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El Antiguo Testamento y la Historia
Francisco Varo
Diálogos de Teología, Almudí 2000
I. LA COMPOSICIÓN DE LA HISTORIA BÍBLICA
La Revelación divina ha sido realizada mediante "hechos y palabras intrínsecamente ligados" (DV, 2). Para acceder a las fuentes de esa Revelación se hace necesario realizar aproximaciones a la historia que trata de esos hechos, y a la literatura en la que se trasmiten esas palabras. Historia y literatura son ciencias distintas, que utilizan técnicas y modos de expresión diversos para transmitir información acerca de una realidad.
Sin embargo, en el caso de la Revelación divina, los hechos y las palabras están intrínsecamente ligados, y en el estudio y reflexión teológica sobre la Biblia con frecuencia se han mantenido tan unidos que hasta épocas relativamente recientes no se ha puesto particular atención a discernir lo que corresponde específicamente al arte de la historia y lo que es competencia de la literatura en el acceso racional a los libros sagrados, que es uno de los presupuestos necesarios para la reflexión teológica. Y esto, con el peligro evidente de considerar "historia" lo que es "literatura", o de indagar en el proceso de composición de los textos realizando un análisis de los mismos que presenta como un cadáver diseccionado lo que el medio de comunicación de una doctrina que es vida.
Pensamos que los caminos seguidos en las dos últimas décadas en la investigación sobre el marco histórico del Antiguo Testamento proporcionan unos datos dignos de reflexión acerca de estos fenómenos. Y son sólo una muestra de lo que está sucediendo con el estudio de toda la Escritura.
El lector del Antiguo Testamento se encuentra desde las primeras páginas del mismo con unos relatos que comienzan por la creación del mundo y de los hombres, y continúan con la narración de algunos acontecimientos engarzados en una línea más o menos continua, hasta los albores de la romanización de Palestina. Sin embargo, es bien conocido que la técnica del relato es un procedimiento que excede los límites del género histórico, y se emplea muy frecuentemente en otros géneros literarios. No se puede afirmar sin más que todo lo que es narrado en el Antiguo Testamento sea histórico.
a) Las "Historias de Israel"
En la segunda mitad del siglo XIX el nacimiento y posterior desarrollo de la
arqueología abrió unas perspectivas hasta entonces insospechadas para el
conocimiento de la historia antigua de la humanidad. El interés mutuo entre
Biblia y arqueología surgió pronto. En la Biblia había multitud de relatos
enmarcados en la geografía de Palestina y las tierras del Próximo Oriente, en
épocas pretéritas. Tal vez se podían encontrar en ella algunas noticias que
dieran razón de los hallazgos arqueológicos, y los propios hallazgos podrían
ayudar a comprender mejor algunos puntos oscuros de las narraciones contenidas
en la Biblia. Comenzaron a componerse así algunas obras en las que se
confrontaban datos bíblicos y hallazgos arqueológicos. Se podría decir que,
desde el primer momento, la interpretación de los hallazgos arqueológicos de
Palestina fue realizada a la luz de la tradición bíblica, e incluso el enorme
interés que se fue manifestando hacia los objetos y textos escritos que se iban
encontrando en las regiones vecinas se debía en gran parte a que formaban parte
del "mundo de la Biblia".
A finales del siglo pasado, la primera obra fundamental realizada con esos nuevos criterios fue la Historia de Israel de Rudolf Kittel, publicada en 1888, en la que se intentaban armonizar los resultados entonces aceptados del análisis literario de los textos bíblicos, los documentos extra-bíblicos y la investigación arqueológica realizada hasta ese momento. Una obra similar, aunque prescindiendo sistemáticamente del análisis crítico-literario de los textos bíblicos, fue la Historia de Israel escrita por Giuseppe Riccioti en los años treinta.
No obstante, los autores que tendrían una mayor influencia en los años siguientes serían W. F. Albright, en Estados Unidos, y A. Alt en Alemania. En 1957 John Bright y G. E. Wright, siguiendo la estela de Albright, pensaban que se podía afirmar con relativa tranquilidad que la arqueología bíblica proporcionaba los suficientes elementos como para poder establecer el periodo en el que se inician las tradiciones patriarcales al inicio del segundo milenio a. C., para afirmar la sustancial autenticidad de las tradiciones de José y de Moisés a la luz del conocimiento adquirido acerca del antiguo Egipto por fuentes extrabíblicas, y para poder considerar creíble a grandes rasgos una conquista unificada de las grandes ciudades de Palestina, que daría razón de la presencia de Israel en ese territorio en los siglos posteriores. Estas interpretaciones de la historia serían objeto de críticas muy fuertes por parte del propio Martin Noth, discípulo de Alt.
