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Dickens,
observador de la
naturaleza humana
Autor: Ignacio Arellano
Catedrático de Literatura
premio Rivadeneyra de la Real Academia Española
Charles Dickens (1812-1870) es uno de los novelistas de raza (con Galdós,
Tolstoi, Balzac, Víctor Hugo, Dostoyevski...) que residen en el Olimpo de los
grandes narradores, capaz de engendrar una verdadera devoción en miles de
lectores que conocen de memoria pasajes de sus obras y conviven con los entrañables
personajes creados por su fantasía. Al comienzo de Los papeles póstumos del
club Pickwick, el pícaro Jingle pregunta a Mr. Pickwick, viéndolo rumiar la
extraña mudanza de las cosas humanas: «¿Filósofo, sir?». «Observador de la
naturaleza humana, sir» contesta el excelente Pickwick.
Y como la naturaleza humana es muy amplia, por amplios escenarios nos llevará
Dickens de la mano de sus criaturas. Viajaremos en diligencia por las campiñas
y los pueblos de Inglaterra, visitaremos acogedoras posadas y gustaremos
nutricias comidas en mesas pobladas de buen humor y de amistad y no menos
abundantes en cerveza y ponche. Pero también nos hundiremos en colegios
siniestros (Nicholas Nickleby), en oscuros antros donde los niños son
explotados por organizaciones delincuentes (Oliver Twist), en los conflictos
sociales y políticos de la época victoriana, en las melancolías y en las
esperanzas de infinidad de personajes de toda clase social y destino individual
(y transitaremos de los «Tiempos difíciles» a las «Grandes esperanzas», en
compañía de Pip, Esteban y Raquel, o del mismo David Copperfield, que de todo
vive y conoce); tampoco se nos ahorrarán las perversidades de seres como el
feroz Daniel Quilp de La tienda de antigüedades. Dickens ve, ciertamente, la
oscuridad de la naturaleza humana que tanto se esfuerza en comprender, y la
denuncia: no se hallará fácilmente una crítica como la que hace en Nicholas
Nickleby de la situación de los escolares: «Rostros pálidos y demacrados,
figuras flacas y huesudas, niños con caras de viejos, y otros cuyas largas y
enclenques piernas apenas podía sostener los cuerpos encorvados, todos se
agolparon ante su vista. Los había con ojos legañosos, labio leporino, pies
torcidos, y toda clase de deformidad o fealdad que indicaba que los padres habían
concebido una aversión antinatural hacia su vástago, o que unas jóvenes vidas
habían padecido la crueldad y el abandono desde su más tierna infancia». No
es, pues, Dickens, ese escritor acaramelado, sentimental y medio humorístico,
que provocaba la indignación del camarada Lenin por su «sentimentalismo burgués»,
y cierto desprecio en petulantes críticos que le acusan de excesos emotivos y
moralistas, de melodramatismo y hasta de mal gusto y valores mediocres.
El público lo entendió siempre de otra manera y Dikens nunca dejó de ser un
escritor popular. Lo que no parece perdonarle ese sector estirado y pedante de
la crítica literaria y social es su inclinación hacia la felicidad, a pesar de
todas las negruras y maldades que asoman en sus novelas. No se le perdona que
quiera hacer literatura con buenos sentimientos, y que la haga
extraordinariamente bien, que la haga mejor que nadie, como admitirá todo el
que lea, por ejemplo, Los papeles póstumos del club Pickwick, admirable crónica
de las aventuras de Míster Pickwick y sus amigos. Samuel Pickwick, caballero
rentista y, como don Quijote, hombre bueno, fundador del club que lleva su
nombre, decide salir al mundo para observar a la humanidad y a la naturaleza.
Con sus amigos Snodgrass, Winkle y Tupman emprende las aventuras que lo llevarán
por distintos pueblos, campos, posadas, mansiones y cárceles, en compañía
también de su fiel escudero Sam Weller, el inolvidable Sam, de ingenio práctico
y puños ágiles, a quien su amo debe infinitos beneficios. Imposible resumir
las peripecias de esta amable pandilla, que sufre las asechanzas del pícaro
Alfredo Jingle, a pesar de todo simpático, o las pretensiones matrimoniales de
la señora Bardell, en cuya casa se aloja Pickwick, y que lo mete en la cárcel
por ruptura de compromiso. Por si tal cúmulo de sucesos y personajes no fuera
suficiente, todavía añade Dickens unas cuantas historias intercaladas de
distintas categorías: fantásticas como la «Historia del viajante», de amor («El
escribiente parroquial»), de duendes («Los duendes que arrebataron al
sepulturero»)...
Amoríos, enredos, sátira social, grotescas elecciones y costumbres
pueblerinas, descripciones carcelarias, amistades y desencuentros, se van
sucediendo en los más variados escenarios (tabernas, casas solariegas,
pensionados de señoritas, jardines nocturnos o polvorientos despachos de
abogados corrompidos y sórdidos calabozos) en un relato lleno de humor en el
que la vocación de felicidad es la clave para superar todos los laberintos.
Valga recordar solamente la atmósfera de la Navidad en Manor Farm, la casa
solariega de los Wardle, en donde al abrigo de las chimeneas acogedoras, bajo el
símbolo feliz del muérdago y envueltos en el aroma de las manzanas cocidas la
familia humana representada en los protagonistas, puede recuperar solidariamente
los dichosos días de la infancia y el paraíso perdido del hogar: «Felices
Navidades, que pueden devolvernos las dichosas ilusiones de la infancia, que
recuerdan al viejo los placeres de su juventud, que son capaces de transportar
al marino y al caminante a su propio hogar y a la quietud de su morada». En
estas veladas amistosas Pickwick imparte la doctrina de la bondad, y en justo
premio la novela terminará con gentes felices, con algo de melancolía por el
recuerdo de lo que fue, pero con un esencial optimismo. Despidámonos, pues, de
nuestro amigo «en uno de esos momentos de pura felicidad que buscándolos bien,
siempre habremos de hallar para que vengan a alegrar nuestro vivir transitorio.
Cruzan la tierra sombras espesas, mas también sirven, por cotraste, para
reforzar sus claridades. Nosotros nos complacemos en detener nuestra postrer
mirada sobre los compañeros imaginarios de muchas horas de soledad en un
momento en que el fugaz destello del mundo les ilumina de lleno».
Como apostilla Chesterton «Dickens no mira hacia atrás, sino hacia delante;
podría mirar a nuestras modernas multitudes con sátira o con furia, pero le
encantaría mirarlas. No debemos encuadernar todos sus libros bajo el título de
La tienda de antigüedades. Más bien podríamos encuadernarlos bajo el título
de Grandes esperanzas. Dondequiera que esté la humanidad él nos haría
enfrentarnos con ella y haría de ella algo»: algo bueno, añadiría yo, aunque
haya en ella mucho de malo.