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Voluntad y afectividad
(I)
Manolo Ordeig
1. La dimensión natural: a) Noción inicial; b) Clasificación de los afectos.- 2. La mentalidad contemporánea: a) Consecuencias morales de esta concepción.- b) Recuperar el sentido de la afectividad.- 3. La afectividad desde una comprensión integral del hombre: a) Presupuestos antropológicos; b) La afectividad humana y su integración; c) Consecuencias antropológicas y morales.- 4. El papel de la afectividad en la vida humana: a) Influjo ambivalente de los afectos; b) Afectividad y madurez.
1. La dimensión natural
a) Noción inicial
Genéricamente se entiende por afectividad el conjunto de las tendencias
sensibles (propias de los sentidos) innatas en el hombre, y el eco que dichas
tendencias producen en nuestro interior (afectos, sentimientos, emociones o
pasiones). Estas reacciones son involuntarias: vienen dadas por las
circunstancias y la personalidad de cada uno.
b) Clasificación de los afectos
Hay muchas clasificaciones. La división más clásica es la tomista:
a) Del apetito concupiscible: amor (simple sentimiento de atracción) ante el bien y odio ante el mal; deseo de un bien futuro y aversión ante un mal futuro; gozo ante el bien presente y dolor (o tristeza) ante el mal.
b) Del apetito irascible: esperanza ante un bien difícil y desesperación si es inalcanzable; temor ante un mal inevitable y audacia ante un mal evitable; ira (o cólera) ante el mal presente.
Por combinación de estos 11 tipos de afectos se logra una multitud de sentimientos derivados que constituyen la variada y riquísima afectividad humana(1).
2. La mentalidad contemporánea
Las dimensiones más importantes del hombre son tres: voluntad, intelecto y
tendencias sensibles (afectividad). "Hoy en día, de estas tres dimensiones
... se han atrofiado mucho el pensamiento y la voluntad, mientras que la
afectividad ha alcanzado una especie de papel principal" (cf. Leonardo
Polo). Es decir, se piensa poco, y se educa poco la voluntad; y la gente se deja
llevar en gran parte por los sentimientos: "me gusta o no me gusta",
"me apetece o no me apetece"; los jóvenes dicen con facilidad: "¡no
me agobies!"
a) Consecuencias morales de esta concepción
Esta mentalidad se manifiesta en que todo lo que "sentimos"
enamoramientos, simpatías o antipatías, gustos, insatisfacciones, estados de
ánimo, etc.- pasa a ser bueno, porque parece "natural". Ante las
"ganas" o "desganas", los "flechazos a primera
vista", no habría nada que hacer. La única alternativa "madura"
es reconocer y seguir siempre los dinamismos afectivos(2).
Este planteamiento ha dado origen a un todo un modo de vida. Sus características más sobresalientes son el hedonismo (placer = felicidad instintiva, material e inmediata) y el permisivismo (tolerancia indiscriminada, relativismo de la verdad y de las normas de conducta).
b) Recuperar el sentido de la afectividad
Tal cultura, evidentemente, no es buena. Pero no debe llevar a una visión
negativa de la afectividad humana. Una visión realista, equilibrada,
revalorizadora de la afectividad es profundamente humana y positiva. Una persona
sin afectos está deshumanizada. Los sentimientos son buenos en sí mismos,
incluso los negativos: temor, ira,... (ej: la ira santa de Jesús con los
mercaderes del Templo).
Lo malo es la visión hedonista de la afectividad. El problema está en el equilibrio entre los afectos y la voluntad. Estas dos dimensiones humanas no son necesariamente conflictivas -como algunos afirman-, sino que deben integrarse en una unidad. Pero esto no será posible sin una vida virtuosa. Por las virtudes, la voluntad puede asumir correctamente los sentimientos y las emociones; dirigiéndolos y orientándolos sin anularlos.
3. La afectividad desde una comprensión integral del hombre
a) Presupuestos antropológicos
El principio antropológico fundamental es la unidad sustancial de la persona
humana: cada uno se experimenta como un sujeto único y trascendente a sus
actos: percibe todo (p.ej: su cuerpo, su alegría) como parte de sí mismo. A la
vez, es consciente de ser algo más que un cuerpo, o que una satisfacción. Por
otra parte, siempre es él mismo, a pesar del tiempo y de las circunstancias.
¿Cómo es posible esa unidad en la multiplicidad de actos de la vida? La respuesta hace referencia a la noción de integración. Ésta es la tarea del hombre: lograr la integración de todo su ser (y su tener, y su actuar) en la unidad de sí mismo: que la multiplicidad de las cosas no le "disgregue". A veces se produce un conflicto interno (tensiones entre los diferentes aspectos de la vida) que, de no ser superado, puede llevar a una situación de división interna del sujeto (con o sin secuelas psíquicas).
