IGLESIA EN CAMBIO Y CAMBIOS EN LA IGLESIA


Por Juan Hernández Pico, S.J.


Desde la Revolución de 1944, la Iglesia Católica en Guatemala ha vivido en estado de cambio. Si se me permite hablar desde el sesgo de mi identidad jesuítica, el año de 1937, aún en pleno periodo liberal y en la mitad de la dictadura ubiquista, había sido ya testigo de un ablandamiento del programa anticlerical del liberalismo con el permiso otorgado a la Compañía de Jesús para venir a encargarse del seminario interdiocesano, aunque viviendo los jesuitas confinados en él y sin licencia para cualquier otro tipo de actividad apostólica. En aquellos tiempos, sin embargo, todavía persistían algunos de los rasgos que caracterizaron a la Iglesia Católica en Guatemala durante los anteriores ciento veinte años desde la independencia. El Arzobispo Mariano Rosell y Arellano lideraba a la Iglesia desde la sede primada y presidía una única Provincia Eclesiástica con sólo tres diócesis, Guatemala, Los Altos y La Verapaz. El catolicismo laico estaba concentrado representativamente en las grandes familias oligárquicas del país, bien fueran de adhesión política conservadora o liberal, pues los conservadores iban a la iglesia pero ayudaban a mantener las leyes de tenor positivista anticlerical1 y los liberales no iban a la iglesia pero creían en Dios y acogían su visita en la hora de la muerte, además de hacer concesiones al clero de vez en cuando a manera de excepción. La imagen de Dios tenía mucho del Dios amigo de los patrones, sobre todo de los finqueros. Respecto de los demás Dios era apenas protector del populacho o de los indios para paliar el dominio de sus amigos y garante de promesas para después de la muerte. Sin embargo, se iniciaba una participación relativamente importante de intelectuales católicos de clase alta y media –algunos de los más jóvenes formados luego en la JUCA2- y estaba ya comenzando el proyecto de movilización de la población indígena que se llamó Acción Católica y que fue inspirado por Monseñor Rafael González Estrada, obispo auxiliar de Los Altos. Tal vez el rasgo más crucial de la Iglesia Católica entonces era la escasez de clero diocesano y de congregaciones religiosas (114 sacerdotes diocesanos y religiosos en 19423). Estructuralmente la Iglesia Católica vivía encerrada en un marco legal constitucional que la enclaustraba en los templos, los cuales además eran propiedad del Estado, bastantes de ellos como monumentos artísticos nacionales. En el más de medio siglo posterior la Iglesia Católica va a vivir un proceso de cambio acelerado que se va a ir concretando en importantes cambios particulares.


1)De la hegemonía católica al pluralismo religioso


El 20 de julio de 1954, frente a los que habían derrocado a Arbenz y acabado con la Revolución del 44, el Arzobispo Rosell creía poder afirmar aún con orgullo que “la Iglesia no necesita adquirir ninguna hegemonía porque la tiene y nunca la ha perdido en nuestra patria, donde todos confían en su palabra, creen en su doctrina, colaboran en sus obras...4. Es evidente que al comienzo del tercer milenio ningún miembro de la Iglesia Católica podría aventurarse a pronunciar tales palabras con tal seguridad. No sabemos con exactitud cuál es el porcentaje de protestantes en la población guatemalteca. Hace muchos años que se empezó a hablar del 30% y aunque no se haya alcanzado la cifra del 50%, meta del evangelismo para Guatemala en el año 2000, son muchos los que hablan en la calle de un porcentaje que rozaría el 40% de la población del país. Este juego de estadísticas muy probablemente no responde a la realidad. David Stoll, basado en cifras de la Cruzada Mundial de Evangelización, calculó que para 1985 la población protestante de Guatemala habría llegado al 18.9%, con una tasa de crecimiento de 6.7% anual entre 1960 y 19855. Es probable que al comienzo del milenio el protestantismo en Guatemala haya alcanzado un 25% de la población, como promedio, y que en no pocos lugares del país, como el departamento de Escuintla en la Costa Sur o en algunos lugares del Altiplano Occidental sobrepase el 30% y a veces (según algunas observaciones, en Santa María Chiquimula) llegue hasta el 60%.


