Elías Royón, SJ


Animación vocacional "por contagio"

¿Qué visibilidad para una vida consagrada capaz de suscitar vocaciones?


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Una sana preocupación por la falta de vocaciones

Existe, y es lógico que exista, una preocupación cuando comprobamos que cada año nuestros noviciados no reciben mínimamente los candidatos que serían necesarios para suplir las bajas por defunción; es lógica y natural la preocupación; pero debemos preguntarnos también si es sana y cuáles son sus motivaciones.

Porque es necesario que nuestra preocupación sea evangélica y no angustiosa; que cuando suplicamos al Señor de la mies, nos mueva más su Reino y el deseo de que su voluntad se cumpla, que la necesidad o angustias de tener sucesores que nos sustituyan en determinadas tareas o trabajos pastorales. Son importantes nuestros proyectos apostólicos para los que contamos cada vez con menos recursos humanos, pero nos debe preocupar más que pueda continuarse la misión salvadora de Jesús tal y como lo quiera el Padre que le envió; así, nuestro protagonismo disminuye y crece en nosotros la conciencia de "servidores de la misión". Preocupación, pues, porque la mies es mucha y los obreros pocos, pero se trata de una mies universal que necesita sementeras diversas según los lugares y las estaciones, que será necesario discernir desde actitudes de disponibilidad y de respuesta a nuevas urgencias.

Sin embargo sí me parece conveniente considerar o tener presente al inicio de esta exposición una preocupación concreta: bastantes se preguntan si la vida consagrada en nuestro mundo es "engendradora de vida"; al menos las apariencias de lo que podemos constatar, parecen indicarnos hoy por hoy que la vida consagrada no atrae a los jóvenes, no suscita el deseo de ser imitada, no genera seducción ni contagia entusiasmo; elementos todos ellos fundamentales en la floración y maduración de una vocación.

¿Será que hemos dejado de ser fragancia de Cristo (2Cor 2,15) a nuestro alrededor dentro de la misma Iglesia? ¿Será verdad que nuestros modos de vivir y actuar, personal y comunitariamente, han dejado de tener esa "sobreabundancia de gratuidad" que contagia y atrae a los jóvenes más generosos (cfr VC nº 104)?

Un conjunto complejo de causas

Evidentemente son preguntas que no tienen una respuesta fácil y el peligro será desear encontrar soluciones simples con la menor complejidad posible, pero que no responden a la realidad, ni solucionan el problema.

No raramente esta falta de vocaciones es causa de un malestar que en ocasiones llega a adoptar la forma de actitudes de victimismo, fatalismo y culpabilidad, que ciertamente no ayudan a resolver la crisis, porque no facilitan un análisis objetivo del problema vocacional, ni ofrecen soluciones válidas.

Es preciso pues un discernimiento atento para poner en evidencia la complejidad del fenómeno vocacional de nuestro tiempo. El análisis de la cultura actual que acabamos de escuchar en la conferencia anterior, es más que suficiente para darnos cuenta de esta complejidad. Un cúmulo tal de circunstancias y de cambios profundos se ha verificado con tal rapidez en nuestra sociedad y en la misma Iglesia, que a veces tenemos la tentación de pensar que cada vocación es un verdadero milagro: los compromisos definitivos no parecen ni fáciles ni evidentes, el voto de castidad se antoja desmesurado e incomprensible, el número de hijos ha disminuido notablemente, el clima religioso familiar ha desaparecido o disminuido en amplios sectores de la sociedad, los medios de comunicación reflejan frecuentemente una imagen negativa de la Iglesia y de las Instituciones religiosas...

Por tanto, no todos los factores que inciden negativamente en la aparición de las vocaciones son achacables a los defectos y pecados de los consagrados; la mayoría de ellos escapan a nuestra capacidad de hacerlos cambiar o desaparecer.

Sin embargo, quedarnos tranquilos contemplando nuestra incapacidad para influir en estos factores socio-culturales, sería un ejercicio de irresponsabilidad. De hecho, no es ésta la actitud adoptada por la mayoría de las familias religiosas; será oportuno hacer una referencia aquí al Congreso Europeo sobre las vocaciones, celebrado en mayo de 1997, en el que la vida consagrada estuvo muy activamente presente.

Un salto de cualidad en la animación vocacional

En el documento conclusivo del Congreso, "Nuevas vocaciones para una nueva Europa", se constata, una realidad a mi parecer significativa: la exigencia de un cambio radical o de un "salto de cualidad" en la pastoral vocacional, como recogía el Papa en el discurso final. El documento describe los diferentes elementos de cambio que en la pastoral vocacional se está ya actuando o se debería actuar. Uno de ellos se describe así: "Es tiempo de que se pase decididamente de la patología del cansancio y de la resignación, que se justifica atribuyendo a la actual generación juvenil la causa única de la crisis vocacional, al valor de hacerse los interrogantes oportunos y ver los eventuales errores y fallos a fin de llegar a un ardiente nuevo impulso creativo de testimonio".

Si no podemos controlar todos los factores que perjudican la floración de vocaciones, sí podemos analizar aquellos que se juegan en nuestro campo y, en un clima de sinceridad, reflexionar y afrontar las consecuencias. Quizás durante un cierto tiempo, sin mucha conciencia de ello, hemos evitado este análisis; sin embargo, creo que en la actualidad a impulso, en bastantes ocasiones, de los consagrados más jóvenes, hemos comenzado a hablar y reflexionar sobre estos temas. Tal vez todavía no lo hemos hecho con la libertad y serenidad necesarias, ni prescindiendo de toda clase de polémica, como fuera menester.

Visibilidad y transparencia de la Vida Consagrada

He entendido que se me ha pedido precisamente reflexionar y exponer uno de esos elementos que a mi parecer forman parte de ese "salto cualitativo" de la animación vocacional: "la animación vocacional por contagio"; o, más radicalmente, el preguntarnos por una "visibilidad" y transparencia tal de la vida consagrada que cree ese contagio, es decir, que suscite interrogantes en su entorno, deseo de conocer más profundamente el por qué y la motivación de nuestra vida y, en definitiva, el seguimiento radical de Jesús según el carisma de una concreta familia religiosa.

