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La ley natural en la

«Veritatis splendor»

 

Josemaría Monforte

 


Ideas éticas para una vida feliz

Eunsa, Pamplona, pp. 81-105

 

Hoy día algunos autores rechazan, falsifican o deforman la ley natural; es decir, la rechazan porque la libertad misma se convierte en «fuente de valores»; la falsean porque la ley natural se interpreta de forma reductiva como si fuera una «ley biológica»; la deforman porque resulta incompatible con la unicidad e irrepetibilidad de la persona («ley universal») y con su historia («ley inmutable»).


La dignidad humana: ley, naturaleza, libertad


La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre, porque «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la Creación»(1). Se da, pues, una actividad de la razón humana en la búsqueda y en la aplicación de la ley moral.


Autonomía moral relativa


Ahora bien, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna(2), que no es otra cosa que la misma sabiduría divina(3). En este sentido, la doctrina de la Iglesia habla de una autonomía moral relativa; es decir, en relación con la verdad del hombre y, más radicalmente, con la verdad de Dios Creador del hombre. En efecto, «la verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: "Dios impuso al hombre este mandamiento..."(4). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana»(5).


Teonomía participada


Por eso, «algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma "del árbol de la ciencia del bien y del mal", Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este "conocimiento", sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias a las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la Creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está "presente en todos"(6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente transcendente: Deus semper maior(7)»(8).


Conclusión


La libertad del hombre y la ley de Dios están, además, llamadas a compenetrarse entre sí: «la libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre»(9). El hombre, ciertamente, puede y debe hacer libremente el bien y evitar el mal, para lo que previamente debe poder distinguir el bien del mal. «Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. Todo esto aparece con mayor claridad a partir de la verdadera concepción de la ley moral"(10). De aquí se deduce el motivo por el cual esta "ley" se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana(11).


La «ley moral natural»


Ley Eterna.- La Encíclica insiste en proponer la ley moral natural a la luz de la Ley Eterna, en el sentido de una participación suya en la criatura racional. «El Concilio Vaticano II recuerda que: "la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable"»(12). Así, pues, nos remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como "la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo"(13); santo Tomás la identifica con "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin"(14).

Ahora bien, «la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación(15). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación(16). De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas»(17).


Ley natural.- En esta línea, «como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: "La criatura racional, entre todas las demás --afirma Santo Tomás-- está sometida a la divina providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural"(18)»(19).

La doctrina del "Doctor común" sobre la ley natural ha sido asumida por la enseñanza moral de la Iglesia. Ya, por ejemplo, León XIII «ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la Sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que "la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar"»(20).


La ley positiva: ley mosaica y ley de Cristo.- «El hombre puede reconocer el bien y el mal --afirma el Papa-- gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que el mismo realiza mediante su razón iluminada por la Revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la Alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios»(21). Por eso, «la Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu»(22).

La Teología moral suele distinguir entre ley divino-positiva y ley divino-natural, o bien entre Ley Antigua y Ley Nueva, si bien tales distinciones son más bien prácticas, porque en el fondo no hay que olvidar que con ellas se trata de expresar «los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"(23). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad»(24).


Libertad y naturaleza humana


Sobre la ley natural y, especialmente, acerca de la relación con la naturaleza, se da hoy un interesante debate entre los estudiosos de ética y los teólogos moralistas(25): «la época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica --e incluso el conflicto-- entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la "naturaleza" sometiera totalmente al hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos»(26).

Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad actual acerca de lo que está bien y de lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de "crear" opinión e imponerse a los demás(27). Y es que en gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a la ley natural garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Se afirman los derechos, pero al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida.


Los hechos morales en el «fisicismo» y en el «naturalismo»


Efectivamente, las realidades humanas son para muchos hombres de nuestro tiempo los únicos factores realmente decisivos: las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales. «En este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales»(28). De manera que la naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social disponible, lo que significa definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. En visión tan radical el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!(29). Y más concretamente, las «objeciones» de las corrientes doctrinales llamadas fisicismo y naturalismo(30), se basan en el hecho de que la concepción tradicional de la ley natural no consideraría de manera adecuada el caracter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral(31).


¿Hacia una antropología dualista?