Muy al contrario que en 1879, cuando la Constitución liberal declaró la libertad de cultos y el Presidente Barrios facilitó la entrada a Guatemala de los Presbiterianos, todo con el fin de abatir la capacidad de competencia de la Jerarquía Católica contra sus reformas, las confesiones protestantes históricas han quedado reducidas hoy a una pequeña minoría al lado de las Pentecostales y Neopentecostales. La política de modernización de Barrios y sus amigos cafetaleros -de la cual la política de puertas abiertas al protestantismo fue sólo una mínima parte- tuvo un costo tremendo para los pueblos indígenas, despojándolos de la mayoría de sus tierras ejidales y comunales y lanzándolos al mercado sin protección alguna, ni la del Estado ni la de las congregaciones religiosas expulsadas. También al final del siglo XX la política de los militares de sostenimiento del capitalismo atrasado guatemalteco a costa de arrasar y masacrar todas las poblaciones de posible apoyo al movimiento revolucionario, y especialmente las indígenas, creó una cultura del terror dentro de la cual proliferaron los movimientos religiosos pentecostales, sobre todo los evangélicos, pero también los católicos. Al final del siglo XIX religiosas (menos las Hermanas de la Caridad), religiosos y arzobispos fueron expulsados de Guatemala. Al final del siglo XX, si bien se acudió también a la expulsión, las drásticas decisiones llegaron hasta el asesinato no sólo de sacerdotes, religiosos y religiosas sino incluso de laicos y laicas de los movimientos de Acción Católica y también de algunos evangélicos comprometidos con la lucha por la justicia.


Al comienzo de los años 40 el porcentaje de población evangélica en Guatemala era a penas del 2%. Medio siglo más tarde, y especialmente desde el terremoto de 1976, un enorme crecimiento hace que alcance –como hemos dicho- al menos un 25%. Desde el campo católico abundan los intentos de explicar este fenómeno en términos de una política de estado canalizada por el ejército, que percibiría a la Iglesia Católica como un peligro, cuando la ve optar por los más pobres y denunciar las condiciones de injusticia social y de represión política. Además, esa política habría estado reforzada por el apoyo tanto privado como gubernamental desde los Estados Unidos: desde las “láminas por conversión” en tiempos del terremoto, y luego el vehículo o la tienda o el salario de lo que hubiera sido una temporada en la costa, hasta la capilla construida “en nombre del Señor Comandante” ya en tiempos de la guerra. De fondo, por otro lado, está la percepción de que lo único que une a los grupos fundamentalistas y pentecostales evangélicos, mal llamados sectas, es el odio común a la Iglesia Católica.


Sin embargo, más que en términos de iglesias y sectas, es importante tal vez tratar de explicar este impresionante auge en términos de iglesias y movimientos religiosos, que son al mismo tiempo una especie de movimientos sociales6. Esos movimientos religiosos, de carácter social, se dan en el contexto de la sociedad guatemalteca que ha experimentado un ritmo de cambio acelerado y múltiple durante el último medio siglo, un cambio incomparablemente mayor y diferente de todo lo que experimentó en los cuatro siglos y medio anteriores. Fue posible este auge -afirma una autora- por “el carácter asistencial (anímico, social, económico) que prestan las iglesias evangélicas”7. Otra autora afirma casi lo mismo: el auge pentecostal evangélico sería una respuesta de búsqueda de identidad segura y reconfortante en el marco de una época de cambio tan acelerado y a veces cataclísmico que pone en duda las identidades tradicionales:


Un nuevo tipo de identidad poseyó poco atractivo mientras lo que denominamos...’comunidad tradicional’ permaneció más o menos intacta: Pero cuando ese centro de vida y convivencia comenzó a ceder a través de procesos erosionantes de ‘desarrollo’, migración y guerra, muchas creencias, prácticas e instituciones que configuraban la identidad cedieron también con él. Al menos en parte, el intento de recrear una cierta medida de orden, identidad y pertenencia, es lo que ha motivado a tanta gente en los años recientes a volverse hacia el protestantismo8


