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Entrega y vida: la moral
conyugal
Mons. Francisco Gil Hellín
Diálogos Almudí, 5 de febrero de 2001
La
presente intervención, cuyo objeto es la moral conyugal, tiene como punto de
partida la consideración de una verdad fundamental para la moral: el
matrimonio es bueno. No es que el matrimonio sea una realidad que va haciéndose
buena a lo largo de la vida de los esposos. Es ya bueno desde el principio de la
vida matrimonial. El matrimonio está siempre presente en la vida de los cónyuges
no como si fuera sólo un simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado,
sino siendo su raíz profunda, su sustento continuo, su base permanente,
su fuerza escondida. Esta bondad del matrimonio es como la savia que vivifica el
árbol frondoso de la vida matrimonial.
A
veces, cuando se habla de moral conyugal, se advierte la tendencia a aludir al matrimonio
como una especie de "condición" para la vida conyugal. Como si el
matrimonio sólo fuera algo que hay que hacer, para después poder convivir como
marido y mujer. Algo así como un requisito, un trámite, una cierta formalidad,
que diera a los esposos una especie de "tarjeta de crédito" que les
permitiera vivir como esposos. Esta es una visión muy pobre del matrimonio. La
bondad del matrimonio no se reduce a las cosas buenas y santas que pueden vivir
las personas casadas. Es algo mucho más profundo y radical. La bondad del
matrimonio se enraíza en el orden del ser, de la ontología, de la
realidad misma forjada de la unión fiel y fecunda entre un hombre y una mujer.
Y es la bondad misma de esta novedad en el orden del ser, que es el matrimonio,
la raíz vital de la vida conyugal, y el fundamento de la moral conyugal.
Vamos
a intentar ver la razón de la bondad del matrimonio, es decir, vamos a
profundizar en la bondad de la raíz misma de la vida matrimonial, su ser, de
manera que podamos entender el sentido verdaderamente humano de la moral
conyugal. La moral conyugal no puede ser reducida a una especie de
"instrucciones de uso" del matrimonio, que es lo que sucede cuando no
se entiende que el matrimonio es una realidad ontológica, y no sólo fáctica: es
lo que los esposos son lo que permite entender el porqué deben comportarse como
tales, y no lo contrario.
Para
ello comenzaremos explicando qué es la comunión conyugal: aquella nueva
realidad generada por la entrega matrimonial, fruto de la institución del
matrimonio, que es un bien no sólo para los cónyuges, sino que se extiende a
la sociedad y a la misma familia humana. La familia, la semilla de vida del género
humano, se nutre y crece, se desarrolla, a partir de ese bien maravilloso que es
la comunión conyugal que surge con el matrimonio. Ese bien que es la comunión
conyugal, por tanto, contiene en sí misma un proyecto de vida, que va
iluminando todas y cada una de las elecciones, de los compromisos, de las
acciones que van trazando la vida moral de la pareja, en la realización de su
vocación a la santidad. El ser del matrimonio es el fundamento de su obrar. Y
de este modo, la entrega inicial de los cónyuges es como el "norte"
de la brújula que señala el sentido de sus acciones.
Después
nos detendremos a considerar algunas de las conclusiones que se desprenden de lo
anterior para la moral. La primera de ellas es la siguiente: los actos del
matrimonio dejan de ser considerados como átomos singulares e independientes,
porque la moralidad de todo ellos está enraizada, mediante las virtudes, en la
bondad misma del estado matrimonial. La vida moral del matrimonio y el
desarrollo de sus virtudes, por tanto, son la realización temporal de un
bien: la comunión conyugal que surge con la entrega de los esposos.
Segundo: el fin de un acto matrimonial está en función no sólo del fin del
matrimonio: está vivificado por el ser mismo y por la bondad de lo que los
esposos son. Dicho de otro modo: lo que los cónyuges quieren realizar, es
bueno en la medida en que corresponde a lo que los esposos verdaderamente son.
Finalmente, consideraremos también que la gracia y la caridad conyugales se
encuentran también fundadas en una realidad buena en la que subsisten: la
persona de los cónyuges que se han entregado mutuamente constituyendo una
unidad de vida, en la diversidad de las personas.
