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PENA DE MUERTE (1):

POSPUESTA LA EJECUCIÓN DE MCVEIGH

ROMA (Redacción central), 26 mayo 2001 (ZENIT.org).- El largo debate sobre la pena de muerte en Estados Unidos se ha encendido de nuevo por los errores que han llevado a posponer la ejecución de Timothy McVeigh. El descubrimiento, a principios de este mes, de que la Oficina Federal de Investigación (FBI) había omitido entregar a la defensa informes de miles de páginas, ha obligado al Fiscal General de Estados Unidos, John Ashcroft, a posponer la ejecución, prevista para el pasado 16 de mayo.

Aunque los documentos ausentes parece que no eran vitales para la defensa de McVeigh, quien admite abiertamente su responsabilidad en el atentado con coche-bomba contra la sede del Gobierno federal de la ciudad de Oklahoma, el 19 de abril de 1995, sus abogados han pedido tiempo para examinarlos y se reservan el derecho de solicitar un nuevo juicio.

La revista «Time», en su número del 21 de mayo, indica que la última evidencia de errores en el sistema judicial se produce poco después del anuncio de una investigación sobre las equivocaciones de una policía química, Joyce Gilchrist, también de Oklahoma. Las autoridades están ahora investigando todos los casos en los que trabajó, incluyendo 23 sentencias de muerte.

McVeigh estaba ya en el centro de atención antes del descubrimiento de los documentos desaparecidos. La petición de unos 300 familiares de algunas de las 168 víctimas del atentado de presenciar la ejecución llevó a la decisión de transmitirla por circuito cerrado de televisión. Asimismo, «Time» estima que se esperaba al menos a 1.600 reporteros en la prisión federal de Indiana para cubrir la información.

El caso McVeigh tiene una serie de peculiaridades que lo distinguen de los casos habituales de pena de muerte: será la primera ejecución federal en 38 años, el número de víctimas se eleva a 168 y la indiferencia del condenado hacia la pérdida de vidas --califica las muertes de los niños como "daños colaterales"--.

La opinión pública y McVeigh

La opinión pública está a favor de ejecutar a McVeigh, según evidencian varios sondeos. De acuerdo con el «Chicago Sun-Times» del 6 de mayo, un sondeo realizado por USA TODAY/CNN/Gallup, indica que, del 38% de los estadounidenses que se declaran contrarios a la pena de muerte, más de la mitad han llegado a pensar sin embargo que McVeigh debería ser ejecutado. En total, más del 81% dice que McVeigh debería ser ejecutado.

Sin embargo, según el «Washington Post» del 3 de mayo, el arrollador apoyo a la ejecución del terrorista de Oklahoma, enmascara la realidad del descenso del apoyo de la opinión pública a la pena capital. En torno a la mitad de los encuestados por el «Post» estaban a favor de la cadena perpetua en lugar de la pena de muerte. Y una proporción similar apoyaba también una moratoria de todas las ejecuciones hasta que se pueda determinar si la pena capital se aplica con equidad en todo el país.

Del sondeo del «Post-ABC News» se extrae la conclusión de que el apoyo global a la pena de muerte ha decaído, dado que no produce una disminución de los índices de criminalidad y porque se ha tenido que poner en libertad a presos del corredor de la muerte que habían sido condenados por crímenes que no cometieron. Hay un 63% de personas a favor de la pena de muerte si se trata de culpables de asesinato, pero la cifra era del 77% hace cinco años.

Cuando se les preguntó sobre el castigo que preferirían para los condenados por asesinato --pena de muerte o cadena perpetua sin posibilidad de salir--, el apoyo a la ejecución legal cayó más aún. Sólo el 46% se declaró a favor de la pena capital, mientras que el 45% se inclinó por la prisión de por vida.

La pena de muerte en el mundo

Según Amnistía Internacional, 75 países y territorios han abolido la pena de muerte para todos los delitos, mientras que otros 13 países han abolido la pena de muerte para todos los casos excepto para crímenes especialmente graves. Incluyendo a los países en los que la pena de muerte permanece en los códigos penales pero no se aplica, un total de 108 países han abolido la pena de muerte legalmente o en la práctica. Durante la última década, el número de países que ha abolido la pena capital han sido tres al año de promedio.

