DIMENSIÓN
CONTEMPLATIVA DE LA MISIÓN
Cebrià Pifarré osb
En
la Iglesia y en el ámbito de la misión nada es sobrenaturalmente fecundo si no
proviene de una experiencia de kénosis y contemplación. Es este un pensamiento
que, aún sin ser una cita literal, constituye el meollo de un estudio que Hans
Urs von Balthasar publicó hace unos años acerca de una mujer extraordinaria,
convertida al catolicismo, Adrienne von Speyr (†1967), cuya espiritualidad es
calificada por el famoso teólogo de “mística objetiva”[1].
En Adrienne von Speyr, es el caso también de no pocos grandes testigos
contemporáneos de Jesucristo y de su Evangelio, experiencia contemplativa y
misión eclesial coinciden plenamente. Una realidad no se explica sin la otra.
La lectura del mencionado estudio del teólogo suizo fue para mi en aquel
entonces, como lo había sido años atrás su libro “La plegaria
contemplativa”, una sorpresa más que agradable. En efecto, en la década de
los sesenta, en ciertos sectores del catolicismo, sobre todo francés, más
sensibles a las exigencias que se derivan de una Iglesia que se quiere misionera
y evangelizadora, palabras tales como “compromiso”, o expresiones como
“dar testimonio”, utilizadas a veces en desmesura, parecían ser algo así
como la panacea de toda presencia apostólica en el mundo. Más tarde, en la década
de los setenta, mejor, en los años inmediatos que siguieron al Concilio y al
mayo del 68, con las crisis en parte inevitables y siempre purificadoras,
inherentes a tales acontecimientos, no sólo se insistía en la urgencia de
pasar del “anatema al diálogo” en la relación Iglesia-mundo, se valoraba
lo secular, lo horizontal, la historia, la encarnación en la realidad
conflictiva, la espiritualidad de la acción. A veces, incluso se estableció
una oposición, artificial, qué duda cabe, entre acción y contemplación. La
sospecha y la crítica de la que fueron objeto no sólo la oración meditativa y
la ascesis monástica, tildada de escapista, platonizante, sino también la
misma celebración litúrgica, los ritos y símbolos cristianos, calificados de
obsoletos para el hombre de las culturas seculares y urbana, no siempre se saldó
en positivo. Y ello a pesar de que, casi de inmediato, surgieron voces en
defensa del juego, la danza y la “fiesta de los locos”, y que subrayaban el
valor de la “inútil liturgia”, el valor de lo gratuito, de la contemplación
silenciosa, de la religiosidad popular, así como la importancia de los
lenguajes simbólicos y narrativos propios del universo bíblico y litúrgico.
Si
se tiene en cuenta esta vaivén de ideas y movimientos se comprenderá por qué
la palabra lúcida y profunda de von Balthasar, nos sacude afirmando sin
concesiones a la galería, e incluso al precio de ser calificado de
“conservador”, él que en los años cincuenta había escrito la famosa obra
“¡Abajo los bastiones!”, que sólo es fecunda la misión cristiana si
proviene de una experiencia de kénosis y contemplación. Tal pensamiento me
vino a la mente a propósito de la ponencia “Dimensión contemplativa de la
misión” con la que se abre el debate de esta XXIV Semana de Estudios Monásticos”,
cuyo título “Monacato y Evangelización” bien se aviene con la reciente
conmemoración del V Centenario del Descubrimiento y Evangelización de América,
y con la ya cercana celebración del “XLV Congreso Eucarístico
Internacional” en esta ciudad de Sevilla.
1.
Contemplación y misión: indicaciones neotestamentarias
1.1.
Jesús contemplativo y misionero del Padre
El
tema a dilucidar en esta comunicación ha sido objeto de múltiples y valiosas
aproximaciones. Para orientar las breves reflexiones que siguen a continuación
me ha parecido que sería bueno partir de una constatación fundamental: el
dinamismo misionero de Jesús es inseparable de su experiencia filial,
experiencia de inmediatez con el Padre.
