Orar como Jesús1

German Ramón Rosa Borjas, SJ.

En el itinerario espiritual hay momentos en que deseamos beber del agua viva, de la fuente de la vida para saciar esta sed que nos provoca ese conocimiento de Dios, ese deseo de compromiso y de entrega. Hay un hondo deseo de cristalizar en nuestra condición humana la máxima expresión de plenitud que posibilita la espiritualidad, de ser hombres, mujeres espirituales con realismo y sensibilidad humana. Muchas veces buscamos hacer de nuestra vida una síntesis que supere el peligro de convertirnos en activistas sin oración o en personas con el corazón en el cielo pero sin los pies en la tierra.

En todo caso, lo que se destaca con estos deseos es la importancia de la oración, es decir, de pedir, de exponer nuestra necesidad a Dios, de solicitar su gratuidad.2 Al pedir con insistencia, al rogar se manifiesta la necesidad de Dios. En los evangelios se da testimonio de muchas formas judías de hacer oración: en las comidas (Mc 8,6), de pie (Mc 11,25), de rodillas (Lc 22,41), postrado en tierra (Mc 14,35), sin cesar (Lc 18,1). De hecho, al orar no se requiere de maneras particulares de vestir y se ora en todas partes, al aire libre (Mc 1,35) o en la propia habitación (Mt 6,6).

La oración es practicada por Jesús y por sus seguidores, así como por las primeras comunidades cristianas.

Nuestro propósito es descubrir un poquito más quién es ese Jesús que nos llama, nos convoca y nos provoca para enviarnos a la misión, pero desde la vivencia de sus momentos más íntimos de oración y encuentro con el Padre, tomando en cuenta también la manera pedagógica como nos enseña a orar. No pretendemos reducir nuestra experiencia de seguimiento a Jesucristo a la imitación rígida de lo que aparece en el evangelio, en principio esto no es posible dadas las condiciones muy diferentes y el contexto tan distinto en el que vivimos. Lo que nos interesa es ir a la fuente misma de esa relación de Jesús y el Padre que nos revela lo fundamental y lo que no debe faltar en nuestra experiencia de ser discípulos, apóstoles de Jesucristo.

Al orar como Jesús nos centramos en el cómo y Jesús, el cómo no es mimetismo, sino el modo o la manera que Jesús nos enseña, nos revela, para acceder al Padre, sin perder de vista quién es Jesús y su misión salvífica.

Nuestra reflexión intenta profundizar sobre el hecho que Jesús inicia el Reino de Dios en la historia también orando, en una filiación continua y constante con el Padre; así mismo, Jesús se encarna en su cultura depositándose confiadamente en el Padre quien lo acompaña en su ministerio público que lo va a conducir a su pasión y su muerte hasta vivir la experiencia de la resurrección. Del Evangelio podemos aprender que el seguimiento de Jesús implica orar, dialogar con Dios, descubriéndonos en esta relación filial con El, pidiendo y acogiendo el reino.

Procedemos al desarrollo de nuestra reflexión.

1. La oración de Jesús es una experiencia de comunión con el Padre para iniciar el Reino

El evangelio de Mateo nos situa en Galilea cuando Jesús anuncia su programa de vida en que expresa con toda claridad su principio y fundamento: proclamar el reino de Dios e iniciar su realización histórica con la gran esperanza de su llegada inminente y definitiva.

Su vida nos ha impresionado de tal manera que no cabe duda que su opción fundamental es hacer posible que venga el reino de Dios: “Venga tu reino…”.

Los evangelios nos muestran desde sus inicios que Jesús es el Cristo. Nos hacen descubrir en el hombre de Nazaret su procedencia divina y lo entroncan en la historia de la Salvación con toda la claridad del caso: Jesús es el Hijo de David (Mt 1,1-17), Jesús es el Emmanuel, es decir, Jesús es Dios con Nosotros (Mt 1,23).

Al mismo tiempo los evangelistas constatan y expresan de manera fehaciente que hay una relación estrecha, filial del Hijo con el Padre. Esta relación es tan personal que se expresa en términos de identidad, la cual nos muestra una cercanía tal que nos induce a concebir a Dios mismo en la presencia de Jesús. Esta comunicación amorosa y continua no contradice el hecho de la verdadera humanidad de Jesucristo, ni niega la paradoja de su verdadera divinidad encarnada en nuestra humanidad, sino que subraya que él realiza la salvación en comunión con el Padre. De ahí que Jesús después de su bautismo, su unción mesiánica, vive y se sobrepone a las tentaciones del instinto, el poder y la riqueza en el tiempo de su preparación en el desierto en el que se encuentra solo y practicando el ayuno antes de iniciar su ministerio público (Mt 4,1-11).3

Jesús dedicó tiempo a la oración y el discernimiento para realizar su misión de proclamar la buena noticia del reino e iniciarlo con su praxis.

Este encuentro íntimo, personal, de Jesús con el Padre es necesario y fundamental para proclamar y comenzar el Reino de Dios, tal como lo narran los evangelios: Jesús recorría “toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 4,23). La proclamación del Reino Jesús la hace con la enseñanza, la predicación, también con signos visibles, acciones “milagrosas” y liberadoras4, sin olvidar que la nueva humanidad, la nueva sociedad que Jesús comienza es un proyecto del Padre.