Es pues, coherente, en este contexto de la "animación vocacional por contagio" hablar de la visibilidad de la vida consagrada; aunque no creo que esta visibilidad deba relacionarse solo con este aspecto vocacional. En la actualidad no se trata ya de discutir la visibilidad de tales o cuales distintivos externos, o de la existencia o no de instituciones. Estos temas estuvieron presentes en los años del postconcilio al inicio de la discusión sobre la conveniencia o no de la visibilidad de la vida consagrada y de la Iglesia en general. Hoy se trata, según mi parecer, de un factor de gran calado para la renovación de la vida consagrada; de un aspecto importante en el modo de concebirla y vivirla en las circunstancias actuales de nuestra cultura, de un componente, en fin, de un "modelo" de vida consagrada que, pienso, se abre al futuro del Espíritu.

Así parece haberlo entendido el Consejo ejecutivo de la Unión de Superiores Generales "cuando han creído oportuno proseguir y desarrollar la reflexión sobre la "refundación" (renovación o revitalización) de la vida consagrada, iniciada en la Asamblea de noviembre pasado, con la consideración de algunos temas específicos que ayuden a entrar en los varios componentes de la vida consagrada y hacer más concreto el esfuerzo de renovación. Se desea, pues, ayudar a los Superiores Generales a realizar el esfuerzo de dar a los propios Institutos un rostro nuevo, más fiel al carisma fundacional".

La exhortación apostólica Vita Consecrata

La exhortación apostólica postsinodal Vita Consecrata (=VC) hace presente de diversos modos esta característica de la "visibilidad" de la vida consagrada. La encontramos ya en el primer número del documento: la vida consagrada con la profesión de los consejos evangélicos hace posible que los rasgos característicos de Jesús tengan una permanente "visibilidad" en medio del mundo (VC 1). En la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia espera de la vida consagrada la aportación significativa de hacer visible la presencia eclesial en la vida cotidiana (VC 25). Esta aportación significativa que se espera de la vida consagrada a la visibilidad de la Iglesia, viene expresada en la Exhortación en diversas maneras; así, su primer objetivo será el "hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de los llamados" (VC 20); llegando a ser sus personas un signo verdadero de Cristo en el mundo y su estilo de vida, transparencia del ideal evangélico (VC 25). Pero es quizás en la vida de comunidad fraterna donde se pone más el acento de esta visibilidad; "para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia -afirma el Papa- tiene urgente necesidad de comunidades fraternas"... desea poner ante el mundo el ejemplo de las comunidades religiosas ricas de gozo y del Espíritu, que muestran de manera clara y concreta los frutos del mandamiento nuevo (VC 45).

En un mundo dividido e injusto, a las comunidades de vida consagrada se les encomienda la tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión; comunidades que son lugares de transparencia de las bienaventuranzas y lugares en los que el amor está llamado a convertirse en lógica de vida y en fuente de alegría (VC 51).

Por otra parte la vivencia radical del seguimiento de Jesús es presentada por la Exhortación como una "terapia espiritual" para la humanidad, al rechazar la idolatría de las criaturas y hacer visible, en medio del mundo, al Dios viviente (VC 87), un audaz testimonio profético para el mundo contemporáneo (VC 85).

Finalmente, el Papa exhortando a dar un nuevo impulso a la pastoral vocacional, considera el problema vocacional como un auténtico desafío que concierne a todos en la Iglesia y recuerda que la invitación de Jesús "venid y veréis" sigue siendo aún hoy la regla de oro de la animación vocacional (VC 64): aquellos primeros discípulos "fueron y vieron dónde moraba y permanecieron con El aquel día" (Jn 1,39) y tanto debió de impresionarles aquella experiencia, que Juan muchos años después recuerda que "eran cerca de las cuatro de la tarde"; Jesús les había fascinado, seducido, se había producido el contagio.

Los jóvenes de hoy están más interesados por el testimonio de las vidas de las personas que por su declaración de intenciones; y exigen signos que transparenten la coherencia de vida. La propia necesidad de seguridad los lleva a considerar como imprescindible, para tomar una decisión de este tipo, la experiencia de ser atraídos por la vida de otros, de tal modo que les implique la totalidad de su persona.

Y no sólo entre los jóvenes, también en el pueblo de Dios y en nuestros propios Institutos religiosos se percibe una demanda de visibilidad para la vida consagrada. ¿No será este un camino que conduzca y ayude a continuar el esfuerzo de "renovación" que la vida consagrada intuye como necesaria en este momento?

¿Qué visibilidad?

Pero ¿de qué visibilidad se trata? Porque hoy la "visibilidad" la determinan los medios de comunicación social; para la gente es visible lo que les llega por la televisión, la radio o la prensa; en definitiva, lo que los medios juzgan importante o consideran "noticia", eso es lo único que es "visible"; y, sin embargo, aunque deberíamos saber usarlos y no estar ausentes de ellos, no es ésta la visibilidad que deseamos para la vida consagrada. Tampoco se trata de esa visibilidad que se confunde o identifica con el poder, el influjo, la eficacia, más en coherencia con los criterios de la visibilidad mundana que con los criterios de los frutos de que habla Jesús.

Porque Jesús habla también de frutos, de eficacia apostólica; incluso maldice la higuera que no puede saciar su hambre con higos (Mc 11,12-14); y condiciona el conocimiento del corazón del hombre a la visibilidad de los frutos: "por sus frutos los conoceréis; todo árbol bueno da frutos buenos..." (Mt 7,16-20); o afirma que no se puede ocultar una ciudad situada en la cima de un monte (Mt 5,14) y se complace en que las buenas obras de sus discípulos sean contempladas por los hombres y den gloria al Padre del Cielo (Mt 5,16). Pero Jesús habla de unos frutos, de una visibilidad que no lleva al protagonismo ni a brillar con luz propia, sino a ser la luz que hace patente el Evangelio en el mundo.

En una cultura que elogia y premia la eficacia y el éxito, que fomenta la competitividad y la lucha individualista por los primeros puestos, la visibilidad que la vida consagrada debe buscar es la transparencia del evangelio; una transparencia en el modo de vivir y actuar que hagan visibles a nuestros contemporáneos las actitudes de Jesús y los valores de las Bienaventuranzas, que en modo alguno pueden confundirse con las campañas de imagen, tan de actualidad, de las empresas y de los políticos.