En
los textos de los cuatro evangelios, tanto en los “ipsissima verba” como en
los relatos de sus “ipsissima facta”, la relación filial de Jesús con Dios
aparece como el centro de su personalidad. La vocación singular y única de Jesús
se expresa en la relación que establece con el Templo, llamado “casa de mi
Padre”. La preocupación de Jesús por purificar el culto del Templo,
expresada con un gesto profético provocador y relatado por los cuatro
evangelios (Mc 11, 15–27 y II), nos hace descubrir el primado del misterio de
Dios Padre y de su Templo convertido en cueva de traficantes (Jn 2, 16; Is 56, 7
y Jer 7, 15)[2].
Fruto precioso del misterio y de la historia de Israel, la personalidad de Jesús
ha sido modelada efectivamente por la oración mística y comunitaria del Pueblo
de la Alianza. No es de extrañar que sea precisamente en el marco de la
plegaria comunitaria y de la liturgia sinagogal del shabat, que Jesús inaugure
su ministerio (Lc 4, 16–22) y lo prosiga (Mc 1, 21–36; Lc 13, 10). Su misión
de anunciar el reino en efecto es la respuesta a la Palabra escuchada en la
celebración litúrgica del Pueblo de la Alianza.
El
lazo entre plegaria y misión en la experiencia del Jesús histórico es tal
que, sin temor a equivocarnos podemos afirmar que su predicación no es sino un
eco de las plegarias recitadas por el pueblo de Israel. Jesús, no sólo ha
asimilado la gran experiencia contemplativa y mística que rezuman los salmos de
Israel, sino que su anuncio del reino es expresado con las palabras de su
experiencia orante. Recordemos la profesión de fe “Shema Israel” (Mc 12, 29
y II), o el eco de la fórmula de santificación del nombre divino (Qaddish) en
el Padrenuestro, o los temas del Reino de Dios, de la resurrección de los
muertos, de la reunión de los judíos dispersos que se encuentran en las así
llamadas “Dieciocho bendiciones”. El alma de Jesús ha sido en verdad
configurada por este clima contemplativo y orante del pueblo de Dios.
Impresionantes
son las secuencias evangélicas en las que Jesús aparece en oración
contemplativa y silenciosa, ya sea en lugares solitarios (Lc 5,16), o de noche
en la montaña (Lc 6,12), o muy de mañana en la soledad (Mc 1,35), o sólo en
la montaña, durante la tempestad (Mt 14,23), o en las teofanías del Bautismo y
de la Transfiguración (Lc 3,21 y 18,29). Se trata de escenas reveladoras de la
íntima relación entre Jesús y el Padre, fuente de su misión salvadora.
El
cara a cara del amor del Padre que Jesús experimenta de forma única, cual Hijo
eternamente amado, constituye la raíz de su acción y de su manera de hablar de
Dios y de su reino. La predicación de Jesús no en realidad sino un eco de la
palabra amorosa del Padre escuchada en su interior. La lectura meditada y orante
de la palabra ¿no alimenta el combate contra el tentador y le da fuerza para
salir victorioso? (Tentaciones Mt 4,1–11; Lc 4,1–13; Getsemaní Mc 14,38).
Tampoco el discípulo podrá vencer el mal y la tentación sin el arma de la
plegaria (Mc 9,28 y 14,38). En la lógica del relato del Bautismo san Lucas nos
cuenta que Jesús “se estremeció en el Espíritu” y dio gracias al Padre
porque el misterio de su reino, el misterio de Jesús Mesías de Dios es a los
pequeños que se revela (Lc 10,21 y II). Jesús da gracias también porque se
sabe escuchado siempre por su Padre del cielo (Jn 11,4).