Desde el inicio de su ministerio público Jesús anuncia el Reino de Dios Padre pero también denuncia el anti-reino. En su enseñanza está incoada de una manera directa la confrontación con las fuerzas del mal, por eso no niega que habrá injurias, persecusión, mentiras en contra de los discípulos suyos (Mt 5,11-12). No obstante, Jesús nos muestra el camino al Padre en la realización de su proyecto en la historia.

2. Jesús enseña a orar a sus discípulos diciendo Padre y Reino

En medio de su actividad salvífica aparecen momentos precisos en los que Jesús nos enseña a orar. Precisamente porque no es posible resistir de manera constante a lo que se opone a la realización histórica del reino sin esta relación perenne con el Padre: “cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto” (Mt 6,6).

Estar frente a Dios es dejarse inundar de la confianza amorosa que Él nos tiene como Padre, su mirada nos ayuda a descubrir el misterio inmenso de la pequeñez de nuestra condición humana. Nuestra impotencia se convierte en la debilidad fortificada, nuestra inseguridad se vuelve certeza de poner los pies en la roca firme, sentir nuestra mirada en Dios es descubrir su mirada cariñosa y tierna que nos toca el interior con ternura y delicadeza sin tener que advertirle que El acaricia nuestras heridas, nuestras debilidades, nuestra parte vulnerable y vulnerada a sabiendas que no es necesario advertirle que tiene que cuidar de nuestras fragilidades.

La manera como se relaciona Jesús con Dios es filial: Dios es Padre. Es así como Jesús enseña a sus discípulos a orar, haciéndoles descubrir en principio la filiación con Dios en la experiencia de la oración. Esta no debe ser saturada de palabras, pues “el Padre sabe lo que necesitan” (Mt 6,7). La oración del Padre Nuestro nos manifiesta el modo que tenía Jesús para relacionarse con el Padre, con el “abba”: “Denominación de Dios no empleada ni por el A.T. ni por el judaísmo posterior, pero característica del lenguaje de Jesús”.5 Así nos enseña a orar Jesús con nuestro “Papa”, nuestro “Papito”.

El discípulo está unido a Jesús y su misión de realizar el reino pidiendo que Dios lo haga posible al decir: “venga tu reino” (Mt 6,10).

Jesús nos enseña que el momento de la oración es para pedir lo fundamental: el pan cotidiano; pedir perdón y comprometernos a perdonar (Mt 6,11-12). Cuando se ora pedimos no caer en la tentación y también que Dios nos libre del mal (Mt 6,13). Dicho brevemente, orar es pedir al Padre que su proyecto, su gran sueño se haga realidad en nuestra vida, la historia y la creación. Por esta razón, orar es vivir esa filiación con Dios que nos da y nos invita hacer posible su reino.

El Padre Nuestro es muy probable que sea una de las oraciones que se dice universalmente en la mayor parte de lenguas y que une en el sentimiento a la pluralidad de las culturas, las ideologías y las diversas opciones políticas de la humanidad. Están cifrados en la oración del Padre Nuestro, los anhelos y esperanzas que aún no están consumados en nuestra historia: la plenitud ofrecida por el Padre y que Jesús ya ha comenzado, sabiendo que es un don del Padre que se nos dará definitivamente al final de los tiempos.

La oración es una experiencia de filiación con el Padre y con Jesús a través de su Espíritu. Orar es un ejercicio de entrar en nuestro aposento para encontrarnos con Dios y pedir el Reino, lo que significa pedir que se realice su voluntad en todo lugar, en la humanidad y la creación toda entera; orar es pedir pan y comunión, es pedir el bien y que el mal que se engendra en nuestro corazón y se expande en la sociedad y la historia sea desterrado. Orar no es escaparse del mundo sino convertirlo en una ofrenda a Dios que es su principio y fundamento. Orar es pedir para recibir, buscar para hallar, tocar a la puerta para que Dios nos la abra: “Porque el que pide recibe; el que busca, halla, y al que llame a una puerta, le abrirán” (Mt 7,8).

Pedimos con confianza porque el Padre que está en los cielos da cosas buenas a los que se las pidan (Mt 7,11), sabiendo que todas ellas están ordenadas para hacer su proyecto.

La oración es imprescindible en el anuncio y la realización de la buena noticia del Reino, no es simplemente un aditivo, ni tampoco podemos suprimirla si somos discípulos de Jesús. Oramos para vivir la filiación con Jesús, con Dios, acogiendo el don del reino para que sea posible en la historia. En definitiva, la oración es para el discípulo de Jesús el agua viva que emana de la relación íntima con él para entregarnos amorosamente en la realización del proyecto del Padre.

Jesús proclama y principia el reino de Dios con curaciones, expulsión de los demonios, acogiendo a los pecadores, multiplicando los panes, revivificando muertos pero también orando. Es decir, si todo su haber y su poseer está orientado para hacer posible el reino de Dios, la oración es la fuente primaria que irradia de vitalidad su entrega al proyecto del Padre6.

