La Teología moral hoy

José Luis Illanes

 

Situación y perspectivas de la Teología Moral

Con ocasión del cuarto aniversario de la

 Encíclica Veritatis splendor

El 6 de agosto de 1993 apareció una de las encíclicas más comentadas de Juan Pablo II: la Veritatis splendor, que versa, como indica el encabezamiento o subtítulo, "sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral en la Iglesia". Ya desde el momento mismo de su publicación diversos comentaristas subrayaron que era el primer documento amplio, la primera encíclica, dedicada por un Romano Pontífice a la teología moral, signo claro de la importancia de los debates planteados en el seno de la teología moral católica, en los que, venía a decir Juan Pablo II, estaban en juego no cuestiones accidentales o secundarias, sino la naturaleza misma de la enseñanza ético-moral católica.

Han transcurrido ya cuatro años desde la aparición de la encíclica: un lapso de tiempo todavía breve, pero lo suficientemente extenso como para recordar la efemérides y esbozar una reflexión a ese respecto. Lo haremos en tres pasos consecutivos.

La Veritatis splendor y el desarrollo contemporáneo de la Teología Moral

La Veritatis splendor marca, sin duda alguna, un hito en la historia de la teología moral del siglo XX, en cuyo desarrollo ese documento aspiraba a incidir. Un breve panorama histórico permitirá documentar, y precisar, esa afirmación.

La teología moral de nuestros días presupone el impulso de los grandes proyectos renovadores que, nacidos durante el siglo pasado, encontraron eco y prolongación en el segundo tercio de nuestra centuria. Esos proyectos, muy diversos metodológicamente entre sí —pues apelan, en unos casos, a la vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas y en otros al recurso a maestros medievales o a filones antropológicos de signo personalista—, coinciden no obstante en promover una teología más viva, más atenta a la totalidad de las dimensiones del ser humano y, en consecuencia, más cercana a la realidad concreta, más capaz de incidir en la existencia. Esa fue la vía emprendida por la teología moral ya desde mediados del siglo XIX, dando lugar a una renovación que fue recogida y confirmada por el Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución Gaudium et spes.

En ese proceso de desarrollo se produjo, en especial a partir de fines de la década de 1960, un momento de inflexión, que sería complejo describir ahora en toda su integridad. Digamos sólo que, por influjo de un existencialismo de cuño heideggeriano en unos casos, y de un pragmatismo consecuencialista en otros, algunos autores desembocaron en un planteamiento que, a juicio de muchos —y Juan Pablo II va a coincidir con ese diagnóstico—, no reflejaba con plenitud el ideal ético cristiano. Más concretamente, en un planteamiento que se hacía eco, sin duda, de la invitación a la autenticidad existencial, a la seriedad de vida, a la generosidad, que implica el mensaje evangélico, pero no, en cambio, del carácter absoluto que tienen algunos de los imperativos éticos que ese mensaje contiene. La invitación a la autenticidad corría así el riesgo, aunque cuando fuera formulada con fuerza, de resultar meramente formal, genérica, y, en plazo más o menos largo, inoperante e incluso vacía.

La Veritatis splendor  presupone esa encrucijada ético-teológica en la que se hizo presente con el deseo de ofrecer unas orientaciones que contribuyeran a encauzar el desarrollo de la reflexión teológico-moral.  La encíclica tiene un tono severo en algunos momentos, pero no propugna jamás un retroceso o un parón en el proceso de renovación teológica, sino todo lo contrario: aspira a impulsar un paso adelante en ese proceso a través de una profundización en lo que constituye el alma de todo teologizar, es decir, en el mensaje bíblico. Más específicamente, lo que la Veritatis splendor recalca es la comprensión del hombre como ser situado ante Dios, como ser dotado de intrínseca dignidad, más aún, de una vocación y un destino que —éste es el punto decisivo— se construye y despliega no de forma genérica sino en y través de la percepción del valor absoluto de las ideales éticos.