Amnistía Internacional estima que el año pasado fueron ejecutadas al menos 1.457 personas en 27 países, y otras 3.058 fueron sentenciadas a muerte en 65 países. De todas las ejecuciones, el 88% tuvo lugar en el grupo de países formado por China, Irán, Arabia Saudita y Estados Unidos. Con mucha diferencia, la mayor parte se dio en China, con más de mil ejecuciones en el año 2000. En Arabia Saudita, hubo 123 ejecuciones según datos oficiales, y 85 personas fueron ejecutadas en Estados Unidos. La pena capital se aplicó por lo menos en 75 ocasiones en Irán. Además, informa Amnistía, cientos de ejecuciones han tenido lugar en Irak y muchas de ellas han sido extrajudiciales.

Las 85 ejecuciones del año pasado en Estados Unidos elevan a 683 el total de personas ejecutadas desde que se reanudó la pena de muerte en el país en 1977. Además, al inicio de este año más de 3.700 presos estaban condenados a muerte.

La campaña internacional contra la pena de muerte se dirige contra Estados Unidos, aunque otros países son responsables de un mayor número de ejecuciones. Según Associated Press (20 de mayo), el domingo pasado las autoridades chinas ejecutaron al menos a 29 personas. Durante las recientes semanas ha habido cientos de ejecuciones como parte de la represión contra el crimen por parte de las autoridades.

En un informe anterior, del 18 de mayo, AP indicaba que, según estimaciones, la campaña «Golpea fuerte» se ha traducido en 801 ejecuciones. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos han hablado de más de 500 personas ejecutadas desde el 11 de abril. La estimación de 801 viene de un diplomático occidental que hizo el cálculo de las muertes de las que se ha dado noticia en los medios estatales sólo en las tres últimas semanas de abril. China mantiene en secreto los datos de ejecuciones y no ha declarado cuántos han sido ejecutados.

Ha habido una sorprendente falta de interés en la prensa internacional a esta última oleada de ejecuciones en China. Los Gobiernos también han guardado silencio al respecto. El año pasado, según «Time», la presidencia de la Unión Europea envió al entonces gobernador de Texas, George W. Bush, no menos de ocho cartas pidiendo el indulto para prisioneros en el corredor de la muerte. Sin embargo, al menos que se sepa, la Unión Europea no ha dicho nada sobre los recientes acontecimientos de China.

Otro país que también ha escapado a la atención de quienes hacen campaña en contra de la pena de muerte es Japón. En uno de los escasos informes sobre la situación, del pasado 2 de mayo, el «Washington Post» relataba el sufrimiento de Sakae Menda, quien, después de pasar 34 años en el pabellón de la muerte, fue puesto en libertad cuando los tribunales admitieron que había sido condenado por un crimen que no había cometido.

En la actualidad hay 50 hombres y 4 mujeres esperando la ejecución en Japón. Pero, a diferencia de los anuncios públicos en Estados Unidos, el único aviso que recibirán de su ejecución será la aparición en su celda una mañana de los guardias que les conducirán a la cámara de ejecución.

El ministro de Justicia mantiene en secreto el nombre de los elegidos para la ejecución y no da explicaciones de la opción. Incluso cuando todo el proceso legal ha concluido, los internos esperan años o incluso décadas sin saber si cada día es el último que viven. Las organizaciones de derechos humanos han condenado esta incertidumbre. «Es inhumano. Pasan por una tortura diaria», dijo Sayoko Kikuchi, presidente la organización abolicionista de Tokio llamada «Rescue!».

De acuerdo con el «Post», el ministro de Justicia ha dejado aparte repetidamente a ciertos prisioneros hasta que son ancianos y débiles, en una admisión tácita de que su sentencia puede haber sido errónea. Unos 20 internos han estado en el corredor de la muerte más de una década. Al menos 16 tienen más de 60 años; el más anciano, de 83 años, fue sentenciado a muerte en 1966.
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PENA DE MUERTE (2):

DEBATE SOBRE LA EJECUCIÓN

ROMA (Redacción central), 26 mayo 2001 (ZENIT.org).- En las últimas semanas, se han publicado numerosos artículos sobre la ejecución de Timothy McVeigh. A continuación presentamos una selección de estos puntos de vista, proporcionando un panorama de la situación actual del debate que hay en Estados Unidos sobre la pena de muerte.