Jesús ora lo que vive. Ante la impotencia de recoger los frutos del reino en la historia es necesario la colaboración de los obreros e invita a pedir por esta causa.

La oración es para pedir obreros para hacer la cosecha del Reino, porque la cosecha es grande y los obreros son pocos: “Por eso rueguen al dueño de la siembra que mande obreros para hacer la cosecha” (Mt 9,35-38).

Jesús tiene un trato cercano, espontáneo e inmediato con el Padre, a tal grado que no hay secretos para el Padre porque le revela sus sentimientos, sus pensamientos más íntimos y puede orar exclamando: “Padre, Señor del cielo y de la tierra, yo te alabo porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y prudentes y las revelastes a la gente sencilla. Si, Padre, así te pareció bien” (Mt 11,25). Jesús expresa de manera clara su filiación divina con el Padre, no hay nada que viva Jesús que el Padre no lo sepa, es una relación amorosa sin límites, pero también expresa que la buena noticia del reino es para los desdichados, los que no son sabios, ni inteligentes sino los pequeños.

Orar es levantar el pan al cielo, bendecirlo, multiplicarlo y compartirlo solidariamente con aquel que no lo tiene (Mt 14,18-21). Este es un gesto de Jesús que impresionó mucho a las primeras comunidades cristianas porque lo recuerdan en todos los evangelios (Mt 14,18-21; Mc 6,34-44; Lc 9,12-17; Jn 6,1-13), no en vano el Reino se compara con un banquete.

Jesús se retira a orar, sabe cuándo tener este encuentro íntimo y filial con el Padre. Después de andar con su pueblo, proclamando la buena noticia del reino con muchos signos visibles no olvida ir a este encuentro con el Padre. Esto es evidente después de hacer la multiplicación de los panes: “Inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba sólo allí” (Mt 14,22-23).

Seguramente que hablaba con el Padre de su misión, de su tarea apasionante de proclamar la llegada del reino. El encuentro con el Padre también era muy probablemente la ocasión para expresar sus grandes preocupaciones, sus frustraciones, sacar de su interior los fantasmas que le agobiaban7, dicho brevemente, cuando Jesús oraba era un momento de filiación privilegiada en el que se depositaba sin reservas en el Padre, porque lo amaba apasionadamente y vivía para hacer posible su voluntad: el reino.

3. Jesús ora teniendo los pies en Palestina y el corazón en el Padre

¿De dónde le viene tanta fuerza y vitalidad para encarnarse en su pueblo? Mucha gente le sigue de las regiones de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, también de los territorios de Tiro y de Sidón. La gente se agolpaba en torno a él porque “al ver cómo sanaba a no pocos enfermos, todas las personas que sufrían de algún mal querían tocarlo y, al final, lo estaban aplastando. Incluso los endemoniados, cuando lo veían, caían a sus pies y gritaban: ‘Té eres el Hijo de Dios’. Pero él les mandaba enérgicamente que no dijeran quién era” (Mc 3,10-12).

La proclamación del Reino de Dios se nutre y es mantenida por la relación filial con El Padre. Hay una relación de cercanía, intimidad filial que trasciende en lo que vive y lo que hace Jesús al iniciar el reino de Dios en medio de su pueblo en Palestina y en la historia. Solamente con esa intimidad con el Padre es posible hacer lo que hace. No podemos dudar que en el corazón de Jesús está el Padre y el reino.

Un hecho importante es que Jesús enseñó a orar a sus discípulos, pero hay que destacar también que éstos a su vez transmitieron a las primeras comunidades cristianas lo que Jesús les enseñó8: la relación filial con Dios a través de la oración de manera auténtica, verdadera, sin falsedad y sin jactancia (Lc 18,1ss.) y tener la apertura a lo definitivo, la salvación, la realización del reino de Dios que ha principiado con Jesús y que acaecerá cuando la exclamación “maranatha9 se haga realidad.

Orar es pedir al Padre sálvanos:

“De aquí que la oración cristiana esté motivada por la acción salvadora definitiva de Dios y esté igualmente orientada a esta acción última de Dios; es una oración escatológica”10.

Jesús ora viviendo su filiación con Dios en la que se trasfigura (Lc 9,28). El Padre se complace escuchando al Hijo: “Este es mi Hijo, el Amado, al que miro con cariño; a él han de escuchar”. (Mt 17,5). El Padre se complace en el amor del Hijo y su fidelidad en la realización de su proyecto.

Oramos diciendo Padre y Reino encarnándonos en el mundo, pidiendo que el mundo sea transfigurado definitivamente.

La filiación con Dios nos “transfigura”, nos transforma, nos convierte. La humanidad, la creación destellan y cristalizan lo nuevo, lo bello, como un anticipo de lo que llegará a ser. Esta transfiguración es transitoria pero es preludio de nuestra transfiguración definitiva.

Una de las afirmaciones de Jesús es que Dios escucha nuestras oraciones con seguridad, sin dudar, ni poder dudar: “Así mismo, si en la tierra dos de ustedes unen sus voces para pedir cualquier cosa, estén seguros que mi Padre en los cielos se la dará” (Mt 18,19).