Debemos
prestar especial atención a aquellos momentos que constituyen el vértice de la
misión de Jesús: pasión y cruz. En estos momentos esencialmente misioneros,
Jesús manifiesta el amor del Padre a los hombres desde una situación de
humildad y de obediencia, sin dejar de confesar sentirse conturbado ante la
proximidad del cáliz: “qué diré Padre, sálvame de esta hora? pero he
venido al mundo para llegar a esta hora”. (Jn 12,27). En esta hora suprema de
su misión en favor de los hombres, la plegaria confiada a Dios, invocado como Abba,
término que expresa su intimidad filial insondable, permite a Jesús superar la
angustia, sostener el combate, reencontrar el valor y la pureza de la propia
elección (Mc 14, 33–36). Sumergido en la oración Jesús puede ser fiel al púnico
objetivo de su misión: glorificar ante los hombres la santidad de Dios en un
amor sin límites (Jn 13ss).
Impresiona
constatar con qué actitud interior, entre el llanto y la confianza (He 10 y Sl
31,6), con qué palabras de perdón para los enemigos (Lc 23,34; Is 53,12), en
el abandono de la muerte Jesús entrega su espíritu en manos del Padre (Lc
23,28–44; Jn 19,30). Es sobre todo en el cap. 17 de Juan, en la gran oración
sacerdotal, situada entre el tiempo y la eternidad, donde descubrimos las
disposiciones más hondas de Jesús, su intercesión en favor de los hermanos,
la oblación martirial de si mismo al Padre, ambas perpetuadas en la eternidad
gloriosa (He). Esta plegaria de Cristo por la Iglesia será en adelante el
fundamento de toda oración cristiana y la fuente de toda fecundidad misionera
de la iglesia en medio del mundo y de la historia.
En
realidad si queremos saber de dónde proviene la originalidad de la persona y la
obra de Jesús, cuál es el centro de gravedad de su mensaje, la respuesta sólo
puede ser una: el misterio de Dios–Abba.
Porque
hunde las raíces de su existencia en este misterio de Dios Padre, Jesús puede
ser en verdad el Redentor de los hombres. Porque es el contemplativo y el cantor
de la gloria del Padre Jesús puede anunciar a sus hermanos el amor eterno del
que son objeto. Con razón se ha dicho que Jesús no habla de Dios, sino del
Reino de Dios, del Dios que libera y salva. Criterios de acción y juicios de
valor los extrae Jesús de su última comunión con el Padre. Este arraigo de
Jesús en el misterio se expresa, en primer lugar en aquella oración que puntúa
los momentos capitales y decisivos de su misión: Bautismo, elección de los
Doce, crisis de Cafarnaún, Transfiguración, Getsemaní, agonía en la cruz,
muerte. En estos momentos de plegaria aflora en la conciencia de Jesús su íntima
comunión con el Padre, la nostalgia filial del Paraíso, una experiencia de
soledad y de amor cuyo abismo solo el Padre puede llenar y entender. En segundo
lugar, el arraigo de Jesús en el misterio del Padre se expresa en la praxis
liberadora, de perdón, de gracia y de salud para con sus hermanos los hombres.