Defensa de la pena de muerte

El Fiscal General, John D. Ashcroft, explicó que apoya la idea de reanudar las ejecuciones federales con la pena de muerte de McVeigh porque quienes han llevado a cabo crímenes especialmente «atroces» merecen sufrir la pena más severa. En una entrevista publicada por el «Washington Post» del 28 de abril, Ashcroft afirmaba que no tenía previsto imponer una moratoria a la pena de muerte.

En las audiencias de confirmación del Fiscal General ante el Senado --el pasado mes de enero--, Ashcroft declaró a los senadores que apoyaba firmemente la pena de muerte, pero que se «aseguraría de que tenemos una perfecta integridad y validez en los procesos». Asimismo describió la pena capital como «un modo de demostrar el valor de la vida» y de prevenir que las víctimas se tomen la justicia por su mano.

Mientras tanto, Peter Roff, en un artículo publicado por el «National Review Online» del 24 de abril, no sólo defendía la pena de muerte para McVeigh, sino también la decisión de televisar el acontecimiento a los familiares de las víctimas. Roff suponía que es probable que McVeigh se «rebaje a la cobardía del lloriqueo» en el momento de su ejecución, y es un espectáculo que las familias de sus víctimas deberían poder ver.

En el número del 14 de mayo del «Weekly Standard», Tod Lindberg no estaba de acuerdo con el énfasis que se ha puesto en las familias de las víctimas como una razón para apoyar la ejecución de McVeigh. Si damos prioridad a las víctimas, existe el riesgo de que «la justicia criminal regrese a una forma premoderna en la que la sentencia responde totalmente a la satisfacción de exigencias privadas de la parte ofendida», arguye Lindberg.

La razón por la que se debería aprobar la ejecución de McVeigh, en opinión de Lindberg, no es establecer un ajuste de cuentas entre el criminal y sus víctimas, sino que se basa en el daño causado a la sociedad y en el juicio del Estado de que la gravedad del crimen merece la pena de muerte.

Para Daniel E. Troy, en un artículo publicado por «Los Angeles Times» del 7 de mayo, nuestro «sentido moral innato» pide la muerte para McVeigh. En el caso específico de McVeigh, Troy argumenta que el crimen es especialmente grave, que ha sido bien defendido en el juicio y que no hay cuestiones de marginación por motivos raciales. Además es de conocimiento público que un asesinato puede llevar a la pena de muerte y «McVeigh hizo su elección y debe vivir y morir sufriendo las consecuencias».

«Ejecutar a McVeigh es el mejor modo de afirmar la profunda creencia de los estadounidenses de que la vida es un don de Dios y que quienes fríamente la arrebatan no deberían seguir disfrutando de tal regalo», concluye el artículo.

Detractores de la pena de muerte

Entre los que se han pronunciado contra la ejecución de McVeigh está R. Emmett Tyrrell Jr, redactor jefe del «American Spectator», en el «Washington Times» del 11 de mayo. Basa su oposición observando que hoy la dignidad de la vida humana está cuestionada en toda la sociedad estadounidense.

«Acabar con la pena capital puede ser el principio de un debate sobre la vida en la sociedad, en la ciudadanía y en las artes», comenta Tyrrell. Además, encerrando a McVeigh por el resto de su vida, se le negaría la oportunidad de «dar romanticismo a sus puntos de vista maniáticos y su infierno personal».

Para Steven Chapman, en el «Washington Times» del 10 de mayo, la pena de muerte tiene una serie de defectos. Para empezar es un método de castigo muy caro. Chapman cita un estudio de la Duke University, según el cual llevar a un criminal a la muerte cuesta dos millones de dólares más que encerrarlo de por vida.

Al afrontar la cuestión de la pena de muerte concebida como método de disuasión para otros delincuentes, el Centro de Información sobre la Pena de Muerte indica que las tasas de homicidio, de media, son un tercio inferiores en los estados en los que no hay pena de muerte que en el resto del país. Los estados sureños, con un índice del 80% de las ejecuciones, todavía tienen porcentajes superiores de asesinatos que cualquier otra región.