Matrimonio:
ser y obrar
El
Libro del Génesis nos muestra a Dios durante la Creación. Tras la aparición
de los animales vivientes que "bullen en las aguas", y de las aves del
cielo, Dios los bendice, añadiendo la Escritura "Y atardeció y amaneció,
día quinto" (Gen 1, 23).
Al
día siguiente, Dios, tras la creación de los animales que pueblan la tierra,
dice "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra"
(Gen 1, 26). Y Dios creó el hombre y la mujer, bendiciéndoles y diciéndoles
"Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla" (Gen 1,
28), tras de lo cual añade la Biblia: "Vio Dios cuanto había hecho, y
todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto. Concluyerónse,
pues, los cielos y la tierra y todo su aparato, y dio por concluida Dios en el séptimo
día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que
hiciera" (Gen 1, 31 -2, 1).
Tras
la Creación del mundo, y la del hombre y mujer, Dios vio que "estaba muy
bien". ¿Qué es lo que Dios vió que era bueno? En efecto, Dios tenía
ante sí todo cuanto había creado. Pero sobre todo, tenía ante sí a quienes
habitaban en el mundo, hechos a su imagen y semejanza. Ciertamente, Dios vio a
cada uno de ellos como un individuo, una persona, algo muy bueno. Pero no sólo.
Dios vio también que entre el hombre y la mujer, seres diferenciados el uno del
otro, había una relación recíproca: el hombre estaba en relación con la
mujer; la mujer estaba en relación con el hombre. Por ello les bendice a los
dos. Y les dice a los dos "Sed fecundos". Dios, por tanto, ha
bendecido (ben-decir, decir que es buena) una realidad. Ha llamado "buena"
la realidad de la relación entre el hombre y la mujer que Él mismo ha creado.
Dios, que con su mirada escrutadora todo lo conoce, vio que la relación entre
el hombre y la mujer era buena. Dios en la diversidad de dos seres creados, el
hombre y la mujer, se dirige a ellos como una unidad: "Sed fecundos".
No le dice al hombre: "fecunda" y a la mujer "Sé
fecundada". No. Se dirije a los dos como una unidad: "Sed
fecundos".
La
relación de entrega mutua entre el hombre y la mujer, la diversidad en la
unidad que se manifiesta en la misma, es un bien. Dios mismo nos lo revela. La
entrega mutua de pertenencia entre el hombre y la mujer que forman una unidad de
vida es buena. No es algo malo. Ni siquiera es algo indiferente, en la
medida en que contribuya a la realización de otra cosa. No. Dios dice,
simplemente, que es buena. Y es una bondad digna de ser elegida en la conformación
de la unidad de dos que es el matrimonio: "Por eso deja el hombre a su
padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen 2,
24).
La
entrega mutua por la cual el hombre y la mujer se pertenecen y forman "una
carne" es un bien radical y primario del matrimonio. Es el mismo ser
del matrimonio. El matrimonio es, radical y primariamente, la realidad buena
generada por esa entrega. Una realidad buena compartida por los dos cónyuges en
su unión, compartida en común. La entrega mutua es un bien común de la unión
de los dos cónyuges. La comunión conyugal es el mismo ser del matrimonio.
Es
preciso ahora darse cuenta de que la comunión conyugal, fruto de la mutua
entrega, no es un fin del matrimonio. La comunión conyugal es lo que los
esposos son. Cada uno de los novios
se convierten en esposo y esposa en el matrimonio: la comunión conyugal es lo
que el matrimonio es, no lo que cada uno de ellos hace.
Me
parece que un ejemplo puede ayudar a entender que la comunión conyugal no es un
fin del matrimonio, sino su mismo ser. Ahora se habla mucho de la economía y de
la fusión de empresas. Cuando dos grandes empresas se unen (por ejemplo, en la
creación de esos grandes bancos de hoy en día), la nueva empresa que surge de
la fusión de las dos antiguas no es el fin de cada una de ellas. Las viejas
empresas, simplemente, pasan a formar parte de una nueva unidad. La nueva
empresa que surge con la fusión, simplemente es el ser
de lo que antes era otra empresa, y no el fin
de las anteriores. El conjunto de bienes de los dos individuos anteriores sigue
existiendo, pero ahora forman parte del ser común de la nueva unidad. Algo
semejante acontece con la comunión matrimonial.