La existencia de "absolutos morales", de comportamientos éticos válidos en todo momento y en toda circunstancia, es el punto que Juan Pablo II aspira a reafirmar. Precisando más puede decirse que el momento culminante de la encíclica lo constituye la afirmación según la cual hay comportamientos (privar de la vida a un inocente, torturar a un ser humano destruyendo su dignidad, desnaturalizar la sexualidad, etc.) que nunca y en ningún caso pueden realizarse sin incurrir en un desorden ético, o sea, hablando teológicamente, en pecado. La formulación de ese principio puede parecer negativa, y de hecho lo es linguísticamente hablando; su contenido es no obstante positivo: implica, en efecto, afirmar el carácter absoluto de la dignidad del ser humano y la necesidad de respetarla, situando ante una piedra de toque desde la que abrirse a una plenitud de realización de ese ideal.

Hay documentos o intervenciones magisteriales que producen efecto de forma inmediata, otras más a largo plazo. La Veritatis splendor pertenece, a mi juicio, a este segundo grupo. Ha habido, desde el primer momento, numerosas reacciones, de uno u otro signo, especialmente en los ámbitos de lengua inglesa, alemana, española e italiana. La literatura sigue siendo abundante, tanto que, por apuntar un dato significativo, una de las revistas teológicas más conocidas por su información bibliográfica, las "Ephemerides Theologicae Lovanienses", ha optado por dedicar a la encíclica un apartado específico. Hay, pues, un diálogo científico en curso, pero el tiempo transcurrido, y las publicaciones aparecidas, permiten concluir que el mensaje de la encíclica ha alcanzado ya una fuerte incidencia en el mundo teológico, y que esa incidencia está destinada a crecer. Lo que es, a mi juicio, extremadamente positivo pues la orientación marcada por la encíclica contribuye muy poderosamente a la definitiva revitalización de la teología moral.

Teología moral, pluralismo y disenso

Las vicisitudes históricas a las que acabo de aludir, y la existencia misma de la Veritatis splendor, ponen de manifiesto que hay, en el campo de la teología, diversidad de planteamientos; más aún, una diversidad que afecta no sólo a los teólogos en relación unos con otros, sino a teólogos en relación con el magisterio eclesiástico, dando así origen a tensiones que, con terminología de origen norteamericano, se suele designar como disenso. Estamos ante una cuestión importante, sobre la que conviene decir unas palabras.

La pluralidad, la diversidad de opiniones, también en teología, es no sólo un hecho, sino un bien: expresión de la libertad y condición del progreso en el teologizar. Fruto de esa pluralidad y de esa libertad es la lógica colaboración entre personas que coinciden en los mismos planteamientos y, en ese sentido, la existencia de equipos de trabajo, de amistades, de filiaciones ideológicas, de tendencias. Todo ello es normal, y repito, positivo.

En todo quehacer científico la pluralidad se sitúa —debe situarse— en un contexto de respeto a los diversos pareceres, de diálogo, de ordenación de la propia tarea a la busca de la verdad por encima de intereses personales o de grupo. En teología implica, además, el respeto a la verdad de la revelación, a la verdad trasmitida por Cristo, de la que la Iglesia es depositaria. La pluralidad  deja de ser positiva y legítima cuando desemboca en un alejamiento de la comunión con la Iglesia o un enfrentamiento con el magisterio, que tiene por misión, precisamente, garantizar la fidelidad de la Iglesia a la palabra de Cristo y a la tradición apostólica. Y ahí precisamente surge el disenso como problema. Y entiendo aquí por disenso, lo que suele entenderse ordinariamente: un planteamiento según el cual al teólogo —o al creyente en general— le sería lícito disentir de formulaciones o decisiones magisteriales, enfrentándose con ellas no sólo de forma privada, sino pública en orden a obtener una modificación del modo de pensar eclesial.

