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Gentileza de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

DISCERNIMIENTO CRISTIANO DE LAS FORMAS AMBIENTALES DE RELIGIÓN

 

Pedro Trigo

 

 

El ambiente religioso de principios de siglo está notablemente refractado. Es cierto que todavía podemos considerar a América Latina como un continente fundamentalmente cristiano y aun católico; pero también lo es que ya se rompió la homogeneidad de antaño, que ahora incluso el catolicismo se vive de maneras muy variadas, por supuesto el cristianismo, y además existe una gama muy extensa de formas religiosas, además de que se ha hecho socialmente significativo el indiferentismo, aunque no el ateísmo. Tal vez sea más decisivo todavía el hecho de la distancia casi abismal entre las distintas formas de vivir el catolicismo, una distancia sin duda mayor que entre algunas de ellas y otras cristianas no católicas e incluso tal vez otras formas religiosas no cristianas.

El presente estudio sólo pretende se una exploración inicial sobre cuatro de ellas acompañada de una reflexión sobre ellas desde lo que pienso que es lo medular cristiano. Quisiera completarlo con la referencia a otras formas. Pero quiero expresar que el esfuerzo de ponerme en el lugar de esas personas ha sido para mí fuente de alegría y que estoy realmente agradecido de este intento, que todavía está en una fase preliminar.

 

1 RELIGARSE AL MISTERIO PRIMORDIAL EN LA COMUNIÓN CATÓLICA

 

1.1 FENOMENOLOGÍA

 

Dios tiene que ver con mi pasado, que es también el de la comunidad a la que de algún modo pertenezco. No el pasado como lo que ya murió sino como aquello en lo que estoy arraigado, de lo que provengo, que da peso y en último término dirección y destino a mi vida. Dios no tiene que ver con este mundo, con estas reglas de juego: con la capacitación, la competencia, la lucha por mantenerse a flote en el mercado, con el consumo. Todo esto es plano, carece de profundidad; y no pocas veces es también sórdido y despiadado. Pero también produce riqueza y bienestar social. Es un mundo de vida, no sólo un medio para vivir. Uno pertenece a este mundo y no hay que gastar energías en imaginar otras posibilidades ni en lamentar sus efectos negativos. Uno tiene que vivir y sacar el mayor provecho posible.

Pero es cierto que este mundo, esta figura histórica, no es todo, no llena todo lo que uno es. Incluso es cierto que, si uno lo asumiera como todo lo que da de sí la realidad y el ser humano, acabaría por deshumanizarse. Por eso es una gracia que a uno lo hayan iniciado de niño en la religión católica, que lo hayan anclado en Dios y su mundo. Dios es ese misterio en que la realidad y nosotros en ella estamos fundados. Un misterio que está más allá de nuestra comprensión, que no es aprehensible por la ciencia ni por la técnica, que no es objetivable; pero que desde nuestra tradición cristiana se nos ha revelado como un misterio de condescendencia, es decir un misterio que se hace accesible a nosotros sin perder la indisponibilidad y la trascendencia; un misterio de misericordia y de perdón; en definitiva un misterio de amor que se da como vida, que mueve la creación y la historia y que quiere realizarse como comunión. Jesús de Nazaret es para nosotros esa presencia humanada de Dios y es también la cifra de la humanidad que acepta este designio de comunión y vive su realidad terrena, mundana, anclado siempre en Dios, como un verdadero hijo suyo.

Uno no se la pasa en la iglesia y no sigue tampoco de cerca lo que dicen los curas y desde luego que no pertenece a asociaciones o movimientos de la Iglesia. Pero a uno le gusta bautizar a sus hijos como lo hicieron con él y que hagan la primera comunión y enterrar a sus muertos. Todo esto se quiere que sea en la Iglesia y como Dios manda. Uno acude al cura con libertad y con aire de familia y lo que más desea es que se produzca un verdadero encuentro: que él entienda la situación, que la valore, que acoja la demanda y que la ceremonia sea digna y hermosa, que en ella él evoque ese misterio trascendente y condescendiente y que los ritos milenarios lo hagan misteriosamente presente. No es el momento de increpar a nadie ni de poner por delante a la institución eclesiástica. Lo que uno busca es que lo remitan a Dios y a su mundo, que le hagan gustar que esta vida, al parecer tan comercializada, es en el fondo gratuidad y amor, que un nacimiento es un don divino, que la muerte no es el final de camino, y que al salir en la pubertad de la familia uno no sale a un mundo hostil sino a comulgar con ese misterio de vida digna que late en todo. Uno acepta que le recuerden que al caminar por terrenos pantanosos se mancha a veces los pies y la ropa y hasta puede que el corazón, y que por eso es conveniente examinarse y encontrar alternativas para no perder el alma.

También se desea participar de fiestas locales y solemnizar religiosamente acontecimientos del país, de la ciudad, del trabajo, del vecindario, de grupos a los que se pertenece. Todo tiene ese mismo sentido de remitir a ese trasmundo que da peso a la vida y que al anclarlo a uno en lo valioso, impide que se extravíe, que se deshumanice, porque ¿qué dará uno a cambio de su alma, si la ha perdido?

Estos actos sacramentales posibilitan que también a veces en la cotidianidad uno pueda echarle cabeza a todo esto, volver sobre sí, mantener ciertos sentimientos básicos y obrar dentro de ciertos límites, mantener ciertas conversaciones sobre estos tópicos y hasta de vez en cuando tener vivencias reales de ese misterio que se desvela un poquito en esta vida inhóspita.

Uno no quisiera ir más allá, porque entonces todo se complica excesivamente, se pierde la armonía y al invadir lo sagrado excesivamente los diversos ámbitos de la vida como que se rompe el equilibrio, todo se cuestiona y uno cae en la angustia por lo que está viviendo y en la perplejidad porque no ve posibilidad de vivir de otro modo en este mundo. No parece, pues, sensato extralimitarse. Pero menos lo es aún el romper el cordón umbilical, romper con la tradición, con la historia a la que uno pertenece. Se queda sin lastre, sin cuerpo, sin entidad, a merced de cualquier viento. Uno no quiere para sí ni para los suyos esta pérdida de peso específico y trata sin aspavientos ni extremismos pero con verdad y convicción de mantener esa relación con el misterio ancestral, que es la fuente de la vida, de la pertenencia, de la comunión, de la dignidad y del destino.