La
comunión conyugal que surge con la entrega es un bien, existe en el orden
del ser, de lo que los esposos son. No es algo que los cónyuges hacen, algo
que los cónyuges se proponen como fin. La comunión conyugal precede a lo que
los esposos se proponen hacer y se señalan a sí mismos como fin a realizar.
Está antes de todo ello, vivificándolo, siendo su raíz, su base, su
fundamento, su sustento, su ser como unidad en la diversidad.
Sin
embargo, cabe preguntarse porqué Dios ha creado este bien, ¿acaso no era
suficiente crear al ser humano en soledad? Dios crea una especial bondad en
cada individuo hombre o mujer. Su ser personal está sobre las demás
criaturas porque cada ser humano es a imagen y semejanza de Dios. Sin embargo el
ser del hombre es diverso del ser divino. Es ser participado. El ser del hombre
se despliega en el tiempo, se extiende a lo largo de los días, los meses, los años.
Por eso Dios dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2, 18).
No se trata, entonces, del bien propio de la ontología del individuo, de la
bondad participada de cada persona humana. Se trata de la bondad propia del
conjunto formado por la unidad entre hombre y mujer.
Una
ulterior consideración se desprende de esta reflexión sobre la condición
ontológica íntima de la mutua entrega en el matrimonio. Santo Tomás de Aquino
nos enseña que algo es bueno cuando es conveniente a la naturaleza. En
este sentido, para designar la relación entre lo que es bueno en absoluto, y
aquello para lo cual es conveniente, Platón dice que "bien es aquello que
todos apetecen". Ahora bien: el hombre es ser social. Sin la sociedad con
otros seres humanos, el hombre no se desarrolla completamente, "no es bueno
que el hombre esté solo". Sólo unos pocos -
explica Sto. Tomás - después de la infancia y ya adultos (el niño
tiene siempre necesidad de su madre y de su familia para desarrollarse armónicamente),
pueden enriquecerse en la vida solitaria en la adquisición de las virtudes por
amor de Dios (como los monjes), con un vínculo espiritual con la Iglesia y con
la familia humana. Pero ordinariamente, la vida del hombre se desarrolla en
interrelación con los demás hombres en sociedad. La bondad del matrimonio no
se cierra en la persona de los cónyuges: se extiende a todo el ámbito social.
La comunión conyugal tiene una intrínseca dimensión social. La entrega en el
matrimonio es un bien para los cónyuges, pero también lo es para la entera
sociedad. Tanto es así, que se trata de un bien fundamental de entre aquellos
que forman parte del bien común de la humanidad.
La
mutua entrega del matrimonio es el núcleo fundamental de socialización y el
principio necesario de la subsistencia humana. Es la savia vivificante que
sostiene la vida de ese árbol frondoso que es la sociedad de los hombres.
Mediante ella, es posible la maduración de los frutos, la vida del árbol, su
reproducción. Sin ella, la vida desaparece. Una sociedad en la que el
matrimonio está en crisis se asemeja a un árbol enfermo y estéril, para el
cual la palabra "esperanza" carece de sentido. Por este motivo, es muy
importante que la sociedad tome conciencia de la importancia y centralidad del
matrimonio y la familia para su futuro. Del bien de la entrega conyugal, y de su
plasmación en la vida de los cónyuges, depende la vida y el futuro de la misma
sociedad.
Mutua
entrega y vida moral del matrimonio
La
bondad de la relación conyugal entre el hombre y la mujer contiene en sí misma
una verdad que es programa de actuación para la vida. El antiguo aforismo
filosófico de la escolástica "operare sequitur esse" encuentra aquí
una constatación existencial, viva, palpitante. La entrega mutua entre el
hombre y la mujer es un bien porque corresponde a la verdad del ser mismo de la
persona de naturaleza humana, tal y como Dios la ha creado.
Hay
una verdad del ser de las cosas. Una verdad profunda que corresponde con la
Sabiduría creadora de Dios, y que el hombre puede conocer (al menos, hasta
cierto punto, porque el hombre es criatura) con la luz natural de su razón, e
iluminado por Dios mediante la fe, de manera más completa. Hay, por tanto, una
verdad de la entrega mutua, una verdad de ese bien que es la comunión conyugal,
una verdad del matrimonio.
