el hombre (Feuerbach, Marx).
d) Panteísmo y politeísmo. Todo es divino, los dioses son multitud. El panteísmo no distingue entre Dios y el mundo; Dios lo es todo, la naturaleza y sus fuerzas son divinas (mitologías).
e) Henoteísmo naturalista. Entre los dioses hay uno que los supera a todos. Generalmente pensado como inmanente a la naturaleza, o Alma del mundo (Platón, Heráclito).
f) Monoteismo creacionista. Dios es único y personal, fuera de Él todo son criaturas; ninguna se le puede comparar, porque todas han recibido de Él el ser y la existencia.
La sola
consideración del pensamiento de Jenófanes demuestra la antigüedad
de la filosofía sobre Dios, su carácter racional y la marcha del
pensamiento hacia una concepción de la divinidad cada vez más
depurada. Concluyamos, pues, que los filósofos antiguos no eran, por
lo general, indiferentes ni ateos.
Existencia y
comunicación
Desde ahora suponemos que “Dios” es
nombre propio (con mayúscula), el nombre de Alguien. Si hay
que demostrar su existencia es porque se trata del Dios creador;
para un principio anónimo del cosmos no buscaríamos demostración
alguna. Se suele pensar que es muy difícil demostrar la existencia
de Dios. No es así. La dificultad con Dios no está en la
existencia, sino en la coexistencia.
No es difícil descubrir la existencia de un absoluto; pero sí lo es darle entrada en nuestra vida: la reclama totalmente. La pregunta de si hay un Ser absoluto no plantea mucha dificultad; lo comprometido para la razón y la libertad es que el Ser absoluto sea persona; si lo es, ¿qué tenemos que ver con Él? ¿Podemos vivir ignorándonos? La ley del ser personal es la comunicación. La persona no puede ser sola; se comunica. Si Dios es persona, tenemos que tomarlo en cuenta. Es inconcebible vivir en la proximidad de alguien, sin reconocimiento ni estima mutua. Ahora, ¿de qué manera hay que relacionarse con el absoluto? Absolutamente.
La actitud racionalista, negándose a aceptar nada que la razón no comprenda ni controle, es lógico que niegue la existencia de Dios. En cambio, el filósofo agnóstico no lo rechaza; se diría que se pasa la vida buscando las palabras para relacionarse con Él. Pero los agnósticos se equivocan, porque lo importante en la relación con el absoluto no son las palabras humanas, sino el derecho que Él tiene a que lo reconozcamos y lo tomemos en cuenta.
El nombre de Dios en la
civilización judeo-cristiana
La historia de la filosofía
ha sucedido en un mundo básicamente cristiano. El substrato judío y
cristiano de los filósofos, sin exceptuar a los ateos, es un hecho
innegable. Por tanto, en la historia de la filosofía la
investigación hace referencia al Dios personal.
En la mentalidad hebrea, el nombre propio de un ser significa su realidad. Por eso, cuando leemos en el libro del Éxodo que Moisés le preguntó a Dios Su nombre, se nos da a entender que le pidió una revelación de Su persona:
«Moisés replicó: Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: ‘El Dios de vuestros padres me envía a vosotros’, y me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?. Y le dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me ha enviado a vosotros» (Éxodo, 3, 13-14).
Tanto en la tradición judía como en la cristiana este pasaje bíblico se interpreta con un sentido metafísico de enorme alcance. El nombre propio de Dios (YHWH), Yahvé, significaría una plenitud trascendente de ser y de interioridad personal. A diferencia de los dioses falsos del paganismo, Yahvé es incomprensible, infinitamente superior a todo lo que los hombres pueden saber y dominar con el uso del lenguaje. Él es el único que es «Yo soy» de manera esencial, por sí mismo, es el absoluto. Teólogos y filósofos judíos y cristianos, desde hace más de dos mil años, interpretan sobre todo el nombre propio de Dios en el sentido de que sólo Él es, es el ser por esencia. Las criaturas tienen ser, han sido creadas y han recibido el ser; Dios no tiene ni ha recibido el ser, sino que lo es. Él es el Ser por esencia, absoluto e increado.
La divinidad de
Sócrates, Platón, Aristóteles y Plotino es un precedente. Los
paganos fueron progresando desde el panteísmo hacia el monoteísmo.
Pero es sólo en la tradición israelita donde el nombre de Dios
obtiene pleno significado. La filosofía trabaja desde entonces en
relación al Dios de la Biblia. En efecto, el Dios bíblico es el Ser
por esencia, Origen de todo, creador, absoluto (del lat.
ab-solutus, desligado, no dependiente), increado,
infinitamente poderoso y providente, que todo lo conoce, mantiene en
la existencia y gobierna.