El Padre nos da cosas buenas y la cosa más buena que nos puede ofrecer es la creación libre de mal, de pecado y de muerte, es decir, la creación según sus sentimientos, según su proyecto.

Uno de los momentos más densos, teológicamente hablando, de la vida de Jesús es cuando el instituyó la Eucaristía; ésta es la acción de gracias más importante que él hizo porque se ofreció a sí mismo, asumiendo la misión de la redención universal expresada por Isaías en los Cánticos del “Siervo de Yahveh” (Is 42,6; 49,6; 53,12), sellando la alianza “nueva” y definitiva entre Dios y la humanidad. De esta manera concluyen las comidas de Jesús con sus discípulos, anunciando al final el banquete escatológico: “Y les digo que no volveré a beber de este producto de la uva hasta el día en que beba con ustedes vino nuevo en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29).

La oración de Jesús es continua, Jesús ora durante todo el proceso de la predicación y la realización de la Buena Noticia del Reino. El anuncia y comienza el reino orando, viviendo esa filiación con el Padre en todo momento de su misión salvadora, aún en el preludio de su pasión y su muerte.

Jesús ora en el monte, en medio de la gente, al caminar y agradecer a Dios Padre por revelarse a los pequeños, también ora mirando desde la cruz hacia Jerusalén.

Orar es vivir esa experiencia de vaciamiento en Dios depositándose sin reservas en El y al mismo tiempo dejarnos imbuir de su presencia que es la que en definitiva nos transfigura y transfigura la realidad de acuerdo a su sueño. No podemos perder de vista la posibilidad de situarnos en esa filiación con resistencias o bien siendo reticentes, podríamos incluso renunciar a que Dios haga su obra en nuestra vida, en nuestra historia, por esta razón es importante recordar que Él no puede obrar en contra de nuestra libertad. Desde esta actitud de resistirse a la invitación de Dios, podemos afirmar que no hay ámbito de la persona, de la vida que esté al margen de la filiación con Dios, ni de su proyecto. Por esta razón es necesario situarnos en plena disposición para que Dios se haga presente en nuestra vida, nuestra existencia, nuestra sociedad, sólo así podemos acoger y realizar el don del reino.

4. Jesús ora glorificando al Padre de cara a su pasión y su muerte

Jesús se deposita radicalmente en esa relación filial con el Padre en el preludio de su pasión y su muerte, sin embargo, no podemos eludir el hecho de ver su pasión por el reino del Padre obnubilada por la cruz.

En el evangelio de Juan se expresa con gran densidad teológica esa relación de Jesús con el Padre y la obra que Él le ha encomendado al Hijo:

“Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado, sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17,1b-5).

La gloria de Jesús es la gloria del Padre. Jesús nos revela el Padre, Jesús haciendo la obra de su Padre, de su proyecto ha hecho posible la mayor gloria del Padre.

Jesús nos enseña al orar su amor absoluto por lo que es fundamental para él: la filiación a Dios y pedir que “venga” su Reino; oramos como Jesús si nos adherimos en esa filiación con Dios Padre y si pedimos el reino acogiéndolo.

Jesús al orar dialoga fácilmente con el Padre sobre lo que él vive, lo que le acontece. Habla con el Padre de sus temores, del miedo radical ante la muerte, le expresa sus angustias, sus deseos mas hondos de evitar la muerte: “Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mt 26,39). Quién sino el Padre puede consolar el corazón de afligido de Jesús cuando estaba cansado y agobiado en la misión de iniciar el reino, quién sino el Padre puede acogerlo en la persecusión, en los momentos de angustia cuando vivía los oprobios y los improperios, quien sino el Padre puede escucharlo y consolarla ante la muerte. La voluntad del Padre es que acaezca el reino, el cual se realiza a pesar del rechazo violento del Hijo condenado a morir en la cruz. La fidelidad de Jesús al Padre, a su proyecto salvífico del mal, del pecado y de la muerte trae como consecuencia su muerte injusta en la cruz.

Dios Padre es quien acompaña al Hijo hacia la cruz y no lo abandona en el momento de sentir su cuerpo flagelado, escarnecido por la injusticia, el mal y la muerte.

Jesús ora desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Jesús expresa en esta oración su angustia desgarradora que precede el último grito antes de su muerte. Sin embargo, en el momento de su muerte Jesús se deposita definitivamente en el Padre, el dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46). Después de esto expiró. No cabe duda que la pasión por el reino del Padre llevó a Jesús a su pasión en la cruz.

Desde la cruz podemos percatarnos que Dios es nuestra fuente de vida, nuestro consuelo y nuestro protector. Dios es nuestra esperanza, nuestra ansia de depositarnos sin medida y sin límites. Sólo Dios puede inspirar la confianza absoluta sin miedo a la infidelidad, ni el abandono. Hablar con Dios es desnudarnos sin pudor ni temor al prejuicio, mostrando todas nuestras fragilidades, y en el momento de la pasión, de la cruz en nuestras vidas es dar lugar al total abandono en El.