El
respeto de esa verdad reconocida en el propio ser, en el propio corazón, es una
invitación, al mismo tiempo, a realizar algo en la propia vida. Se trata de
extender, a lo largo del tiempo, algo bueno. Se realiza, se plasma a lo largo de
la vida del matrimonio aquello que lo constituye en el ser. Es algo así como lo
que sucede cuando un gran pintor, como Velázquez, va plasmando mediante el
pincel y el óleo un diseño genial en la tela. La vida matrimonial es el
desarrollo de esa mutua entrega que la genera en la existencia. El respeto a
la verdad de ese programa originario, de ese fundamento de la vida de los cónyuges
como cónyuges, es la clave profunda de la bondad moral del matrimonio, como
institución de la comunión entre el hombre y la mujer.
Así,
por ejemplo, la unión entre dos hombres o entre dos mujeres no puede constituir
una comunión conyugal. En primer lugar, el bien del matrimonio está enraizado
en la verdad, que es patrimonio divino. El hombre no puede "crear" la
verdad, sólo descubrirla, porque no le pertenece a él, sino a Dios. Y Dios,
creador de ese bien que es la comunión conyugal, lo ha querido abierto a la
vida. En la unión entre dos hombres o entre dos mujeres, no es ésta la verdad
que subyace. Es una unión en sí misma incapaz de abrirse a la vida.
Además,
el hecho de que esta unión homosexual no sea el bien de la comunión conyugal
(que es capaz de enriquecer la diversidad en una unión matrimonial), y por
tanto, no sea un bien para la personas que así viven, esto tiene una segunda
repercusión. Esta unión no es orígen de vida, y de ello resulta un
empobrecimiento, no sólo de las personas que así viven. También la entera
sociedad se empobrece con ello. La unión entre un hombre y una mujer tiene una
intrínseca dimensión social, y por ello el matrimonio es una institución
fundamental, no sólo para el bien personal de cada cónyuge, sino también para
el bien común de la entera sociedad. Por poner un ejemplo, si en un enjambre de
abejas, un cierto número de abejas no producen miel o cera, ello repercute en
toda la comunidad. Algo semejante puede decirse de la comunidad humana, para la
cual el bien, más precioso que la miel o la cera, es la misma vida humana.
Toda
la vida de los cónyuges, por tanto, es medida y regulada moralmente por la
sintonía existente entre aquello que expresan las obras, lo que hacen
los cónyuges, y aquello que es requerido por el ser conyugal, lo que los
esposos son. Como la vida de una
comunidad universitaria es regulada moralmente por la sintonía entre los que
sus miembros hacen (estudiar, enseñar, investigar) y lo que es requerido por lo
que dichos miembros de la comunidad universitaria son (estudiantes, profesores,
investigadores, etc.).
Cuando
hablamos de comunión, comunión
conyugal, indicamos el ser del matrimonio, fruto de la mutua y personal
entrega de los esposos que se convierte en ley y norma de todo su actuar
sucesivo. Toda acción conyugal buena reproduce en la existencia concreta
algún aspecto de aquella mutua entrega primordial. La bondad de cualquier acción
concreta, si bien no puede plasmar toda la bondad de la entrega conyugal,
ciertamente no puede contrariar en nada aquella ley de la entrega. Velázquez,
con cada trazo de su pincel, no expresaba toda la grandeza de su diseño
originario, pero, ciertamente, cada uno de sus trazos contribuye a la realización
de ese proyecto, no lo contraría. El resultado final, en el ejemplo, es que
confluyen un proyecto magnífico en una realización excelente: se trata de una
obra de arte. En la reflexión que nos ocupa sobre la comunión conyugal, de
dicha confluencia surge algo todavía más sublime: la santidad matrimonial.
La
vida matrimonial, por tanto, en su dimensión moral, es la realización a lo
largo del tiempo, de la bondad de la comunión conyugal, que es el ser de la unión
esponsal.
Al
poner de manifiesto que la mutua entrega es el fundamento ontológico de la
moralidad de la vida matrimonial, conviene subrayar un segundo aspecto de la
cuestión.
Mientras
la comunión de entrega matrimonial es ser y no fin, la transmisión de la vida
y su humanización sí lo es. La descendencia y su educación integral
(humanización en el interno de la comunión familiar) son un fin que mana
connaturalmente de la comunión conyugal.
