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El misterio de la Mujer Nueva
Por Antonio Orozco-Delclós

 

En mayo estalla la vida, la flor, la luz. En las plazas de la antigua Roma, y ante la puerta de los hogares, se plantaban árboles recién cortados, exornados de flores y cintas: «mayos» se llamaban y salpicaban de colores y aromas ciudades y aldeas. En España, ya se festejaba a Nuestra Señora de Mayo, en el siglo XV.

Una Virgen plena de juventud y gracia, Madre de un Niño-Dios, ¿no es como una primavera en sazón?

En aquel entonces se plantaba un «mayo», y las flores eran para coronar de triunfo a la Reina del Universo. Todo tiempo es propicio para honrar a la Señora, pero mayo es el mayor mes mariano. Por eso es «el mes en que descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia» (1).

Dios quiere infinitamente a su Madre y quiere que la queramos. Desea que en este mes, en todas partes de la Tierra se alce un gran canto de fe y amor, de modo que desde el corazón de los cristianos suba el más ferviente y afectuoso homenaje de su oración y veneración (2). Es justo. Dios lo quiere y el Espíritu ha inspirado a la piedad popular expresiones sumamente delicadas de veneración y afecto (...) La tradición cristiana nos insta a ofrecer flores, «ramilletes» y piadosos propósitos a la «Toda-hermosa» y «Toda-santa» (3).

La Iglesia contempla a María como el fruto más acabado de la Redención, purísima imagen que ella misma ansía y espera ser (4). Canta sin rubor el o felix culpa! por la primera Eva, que no supo, que no quiso ser fiel a su impresionante misión y, soberbia, introdujo en el mundo la reata de tragedias que afligen a la humanidad desde aquellos albores de su historia.

Al Redentor precede una mujer: la Mujer Nueva; ideal hecho belleza femenina real, esmaltada de toda calidad humana y llena de gracia divina. Un Arcángel, enviado de Dios, se lo dice: ¡Salve, llena de gracia!...

Se enciende el rostro de María, manzana hermosísima de arrebol; no como la del paraíso perdido, bella corteza con pulpa de muerte. Acontecen los momentos de supremo lirismo en la tierra. «Si pudiéramos ver a la Virgen en aquel instante, veríamos el mayor esplendor de la gracia en naturaleza humana. Tanta, que sus reflejos siempre duran, y los vemos aún más o menos en el rostro de toda mujer...» (5).

Ha sucedido una feliz casualidad: al poco de leer tales palabras, me topo con las de Juan Pablo II: la Virgen, dice, es la «Mujer nueva». En Ella Dios ha revelado los rasgos de un amor maternal, la dignidad del hombre llamado a la comunión con la Trinidad (6). Es Hija, Madre y Esposa de Dios: el esplendor de la mujer toca así el vértice de lo humano (7), y todas encuentran en Ella la expresión perfecta de lo más sustantivo de su esencia: belleza, encanto, pureza, fecundidad. María es plenamente Madre (¡de Dios!) y estrictamente Virgen, antes del parto, en el parto y después del parto (8). El milagro, para el Creador, no encierra dificultad alguna, pero constituye siempre una palabra de contenido inmenso; un mensaje que debe descifrarse en clave de amorosa humildad.

Cuando «nace de mujer», Dios glorifica la maternidad; al querer virgen -en el riguroso, literal y estricto, físico y espiritual sentido de la palabra- a su Madre, glorifica aún más la virginidad; y satanás bufa de rabia, y furioso de ira ansía en vano devorar a quien le aplastará un día la cabeza: Ipsa conteret caput! (9). Ella le aplastará la cabeza.


Feminismo del bueno

Dice el Papa: No se puede pensar en María, mujer, esposa, madre, sin advertir el influjo saludable que su figura femenina y materna debe tener en el corazón de la mujer. Y muy importante es que no resista la suave acción mariana: se perdería a sí misma, se esfumaría la esencia de su esencia; se corrompería en la frivolidad o la angustia, y corrompería todo en su entorno: familia, sociedad civil, la Iglesia. Por eso a todos concierne la defensa de su auténtica imagen, a semejanza de la Mujer Nueva, María santísima. Por eso es muy de agardecer la maravillosa, justísima y profunda Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II, Dignitatis mulierem, sobre la dignidad de la mujer.