El sociólogo Manuel Castells ha mostrado en una investigación de alcance mundial lo que la investigación recién mencionada cree hallar en el caso de Guatemala. Estudia los fundamentalismos, islámico y cristiano (evangélico), y los explica como “paraísos comunales” en medio de una sociedad globalizada por las redes de la era de la información. A partir de los fracasos del capitalismo, del socialismo y del nacionalismo en el mundo islámico, se perfila “un proyecto fundamentalista islámico” como identidad de resistencia contra ellos. No se trata de un “retorno a la tradición”, sino de una “elaboración de los materiales tradicionales para formar un nuevo mundo divino y comunal, donde las masas desposeídas y los intelectuales desafectos puedan reconstruir el sentido de una alternativa global al orden global exclusionista”9. Las grandes amenazas contra las que se reacciona en el fundamentalismo cristiano, que Castells estudia en los Estados Unidos, son la globalización (el control del país por los órganos de gobierno mundial –recuérdese la batalla de Seattle contra la OMC a fines de 1999-) y la destrucción del patriarcado familiar. También en Guatemala podemos traducir el miedo a la globalización como temor a la amenaza de la invasión del hogar por las exigencias del reclutamiento militar selectivo, de los movimientos revolucionarios, o de los órganos fiscales del Estado, decisiones nacionales eslabonadas con organizaciones o ideologías mundiales. El debate sobre el patriarcado está presente también en nuestro país, donde tantos hogares están divididos por el alcoholismo, que si se supera radicalmente permite la vuelta al hogar unido patriarcal donde el varón recobra su respeto perdido. Pero, dice Castells: “Hay algo más (que la defensa de los privilegios de los varones)compartido por hombres, mujeres y niños. Un miedo profundamente asentado a lo desconocido, que se vuelve más amedrentador cuando tiene que ver con la base cotidiana de la vida personal10.


Hablando, finalmente del pentecostalismo católico, es decir del movimiento de Renovación Carismática, hay sociólogos que lo ubican en el contexto de una “religión de perfeccionamiento”, interiorista pero volcada hacia el logro individual, en cuanto contrapuesta como tipo ideal weberiano a una “religión de redención”, exteriorista y volcada hacia las esperanzas mesiánicas. Desde el campo católico se intentaría responder con la Renovación Carismática a lo que es la corriente de la “Nueva Era” en la espiritualidad global actual. Religión de la interiorización contrapuesta a la religión del mesianismo, la Renovación Carismática sería un contrapunto dialéctico respecto de las Comunidades de Base o la Acción Católica, dentro del mismo Catolicismo; de ninguna manera habría que tratarla como una herejía11.

 

Por otro lado, cuando hablamos de los movimientos pentecostales o neopentecostales, se trata de los únicos movimientos sociales que se han revelado como permisibles en un tiempo –el que media entre el 54 y el 96- en que los movimientos sindicales, los movimientos campesinos, los movimientos indígenas, los movimientos políticos socialdemócratas, los movimientos revolucionarios y los movimientos religiosos católicos de base, todos ellos agentes de un intento de profundo cambio social, fueron progresiva y sistemáticamente perseguidos, diezmados e incluso arrasados y masacrados. Esta realidad intransigente es la que llevó a personas laicas y también a algunos sacerdotes y religiosas a dejar el, para ellos y ellas, callejón sin salida de la vida pública e incorporarse a movimientos guerrilleros clandestinos. Y también en ese contexto, “el terror...se volvió uno de los factores endógenos que contribuyeron al crecimiento del pentecostalismo”12. No parece alejada de la realidad la opinión siguiente: “Es más que probable que de no fomentar una ideología de sumisión al poder establecido, las sociedades religiosas no lograrían prosperar en un contexto político de permanente sospecha hacia cualquier forma de organización popular”13. La sumisión es además desinterés por intervenir en la sociedad cuando hablamos de movimientos pentecostales entre los pobres. Basta el “paraíso comunal”. Cuando, en cambio, hablamos de movimientos neopentecostales, estilo Verbo, Elim, o Shaddai, a los que se adhieren miembros de clases medias altas, incluidos oficiales del Ejército, el “paraíso comunal” no basta y se intenta participar en la mejora de la sociedad guatemalteca, si bien los intentos de los grupos alrededor de Ríos Montt o de Serrano Elías hayan resultado trágicos o grotescos.