La pasión y la muerte de Jesús en la cruz nos hace descubrir el sentido hondo y radical de su entrega sin límites al proyecto del Padre, proyecto que principia en la filiación amorosa con el Padre. La pasión por el Padre y su reino no culmina en la cruz. Si fuese así, nosotros estaríamos huérfanos y sin horizonte.

El aparente fracaso de la nueva humanidad y la nueva creación se convierte en vida con la resurrección de Jesús. Después de la resurrección de Jesús su presencia se perpetúa en medio de nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt 28,20).

Si Jesús es el camino al Padre, la vida en plenitud, su verdad aparece en su máximo esplendor en la resurrección. Podemos entender entonces, lo que significa su misión como el mediador definitivo para que el Padre realice su proyecto del reino: la nueva humanidad, la nueva creación, es decir, los cielos nuevos y la tierra nueva.

En la actualidad, la oración nos ayuda a conocer a Jesucristo para más amarle y para más seguirle en la proclamación de la buena noticia del reino del Padre que Jesús mismo inició y que tendrá su realización definitiva al final de los tiempos.

5. El Dios con quien dialogamos es comunión amorosa que nos transfigura…

Orar es vivir esa relación filial con Dios más allá del método o la tradición específica a la que pertenecemos, hacer oración es permitir que Dios sea nuestro principio y fundamento. Hay que destacar que lo fundamental es entrar en esa relación amorosa y filial con Dios. El sentido teológico de la filiación es precisamente esa dimensión de sentir la pertenencia, la participación de la comunión divina. Entramos en la comunión con Dios que es comunión en sí mismo. En el castellano entendemos por filiación la acción y el efecto de filiar. La palabra filiación (filiationis) a su vez proviene del latín “filius” que significa “hijo”. La filiación se refiere a la procedencia de los hijos respecto a los Padres. También alude a la dependencia que tienen algunas personas o cosas respecto de otra u otras principales. Filiación también alude a las señales personales de cualquier individuo11. Desde nuestra perspectiva el énfasis está en la procedencia, la dependencia, la pertenencia a Dios en la comunión de nuestro haber y poseer, pero esta relación es coherente y comprometida con la misión de realizar el reino de Dios en la historia.

Un aspecto que no puede ser marginal en el contexto de las transformaciones culturales copernicanas que vivimos en el umbral del s. XXI, es que la filiación puede ser concebida no solamente en esa comunión con Dios como Padre e Hijo, sino también como “Ruah”, es decir, La Espíritu12. Descubriendo la feminidad de Dios con todo lo que puede significar en nuestra vida y nuestra sociedad, enriqueciendo nuestra relación con El tomando en cuenta la diversidad y la pluralidad de culturas en las que no sólo se destacan los rasgos masculinos de Dios sino también sus dimensiones femeninas.

La Ruah ha estado presente en el Evangelio desde el principio de la encarnación misma de Jesús (Lc 1,26-38), así como en toda su vida, en su filiación perenne con el Padre para anunciar y comenzar los cielos nuevos y la tierra nueva. De hecho, la Ruah ha estado presente desde la eternidad antes del principio de la creación en la comunión amorosa del Padre y el Hijo que realiza su proyecto.

El misterio de Dios Trinitario no está reflexionado de manera sistemática en el Nuevo Testamento pero ya aparece en las afirmaciones histórico-salvíficas de Dios como Padre, Hijo y Espíritu, la búsqueda de la unidad y la diversidad del Dios Trinitario13. En todo caso, la Trinidad aún después de la revelación de Jesucristo continúa siendo el misterio absoluto fundamental de la fe cristiana14.

La experiencia de Jesús de Nazaret y la experiencia del Espíritu prometido por Jesús a los discípulos introducen aspectos novedosos en la revelación de Dios, es decir, surge una nueva manera de ver la realidad de Dios y su relación con la humanidad. La experiencia humanizante y liberadora de vivir el evangelio, explica por qué el cristianismo se expandió con rapidez, sin medios extraordinarios, desde Palestina a todo el mundo mediterráneo. Los primeros cristianos expresan esta nueva experiencia de Dios sintetizando su fe en credos de estructura ternaria básicamente invariable: “Creemos en Dios, Padre todopoderoso, creador…; y en Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado…; y en el Espíritu Santo que actúa en la Iglesia…”.15 Esta experiencia de Dios es formulada no como una confesión triteísta, sino como la afirmación de creer en el Dios único del cielo y la tierra en su triple manifestación, Padre, Hijo y Espíritu.16

La iniciativa de la revelación es de Dios quien nos ha creado con una inteligencia sentiente capaz de conocerle. De hecho, nosotros vamos conociendo a Dios sintiendo su presencia. Si no hay oposición o contradicción entre sentir e inteligir de acuerdo a la epistemología de Zubiri, sentir a Dios es inteligir su presencia o viceversa, inteligir a Dios es sentir que se hace presente en nuestra vida, nuestra historia y en la creación porque quiere establecer el reino definitivamente. En la experiencia de la oración profundizamos en el conocimiento de Dios sintiendo esa participación coloquial de la Comunión Amorosa Trinitaria para acoger el don del reino. Una cosa importante es que Dios se me hace presente cuando menos espero. Esto es así porque Dios es esencialmente libre. Por esta razón el diálogo con Dios no se puede delimitar, ni circunscribir a tiempos y lugares precisos.