Si Jesús en su misión de anunciar el Reino, sale al encuentro de los
pecadores, pobres, marginados; si se sienta en la mesa de los despreciados,
provocando incluso escándalo entre escribas y fariseos, es porque en cada
persona oprimida por el mal y por el pecado en todas sus formas, descubre a un
hijo querido por Dios, alguien necesitado de salvación y de salud. La
experiencia contemplativa de Dios como Padre entrañable, la conciencia del
obrar de Dios, no al análisis de la sociedad o del hombre, explican la praxis
misericordiosa de Jesús (Lc 15). En tercer lugar el arraigo de Jesús en el
misterio del Padre se expresa en una obediencia sin límites: “para mi es
alimento cumplir el designio del que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn
4,34). Resulta claro que Jesús se quiere transmisor fiel de la palabra del
Padre, y por ello acepta caminos de servicio y humildad, proyecta su existencia
no en términos de propiedad sino en términos de solidaridad y oblación (Mc
10,45; 14,24), hasta el punto de asumir el peso de culpa y de condena que pesaba
sobre nosotros. Por ello se ha podido afirmar el lazo existente entre pre–existencia
y pro–existencia de Jesús. Oyente y obediente al Padre Jesús es de forma
insuperable misionero y enviado del Padre. Si puede convertir su vida en un
existir para los demás, en un ser hermano incondicional de todos los hombres,
es porque lo más profundo de si mismo lo vive desde el misterio del
Dios–Amor. Así pues la fidelidad y la obediencia incondicional a la misión
que el Padre le ha confiado es la fuente de nuestra salvación. La obediencia de
Jesús al Padre y su entrega a los hermanos en solidaridad, constituirán la
estructura matriz de toda espiritualidad cristiana, es decir la apertura al don
del amor divino y a la acción misteriosa del Espíritu no pueden sino
traducirse en servicio misionero. Queda pues que la oración, la praxis
liberadora y la obediencia sin límites expresan el arraigo de Jesús en el
misterio del Padre. Según el Nuevo Testamento imposible entender la misión de
Jesús separada de la contemplación de Dios.
1.2.
El discípulo de Jesús, contemplativo y misionero
Siguiendo
las indicaciones del Nuevo Testamento, descubrimos que el itinerario del discípulo
de Jesús no es otro que el del Maestro. Se trata de aquel itinerario de muerte
y resurrección que da fecundidad al compromiso misionero, itinerario que no es
posible sin una conversión radical, sin la negación de si mismo (Mc
8,27–35), conversión en la que la lógica de un mesianismo humano, en el
prestigio y en el poder, deja paso a la lógica de la cruz, a la experiencia
pascual. Esta es la clave de toda misión cristiana. Olvidarlo sería condenarse
a la esterilidad apostólica. Por otra parte en el cumplimiento de la misión
recibida, nunca podrá el cristiano olvidar que la suya es una condición de
discipulado permanente, de progresiva adhesión a la persona de Jesús, de
relación de amor con Cristo, que deriva del permanecer con El (Jn 2). En este
sentido, según san Lucas (Hechos 13) solo puede ser testigo de la resurrección
quien ha vivido la cercanía de Jesús.
Todo
esto resulta todavía más claro en el caso del apostolado misionero de Pablo,
cuya figura ilumina el cristianismo primitivo. En Pablo predicación y teología
provienen de una riquísima experiencia espiritual, traducción auténtica del
sentido de Jesucristo que ha atravesado todo su ser. El misterio de la salvación
y de la gracia, la cruz y la resurrección constituyen el fulcro de su concepción
de la existencia. Pablo además de fundar su carisma apostólico en el hecho de
haber visto al Señor (1C 9,1), quien le confió su misión (Ga 1,16–17),
considera todo -muerte, vida, persecución, libertad- en relación a Cristo y al
provecho del Evangelio (Fil 1,18). La misión de Pablo es impensable sin la
experiencia de Cristo que invade toda su vida (Ga 2,19–20). Al apóstol solo
le interesa ser imitador de la humildad y servicio de su Señor (Fil 2,6–11),
dejarse configurar por aquel dinamismo de gracia que proviene del acontecimiento
bautismal (Rm 6,1–11), en una palabra vivir la muerte y resurrección de Jesús
no solo en el plano de comportamiento -paso de una vida centrada en el yo a una
vida abierta a Dios-, sino también en la existencia apostólica y en la difusión
del Evangelio.
En
efecto, Pablo afirma con fuerza que la debilidad de la Cruz de Cristo es sabiduría
de Dios y método misionero (1C 1,17–2,6), y esto debe entenderse en el
sentido que el camino de la cruz ha de actualizarse en la predicación de la
Iglesia. En otras palabras, la cruz no solo debe ser objeto de anuncio, sino
también método. Una predicación y una existencia misionera que no
respondieran a la lógica de la cruz, ya no serían
cristiana. La misión cristiana no puede apoyarse en discursos
persuasivos de sabiduría, ni pretender ahorrarse el escándalo de la cruz, ni
sustraerse a la debilidad del camino de Dios, buscando otros caminos. ¿Será
necesario recordar que esta era la tentación de los cristianos de la ciudad de
Corinto?
