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El hombre ante el
dolor
Juan Cardona
Pescador
(Cfr Los miedos del hombre, Ed. Rialp)
La alegría y la tristeza, el placer y el dolor representan sentimientos y
percepciones antagónicas y correlativas, en cuanto que la alegría puede
considerarse como el placer anímico y la tristeza como el dolor psíquico. La
alegría y la tristeza son sentimientos específicamente humanos; el placer y el
dolor son percepciones sensoriales, de orden físico, que cuando traspasan la
frontera psico-física, por decirlo de algún modo, se transforman en alegría y
tristeza respectivamente.
Así como la muerte es la privación de la vida, el dolor y la tristeza también tienen carácter negativo: el dolor es privación de bienestar y la tristeza es privación de alegría; pero es preciso profundizar en el conocimiento del dolor y del placer, pues no todo dolor es malo ni todo placer es bueno. Es más, muchas veces el placer y la alegría, intencionalmente buscados, conducen al dolor y a la tristeza. Y, sin embargo, el dolor y la tristeza bien aceptados y conducidos pueden ser principio de una salud psíquica -y globalmente humana- más plena y sólida. El placer o la alegría, desconectados de raíces antropológicas -fundadas en el amor, la verdad y la libertad-, pueden convertirse en un falseamiento existencial que derivaría en un desmoronamiento del hombre.
Significación del dolor
Pocos temas alcanzan el grado de universalidad que caracteriza al dolor. Su
registro es tan común como inevitable. Así como ningún ser humano puede
eludir la muerte, que se presentará tarde o temprano, tampoco puede eximirse
del dolor, que hace su aparición de modo inexorable a lo largo de la vida, ya
sea en su vertiente corporal o anímica, física o moral.
Von Weisacker decía que el verdadero sentido de la vida y del dolor sólo puede entenderse desde una perspectiva que se sitúe más allá de la muerte Alfons Auer dice que el dolor es uno de los pocos módulos mediante los que se mide y revela -se calibra-, de modo inconfundible, el verdadero valor del hombre. Esto se debe a que el dolor, tanto el corporal como el psíquico, penetra hasta lo más íntimo de la existencia personal, y exige ineludiblemente del hombre una postura, una actitud. Según y como se pronuncie el hombre en esta decisión, es decir, según el talante que adopte ante el dolor, contribuirá en la edificación de su estructura interna -hacia su madurez- o lo derribará hundiéndole en una existencia configurada por el egoísmo y la amargura.
El dolor, como toda forma de sufrimiento, comporta, en el fondo, cualquiera que sea su causa y expresión, un elemento reactivo bipolar: el dolor puede conducir tanto al egoísmo como a la generosidad; con palabras de Poveda: a la contracción de la vida al muñón primario, instintivo; o al desprendimiento y trascendentalización, que facilita mejor el conocimiento de las limitaciones existenciales y de las posibilidades espirituales del hombre.
La neurosis como crisis de maduración humana
La maduración es el proceso normal del desarrollo de todo ser vivo, mediante la
continua asimilación de factores de enriquecimiento, de acuerdo con sus
posibilidades naturales. Si este proceso vital no se ve obstaculizado por
dificultades internas o externas, el ser vivo alcanzará la madurez: grado máximo
de plenitud que puede lograr por el desarrollo de sus potencialidades.
En el hombre estas posibilidades madurativas vienen dadas por su triple dimensión estructural: biológica, psicológica y social, que constituyen los tres núcleos o gérmenes del desarrollo humano, íntimamente vinculados por mutuas relaciones e interacciones.
El ser humano constituye una unidad y sólo puede ser comprendido analizándolo en su totalidad, desde la triple dimensión estructural que lo configura como un ser singular; dotado de unas posibilidades enriquecedoras y, al mismo tiempo, condicionado por unas limitaciones que lo exponen a un empobrecimiento. Por eso el hombre tiene también la posibilidad -como amenaza desestructuradora- de un movimiento inverso al del desarrollo (que conduce a la madurez): su desintegración y la consiguiente regresión de su personalidad, o el detenimiento en el proceso de maduración.
De modo análogo a como un trastorno metabólico puede dificultar o impedir el desarrollo y el crecimiento biológico, o una sociopatía puede inhibir el necesario proceso de inserción social del individuo, una vida psíquicamente distorsionada, por sus reacciones vivenciales anormales, puede impedir o dificultar el proceso de su maduración psíquica.