La unidad personal, por tanto, no viene dada sino que es una tarea: un empeño de carácter ético confiado a la persona. Es la tarea de perfeccionarse, de llegar a ser una persona (hoy se dice ser yo mismo). La integración propia del obrar humano deberá conseguirse según el orden de la propia condición humana. Esto significa que la integración es confiada a la inteligencia y a la voluntad, en cuanto poseen el rango de potencias superiores del hombre. La sensibilidad sola no integra, sino que más bien tiende a desintegrar al hombre, porque es cambiante y variable según las circunstancias.
En esa tarea, la potencia directriz es la voluntad. De ahí que todo el esfuerzo integrador de la conducta corra fundamentalmente por cuenta de la voluntad. Educar es, sobre todo, formar la voluntad; antes incluso que el intelecto.
b) La afectividad humana y su integración
En la afectividad se unen lo sensible y lo espiritual de la persona. Es como el
nudo de ambas dimensiones. Por ejemplo, se comprueba la gran influencia mutua
entre el cuerpo y el espíritu: los estímulos externos y las resonancias
interiores. En la segunda parte de la exposición se verá con más detalle este
punto.
La dimensión afectiva de la persona -igual que las tendencias biológicas- posee la misma dignidad humana de que gozan la inteligencia y la voluntad, aunque está en un orden diverso. No es menos humano sentir atracción (p.ej: por una persona de otro sexo), que pensar.
En esta perspectiva surge una visión muy positiva de la afectividad humana, alejada tanto de una absolutización de los sentimientos, como de un falso espiritualismo: no somos ni sólo afectividad (impulsos, emociones, instintos), ni solo espiritualidad (razón y voluntad). Somos personas y, como tales, contamos con una serie de dinamismos, diferentes pero igualmente "humanos".
Algunos ejemplos concretos de lo que se quiere decir:
- no debe importarnos que se noten nuestros afectos (especialmente los positivos); más aún, lo demás deben "notar" que les queremos;
- tener compasión es algo muy valioso; significa "padecer-con" el que pasa un mal momento en su vida;
- la tristeza tampoco es mala, especialmente si proviene de participar en el dolor ajeno;
- lo mismo la alegría por una buena noticia: hay que saber participarla a otros y participar en las de los demás;
- es necesario "dejarse cuidar": no ser "autosuficientes"; dar a los demás la oportunidad de que ejerzan el bien con nosotros;
- es muy importante tener "pesquis" para captar la situación anímica otra persona; p.ej: saber si necesita animarle o, por el contrario, no decirle nada...
Conocer esa condición multivalente de la naturaleza humana, sus posibilidades y
sus límites, coordinarla y actuar consecuentemente, es objetividad y realismo.
Al mismo tiempo, es condición imprescindible para alcanzar el equilibrio
interior característico de la persona madura.
En resumen: la afectividad, subordinada a la voluntad y modulada por ésta, constituye una fuerza poderosa y creativa para realizar el bien propio del hombre, para amar a los demás y a Dios con todo nuestro ser.
Sin embargo, toda absolutización (hipertrofia) de cualquiera de ambos aspectos constituye un reduccionismo: una atrofia de la persona. Tanto desconocer como sobrevalorar la afectividad, sería deshumanizante. Tan empobrecedor e inhumano es el emotivismo en todas sus variantes (sentimentalismo, hedonismo, etc.) como la frialdad afectiva (rigidismo, voluntarismo)(3).
Llegados a este punto, hay que decir que la afectividad humana se caracteriza por una notable plasticidad: es decir, sentimos aparecer o desaparecer en nosotros una simpatía o antipatía, o un sentimiento positivo o negativo en nuestro estado de ánimo, podemos esforzarnos en que no se note el cansancio o la tristeza, etc. Es decir, los sentimientos son educables. De hecho la "buena educación" consiste en un prudente control de los sentimientos espontáneos.
Tal proceso de integración de los afectos por la voluntad no es nunca un proceso "represivo" (teoría de Freud), pues tiene como criterio el orden natural de la persona. De ahí que la relación voluntad-afectividad no sea de suyo contradictoria ni conflictiva. Sin embargo, siendo un aspecto no "dado" sino confiado a la libertad -por tanto, una tarea- cabe la posibilidad de conflicto. Tampoco puede, pues, extrañar que alguna vez surjan tensiones o dificultades.
c) Consecuencias antropológicas y morales
Así, no es extraño que, a veces, la primera reacción sea "no tengo
ganas" o, por el contrario, "me resulta agradable". Sin embargo,
el momento de la persona y del obrar específicamente humano es el de la
libertad. La voluntad primero constata, pero luego asume las tendencias espontáneas:
ya sea consintiéndolas o rechazándolas. De este modo los sentimientos son
integrados en la actuación personal y entran a formar parte de la libre decisión
de la persona. Frente al despertarse repentino de los sentimientos, de las
ganas, de la atracción o rechazo ante determinada circunstancia, la persona
siempre puede y debe decidir.