Cada mujer debe mirarse en la Virgen como en un espejo de su dignidad y de su vocación (10); debe reflejar su modelo único: la Virgen de Nazaret y de Belén, de Caná y del Calvario (11). Debe navegar contra viento y marea hacia la plenitud de su cualidad específica. Así, al ser ella misma, será posible, y fácil la bellísima sugerencia del Papa: Si cada mujer puede mirarse en la Virgen como en un espejo de su dignidad y de su vocación, cada cristiano tendría que ser capaz de reconocer en el rostro de una niña, de una joven, de una madre, de una anciana, algo del misterio mismo de Aquella que es la Mujer nueva (12).

Esto sí que es maravilloso, feminismo del bueno, sí señor, feminismo esencial y fecundo; esto es cristianismo, humanismo pleno, coherente, trascendente, feminismo verdadero, que descubre en la mujer su más sabrosa sustancia: la pulpa, el toque, el misterio mariano.


El misterio mariano

¿Cómo describirlo en breve? María es Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa y Sagrario de Dios Espíritu Santo. Esto es lo que -salvando distancias y diversidad de modos- está llamada a ser toda mujer.

Que la mujer ha de comprenderse «hija de Dios Padre», es cosa sabida. En la filiación divina, que es participación en la vida íntima del Padre, radica la insuperable nobleza, el señorío indiscutible. Ninguna hija de Dios es inferior a otra o a otro, precisamente por serlo. La diversidad innegable e intraicionable, en modo alguno es inferioridad. No caben envidias ni absurdas contiendas entre iguales.

Más insólito es ver en la mujer cristiana a la «madre de Dios Hijo». Sin embargo, los antiguos Padres de la Iglesia enseñaban sin inconveniente que -en síntesis- «el alma pura concibe al Verbo» (13). San Ambrosio hace unas consideraciones que a primera vista parecen atrevidas, pero tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. «Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros» (14). ¿Y qué no acontecerá en el alma femenina que viva esa realidad teológica, mística, de tan altos y espléndidos vuelos como de tiernas y recias resonancias?

Finalmente, la mujer cristiana es «esposa del Espíritu Santo». Con melodía de rimas y acentos más líricos, suenan para ella las palabras de Dios a Israel, a la Iglesia: «Quien te hizo te tomará por esposa» (15). La Sombra del Espíritu se posa sobre ella y la hace madre de Cristo por la fe y el amor.

Hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo: es el misterio –como realidad o al menos como llamada- escondido en cada mujer; llamada, vocación divina que zumba imperiosa y vibra en cada fibra del corazón femenino, reclamando ser escuchada, asumida, vivida libre y gozosamente, y los demás han de descubrirla.

Toda mujer ha de ser un espejo de su Madre Virgen. Y todos hemos de mirar mucho, con mucha atención, a María, para llenarnos de su luz, para verlas, a ellas, siempre -sean niñas, jóvenes, madres o ancianas- con resplandores marianos; admirando en cada una la hermosa y venerable huella de la maternidad o los destellos más luminosos aún de la virginidad por Amor; y, siempre, la santa pureza, el esplendor, rico en matices, que emerge de un corazón copioso en altos valores asomados en el rostro transparente de un alma auténtica de mujer.

Alguien ha escrito, quizá con algún apresuramiento: «Vosotras mujeres, cuando sois bonitas, estáis dispensadas de ser buenas; cuando sois buenas no necesitáis ser bonitas; y cuando sois bonitas y buenas, no hay sino adoraros de rodillas como a un trasunto de la Divinidad en la tierra» (16). Habría que rectificar lo primero y lo segundo, superando lo epidérmico, sin subestimar la apariencia; alcanzar el ser y la esencia. ¿Acaso la mujer puede «ser» -no sólo «estar»- hermosa sin ser buena? Y si es buena, siempre es hermosa y lo hermosea todo.