Si Dios es Amor, nosotros podemos sentir intelectivamente a Dios amándo a los demás (1Jn 4,7-21) y amándolo a El porque nos amó primero, así mismo podemos inteligir sentientemente a Dios depositándonos radicalmente en su amor. El amor de Dios es lo que permite que se teja en nuestras vidas, la creación y la historia su proyecto de reino de justicia y de fraternidad universal.

En esta actividad de sentir a Dios intelectivamente hay que tener presente que le conocemos porque El se nos revela, también es importante recordar que le conocemos finitamente porque siempre hay dimensiones de Dios que desconocemos y que El nos revela progresivamente en la historia de la salvación, en la realización del reino.

Dios se me revela personalmente, es importante rescatar como Dios se revela en toda la revelación a personas concretas y luego les da una misión específica. Hay una relación personal entre Dios y Abraham, Dios e Isaac, Dios y Jacob, Dios y Moisés, Dios y los profetas, etc. También Dios se nos revela en la creación17 y Dios se nos revela en la historia, así lo interpretó el pueblo de Israel cuando vivió la experiencia de la liberación de la esclavitud de Egipto18 y así lo concebimos en la actualidad porque no hay ámbitos de la realidad donde Dios no se haga presente y que estén excluídos de su proyecto.

Sabemos que Dios es amor porque se nos ha revelado como tal: “el Espíritu Santo queda constituido por el amor ‘recíproco’ del Padre y del Hijo, aunque la procesión del Espíritu viene de un único principio y es un único acto”.19

Oramos dialogando con el Padre, el Hijo y el Espíritu, distinguiendo las tres personas divinas y afirmando la unidad. Dialogamos con el Padre que no tiene origen, su presencia es eterna20, así como con el Hijo que ha sido engendrado de la substancia del Padre21 y también con el Espíritu que no es engendrado22, sino que procede del Padre y del Hijo como de un único principio23 en una espiración única.24 Hay un solo Dios, cada persona divina está totalmente en las otras (“Circuminsesión”)25 y cada una de ellas es el Dios uno y verdadero.26 Hay unidad y comunión de las tres personas divinas, no se pueden separar entre sí ni en el ser27, ni en el obrar28 y constituyen un único principio de operación hacia fuera29.

Al participar orando o dialogalmente de la comunión trinitaria, nos exponemos a que la acción divina nos plenifique porque también así se realiza en nosotros el plan salvífico del reino de Dios. Nosotros somos personalmente transformados, nuestra propia humanidad despliega sucesivamente lo que puede llegar a ser, estando abierta a la plenitud escatológica aún inacabada.

Somos proyecto de plenitud en la comunión amorosa de Dios, concebidos desde el principio para participar del misterio absoluto del Dios Amor desde nuestra realidad creada y limitada. Esto introduce la posibilidad de concebir la creación misma como realidad estructuralmente abierta a lo escatológico, lo último, lo que no es aún pero que llegará a ser. Pero también nos hace pensar que nuestra participación dialogal de la comunión divina, nos “transfigura” y nos lleva a la “transfiguración” de la historia con sus distintos componentes estructurales, es decir: del cuerpo social en el que estamos incorporados, desde el espacio geográfico en el que estamos situados, con las características de ser un cuerpo social pluralista y que esta abierto a la universalidad, ya que distintos cuerpos sociales constituyen el cuerpo social único, que es el sujeto universal de la historia.30 En definitiva, nuestra fe sostiene que la historia, la humanidad, la creación entera serán transfiguradas plenamente al final de los tiempos, cuando acaezca definitivamente el reino de Dios.

Encontrar a Dios en la historia de nuestros pueblos crucificados es vivir esa dimensión de la oración y el compromiso de ser solidarios con los empobrecidos y los excluídos acogiendo el don del reino. El evangelio es muy claro al respecto y ciertamente que Jesús se identificó con ellos sin dudar, ni poder dudar. El evangelio lo expresa de manera clara y contundente en el texto del juicio final: “¡Bendecidos por mi Padre!, vengan a tomar posesión del Reino que está preparado para ustedes desde el principio del mundo”(Mt 25,34). Al final de la historia seremos juzgados en el amor y estaremos invitados a participar del reino plenamente consumado, es decir, en el encuentro definitivo con Dios seremos juzgados en el amor a los más pequeños y los excluídos: “Entonces los buenos preguntarán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; sediento y te dimos de beber, o forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos, o enfermo, o en la cárcel, y te fuimos a ver?’ El Rey responderá: ‘en verdad les digo que cuando lo hicieron con algunos de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo’” (Mt 25,37-40).

