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Los embriones humanos en el punto de mira ético

JOSÉ HERNÁNDEZ YAGO
Presidente de la Sociedad Valenciana de Bioética

Dejando  para otra ocasión comentar  la esperpéntica noticia dada a conocer en grandes titulares por los medios de comunicación , relativa a la iniciativa del ginecólogo italiano que ha anunciado su intención de practicar la clonación en humanos con fines reproductivos,  me he inclinado por abordar un tema que, en principio, me parece de mayor entidad, al menos a corto plazo, y que no ofrece el consenso ético que, en mi opinión, sería de desear en algunos sectores

Hace un par de semanas, ha vuelto a irrumpir con fuerza en los medios de comunicación la polémica sobre el uso o producción de embriones humanos para obtener “células madre” con fines terapéuticos. Para precisar de qué estamos tratando, esta técnica consiste en destruir embriones humanos, extraer sus células y cultivarlas. Tales células, son llamadas “células madre”, o  multipotentes, en cuanto que, no estando aún especializadas, pueden diferenciarse, en medios de cultivo adecuados, en células musculares, nerviosas, hepáticas, epiteliales, hemáticas, etc..., lo que sin duda les confiere un indudable potencial terapéutico.

Las discordantes declaraciones de científicos y las posturas de diferentes grupos de Bioética sobre la discutida “licitud” de utilizar embriones humanos para curar enfermedades, ponen de manifiesto la profunda crisis que afecta a amplios sectores de nuestra sociedad en lo que se refiere al respeto a valores tan fundamentales, a derechos tan primarios, como el derecho a la vida. Y ello se manifiesta de un modo muy particular en los países económicamente más desarrollados, en donde la concepción “utilitarista” de las relaciones humanas se está convirtiendo en la cultura dominante.

Entre los comentarios de prensa más recientes en torno a este tema, llamaron particularmente mi atención los que, por proceder de personalidades de la vida pública, revelaban mejor la temperatura ética de quienes pueden influir en la elaboración de nuestras leyes....  Me centraré en dos de ellos que venían a decir algo así como: 1) “Las opiniones que se oponen al uso de embriones humanos con fines terapéuticos proceden de  concepciones religiosas fundamentalistas...” ; 2) “Defender que los embriones son seres humanos es más bien una cuestión de fe...”

Sorprendente, ¿verdad?... Hubiera apostado que era la Biología la que nos enseñaba cuándo se inicia la vida de un nuevo ser. Y la respuesta que esta ciencia nos ofrece es muy clara. En las especies de reproducción sexual, como es el caso del hombre, la vida de un nuevo ser se inicia en un momento bien preciso: la fecundación del óvulo (gameto femenino) por un espermatozoide (gameto masculino). La unión de ambos gametos, da lugar a la primera célula de un nuevo ser humano, el “zigoto”, en la que se contiene ya en toda su plenitud  su genoma completo. Este genoma es un auténtico “manual de instrucciones” que dirige el desarrollo del nuevo ser activando la expresión  de cada gen (es decir, el cumplimiento de cada “instrucción”) en el momento preciso y en un proceso sin solución de continuidad. 

No,  el inicio de la vida humana no es una cuestión de fe: es una evidencia biológica. Y por lo tanto el embrión es, ya  desde la fecundación, un ser humano y no una simple masa celular indiferenciada o “un proyecto de ser humano”, sino más bien el tipo de estructura anatómica, fisiológica y bioquímica que corresponde a ese ser en esa etapa específica de su desarrollo. Esta evidencia biológica debería presidir tenazmente toda consideración ética en quienes investigan, legislan o teorizan acerca de la dignidad del hombre, también la del embrión desde su primer momento.

Ante el posible recurso a la clonación o a la utilización de embriones humanos como fuente de “células madre” que se diferencien después para producir un determinado tipo de tejido de interés terapéutico, es necesario recordar que la razón utilitaria debe ceder cuando se confronta con valores más altos como es el respeto a la dignidad humana, fundamento de nuestra organización social. Y, si bien es cierto que el debate acerca del estatuto ético y jurídico del embrión humano sigue abierto, cuando están en juego derechos fundamentales de la persona humana, los gobiernos deben legislar con prudencia, procurando salvaguardar estos mismos derechos y con una tutela especial sobre los más débiles.

Con frecuencia se olvida que existen importantes intereses económicos de empresas biotecnológicas que han invertido fuertes cantidades de dinero en promover la investigación para utilizar embriones humanos como una fuente de “células madre” que sirvan para reparar o regenerar tejidos humanos dañados, y esperan que tal investigación logre los frutos deseados para obtener los beneficios previstos.

Finalmente, lo más interesante, el progreso más genuino en este campo de la llamada medicina regenerativa,  que puede considerarse auténticamente revolucionario, es que en los últimos tres años están apareciendo numerosas publicaciones en las revistas científicas más prestigiosas del mundo que demuestran que los adultos poseemos también “células madre” en distintos tejidos de nuestro organismo (además de las ya presentes en el cordón umbilical de cada recién nacido). Estas células son tan versátiles como las procedentes de embriones, y pueden ser aisladas y cultivadas para  especializarse y llegar a formar diferentes tipos de tejidos: nervioso, córnea ocular, músculo, cartílago, hueso, tendones, células hemáticas, parénquima hepático...  Resultados alentadores que deberían hacer reflexionar a los legisladores y a los responsables de dirigir las políticas científicas de los países, para apoyar a manos llenas investigaciones como éstas que demuestran que no es preciso dejar a nadie en el camino para progresar.