No es que a uno le resulte fácil vivir esta relación con el mundo de lo divino en la religión católica, tal como está la institución eclesiástica actual. La dificultad ambiental la da uno por descontada y se prepara para ir viviendo sin división interior. No es fácil, pero Dios va dando arte, una manera discreta y eficaz de sabiduría para nadar y guardar la ropa, para jugar este juego sacándole lo bueno que tiene y minimizando sus evidentes negatividades. También uno sabe que hay complicidades internas y que uno tiene que hacer con uno mismo una labor de ingeniería para cambiar algunas tendencias que pueden echarlo todo a rodar y para tener paciencia con otras sufriéndolas con elegancia. La misma paciencia está dispuesto uno a tener con los curas porque acepta de entrada que nadie es perfecto.

El problema está en lo que percibe como error de enfoque, de planteamiento. Unos curas, más de lo que uno estaría dispuesto a admitir, no parecen tener este sentido de lo sagrado. No se les ve ese peso que da el estar religado al mundo divino. Se les ve como funcionarios que en el mejor de los casos realizan las ceremonias correctamente y en el peor no llegan al mínimo o afectan un tono sacral que evidencia el vacío más lastimosamente. En el contacto previo con ellos en orden a la ceremonia no hay una relación personal sino la escueta exposición de la normativa, aderezada a veces por algunas alusiones estereotipadas al acontecimiento. Otros sí parecen estar realmente interesados en lo que se les demanda. Pero daría la impresión de que ellos son sus dueños. Piden demasiados requisitos y hacen ver de modo demasiado drástico que los demandantes tienen que hacer un camino muy exigente para ponerse a la altura. O piden una adscripción regular a la comunidad cristiana o un cúmulo de actitudes en la vida profesional y ciudadana que en las circunstancias en las que se les piden no parece posible cumplir.

En ambos casos se produce un desencuentro doloroso. Uno va a la casa de sus antepasados, a la casa de su estirpe, espera el reconocimiento familiar y la acogida, ya que uno va como uno de ese nosotros, como un miembro de esa comunión católica que se extiende en el espacio y en el tiempo, y o encuentra que la casa está vacía, que ya no la habita el misterio y que por consiguiente ya no existen lazos o encuentra que los lazos son demasiado rígidos y restrictivos, poco ecuménicos; encuentra que el nosotros que el cura representa casi lo considera a uno como otro o está dispuesto a admitirlo, pero no como es sino con muchas condiciones. No le presenta un horizonte para que él lo desee y se vaya animando a caminar en él sino algo que se parece más a un peaje, a unos requisitos, a una disciplina de partido. En el primer caso siente dolor e indignación porque palpa que el templo sagrado está en manos de mercenarios. En el segundo, siente resentimiento por lo que capta como sectarismo excluyente.

Hay gente que, desanimada por sucesivas experiencia negativas, se va retrayendo, aunque siente con dolor que se le esfuma esta dimensión valiosa. Otros van tanteando hasta lograr referencias más positivas que les conforten y así alimenten esta vivencia del misterio divino en la comunión católica.

 

1.2 DISCERNIMIENTO

 

¿Cómo discernir esta experiencia? Primero hay que decir que es la experiencia de católicos latinoamericanos que se consideran tradicionales. Pueden pertenecer a la clase criolla, la de los peninsulares que se afincaron en la colonia en este continente y construyeron lo que hoy se llama por eso América Latina. Pero también son gente de pueblo arraigada en sus lugares y aun personas de las que llamamos pobres pero honrados, es decir con un sentido de sí mismos y del destino de su vida en este mundo. Si son tradicionales no son tradicionalistas, que son los que, desconociendo el sentido histórico de la tradición, absolutizan el cristianismo preconciliar. Tampoco tradicionales equivale a lo que se llama en política conservadores, ya que no es lo mismo el empeño por conservar la religación al misterio que el afán por mantener un orden social injusto y poco dinámico. Puede ser gente abierta, sanamente progresista, aunque otros viven sin más el juego establecido, pero desde la reserva de su referencia trascendente ancestral.

Este modo de relacionarse con Dios ha soportado la prueba de la secularización de los 60 y 70. Por tanto ha mostrado que puede convivir con la secularización sin desgastarse; más aún ha evidenciado que la secularización lo exige, es decir que están dispuestos a asumirla a fondo, pero no sólo sin renunciar a esta religación ancestral sino a partir de ella. Ha influido la inercia y en algunas regiones la presión social. Ciertamente que en Venezuela, y pienso que en la mayor parte de América Latina, ha sido fundamentalmente una decisión libre que se ha ido fortaleciendo con el paso del tiempo. No es vivida como un remanente del pasado sino como parte de la construcción de su identidad actual. Además no se reduce a la generación que hizo el cambio sino también han participado de ella dos generaciones posteriores. Esto significa que en un tiempo signado por la solución de continuidad entre las generaciones hay un grupo significativo de latinoamericanos, minoritario pero no ciertamente excepcional, que sí han sido capaces de transmitir a sus hijos ese horizonte suyo.

 

A esta experiencia hay que mirarla con respeto. En ella hay sin duda un núcleo valioso. Hay, pues, que reconocer ese núcleo y partir de él para que dé completamente de sí hasta, tal vez, sobrepasarse. En primer lugar quiero expresar que este tipo de religiosidad, tanto por el lugar donde ha nacido, como por el modo como se conceptualiza, como por sus expresiones simbólicas, como por la identidad desde la que se la vive es inequívocamente católica. Como actitud de fondo nada tiene que ver con el sincretismo ambiental, aunque puedan coincidir algunas expresiones aisladas. Son dos constelaciones. Esta vivencia del Dios del nuestros padres se asume como algo recibido, no como algo aleatorio que yo construyo según mis preferencias. Ahora bien, esta referencia fundante en la que los antepasados vivieron, siendo su patrimonio más sagrado, no fue creada por ellos. Por el contrario, ellos la vivieron como gracia dada a ellos por Dios, como condescendencia de Dios de revelarse a ellos y ligarse para siempre a ellos misericordiosamente. De ese modo, aunque se reconocía como algo ligado a la tierra de los padres a través de una larga historia con innumerables manifestaciones culturales que funcionaron como respuesta y expresión propia de la relación con él, se sabía siempre que la iniciativa pertenecía a Dios y que él seguía siendo misterio cuando se revelaba. Y así, Jesús es de ellos a través de imágenes, santuarios, fiestas y una comunicación que ha hecho historia; pero es de ellos porque es de Dios, porque nos trasciende. Y lo mismo podemos decir de su madre María y de los santos, que son nuestros, pero no expresión de nosotros, de nuestra historia y cultura sino don de Dios para nosotros y que desde esa trascendencia abren nuestras vidas y nuestra historia. Es cierto que a veces puede llegar a pensarse que esas imágenes veneradas son los paisanos más ilustres. Pero quienes viven el Dios de nuestros padres como lo hemos indicado, están dispuestos a reconocer que no es así e incluso que es mejor que no sea así, que se conserve la trascendencia, ya que esa distancia en la cercanía, aunque es motivo de dolor, también es fuente de apertura humana y dinamismo.