Como apuntábamos más arriba, la "hipertrofia" de la afectividad, que se da en buena parte de la cultura actual, ha traído como consecuencia que la persona viva sujeta al sentimiento, a las ganas, a los estados de ánimo. Se trata de una actitud inmadura que, al final, desemboca en un pesimismo existencial, pues el dar rienda suelta siempre y en todo a la afectividad conduce al hastío y al vacío interior. Fundamentalmente por la volatilidad de los propios sentimientos: se hace necesario buscar cada vez otra emoción nueva y mayor que la anterior; lo cual ni es siempre posible, ni satisface definitivamente la situación personal.
Pero esta realidad tampoco justifica la actitud contraria. El surgir espontáneo de los afectos, el irrumpir apasionado y vehemente de la afectividad no es "extraño" al hombre. Lo extraño sería no sentir. Igual que sería también índice de inmadurez extrañarse o asustarse ante determinados sentimientos, impulsos o tendencias. Se puede decir que no se es más libre por dejarse llevar de los sentimientos. Hay que contar con ellos; muchas veces son el primer motor de nuestros actos, pero no lo definitivo.
Desde el punto de vista moral, ¿qué decir de los afectos? La dimensión ética es una característica del obrar libre. Sólo los actos que tienen como principio la libertad del hombre son susceptibles de calificación moral, es decir, de ser buenos o malos.
El plano afectivo en sí mismo considerado no es moralmente bueno ni malo. Sólo en la medida en que los sentimientos son asumidos por la libertad tienen calificación moral. Los afectos son moralmente buenos cuando contribuyen a una acción buena, y malos en el caso contrario. Pero siempre elegimos porque "queremos", aunque ese "querer o no querer" es facilitado por los sentimientos. Únicamente en aquellos casos en que la emoción es particularmente intensa (accesos de pánico, cólera, etc.), la persona puede quedar bloqueada y sucumbir ante el sentimiento. Esta ya no sería una acción libre y, por tanto, moralmente imputable.
De estas precisiones surge la importante distinción entre sentir y consentir. Mientras lo primero es indiferente en el plano moral, lo segundo es siempre o bueno o malo, pues ha sido elegido y querido por la persona.
4. El papel de la afectividad en la vida humana
a) Influjo ambivalente de los afectos
Los sentimientos humanos son como los colores de la paleta de un pintor. Las
gamas son casi infinitas, pues las emociones se superponen o se intensifican y
también se destruyen mutuamente. Gracias a los sentimientos, el mundo, las
personas, y hasta Dios, no nos resulta neutro, indiferente, amorfo. Puede
decirse que los afectos "colorean" la realidad conocida con una carga
de atracción o repulsión, de placer o de dolor... Aunque la calificación
moral de la persona depende de la libertad, los sentimientos, los gustos, son
constitutivos de la naturaleza humana y, por tanto, su presencia ordenada es
necesaria y conveniente en el despliegue auténticamente humano de la persona.
Pero los sentimientos pueden influir negativamente: falta de ganas para el trabajo, un "capricho" ante el que cedemos... Esto no quiere decir que los afectos, de suyo, sean negativos, pero de hecho pueden influir negativamente, de modo indirecto, en la decisión. El mundo afectivo, como hemos dicho, tiende a ser "inestable" pues los sentimientos suelen ser pasajeros. Una manifestación típica de la preponderancia de los afectos en la vida de la persona es el sentimentalismo: hacer las cosas unos ratos y dejar de hacerlas porque se ha pasado el entusiasmo; la dependencia de los estados de ánimo, de los caprichos, la "ley del gusto"...
b) Afectividad y madurez
No es raro encontrar en muchos ambientes una cierta actitud de "mayoría de
edad": la tendencia a leer indiscriminadamente, a experimentar todo tipo de
emociones y sensaciones, a pensar que se es capaz de enjuiciar acertadamente
todo... Paradójicamente, sin embargo, este "estado adulto" puede
ocultar una notable inmadurez afectiva. No es raro encontrar buenos
profesionales, hombres o mujeres "de primera", de apariencia sólida
pero de voluntad débil: en constante conflicto interior con sus sentimientos,
incapaces de gobernarlos. Ejemplos frecuentes, por desgracia, podrían ser las
infidelidades matrimoniales, los accesos de ira, etc.