Y en cuanto a quienes arguyen que la pena capital evita que la persona ejecutada mate a nadie más, Chapman observa que en este sentido no ofrece una ventaja real respecto a la cadena perpetua.

Pero fundamentalmente Chapman arguye que «el problema no es que McVeigh muera, sino que el resto de nosotros mata». Esto es lo más grave de todo porque estamos eligiendo la ejecución de alguien, no empujados por la necesidad, como en el caso de la defensa propia, sino porque lo deseamos». El artículo concluye indicando que tendríamos que haber «ido más allá de la concepción de que el sacrificio intencionado de la vida humana pueda ser algo positivo».

Sobre la cuestión de los beneficios públicos o el alivio del sufrimiento de las víctimas, Franklin E. Zimring, de «Los Angeles Times», 11 de mayo, observa que «desplazando nuestra atención del crimen al castigo, el proceso de la ejecución da más publicidad al criminal que al crimen». Existe también el riesgo de que las ejecuciones simplemente fabriquen nuevos mártires y proporcionen un acicate para nuevos crímenes.

También argumenta que no hay evidencia de que los familiares supervivientes se sientan mejor o se recuperen antes cuando se aplica la pena capital a los homicidas que en los asesinatos no castigados con la muerte.

Las familias de las víctimas

Los parientes de los asesinados por McVeigh están divididos sobre esta ejecución. Según el «Washington Post», 15 de abril, de los aproximadamente 2.000 familiares de las víctimas y supervivientes del atentado que están legalmente cualificados como testigos de la ejecución, solamente el 15% ha expresado el deseo de presenciarlo.

«No quiero ver morir a nadie, no es eso lo que busco aquí. Pero si no veo directamente a este hombre respirar por última vez, no seré capaz de pasar la página de este capítulo de mi vida», dijo Kathleen Treanor, que perdió a su hija de 4 años, Ashley Eckles, y a sus suegros en el atentado.

Sin embargo Bud Welch, quien también perdió a su hija en la explosión, se ha convertido en un detractor de la pena capital y habla contra este castigo por todo el país. «Viví un periodo de deseo de venganza durante diez meses, tras el asesinato de Julie», dijo. Pero llegó a la conclusión de que esto no le devolvería la paz.

Otro testimonio ofrecido por el «New York Times» del 13 de mayo: Patrick Reeder perdió a su mujer en el atentado y contaba que durante mucho tiempo deseó la muerte de McVeigh. Pero después de un largo y difícil periodo de adaptación llegó al convencimiento de que la ejecución de McVeigh no es la respuesta.

«No se trata de justicia, sino de venganza», dijo Reeder, explicando por qué no desea ver cumplir la sentencia. Durante el juicio de McVeigh, Reeder se sintió cada vez más afectado por la sed de sangre que vio en varios de sus familiares que estaban a favor de la muerte de McVeigh. Siguió un largo periodo en el que finalmente llegó a rechazar la ejecución de McVeigh.
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LA IGLESIA CATÓLICA Y LA PENA DE MUERTE

ROMA (Redacción central), 26 mayo 2001 (ZENIT.org).- Hace tiempo que los obispos católicos de Estados Unidos vienen expresando su oposición a la pena de muerte. En noviembre de 1980, la Conferencia Episcopal publicó una «Declaración sobre la Pena Capital» pidiendo la abolición de la pena de muerte.

Los obispos afirmaban que la iniciativa se proponía promover valores que son importantes para los cristianos y la idea de que «necesitamos evitar pagar una vida con otra vida». La declaración argüía que eliminar la pena capital manifiesta la creencia en el «valor y dignidad únicos de cada persona desde el momento de la concepción».

Con la publicación de 1995 de la encíclica «Evangelium Vitae» de Juan Pablo II, se confirmó oficialmente la resistencia de la Iglesia al uso de la pena de muerte. En el párrafo 56 del documento, el Papa indicaba que hay una tendencia creciente a limitar o abolir la pena de muerte.

