Jornada Mundial de la Juventud
Toronto 2002
Mons. José Ángel Sáiz Meneses
Notas para la catequesis del día 25
Tema: Vosotros sois la luz del mundo Mt 5, 15
I. Vosotros sois la luz del mundo
II. Alumbre así vuestra luz ante los hombres
1. Del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora
2. Qué es evangelizar
3. Por qué evangelizar
4. Cómo evangelizar: anuncio explícito (palabra) y testimonio.
III. Para que vean vuestras buenas obras
Qué hemos de hacer (Cf. Act 2, 37)
IV. Testimonios de “ser luz”
V. Conclusión
Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 13-16)
Este fragmento que hemos escuchado forma parte del capítulo V del evangelio de san Mateo, y se encuentra a continuación de las bienaventuranzas, que nos describen una imagen, nos presentan un perfil de ser humano de elevada perfección.
Ya meditábamos ayer sobre cómo la sal sirve en la vida corriente para condimentar los alimentos. La sal da sabor, y también aporta vigor, fuerza, consistencia. La humanidad necesita y espera un vigor y un sabor para vivir. Esa aportación es precisamente la misión de los discípulos de Jesús y la podrán llevar a cabo si viven el estilo de las bienaventuranzas: mansedumbre, pobreza, misericordia, limpieza de corazón…
Hoy reflexionaremos sobre la luz. En el mundo material el sol es la luz. Sin esta luz no se distingue el color, ni se percibe la belleza de las cosas. El Santo Padre nos recuerda en su mensaje que cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora.
Esta imagen de la luz está muy presente en la Sagrada Escritura. Según el profeta Isaías, la luz de Israel y de todas las naciones será el Mesías. En el evangelio de san Juan (8,14), Jesús afirma de sí mismo que es la luz del mundo: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida. Posteriormente, él mismo afirma de los discípulos: Vosotros sois la luz del mundo.
Es este un profundo misterio que san Pablo también recoge en la segunda carta a los Corintios (4,6): la luz de Dios brilla en la faz de Cristo y de ella se irradia al corazón de los apóstoles, y por los apóstoles al mundo. Como Cristo es la luz del Padre, los apóstoles son la luz de Cristo.
Vosotros sois la luz del mundo. Esta expresión contiene una significación profunda y un compromiso enorme. Vosotros sois “la luz” del mundo. No dice Jesús que somos “una luz”, una luz más entre otras muchas posibles, sino que somos “la luz”. Según nos explican los expertos en el lenguaje, cuando se pone el artículo determinado ante el predicado de una oración sustantiva, significa que el sujeto agota la capacidad de significación del mismo.
Ahora bien, el discípulo sólo puede ser luz en la medida que viva unido a Cristo-luz, en la medida que reciba de él la luz. Para vivir esa unión personal profunda, para avanzar en esa experiencia inefable, es decir, que no se puede explicar con palabras, para ir entendiendo – que no comprendiendo- cada vez más esa vida de Dios en nosotros, es condición indispensable experimentar un encuentro personal con Cristo.
El encuentro personal con Cristo, nos recuerda el Santo Padre en el mensaje para la Jornada:
- ilumina la vida con una nueva luz,
- nos conduce por el buen camino
- nos compromete a ser sus testigos
Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad.
La vida cristiana, la vida de unión con Cristo-luz, es una llamada a la santidad. Como la sal da sabor y la luz ilumina, así la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola reflejo de la gloria de Dios. La historia de la Iglesia está llena de santos que han vivido hasta las últimas consecuencias la unión con Cristo y su proyección luminosa. Hoy, aquí, ahora, resuena para nosotros la palabra de Jesús que nos llama, que nos ofrece la santidad: Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto. Cristo hoy llama a los jóvenes a ser los santos del tercer milenio.