En realidad, la Encíclica pretende precisar de qué modo la "acusación se vuelve contra los acusadores", en la medida en que profesan una antropología dualista que disocia al hombre en sus dimensiones de alma y cuerpo, exaltando de manera absoluta el alma (la libertad) y reduciendo al cuerpo a algo extrínseco a la persona. Es algo que se aprecia fundamentalmente en la distinción que hacen estos teólogos moralistas entre bienes morales y bienes físicos premorales. «Ante esta interpretación --apunta Juan Pablo II-- conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural. Una libertad que pretende ser absoluta acaba por tratar al cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significados y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento en que las finalidades de estas inclinaciones serían sólo bienes "físicos", llamados por algunos "premorales". Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se acaba produciendo una división dentro del hombre mismo»(32).


Libertad, naturaleza y unidad del ser humano


Esta teoría moral no responde a la verdad del hombre(33). ¿Por qué? Porque la tensión entre la libertad y una naturaleza entendida de modo reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo: «La persona --incluido el cuerpo-- está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad del alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales»(34). Por eso la reafirmación clara y rotunda del Magisterio, sobre la base de las fuentes de la Revelación: «una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición»(35). Es preciso salvaguardar la unidad del ser humano para la recta comprensión de la ley natural(36). Pues bien, precisamente por todo esto, la ley natural se remite no a una naturaleza cualquiera, sino a la naturaleza «propia y original» del hombre, de la «persona humana». Un ejemplo lo encontramos en el deber de respetar absolutamente la vida humana(37). En consecuencia, «las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios. La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí y mutuamente aliadas»(38).


Universalidad de la «ley natural»


La ley natural tiene dos rasgos fundamentales, universalidad e inmutabilidad, que repercutirán en el presunto conflicto libertad-naturaleza que acabamos de exponer. En efecto, la universalidad sería contradicha por la «unicidad e irrepetibilidad» de la persona humana; y la inmutabilidad por la «historicidad» y por la «cultura» propias de la persona(39).

La ley natural implica universalidad, en cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona y se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. «Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza»(40). Ahora bien, «la separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres»(41). En realidad, «esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestro actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, "que es el vínculo de la perfección"(42). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño»(43).

Siendo el hombre un ser "relacional", un "yo" abierto al "tú", sólo sobre un "terreno común" puede encontrarse, dialogar, entrar en comunión con los demás: este terreno común es la «naturaleza humana». Y en relación con esa naturaleza común es como siempre y únicamente tienen sentido y pueden desarrollarse la unicidad y la irrepetibilidad de la persona. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas(44); y tales leyes universales y permanentes --los llamados preceptos positivos-- corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Ahora bien esta «comunión» encuentra su afirmación más fuerte en los llamados preceptos negativos(45) de la ley natural: éstos son universalmente válidos, obligan a todos y a cada uno, siempre y en cualquier circunstancia. «En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción semper et pro semper, sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender a nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos»(46). Así, pues, con referencia a la universalidad de la ley natural, la Encíclica introduce ya el tema de los actos intrínsecamente malos, sobre el que volverá más adelante de forma más amplia y específica.


Inmutabilidad de la «ley natural»


Juan Pablo II aclara oportunamente que el concepto de historicidad(47) o de cambio, exige algo inmutable, así como el mismo concepto de cultura exige algo que sea el criterio de su conformidad o no con la dignidad de la persona. «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este "algo" es precisamente la naturaleza del hombre: esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio"(48), precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales»(49).

Además, el dato de la historicidad y de la cultura establece una tarea legítima y obligada, aunque no siempre fácil: la de «buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad»(50).

En definitiva, «esta verdad de la ley moral --igual que la del depósito de la fe-- se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas "eodem sensu eademque sententia"(51), según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica»(52).

 

Notas

1. Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatem et in decem legis praeceptis Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.

2. «La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2]» (VS, n. 40a).

3. «La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales [Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de América en visita "ad limina" (15-X-1988), n. 6: Insegnamenti, XI 3 (1988) 1228]. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre (cfr GS, 47). Sería la muerte de la verdadera libertad: "Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gen 2,17)» (VS, n. 40b).

4. Gen 2,16.

5. VS, n. 41a.

6. Cfr Eph 4,6.

7. Cfr S. Agustín, Ennarratio in Psalmum LXII,16: CCL 39,804.

8. VS, n. 41b.

9. VS, n. 42a; cfr GS, 17.

10. «A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma Santo Tomás: "El Salmista, después de haber dicho: 'sacrificad un sacrificio de justicia' (Ps 4,6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de la justicia: 'Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?'; y, respondiendo a esta pregunta, dice: 'La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes', como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo --tal es el fin de la ley natural--, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros" [Summa Theologiae, I-II, q. 91, a.2]». (VS, n. 42 in fine).

11. Cfr CEC, 1955.

12. DH, 3.

13. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42,418.

14. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a.1.