La encíclica no declaraba si el empleo de la pena capital en sí mismo es inaceptable. Sin embargo, quitar la vida a un delincuente es visto como una medida extrema que no debería ser puesta en práctica excepto en «casos de absoluta necesidad». El Papa explica luego que esta necesidad se refiere al caso en que no sea posible defender a la sociedad sin la muerte del prisionero. Pero estos casos, indica Juan Pablo II, «son muy raros si no prácticamente inexistentes».

El Catecismo de la Iglesia Católica fue enmendado para incluir en él estas palabras del Papa. El número 2267, incluye ahora la enseñanza de la «Evangelium Vitae» y explica que mientras la Iglesia no excluye absolutamente la pena de muerte, se prefieren medios no letales cuando son suficientes para defender la seguridad del pueblo.

En un largo artículo de reflexión sobre la pena de muerte y la postura de la Iglesia, el cardenal Avery Dulles, «First Things» --abril de 2001--, explica que la doctrina de la pena de muerte permanece, ya que el Estado todavía tiene el derecho de imponer la pena capital a personas convictas de crímenes muy graves.

Al mismo tiempo, el cardenal Dulles explica que incluso en el pasado «la tradición clásica mantenía que el Estado no debería ejercer este derecho cuando los efectos perjudiciales prevalecen sobre los beneficiosos». De manera que la cuestión de si la pena de muerte debería ser aplicada en las actuales condiciones, es una determinación guiada por la prudencia y basada en un análisis de las circunstancias. «El Papa y los obispos, usando su juicio prudente, han llegado a la conclusión de que, en la sociedad contemporánea, al menos en los países como el nuestro, la pena de muerte no debería ser invocada ya que, haciendo balance, hace más daño que bien», explicaba el reconocido teólogo estadounidense.

Desde la publicación de la encíclica, Juan Pablo II ha hecho repetidos llamamientos a que se acabe la pena de muerte. También ha enviado numerosos mensajes a los gobernadores estadounidenses pidiendo que se actúe con clemencia. En enero de 1999, durante su visita a Saint Louis, el Papa hizo un llamamiento en favor del cese de la pena de muerte, explicando que era «cruel e innecesaria».

En el caso de McVeigh, el Papa envió un mensaje al presidente George W. Bush pidiendo que le perdonara la vida. Si embargo, según «Associated Press», 29 de abril, una portavoz de la Casa Blanca dijo que Bush no tenía intención de conceder el indulto. Claire Buchan explicaba que, aunque «el presidente tiene un gran respeto por el Papa y ésta es una situación trágica, no tiene intención de detener la ejecución de McVeigh».

Petición de clemencia de los obispos estadounidenses

En las últimas semanas, varios obispos han pedido también clemencia en el caso de McVeigh. El pasado 15 de mayo, el arzobispo de Indianapolis, Daniel M. Buechlein, que es miembro del Comité de Actividades Pro-Vida de la Conferencia Episcopal, publicó una declaración en la que afirmaba que la pena de muerte ya no es un modo adecuado para que la sociedad se proteja de los criminales.

El arzobispo Buechlein argüía que la pena capital devalúa la vida humana y no favorece el progreso de la sociedad. Ejecutar a McVeigh sólo «prolonga el ciclo de violencia» y no es una solución para la ira y el dolor de las víctimas.

En una primera declaración, el 5 de abril, el arzobispo de Indianapolis había expresado su horror por el crimen llevado a cabo por McVeigh e indicaba que «muchos creen que ningún criminal es más merecedor de la pena de muerte».

Sin embargo, aducía que «en tiempos recientes, la pena de muerte hace más daño que bien, ya que alimenta el frenesí de la venganza, mientras que no hay una prueba demostrable de que la pena capital disuada de la violencia». Tal revancha «ni libera a las familias de las víctimas, ni ennoblece a las víctimas del crimen». El modo más honorable de conmemorar a las víctimas del crimen de McVeigh, concluye el arzobispo Buechlein, «es elegir la vida antes que la muerte».

Signos de cambio

Hay indicios de que la oposición mantenida por muchos a la pena de muerte está surtiendo efecto en Estados Unidos. Un artículo publicado por el «Chicago Tribune» del 6 de mayo, explicaba que en Illinois, el gobernador George Ryan se opone a seguir ejecutando a delincuentes. Sólo dos meses después de acceder al cargo como gobernador en 1999, Ryan dio luz verde con muchos reparos a la pena de muerte para Andrew Kokoraleis.