Más cercano a la otra línea, a la hipótesis del asentamiento en Palestina mantenida por Alt y sus discípulos, G. E. Mendenhall afirmaba en 1962, basándose sobre todo en las cartas del periodo Amarna, que en el Bronce Reciente las ciudades-estado cananeas tenían una estructura política opresiva y brutal, y dominaban todo Palestina y Siria. Los hebreos se podrían identificar con los habiru de esas cartas, en las que se encontrarían datos acerca de su actividad revolucionaria. Se trataría de un grupo caracterizado por su oposición a la opresiva estructura de gobierno imperante. Así pues, el origen de los hebreos no habría que buscarlo en la llegada y asentamiento en Palestina de unas tribus nómadas, sino en una revolución interna de los habitantes de Palestina en contra de la opresión de las corruptas ciudades-estado. Al final de ese periodo la revolución se haría más serena, en términos religiosos y pacifistas, y terminaría por acabar triunfando: las ciudades cananeas se harían hebreas al decidirse a abrazar la libertad del yahwismo rechazando el opresivo baalismo cananeo del poder político. Esta línea sería continuada a partir de 1975 por N. K. Gottwald, que afirma que esa tesis puede ser tomada como una forma idealista de una revolución socialista proletaria.
A partir de 1968 el profesor israelí Binyamim Mazar se propuso buscar hipótesis alternativas a las de la conquista, el asentamiento o la revolución para explicar los inicios de la presencia de Israel en Palestina. En su opinión, de acuerdo con los hallazgos arqueológicos, el paso del Bronce Reciente a la Edad del Hierro ha de ser descrito como una transición. En la Historia antigua de Israel (1971-73) de Roland de Vaux, tal vez el esfuerzo más ambicioso de un autor católico por hacer un estudio riguroso de la historia bíblica, se admite que no es posible fijar con certeza las fechas de un "periodo patriarcal", aunque esto no suponga cuestionar la existencia del mismo. También afirma que las narraciones de José y de Moisés reflejan situaciones históricas que se pueden iluminar con fuentes extrabíblicas y situar en épocas determinadas de la historia de Egipto. En cuanto al establecimiento en Canaán, rechaza la hipótesis de Noth acerca de la "anfictionía" de las tribus aunque se da cuenta de los problemas que plantea la aceptación de Israel como un todo unitario en época premonárquica. De acuerdo con Mazar mira a la monarquía como el primer periodo en que está unido todo Israel, e incluye la "época de los Jueces" en la pre-historia de Israel. De este modo, no se ve inconveniente en que los diversos grupos que luego formarían Israel tengan un origen distinto, y que el periodo en el que se van produciendo las conquistas y asentamientos se extienda a lo largo de todo el segundo milenio a. C. La historia publicada por Cazelles en 1982. complementa de alguna manera la historia inacabada de R. de Vaux. Cazelles no comienza por los Patriarcas, Moisés y el Exodo hasta la instalación en la tierra de Canaán, sino que el punto de partida lo constituyen unas reflexiones sobre las tribus en Canaán, con alguna referencia incidental a los Patriarcas en ese contexto, y la historia propiamente dicha comienza con la Monarquía. Además, Judá es ante todo un topónimo, que sólo a partir de David designará un grupo humano.
El debate acerca de la aparición de Israel en Canaán continuaba abierto, y cada vez la resolución del problema se hacía más acuciante para el desarrollo de las historias de Israel. En ese contexto, se publicó en 1983 la obra de Baruch Halpern acerca de la emergencia de Israel en Canaán. Después de analizar una amplia documentación y valorar las hipótesis anteriores, concluye que Israel se forma desde el interior de Canaán, por su propio dinamismo. No hay una conquista, ocupación ni instalación.