El discernimiento se da en la práctica espiritual; por eso tenemos que preguntarnos cómo llevarla a cabo para que dé frutos. Ayuda mucho como punto de partida, no sólo que el agente pastoral o el acompañante espiritual reconozca el núcleo valioso de esta manera de situarse ante Dios sino que lo reconozca también en sí mismo, que lo recupere si lo ha ladeado o perdido o que se asome a él por la simpatía hasta hacerlo de alguna manera suyo. Esto implica una relación con Dios en el marco de una historia, de un pueblo, de una comunidad humana y en definitiva de toda la humanidad y de toda la creación. Desde otra perspectiva implica una manera de vivir en la Iglesia y en la humanidad, que desde sus diversas especificaciones remite efectivamente al Dios que las funda y las encamina hacia sí.

Hay que decir que ligar la relación con Dios a la historia concreta de la que formamos parte, aunque trascendente a ella, y a la existencia de la humanidad y a su destino no es lo que favorece la dirección dominante de esta figura histórica; menos aún forma parte de la cultura dominante considerar que la humanidad y la creación están ancladas en el misterio y caminan a él. Con dolor también debo decir que la vivencia que se propicia en la Iglesia establecida no es la de una Iglesia remitida al misterio y que por eso busca trasuntarlo.

Por eso elegir esta vivencia de Dios es de un ejercicio de libertad, un principio de genuinidad y una manifestación de trascendencia. Si lo que se promociona es un dios mercancía al arbitrio de las preferencias de cada individuo; si el ser humano que postulan las corporaciones transnacionales es un individuo sin ninguna relación constituyente sino que se constituye por el estatus en el mercado de trabajo y por la satisfacción de sus preferencias que le posibilita la inserción en él; si la humanidad que se tiene en mente es una abstracción, es decir una mera sumatoria de individuos, sin verdadera historia que marque fidelidades, sin destino que haga concebir responsabilidades sino atenida a un presente que se expande; si la tierra y el universo están degradados a mera cantera de recursos sin ninguna comunión de origen ni fin, la propuesta de religarse al Dios de nuestros padres, creador del universo, solidario de la humanidad y en definitiva fin de todo es una propuesta inasimilable para el establecimiento y un principio de humanización que tiende a contrarrestar los efectos más deletéreos de la propuesta de las corporaciones trasnacionales. Mientras se mantenga esa referencia trascendente, se conserva una verdadera exterioridad al sistema: uno no ha vendido el alma. Esto hay que valorarlo muchísimo. Y por eso hay que cultivarlo, porque es cierto que se mantiene a contracorriente, en una tensión objetiva con la participación en esta figura histórica.

 

¿Qué significa cultivarlo? Un aspecto bastante englobante es desburocratizar las relaciones de los curas con el resto de los cristianos. Éstos no pueden tener la impresión de que entran a una oficina del gobierno a cumplir unos trámites. No puede prevalecer la lógica institucional. De ningún modo estamos sugiriendo que, como en las oficinas que venden servicios ateniéndose a los requerimientos de un mercado muy exigente, los curas que están dentro del mostrador internalicen técnicas de relaciones humanas que le hagan sentir bien al cliente y lo enganchen con la compañía. Estamos proponiendo que esas relaciones sean expresión de la comunión católica. Que el cura se sitúe de entrada ante un condiscípulo, ante un convocado, ante un miembro del cuerpo de Cristo, ante un hermano en la fe. Alguien que viene a su propia casa, alguien a cuyo servicio está el presbítero. Él no es el dueño del negocio que pone las condiciones según su conveniencia o su entender. Él está comisionado por Dios para estimular la fe de los creyentes, sirviéndola desde donde cada uno es llevado por el Espíritu. El cura debe poner toda su atención en percibir el movimiento del Espíritu en él para compasarse a él sin querer cambiarle de dirección ni anticipársele. Por eso tienen que ser encuentros en libertad, en los que tiene que quedar claro que la Iglesia en concreto está para el bien de los cristianos y que ese bien no lo posee el cura de un modo objetivado sino que se realiza en la obediencia al impulso del Espíritu en cada persona desde la obediencia al Espíritu en él mismo.

Para que el cura esté en esta tónica se requiere ante todo que la cultive en él mismo, lo que exige un tiempo diario y una actitud habitual. Pero también requiere que considere que este contacto con la gente es prioritario, que no es un trámite burocrático que puede dejarse en manos de otra persona. Tal vez puede haber otra persona para las últimas formalidades, pero el contacto personal tiene que extenderse todo lo que dé de sí. Esto implica que no puede ocupar su tiempo en otros menesteres de manera que esta relación tenga que ser apresurada.

Naturalmente que si este contacto ha ocurrido con motivo de un rito de pasaje o de los preparativos de una fiesta cristiana o de la celebración religiosa de algún acto memorable, una vez establecido el puente, pueden darse encuentros por motivos más personales, y sería deseable que así ocurriera, no sólo ante problemas sino ante llamados a profundizar en la vivencia cristiana.

El segundo aspecto se refiere a las ceremonias religiosas. Es imprescindible que el culto cristiano vuelva a ser una verdadera celebración de la que aunque en grados diversos participen todos los asistentes. Ni se puede limitar uno a ir a oír misa, que en realidad es a verla, ni el oficiante puede limitarse a leer las fórmulas prescritas de manera que no haya nada que oír. Para que el culto sea simbólico debe acontecer. Eso significa que cada una de las partes debe realizarse de tal manera que sólo se pase a la siguiente cuando ha tenido lugar realmente la anterior. Cada ceremonia tiene su canon, su estructura, y ella no depende del arbitrio del oficiante ni está a merced del entusiasmo de los participantes. El canon debe ser siempre respetado. Pero tanta falta de respeto es hacer una liturgia silvestre, sin la estructura propia del acto, como llevarla a cabo tan literalmente mecánica que no acontezca. El oficiante tiene que tener muy clara la estructura y al comenzar debe comunicarla a la asamblea, si ésta no la posee, para que así todos al unísono, aunque cada quien según su función, puedan realizar el rito llenándolo de contenido o mejor aún dando lugar a que el contenido trascendente acontezca para su provecho.