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  ¿Por qué se dan opiniones tan contrapuestas en los temas de bioética? ¿Qué papel corresponde a la Iglesia?

Aurelio Fernández.

En el año 1971, en el catálogo de saberes surgió con fuerza inusitada una nueva ciencia: la "Bioética". Cuando el profesor inglés Resselaer van Potter edita ese mismo año en New Jersey su obra, Bioethics: Bridge to the Future, posiblemente no previó el amplio eco que ese término adquiriría en breve tiempo. Pues bien, muy pronto la "Bioética" se convierte en disciplina universitaria; de inmediato recibe el refrendo académico; se multiplica la producción bibliográfica; se editan Revistas científicas con ese título; se celebran Congresos Internacionales en las diversas áreas; se erigen los Comités de esta nueva disciplina en multitud de empresas... El hecho es que a los 30 años de su nacimiento, todo el mundo repite ese nombre y la literatura sobre Bioética es hoy inabarcable.

Pero, a la par que en el plano científico se multiplican los descubrimientos, también se originan respuestas muy divergentes sobre la eticidad de los diversos temas que suscita la nueva disciplina. Más aún, la variedad de juicios éticos es tan contrapuesta, que en su solución no sólo se enfrentan los moralistas, sino que se dividen las opiniones de los científicos, se oponen las decisiones de los políticos, se fraccionan los Parlamentos e incluso parece que en esos temas se confrontan las diversas civilizaciones. ¿Por qué?

Las razones son múltiples. Es claro que ante la novedad en tantos y tan novedosos descubrimientos en Medicina, en Biología, en Genética, etc. no sea fácil convenir sobre el comportamiento moral en su realización. Si la ciencia logra descifrar las leyes que originan la vida y adquiere cierto dominio sobre ellas, no debe sorprender que el hombre pueda decidir sobre el modo y momento de la aparición de una nueva vida. En este sentido, el origen de un ser humano, que hasta ahora estaba reservado exclusivamente a la relación hombre-mujer, se puede ya alcanzar de modo asexual. Y en ambos casos, el conocimiento del proceso para lograr esa vida se puede decidir a capricho respecto a casi todo: ciertamente, sobre el sexo del mismo, pero también acerca de otras precisiones somáticas del individuo. Más aún, el conocimiento del genoma facilita la producción de una vida humana a requerimientos de la voluntad del que la "fabrica"; o sea, que es posible "manufacturar" un niño o una niña al modo como se elabora cualquier otro producto; casi se ofrece la posibilidad de "fabricar niños a la carta".

Al llegar a estos límites, es evidente que cambia notablemente el concepto de "hijo", lo mismo que se transmuta la realidad de ser "madre" y "padre". Y resulta lógico que, al mudar realidades tan profundas del hombre y de la mujer, surja la sospecha acerca de la eticidad de esas opciones. Por ello, en este tema como en ningún otro, se formula la cuestión de los límites entre ciencia y moral, pues obliga a cuestionarse con seriedad si todo lo que es científicamente posible es, al mismo tiempo, éticamente correcto. O, con otros términos, es necesario preguntarse si a las posibilidades de la ciencia, no debe ponerse límite alguno.

Y esta es la razón por la que es fácil que no converjan las opiniones y se multipliquen las sentencias entre nuestros contemporáneos. Pero la disparidad de juicio tiene un origen más profundo: es preciso situarla en la concepción misma de la "persona". ¿Qué es el hombre? ¿Cuándo se puede hablar de que un ser vivo es una persona? ¿Tiene el hombre un dominio para crear un ser humano a capricho? ¿En el origen de un nuevo ser cuenta sólo la voluntad de los "padres" o priva sobre los progenitores el ser mismo del "hijo"?...

Consecuentemente, en la respuesta a estas interrogaciones surge el papel de la ética. Y se comprende que en estos temas relacionados con el origen de la vida, la moral católica reclame que se oiga su voz. Ahora bien, la doctrina católica goza de un papel decisivo porque es, en verdad, la institución que profesa un concepto más elevado del hombre. Cuando algunos no entienden los juicios éticos de la Iglesia sobre diversos temas de la Bioética, deben recordar que es la doctrina cristiana la que enseña sin fisuras que el hombre -en verdad, todos los hombres- es "imagen y semejanza de Dios". Esta excepcional antropología es suficiente para que se tome en serio el juicio moral de la Iglesia sobre la licitud o ilicitud de ciertas prácticas que se combinan en la aparición de una nueva vida humana. Pero cabe preguntar: ¿No será, precisamente, esa alta consideración del hombre lo que avala la rectitud de ese juicio moral? Más aún, ¿no será esa preeminencia de la persona lo que garantiza que sus criterios éticos son verdaderos?

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