15. Cfr Sap 7,22; 8-11.

16. Cfr Summa Theologiae, I-II, q. 90, a.4 ad 1.

17. VS, n. 43b.

18. Summa Theologiae., I-II, q.91, a.2.

19. VS, n. 43 in fine.

20. Cfr León XIII, Libertas praestantissimum, (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 219, cit. en VS, n. 44a.

21. VS, n. 44b. «Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4,7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: "¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!" (Ps 1,1-2). "La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los ojos" (Ps 19,8-9)». (VS, n. 44 in fine).

22. VS, n. 45a. «Es una ley "interior" (Cfr Ier 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2 Cor 3,3); una ley de perfección y de libertad (Cfr 2 Cor 3,17); es "la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás: "Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gal 5,6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar" [In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect. 1]» (VS, n. 45b).

23. Rom 8,29.

24. VS, n. 45 in fine.

25. «El presunto conflicto entre libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del Concilio de Trento [Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 1: DS 1521]» (VS, n. 46a).

26. VS, n. 46b.

27. Cfr Juan Pablo II, Discurso en la vigilia de oración en la VIII Jornada mundial de la Juventud, 14-VIII-1993.

28. VS, n. 46c. «Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentirse tentados de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, a partir de un resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría. En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto --sigue diciendo Juan Pablo II--, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha "construido", es decir, la "cultura", como obra y producto de la libertad» (VS, n. 46d).

29. Cfr VS, n. 46 in fine

30. La ley natural «presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, basándose en el mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante "argumento biologista o naturalista" estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial» (VS, n. 47a).

31. VS, n. 47b. «Ahora bien, según el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos. Este "decidir el sentido" debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos comportamentales y los significados que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor de Dios y del prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado "en manos de su propio albedrío" y de él espera una propia y racional formación de su vida. El amor del prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto por su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las llamadas "inclinaciones naturales" establecerían al máximo --como suele decirse-- una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las situaciones» (VS, n. 47 in fine).

32. VS, n. 48a.

33. Cfr Conc. de Vienne, Fidei catholicae: DS 902; Conc. V de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DS 1440. «El alma espiritual e inmortal es el principio de la unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo "corpore et anima unus" (GS, 14)en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles» (VS, n. 48b).

34. VS, n. 48c. «Es a la luz de la dignidad de la persona humana --que debe afirmarse por sí misma-- como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio» (VS, n. 48 in fine).

35. VS, n. 49a. «Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad "espiritual", puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos (cfr 1 Cor 6,19). El apóstol Pablo declara excluidos del Reino de los cielos a los "impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces" (cfr 1 Cor 6,9-10). Esta condena enumera como "pecados mortales", o "prácticas infames", algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos» (VS, n. 49b).

36. «Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la "naturaleza de la persona humana" (cfr GS,51), que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. "La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo" [Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum vitae (22-II-1987), Introd. 3: AAS 80 (1988) 74; cfr HV, 10» (VS, n. 50a).

37. «Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física» (FC, 11): cit. en VS, n. 50b.

38. VS, n. 50 in fine.

39. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas --se pregunta san Agustín--... sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» [De Trinitate, XIV, 15,21: CCL 50/A, 451]. Cit. en VS, n. 51a.

40. VS, n. 51b. Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a.2.

41. VS, n. 51c.

42. Cfr Col 3,14.

43. VS, n. 51 in fine.

44. «Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables [cfr GS,10; Sgda. Congragación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana, n. 4 (29-XIII-1975): AAS 68 (1976) 80: "Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón"]; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para "la misma vocación y destino divino" (GS, 29)» (VS, n. 52a).

45. «Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obligue siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal. La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el AT y en el NT. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso" (Mt 19,17-18)» (VS, n. 52 in fine).

46. VS, n. 52b.

47. «La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de "normas objetivas de moralidad" [Cfr GS, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?» (VS, n. 53a).

48. Cfr Mt 19,1-9.

49. VS, n. 53b. «En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos" (GS, 10). Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y hacia el prójimo [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter, no meramente formal sino determinado en el contenido, de las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva, en la asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo]. Ciertamente es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad» (VS, n. 53c).

50. VS, n. 53d.

51. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50,668.

52. VS, 53 in fine. El desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia es semejante al de la doctrina de la fe: Cfr Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 4: DS 3020, y can. 4: DS 3024. También se aplican a la doctrina moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión de la inauguración del Concilio Vaticano II (11-X-1962): «Esta doctrina (la doctrina cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»: AAS 54 (1962) 792; cfr L'Osservatore Romano, 12 de octubre de 1962, p. 2».