La neurosis supone un obstáculo para la madurez de la personalidad porque disminuye la capacidad para hacer frente a los conflictos que la vida plantea. El neurótico se caracteriza por el modo anómalo de vivenciar la realidad y por sus respuestas desproporcionadas -en intensidad o en duración- a los estímulos más o menos conflictivos.
Al yo neurótico le falta claridad de conciencia sobre su actitud de fondo ante la vida, le falta objetividad en su sentido de la libertad, y su emotividad -distorsionada- se puede manifestar en alteraciones orgánicas, psíquicas o sociales. Con frecuencia presenta una marcada inclinación a dogmatizar, a restringir -absolutizando lo relativo- el marco de su propia libertad personal y el de la libertad de los demás.
Hombre sin unidad
Henri Ey describe al neurótico como «un hombre sin unidad». De hecho, la
sintomatología derivada de la descomposición o desdoblamiento de la
personalidad y las consiguientes actitudes inmaduras ante situaciones
conflictivas son las más frecuentes en la práctica clínica. «El yo neurótico
es -dice Henri Ey- esencialmente un yo sin unidad. En él se establece un
continuo conflicto entre el «yo» que él desea ser, el «yo» que debe ser y
el «yo» que los otros creen que es. En esta dialéctica se compromete su
unidad, sin tregua ni reposo, y sufre las consecuencias angustiosas de la escisión
de su personalidad. El neurótico siente a la vez ser él mismo y ser otro Al
doble registro de esa duplicidad corresponde lo artificioso de su existencia,
que le predispone a una vida inauténtica, camuflada bajo una máscara que no
coincide ni con la conciencia que tiene de sí mismo, ni con la que los otros
tienen de él. Así, el neurótico se presenta, se representa y es representado.»
Es tal la desazón que le provoca su falta de autenticidad que, como mecanismos de defensa, tiende a desplazar su angustia hacia el pánico a un objeto, a una acción o una situación (neurosis fóbica), o trata de diluirla, multiplicándola mediante una estrategia de comprobaciones, prohibiciones o ritos (neurosis obsesiva), o utiliza todos los medios de su expresividad psicosomática para representar, para los demás y para sí mismo, la comedia de una enfermedad corporal (histeria de conversión).
Kierkegaard define al hombre como una síntesis de finito e infinito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad. La madurez humana, como manifestación de plenitud, es resultado de una equilibrada y armónica síntesis de las tres proyecciones existenciales (realidad, tiempo e intenciones) con sus condicionamientos biológico, psicológico y social.
Entre otras manifestaciones, la persona madura se caracteriza por:
a) La correcta percepción y su consecuente adaptación a la realidad, sabiéndose
limitado por su estar en el mundo y, al mismo tiempo, capacitado para
trascenderlo (síntesis de finito e infinito).
b) La adecuada inserción en el tiempo (pasado, presente y futuro), consciente de que en todas sus actividades temporales existe una instancia de eternidad, lo que supone implicaciones trascendentes en sus relaciones afectivas, sociales, éticas, morales y religiosas (síntesis de temporal y eterno).
c) La justa jerarquización de sus intenciones, valorando lo que es fin como fin y lo que es medio como medio, pues si yerra en esta valoración forzará el orden de la Naturaleza y frustrará su propia realización como persona. En la medida en que el ser humano busque como fin lo que solamente tiene carácter de medio, o sólo se obtenga como resultado o efecto de una actitud, está apartándose, por una vía divergente, de su verdadero y propio fin. Así, por ejemplo, no se puede llegar a ser verdaderamente libre sin pasar, previamente, por la renuncia a instintos que esclavizan, y no se puede llegar a ser feliz sin pasar por la experiencia de la entrega (síntesis de libertad y necesidad).
Función psicológica del dolor: estímulo para la madurez
El ser humano, desde que nace hasta que muere, camina hacia su madurez por
vericuetos configurados por unas limitaciones que le vienen dadas por su
naturaleza biológica, psicológica y social. El dolor cumple una función de
gran trascendencia en el complicado entramado psicológico del hombre.
El proceso de madurez humana se realiza a través de una serie de resoluciones de conflictos, utilizando mecanismos psicológicos particulares, y llegando a una sustitución paulatina del principio de placer, de poder, de autorrealización egocéntrica por el principio del conocimiento y adecuación de vida (pensamientos y actos) a la realidad objetiva. A la madurez corresponde, entre otras cualidades, una elevación del nivel de tolerancia del dolor, del sufrimiento, de las contrariedades.