II. Metafísica y
Teología
El método de la teología
racional
Si Dios es el Ser absoluto, ¿con qué clase de
demostración podremos nosotros alcanzar su realidad? No es posible
llegar hasta Dios con el método de ninguna de las ciencias
particulares, ni experimentales; pues no es un ser limitado, ni
visible para los sentidos. La demostración debe llevarnos fuera del
universo, hasta la Causa primera del mundo, luego no puede ser una
prueba física, en el sentido corriente de la expresión. Será una
prueba metafísica. Hay diferentes tipos de pruebas de esta
clase y el hombre no carece de recursos intelectuales para conocer a
Dios. Retengamos, no obstante, que Dios no es una causa
(física), sino el Incausado. Es el Origen y el creador. Retengamos
también que la teología es la metafísica, cuando resuelve
analíticamente (en la vía de lo confuso a lo evidente) el ser de
todos los entes en su Principio primero.
La
metafísica
Cuando abandonamos el método de la
filosofía natural, la filosofía se convierte en metafísica.
No versa sobre una realidad distinta, sino de una forma distinta. La
filosofía natural se pregunta por el ser móvil; la psicología por la
vida, etc. En la metafísica el objeto perseguido es el ser y los
principios primeros; el ser, o acto de ser es, dice Tomás de
Aquino, la «perfección de las perfecciones», es decir, lo
primero en lo absoluto, tanto en sí mismo considerado como
para el conocimiento.
Ser es el principio, y la perfección
primera. Todas las perfecciones presuponen el ser; y la falta de ser
suprimiría toda perfección. Según Aristóteles el ser se dice de
diversas maneras: no sería correcto, dado que todo “es”, afirmar
con Parménides que el ser es único. Que sea la perfección primera y
absoluta, para cada ente por separado, no significa que todos los
entes (bajo el punto de vista del ser) sean sólo uno. Si el ser
fuera único, las diferencias no serían, sino que
parecerían.
La analogía
Santo Tomás de
Aquino (1225-1274) es el pensador que ha elaborado la más madura
síntesis a partir de las filosofías de Platón, de Aristóteles y de
los Padres, en especial San Agustín, sobre el ser. Ante todo,
ser es lo primero, lo más radical y común (universal); desde
la criatura más pequeña e insignificante, hasta Dios, todo lo que
existe es, sin embargo, los entes son distintos, no son lo
mismo. Una teoría correcta del ser debe comprenderlo como
comunicable y distinto. Eso quiere decir que el ser es
análogo. La analogía del ser es una aportación griega,
especialmente de Platón y Aristóteles. Éste divide los términos
significativos de realidad en tres tipos: unívocos, equívocos y
análogos. Cuando decimos que algo “existe”, ¿qué significa
“existir”? Ser, o existir, no es una noción unívoca ni equívoca,
sino análoga. En efecto, si fuera unívoca, se diría de todas las
cosas «es» en un solo y único sentido, todo sería Uno (Parménides);
por el contrario, si fuera equívoca no diríamos «es» nunca en un
mismo sentido, la infinita diversidad impediría hallar la esencia de
algo, sólo habría fenómenos cambiantes (Heráclito).
Platón y
Aristóteles descubren un Ser primero coronando universo; los
diferentes seres se le asemejan sin serle idénticos. Ellos tienen
una concepción analógica del ser: la plenitud del ser está en el
Principio. En dependencia de éste, las cosas del mundo también
son, pero de una manera limitada, análoga al Primero. Así,
por una parte, todos los seres están profundísimamente
unidos, participando de la única perfección absoluta; mas,
por otra parte, todos son diferentes, porque el ser de cada
uno es el suyo, individual.
Para Platón el auténtico ser es la verdad, lo que siempre es, igual a sí mismo, a saber, la idea: plenitud de realidad, unidad, inmóvil, inmaterial, eterna. Ahora bien, pertenece al ser perfecto comunicar el ser a lo imperfecto, luego las ideas causan el ser transitorio de las cosas del mundo. En la cima del mundo de las ideas, el Bien, sol del mundo de las ideas, es el origen de lo ideal y del mundo sensible y material. Esta causalidad ideal platónica se llama participación. La participación (lat. partem capere) es una imitación (mímesis), por la que muchos se parecen a uno, cosas diversas imitan a una misma ideas. Pero las ideas y el mundo están “separados”; aquellas son eternas, éste cambiante; las ideas son inmateriales, las cosas cambiantes son materiales.
Para Aristóteles, el ser no se “dice” sólo como verdadero, sino que se dice de diversos modos. Ahora, las ideas son el ser pensado. Pero el ser es más que su idea; hay seres finitos y también uno infinito. Los finitos son sustancias y accidentes. La sustancia es en sí, el accidente es en la sustancia. La sustancia es el ser “primero”, en comparación con el accidente; el ser accidental es análogo al sustancial. Aún más, todos los seres, o entes, naturales son en potencia y en acto. La potencia limita la plenitud o perfección de la actualidad. Ser en acto significa una plenitud o perfección; ser en potencia limitación. En la cumbre de la realidad universal, existe el acto puro, esto es, la perfección sin límite. El acto puro es Dios, pensamiento del pensamiento, dice Aristóteles, puesto que vive, es feliz, invariable y eterno.