El año siguiente, 1984, se publicó simultáneamente el original italiano y la traducción inglesa de la Historia de Israel de J. Alberto Soggin. Su obra se podría situar en la línea de Alt, aunque llega mucho más lejos en sus afirmaciones. Sólo se puede componer una verdadera historia --y apoyándose en textos muy posteriores-- a partir de la monarquía, con las figuras de David y Salomón. En una línea análoga se puede situar la obra de J. M. Miller y J. H. Hayes (1986).
b) Las "Historias independientes de Palestina"
El enorme acopio de datos que han proporcionado las excavaciones arqueológicas de los últimos años más que ayudar a clarificar las hipótesis sobre la historia de Israel, ha venido ha complicar la situación. Uno de los grandes problemas suscitados ha sido el de la dificultad para diferenciar materiales "israelitas" de "cananeos" en los restos del Bronce Reciente y el comienzo del Hierro. Son muchos los hallazgos realizados, y dificilmente se pueden ver indicios de que existan unos "israelitas" distintos de los anteriores habitantes de Palestina. De otra parte, las excavaciones van sacando a la luz una gran cantidad de poblaciones en los altos de Samaría correspondientes al Hierro I, que parecen apuntar en la dirección sugerida por B. Mazar de que ahí habría que buscar el origen de Israel. A todo esto se añade que la diferencia que se aprecia entre los restos de las excavaciones de la región centro y norte con los encontrados en la zona del sur de Palestina, induce a pensar que no se puede afirmar la existencia de una monarquía unida en esa época.
Los intentos por interpretar los restos arqueológicos utilizando los textos bíblicos se han ido encontrando, pues, con numerosos problemas, no sólo en la "época patriarcal" y en la "época de los Jueces", sino también en el mismo origen de la monarquía. Por eso, desde un punto de vista metodológico, para delimitar con la mayor objetividad posible los hechos históricos, se ha hecho notar la conveniencia de prescindir de los relatos bíblicos en la interpretación de los hallazgos arqueológicos y utilizar solamente los restos epigráficos contemporáneos a los demás restos hallados en las excavaciones. De este modo, hacer una "Historia de Israel" parece algo que con los datos actuales resulta muy difícil. Antes será necesario investigar la historia general de Palestina que proporcione el marco objetivo adecuado para hacer realmente una historia de Israel. Y, lógicamente, esa historia de Palestina ha de ser "independiente" de los datos bíblicos.
Tal vez fuera el danés Niels Peter Lemche el primero en introducir sistemáticamente esa "nueva metodología" que busca el establecimiento de una historiografía independiente en su libro de 1985 acerca del antiguo Israel. En el boceto impresionista que dibuja de esa sociedad no se observa distinción entre lo "cananeo" y lo "israelita", de donde se seguiría que la naturaleza de Israel en su origen no viene fijada por unos rasgos étnicos, sino religiosos. De modo que no se deben mezclar las historias bíblicas y la religión de Israel con la historia de Palestina.
Gösta W. Ahlström, en su breve monografía de 1986, considera que en la estela de Merenptah el término "Israel" designa la región montañosa de Samaría, alrededor de Siquem. Es, por lo tanto, un término geográfico. La mayor parte de los "israelitas" serían cananeos en su origen. Además de ellos, habría otros pueblos semitas no israelitas, como Dan, Aser, Gad, Neftalí y los Gabaonitas, que fueron estableciéndose en Palestina y llegarían a integrarse en la unidad llamada Israel, independientemente de su religión específica. El fondo de su religiosidad siguió siendo cananea, con 'El como dios principal. El yahwismo llegaría en una época posterior procedente del sur (Edom).
Robert B. Coote y Keith W. Whitelam (1987) no dudan en afirmar que el origen de la tradición de Abrahán hay que buscarlo en Mesopotamia, y el del Israel bíblico en el exilio.