Si la solución de los conflictos que va planteando la existencia es incompleta, o se acude a mecanismos anormales de evasión, se favorece la aparición de comportamientos psicopatológicos que dificultan o inhiben el proceso de maduración normal.
En el dolor, dice Alfons Auer, se desvanece la ilusión de que todo en la vida responde al orden más placentero, como criterio indispensable para conseguir una existencia plena. El dolor estimula al hombre a centrarse, cada vez más, en el núcleo de su personalidad y a pasar de lo falso a lo auténtico, de lo trivial a lo verdaderamente sustancial de la existencia y le facilita el avanzar, paso a paso, por el camino de la madurez.
Madurez es libertad, pero ésta sólo se adquiere con la renuncia al egocentrismo. El hombre no se despoja del egoísmo mientras le parezca que todo le va bien. El dolor le hace ver que algo no marcha y le facilita el reajuste necesario para que sus actitudes vitales estén en conformidad con el proceso evolutivo de su maduración.
En el primer capítulo se expuso que uno de los rasgos característicos de la personalidad neurótica estriba en la falta de aceptación de las propias limitaciones. Esta actitud anómala del neurótico, que se niega a reconocer sus defectos, culpas y limitaciones personales, le predispone a ir estableciendo -casi sin darse cuenta- unos mecanismos de defensa, de autoprotección de su falsa imagen propia, que le falsifican también su vida de relación, la interpretación objetiva de los acontecimientos de su vida profesional, social, sentimental, etc., y el enjuiciamiento correcto de los valores que dan sentido a la vida.
El dolor facilita el reencuentro de los criterios válidos con los que calibrar la verdadera humanidad, criterios anclados en una aceptación serena de las limitaciones que, unas veces, se presentan como deficiencias innatas y, otras, asaltan al hombre a lo largo de su existencia por medio de contrariedades de todo tipo.
El dolor facilita la justa interpretación de las aparentes antinomias que definen al hombre, síntesis de temporal y eterno, y que, de algún modo, establecen las grandes limitaciones y las trascendentes posibilidades del hombre.
La muerte es el destino temporal más cierto del hombre, su aceptación constituye la mayor prueba de madurez. En la muerte confluyen la más radical limitación y la más trascendente liberación. En cada dolor -físico o moral- puede descubrirse una noticia previa de la muerte. Siempre que el hombre acepta con serenidad el dolor, anticipa de algún modo la aceptación de la muerte.
La muerte no aguarda al hombre sólo al final de la vida. Está íntimamente presente a lo largo de toda la vida y, dice Alfons Auer, «levanta la cabeza en cada dolor». El que sabe pronunciar un «sí» sincero y animoso -con voluntad de sentido- ante el dolor, acepta consciente y libremente su «ser para la muerte y la Vida» que le ha sido impuesto. Se prepara, poco a poco, para afrontar vigilante el último dolor que inexorablemente deberá afrontar.
Esta vigilancia, que facilita el dolor, no aparta al hombre de sus responsabilidades existenciales, sino que le facilita la capacidad de relativizar los acontecimientos, le proporciona esa serena distancia desde la que puede tomar aliento para enfrentarse de una manera más decidida, más vigorosa y más creadora con la realidad de la vida.
La eliminación del dolor a toda costa
La presencia del dolor en la vida del hombre constituye una realidad
incontestable, como también lo es que el hombre, de modo instintivo, trata de
eludirlo y, cuando no puede evitarlo, adopta actitudes defensivas para
acorazarse y así lograr que la experiencia dolorosa resulte menos incisiva, o
bien trata de encontrar compensaciones que, a modo de evasión, y por el placer
que comportan, mitiguen -en otro orden de realidades- el dolor que no se quiso o
no se pudo aceptar.
Vivimos tiempos dolorosos configurados por la angustia, la incertidumbre, los resentimientos, la precariedad económica, la violencia, la crisis de los valores sociales, familiares, éticos y morales. Al hombre le duele la vida, tal como hoy se le presenta, y -como evasión- busca el placer como mecanismo defensivo, elevándolo a la categoría de principio vital, al que supedita todos los valores que dan sentido a la vida y, por tanto, al dolor y al sufrimiento, incapacitándose para enfrentarse a esas realidades que tienen una función madurativa.
Paradójicamente, poner como criterio de vida la búsqueda del placer engendra una tensión, en cuanto que la insatisfacción subsiguiente al logro de placeres relativos exige y, de algún modo, determina nuevas y sucesivas comprobaciones. Esta tensión suele derivar en ansiedad y, finalmente, en un profundo disgusto por la vida, que predispone al hombre a entregarse, inseguro y abatido, a una existencia sin ilusiones, configurada por el hastío.