Se trata también de una visibilidad que sea expresión de lo que cada familia religiosa es, y signo de lo que le distingue y le es peculiar dentro de la Iglesia en su seguimiento a Jesús. Es lo que le ha sido concedido como don carismático del Espíritu y que a lo largo de la historia se ha ido plasmando en formas concretas. Una visibilidad que muestra la coherencia de vida y misión de cada Instituto; es decir, la coherencia entre lo que se afirma en los principios constitucionales, en los programas de los Capítulos generales y aquello que se vive día a día en la realidad concreta de nuestras comunidades y obras apostólicas.

Debemos decir finalmente, que para comprender en su totalidad esta visibilidad de la vida consagrada, será necesario tener en cuenta el ambiente cultural en que se manifiesta.

¿En qué rasgos, pues, de la vida consagrada está hoy presente, o debería estar presente, esta visibilidad evangélica capaz sin duda de suscitar vocaciones por contagio y ayudar a la "renovación" deseada ? Expondré a continuación sólo algunos de los componentes de la vida consagrada que se suelen consideran más significativos.

1. Saber dar razón de nuestra esperanza... (1 Petr 3,15) ¿Es realmente posible una animación vocacional por contagio? ¿Qué condiciones se requieren para que se suscite en los jóvenes ese deseo de vivir como éste o aquél grupo religioso? De hecho, contagio se da cuando una persona o un grupo de personas crea en su entorno un ambiente tal que suscita en alguien las ganas de compartir ese ambiente y la vida que transparentan esas personas.

El terreno propicio, pues, para que crezca y prospere una vocación es sin duda un ambiente donde el seguimiento de Jesús se viva con gozo, convicción, e ilusión, y genere un espacio en que sea posible vivir con esperanza. Este clima seduce y suscita el deseo de participar de esa misma vida. No podemos olvidar aquí la importancia que la seducción y el deseo juegan en los procesos vocacionales. Estos procesos deberán recorrer un camino que conduce a la opción libre de toda la persona por el Señor, reconocido como capaz de plenificar la propia existencia. Para ello no basta anunciarlo o afirmarlo, es preciso ofrecer la experiencia de quien ya lo ha recorrido, para que pueda ser compartida.

Y es que el discurso religioso para presentar nuestra vocación debería ser preponderantemente simbólico y dirigido a la fantasía y al deseo, ya que un lenguaje preponderantemente propositivo, lógico y racional, resulta poco atractivo y nada seductor. Dicho de un modo más directo, sólo si nosotros mismos, nuestras comunidades e instituciones hablamos el lenguaje simbólico de la vida que habla al deseo y al corazón, será posible interesar a los jóvenes por la opción de vida consagrada. En realidad cada religioso, cada comunidad o grupo apostólico es portador de una vocación que puede arrastrar a otros si es vivida en toda su verdad. Porque toda vocación es un don gratuito y misterioso de Dios, pero la calidad de nuestras vidas es la imagen humana visible de la llamada del Señor, porque solo se puede escoger lo que se conoce y ama.

Pienso que la vida consagrada tiene que preguntarse con toda sinceridad si el ambiente que se respira en su interior es capaz de contagiar deseos de entrega incondicional al Señor, gozo en el vivir la radicalidad evangélica y esperanza en el futuro, o si por el contrario arrastra unas vidas tristes, mediocres y grises que no suscitan en nadie el deseo de compartirlas; es decir, si hablamos este lenguaje existencial o por el contrario casi siempre necesitamos intérpretes para hacernos comprender; si somos "fragancia de Cristo" (2 Cor 2,15) o mantenemos el perfume bien guardado, escondido en un hermoso frasco de alabastro sin que nadie goce de su aroma ni pueda ser atraído por su olor (cfr. Jn 12,3). Tal vez las señales que emitimos a nuestro alrededor sean con frecuencia más ambiguas y difusas que entusiastas y fácilmente inteligibles. ¿Será verdad que nos falta entusiasmo y nos sobra criticismo, y que transmitimos más interrogantes que afirmaciones entusiastas? Es posible que no sean abundantes las experiencias de sentir "arder nuestro corazón" como los discípulos de Emmaus, ante la presencia de Jesús que les explicaba las Escrituras (cfr. Lc 24,32).

En modo alguno pretendo describir una situación y menos aún dar a entender que ella sea generalizada; pretendo simplemente provocar una reflexión serena sobre esa compleja realidad que es la situación actual de la vida consagrada en nuestro entorno cultural.

Hoy la vida consagrada debe vivirse a contracorriente, en medio de un ambiente cultural que tiende a reducir la religiosidad al recinto de lo privado y personal y considera como "sospechoso" todo lo que sepa a expresión de una experiencia gozosa, ilusionada, esperanzada; que aumenta la sospecha cuando ese entusiasmo y esperanza es fruto de una convicción y una experiencia de lo trascendente, de algo o Alguien que está más allá del "aquí y ahora". Y sin embargo la vida consagrada debe estar convencida de que el seguimiento de Jesús vivido con radicalidad y compartido con otros, se expresa a través de los frutos de su Espíritu como son el gozo, la alegría, la esperanza (cfr Gal 5,22). Más aún, ni siquiera el anuncio de la fe en Jesús como el Señor es posible, sin un convencimiento íntimo y un entusiasmo explícito, ni su acogida se hace eficaz si no llega al nivel del afecto, del corazón.

Por otra parte, se corre el riesgo de que elementos del mundo moderno y postmoderno sean asimilados por la vida consagrada sin un discernimiento crítico previo, creando una serie de situaciones de ambigüedad; y más que la dimensión profética, contracultural, propia del carisma religioso aparece con frecuencia una tendencia a "rebajar", hasta "hacer normal" y "razonable", la radicalidad evangélica del seguimiento de Jesús.