Quienes viven al Dios de nuestros padres quieren reconocer la ceremonia. No se sienten a gusto con la innovación constante. Les parece certeramente que eso deriva o en una vanalización de los sagrado o en una utilización para otros fines. Ellos tienen la idea de que lo sagrado es indisponible para quien lo administra, y esto es verdad. También les parece con mucha razón que si se utiliza la ceremonia, aun para el fin más sublime, se esfuma el misterio. Las ceremonias católicas son actos simbólicos que incluyen elementos rituales, significa que no pueden ser utilizadas ni para servir a los fines de la institución ni para instruir a los fieles como si estuvieran en una clase ni para reprenderlos desabridamente. El culto católico debe centrarse en representar el misterio. Lo representa ante todo con la Palabra, la palabra de Dios, y luego con el rito que también contiene palabras. Lo hace presente real y verdaderamente cuando la Palabra se proclama a sí misma por boca del oficiante y de todos los que la escuchan y se sienten movidos a responder. Si la Palabra es proclamada efectivamente, el rito subsiguiente debe estar impregnado de ella en cada una de sus partes, aunque como dijimos sin violentar su estructura sino cumpliéndola, actualizándola. Todo esto, aderezado con cantos y oraciones, es lo que mueve, lo que humaniza; ahí radica la eficacia de la liturgia cristiana.

Aquí tenemos que decir que urge que los curas recuperemos este sentido genuino de la liturgia. Hay curas que todo lo centran en leer y hacer lo pautado correctamente. Esto es netamente insuficiente. Otros están interesados en la misa porque la aprovechan para promover su proyecto pastoral. Otros, cumpliendo tal vez con lo primero, utilizan las ceremonias para asentar su prevalencia frente a la comunidad, para inculcar las directrices de la institución eclesiástica y como fuente de recursos económicos. En los tres casos tal como está concebido el acto, se inhibe que la comunidad tome cuerpo en él y se constituya como el sujeto que lo realiza. Es un acto exclusivo del cura para los fieles. No es ya un acto simbólico, con lo que el rito pierde su poder expresivo y su eficacia.

Pero si se hace realmente presente el misterio, sí es pertinente tanto desentrañar lo que él tiene de salvación en el momento presente como lo que tiene de juicio escatológico sobre la situación y como propuesta de conversión para los que forman parte del acto, incluido expresamente el oficiante. Pero esto sólo es pertinente en cuanto se atiene a lo que la Palabra da de sí, es decir en cuanto el cura y los demás que hablen actúen como profetas de esa Palabra y como discípulos que la recogen para vivir de ella. No en cuanto se aprovechan de que hay mucha gente para decirles lo que ellos tienen en el corazón en cuanto pertenecientes a una corriente pastoral con sus peculiares dimensiones sociales y políticas. Estas personas que venimos considerando sólo estarán dispuestos a escuchar como palabra de Dios para ellos lo que captan que es actualización genuina de la Palabra proclamada y de la representación ritual subsiguiente. Y tienen razón. Lo malo es que no pocos curas no comprenden que esto es lo único eficaz. No lo comprenden en cuanto están identificados con proyectos pastorales trascendentalizados que les impiden escuchar limpiamente la Palabra, es decir ser discípulos.

El tercer aspecto está relacionado con la presencia de una palabra pública, pero resueltamente no política, que ponga el misterio en el horizonte sin profanarlo. Se profana cuando la palabra proferida en nombre del cristianismo suena a mera defensa de los intereses de la institución o a intimación disciplinar a los cristianos; también se profana cuando suena como una mera palabra humana atenida a argumentos puramente humanos; entonces se la adscribe sin más a la corriente sociopolítica que emplea ese vocabulario y esos argumentos y que se refiere a esos tópicos. En nombre del cristianismo se tienen que utilizar palabras cristianas, es decir en las que las fuentes cristianas aparezcan como tales y no para autorizar posturas de grupos tomadas sin contar con la Palabra. Claro que el misterio en su condescendencia emplea palabras humanas y Jesús es la Palabra humanada. La contraposición no es entre palabras humanas y otras esotéricas sino entre las palabras humanas que salen de la boca de Dios y las que salen de nuestras particularidades. Jesús para nosotros los cristianos tiene palabras de vida eterna. Que no son por cierto jergas de especialistas religiosos sino palabras de la vida, pero de la vida de un ser humano tan humano como sólo el Hijo de Dios podía serlo.

Estas palabras de peso que evocan el misterio en el que nos fundamos y hacia el que vamos se escuchan como agua que empapa la tierra reseca, aunque remezcan falsas seguridades y lleven hondos cuestionamientos. Pero, a pesar de su carga provocadora e incluso explosiva, son palabras positivas, constructivas; palabras que dan vida eterna.

No abundan desgraciadamente este tipo de palabras en nuestro medio. Una institución eclesiástica domesticada y acomplejada se empeña en balbucir las palabras de los expertos, los expertos pagados por las corporaciones trasnacionales o los organismos multinacionales o las universidades que están a su servicio. Así ven la situación, en vez de preguntarse cómo la ve Dios, cómo le afecta a Dios y cómo les va en ella a los seres humanos, es decir si es camino de humanización, y cómo la padecen las mayorías excluidas que son los predilectos de Dios. Es bueno que la institución tenga en cuenta lo que dicen los expertos para que su hablar esté a la altura del tiempo; pero tiene que buscar su enfoque propio para que no resulte redundante y por tanto intrascendente.

Es imprescindible hablar hoy públicamente de Dios, pero no se puede invocar su nombre para ir en contra de sus designios. Sería profanarlo. Hablar fehacientemente de Dios es una gracia que demandan con insistencia muchas personas, entre ellas éstas que siguen al Dios de nuestros padres.

 

Sin embargo no se puede ocultar que este modelo de experiencia de Dios encierra en sí una insuficiencia que es fuente de tensión latente e incluso de contradicción. La insuficiencia viene de la voluntad de confinar a Dios en lo ancestral, de confinar el misterio en lo primordial trascendente y en lo trascendente final. Es el propio Concilio el que ha asumido la autonomía de lo temporal. Pero autonomía respecto de la institución eclesiástica, no respecto de Dios. Porque Dios tiene un designio sobre el mundo. Claro que no es un designio exterior al mundo. Sino el de que su creación no se frustre sino que trasunte la gloria de los hijos de Dios hasta llegar a formar parte de la comunidad divina a través de la humanidad. Este designio tiene por sujeto a la humanidad, y simultáneamente al Hijo de Dios, paradigma absoluto de humanidad que atrae desde el futuro de Dios, y al Espíritu de Dios que como Espíritu del Crucificado resucitado mueve a cada uno desde más adentro que lo íntimo suyo y a la creación y a la historia desde una trascendencia por inmanencia. La humanidad por un lado y el Hijo y el Espíritu de Dios por otro no son socios que se reparten las tareas. Todo lo hacen los seres humanos y, desde otra dimensión, todo es gracia. Pero Jesús no está aquí: actúa atrayendo desde el futuro de Dios; y el Espíritu sopla siempre, pero sólo se mueve por él el que acepta su impulso y al secundarlo hace la obra más personal que puede realizar el ser humano. Es decir, que es verdad que el que acepta ser atraído es él el que da y el que acepta la moción es él el que se mueve. Luego es cierto que Dios actúa de tal manera en el mundo que todo lo actúa a través del ser humano y como acción propia del ser humano. Naturalmente que en esta acción en definitiva todo es gracia, pero la gracia no vuelve al ser humano mera causa instrumental sino que libera su libertad para que actúe con toda plenitud y así se constituya, se posea, se entregue y su existencia sea fecunda.