A decir verdad, aunque la problemática en torno al disenso se haya suscitado en referencia, preferentemente, a cuestiones éticas, su transfondo es mas bien eclesiológico. Presupone, además, el contexto norteamericano, en el que el vocablo "disenso" adquirió carta de naturaleza y desde el que se difundió a otras áreas culturales y a otros lenguajes. La conciencia americana y, más concretamente, la conciencia política americana ve en el disenso, en la confrontación no sólo neta sino dura entre los diversos pareceres, un componente esencial del proceder político. La política —y no sólo la norteamericana— funciona, al menos en algunos momentos, obedeciendo a ese esquema. Más aún, no falta quien piensa que no sólo funciona así, sino que debe funcionar así, ya que el juego dialéctico de opiniones e intereses constituye un factor decisivo en orden al proliferar de iniciativas y en consecuencia en orden al progreso social.

Sin entrar a valorar ese planteamiento, al que, si se absolutiza, podrían presentarse algunos reparos, también desde la perspectiva de la filosofía político-social —la política es fruto no sólo de la confrontación sino también de la solidaridad—, conviene apuntar que no puede aplicarse a otros ámbitos. Ni al científico, en el que debe regir no la confrontación sino el diálogo y el trabajo interdisciplinar, ni, menos aún, al eclesial. El principio que debe gobernar la vida de la Iglesia no es, en efecto, la confrontación  sino la comunión: la conciencia de pertenecer a una comunidad dotada de una unidad inmanente, fruto de la acción del Espíritu.

 Hay, sin duda alguna, en la Iglesia diversidad, tanto de ministerios y carismas como de opiniones y pareceres. Más aún —ya lo decía antes—, es bueno que la haya. Pero aplicar a la vida eclesial la metodología del disenso, de la confrontación, equivale a olvidar realidades cristianas básicas. Como dijera Hans Urs von Balthasar, la verdad es sinfónica, y esto resulta especialmente cierto en relación con la verdad cristiana. En el vivir de la  Iglesia la diversidad de tareas, oficios y pareceres se integra en unidad no por el camino de la oposición dialéctica, sino por el de la complementariedad, al modo como las diversas notas y armónicos se integran en una sinfonía.

Lo que acabo de decir puede parecer genérico, pero es, en realidad, tremendamente concreto. Implica, en efecto,  que los cristianos deben vivir en la Iglesia sabiéndose unidos los unos a los otros, y remitidos todos a Cristo en el Espíritu Santo. Y por tanto a quienes, en virtud de la acción del Espíritu, tienen el carisma de velar por la fidelidad a Cristo y por la unidad de la comunidad cristiana. Ello no quiere decir que no puedan surgir conflictos, pero los sitúa en el contexto espiritual adecuado. Y, en todo caso, no excluye la diversidad, que, repito, es, en cuanto tal, positiva.

Teología moral y pensamiento débil

Coincidiendo en parte con los debates en torno al enfoque de la ética y de la teología moral se ha desarrollado lo que, con más o menos fortuna, fue designado como pensamiento postmoderno o, también, pensamiento débil. Esa coincidencia puede llevar —ha llevado de hecho— a preguntarse si hay conexiones o, al menos similitudes, entre el pensamiento débil y los planteamientos éticos que ponen en duda la existencia de absolutos morales, en el sentido antes indicado.

Desde una perspectiva estrictamente histórica la respuesta a ese interrogante debe ser negativa. La teología moral ha tenido su propia historia, y los avatares y las tensiones que en esa historia se han dado —a algunos de los cuales se ha hecho ya referencia— no derivan de influjos del pensamiento débil sino de factores de signo diverso. Dicho eso, conviene no obstante examinar más detenidamente el problema.