Dios se nos revela y está presente en nuestra vida, en la creación y la historia de nuestros pueblos para salvar, para realizar su reino. Entrar en la filiación dialogal con Dios a través de la oración es dar lugar a la autocomunicación de Dios que es una acción libre y gratuita, en la que no podemos deducir racionalmente a priori lo que nos va a dar o a pedir, porque Dios es de suyo un misterio permanente. Sabemos lo que Dios quiere en definitiva porque se nos ha revelado en la historia como Padre, Hijo y Espíritu que operan en ese sueño del reino, pero lo que no podemos definir a priori es lo que concretamente va a ser y realizar cada uno de nosotros que es fruto de esa relación personal con Dios. De ahí podemos inferir que Dios siempre es una novedad sorprendente que nos saca de los diseños y planes que nos proponemos hacer.

En conclusión, hemos dicho que Jesús es un hombre de oración. El siendo Verdadero Dios y verdadero hombre nos enseña a orar y orar es vivir esa filiación intima, continua y amorosa con el Padre para realizar su proyecto del reino. El seguimiento de Jesús nos une en su misión para continuar realizando el reino de Dios en la historia. La proclamación del reino se hace orando, en esa relación coloquial con Dios, con Jesús que prolonga su presencia después de la resurrección hasta el final de los tiempos. Todo nuestro haber y nuestro poseer es para hacer posible el don del reino en el seguimiento de Jesús, teniendo nuestro corazón centrado en El, comprometiéndonos a acoger su proyecto en nuestra vida, en nuestra humanidad, en nuestra historia. No podemos ignorar la complejidad de estar vinculados a la misión de Jesús, porque el reino se realiza a pesar de las resistencias, de la confrontación real y efectiva del anti-reino. La oración es fundamental para vivir esta experiencia de seguimiento a Jesús sin desanimarnos, ni renunciar a nuestra opción de seguirle. El amor renovado a Jesús sólo es posible teniendo ese trato cercano, delicado y continuo sin postergar nuestro encuentro con él que se da en la oración porque priorizamos otras acciones que consideramos más importantes.

La misión de Jesús continúa por la prolongación de su presencia en la historia de la humanidad, el Jesús resucitado sigue con nosotros, es su Espíritu que nos acompaña, nos alimenta hasta el final de los tiempos, en su misión de realizar el reino.

Oramos permaneciendo en esa relación coloquial con el Dios encarnado en Jesús de Nazaret y que prolonga su presencia con su Espíritu que está con nosotros, para realizar el reino de Dios.

Si orar es participar en la comunión con Dios, esta experiencia nos permite pasar del umbral del deseo profundo de permanecer plenamente en Dios a reavivar la llama, que nos quema con el anhelo ardiente de eternidad para clamar siempre, ven Señor no tardes, venga tu reino.

Al participar de la comunión de Jesús y el Padre lo hacemos viviendo esa experiencia coloquial, teniendo esa vivencia con radicalidad de estar sumergido en la plena comunión trinitaria. Orar es sentir que estamos en Dios, sumergidos en su misterio trinitario, asumiendo nuestra realidad personal y comunitaria, participamos de ese movimiento salvífico, redentor hacia lo último, lo escatológico, en el cual nuestra realidad finita, limitada, nuestro ser creaturas pecadoras, necesitadas de la gracia, viviremos al final de los tiempos la transfiguración, la plenitud de nuestra humanidad que gime con dolores de parto hasta que acaezca el reino de Dios en nuestras vidas, en la historia y el cosmos.

Orar es entrar dialogalmente en la comunión con Dios de manera contemplativa y activa, pero también proyectándonos en el horizonte. Al orar el decurso de la vida continúa, puedo sentir a Dios, puedo emplear todas mis capacidades humanas para meditar, para pedir, para establecer esa comunicación coloquial, pero no debo olvidar que esa relación me transforma, me convierte, me hace ir hacia delante; el encuentro auténtico con Dios libera mi libertad de prejuicios, de aficiones desordenadas o afecciones desordenadas, es decir, mi libertad y mis afectos son depurados. Sin dudar ni poder dudar, la vida no se paraliza y tiene continuidad aún en el momento de la oración, porque la vida es proyecto y tiene un horizonte. La oración nos hace descubrir si nuestro proyecto, si ese horizonte, es según Dios o es todo lo contrario a su voluntad, la oración nos desvela si nuestro proyecto está subsumido en el gran proyecto de Dios.

En la oración nuestra inteligencia está centrada en Dios, en esa relación coloquial nuestro modo de habérnoslas con la realidad es totalmente puesta al descubierto. No hay nada que podamos ocultar a Dios, ni que Dios no pueda pedirme.

Orar no es sólo el ejercicio de sumergirme en mi conciencia que me refleja la realidad. Esto sería entender la oración como un mero esfuerzo intelectivo para conocer mi situación, lo que me habita; puede ocurrir que convierta la oración en un monólogo escudriñando mi interior, mi subjetividad. La oración es diálogo con Dios que se autocomunica, se autodona, en ese sentido puedo trascender del yo al Tu, pero también tengo una respuesta de ese gran Tu que es Dios mismo. Por supuesto que al orar dialogo con Dios sobre mi situación, sobre la realidad, pero también progreso en el conocimiento de Dios y puedo alcanzar una consciencia mayor de su presencia en nuestra vida, en nuestra historia.