Es evidente, pues, que hoy en Guatemala la Iglesia Católica tiene que convivir con un pluralismo religioso ya muy enraizado. Y esto, aunque no hayamos dicho nada sobre la revitalización de la religión maya o sobre el proceso de secularización en las ciudades, sobre todo en la Ciudad Capital, con su secuela del aumento de gente que se vuelve indiferente o agnóstica, y a veces permanece religiosa o creyente pero sin interés ni confianza en las iglesias14. A mi modo de ver el pluralismo religioso es el proceso de cambio más importante –por eso le he dedicado más espacio aquí-, al que más creativamente debe irse ajustando la Iglesia, y el que está más pendiente. Lo ideal sería que eso se hiciera en el contexto de un respetuoso e inteligente ecumenismo. Y sobre todo, dando el ejemplo, al interior de sí misma, de una convivencia fructífera de sus corrientes carismáticas con sus corrientes mesiánicas. No cabe duda de que esto se hará tanto mejor cuanto más ocupe Jesucristo el centro del interés y se vuelva la Iglesia menos eclesiocéntrica. Será posible entonces redescubrir el ímpetu de encarnación para la salvación del mundo que movió a nuestro Dios Trinitario a hacer que el Verbo se hiciera carne y acampara entre nosotros (Jn 1, 14), haciéndose de verdad “uno de tantos” (Fil 2, 7).


Obispos diferentes, un liderazgo martirial y su impacto político


Desde la Revolución del 44 las tres diócesis que había en Guatemala se han convertido en doce, a las que se les añaden otras dos que son sólo “Administraciones Apostólicas”. En lugar de tres obispos titulares más tres auxiliares entonces, en Guatemala hay hoy trece obispos titulares, dos de los cuales son arzobispos (no son 14 porque está vacante la sede de Zacapa-Esquipulas), y además un obispo coadjutor con derecho a sucesión y dos obispos auxiliares. En algo más de medio siglo el número de obispos casi se ha triplicado. Hasta 1996 había en el país un solo arzobispo al frente de una única provincia eclesiástica. Desde 1996 hay dos provincias eclesiásticas, la de Guatemala y la de Los Altos, con dos arzobispos. Antes de la Revolución del 44 rara vez actuaban o se expresaban en conjunto los tres obispos titulares, incluido el Arzobispo –hay algún documento firmado por los tres desde los años 30-, y nadie discutía el liderazgo del arzobispo de Guatemala. Desde los años 50 van dándose reuniones de todos los obispos sin que todavía exista jurídicamente una Conferencia Episcopal de Guatemala. Entre 1958 y 1960 se organiza la CEG con sus estatutos propios y es electo el arzobispo de Guatemala, Mons. Mariano Rosell y Arellano como primer Presidente.


La creación de la Conferencia Episcopal de Guatemala lleva consigo una difusión importante del liderazgo de la Iglesia Católica en el país. Ya no es necesariamente el arzobispo de Guatemala quien lo ejerce, sino que la misma CEG va poco a poco asumiendo su papel de cuerpo colegiado y tomando responsabilidades de liderazgo. Esta situación llega a su culminación en el periodo del post terremoto, cuando los obispos redactan la carta pastoral “Unidos en la Esperanza” que, por su valentía en el análisis del país, por su interpretación teológica de lo sucedido –que se aparta del simplismo de “castigo de Dios”, que fue la expresión del Cardenal Arzobispo Mario Casariego-, y por su convocatoria a la esperanza solidaria, igualó en fama a las incisivas cartas pastorales del arzobispo Rosell durante la década revolucionaria. La difusión del liderazgo se hizo patente en el hecho de que el Cardenal Casariego no firmó la Carta Pastoral. Evidentemente la CEG se distanciaba del tipo de política eclesiástica del arzobispo de Guatemala, cuya prioridad era no disgustar públicamente al gobierno y llegar con él a soluciones pactadas. Obispos como Gerardo Flores, en Izabal y luego en la Verapaz, Juan Gerardi en la Verapaz y luego en El Quiché, Constantino Luna y Rodolfo Quezada en Zacapa, Víctor Hugo Martínez en Huehuetenango y Luis Manresa en Quetzaltenango iban surgiendo como líderes de esta nueva manera de impulsar a la Iglesia. Muchas congregaciones religiosas ingresaron al país, el Seminario interdiocesano se iba llenando de candidatos al sacerdocio y se iba superando poco a poco la situación de escasez de sacerdotes de la que ya hablamos. Además, algunos obispos siguieron enviando seminaristas a otros seminarios de Centroamérica y también algunos a Roma15.