Esto significa que estas personas ligadas al Dios de nuestros padres están llamadas por él a reconocerlo no sólo en el principio y el fin sino a vivir hoy sin él, pero delante de él, es decir a vivir su autonomía responsablemente. Y más aún, están invitadas a investir el paradigma de su Hijo y a secundar el impulso del Espíritu. Vivir responsablemente no suena mal a estas personas, aunque entenderlo no respecto a la mera conciencia sino dando respuesta a Dios, es decir realizando su autonomía en presencia suya, ya les parece más complicado. Les parece que esa presencia permanente, por más discreta que sea, sobrecarga demasiado este tiempo. Es un tiempo demasiado pobre y chato y por otra parte demasiado peleado e implacable para exponerse a la vista de Dios, por más condescendiente que sea. No sólo que uno no se siente cómodo sino que no puede jugar en paz este juego, que es el único que se tiene a la mano. Si todavía uno va a dejarse atraer, es decir guiar por Jesús y su Espíritu, ya se rompen los cauces y las reglas de juego y uno no sabe dónde va a ir a parar. Nosotros somos gente de labios impuros que habitamos en un pueblo de labios impuros. No podemos permitirnos el lujo de ver al Dios de nuestros padres; nos basta con saber que está, que nos funda y que nos espera, y que mientras tanto tiene paciencia con nosotros mientras surcamos esta época tratando, que ya es mucho, de no perder el alma.

¿Pero es cierto que Dios complica la vida? ¿No será cierto más bien que la dirección que ha tomado esta figura histórica es tan superficial, tan violenta y deshumanizadora por haber apartado a Dios de ella? Ya insistimos que Dios no quiere mandar: él es quien nos da la autonomía; pero nos la da para llevar adelante la realidad histórica desde el paradigma de Jesús y el impulso del Espíritu. Vivir responsablemente es vivir en respuesta a ese encargo. Ese encargo no nos aliena, por el contrario nos hace vivir en la realidad; permite que cada cosa se presente con su verdadero tamaño, con su peso de realidad, no como nos la hace ver la propaganda. ¿No es la realidad la que está distorsionada en esta figura histórica? Ella nos ha permitido concluir científicamente lo que habían intuido las culturas milenarias: que componemos un sistema de sistemas con la tierra, de suerte que la vida de todos está mutuamente condicionada y mejoramos o empeoramos su calidad como conjunto. Y sin embargo irracionalmente estamos envenenando la tierra, atentando contra el equilibrio en que se basa la vida, y no queremos rectificar. Del mismo modo también sabemos que no cabe desarrollo del ser humano que no sea desarrollo de la humanidad como conjunto, sabemos que excluir a las mayorías no es sólo condenarlas a la muerte sino condenarse uno mismo a la deshumanización. Y sin embargo aceptamos que aumente la brecha entre ricos y pobres hasta hacerse un verdadero abismo. Podríamos seguir con otros indicadores. La pregunta es si queremos participar de esa dirección irracional, irresponsable, que engendra tanta inhumanidad y violencia y que finalmente es suicida.

Es cierto que es duro nadar a contracorriente; pero prescindir de estos planteamientos ¿no nos condena a una vida de claudicaciones por un lado y paliativos por otro? ¿Llegaremos a encontrar verdadera paz y alegría en una existencia así? Más aún, a la larga ¿no nos encontraremos con que como resultado de mil concesiones aparentemente no definitorias vamos perdiendo el alma, si no la hemos perdido ya y lo que nos queda es un hueco irrellenable y una incurable nostalgia?

El intento no es inocular a estas personas una mala conciencia sino ayudarlas a que no se estanquen, a que esa vivencia del Dios de sus padres siga dando de sí, y para eso hacerles ver que les conviene que no le pongan topes de entrada sino que la cultiven. Con toda la discreción del mundo, pero sin dejar de dar lo pasos que son movidos a dar. ¿El Espíritu puede permitir que estas personas se queden en esta imagen y vivencia de Dios? Uno no es quien para marcar caminos al Espíritu. Pero Jesús de Nazaret sí desbordó este marco en su palabra y acción. Uno no puede dejar de proclamarlo, aunque no como una ley sino como un horizonte deseable y un camino de vida fecunda.

 

 

2 VIVIR EN ARMONÍA CON LA VIDA

 

2.1 FENOMENOLOGÍA

 

Hay una experiencia de Dios o no sé si más bien de lo divino o más diluidamente de lo sagrado que se asocia a la actitud de lograr una armonía interior, de pensar positivamente respecto de lo que ocurre a nuestro alrededor y de desear acceder a la energía cósmica que todo lo mantiene y renueva. Ponerse a vibrar a su ritmo, lograr la gracia de concordar con ese orden dinámico es lo que le libera a uno del subjetivismo aislante y lo pone a tono con esa fuerza de vida, podríamos decir amorizante, que une lo múltiple en el respeto, en la atracción, en la participación y en dar de sí. Uno se ve no ya opaco sino límpido, sin resistencia al movimiento de la vida, acompasado a su ritmo. El yo ya no es frontera sino un punto de la onda sin fin, un centro donde todo es centro y no hay ningún centro sino ese fluir.

Todo esto parece muy etéreo. Pero si se lo contrasta con tanta soledad, tanto desencuentro, tanta hostilidad, tanta disarmonía, tanto empecinamiento suicida, sí parece una alternativa reconfortante. Si se logra vivir en ese horizonte, es cierto que el mundo se percibe distinto y la vida se vive en otra dimensión.

Como se ve, no me refiero a los aspectos más frívolos de la Nueva Era sino al modo como un grupo significativo de latinoamericanos han asumido estas incitaciones ambientales, no para estar en la onda sino porque han captado que se adecuaban a necesidades, deseos y búsquedas personales. En general son clases medias, pero también los hay entre gente popular modernizada; y de algún modo participa de estas vivencias un sector de gente popular (campesinos o de origen campesino), aunque como un aspecto de un conjunto más amplio.