Nosotros progresamos también a través de la oración en el conocimiento de Jesús que nos revela el amor del Padre en la comunión del Espíritu. De hecho, cuando nosotros profundizamos en el conocimiento de Jesús, en esa misma medida conocemos al Padre porque en el evangelio hay una proximidad entre el Hijo y el Padre que se llega a la identificación entre ambos. La gloria de Jesús es la gloria del Padre, o dicho de otra manera, la gloria del Padre es la gloria del Hijo (Jn 17,3). El conocimiento de Jesucristo es personal pero también la comunidad cristiana, la Iglesia dan testimonio de la revelación que El nos hace. La Iglesia acoge de suyo el reino de Dios en cuanto da testimonio de Jesucristo, por esta razón al orar “Padre venga tu reino” también expresa el deseo de que se haga realidad lo que se pide, pero también se acepta el compromiso de acogerlo realizándolo en la historia.
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1Agradezco al P. Eduardo Valdés porque ha revisado este texto antes de ser publicado.

2Orar se expresa en las palabras griegas aiteo, deomai y erotao, cuyo significado no se diferencian sustancialmente. Hay una afinidad en el sentido de las distintas palabras: aiteo es pedir, deomai subraya la necesidad expuesta, y erotao es solicitar subrayando la libertad del donante. Cfr. Xavier Léon-Dufour, Diccionario del Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad, S.L., Madrid 1977, p. 331.

3Cfr.Lc 4,1-13; Mc 1,12-13.

4Mt 5,1-12.

5Xavier Léon-Dufour, Diccionario del Nuevo Testamento, Op. Cit., pp. 79-80.

6Cfr.Mt 8-9.

7Decimos esto con temor de expresar de manera ficticia esa experiencia mística de Jesús al ir a este encuentro con el Padre.

8Anton GRABNER-HAIDER, Vocabulario Práctico de la Biblia, Editorial HERDER, Barcelona 1975, Nº 1111 y Nº 1112.

9Expresión aramea, que puede traducirse por “el Señor viene” o “Señor nuestro ven”. Cfr. Xavier Léon-Dufour, Diccionario del Nuevo Testamento, Op. Cit., p. 296.

10Anton GRABNER-HAIDER, Vocabulario Práctico de la Biblia, Op. Cit., Nº 1112.

11Hay filiación o dependencia de una doctrina, afiliación a una corporación, sociedad, partido político, etc. Cfr. Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Tomo I, Editorial Espasa Calpe, S.A., Madrid, España 1992, p. 968.

12Ruah es la palabra hebrea - femenina - para designar al Espíritu. Su mejor traducción sería la Espíritu. Cfr. Carlos Rafael Cabarrús, Cuaderno de Bitácora, para acompañar caminantes: Guía psico-histórico-espiritual. Bilbao: DDB, 2000. p. 365.

13Cfr. Karl Rahner, “Trinidad” en SACRAMENTUM MUNDI, Editorial HERDER, Barcelona 1976, Nº 731 al Nº 734.

14Karl Rahner, “Trinidad” en SACRAMENTUM MUNDI, Op. Cit., Nº 735.

15Josep Vives, “¿Hablar de Dios en el Umbral del Siglo xxi?, en Revista Diakonia Nº 100, (Octubre-Diciembre 2001), pp.26-27.

16Ibid., p 27.

17Cfr. Génesis 1,1-29; 2,1-25.

18Cfr. Exodo 3,1ss.

19Karl Rahner, “Trinidad” en SACRAMENTUM MUNDI, Op. Cit., Nº 735. Rahner cita a Enrique Denzinger y retomamos las citas que él hace para dar las referencias a nuestro lectores. Cfr. Enrique Denzinger, Magisterio de la Iglesia, Editorial Herder, Barcelona, 1958 y años siguientes.

20Enrique Denzinger, Magisterio de la Iglesia, Op. Cit., 3 19 39 275 428 703s.

21Ibid., 13 19s 40 48 54 69 275s 281 432 703s.

22Ibid., 39 277.

23Ibid., 460 691 704 15 19 39 86 277 428 460.

24Enrique Denzinger, Magisterio de la Iglesia, Op. Cit., 691. Espiración viene de espirar: Exhalar, echar de sí un cuerpo buen o mal olor. Espirar significa infundir espíritu, animar, mover. Se usa propiamente hablando de la inspiración del Espíritu Santo. También significa atraer el aire exterior a los pulmones, tomar aliento. Teológicamente significa producir el Padre y el Hijo, por medio de amor recíproco, al Espíritu Santo. Cfr. Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Tomo I, Editorial Espasa Calpe, S.A., Madrid, 1999.

25Enrique Denzinger, Magisterio de la Iglesia, Op. Cit., 704.

26Ibid., 279 343 420 461.

27Ibid., 48 281 461.

28Ibid., 19 281 428 461.

29Ibid., 254 281 428 703.

30Para analizar la relación del hombre y la historia ayuda cfr. Ignacio Ellacuría, Escritos Filosóficos, Tomo II, UCA Editores, El Salvador, 1999, pp. 339-347.