Esta derivación paradójica -el placer causante del dolor- se produce por la pérdida del sentido del dolor La finalidad del dolor no queda constreñida a la pura economía biológica o sensitiva. Kant dijo que el dolor es el aguijón de la acción y la base del sentimiento real de la vida. El cristiano, coherente y consecuente, sabe que el amor no puede alcanzarse sin dolor y que, detrás de cada dolor, y de forma más segura e inmediata, después del dolor de la muerte le aguarda una vida en un mundo nuevo: la vida es la reproducción de la gestación dolorosa que finaliza con la muerte que, como el parto, abre paso a la luz de una nueva vida.
El dolor constituye una disyuntiva entre el ser y no ser, entre el hacerse o deshacerse el proceso madurativo de la personalidad humana, entre el egoísmo y la generosidad, entre el egocentrismo y la trascendentalización.
A la función madurativa y plenificadora que el dolor puede desempeñar en el desarrollo de la personalidad humana se refiere Alfons Auer (Metafísica del dolor) cuando dice que nada esencial prospera en la vida humana sin dolor. Unas veces será el dolor del devenir y del crecer, que hace ya su irrupción violenta en el momento del parto; otras será el dolor de la impotencia y de la penuria, que penetra la vida entera y asesta al anciano y al moribundo sus últimos golpes demoledores. Estas opresiones internas y externas no son en sí nada valioso, pero invitan al hombre a centrarse, cada vez más, en el núcleo de su personalidad.
Aunque la enfermedad tenga, en realidad, algo que ver con el desorden y la falsedad, y la salud con el orden y la verdad, en todo dolor existe una fuerza saludable que nos impulsa a ponernos en movimiento en dirección hacia el orden y la autenticidad.
En el dolor el hombre se ve zarandeado y desprotegido de su habitual seguridad. La salud, el bienestar e incluso la vida dejan de ser algo que damos por supuesto y que no valoramos ni agradecemos cuando, como don gratuito, se nos ofrece. En el dolor se esfuma también la ilusión de que las cosas externas de la vida son propiedad nuestra, de que nos bastan y resultan indispensables, bajo cualquier aspecto, para vivir una existencia plena. El hombre maduro sabe que tales ilusiones perecen y han de ceder paso a la verdad. Pues sólo en la verdad se encuentra el hombre totalmente a sí mismo, sólo basándose en la verdad podrá hacer realidad las posibilidades que se le ofrecen. Quizás el dolor le libere de una paralizadora complacencia en sí mismo y le impulse a adoptar serios compromisos, o quizá le obligue a observar una modestia más prudente con respecto a sus planes de vida.
La progresiva intolerancia ante el desagrado, asociada a una creciente atracción por el placer inmediato, hace perder al hombre la capacidad de afrontar compromisos arduos, que son los únicos que producen verdadera satisfacción. El resultado de esta actitud -dice Konrad Lorenz- es la ansiedad impaciente e inmadura del que exige la satisfacción inmediata de todos los deseos incipientes. El exagerado afán por evitar a toda costa el menor disgusto, que crece incesantemente hoy, tiene como secuela insoslayable imposibilitar el logro de los placeres que son consecuencia del esfuerzo, de la entrega y del dolor.
El dolor, en cuanto privación, no es bueno y deben ponerse los medios adecuados para eliminarlo; y el médico, como profesional de la salud, debe aportar todo su saber para conseguirlo. Pero, con palabras de Viktor Frankl, la eliminación del dolor a toda costa no puede ser norma de actuación médica. De ningún modo debe el médico aspirar a la euforia a cualquier precio. La euforia a toda costa sería equivalente a una eutanasia parcial. La misión de la psicoterapia -todo acto médico es psicoterápico- no es únicamente hacer al hombre apto para el trabajo, para el placer, se trata también de ayudarle a ser capaz de sufrir.
Ante el dolor, que es inevitable y que constituye parte integrante de la existencia humana, hay que descubrir su sentido, su «porqué» y, entonces, no resultará tan incisivo. No hay nada tan demoledor como sufrir y no saber por qué se sufre, y no hay nada tan liberador como encontrar la verdad, con el conocimiento de la finalidad -que siempre existe- del dolor.