En el común esfuerzo por reconstruir la historia, la arqueología ha ido ocupando paulatinamente una posición de mayor protagonismo, de ahí la gran importancia de la obra de Israel Finkelstein (1988) sobre la arqueología del asentamiento israelita en Palestina, con una enorme riqueza de datos nuevos, que ya han ido proporcionando nuevas luces, aunque habrán de ser analizados y completados más a fondo en los próximos años. Tras la exploración de 552 lugares en el territorio de Efraín, el autor constata que en el Bronce reciente había muy pocos poblados. En el Hierro I los asentamientos se multiplicaron notablemente, aunque el sur y el oeste de la región efraimita continuaron bastante despoblados. En el Hierro II también crecieron considerablemente los poblamientos en todas partes, con excepción del sur. No se observa discontinuidad entre el Hierro I y el Hierro II. De otra parte, en el estado actual de las excavaciones se puede apreciar que las destrucciones observadas en las grandes ciudades cananeas están escalonadas a lo largo de más de un siglo, lo que hace pensar que no hubo una campaña de conquista. Con todos estos datos, la emergencia de Israel habría que situarla en la re-sedentarización de los pastores nómadas en el Hierro I, después de una etapa nómada durante el Bronce reciente. Esta población que se sedentariza tendría raíces indígenas en la zona.
La historia del pueblo israelita publicada por Thomas L. Thompson en 1992, recoge toda esta serie de hipótesis, y llega más lejos al afirmar que nunca hubo un verdadero "exilio", esto es, un regreso a Palestina de algunos descendientes de los que fueron deportados a Babilonia. En efecto, en su opinión, un elemento importante en la política de los grandes imperios asirio, babilonio y persa fue la creación de una ciudadanía fiel al gobierno central, que no aceptara poderes políticos independientes en las provincias del imperio. En el adoctrinamiento de las poblaciones sometidas no se hablaba de conquista, sino de legitimación, derechos de sucesión o restauración del poder legítimo. Esta política fue perfeccionada por los persas. Los esfuerzos por presentar a los pobladores de los distintos territorios esa política que se estaba realizando por las autoridades persas como una "restauración" era una de las tareas prioritarias del imperio. En ese contexto histórico, piensa Thompson que no hay motivos para dudar de la autenticidad del edicto de Ciro del que se habla en Esd 1, 2-4. Siguiendo su política habitual, se puede comprender que Ciro promovió la "restauración" de esta provincia, impulsando el culto "tradicional" a Yahweh.
c) Jalones significativos en la Historia de Palestina
Como datos más significativos de la nueva visión de la historia de Palestina
que ofrecen las historias independientes en contraste con la historiografía
enterior, se podría señalar lo que sigue.
La primera capital que merece ese nombre, como centro de un estado organizado, distinta a las "ciudades estado" de épocas anteriores fue Samaría, una verdadera capital política, con los servicios públicos necesarios para organizar el comercio y la defensa de toda la zona central.
Los textos asirios constatan los conflictos y tensiones existentes entre las tres grandes capitales --Damasco, Tiro y Samaría-- por el control de Galilea y del valle del Yezrael. En esos y otros textos asirios figura el nombre de la capital, Samaría, y se designa a su territorio con el nombre de Israel o el país de Omrí. También se citan algunos de sus gobernantes: Ajab, Jehú, Menajem, ... A los que también se les aplica la denominación genérica de "hijo de Omrí". Los textos moabitas, por su parte, reflejan una análoga tensión entre Moab e Israel por el control de la zona de Galaad. En la estela de Meshah, rey de Moab, se habla de esas fricciones con Israel y la casa de Omrí, se alude a que las gentes de Gad estaban desde hacía mucho tiempo en Transjordania, y se habla de Yahweh como Dios de Israel. .
La población de los altos de Judea presenta interesantes analogías y contrastes con las zonas altas de la región de Efraín. En el Hierro II, que en la región sur se extiende del 1000 al 700 a.C., Jerusalén era un pueblo, análogo a otros de la Safela como Guézer y Lakish. No parece que la supremacía de la ciudad llegara muy lejos, ni que tuviera una extraordinaria importancia. Varios hechos parecen testimoniar esta realidad. Uno de ellos es que cuando el faraón Sosenk realizó su campaña por el sur de Palestina atacó las ciudades del valle de Ayalón, pero no Jerusalén. De otra parte, de las cartas encontradas en Arad se deduce que Arad era políticamente independiente de Jerusalén. Incluso, en el aspecto religioso, uno de los textos de Kuntillet Ajrud al hablar de los dioses de la zona cita a Yahweh de Samaría y a Yahweh de Temán, pero no hace ninguna mención de Jerusalén. Aunque ninguno de estos datos se opone a que hubiera un poder en Jerusalén que se extendiera a una cierta zona, sí que parecen indicar que esta estructura política no constituía una fuerza muy importante. Tampoco se conocen nombres concretos de sus gobernantes en inscripciones de la época. Solamente se ha encontrado una posible alusión a ellos con el denominativo genérico de la "casa de David". Da la impresión de que hasta el final del siglo VIII a.C. Jerusalén se disputaba con Hebrón y con las poblaciones de la Safela, sobre todo Lakish, el control de esas zonas altas de Judea. En cualquier caso, no es probable que esas ciudades dependieran de Jerusalén en ese tiempo, sino que más bien los datos actuales apuntan a que eran competidoras de la misma.