Los obispos guatemaltecos participaron ya en la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968). Su participación debió ser importante porque pronto fue electo el obispo jesuita Luis Manresa, de Quetzaltenango, como segundo Vicepresidente del CELAM, una responsabilidad que tuvo que llevar adelante durante dos periodos, formando así parte del Consejo de Presidencia de la Tercera Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla (1979). Fue conocida su profunda diferencia de criterios con el entonces arzobispo de Medellín y secretario general del CELAM, Mons. Alfonso López Trujillo, mientras, en cambio, congeniaba con el Cardenal arzobispo de Fortaleza Aloysio Lohrscheider, presidente del CELAM. De hecho la generación de obispos que ya ha alcanzado la edad de retiro o que está a pocos años de llegar a ella, ha sido notable por su valentía bajo situaciones de mucha presión y angustia, como los años más duros del conflicto armado interno en Guatemala y sobre todo los años del asesinato martirial de tantos líderes y lideresas del laicado católico en Guatemala y de tantos sacerdotes diocesanos y religiosos y alguna religiosa. Los obispos de Guatemala fueron al comienzo de los años 80 el primer episcopado en llamar “mártires” a las víctimas eclesiales de la brutal represión del Estado. Muchos otros ministros eclesiales, religiosos y religiosas, tuvieron que acogerse al exilio después de serias amenazas contra sus vidas. Los obispos han sido asimismo una Conferencia profundamente unida, sobre todo después del fallecimiento del Cardenal Casariego en 1983. Sus documentos sobre el Humanismo y la cuestión del hombre en peligro (1983), en plena persecución y tiempo de martirio, y luego sobre “El Clamor de la Tierra” (1988), “Quinientos Años anunciando el Evangelio” (1992), y “Urge la Paz” (1995), sin mencionar algunos otros, constituyen un testimonio de coraje, seriedad teológica y puesta al día del magisterio ordinario por incidencia en la realidad del país. Fue además muy relevante la participación de los obispos Rodolfo Quezada Toruño (y su sustituto Juan Gerardi) en la Comisión Nacional de Reconciliación y en la Asamblea de la Sociedad Civil, preparando así el ambiente para la paz. El trabajo del obispo del Quiché, Julio Cabrera, para recoger, como secretario de la CEG, todos los documentos episcopales de esta desde 1956, tiene también su correspondencia en su propia diócesis, donde las Asambleas Diocesanas bianuales representan un proceso hacia una “comunión y participación” lema de Puebla- de obispo, ministros, religiosas y laicado, que no se queda sólo en lema o consigna, y donde su colaboración con la exhumación de víctimas en cementerios clandestinos y su posterior inhumanción marca la pastoral con el sello de la misericordia y de la memoria histórica.


Con el asesinato, el 26 de abril de 1998, del obispo Juan Gerardi, a penas 48 horas después de haber puesto en manos del pueblo de Guatemala el ingente esfuerzo de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), un obispo de Guatemala se une a la cadena de pastores mártires, asesinados en América Latina por las dictaduras militares o por los ejércitos. Es la actualización de Mons. Oscar Romero dieciocho años más tarde y de algún modo su centroamericanización. El Informe REMHI, inspirado por Gerardi, fue sin embargo, la obra de innumerables personas del laicado quienes junto con sacerdotes y religiosas se encargaron de recoger los miles de testimonios que forman su base. Sin duda esta participación laical es un legado para el futuro, que abre caminos a un proceso de superación del clericalismo. Tuvo un impacto histórico en el país porque, habiéndose publicado antes que el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico brotada de los Acuerdos de Paz, puso muy alto el listón y creó en la CEH un compromiso de profundizar en su trabajo y producir el magnífico e impresionante informe que es “Guatemala, Memoria del Silencio”, con su señalamiento de la horrible crueldad con que se llevó a cabo la represión estatal y del genocidio perpetrado. La condena en primera instancia de tres militares como parte de los autores intelectuales del crimen contra Gerardi y la apertura de proceso contra varios otros miembros del Estado Mayor Presidencial no tienen precedente en el país. Pero la condena asimismo del sacerdote Mario Orantes, sin que los obispos hayan protestado por ella, verifica la decisión de estos de llegar en la investigación hasta las últimas consecuencias.


Hay una nueva generación de obispos que empieza a tomar la estafeta de manos de los viejos luchadores del Evangelio del Reino de Dios. Algunos como el obispo de Suchitepéquez-Retalhuleu, Pablo Vizcaíno, o el de Petén, Mons. Oscar Vián y el de Sololá, Mons Raúl Martínez, llevan ya varios años en sus diócesis. Otros como el obispo de la Verapaz, Rodolfo Valenzuela, o el coadjutor con derecho a sucesión de Escuintla, Victor Hugo Palma, apenas se han hecho cargo de su servicio episcopal. De ellos y de otros que pronto serán nombrados depende la continuación de este proceso, que, más allá de la continuidad normal, se desarrollará probablemente con bastante creatividad. El gozne entre los más ancianos y la nueva generación lo constituyen los obispos Julio Cabrera de El Quiché y Alvaro Ramazzini de San Marcos, muy conocido por la defensa insobornable del campesinado sin tierra.