Pero ¿qué es la santidad, cómo se alcanza? ¿Acaso, en definitiva, no es algo restringido a un pequeño club de selectos? No. Rotunda y contundentemente, no. La santidad no es un concepto vago y lejano ni tampoco una utopía inalcanzable reservada a unos pocos privilegiados. La santidad consiste en el desarrollo pleno de nuestra personalidad de hijos de Dios, de nuestra realidad de hijos de Dios. Es la culminación del dinamismo hacia la perfección que se imprime en nosotros en el Bautismo. Es una llamada universal, para todos. Es un don del Padre, que quiere conceder a todos sus hijos. Por nuestra parte será precisa una respuesta libre y gozosa, y también una colaboración decidida y generosa a este plan de Dios.
El Santo Padre nos llama a comprometer toda la existencia desde nuestra opción creyente. Es la hora de la misión. El sentido de la existencia de la luz es iluminar. Una luz que no ilumina no tendría sentido. Una luz que no ilumina ha dejado de ser luz. Los jóvenes han de ser centinelas de la mañana que anuncien la llegada del sol que es Cristo resucitado; la llegada de Cristo resucitado, luz y vida de toda la humanidad.
Después de definir a los discípulos como luz del mundo, el Señor les hace una exhortación: Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Cuando las buenas obras, el amor, el perdón, la construcción de la paz…sean transparencia de una vida en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, los corazones y los ojos sinceros de nuestros contemporáneos reconocerán que Dios está con nosotros y en nosotros.
Es la hora de la misión. El Bautismo ha producido en nosotros una vida nueva que nos lleva a la santidad y a la misión. La Iglesia es esencialmente misionera. Todo cristiano está llamado a la santidad y a la misión. Cristo, no sólo nos ama, hasta dar la vida para salvarnos; no sólo nos salva, dando su vida en la cruz; nos invita también a ser colaboradores de su misión, colaboradores de su obra de salvación, y nos entronca en la Historia de la Salvación, que es historia de amor de Dios a la humanidad y a cada uno en particular. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca (Ju 15,16)
Es la hora de la misión. Profundicemos en esa misión que recibimos del Señor.
1. Del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora
Evocamos con un recuerdo gozoso y agradecido la Jornada Mundial de la Juventud de Roma de hace dos años, coincidiendo con el 2000 aniversario del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Jesucristo en su preexistencia eterna es personalmente la palabra de Dios que procede del Padre, engendrado por el Padre según identidad de naturaleza. Por eso el Hijo de Dios, su palabra hecha carne, nos revela al Padre. El logos joánico es acontecimiento y es persona, una persona divina distinta realmente de la del Padre. El logos es el Verbo hecho carne, es la teofanía de Dios, copia perfecta del Padre, palabra eterna del mismo que nos lo revela.
La palabra de Cristo significa la cumbre de la palabra profética: él es profeta y más que profeta. Ningún profeta se identificó con la palabra misma de Dios, pero Cristo sí, pues él era esa misma palabra viva, hecha presencia humana.
La misión de Cristo es anunciar la Buena Nueva de la salvación y dar a los hombres la vida eterna mediante el conocimiento del Padre; a este conocimiento se llega mediante la fe en la persona y en la palabra del Hijo de Dios, Cristo Jesús.
Única misión original. Decimos que la Iglesia es misionera. Propiamente hablando no hay más que una misión: la de Cristo. Él es el primer misionero, el apóstol del Padre. Ahora bien, Él, después de que con su muerte y resurrección completó los misterios de nuestra salvación, antes de la Ascensión a los cielos, fundó su Iglesia y envió a los apóstoles al mundo entero, como también El había sido enviado por el Padre (Cf. AG 5). Como el Padre me envió, así os envío yo (Ju 20,21). Id al mundo entero y proclamad la buena nueva a toda criatura (Mc. 16,15). Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt. 28, 19-20). A partir de estas palabras, la Iglesia es misionera porque tiene la misión de Cristo, confirmada con la efusión del Espíritu en Pentecostés. Por eso podemos afirmar que la Iglesia es misionera por su naturaleza, porque toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre (Cf. AG 2)
Pascua de resurrección y Pentecostés son el comienzo de la misión de la Iglesia. La Iglesia realiza su misión mediante las tres grandes funciones apostólicas, que son las de Cristo mismo transmitidas a la Iglesia por él: su sacerdocio, su realeza y su profetismo. La predicación de la palabra, la celebración de los misterios y el servicio a la comunidad, revelan a la Iglesia ante los hombres como sacramento de salvación.