La
problemática que plantea Pablo al misionero es también la nuestra. No podemos
pretender hacer eficaz el anuncio del Evangelio buscando argumentos convincentes
de poder, como en el caso de los judíos que, acostumbrados a pensar las
manifestaciones de Dios según el esquema de los prodigios que, acostumbrados a
pensar las manifestaciones de Dios según el esquema de los prodigios del Exodo,
esperaban un Dios poderoso y victorioso, un Dios no rechazado, como lo fue el
Dios débil de la cruz. Tampoco para anunciar el Evangelio podemos utilizar
simplemente la sabiduría de los hombres. En esto consistía la tentación de
los griegos acostumbrados a valorar todo en términos de genialidad intelectual,
de heroísmo moral, y que consideraban la muerte de Jesús en la cruz como
indigna del sabio, falta de genialidad intelectual y originalidad. En realidad,
la fuerza del Espíritu solo se manifiesta en la debilidad de la cruz (2C
12,7–10). Así pues el testimonio de Pablo, la fuerza de su personalidad
carismática y de su compromiso con el Evangelio de Jesús, nos invitan a
interpretar la experiencia apostólica misionera a la luz de la Pascua de
Cristo. En la escuela de Pablo aprendemos a ser misioneros de Jesús desde una
experiencia de fe que imprime en toda la existencia el sello de autenticidad
cristiana: al muerte y la resurrección de Jesús el Señor. La figura de Pablo
será siempre para el misionera cristiano acicate e interpelación. La debilidad
de nuestra acción, en la que Dios manifiesta su rostro de gracia destruye las
confianzas erróneas en los fundamentos humanos de tal manera que el discípulo
de Jesús ya no puede gloriarse si no es en la cruz de su Señor (Ga 6).
2.
Valores contemplativos inseparables de la misión
El
discípulo en el nombre de Jesús difícilmente podrá llevar a cabo el encargo
misionero al que le impulsa el Espíritu Santo, encargo de anunciar el Evangelio
de la gracia a sus hermanos, si olvida algunos valores que, especialmente en
nuestra cultura, son ireemplazables.
2.1.
El valor sagrado de la persona
Es
este un principio fundamental. Se trata de valorar el misterio de cada persona
humana, creada a imagen de Dios, ennoblecida y dignificada por Jesucristo,
inviolable en su intimidad. De aquí deriva la exigencia de un acercamiento
lleno de amor y respeto, reverencia y delicadeza. El respeto de la persona exige
también estar atento al mundo de signos y símbolos en el que los grupos
humanos suelen expresar sus experiencias más hondas, su religiosidad más
sincera. Se trata de devolverle al hombre la conciencia de su valor y también
el sentido sagrado de la creación. El respeto por la persona y por las cosas
creadas -la cultura, el arte, la vida, la tierra- exige una cultura de la
no–violencia, una cultura de la paz espiritual, actitudes de acogida y de
hospitalidad, de solidaridad y compartir. Es así como se abrirán caminos para
la recepción del Evangelio de Cristo, caminos de comunión y de reconciliación.
El respeto por la persona lleva anejo el respeto por la naturaleza y excluye
actitudes de autosuficiencia, de orgullo, de avidez y posesividad. El abuso y la
explotación exhaustiva de los bienes materiales y de la naturaleza, profanada
por el egoísmo del hombre, ha llevado a un callejón sin salida. Es necesario
pues que en la tarea misionera, la recuperación del sentido de lo sagrado
constituya un punto de partida insustituible.
2.2.