Será necesario, tal vez, preguntarnos con la sinceridad del joven rico del evangelio "¿qué más me falta?" (Mt 19,20). La respuesta de Jesús es clara: "Si quieres ser perfecto... véndelo todo... dalo... sígueme". Es una respuesta que conocemos bien, pero que nos resistimos a verificar en nuestras vidas a qué grado de realidad corresponde. Es posible que esa sea la causa de que compartamos la desgana y la tristeza con la que el joven se marchó; no precisamente porque tengamos muchas riquezas, sino porque nos falta la radicalidad de dejarlo todo, porque hemos hecho compatible "el servir a dos señores" (Mt 6,24).

2. "....tenían un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32) Un segundo factor de visibilidad de la vida consagrada es la vida comunitaria; tal vez sea hoy uno de los más atractivos para los jóvenes. A veces casi el más significativo para los que disciernen o están en camino de búsqueda, de tal modo que se hace necesario presentar en su justa medida lo que es y pretende la vida comunitaria en la vida consagrada, especialmente si esta es apostólica. La forma de religiosidad más frecuente en los grupos juveniles urbanos consiste en la pertenencia al grupo. Ser cristiano es casi pertenecer al grupo; en ellos se encuentran todo lo necesario para la vida de fe y el proceso vocacional deberá poner de relieve que la vocación comporta, como un elemento fundamental, la opción personal y el salir de la propia tierra, de la propia casa, para ir a la que el Señor indique.

Sin embargo, sigue en pie la significatividad de lo comunitario en la animación vocacional y en la dimensión de transparencia de la vida consagrada. A pesar del individualismo tan arraigado en nuestra sociedad, el deseo de una vida fraterna es uno de los elementos más deseados por los jóvenes que se interesan por la vida consagrada y son precisamente actitudes comunitarias como la acogida, la fraternidad, la sencillez, la hospitalidad, el perdón, la misericordia... las que atraen y contagian, las que cuando existen provocan el deseo de compartirlas.

Y un poco más arriba he tenido ocasión de aludir al encargo tan apremiante que hace el Papa a la vida consagrada en el documento postsinodal para que cultivemos con tesón la vía fraterna a ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén; desea poner ante el mundo la visibilidad de comunidades "en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan responsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión" (VC 45). Soledad, comunicación, perdón... actitudes que muestran de manera concreta y transparente los frutos del "mandamiento nuevo".

En otro momento de la Exhortación, el Papa habla de las "comunidades de vida consagrada situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas (y) se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades" (VC 51).

Estas son las comunidades que transparentan el gozo y la alegría de vivir en fraternidad de amor y en tensión apostólica; no se trata de esconder las dificultades que existen en toda convivencia prolongada, porque los jóvenes pueden entenderlas sin escandalizarse, sino de poder decirles: "venid y veréis" cómo nos esforzamos por hacer posible el "amor de los unos a los otros", el compartir la fe y la plegaria, el superar con la bondad y la acogida las heridas no cicatrizadas, el diálogo en la diversidad..., "venid y veréis" cómo intentamos, a veces fatigosamente, construir comunidades de solidaridad y reconciliación...

En un contexto cultural fuertemente penetrado de individualismo, estas comunidades orantes y apostólicas son signos inteligibles de los valores evangélicos de la vida consagrada, que ciertamente pueden suscitar la atención y el deseo de formar parte de ellas; no sólo serían válidas tales comunidades para suscitar vocaciones, sino que su existencia supondría ciertamente una revitalización de la vida consagrada. El esfuerzo por engendrar vida, revitaliza a su vez al cuerpo congregacional; la animación vocacional se ha convertido ciertamente en algunos lugares en un factor de renovación comunitaria. Pero a su vez una animación vocacional, para que pueda ser eficaz, tiene que apoyarse en la visibilidad de una vida comunitaria renovada; una vida comunitaria así no dejará impasible, sin interrogantes, a quien se ponga en contacto con ella.

Pobreza y sencillez de vida

Pero es necesario añadir todavía un elemento determinante de visibilidad en estas comunidades: la pobreza y sencillez de vida. En la autenticidad de nuestra pobreza nos jugamos la coherencia y transparencia de nuestra profesión religiosa de seguidores de Jesús pobre y amante de los pobres. La pobreza religiosa, que nos hace más disponibles para el servicio del Evangelio y la entrega gratuita a los más desheredados, es en sí misma misión y anuncio de las Bienaventuranzas del Reino.

La pobreza personal y comunitaria es condición inequívoca de nuestra credibilidad y los jóvenes tienen una sensibilidad especial para percibirla. Frente a las actitudes y valores de la cultura dominante, la vivencia radical de la pobreza evangélica es un testimonio contracultural del valor evangélico de la gratuidad y transparencia, de que deseamos vivir de Dios y para Dios, sin poner la confianza en los bienes materiales.

Seguir a Cristo pobre presupone compartir en un gesto audaz y profético los aspectos materiales y sociales de la pobreza, al igual que su significación teológica y espiritual; así una existencia profética, a imitación de Cristo exige confianza en la pobreza de medios, práctica de la sencillez de vida, gratuidad y actitud de acogida y disponibilidad para con todos los que se acercan a nosotros y a nuestras comunidades, pero en especial, para aquellos a los que se les cierran las puertas de los poderosos.

Así, si en nuestros documentos capitulares y en las solemnes declaraciones públicas hablamos de opciones de vida pobre con los pobres, y luego nuestras vidas diarias, nuestras comunidades, discurren por parámetros económicos de abundancia y bienestar, lejos de esa pobreza material que hemos proclamado querer vivir, será difícil contagiar a alguien el deseo de seguir a Jesús pobre. Nuestra visibilidad y transparencia evangélicas será nula.

3. "Vosotros sois la sal de la tierra... la luz del mundo" (Mt 5,13-14) Afrontamos ahora tal vez el aspecto más complejo de la visibilidad de la vida consagrada: me refiero a la misión apostólica. No es necesario aludir a que en la vocación a la vida consagrada está presente de un modo particular el envío en misión. Así lo ha recordado la exhortación postsinodal cuando afirma que "a imagen de Jesús, el hijo predilecto, a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan, son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión" (VC 72).