Y su fortaleza. ¡Qué poco de la mujer sabía Hamlet cuando exclamaba: «¡Fragilidad, tu nombre es mujer!» (¡El sí que era fágil!). Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor -!María de Magdala y María de Cleofás y Salomé! / Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo! (18). ¡Qué gran labor se está haciendo ya!

¿Y si todas se pusieran -con esfuerzo, claro es- a la altura de su dignidad, con respuesta cabal a la llamada divina? Entonces el mundo sería casi un paraíso, porque la mujer es el corazón del mundo.


Despertar a las dormidas

Pedimos ahora a la Virgen Madre que despierte a las dormidas; que vista con el encanto del pudor y la elegancia a las que aún no hayan descubierto el valor de esas virtudes indispensables de la persona; que las mueva a respetarse y nos obliguen a respetarlas y venerarlas; que la Madre Inmaculada las ilumine con la mágica luz de su misterio.


Un gozo incesante

Es gozoso andar diciendo en silencio, al ver -sin «mirar», si no es pertinente- a una mujer: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, solo Dios! (19): protege, cuida, mima, a esa niña, a esa joven, a esa madre, a esa anciana, que te me ha recordado con el encanto de su luz mariana.

Jamás nos acostumbraremos a ver -jamás «miraremos»- a la mujer que se exhibe, que se ha perdido, o que la han corrompido pisoteando su dignidad, su vergüenza, su esencia, y se ha convertido, o la han convertido en «objeto», en «cosa», quizá en carne para pasto de buitres, en mercancía más o menos barata de tantos cines, kioskos, televisiones y demás prostíbulos. Nos llenaremos de ira santa: irascimini et nolite peccare!(20). Pediremos perdón por tan mostruosa deformidad, que tanto ofende y hace sufrir a Dios y a su Madre Inmaculada. Pondremos todos los medios a nuestro alcance, algunos hay, para detener ese envilecimiento que agresivamente procura el materialismo militante, obra tristísima de hombres y mujeres corruptos.

Volveremos nuestra mirada -aún con mayor humildad, amor y gratitud- a la Toda-hermosa y Toda-santa. Cantaremos el "¡Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea...! y de nuevo: Dios te salve, María, Hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!. Tú que tanto puedes, eres la Omnipotencia suplicante, ¡ayuda a tus hijas! ¡ayuda a tus hijos! Que nunca nos falte en los ojos, en la mirada, la luz de tu misterio,

Rosa decens, rosa munda,
Rosa recens, sine spina,
Rosa florens et fecunda,
Rosa gratia divina (21).


Rosa hermosísima, Rosa purísima, Rosa tierna sin espina, Rosa fecunda, llena del encanto de la divina gracia.
___________________
1 PABLO VI, Enc. Mense maio
2 Ibid.
3 JUAN PABLO II, Homilía, 1-V-1979
4 Con. Vat. II, Sacrosanctum Concilium, 103.
5 JUAN MARAGALL, Elogios, Espasa-Calpe, 1950,p. 146
6 JUAN PABLO II, Homilía, 25 -III-83
7 Ibid.
8 PABLO VI, Const. Cum quorumdam, 1955; cfr. la definición dogmática del Concilio de Letrán bajo Martín I, año 649, can. 3
9 Gen 3, 15
10 JUAN PABLO II, l.c.
11 Ibid.
12 Ibid.
13 ORIGENES, SAN AGUSTIN, SAN GREGORIO NACIANCENO, SAN GREGORIO DE NIZA, etc.
14 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, n.281
15 Is 54, 5
16 J. BENAVENTE, Cartas de mujeres, 8ª ed.Madrid 1917, en prólogo, p. 19
17 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, núm. 87
18 Camino, 982
19 Camino, 496
20 Sal 4,5; Ef 4,26.
21 SAN BUENAVENTURA.