El sentido del misterio
Este
es un punto de capital importancia. El sentido del misterio favorece la actitud
de asombro y adoración ante la existencia, percibida como regalo y como gracia
indeducibles. Es la intuición profunda de Gabriel Marcel: la existencia no es
propiedad a administrar, problema a resolver, sino misterio ante el cual el
hombre se inclina en actitud de invocación y esperanza. Dios es efecto no es
una cuestión a resolver intelectualmente, sino el horizonte frente al cual se
encuentran el hombre y la historia, el Misterio que los envuelve. El sentido del
misterio hace posible la vida de fe, la respuesta a la palabra de Dios, permite
interrumpir la lógica de la productividad y de la eficacia que siempre nos
aleja de nosotros mismos[3].
La fe en efecto, tal como nos explica la Sda. Escritura en el paradigma de Abrahán,
es un salir de si mismo, un ponerse en camino, supone un tiempo sabático, muy
creativo. Es el paso de la cultura de la eficacia al mundo de la contemplación,
de la admiración y del estupor, el mundo de Dios, siempre fascinante y
estremecedor[4].
El
misionero enviado por Jesús debe tener claro que Dios nos ha hablado de si
mismo, se nos ha revelado. No somos nosotros quienes hemos aprendido algo sobre
Dios. De aquí que el discurso menos inadecuado sobre Dios es la plegaria, la
invocación, la palabra humilde que el hombre pronuncia cuando sale de su
soledad, interrumpe su cotidianidad y se abre al misterio como a un tu[5].
El cristiano en misión nunca hablará de Dios como de una tercera persona anónima.
Su discurso sobre la fe se expresará en la invocación litúrgica, en la
doxología, en la adoración, en el silencio. Es aquí donde aprendemos a
reconocer a Dios como un Tu, ante el cual nos quitamos las sandalias. Esto
equivale a ponerse en camino hacia el Dios que es Amor, invocarle -en el
memorial de la Pascua de Jesús- como a un Tu que nos salva.
2.3.
El sentido de Cristo
El
discípulo del Evangelio no podrá realizar la misión de pregonero si no posee
el sentido de Cristo, tal como Pablo lo ha expresado de manera impresionante.
Solo quien ha hecho la experiencia de haber sido curado y pacificado por Cristo
podrá testificar la fuerza salvadora y sanante de Jesucristo, el médico divino
que cura nuestros itinerarios de dolor. El misionero invita a su hermano a
situarse ante el amor crucificado de Jesús, el cordero de Pascua, que nos
libera de pecado u nos reviste con la túnica de los hijos de Dios, en una alegría
y en una paz que son fruto del Espíritu Santo. El cristiano que posee el
sentido de Cristo sabrá comunicar el núcleo del Evangelio, que no es otro que
la compasión y la misericordia (Mt 5,48; Lc 6,36), que nos asemeja al Padre del
cielo, nos hace salir de actitudes de temor y desconfianza y nos adentra en una
comunión de los santos cuyo término es la gloria de la patria esperada. En
este sentido la misión del cristiano se realiza en el gozo de saber que es
Cristo quien continua salvando a los hombres.
2.4.
El sentido contemplativo de la oración
El
misionero enviado al mundo de los hombres, no podrá cumplir su encargo si no se
alimenta en las fuentes de la oración eclesial. En ella no sólo se afianza la
búsqueda de Dios, la unión a Dios de mente y corazón, sino que además a
causa de la gratuidad que requiere hace posible la adquisición de aquella
sabiduría propia de los grandes testigos del Evangelio. Figuras como Gregorio
de Nisa, Agustín, Benito de Nursia, Gregorio Magno, Bernardo de Claraval, Tomás
de Aquino, Teresa de Avila, Newmann, Charles de Foucauld, Madeleine Delbrel.
Edith Stein, H. de Lubac, nos enseñan que la fecundidad de toda misión
cristiana proviene de una intensa experiencia de oración contemplativa.
Montserrat,mayo
de 1993