Para Tomás de Aquino ser es acto de ser (esse, actus essendi), la perfección de todas las perfecciones. Se dice análogamente: primero de la sustancia, derivadamente de los accidentes. Hay más acto de ser cuanto más elevada es la entidad de una cosa, así es más vivir que solamente existir, es más sentir que solo vivir, es más entender y amar que sólo sentir. Se describe así una escala de los seres, una gradación ascendente que va desde la materia hasta Dios. Pues bien, como el ser es análogo, todo acto de ser apunta a la plenitud infinita, a la vez que está limitado por una esencia. He aquí la estructura metafísica de los entes finitos, son compuestos y la composición básica es la de esencia y ser; la esencia limita, como entidad en potencia; el ser pone la realidad en absoluto, como acto de ser. En atención a esta estructura, se dice que los entes “señalan” hacia el Principio primero.
El ser y la esencia
El ser es la
perfección radical, lo primero, lo trascendental; pero no lo
único (como quiere el monismo); está diversificado en multitud de
entes. De ahí la pregunta: ¿cuál es la distinción básica, que
diversifica los seres? ¿Es la distinción entre sustancia y
accidentes, o la distinción entre potencia y acto? La distinción de
sustancia y accidentes es propia de los entes finitos. Dios, en
cambio, es el ser infinito. La infinitud se entrevé en la línea del
acto. Ser en acto es perfección –hemos dicho–, cumplimiento,
plenitud. Si existe un ser tal que sea acto pero no en potencia,
entonces éste será el Ser infinito.
Yendo más allá de
Aristóteles, hay que decir que la primera distinción es la que hay
entre el ser absoluto y el ser creado. El ser creado es
recibido (participado), no es autosuficiente. Si es recibido, es
originado y mantiene con el Origen una relación de dependencia
actual. Tomás de Aquino describe el ente diciendo que «participa
finitamente del ser» (Ens autem dicitur quod finite participat
esse, et hoc est proportionatum intellectui nostro, cuius obiectum
est ‘quod quid est’. In Liber De Causis, Pr. VI, lect. 6, n.
175).
La noción de creación es de origen bíblico, se trata
de un dato histórico. Pero una vez adquirida, el panorama del
pensamiento experimenta un giro completo: sólo Dios es el ser, en lo
absoluto; las criaturas son porque han recibido el ser, la
existencia; su existir no es idéntico a su esencia, no es idéntico a
ellas mismas. Sólo Dios es identidad (es, dice Tomás de Aquino,
ipsum esse subsistens), su esencia es ser, existir. Por el
contrario, si atendemos a los entes, reconocemos que no son
autosuficientes ni eternos, de ahí se desprende que
participan del ser, esto es, que no son el ser, sino
que lo tienen. Las demostraciones de la existencia de Dios se
pueden reducir a mostrar esto, que los entes son en virtud de un ser
actualmente recibido.
Causalidad
trascendental
La filosofía de Tomás de Aquino distingue
entre causa predicamental y causa trascendental. Ello equivale a
discernir entre causa física y causalidad creadora; la primera da el
ser a partir de algo, transforma una materia; la segunda comunica la
existencia absolutamente, no transforma nada, sino que da el ser a
partir de nada (ex nihilo).
Las demostraciones de la
existencia de Dios siguen la vía de la causalidad trascendental. Son
analíticas, van del efecto a la causa, al origen del ser. El hecho
de ver el ser como “originado”, o expresando una perfección absoluta
pero no absolutamente, equivale a ver el ser como «no idéntico». La
carencia de identidad, en las cosas, entre lo que son
(esencia) y la perfección de ser manifiesta que este ser es derivado
y dependiente del Ser increado.
La perfecciones absolutas se diferencian de las perfecciones relativas, porque éstas afectan limitadamente y a un ente limitado (por ejemplo, ser muy alto, ser fuerte, etc.), mientras que las absolutas no dicen limitación por sí mismas (por ejemplo, ser bueno, ser sabio, etc.). Las perfecciones absolutas son aquellas que, advertidas en las criaturas, vemos que pueden ser atribuidas a Dios.
La teología metafísica de
Tomás de Aquino
Puesto que la filosofía de Dios es un
aspecto de la metafísica, a partir de ahora seguiremos con
preferencia a Tomás de Aquino, para demostrar la existencia y la
esencia o «naturaleza» divina. Seguir a este autor es la mejor
manera de no limitar nuestro horizonte; en efecto, Santo Tomás de
Aquino es original y profundo, pero también un gran conocedor de la
tradición filosófica que lo había precedido, del pensamiento pagano,
musulmán, judío y cristiano.
Los argumentos de Tomás de Aquino
para demostrar la existencia de Dios demuestran, a la vez, la
creación, o mejor dicho, la creaturidad de los entes
finitos. Además, no parten de una idea humana, sino de las cosas
mismas. Ahora bien, todas las cosas del mundo se nos muestran tales
que, el esfuerzo para comprenderlas equivale a descubrirlas como
«entes por participación», es decir, existiendo en virtud de otro,
no en virtud de sí mismos: presentan un ser relativo, no absoluto ni
autosuficiente.