Indudablemente que existen desde siempre medios y palabras para proclamar la buena noticia de Jesús; pero el verdadero y eficaz anuncio no pasa por palabras y mediaciones repetidas y sabidas, sino por el testimonio de vida, por testigos de carne y hueso que viven proféticamente el evangelio de Jesús; es decir, se hace indispensable la coherencia entre la vida y la palabra. Pero esta visibilidad no afecta sólo a la persona, sino que también debe ser explícita en las Obras apostólicas y en las Instituciones de los consagrados como mediaciones de la evangelización.

Hemos de reconocer que desde hace algunos años, bastantes componentes de esta evangelización han sufrido un cambio importante e incluso están en crisis. La exigencia de la misión se extiende a todo el mundo, pero la urgencia no es ya tan plenamente sentida como en años pasados. Esto tiene en nuestros países una especial incidencia. No sólo han desaparecido muchas de las mediaciones para la evangelización, sino que frecuentemente nos sentimos perplejos y confusos acerca de cómo anunciar a Jesús en esta cultura que pretende prescindir de Dios; más aún, este conjunto de factores parece haber debilitado y hasta ahogado en bastantes de nosotros el entusiasmo y celo apostólico en el anuncio de Jesús. Esta realidad se ve agravada por la disminución de nuestros recursos humanos y el envejecimiento de nuestros hermanos y hermanas, hasta límites de agotamiento de las energías disponibles. Esta situación no tiene en todas partes el mismo grado de incidencia; sin embargo, la tendencia sí parece imponerse en el conjunto.

El individualismo está dañando también en gran medida este aspecto de la visibilidad de la misión; cualquier trabajo pastoral realizado fuera del contexto corporativo y sin relación con la misión del cuerpo congregacional, deja de ser transparencia de una misión que es, ante todo, envío radical de parte de Dios, respuesta radical del hombre a una llamada a ponerse al servicio gratuito de Dios y del prójimo.

No siempre la misión se vive como lo que es en realidad: una manifestación de nuestra disponibilidad a Dios en total gratuidad y desasimiento. Es cierto que la misión deberá concretizarse en tareas, es decir, en actividades e iniciativas concretas, pero no deberá confundirse ni identificarse con ella. La tarea desconectada de la misión crea consagrados o consagradas profesionalizados, o un funcionariado clerical; posiblemente competente, con gran sentido de la responsabilidad...preocupado por transmitir valores de constancia, solidaridad, preocupación por los más desheredados... pero tal vez no acompañado por la transparencia de la dimensión de entrega a la trascendencia, al Absoluto de Dios, que motiva la misión.

Podemos preguntarnos, ¿qué deseos, que atractivo despiertan entre los jóvenes que nos observan, las tareas a las que nos dedicamos los consagrados en nuestro primer mundo? ¿Descubren en ellas la motivación de nuestras vidas, el por qué y el sentido de nuestra vocación de seguimiento radical a Jesús?

Es curioso que frecuentemente para explicar en nuestros Colegios o Centros pastorales qué es o qué hace un religioso, invitamos a nuestros misioneros de América o Africa, o a un religioso o religiosa comprometido en un suburbio de una gran ciudad. Tal vez, sin querer, estamos diciendo que nuestro modo de vivir y nuestra misión aquí y ahora no contagia, que les falta la capacidad de suscitar deseo y atracción.

La falta de recursos humanos a que hemos aludido antes plantea también un fuerte problema de visibilidad de la vida consagrada en nuestra obras apostólicas. Con frecuencia es minoritaria la presencia de los consagrados o consagradas en ellas; y no es raro que algunos jóvenes, después de varios años, por ejemplo en un Colegio, no hayan tenido relación alguna con ningún religioso. Se continúa realizando una misión apostólica, ya que los laicos han sido incorporados a ella plenamente con gran sentido de su responsabilidad como cristianos, pero permanece el problema ciertamente irresoluble de la visibilidad como mediación para la animación vocacional.

A esta dificultad se unen también los interrogantes que algunos sectores de la Iglesia y de la misma vida consagrada plantean a cierto tipo de instituciones, precisamente criticando o poniendo en cuestión su capacidad de transmitir valores evangélicos y de ser testigos de la pobreza y sencillez que profesamos. Se plantea la cuestión de saber si las estructuras y los medios que estas instituciones requieren, no impiden que el testimonio evangélico logre difundirse y hacerse presente. Es una cuestión que interroga frecuentemente a la visibilidad de la misión de la vida consagrada. ¿ A qué somos llamados: a "ser luz del mundo" que ilumina sin esconderse debajo del celemín o "sal de la tierra" que escondidamente se disuelve para dar sabor y evitar la corrupción ?

Por lo general estas instituciones a las que se alude, están situadas en el sector de la cultura, y nadie puede dudar de la situación dramática por la que hoy pasa la evangelización de la cultura; Pablo VI llegó a afirmar que "la ruptura entre el evangelio y la cultura es sin duda el drama de nuestra época" (EN 20). Para que el evangelio sea escuchado y logre penetrar en la cultura, es preciso pasar por largos procesos de acercamiento y penetración a través de aportaciones y presencias culturales, instituciones educativas, sociales, medios de comunicación, etc. Es un duro trabajo de testimonio silencioso que frecuentemente carece de visibilidad, pero se trata de un necesario camino para el anuncio de Jesús.

Pienso que la vida consagrada debe continuar asumiendo este camino difícil de evangelización de la cultura, este "camino largo", como ha sido llamado, de Pablo en el Areópago de Atenas; el mismo Jesús invita a ser "sal de la tierra" y "levadura que fermenta la masa..." (Lc 13,21) pero en modo alguno lo plantea en alternativa o conflicto con la presencia de la luz que ilumina el mundo sin esconderse o el anuncio de la palabra desde los tejados. Sin embargo, hoy probablemente el deficit esté en el anuncio explícito de Jesús, y lo que nuestros países necesiten más sea que la palabra se proclame también "desde los tejados".

Será necesario discernir la oportunidad y las necesidades concretas de los diferentes ambientes culturales; pero proponiéndose a la vez con toda sinceridad la pregunta sugerida antes: si hemos perdido entusiasmo apostólico, urgencia en el anuncio explícito de Jesús o si hemos elegido el "camino largo" no por convicción misionera sino como solución a un problema personal de quehacer profesional.