Del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora (Cf. EN. Cap. 1)
Cristo fue el primer evangelizador y el más grande. Su anuncio se centró ante todo en la proclamación del Reino de Dios y de la salvación liberadora a través de la predicación infatigable de una palabra nueva, revestida de autoridad, y de unos signos de salvación.
Quienes acogen la buena nueva constituyen una comunidad que además de ser evangelizada es a la vez evangelizadora. Quienes han recibido la buena nueva y están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla. La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa (EN 14). Con san Pablo no dejamos de repetir: Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16)
(Cf. EN. n. 6-36)
El 8 de diciembre de 1975, como consecuencia y fruto del Sínodo de los Obispos de 1974, vio la luz la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii Nuntiandi, uno de los documentos más significativos e iluminadores en el tema de la evangelización.
Nos basaremos en esta exhortación apostólica a la hora de definir la evangelización y delimitar sus contenidos. El primer capítulo parte de Jesucristo -primer evangelizador- que anuncia el Reino de Dios, cuyo núcleo y centro es una salvación liberadora. Él realiza esta evangelización a través de una infatigable predicación y de unos signos de salvación. La evangelización, es vocación propia de la Iglesia. Este capítulo, por tanto, parte de Cristo evangelizador y desemboca en la Iglesia evangelizadora, lo cual tiene una relación lógica ya que la Iglesia es inseparable de Cristo.
En el segundo capítulo, después de destacar algunos elementos importantes en la acción pastoral de la Iglesia como el anuncio de Cristo a quienes no le conocen, la predicación, la catequesis, la administración de sacramentos, elementos que se tiene tendencia a identificar con la evangelización, nos da una definición descriptiva de la misma: Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos ( EN 18).
En la proclamación de esta buena nueva, tiene un primer lugar el testimonio. Una vida personal y comunitaria ejemplares, que llamen la atención y que lleven a plantearse interrogantes a quienes la contemplan. Junto al testimonio, es preciso un anuncio claro y explícito a través de la palabra de vida. No hay evangelización completa y verdadera mientras no se anuncia el misterio de Jesucristo Dios y hombre, su persona, su reino, su doctrina.
Este anuncio no adquiere su dimensión integral hasta que no es asumido y produce adhesión del corazón. Una conversión del corazón que posibilita la adhesión al Reino y la entrada a formar parte de una comunidad, la Iglesia, en la que se participa de los sacramentos.
Quien ha sido evangelizado se convierte en evangelizador. Es impensable que alguien que ha acogido la palabra y se ha entregado con generosidad al Reino, no se convierta en un evangelizador que da testimonio de lo que cree y vive.
Respecto al contenido de la evangelización, distingue entre lo esencial y los elementos secundarios. En primer lugar, evangelizar es dar testimonio del Dios revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo. Este Dios, es Padre. El centro del mensaje consiste en la proclamación de que en Jesucristo se ofrece a todo hombre la salvación como don de gracia y misericordia de Dios. Una salvación que se realiza en la comunión con Dios que comienza en esta vida y culmina en la eternidad. La evangelización ha de anunciar también la esperanza en el más allá, el amor de Dios, el amor a Dios y al prójimo, el bien y el mal, la oración, la Iglesia y los sacramentos.
Un mensaje que afecta a toda la vida personal y comunitaria, familiar y social, internacional. Un mensaje de liberación. Un mensaje que exige una conversión de corazón en las personas concretas, para construir unas estructuras más justas y humanas.
La evangelización, por tanto, consiste en llevar la buena nueva a todos los ambientes, transformar la humanidad transformando al hombre. Su finalidad está en la conversión del hombre y de la humanidad. Transformar por y con la fuerza del evangelio la - podríamos llamar - circunstancia del hombre: criterios, valores, centros de interés, líneas de pensamiento, fuentes de inspiración, modelos de vida, en definitiva, la cultura del hombre.