En el siglo VII a.C. se produjo un desarrollo notable de la ciudad de Jerusalén. Se puede constatar un gran aumento de población y una creciente prosperidad que, le proporcionaban, en ese momento, los rasgos de una capital regional. Los datos arqueológicos del crecimiento de Jerusalén manifiestan que éste tuvo lugar en una época inmediatamente posterior a la destrucción de Lakish, en la campaña de Senaquerib. En esta época, la inscripción de Senaquerib proporciona el nombre del soberano de Jerusalén, Ezequías, y el gentilicio de sus súbditos: judíos. Ezequías, después de haber intentado resistir a Senaquerib, le pagó un fuerte tributo y pasó a ser su vasallo. Sin embargo, se puede hacer notar que la creciente importancia de Jerusalén no derivaba principalmente de la riqueza agrícola de la Safela, sino que se vio reforzada por la política Asiria que buscaba establecer un estado vasallo en Judea, del que hizo capital a Jerusalén, lo mismo que sucedió con Eqrón en la región de la costa mediterránea. Los pueblos destruidos por Senaquerib en la Safela durante el siglo VIII no fueron reedificados. En cambio, fueron edificados otros pueblos y reconstruidas fortalezas como Lakish durante el siglo VII, todo ello, según parece, en dependencia de Jerusalén. La hegemonía de Jerusalén se fue extendiendo hasta que llegó a imponer su dominio sobre Hebrón y el norte del Négueb. De este modo, la ciudad se convirtió en la capital de un estado regional durante el siglo VII a.C. Sin embargo, parece que a diferencia de Samaría no se trataba de un estado soberano, sino vasallo del imperio asirio.
Con la conquista de Jerusalén y su sumisión al poder babilónico, llegaba al límite una notable trasformación de la estructura social de Palestina, que se venía gestando desde la caída de Samaría. En todas esas regiones se habían producido traslados masivos de población: parte de la población autóctona fue trasladada a otros lugares, y hubo repoblaciones realizadas con gentes desarraigadas de otros sitios. A finales del siglo VI a.C. Palestina era una región carente de casi toda unidad, ya sea social, económica, lingüística o cultural. En el cilindro de Ciro, por ejemplo, se explica que el anterior rey babilónico había destruido la religión tradicional: en vez del dios tradicional, celestial, se daba culto a estatuillas; incluso los rituales, ofrendas y oraciones no eran adecuados. El rey babilónico había esclavizado a su pueblo, los pueblos estaban en ruinas e incluso los dioses habían tenido que abandonar su ciudad. En esas circunstancias, fue el propio Marduk el que llamó a Ciro para restablecer la justicia en su pueblo, y fue el propio Marduk quien dispuso las cosas para que Ciro tomara Babilonia. Ciro no rehusó esa llamada, y el pueblo lo recibió con los brazos abiertos como un liberador con alegría y canciones. En vez de dedicarse al pillaje de los templos, devolvió los dioses a sus casas. Esta inscripción del cilindro de Ciro, es una muestra entre otras de que la "restauración" era una de las tareas prioritarias del imperio.
Siguiendo su política habitual, no es de extrañar que Ciro ayudara a la restauración de Jerusalén, impulsando el culto tradicional a Yahweh, el Dios de Samaría y Judea. En la ciudad se fue creando una nueva sociedad, centrada en el nuevo templo, y administrada por un gobernador persa, que se identifica profundamente con el pueblo (cfr. Neh 1,1-11). Del mismo modo, también el gobierno persa apoya el culto a Yahweh en la provincia de Samaría.