En efecto, desde la perspectiva vocacional, es necesario reconocer que los jóvenes para comprometerse desean saber a qué, para qué y a quiénes estamos llamados en esta familia o congregación religiosa; es importante para la animación vocacional que sea visible y transparente nuestro empeño misionero y se sentirán más fácilmente contagiados e interpelados si éste es generoso y entusiasta; es difícil empeñar la vida por opciones que apenas son conocidas, que se llevan a la práctica con dificultad y en medio de las rencillas o divisiones internas; un proyecto apostólico bien concebido, visible y compartido con entusiasmo por una provincia o una congregación, será siempre una ocasión para que quienes son sensibles a la llamada del Señor se sientan interpelados.

"Se anuncia a los pobres la Buena Nueva" (Lc 7,22)

En esta visibilidad de la misión de la vida consagrada ocupa un lugar muy importante la opción por los pobres y la promoción de la justicia que los consagrados y consagradas han hecho en los últimos años. Sin ocultar los fallos cometidos, podemos afirmar que esta opción se ha llevado a la práctica con toda generosidad y ha estado llena de signos evangélicos de solidaridad, creando así en bastantes lugares de nuestras grandes ciudades, un nuevo rostro de la vida consagrada y por consiguiente de la Iglesia.

Somos conscientes que nuestros contextos de pobreza y marginación no son creyentes, y que con frecuencia antes de llegar al anuncio explícito hay mucha tarea "humanizadora" que realizar. Nos tenemos pues, que pedir tiempo y mucha paciencia, pero también reflexión y discernimiento para aprender el lenguaje y encontrar el momento de presentar la Buena Noticia de Jesús (cfr Ecclesia in America, n° 67).

4. "Y vosotros, quién decís que soy yo?" (Mc 8,29) Evidentemente muy unido al aspecto evangelizador de la vida consagrada, está la imagen de Jesús que presentamos. La pregunta de Jesús a los discípulos "y vosotros quién decís que soy yo", tiene hoy para nosotros toda su actualidad... cómo presentamos a Jesús, qué decimos de El...y ello forma parte también de nuestra visibilidad. Nuestra predicación, nuestros catecumenados, especialmente de jóvenes, ¿qué engendran, admiradores de Jesús o creyentes en Cristo? Claro es que los cristianos somos admiradores de Jesús, pero también lo son muchos más que no son cristianos: y no lo son sencillamente porque no confiesan que Jesús de Nazaret es el Cristo, el Señor. Posiblemente es éste uno de los problemas principales de la evangelización en nuestra cultura.

Desde el punto de vista de una animación vocacional (y desde luego mucho más desde la tarea del anuncio de la fe en Jesús), el acercamiento a la figura de Jesús despojado de su divinidad supone una teología de la que difícilmente pueden brotar vocaciones religiosas; sociológicamente es posible que cada día aumente el número de los que admiran a Jesús "como amigo entrañable", "profeta comprometido por la justicia", "servidor y liberador de los oprimidos"..., pero también cada día según las encuestas, la fe en su divinidad va en continuo descenso.

Esta imagen de Jesús, en la que el aspecto ético destaca tanto que ahoga los demás componentes de su persona, no suscita la necesidad de una actitud orante, ni la relación íntima de corazón a corazón, ni la necesidad de escuchar de sus labios: "Hijo, se te perdonan los pecados"... Lo único que suscita es el trabajo, y probablemente al mismo tiempo el "expulsar los demonios", "curar las enfermedades". La dimensión contemplativa del seguimiento a Jesús queda en un segundo plano.

Pero esta figura de un Cristo ético difícilmente lanza a la opción por la virginidad y a la pobreza por el Reino de los cielos, ni a la renuncia a hacer la propia voluntad. La elección vocacional nace de una experiencia de Jesús que es a la vez amigo y Señor, profeta y Redentor, defensor de los pobres y acogedor de los pecadores; brota de la experiencia de un Jesús que llama "para estar con El" (Mc 3,14) en la intimidad de la oración y para enviar en misión a curar a los más pequeños y necesitados, porque la vocación exige la entrega gratuita y totalizante de la persona a Dios y una opción así no brota de la sola propuesta de una tarea.

Lo que nosotros los consagrados decimos de Jesús, la imagen que presentamos es sin duda un signo revelador de lo que vivimos, de lo que nos mueve o motiva para seguirle en radicalidad; pero también la capacidad de conducir a otros a la experiencia de Dios, es transparencia de una interioridad; es decir, guiar a otros al misterio, a dejarse sorprender y abrir al misterio que hay en cada persona humana y al misterio que es Dios mismo. Hoy son bastantes los jóvenes que buscan experiencias religiosas y surge la necesidad de acompañarles y conducirles para que esas experiencias puedan ser experiencias cristianas y experiencias fundantes de una vida que se pregunta cuál es la voluntad de Dios sobre ellos. ¿Somos nosotros los consagrados y las consagradas los mistagogos que estos jóvenes buscan? ¿Estamos disponibles a emplear tiempo en escucharles y acompañarles en una tarea de la que no se pueden mostrar frutos cuantificables y humanamente eficaces? o ¿tienen que ir a buscar otros "gurus" porque las tareas que traemos entre manos las consideramos más significativas o tal vez son más gratificantes para nuestro afán de actividad?

5. "Y tú, qué dices de ti mismo...?" (Jn 1,22) Uno de los factores más significativos de la visibilidad de un grupo es la capacidad de dar respuesta a la pregunta sobre la propia identidad; poder y saber responder a la pregunta "vosotros ¿quiénes sois?".

¿Puede la vida consagrada hoy responder con palabras sencillas y comprensibles esta pregunta? ¿Existe sólo una respuesta?

Como es bien conocido, el tema de la identidad de la vida consagrada ha sufrido en los años del postconcilio una fuerte crisis de la que tal vez todavía no hemos salido definitivamente. Antes del Concilio un cristiano de a pie sabía y entendía lo peculiar de la vida consagrada; hoy la experiencia muestra que no es así y que existe en medio de la comunidad cristiana una especie de incomprensión teórica y vital de lo que significa la vida consagrada en la Iglesia; el pueblo cristiano carece de una visión clara de nuestra identidad.