3. Por qué la misión, por qué evangelizar
(Cf. AG 7; RM 1-11)
En el marco social en que vivimos actualmente, en el que están tan de moda los valores de la tolerancia, la convivencia, el respeto… hasta el punto de casi absolutizarlos, y teniendo en cuenta por otra parte determinados planteamientos teológicos, no faltan voces que cuestionan la validez de la misión entre los no cristianos en pleno siglo XXI y que postulan sustituirla por dos líneas de trabajo y de acción: por un lado, el diálogo interreligioso; y por otra parte, por la promoción del desarrollo humano en sus múltiples aspectos (Cf. RM 4). Huelga subrayar la importancia tanto del diálogo interreligioso como de la promoción del desarrollo humano, tan queridos y potenciados por la Iglesia, pero que no sustituyen la misión.
¿Cuáles son las razones de la misión?
a) La razón de la acción misionera es la voluntad de Dios. Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (I Tim 2,4-6). Es necesario que todos los hombres se conviertan a Cristo y por el bautismo sean incorporados a la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo(Cf. AG 7).
El ser humano, por lo tanto, no puede entrar en comunión plena con Dios si no es por Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. Esta mediación única y universal no es un obstáculo en el camino hacia Dios ya que es la vía establecida por Dios mismo. No se excluyen mediaciones parciales, que cobran significado y valor por la mediación de Cristo y no han de ser entendidas como paralelas o complementarias (CF. RM 5)
b) La razón de la acción misionera es el cumplimiento del mandato explícito de Cristo. Como el Padre me envió, así os envío yo (Ju 20,21). Id al mundo entero y proclamad la buena nueva a toda criatura (Mc 16,15). Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19-20).
c) La razón de la acción misionera es el derecho y deber de la Iglesia de evangelizar. Aunque Dios, por vías que El sólo conoce, puede conducir a la fe a los hombres que ignoran sin culpa a la Iglesia, sin embargo, incumbe a ésta el deber de evangelizar: Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16). Es una necesidad y un derecho sagrado. Conserva íntegramente su fuerza y su necesidad.
d) La razón de la acción misionera es el amor a Dios y al prójimo. La acción misionera es una consecuencia de ese amor. Los miembros de la Iglesia son impulsados a continuar dicha actividad por la caridad, con la que aman a Dios y con la que anhelan participar, con todos los hombres, de los bienes espirituales, tanto de esta vida como de la venidera. A esta vida nueva de hijos de Dios han sido destinados y llamados todos los hombres.
e) La razón de la acción misionera es la glorificación plena de Dios. A la actividad misionera se debe el que Dios sea plenamente glorificado por la fe de los hombres, unidos en un solo cuerpo, en un solo pueblo (Cf. AG 7)
f) La razón de la acción misionera se encuentra en el dinamismo de la vida nueva en Cristo. Es una consecuencia de la vida nueva en Cristo y de su fuerza incontenible. Cristo nos ha alcanzado la salvación, una vida nueva llena de sentido y de amor que no se puede guardar egoístamente, sino que se ha de comunicar con el gozo de quien ha encontrado un tesoro. Pedro y Juan responden ante el Sanedrín a la prohibición que les hace de enseñar el nombre de Jesús: No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Act 4, 20). San Pablo, por su parte, dirá : Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad .¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16). Cárceles, palizas, prohibiciones, naufragios, penalidades…nada era capaz de detener la fuerza incontenible de la fe, esperanza y amor en aquellos testigos.
No pensemos que porque han transcurrido dos mil años, la tarea está realizada. Más bien estamos en los inicios, y queda mucho trabajo por hacer. La Carta Encíclica Redemptoris Missio, promulgada el 7 de diciembre de 1990, comienza afirmando que la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está todavía muy lejos de cumplirse. Al final del segundo milenio después de su venida, una mirada de conjunto a la humanidad demuestra que esta misión está empezando y que debemos comprometernos con todas las energías a su servicio... (RM 1)
No podemos ocultar la luz de Cristo en nosotros. Porque él nos envía, porque el mundo la necesita, porque en esa misión se refuerza nuestra fe. Ahí radica una finalidad interna en la acción misionera: la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! (RM 2).