En enero de 2000, Ryan suspendió las ejecuciones en Illinois. El mes pasado, durante una charla a los estudiantes de Derecho de la Universidad Loyola, el gobernador comentó que, personalmente, «no podría accionar el interruptor» del terrorista de Oklahoma, Timothy McVeigh. Ryan también suscitó la cuestión de si podría ejecutar a alguien incluso bajo un sistema de pena de muerte «sin tacha».

De acuerdo con el «Chicago Tribune», el cambio de Ryan sobre la pena de muerte es notable, dada su reputación de político republicano «conservador de la ley y el orden» que ha detenido la aplicación de la pena de muerte por su preocupación sobre un sistema de acusación plagado de errores.

En Estados Unidos, según un análisis publicado por el «Wall Street Journal» del 22 de mayo, el apoyo público a la pena capital está decayendo y hay dudas crecientes sobre la falibilidad de las pruebas. El número de personas anualmente sentenciadas a muerte en Estados Unidos ha bajado --en tres de los últimos cuatro años de los que se dispone de estadísticas- a 272 en 1999, desde un punto máximo de 319 en 1994 y 1995.

En Arkansas y Carolina del Norte, las autoridades han establecido criterios más exigentes y han aumentado los fondos públicos para los costes legales de los acusados de delitos castigables con la pena de muerte. Mientras tanto, Florida se ha convertido este año en el estado número 15 que prohibe la ejecución de internos con minusvalía mental. Y el gobernador Jim Gilmore, de Virginia, al que Bush hizo presidente del Comité Republicano Nacional a principios de este año, ha firmado un estatuto para mejorar el acceso a las pruebas del DNA.

La semana pasada, el «Wall Street Journal» observaba que la Cámara de Texas había votado para crear las primeras normas del estado para abogados nombrados para tribunales. Y el Tribunal Supremo decidirá este otoño si prohibir la ejecución de los internos con minusvalía mental.

Evangelizar la cultura

En la carta apostólica «Novo Millennio Ineunte», publicada el pasado 6 de enero, Juan Pablo II repetía su llamada a una «nueva evangelización» (par. 40) necesaria para proclamar el mensaje cristiano. Esto debería hacerse «de tal modo que los valores propios de cada pueblo no sean rechazados sino purificados y llevados a su plenitud». El debate sobre la pena de muerte continúa y es precisamente uno de los muchos desafíos que afrontan los cristianos en su misión.


En Estados Unidos un inocente puede ser ejecutado

Declaraciones de Sandra Day O´Connor, juez de la Corte Suprema

WASHINGTON, 5 julio 2001 (ZENIT.org).- "Si las estadísticas son una indicación creíble, el sistema estadounidense podría permitir la ejecución de un inocente". Esta es la sorprendente declaración que realizó el 3 de julio pasado Sandra Day O'Connor, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, reabriendo la polémica sobre la ejecución capital.

O'Connor, de 71 años, forma parte del grupo de jueces de la Corte Suprema de Estados Unidos considerados como conservadores. Fue nombrada para este cargo en 1981, convirtiéndose en la primera mujer que accedía a la máxima instancia judicial del país.

Al tomar la palabra en Minnesota, la juez constató cómo desde 1973 hasta hoy, noventa condenados a muerte han sido después liberados de las acusaciones, al comprobarse su inocencia. Esto significa que personas no culpables pueden haber sido ajusticiadas.

O'Connor pidió a continuación ampliar el uso de los tests del ADN para verificar científicamente las culpas de los imputados y pidió más garantías en la elección de los abogados por parte de personas que no pueden pagarse su defensa.

En Texas, por ejemplo, quien acaba en manos de los abogados ofrecidos por el Estado, tiene el 44 por ciento de posibilidades de ser condenado a la pena de muerte.

Quienes son favorables a la pena capital, consideran que las propuestas de O'Connor son necesarias para que no pueda haber dudas sobre su práctica. Quienes se oponen, piden una moratoria nacional, pues consideran que estos riesgos forman parte misma del sistema judicial y no serán resueltos nunca.