El punto de partida contra el que se reacciona es el individualismo, el yoísmo caprichoso atenido a las propias preferencias, sin norte ni lazo, una mónada errante esclava de sus pulsiones y de incitaciones del entorno. Una existencia así acaba dando tedio por lo anárquica, por la falta de consistencia, por la suciedad. Pero la situación todavía es peor porque el individualismo está solicitado por una formidable voluntad de poder que es la columna vertebral de esta figura histórica, que obrando de un modo totalitario pone a los individuos a su servicio o los margina o aniquila. Si el individuo se mete en esa lógica, debe servir servilmente a ese poder y siente su servidumbre como una cadena que lo degrada; pero a la vez en otro ámbito él usa ese poder satelitizando a otras personas, quitándoles así su sustancia propia y deshumanizándose él mismo al hacerlo.

Esta situación actuada y padecida, cuando no ha llegado a totalizar a la persona, provoca una gran insatisfacción. Uno se ve a sí mismo víctima y verdugo; se ve sin luz, opaco, solo, manchado y hostil. Siente la nostalgia de la comunión. Pero percibe que para lograr la trasparencia necesita salir de la opacidad, es decir purificarse. Intuye que la armonía tiene el precio de renunciar tanto al yo como centro absoluto, como a la voluntad de poder como modo de relación. Pero se pregunta si todo esto es realizable, si hay algo en la realidad que lo posibilite porque, si no está sustentado en potencialidades de la existencia, la pretensión de llevarlo a cabo sólo se puede apoyar en la voluntad de poder, y el resultado es mayor caos, mayor opacidad, mayor esclavitud.

Por eso rechaza instintivamente las utopías de la modernidad occidental: la civilización, el progreso, el paraíso socialista, el estado de bienestar, la mundialización de las corporaciones trasnacionalizadas... no han traído sino desquiciamiento, antagonismos, deshumanización y muerte. Es verdad que en el camino han producido innovaciones tecnológicas imprescindibles y algunas metas que sí parecen humanas; pero la voluntad de poder que las dinamiza es a la vez una fuerza diabólica que acaba convirtiendo a las mejores intenciones y a los más puros ideales en instrumentos de alienación.

Para estas personas el cristianismo pertenece a esta constelación. Por eso se llama a lo establecido civilización occidental y cristiana o postcristiana. El cristianismo ha alentado las utopías más bellas, pero también ha sido combustible para la voluntad de poder. No sólo que haya sucumbido a ella sino que su modo predominante de entender a Dios ha sido fuente de conflictos, de represiones en el interior de los Estados, de guerras entre Estados, de intolerancia humana.

Por eso estas personas no buscan respuesta en el cristianismo. Normalmente sienten una gran simpatía por Jesús de Nazaret y lo ven como uno de los suyos, como el que ha logrado realizar lo que ellos buscan. Pero no reconocen ese rostro en los cristianos y menos aún en la institución eclesiástica. Por eso instintivamente miran en otra dirección.

Ése es el caldo de cultivo de la atracción de propuestas de religiones y espiritualidades asiáticas. Es claro que además existe un mercado que alimenta la presencia de libros, figuras y grupos religiosos orientales. También está el afán de novedades, y lo que se presenta como una salvación muy concreta y al alcance de la mano, y por tanto práctica, y, digamos, asequible, barata. Pero, dando todo esto por descontado, también existe un hambre de limpidez y comunión más allá de la voluntad de poder, que no está satisfecha en las ofertas religiosas establecidas, entre ellas la de la institución eclesiástica. Esa es la razón de ser de esta religiosidad.

 

A mí me recuerda el naturalismo dieciochesco. Reducir la religión a la emoción ante la naturaleza y al sentimiento del corazón parece demasiado poco. Pero cuando uno se interna en el siglo y medio que lo precedió de luchas fratricidas y feroces, avaladas por diversas interpretaciones de la religión revelada; cuando uno se hace cargo de los resortes en el fondo disciplinarios con que se llevó a cabo la reforma católica y no menos las otras, resortes que hicieron posibles y que casi precipitaron a las guerras de religión, guerras no sólo entre cristianos sino también de Iglesias cristianas, no es fácil que se atreva uno a condenar ese naturalismo. Lo menos que se puede decir es que fue una desintoxicación saludable de un sobrenaturalismo demasiado humano, de una pretensión de trascendencia demasiado mundana.

Es cierto que el concilio Vaticano II podría haber sido en nuestro caso la crítica de lo que sienten estas personas, casi todas de origen cristiano, y la respuesta a sus percepciones y deseos de fondo. Pero si el Concilio no ha sido recibido por la mayoría de la institución eclesiástica, menos aún ha llegado al cristiano de a pie. Por eso estas personas han recogido algunas de las intuiciones fundamentales del Concilio en otras fuentes y en otra constelación religiosa.

Aunque hay un punto en el que esta religiosidad es incompatible con la propuesta del Vaticano II. Éste propone una salvación histórica, mientras que la religiosidad que consideramos quiere salvarse de la historia, y en el fondo constituye una protesta radical contra la historia, percibida intuitivamente como ruptura con la naturaleza, ruptura de la familia humana y división en el interior de las personas. No pretendo decir que estas personas se planteen de un modo expreso salir de la historia sino que su postura entraña un rechazo instintivo no sólo de los males reales que ha producido la historia del occidente sino de mecanismos que la han motorizado, desde luego la voluntad de poder, pero también el individualismo insolidario de personajes y grupos humanos, y el extrañamiento respecto de la naturaleza. La historia es percibida como un mundo producido por centros de poder que al absolutizarse objetivan a la naturaleza y a las personas, y de retruque se alienan a ellos mismos.

Pues bien, a la luz del horizonte de esta religiosidad, ese mundo aparece como suspendido en el vacío, cortado del seno infinito del que mana realidad en forma de energía amorizante. Esta realidad que se nos impone con tanta contundencia carece de fondo y fecundidad. Si uno la encara desde la inmersión en la fuente sagrada de la vida, desde una vida personal no subjetivizada sino concorde con el pulso de la realidad, comprende que es ilusión. Ilusión no es lo mismo que nada. Tiene suficiente entidad como para poder vivir de ella. En este sentido preciso es cierto que de ilusión también se vive. Pero como es una vida que se origina sólo de voluntades particulares, de artificio; como no es una vida participada del dinamismo creacional, no desemboca en el todo que permanece sino que se desvanece como toda particularidad.