La evangelización es el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el momento presente, en el cual está conociendo grandes conquistas técnicas y científicas, pero ha perdido el sentido de la vida y de las realidades últimas. Sólo desde Cristo podrá comprenderse a sí mismo y encontrar el sentido de la vida (Cf. RM 2).
4. Cómo evangelizar en el mundo actual: testimonio y anuncio explícito (palabra)
El evangelio de san Marcos acaba con el envío misionero, la Ascensión del Señor, y el comienzo de la actividad de los Apóstoles: Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos que los acompañaban (Mc 16, 20)
Por lo tanto, en la evangelización podemos distinguir como dos dimensiones: la palabra y la acción, la proclamación de palabra y el testimonio personal y también comunitario.
Anunciar el evangelio no es tarea que se pueda realizar de cualquier manera. No es pronunciar un comunicado, ni transmitir unas ideas de un modo frío o relatar unos acontecimientos que no afectan a la propia vida ni la comprometen. Anunciar el Evangelio es proclamar la salvación de Dios, que incide y penetra de tal manera que acaba transformando la historia personal y la historia de la humanidad.
No consiste en la comunicación de unos contenidos agradables a nivel humano o un buen suceso que produce cierta alegría en el oyente. Es proclamar la salvación de Dios en Cristo por el Espíritu, anunciar el Reino de Dios, una realidad tan revolucionaria, que hace nuevas todas las cosas. Cuando quien proclama esa Buena Nueva la experimenta en su vida, su palabra tiene un estilo concreto de fuerza, de alegría, de seguridad, de sinceridad, de esperanza,... Su palabra participa del fuego de toda palabra profética. Su palabra está al servicio de la Palabra, y es transparencia de la Palabra. En resumen y en definitiva, una palabra convencida y convincente.
El 'testimonio' es una categoría o concepto bíblico relacionado con el kerigma. Jesús encarga a los apóstoles predicar y dar testimonio (Cf. Act. 10,42). Los apóstoles aparecen en el libro de los Hechos como los testigos de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. El apóstol es un llamado por Jesús, testigo de su vida y misterio pascual y enviado a dar testimonio.
En la Teología Pastoral más reciente, al hablar de testimonio, no se circunscribe el contenido del concepto solamente al testimonio de palabra sino que también se refiere al testimonio de vida. Pablo VI destacará la importancia primordial del testimonio de vida en la Evangelii Nuntiandi llegando a afirmar que la Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio (n. 21). El testimonio de vida es una responsabilidad de todo bautizado, como miembro de la Iglesia, y de toda la Iglesia, como comunidad de bautizados.
Esto significa que con una coherencia cristiana en los pequeños y grandes actos que van configurando toda la vida, se da testimonio de Cristo Salvador. Porque se conoce la fe cristiana de la persona, o porque se acabará conociendo cuando ésta responda a los interrogantes que plantea con su actuación. De este modo, vemos que los testimonios de palabra y de vida se refieren, se explicitan y se completan mútuamente. Uno y otro han de darse con sencillez, naturalidad y coherencia. El testimonio de vida confirma y da un tono de autenticidad y credibilidad al testimonio de palabra. El testimonio de palabra arroja luz, fuerza y rotundidad al testimonio de vida.
¿Cómo llevar a cabo esas dos dimensiones?
En primer lugar, con el anuncio directo, explícito de la Buena Nueva.
- con todos los medios a nuestro alcance: kerigma, catequesis, homilía, teología, liturgia, medios de comunicación, literatura, juego, fiesta…
- en todos los ámbitos o areópagos modernos.
- con una actitud valiente y confiada. No tengáis miedo.
En segundo lugar con testimonio personal y comunitario.
- el testimonio de la comunidad creyente, individual y comunitario. Mirad cómo se aman.
- la audacia del creyente y su aguante en la prueba
- la opción por los pobres, signos de amor y liberación
- coherencia y autenticidad de vida. Vivir en la verdad.