Más allá de la protección de los pueblos indígenas


En los años 30 comienza el entonces sacerdote y luego obispo, Rafael González Estrada su ingente esfuerzo de fundación de la Acción Católica Rural, especialmente entre los pueblos indígenas del Occidente. El movimiento de conversiones religiosas que siguió, desde la religión maya en unión sincrética con celebraciones y ritos católicos –sincretismo conocido como “la costumbre”- hacia un catolicismo doctrinaria y sacramentalmente muy exigente, tuvo consecuencias no sólo en el campo religioso sino también en el económico, facilitando la incorporación de muchos comerciantes al capitalismo, y en el político, desligando a los indígenas de su casi obligado seguimiento del gobierno y abriéndolos a adhesiones múltiples entre los partidos políticos16.


El arzobispo Rosell en los años 40 funda dos instituciones educativas para ofrecer oportunidades a jóvenes indígenas de ambos sexos: el Instituto Santiago y el Colegio de Nuestra Señora del Socorro. No cabe la menor duda de que esta iniciativa rompe con la práctica del Estado y de los finqueros, en cuyas manos el Estado dejaba mucho de su obligación de proporcionar educación, de mantener al indígena en situaciones de analfabetismo y de falta de acceso a la educación. Son más de sesenta los grupos de maestros/as que se han graduado de estos institutos, encomendados a congregaciones religiosas por Rosell.


Tal vez, sin embargo, los procesos más importantes de indigenización de la Iglesia Católica han sido el incalculable aumento en el número de catequistas, mujeres y hombres, que han pasado por escuelas parroquiales y diocesanas de formación, así como también el número siempre creciente de sacerdotes indígenas. Todavía, sin embargo, no hay un solo obispo indígena en la CEG.


Los procesos de traducción de la Biblia a las lenguas indígenas van bastante avanzados, aunque las iglesias evangélicas han ido siempre por delante. También se han hecho esfuerzos para traducir transculturalmente todo el ritual de los sacramentos. Los frailes dominicos tienen en Cobán un centro de inculturación de mucha exigencia y rigor y de profundo impacto. En las parroquias de los pueblos del departamento de Totonicapán y en las de El Quiché se ha avanzado también en esta línea.


Otro proceso que se ha dado es la elevación a arzobispado de la diócesis de Los Altos, creando una nueva provincia eclesiástica –la segunda además de Guatemala- con seis diócesis , todas ellas de población sustancialmente indígena: Los Altos (Quetzaltenango y Totonicapán), Huehuetenango, San Marcos, El Quiché, Suchitepéquez-Retalhueleu y Sololá-Chimaltenango. Evidentemente, en términos estructurales, significa esto una decisión de la Iglesia Católica de otorgar una creciente importancia al servicio religioso a los pueblos indígenas. En la capital puede haber hoy intelectuales indígenas que se adhieren a la religión de sus antepasados con una fuerza no sólo afirmativa sino también de contestación hacia la religión católica de los invasores y a la novedad evangelista. Con todo, la fuerza del catolicismo entre los pueblos mayas y la del evangelismo están aún muy arraigadas.


El campo cambiante de la educación católica


Antes de la revolución del 44 prácticamente no existían en Guatemala instituciones católicas de educación. Habían desaparecido con la expulsión de las congregaciones religiosas efectuada por la Reforma Liberal en los años 70 del siglo XIX. La tradición de educación católica fue preservada por algunos colegios llevados por señoras o señoritas de adhesión inquebrantable a la Iglesia católica y de vocación educadora así como por el embozamiento de algunas otras instituciones como el Instituto Belga Guatemalteco de las Hermanas de la Sagrada Familia bajo la hospitalidad de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl y la misma actividad de estas últimas en la Casa Central. Este panorama comenzó a cambiar con la fundación de los Institutos indígenas, que ya mencionamos, así como con la venida de los hermanos Maristas para encargarse del Colegio de Infantes, junto a la catedral. También bajo la protección de uno de esos colegios dirigidos por señoritas comenzó a existir el año de 1952 el Liceo Javier de los Jesuitas.