La provincia de Yehud crecería en importancia durante el siglo IV a.C. Su nombre aparece inscrito en multitud de asas de jarra y en las monedas que acuñó la provincia, lo que testimonia la autonomía de la que gozaba en este tiempo.
Desde al menos dos siglos antes, las tensiones más significativas en aquellas regiones son las surgidas entre Samaría y las autoridades de Jerusalén. Samaría era una región con una historia más brillante en el pasado que Judea, pero en ese tiempo se encontraba muy deprimida en el aspecto económico y organizativo, y paulatinamente se veía desplazada al crecer notablemente la vida económica y religiosa, apoyadas por el poder imperial, en Jerusalén. En el siglo V a.C. sus autoridades civiles todavía dialogaban con las de Jerusalén sobre cuestiones religiosas, y se consultaba su parecer sobre algunas cosas. Sin embargo al avanzar el siglo IV a.C., las relaciones fueron cada vez más tensas, y el distanciamiento mayor, de modo que el camino para la ruptura total se iba abriendo, y ésta llegaría coincidiendo con la transición del dominio persa al griego en toda la región.
2. PERSPECTIVAS ACTUALES ACERCA DE LA COMPOSICIÓN DE LA HISTORIA BÍBLICA
Llama la atención el hecho de que el camino recorrido por la investigación de
la Historia de Israel haya discurrido a partir de 1975 buscando la
"independencia" de la Biblia, y sin embargo, los estudios de pura crítica
literaria de los textos del Pentateuco y otros libros "históricos"
hayan llegado, precisamente en los mismos años y por vías independientes a
conclusiones que encajan bastante bien en la historia antigua de Palestina que
se ha comenzado a conocer con cierto detalle.
En el tema anterior se indicaba que actualmente se cuestiona seriamente la existencia de una monarquía unida en Palestina en los comienzos del primer milenio a.C. Más bien parece que hubo un reino importante, Israel, establecido en los altos de Efraín y cuyo dominio se extendió a las regiones limítrofes durante un par de siglos, pero cuya capital Samaría sucumbió al poder asirio a finales del siglo VIII a.C. Mientras tanto en el sur había un serie de ciudades, entre ellas Jerusalén con un control de territorio limitado a sus alrededores. A partir del reinado de Ezequías, en el siglo VII, Jerusalén tomó realmente las características de una capital y en ella pudo haber una corte real de cierta importancia. También ella sucumbió al poder extranjero, en este caso babilónico, en el siglo VI a.C. Hubo unas décadas muy difíciles, con no pocos movimientos de población, que acabaron por cambiar la fisonomía de Palestina. A partir de la política unificadora de Ciro el persa en todo su imperio, se propiciaron unas circunstancias culturales extraordinariamente fecundas para la composición de una literatura religiosa que sirviera para instruir al pueblo.
Como se acaba de exponer en este tema, uno de los elementos de situación actual acerca de la crítica literaria del Pentateuco es el cuestionamiento del origen y misión del yahvista en la composición del Pentateuco. A partir de los análisis de J. van Seters y M. Rose parece claro que no se puede seguir hablando de un yahvista salomónico, lo que es perfectamente razonable a la luz de la historia. Además, los análisis comparativos demuestran la relación entre el yahvista y la tradición deuteronomista. La tradición deuteronomista, que ciertamente recoge algunos elementos de las tradiciones religiosas y cultuales del reino del norte y otros de origen jerosolimitano, bien pudo ir formándose en el siglo VII a.C. coincidiendo con el reinado de Ezequías y el crecimiento en esplendor de Jerusalén. Es posible que se desarrollara en un círculo de altos oficiales de Jerusalén que poco después llegarían a tener una notable influencia en la vida pública y que inspirarían el resurgir religioso impulsado por Josías.
Precisamente, un punto clave de la situación actual es la afirmación de que la primera redacción historiográfica era deuteronomista. En esa línea son relevantes los estudios de J. van Seters, cuya hipótesis afirma que la primera redacción de una historia continuada es deuteronomista y abarca desde Deuteronomio hasta el libro segundo de los Reyes. Después vendría la redacción coincidente con la denominada yahvista, que no es sino una visión deuteronomista de las tradiciones más antiguas, y está concebida como una introducción a la historia deuteronomista ya existente. Los textos sacerdotales no serían sino pequeñas añadiduras al relato ya existente. Por su parte, los "estudios sobre la composición del Pentateuco" de E. Blum conciben el texto del Pentateuco como una síntesis de compromiso entre dos "composiciones" tardías, una de origen deuteronomista y otra sacerdotal (KD y KP), en las que se recogen tradiciones más antiguas debidamente reelaboradas. En todos los casos habría que fijar el final de la labor redaccional en el periodo post-exílico, en el que Judá era una provincia persa.