Esto
requiere una explicación. Fin, en el sentido en que aquí lo empleamos, no
significa algo programado intencionalmente por el agente como término de su
personal elección, es decir, lo que quien obra, se propone al obrar. Fin, en el
sentido aquí empleado, es la perfección a la que el ser tiende connaturalmente
y por sí mismo. Así, por tanto, es diferente decir que algo es bueno a decir
que alguien se propone una cosa como fin. Un bien lo es no sólo después que
alguien lo ha elegido y realizado como fin de su obrar, sino también antes.
El que algo sea un bien precede al hecho de que un agente, reconociendo su
bondad, se proponga alcanzarlo como fin.
Es
lo que sucede con el matrimonio. El matrimonio es un bien cuyo fin comporta la
transmisión de la vida y su humanización. Los esposos lo son para
ello. Lo que el matrimonio es, tiene este fin. El bien de la entrega mutua y
la comunión conyugal tiene, por tanto, este fin, antes de su misma inserción
en el horizonte de las finalidades humanas concretas.
Procreación
y educación de los hijos es, por tanto, fin connatural de la mutua entrega
matrimonial. La comunión conyugal, que es un bien precioso, se encamina a ello
antes de la programación
intencional de los esposos de sus personales elecciones, de la generación de
sus inclinaciones y gustos personales, de la ejecución consciente y libre de
sus actos. Está ya proyectado en la misma institución, lo que hace que en sí
misma esta comunión sea ya buena, no sólo para los cónyuges y sino también
para los demás.
La
voluntad subjetiva que quiere aquello a lo que tiende la institución en sí
misma se hace entonces moralmente buena, porque quiere lo que es en sí bueno.
Esa bondad moral de las elecciones tiene su fundamento, su sustrato ontológico
en la estructura esencial de la comunión de entrega conyugal.
La
esencia, por tanto, del matrimonio y el dinamismo de toda ella, es decir, su
finalidad, especifican la bondad radical del matrimonio. La bondad moral
realiza, aplica, despliega, a las acciones y en las acciones de la vida diaria,
una coherencia con la verdad del ser conyugal.
Comunión
y procreación son las dos especificaciones de aquél único ser que constituye
el bien del matrimonio y que, por tanto, componen la estructura que debe
informar toda la vida de los cónyuges. Ellos que ya poseen el germen de ese
bien que es el matrimonio deben realizarlo en el tiempo de su vida conyugal.
La
finalidad, la intrínseca ordenación a la procreación y educación de la prole
reproduce en la existencia la mutua entrega del principio de la vida
matrimonial. Aunque no es necesario que todas y cada una de las acciones de la
vida matrimonial esté inmediatamente finalizada a aquella orientación,
ciertamente ninguno de ellas debe contrariar el diseño originario, contrariando
positivamente dicha finalidad esencial. Sólo de este modo se realiza esa
verdadera "obra de arte" que es una vida matrimonial plenamente
realizada en la santidad conyugal a la que son llamados los cónyuges por Dios.
Los aspectos unitivo y procreador expresan en la vida de los cónyuges el bien
que han recibido por la vocación al matrimonio.
La
vida de los esposos tiende pues a plasmar plenamente en sus personas el bien
radical en el que participan por su vocación: realizar aquella comunión de
entrega que es el programa de toda su vida conyugal.
Por
último, quisiera señalar una tercera conclusión que se desprende de lo señalado
en la primera parte, ahora sobre la Nueva Alianza establecida por Jesucristo, en
el orden de la gracia y de la caridad.
El
amor en el matrimonio desemboca en la entrega mutua de los esposos. Se trata de
una entrega de amor conyugal, fiel y fecunda, exigente respecto a la vida de los
esposos. Contraer matrimonio no es una decisión de poca importancia. Todo lo
contrario. Es una unión, una alianza para toda la vida. Las exigencias de un
compromiso como este son muy elevadas.
Las
exigencias morales de la comunión conyugal son tales que sólo con la gracia de
Dios los cónyuges podrán realizarlas de manera adecuada. Este es un aspecto
que a veces queda oscurecida en los cursos de preparación al matrimonio. La
comunión conyugal permanece a lo largo de la vida de los esposos extendiendo en
el tiempo las exigencias morales de la verdad del amor conyugal.