Hoy es notable la presencia en el campo de la educación de la Iglesia Católica, desde la de los Hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle), en el Instituto Santiago para indígenas de la Capital y en Huehuetenango y Chiquimula además de a través de su obra PRODESA, hasta la de los Hermanos Maristas en el Liceo Guatemala, en Jocotales y con los Niños de la Calle, en Coatepeque y Chimaltenango, la de los Salesianos en Don Bosco y en Cobán, y tantas otras instituciones, la del clero diocesano con el Infantes, y la de los Jesuitas en el Colegio Loyola, en el Rodolfo Robles de Quetzaltenango, en Fe y Alegría y en el IGER. Las congregaciones femeninas también multiplicaron sus servicios y además del Instituto Belga Guatemalteco que se expandió al Internado de Chiantla y a la Operación Uspantán, vinieron las hermanas de Maryknoll con el Monte María, las hermanas de la Asunción con su colegio del mismo nombre, las Oblatas del Sagrado Corazón con el Santa Teresita, las hermanas salesianas de María Auxiliadora, las hermanas dominicas de la Anunciata en el Quiché, y se amplió muchísimo la Casa Central de las Hermanas de la Caridad. Sin duda alguna dejamos de mencionar bastantes otras instituciones educativas en la Capital y en los Departamentos.


Tal vez el hecho más extraordinario fue la fundación de la primera universidad no estatal por laicos y jesuitas en 1961. La Universidad Rafael Landívar, una corporación de utilidad pública más que una universidad “privada”, tuvo que abrirse camino aquí como en otros países de Centroamérica en contra del acendrado presupuesto de que la educación superior era un reducto del progreso que se perdería en favor de “la reacción” si se abría a instituciones diversas de la que, con autonomía especial, funcionaba desde el Estado. Es curioso que no pudo llamarse “Centroamericana” como sí lo pudieron sus instituciones hermanas de Nicaragua y El Salvador, y eso a pesar de que el movimiento pro federación centroamericana tuvo en este país representantes tan poderosos como Justo Rufino Barrios o Carlos Herrera. Valga también recordar que en los años 70 sus directivos, algunos de ellos jesuitas y otros laicos, lucharon con vigor para preservarla de la influencia de otros jesuitas de quienes se desconfiaba por su opción por la Teología de la Liberación y su defensa y promoción de organizaciones populares además de por el peligro de atraer ataques estatales destructivos. Fue parte de divergencias no sin razones. Hoy, después de décadas, han vuelto las aguas a un cauce más tranquilo y una vez más, como en el comienzo, prima la tolerancia por inclinaciones ideológicas diferentes académicamente bien sustentadas. Aunque la URL fue concebida como universidad de inspiración cristiana y no como universidad “pontificia”, dependiente jurídicamente de la Congregación de la Educación Católica en el Vaticano, sin embargo su imagen es de una universidad católica. Ha sido importante su expansión en numerosas sedes departamentales principiando por las Facultades de Quetzaltenango. También la comunidad evangélica de Guatemala fundó su propia universidad, consagrándola con el nombre de Mariano Gálvez, predecesor liberal del Presidente que abrió las puertas del país al Protestantismo, Justo Rufino Barrios.


Muchos otros procesos de cambio podrían ilustrarse para concretar a esta Iglesia en estado de cambio. Por ejemplo, el que determinó el nombramiento de los Nuncios, de los cuales Oriano Quilici en los 80 tuvo una actuación tan benéfica, el que llevó al nacimiento de la ODHA y de esta misma revista “Voces del Tiempo” o de los seminarios de análisis religioso-social llevados adelante por gente del laicado, el que llevó a la fundación de no pocas emisoras católicas de radio, el que multiplicó los movimientos laicales o los ministerios de predicación laical, el que desataron las dos presencias del Papa en el país, etc. Y además está la saga de los Misioneros/as de Scheut en Escuintla y Cobán, de los Maryknoll en Huehuetenango y el Ixcán, de los Misioneros del Corazón de Jesús en El Quiché, de los Franciscanos en Totonicapán, en San Marcos y en tantos otros lugares, de los Dominicos y Salesianos en la Verapaz, de los sacerdotes del IEME en El Petén, de los Paulinos en la Capital y por todo el país, del Opus Dei con sus residencias universitarias y su parroquia de Santa María de la Paz en la capital y su fuerte presencia en la diócesis de Sololá etc., etc. Los cuatro procesos que hemos examinado nos parecen algunos de los principales, aunque también los hemos seleccionado por conocerlos algo mejor. Sin duda, la Iglesia Católica en Guatemala va a continuar en estado de cambio –evolutivo o involutivo, es difícil de predecir-, pues ese es el estado de toda la Iglesia desde el Concilio Vaticano II (1962-65).
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1 Ya en la Constituyente de 1945, no pocos diputados conservadores defendieron posiciones favorables a la Iglesia Católica.