Por lo que se refiere a la procedencia de los materiales que el último redactor tiene a su alcance, la crítica actual camina hacia un cierto consenso en conceder una importancia decisiva a la escuela deuteronomista, pues a ella corresponde, de un modo u otro, el protagonismo casi absoluto en el texto. No obstante el deuteronomista no parte de la nada en su redacción, sino que trabaja sobre unas tradiciones que le han llegado. También se reconoce la existencia de unos textos específicos, llamados "sacerdotales". Pero en este aspecto hay un notable desacuerdo acerca de si constituyeron una obra literaria autónoma, o se trata de un simple estrato redaccional que ha dejado sus huellas en el texto básico deuteronomista.
Por su parte los investigadores contemporáneos de la historia deuteronomista están de acuerdo en reconocer --aunque con diversidad de matizaciones-- la existencia de unos materiales previos a la primera redacción, así la importancia de la experiencia del exilio para la redacción definitiva. La redacción definitiva habría de ser ciertamente post-exílica. De otra parte, los lazos de unión entre la composición de la historia deuteronomista y la del Pentateuco parecen incuestionables.
Uno de los problemas más complejos en ambos casos es el de la redacción del texto en su forma final. Entre otros motivos, porque no hay un acuerdo de a qué se puede llamar "forma final". En efecto, cada vez más se va extendiendo la consideración de que el Tetrateuco fue concebido como un grandioso prólogo a esa historia. Consecuentemente, ambos constituyen como dos etapas sucesivas del mismo fenómeno de producción literaria, obra de los redactores de la escuela deuteronomista. Esto viene ratificado por el hecho de que algunos estudios críticos recientes están poniendo en evidencia que hay elementos redaccionales deuteronomistas que son indudablemente posteriores a textos de carácter sacerdotal. Sin embargo, en el canon bíblico el Deuteronomio ha sido desgajado de su posible posición inicial para formar junto con los otros cuatro libros la Torah o Pentateuco. En esta última operación se debieron introducir algunos retoques en el conjunto por redactores de escuela sacerdotal, aunque parece que son tan pequeños que no alteran sustancialmente la redacción deuteronomista, a la que tal vez pueda considerarse como "final", aunque sean posteriores.
Como se puede apreciar en la mayor parte de los estudios actuales, todos los indicios apuntan a la época persa como la decisiva para la mayor parte del proceso de composición de los libros sagrados acerca de la historia de Israel. Y no deja de ser significativo que esta situación encaje bastante bien en el marco histórico de Palestina en la antigüedad del que se trató en el capítulo precedente. Se trata precisamente de esa época en la que consta que la propia organización imperial persa estaba decidida a favorecer las iniciativas que surgieran para la composición literaria de obras que sirvieran como marco de referencia unitario para las creencias y la vida de la población, y que pudieran ser bien acogidas por ella al reflejar valores tradicionales. La providencia divina se valió también de esas circunstancias históricas para que se llevara a cabo una tarea decisiva en el proceso de la revelación: la puesta por escrito de la primera historia del pueblo elegido por Dios para manifestarse a los hombres.
Tanto en la religión de Israel como en la Iglesia, la Biblia se ha leído con frecuencia como una "Historia Sagrada", esto es, como un relato en el que se presenta a Dios como guía de la historia: la inicia creando todo mediante su palabra, establece unas normas para el funcionamiento de la naturaleza y del hombre, anuncia sus planes de salvación para una humanidad caída desde sus orígenes, y conduce con su providencia la ejecución de los mismos.