El pensamiento débil tal y como lo formularon un Lyotard, un Vattimo, etc. —al menos el Lyotard y el Vattimo de la década de las ochenta, porque su posición, en algunos aspectos, ha evolucionado— evidencia la existencia de una crisis en la historia de la filosofía. Concretamente de la crisis a la que llega el filosofar cuando advierte el callejón sin salida al que conducen las grandes construcciones especulativas de matriz hegeliano, que pretendían agotar lo real en lo racional, y en lo racional entendido como expresión de la capacidad razonante y argumentativa.  El pensar hegeliano, al que no cabe negar importancia y grandeza, representa, no obstante, una posición equivocada ya que olvida la riqueza de lo real y reduce al hombre a una sola de sus dimensiones, desconociendo su radical apertura: el hombre es, en efecto, más, mucho más, que mera razón; y la historia más, mucho más, que mero despliegue de una idea.

Los fautores del pensamiento débil tomaron conciencia de ello y lo expresaron con nitidez. Pero no fueron capaces de remontar hasta la raíz de lo que denunciaban: se quedaron en la crítica la razón racionalista, identificándola, indebidamente, con la razón en cuanto tal. De ahí la renuncia a todo pensar fuerte, a todo pensar que pretendiera entrar en comunión con la plenitud, con lo absoluto, como si esa renuncia a esa aspiración fuera la única vía para salvaguardar al individuo humano y su libertad. Sólo que, al obrar así, se afirma, sin duda, al individuo, pero, al mismo tiempo, se lo priva de hondura y de valor. La realidad es que, para superar el racionalismo y las implicaciones totalitarias que del racionalismo derivan y fundar a la vez la densidad de la existencia humana, es necesario recorrer otro camino muy diverso, e incluso contrario, al adoptado por el pensamiento débil: llegar hasta esa hondura de lo real —su apertura a lo infinitivo y a lo divino— que invita a entrar en comunión con él sin pretensión de agotarlo.

En este sentido, y supuesta la ya señalada diversidad de planteamientos, cabe establecer un cierto paralelismo entre el pensamiento débil y la puesta en discusión de los absolutos morales, ya que, por vías diversas, ambos pueden llevar a desconocer la radicalidad de la interpelación ética y, en consecuencia, a apartar al hombre de su verdadera grandeza. No se puede olvidar, en efecto, que para elevar al hombre es a veces necesario enfrentarse con él, ya que el hombre —cada uno de nosotros— está en ocasiones por debajo de aquello que está llamado a ser.

Añadiré una consideración que, aunque desde otra perspectiva, contribuye a precisar mi pensamiento. El pensamiento débil, frente al intento de dominar la historia que caracteriza a los planteamientos hegelianos y posthegelianos, ha puesto el acento en la cotidianiedad, en el presente, en la vivencia del momento actual. Cabe detectar en este punto, y así lo han hecho algunos comentaristas, una coincidencia con el ideal cristiano, que valora también el hoy y el ahora. Pero las diferencias son radicales. El pensamiento débil pone el acento en el presente, porque renuncia a toda verdad y en consecuencia queda sólo el vivir actual, que es así, a la vez e inseparablemente, afirmado y declarado carente de valor. La fe cristiana afirma, en cambio, el presente porque lo reconoce referido y abierto a la eternidad, porque, en palabras de Josemaría Escrivá de Balaguer, en toda situación humana "hay un algo santo, divino" que la fe permite descubrir.

La valoración cristiana del presente es fruto no de un pensamiento débil sino fuerte: de la afirmación contemporánea de Dios y del hombre, de un Dios que ama al hombre y de un hombre que se realiza en comunión con Dios. De ahí que esté abierta, de una parte, a las perspectivas teologales y contemplativas, y de otra a las interpelaciones éticas, y no sólo a las formales, sino a las categoriales y concretas, ya que, como antes decía, la respuesta al Dios vivo se articula y concreta a través del actuar moral. Etica y espiritualidad están íntimamente relacionadas. De la fidelidad a esa relación depende, en medida no pequeña, el adecuado desarrollo del saber ético y, lo que importa más, del comportamiento moral efectivo.