Esto no quiere decir que no haya una abundante reflexión teológica postconciliar sobre la identidad de la vida consagrada; el problema es hasta dónde esta reflexión ha calado y se ha sedimentado en el pueblo de Dios, y de modo particular, entre los jóvenes.

Sin ser tampoco absolutamente clara, pero parece que resulta más comprensible y asimilada la identidad del sacerdote diocesano; sin duda influyen en esta mayor comprensión los ministerios que realiza y la cercanía a los fieles que normalmente supone la parroquia.

Esta situación de indefinición nos afecta en gran medida a nosotros los consagrados, a quienes no nos resulta fácil dar una respuesta vitalmente formulada y fácilmente comprensible sobre nuestra identidad.

La exhortación postsinodal se hace eco de esta situación explicando el por qué de la temática elegida para los últimos Sínodos: "en estos últimos años, se dice, se ha advertido la necesidad de explicar mejor la identidad de los diversos estados de vida, su vocación y su misión específica en la Iglesia" (VC 4). Esta mejor explicación de la identidad de los diversos carismas no tiene sólo como finalidad aclarar conceptos teológicos, sino hacerlos más útiles a la misión de la Iglesia, al poner de relieve su peculiaridad como dones del Espíritu (cfr. VC 4).

No es este el lugar ni la ocasión adecuada para exponer, aunque sólo sea en las líneas fundamentales, algunas de las concepciones teológicas actuales que explican la identidad de la vida consagrada.

Mi objetivo es mucho más modesto: lo que creo responde a las expectativas de esta Asamblea de Superiores Generales, es subrayar diversos aspectos de esa identidad (independientes de la concepción teológica en que vengan estructurados), que afectan en su visibilidad a la animación vocacional y a la renovación de la vida consagrada.

Los jóvenes no se sienten atraídos por un grupo dividido, que no sabe quién es y que al explicar su identidad deja entrever una indefinición o ambigüedad en cuanto a su lugar y función en la Iglesia. Es difícil que surja el contagio, que se suscite el deseo y la atracción por la vocación religiosa si ésta no se percibe socialmente con los rasgos que motivan una donación total de la persona al seguimiento de Jesús.

Y un primer rasgo, pórtico para tantos otros, es la unidad entre los miembros de una Congregación religiosa en el modo de vivir, en lo que pretenden apostólicamente y en el cómo llevarlo a efecto; la impresión pues, de ir a una y estar comprometidos en una misma empresa apostólica. La diversidad enriquece la misión cuando no tiene raíces de individualismo y cuando después de un discernimiento en común se asume responsablemente la misión y las mediaciones que ella exige.

Hay un convencimiento común en que las vocaciones sólo surgen en los ambientes de una fuerte experiencia de Dios, de donde deriva un amor gratuito y de servicio a los más pobres; ahí se puede ver con facilidad que hay una radicalidad en el seguimiento a Jesús a la que Dios llama a algunos.

Esta experiencia de Dios como dimensión mística de nuestra existencia y nuestra misión constituye ciertamente un aspecto de la identidad de la vida consagrada; ha de ser visible y transparente y no oculta en lo íntimo de nuestro corazón; no sólo individual sino comunitaria, porque la identidad tiene una fuerte connotación corporativa.

Sociológicamente hablando, los demás esperan que el consagrado sea un "hombre de Dios" y que lo transparente; alguien que ha sido seducido por el Señor, que le ha descubierto como "tesoro escondido", hasta el punto de "vender todo con alegría" (cfr Mt 13,44-46) para seguirle y convertirlo en sentido de la vida.

Las experiencias de la pastoral juvenil parecen mostrar que hace unos años el hacer de los consagrados era lo primero que atraía a los jóvenes, y era parte integrante de lo que querían llegar a ser. Hoy el interés primero se centra más en el ser; es decir, en conocer qué tiene de distintivo nuestra vida cualitativamente hablando: el testimonio de vida que damos, cómo hacemos lo que hacemos, con qué espíritu, con qué actitudes, con qué motivaciones, cómo vivimos, cómo rezamos, cómo nos relacionamos unos con otros en comunidad, cómo son nuestros vínculos fraternos...

Por otra parte, la mayoría de los estudios sociológicos serios que se han hecho sobre la animación vocacional y el futuro de la vida consagrada manifiestan una notable convergencia. A los jóvenes de hoy les atraen los grupos con fines explícitamente religiosos, intensa vida en común, solidaridad comunitaria y pasión por la evangelización explícita; tienen pasión por la justicia y manifiestan un deseo de trabajar con y por los pobres; quieren estar seguros de que su misión futura va a tener una clara y significativa dimensión religiosa.

¿Responde la vida consagrada, no sólo individual sino también comunitariamente, a estas expectativas? ¿Caemos en la cuenta de que o somos hombres y mujeres con una clara identidad, testigos de lo trascendente, y se nos percibe como tales o estamos bastante de sobra? Si la gente nos ven como profesionales competentes, pero carentes de esos rasgos esenciales a la vida consagrada, como algunos de los descritos, vamos a poder contagiar a pocos jóvenes. Cada día somos más sustituibles, y sustituidos de hecho, en tantos campos apostólicos por la escasez numérica. Sin embargo nadie podrá sustituirnos en este aspecto de nuestra identidad que sí colorea muy particularmente nuestra misión.

Sentir la Iglesia

La vida consagrada no tiene sentido si no se identifica como un carisma de la Iglesia y para la Iglesia. Sabemos bien cuál es la imagen de la Iglesia en nuestra sociedad, y cuántas dificultades encuentran bastantes cristianos practicantes para "sentir con la Iglesia", como igualmente conocemos el ambiente de desafección eclesial que se extiende de un modo difuso.

Nosotros nos situamos también en este mismo ambiente y sentimos esas mismas dificultades, que con frecuencia vivimos en tensión porque somos conscientes de que nuestra identidad de consagrados está indisolublemente unida a la Iglesia, y deseamos que sea así en la práctica.

Una tensión que en alguna manera ha sido recogida en algunos documentos de la Santa Sede, como Mutuae Relationes cuando afirma: "Todo carisma auténtico lleva consigo una cierta carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómodo e incluso crear situaciones difíciles dado que no siempre es fácil e inmediato el reconocimiento de su provenencia del Espíritu" (n. 12).