¿Cómo se vive en concreto ese rechazo de la historia, en nuestro caso de la occidental? El punto de arranque es una actitud positiva. Uno sabe que hay muchas cosas deficientes, otras muchas injustas, discriminadoras, y otras deshumanizadas y contaminadoras. Actitud positiva es tener libertad no sólo para no pertenecer a ese mundo sino también para no vivir referido a él criticándolo. Se da una voluntad positiva de despegarse de él, de quitárselo de encima, de ponerlo a la espalda, de andar en otra onda. Es tratar de hacer las cosas bien, tratar de hacer cosas buenas, y poner la atención en lo que sale de la vida y da vida. Es, más aún, no estar uno siempre en sí mismo, en el propio yo, pendiente de lo que le afectan a uno las cosas, sino tratar de objetivarse, de vivir en la vida, de manera que uno reciba vida de la vida. Que esté en sintonía con el amanecer, con el sol del mediodía, con el atardecer, con el silencio de la noche, con la brisa y con la lluvia, con los árboles y las flores, con la presencia de los cerros, con el pulso del mar y su horizonte, con la arena y el barro, con la luna y las estrellas. Ordinariamente se vive abstraído de los elementos, de su vida, de su fluir, del conjunto inconsútil que forman. Estar también vueltos a los demás no en cuanto interfieren en mi vida ni como curiosidad de vidas ajenas sino como interés biófilo: ver cómo va despuntando la vida en los niños y la humanidad en los adolescentes, cómo se despliega en los jóvenes y adquiere rasgos propios, cómo se asienta y llega a plenitud en los adultos, cómo se remansa en los mayores; ver cómo los seres humanos prestan atención, trabajan, se comunican, se expanden, descansan; aprender a ver con sabiduría, con simpatía, como uno del conjunto hasta percibir lo humano de la humanidad como una inflexión de la vida, como un núcleo de intensidad, incluso, si se puede decir así, como un encargo del dinamismo fontal de la vida.

Todo esto se da en una situación que va por otros derroteros. Por eso mantenerse en esta onda exige una atención tranquila, un volver sobre sí constante, pero más allá de cualquier voluntarismo para no fortalecer la voluntad de poder sino la trasparencia, la capacidad de sintonizar con las energías positivas hasta pertenecer a ellas. Este esfuerzo es muy tenaz y muy radical, pero también muy sutil y aparentemente débil.

Un problema muy específico aparece cuando la negatividad se ceba sobre uno en forma de injusticia, discriminación o agresión. Entonces se pone a prueba si es verdad que la persona supera la voluntad de poder. Ante todo, si se deja llevar por las emociones negativas que estos hechos provocan o, sintiéndolas, toma distancia de ellas, es decir no las asume ni obra por tanto a partir de ellas. Luego, si actúa con objetividad, para restablecer el predominio de la vida, es decir el orden biófilo, o si el objetivo es deshacer al que causó el problema. Aquí hay que considerar dos aspectos: el primero, la tenacidad tranquila para sostener lo que lleva a la vida estando dispuesto a tolerar dosis de incomodidad por mantener esta dirección; pero el segundo, estar dispuesto a perder cuando el persistir en la demanda ya no sería en concreto procurar la vida sino prevalecer a costa de otros.

Encarar la negatividad sin buscar prevalecer sobre ella con el uso de una fuerza mayor, aunque sea justa, y sin rendirse a ella asumiendo el papel de víctima, es ejercer la libertad más genuina. La libertad es la superación de la violencia, tanto de la violencia inflingida a otros como de la violencia padecida. El que es libre ni ofende ni teme. Ya que la libertad es la pertenencia a la vida. Por eso en la existencia libre late una formidable potencia: es la consistencia de lo real, un peso que no aplasta sino que irradia y que vence al mal padeciéndolo sin dejarse dominar por él, sin cambiar de dirección ni talante vital. Éste es el punto de llegada, el estado al que se aspira. Es estado por la estabilidad que lleva aparejado; pero no es reposo inerte, no es un estado estático. Por el contrario, no se mueve porque no queda ninguna inercia, ninguna resistencia yoísta, particularizante. Lo que parece estabilidad es el movimiento vital perfectamente acompasado al movimiento total. Una vida que pertenece completamente a la vida. Para una existencia así nada significa la muerte: como no hay ninguna apropiación, de nada desapropia. Es simplemente otro modo de estar en la vida.

Pero si el punto de partida es no sólo una historia movida desde centros de poder y por eso disparatada, deshumanizadora y letal sino, no menos, el individualismo y la voluntad de poder que anidan en uno mismo ¿cómo recorrer el camino para llegar a esa plenitud? El primer paso es comprender el carácter ilusorio de la historia y del yo, y llegar a percibir ese horizonte de la vida que se mueve sin pausa y acompasadamente. No basta con saber todo esto. Es indispensable conocerlo, saborearlo hasta que ése sea en verdad el horizonte de uno, es decir hasta que uno ingrese a ese horizonte en el que ya estaba sin saberlo ni aceptarlo ni corresponder a él. El paso que va desde informarse sobre este horizonte hasta entregarse a él es un camino que no puede recorrerse desde la voluntad de poder. Por el contrario exige desprenderse de toda pretensión, incluso del deseo. Esto implica desaprender el camino de la posesión y del éxito, un camino que lo tenemos tan consustanciado que nos parece que renunciar a él equivale a renunciar a nosotros mismos, a negarnos a nosotros mismos, a perdernos. Y así es.

Pero la voluntad de poder es tan tenaz que puede disfrazarse de su contrario para satisfacerse. Esto es lo que suele ocurrir en este proceso. Por eso, como es fácil que suceda que cuando parece haberse logrado mucho en realidad no se ha avanzado nada porque el yo está no sólo intacto sino más crecido y poderoso que antes, para superar estos autoengaños es conveniente dejarse ayudar por alguien que sí haya hecho mucho camino. Ahora bien, no es tan fácil encontrar guías auténticos. El camino es difícil y, como dijimos al comienzo, en el mercado abundan los que poseen el lenguaje y los ademanes e incluso técnicas variadas, pero que en realidad no viven en este horizonte. En este caso el engaño es completo ya que ni maestro ni discípulo desean en el fondo salir del yo sino lograr sucedáneos menos costosos. Sin embargo si uno está anclado en el propósito irrenunciable de superar la situación inicial porque la padece como no auténtica, como deshumanizada, por eso mismo se habilita para captar lo que no la supera, aunque tenga apariencia contraria. Sí hay que decir de modo general que cualquier técnica de superación no la produce de suyo; son sólo expresiones de esa voluntad de desprenderse de sí y sobre todo del amor propio entendido como voluntad particularizante.