Así
podemos entender que la presencia salvífica y operante de Jesucristo en la vida
de los esposos, se realiza mediante su gracia, que confiere a la comunión
conyugal un valor sobrenatural que tiene su raíz en el sacramento del
matrimonio. Ello hace posible que el amor conyugal se transforme, se
transfigure, en una realidad propia de la Nueva Alianza entre Cristo y su
Iglesia: la caridad conyugal. Será la virtud de la caridad la que, de manera
suave y fuerte, conduzca la realidad existencial de la vida matrimonial.
Sucede
con la caridad conyugal lo que con aquellos funiculares de montaña, que,
siempre en subida, hacen posible alcanzar las cumbres sublimes de la santidad,
cuando la docilidad al Espítu Santo remueve los obstáculos a su acción
divina. De este modo la comunión esponsal, a lo largo de la vida matrimonial,
se robustece, purifica y depura. La gracia, de este modo, va expresándose a lo
largo de los diversos acontecimientos de la vida y la caridad conyugal va
elevando, en modo escondido y misterioso, el amor conyugal y lo conduce a la
esfera inefable del amor de Dios.
Sucede
con la acción de la gracia en el matrimonio, como con aquellas canciones, cuya
letra es un famoso poema. El poema es ya, en sí muy hermoso, es bueno (ésta es
la comunión y la vida matrimonial). Pero cuando a un buen poema se une una
bella música, es como si se vivificara todavía más (y éste es el fruto del
Espíritu Santo en el matrimonio). Así como la gracia sana y perfecciona la
comunión conyugal, elevándola a un nuevo orden del ser (el de la amistad con
Jesucristo y la comunión con la Iglesia), la caridad conyugal vivifica la vida
y el obrar de los esposos, y les lleva a realizar, mediante sus acciones, una
compenetración humana cada vez mayor, más depurada, más personal, más plena.
La comunión conyugal sólo puede alcanzar su perfección en este mundo, cuando
Dios toma la iniciativa de bendecir la vida matrimonial y el amor entre los
esposos, con los tesoros infinitos de su vida íntima trinitaria y de su propio
amor, que revierten en un estilo de vida y en un modo de obrar plenamente
cristianos.
Ahora
bien, todo ello requiere la conciencia y libre disposición de los esposos. Dios
no quiere esclavos, sino colaboradores libres de su gloria. De aquí la gran
importancia de los sacramentos, la Eucaristía y la Penitencia, en la vida
matrimonial, que son el alimento imprescindible de la comunión conyugal en el
ámbito de la amistad con Jesucristo. De aquí también la importancia de la
oración y del cuidado espiritual de la vida matrimonial. Es importante que los
esposos sean conscientes de la importancia de estas realidades en el cuidado y
desarrollo de la mutua entrega de la que surge, como flor hermosa pero delicada,
la vida conyugal, y cuya raiz es la comunión matrimonial.
Conclusión
Hasta hace bien poco tiempo, ha venido siendo habitual aludir a las exigencias morales de la vida conyugal (tales como las derivadas de la fidelidad, de las del fin procreador del matrimonio, de las características naturales de la sexualidad humana) presentándolas como una especie de catálogo de las cosas que son lícitas o no son lícitas en el matrimonio. Parecía como si el matrimonio sólo fuera el simple cumplimiento de un trámite para vivir como matrimonio.
Es
preciso hacer un esfuerzo para cambiar esta mentalidad en los matrimonios. De lo
contrario la vida matrimonial se parece a un vestido viejo, lleno de remiendos.
No se entiende que todo aquello que deteriora el matrimonio tiene unas raíces,
y por eso, se vacía con cubos el agua que entra en la barca, sin llegar nunca a
tapar los agujeros que hay en su fondo.
Un
planteamiento adecuado y serio de la moral matrimonial requiere que los cónyuges
se den cuenta de que sólo renovando cotidianamente su vocación y su entrega
mutua, sólo situando el centro de su lucha en lo que son, encontrarán, con la
gracia de Dios, las fuerzas para vivir las exigencias derivadas de su entrega.
La vida moral del matrimonio consiste en la llamada a vivir una entrega, y a
realizarla a lo largo de sus vidas. De este modo ser y obrar en el matrimonio se
hacen, día tras día, entrega y vida matrimonial.
Mons.
Francisco
Gil Hellín
Secretario
del Pontificio Consejo para la Familia