Esta inmadurez afectiva va desde un voluntarismo acérrimo a un hiper-sentimentalismo; y se manifiesta, entre otras actitudes, en:
- la dificultad ante el compromiso y la fidelidad,
- la resistencia a afrontar los problemas de la vida conyugal y familiar,
- la tendencia a entablar las relaciones interpersonales con cálculo egoísta,
- la falta de generosidad,
- la dificultad para asumir equilibradamente los éxitos y fracasos, los desequilibrios anímicos...
La perfección y plenitud de la persona lleva al desarrollo integral y armónico de todas sus dimensiones, también de la afectiva. De manera que una persona madura no es sólo la eficiente y bien preparada, sino también, y fundamentalmente, la que posee una voluntad educada para el amor, una inteligencia que busca la verdad, y unos sentimientos forjados por la virtud. Todo ello es importante.
La afectividad es educable; ya lo hemos dicho. Orientar y educar la afectividad supone un trabajo de purificación, "porque el pecado ha introducido la cizaña del desorden también en este campo". Es una tarea donde adquiere relieve la necesidad de "depurar" los afectos: evitar sentimientos que impliquen "apegos" del corazón, afectos que "atan a la tierra", combatir inclinaciones que se convierten en "tentación". El Beato Josemaría lo expresaba así: "No te digo que me quites lo afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles". Por eso resulta imprescindible el empeño por guardar delicadamente los sentidos, pues a través de ellos entra lo que remueve la afectividad.
Si no se educan los sentimientos, la persona se deja llevar desproporcionadamente por grandes afectos o desafectos, llegando a confundir amor con sentimiento. Para evitarlo necesitará fortaleza: no dejar que la afectividad se desordene. Además, con frecuencia detrás de una persona que se deja llevar por el sentimentalismo, se encuentra, a un nivel más profundo, una gran falta de convicciones firmes, aptas para regir la existencia: la fe, la madurez de pensamiento para plantearse la vida, etc. Así, podemos encontrar personas que se adhieren con sorprendente rapidez a unas ideas, para, al cabo de no mucho tiempo, abandonarlas, también repentinamente.
La madurez afectiva, por tanto, exige cultivar los sentimientos, la inteligencia y la voluntad, con la gracia de Dios y el esfuerzo personal. Alcanzando la unidad y el equilibrio interiores, en que la voluntad asume los afectos, a la vez que éstos "matizan" el querer voluntario. Esta integración trae como consecuencia la armonía y estabilidad de la persona.
Lejos de ser apática emocionalmente, la persona madura posee una vida afectiva de gran vitalidad: un corazón grande. Sus sentimientos modelados -nobles- facilitan su querer, lo reafirman y lo acompañan: no sólo quiere el bien, sino que lo quiere "con todo el corazón". Es capaz de gozar, de sufrir, de superar los altibajos, de distinguir un estado de ánimo de una decisión voluntaria, de odiar el mal y de enfadarse cuando hay motivo. En definitiva, es dueña de sus sentimientos.
Es fundamental lograr esta unidad interior de voluntad y
afectos. Para eso hay que educar la voluntad, enseñandola a cultivar las
virtudes para buscar siempre el bien; de modo especial la caridad. Sobre ésta
se edifica -por la gracia- la vida cristiana y la identificación con Cristo. Se
trata, en definitiva, de aprender a amar. Moldear el corazón con los afectos,
con la inteligencia y la voluntad, enfrentándose a los posibles conflictos con
esfuerzo y espíritu deportivo. Sobre una madurez así, actuará la gracia del
Espíritu Santo para llevar al hijo de Dios hacia la santidad. Es lo que se
explica en la segunda parte de esta exposición.
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Notas
1. Una enumeración más moderna sería de tipo fenomenológico, e incluiría entre otros: ternura, amabilidad, consuelo, lástima, atención, saber escuchar; y por el contrario, indiferencia, frialdad de trato, resentimiento, envidia, malhumor, etc. ...[se puede ver, p.ej., los diversos libros de Miguel Angel Martí sobre algunos de estos temas].
2. La raiz filosófica de tal actitud se despliega a lo largo del pensamiento del s. XX: Niestchze (voluntarismo, moral de esclavos), Freud (instintos), Sartre (libertad), Neo-Positivismo (materialismo), Marcuse (rebeldía de los instintos contra la dictadura de la razón o la moral). La postmoderrnidad es su herencia.
3. Ejemplos: D.Javier Echevarría, en una de sus Cartas, nos insiste en ser "hombres de criterio"; lo cual equivale a tener un norte claro en la vida, aunque haya no pocos zigzags a lo largo de su recorrido; D.Alvaro del Portillo, también en una Carta, nos invita -en una aparente paradoja- a "amar también con la inteligencia".