2 Juventud Universitaria Católica, asociación fundada y alentada por el P. Carmelo Sáenz de Santa María, S.J.

3 Bendaña, Ricardo; La Iglesia en Guatemala, Guatemala, Artemis-Edinter, 1996, p. 116. Si, basados en las cifras del censo de población de Guatemala en 1950, suponemos para 1942 una población aproximada de 2.500.000 habitantes, eso significaría que cada sacerdote debería preocuparse aproximadamente de 22.000 personas (incluidas las pertenecientes a denominaciones protestantes y a la religión costumbrista). Lamentablemente no hemos podido utilizar el segundo tomo, de Ricardo Bendaña, de historia de la Iglesia (historia reciente hasta nuestros días), apenas en proceso de publicación.

4 Bendaña, Ricardo; La Iglesia..., op.cit., pág. 130.

5 Citado por Virginia Garrard-Burnett, Protestantism in Guatemala, Austin, University of Texas Press, 1998, pág. 122, n. 7 (ver pág. 193). Es verdad que la misma autora indica que para 1982 la tasa anual de crecimiento de las conversiones al protestantismo había alcanzado una cifra de 23.6%, casi 4 veces lo que había sido 10 años antes.

6 Es conocido el énfasis del teólogo y sociólog P. José Comblin sobre la floración de movimientos sociales dentro del catolicismo actual (la Acción Católica, la Legión de María, los Cursillos de Cristiandad, el Neocatecumenado, el Movimiento Familiar Cristiano, las Comunidades Eclesiales de Base, la Renovación Carismática, Comunión y Liberación, los Foccolari,etc.). Con excepción de las ramas obrera, rural, y universitaria de la Acción Católica y de las Comunidades Eclesiales de Base, los demás movimientos han sido expresiones globalizadas de movimientos de clase media urbana nacidos en el Norte. Cf. también Cantón Delgado, Manuela; Bautizados en Fuego, La Antigua, CIRMA, 1998, pág. 270.

7 Cantón Delgado, Manuela; Bautizados..., op. cit., pág. 275.

8 Garrard-Burnett (ver nota 3 arriba), pág. XIII. Traducción mía.

9 Castells, Manuel; La Era de la Información: Economía, Sociedad y Cultura, Vol II “El Poder de la Identidad”, México, Siglo XXI, pp. 42-43 (ver el contexto en pp. 27-90; especialmente 27-49).

10 Castells, Manuel; La Era..., op. cit., pp.45-49.

11 Ribeiro de Oliveira, Pedro A.; O Catolicismo: Das CEBs à Renovaçao Carismática. (sólo lo pude ver en fotocopia de la Revista Eclesiástica Brasileira, sin más datos).

12 Cantón Delgado, Manuela; Bautizados...,op.cit., pág. 276.

13 Ibid., p. 275.

14 Una encuesta nacional de opinión pública (Noguera) halla en octubre de este año que a un 62% le parecen confiables los obispos y sacerdotes católicos, mientras que a un 58% los ministros evangélicos. Pero todos los medios de comunicación y los empresarios alcanzan mayores cifras de confiabilidad, entre 85% y 69%.

15 No he encontrado cifras exactas para el número de sacerdotes hoy en Guatemala. Algunos conocedores me hablan de aproximadamente 800 (dentro de los cuales la proporción de nativos guatemaltecos es mucho mayor que en los años 40). Si pensamos hoy en aproximadamente once millones y medio de personas guatemaltecas, esto daría un total de 14.375 por cada sacerdote, evidente mejoría con respecto a los datos de los años 40 (ver nota 2).

16 Falla, Ricardo; Quiché Rebelde, Guatemala, Editorial Universitaria, 1978. Falla estudia este proceso de conversiones religiosas y sus consecuencias –fenómeno de auténtica rebeldía- con la metodología antropológica en el pueblo de San Antonio Ilotenango, El Quiché.