Cristo nos llama a la santidad y a la misión. Nos comunica su luz para que nuestra vida sea transparencia de su amor y su verdad, para que alumbre ante los hombres y que estos vean nuestras buenas obras y den gloria a Dios. Nos envía para que demos un fruto abundante y duradero. Pero a menudo nos desconcertamos a causa de las dificultades o no sabemos cómo proceder ante los nuevos retos que se presentan, o nos da miedo un futuro que ni sabemos ni podemos controlar. A veces nos impresiona la grandeza del don de Dios, el compromiso de su llamada, nuestra propia fragilidad… Como aquellos discípulos que escucharon en Pentecostés la predicación de Pedro (Act 2, 37) nos preguntamos y preguntamos: “¿Qué hemos de hacer?”
Esta pregunta la recoge el Santo Padre en la Carta Apostólica Novo Millennio Inneunte con la que nos obsequió mientras se clausuraba el Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo. Nos invita al encuentro con Cristo y a la contemplación de su rostro.
Después de la contemplación pasamos a la acción, a la elaboración de un cierto programa. Pero no se trata de inventar algo nuevo, porque el programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su cumplimiento en la Jerusalén celestial.
El Santo Padre nos recuerda algunos elementos básicos en nuestro programa de testigos enviados en los inicios del nuevo milenio:
Vivir la unión con Cristo, que se alimenta fundamentalmente de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial, fuente del crecimiento en la comunión con Dios y con los hermanos. Unión con Cristo que se repara y acrecienta con el sacramento de la reconciliación, en que recibimos el abrazo amoroso del Padre que perdona, que siempre espera, que nos ayuda a superar los obstáculos de la vida de fe. Unión con Cristo a través de la oración, encuentro personal con Él, conciencia de la presencia personal amorosa y activa de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en nosotros. Unión con Cristo a la luz de la escucha de la Palabra de Dios, que ilumina, que interpela, que transforma.
Es este el programa de vida que estamos viviendo en esta Jornada Mundial de la Juventud. Este es el programa de vida que hemos de proyectar a lo largo de todo el año en nuestras iglesias locales.
Esa unión con Cristo va transformando la vida, va renovando las actitudes, va cambiando el corazón. Desde esa unión con Cristo escuchamos la llamada del Maestro a la santidad, a la perfección. Como llamada y como don. Se trata de no instalarse perpetuamente en la mediocridad de los “buenos” y de no bloquear ese dinamismo bautismal que nos lleva a la plenitud de nuestra realidad de hijos de Dios.
Pero ¿vale la pena intentarlo? ¿No será un ideal demasiado alto y difícil? Si dependiera de nosotros no es que sea difícil, es que es humanamente imposible. Pero no hay que temer. El Santo Padre nos recuerda que un principio esencial de la visión cristiana de la vida es la primacía de la gracia, que nos ayuda a superar la tentación de pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad. La experiencia de los apóstoles en el episodio de la pesca milagrosa es de haberse esforzado toda la noche y no haber pescado nada. Ese es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la gracia de Dios y sentir en toda su fuerza la palabra de Cristo que nos pide y que nos ofrece una vida de perfección, de santidad.(Cf. 38)
La unión con Cristo, la llamada a la santidad y a la misión, se han de traducir en una profunda vivencia de la comunión eclesial, una comunión imprescindible para ser creíbles en nuestra acción evangelizadora. Jesús pide al Padre, que todos sean uno como él y el Padre son uno para que el mundo crea (Cf. Ju 17, 21). El gran reto que tenemos en el nuevo milenio que comienza es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. Espiritualidad de comunión significa sobre todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, cuya luz también ha de ser reconocida en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado.
La luz no se impone, simplemente alumbra y despierta interrogantes.
Explicación de experiencias de diferentes personas sobre cómo ser luz en un barrio, en el trabajo de una entidad bancaria y en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
IV. Conclusión
Nuestro Señor Jesucristo:
- Nos ha elegido, nos ama, nos llama por nuestro nombre
- Nos llama a la santidad
- Nos envía a dar fruto, un fruto que dure
- Está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo
- Aquí y ahora nos repite: ¡Duc in altum!