También Juan Pablo II en la exhortación postsinodal reconoce que "En la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu, han ejercido un auténtico ministerio profético hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los pastores de la Iglesia" (VC 84).

Hablamos poco de la Iglesia, y menos aún con entusiasmo, y sin embargo es imposible sentir una auténtica llamada del Señor a su seguimiento, al margen de la Iglesia; y se puede estar al "margen" cuando se la considera solo como institución humana, necesaria sólo por razones de organización, sin ninguna referencia explícita a su misterio.

En ocasiones tendremos que preguntarnos si se nos percibe amando a la Iglesia y comprometidos con ella en sus dolores y esperanzas; sin olvidar que nosotros somos Iglesia y la gente así nos ve, por lo cual debemos contribuir a que se la reconozca más auténtica, más creíble, más evangélica, más servicial...

La experiencia de animación vocacional en este aspecto de "sentir con la Iglesia", en nuestro entorno, es desigual, y no faltan los casos de una cierta ambigüedad, como cuando se presentan candidatos a los noviciados motivados porque en la vida consagrada piensan "encontrar una mayor libertad que en la Iglesia".

Sin embargo la vocación religiosa contiene un componente alto de identificación y vinculación a la Iglesia institucional, y habrá que cultivar con mayor empeño un aprecio explícito a la Iglesia en los grupos juveniles, si queremos que se susciten en ellos vocaciones religiosas. A la vez, nuestra identidad de consagrados nos debe motivar a recuperar una mística eclesial, es decir, una comprensión orante del misterio de la Iglesia, para que tal vez aprendamos y enseñemos a mirarla como engendradora de santidad, en cuyo seno se nos ha dado, como don, la fe en Jesús.

Me parece que puede ayudar para el trabajo de estos días y para una posterior reflexión y toma de decisiones de los Superiores Generales, sintetizar a continuación en proposiciones y preguntas algunos de los aspectos de la visibilidad que acabo de exponer:

¿Creen los Superiores Generales que esta visibilidad, así entendida, es uno de los elementos determinantes en este momento, para una refundación o renovación de la vida consagrada en nuestro entorno cultural? Teniendo presente la situación sociocultural y religiosa de nuestro mundo, sería necesario animar en los Consejos generales y provinciales, en nuestras Comunidades un diálogo abierto y sincero, en clima de discernimiento, sobre cuáles comportamientos y actitudes de nuestra vida y misión obscurecen la visibilidad de la vida consagrada y le impiden una transparencia que pueda suscitar vocaciones. Como igualmente convendría provocar una reflexión sobre el por qué no contagiamos a los jóvenes el deseo de compartir nuestra vida. La renovación de la vida consagrada, para que sea capaz de suscitar vocaciones, pasa necesariamente por la revitalización de la vida de fraternidad; es decir, por la existencia de comunidades donde sea posible testimoniar, hacer transparente actitudes de acogida, sencillez de vida, diálogo, pobreza, solidaridad, reconciliación... comunidades abiertas, disponibles a compartir con otros la oración, la liturgia, el servicio... La misión ocupa un lugar privilegiado en nuestra vocación de seguidores de Jesús, a ella los consagrados dedicamos gran parte de nuestras energías y recursos. Parece obvio que desde la perspectiva de una visibilidad capaz de contagiar el deseo de seguir a Jesús nos preguntemos: En nuestra cultura, ¿qué imagen reflejan nuestras Instituciones apostólicas y las tareas pastorales que realizamos? ¿Se nos ve como unas ONG de "servicios múltiples" (enseñanza, hospitales, marginación, cultura...) o como comprometidos con el anuncio de Jesús, que lleva consigo necesariamente el servicio y la solidaridad con los más desatendidos de la sociedad ? ¿Cómo nos perciben a los consagrados las personas (especialmente los jóvenes) que están cercanas a nosotros ? ¿como trabajadores incansables, responsables, bien preparados, preocupados por el servicio a los débiles,... evangelizadores, hombres de Dios, seducidos por Jesús, amigos, disponibles...? ¿Sentimos, personal y corporativamente, la pasión por el anuncio explícito de Jesús en nuestro mundo?, ¿nos esforzamos por buscar un lenguaje apto para el diálogo con la cultura actual, que haga posible que este anuncio sea acogido? La consciencia y seguridad de nuestra propia identidad y la capacidad de formularla, son fundamentales para una animación vocacional. ¿Tenemos respuestas sencillas y comprensibles cuando se nos hacen preguntas como: quiénes somos en la Iglesia, por qué somos consagrados, qué tienen de distintivo nuestras vidas, con qué motivaciones trabajamos ? Es muy difícil que surja el contagio, que se suscite el deseo y la atracción por una vocación religiosa, si ésta no se percibe socialmente con los rasgos que pueden motivar un seguimiento radical a la persona de Jesús.

Punto final: construir la esperanza

Hasta aquí han llegado las reflexiones que con toda sinceridad propongo a vuestra consideración, examen y crítica, pretendiendo haber cumplido el encargo que recibí.

Solo deseo añadir la expresión de una convicción profunda que sin duda puedo compartir con todos vosotros: la vida consagrada está enraizada en los planes de Dios para su Iglesia; no es un fenómeno social o cultural de una época determinada, sino un don del Espíritu para la Iglesia de todos los tiempos; también para los tiempos presentes y futuros. Pero un futuro que confiamos a la bondad y a la fidelidad de Dios para con su Pueblo, la Iglesia.

No pretendemos tener bien atados todos los cabos para construir nosotros el futuro; tampoco los tuvieron nuestros Fundadores y pusieron toda su confianza en el "solo Señor", que les fue abriendo caminos de esperanza; aunque a veces eran caminos y veredas ajenos a sus planes, que tuvieron que recorrer con fatiga.

A nosotros se nos pide que confiando en el Espíritu que nos engendró en la Iglesia, abramos las puertas a la esperanza. Continúa habiendo jóvenes que nos miran con fe y generosidad, tengamos cada día nuestras puertas y ventanas abiertas para que "vengan y vean"; y sigamos abriendo nuestros corazones al Espíritu para que nos renueve. Esta será la mejor manera de construir la esperanza.

(Texto original en español)