Con una sencilla pero profunda intuición, el pueblo de Dios no se ha planteado durante mucho tiempo los problemas derivados actualmente de la distinción entre historia e historiografía: no se ha planteado el problema de la veracidad de lo narrado donde no se lo habían planteado los escritores de la Biblia. Estos, con sus escritos, quieren dar testimonio de unos hechos, pero no para satisfacer la curiosidad de generaciones venideras, sino para instruir en la fe. Por eso, en cada texto concreto no es fácil dilucidar si un dato preciso pertenece a la forma del relato o a su contenido. Pero eso no es lo importante en la intención del autor. Este ofrece una interpretación de los hechos a la luz de la fe en la que vive. Cuando se leen sus relatos se puede penetrar en la fe que los informa y saber cómo se contemplan los acontecimientos desde ese punto de vista eminentemente religioso. En una lectura creyente de los libros sagrados, realizada sin detenerse en aspectos críticos, es posible captar con sencillez y limpieza ese mensaje final. Y no es poco. De este modo, los relatos bíblicos han proporcionado un material de primera importancia para la instrucción en los contenidos fundamentales de la Revelación divina.
Los Padres de la Iglesia y los más antiguos autores cristianos leyeron la Biblia con simplicidad y provecho, sin plantearse graves problemas acerca de la historicidad de los detalles narrados, y buscando más bien la utilidad para los lectores. Así dice, por ejemplo, Orígenes en sus Homilías sobre el Exodo: "Nosotros, que sabemos que todo ha sido escrito, no para narrar hechos antiguos, sino para instruirnos y para sernos útil, comprendemos que lo que hoy se ha leído también se realiza ahora".
Sin embargo, para el acceso a la historia antigua de Palestina se cuenta con un instrumento útil: la Biblia. No obstante, debe emplearse con el debido rigor científico, pues en caso contrario, en vez de ayudar, podría constituir un elemento de distorsión en el acceso a la verdad objetiva de los hechos. No se puede ignorar que la Sagrada Escritura, en su forma actual, es el resultado de un largo proceso redaccional, y posee una gran riqueza de modos literarios de expresión. Por eso los textos bíblicos no se pueden utilizar en la interpretación de los restos arqueológicos, sino después de un depurado análisis crítico. Ahora bien, ese análisis crítico puede sacar a la luz indicios de lo que eran las tradiciones populares, noticias sobre la vida, las creencias y la fe de la gente que compuso esos textos y para quienes se compusieron. Delimitar con toda precisión los hechos reales que hay en la base de esas tradiciones es tarea delicada que requiere esfuerzo. Pero no se puede prescindir de esas aportaciones bíblicas si se quiere tener un cuadro de la historia de Palestina que sea lo más ajustado posible a la realidad.
El teólogo, que parte de la fe en la existencia de Dios y admite como creíble una manifestación del mismo a los hombres en el proceso de la Revelación sobrenatural, puede encontrar en esa historia una presentación del marco real en el que se han producido esas intervenciones, tan delicadas que pudieron pasar desapercibidas para quienes no tuvieran la sensibilidad necesaria para captar el sentido más profundo de los acontecimientos que proporciona la fe. Dice la Escritura con palabras misteriosas que Elías aguardaba al pie de la montaña el paso del Señor, y "sopló un viento fuerte e impetuoso que descuajaba los montes y quebraba las peñas delante del Señor, pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Tras el terremoto un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Y al fuego siguió una leve brisa..." (1 Re 19, 11b-12) y en ella descubrió Elías al Señor que pasaba. El Señor ha pasado por la historia sin hacer ruido. Podría decirse que no se encuentra a gusto en el rumor del viento, la trepidación del terremoto, ni la luz del fuego, que son reclamo para la atención de los curiosos. No busca el espectáculo para manifestarse. Pasa sin hacer ruido cerca de quienes están dispuestos a acoger su palabra.
Ciertamente, la crítica histórica de los textos bíblicos ha prestado ya, y ha de continuar prestando, una aportación insustituible a la teología. Los esfuerzos por delimitar, con la mayor precisión posible, el marco histórico en el que tuvo lugar la Revelación divina ayuda a captar mejor sus contenidos y matices. Esta aportación no resta valor a la exégesis realizada por los Padres y Doctores de la Iglesia, ni descalifica otros posibles acercamientos a la interpretación de la Biblia. Simplemente, se sitúa en un ámbito diferente que complementa de modo adecuado la enorme riqueza de contenido religioso que tantas generaciones de judíos y cristianos habían logrado encontrar cuando realizaban una sencilla lectura creyente de la Sagrada Escritura.