Quizás en estas consideraciones se encuentre la razón de la actitud hedonista y del consiguiente sufrimiento del hombre de hoy: se está perdiendo la capacidad para sufrir, se relativizan los valores que dan verdadero sentido a la vida y, por esta carencia de convicciones y de entereza ante el dolor físico y moral, el hombre se divorcia de cualquier situación desagradable sin dar tiempo a descubrir su valor y su sentido, y se lanza ansioso a la búsqueda de sucedáneos placenteros que le degradan y le hunden más en el sufrimiento y en su propia incapacidad de renovación y, por consiguiente, de maduración y de realización existencial.
Análisis psicológico del dolor
Decía antes que el dolor constituye una de las pocas realidades de las que ningún
ser humano puede liberarse: se presenta inexorable, antes o después, en
cualquiera de sus modalidades, corporal o anímico, físico o moral. Al estar el
dolor tan necesariamente vinculado a la vida, su sentido dependerá del que cada
hombre dé a su vida.
Juan Pablo II ha afrontado esta realidad -especialmente acuciante en nuestros días- y, a propósito del sentido del dolor, dice: «Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta ¿por qué? Es una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido Ésta no sólo acompaña el sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso el contenido humano... Solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué, y sufre de manera humanamente aún más profunda si no encuentra una respuesta satisfactoria.»
Señal de alarma
El dolor es una señal de alarma que advierte de una amenaza vital contra la
salud corporal o psíquica. El dolor sirve al médico para localizar y
diagnosticar la enfermedad, como la tristeza (dolor anímico) sirve al
psiquiatra para diagnosticar la modalidad depresiva (endógena o reactiva,
ansiosa o inhibida) del paciente y facilita una orientación para el tratamiento
adecuado.
Pero, con frecuencia, el dolor- como señal de alarma- es amordazado, mediante tratamientos analgésicos y sintomáticos, y se dificulta el hallazgo de la causa. Análogamente una tristeza puede ser amordazada por las vías de la evasión compensatoria (alcohol, droga, excesos sexuales, furor por el trabajo, agresividad, etcétera), sin dar opción al encuentro y sanación de la causa de esa tristeza dolorosa.
Cuando los defensores del aborto provocado y de la eutanasia argumentan que se debe evitar todo «sufrimiento inútil», aun a costa de eliminar la vida del no nacido o del anciano desahuciado, están despojando a la vida humana -y al dolor que inevitablemente la acompaña- de su más dignificador sentido. Si el ideal supremo del hombre fuese sólo el bienestar físico y material, la salud, el placer, la belleza, la fuerza, entonces el dolor sería un mal absoluto y la eutanasia y el aborto servirían para atenuarlo.
Pero el dolor cumple unas funciones vitales y psicológicas que le confieren sentido y, por consiguiente, lo relativizan: el dolor nunca es absoluto, ni inútil. La misión del médico no puede quedar constreñida a la eliminación del dolor a toda costa, sino servirse de él para encontrar la causa y, entonces, aplicar el remedio adecuado para eliminarlo; mientras tanto, facilitar -mediante la oportuna psicoterapia- que el paciente desentrañe de él la función madurativa y enriquecedora de su personalidad, con el hallazgo de una respuesta satisfactoria a la acuciante pregunta del porqué del dolor.
Cuando el hombre asume y da sentido a su dolor, se encamina hacia su propia madurez; sin las contrariedades -que surgen siempre en el ambiente en que el hombre se mueve, en su actuar familiar, social y profesional, con la responsabilidad que le exigen sus derechos y deberes en la comunidad- existe el peligro de inhibirse y permanecer, como paralizado, adoptando una actitud más o menos infantiloide. Las contradicciones pulen las aristas y deformidades de la personalidad, para dar la forma pulida y cohesionada de la madurez, para establecer la unidad de pensamientos, afectos y actuaciones -consecuencia de ser uno, consciente y libre- y la permanencia o estabilidad en las actitudes o decisiones fundamentales que se adopten. Permanencia que, permítasenos la aclaración, no quiere decir inflexibilidad: al cambiar las circunstancias, cambian las soluciones, pero no los principios que determinaron la anterior decisión.
Con el dolor, la actitud personal del ser humano va dejando de ser reacción influida y generada por el ambiente, para anclarse cada vez más en principios interiores, en un yo intrínseco que se adapta a todas las circunstancias, pero sin identificarse con ellas, permaneciendo fiel a sí mismo. Así, los hechos presentes conservan la unidad teleológica futura, sin perder de vista el pasado. No cabe duda de que esto es enriquecerse.