Un ejercicio que nunca falta en este tipo de religiosidad es la meditación, no una meditación objetual, es decir fijar la mente en un tema y darle vueltas hasta aprehenderlo e interiorizarlo sino por el contrario el ejercicio de dejar lo temático, lo particular, la pretensión; el ejercicio de vaciarse de lo de uno y acompasarse al ritmo de la vida en uno y en el entorno, desde la propia respiración hasta el aire o la luz que lo envuelve. La meditación es una predisposición a la presencia de la realidad en uno, es el camino del vaciamiento para que se manifieste la vida. Puede tomar la forma de la iluminación o de la presencia o de la armonía (es decir la resonancia del todo) o de la comunión. También puede suceder que la nada que se va abriendo paso en uno sitúe en verdad ante la nada que sostiene todo.

Esta meditación va llevando a un modo de vivir la cotidianidad en el que la persona está liberada para el presente, es decir va teniendo la capacidad de estar toda ella en lo que está sin sobrecargarlo por pretensiones o voluntad de poder sino permitiendo que el acontecimiento o el encuentro o la obra que se lleva a cabo dé de sí en su justo tamaño, libere lo que tiene de verdad, esto es, de vida, y dure ni más ni menos que su medida. La persona se entrega a ello con naturalidad, con lucidez, con creatividad. Esa actitud ayuda a que las otras personas involucradas se pongan también en esa actitud biófila, trasparente, constructiva.

 

2.2 DISCERNIMIENTO

 

Para discernir este tipo de religiosidad desde el cristianismo tomaremos como punto focal el carácter impersonal de Dios. Por eso apenas hemos usado ese nombre. Nos hemos referido en cambio sobre todo a la vida. La hemos escrito sin mayúscula precisamente para no personificarla, para no sustantivarla. Al hablar de la vida hemos caracterizado su incesante fluir sin fronteras. También hemos aludido a una suerte de seno fontal de donde mana la vida, con tal de que se lo entienda como un abismo sin ubicación. Para nombrar a este misterio o a su presencia actuante hemos dicho dinamismo creativo, energías de vida, fuerza amorizante.

Como se ve, la relación con este modo de percibir lo divino no puede ser el cara a cara ni el diálogo sino la entrega a ese juego con una confianza de fondo. Es una entrega que tiene algo de desaparecer para perderse ganándose. Se muere desde luego a la pretensión autárquica, pero incluso a la particularidad que se pretende centro, y se renace como forma de la vida.

No cabe duda de que el Dios cristiano es personal. Claro que la idea y el imaginario que tenemos los humanos de la existencia personal no se puede aplicar a Dios. Más bien sostenemos que el referente primario de lo que es persona está en Dios y que nosotros lo somos en cuanto se nos da participar de ese modo de existir. Con eso estoy diciendo que nuestro carácter personal es misterio y se afinca en el misterio divino. Si es misterio, no podemos definir lo que es persona. Pero sí estamos en ello, es decir tenemos una cierta experiencia tanto de nosotros como de Dios que nos permite hablar con sentido cuando decimos persona. Referido a Dios, lo mínimo que podemos decir es que es menos inexacto decir que Dios es personal que decir que es impersonal. Pero los cristianos nos atrevemos a decir todavía más: afirmamos que Dios consiste en tres personas. Ya digo que apenas sabemos de lo que hablamos, pero confesamos que tiene sentido este lenguaje. Incluso nos atrevemos a nombrar a las personas como Padre, Hijo y Espíritu. De algún modo decimos que Dios es Padre y que lo es porque tiene un Hijo y que la relación entre ambos es extática: no se da en ninguno de los dos sino en el Espíritu. Esto lo sabemos porque un ser humano, Jesús de Nazaret, ha sido nombrado por Dios como Hijo y correspondientemente él se refería a él como a su papá, y porque él derramó sobre nosotros al Espíritu de Dios que era su Espíritu, aquél con el que Dios lo había sellado.

Desde la revelación cristiana, una revelación que acontece en la historia y tan humanamente, aunque conserve siempre la trascendencia, el tipo de religiosidad que estamos sopesando se nos aparece como demasiado abstracto. Lo impersonal se presenta como ahumano y está a un paso de parecer inhumano.

Sin embargo hay un punto en que tenemos que convenir: el modo de ser persona del Espíritu ¿no puede de alguna manera ser caracterizado como impersonal? Hablando en términos gramaticales diríamos que el Padre y el Hijo se presentan como lo que denominamos sustantivos: son sujetos de apelación y principio y centro de operaciones porque poseen una permanencia, diríamos analógicamente una entidad, un ser. Sin embargo el Espíritu, aunque en el evangelio de Juan se lo nombre como Abogado y Consolador, habitualmente se presenta más bien como verbo que como sustantivo. Se lo compara con el moverse del viento (de ahí su nombre) y con el manar del agua, y también más secundariamente con el cernirse o el empollar del ave o el crepitar del fuego. El Espíritu aparece, pues, como acción. Diríamos que es ( sin que podamos precisar lo que esto significa) la actualidad de Dios. Dicho de otro modo más personalista, el Espíritu es el amor en el que se aman el Padre y el Hijo, que es del Padre y el Hijo, que se origina en el Padre y es respondido por el Hijo.

Por eso el Nuevo Testamento no conoce una oración al Espíritu. Llamamos a Dios Abba en el Espíritu, confesamos Señor a Jesús en el Espíritu, él ora en nosotros con gemidos inenarrables. De un modo más amplio pide Pablo a los cristianos que vivan en el Espíritu. Lo mismo que Jesús liberaba de los espíritu con el Espíritu de Dios. Así pues el Espíritu Santo obra en nosotros. Si nosotros nos dejamos llevar por su impulso, coincidimos con él. Somos nosotros los que obramos con plena autoría, con plena conciencia y libertad; pero a la vez es verdad que él es el que actúa por medio de nosotros.

Desde lo dicho tenemos que preguntarnos si la caracterización cristiana del Espíritu no tiene bastante que ver con lo que el tipo de religiosidad que comentamos llama vida. ¿No llamamos nosotros los cristianos al Espíritu Espíritu de vida? Pablo acepta la formulación griega “en él nos movemos, vivimos y existimos” (Hch 17,28), a pesar del evidente peligro de panteísmo o al menos panenteísmo. ¿Hay más dificultad de servirse del lenguaje que yo empleé al hacer la fenomenología de esta religiosidad? Por mi parte creo que no. Como teólogo católico suscribo todo lo que dije a propósito de este modo de relacionarse con lo sagrado. Aunque obviamente tengo que añadir que eso para mí no es todo sino un aspecto que debe ser interpretado desde la totalidad. Pero quiero añadir que aunque para mí sea sólo un aspecto, es un aspecto decisivo, casi estoy tentado a decir que es la puerta para todo lo demás. ¿En qué sentido?

Si yo me llamo cristiano estoy proclamando que me entiendo por referencia al Mesías Jesús de Nazaret. Pero Jesús no está aquí. No lo puedo seguir como lo seguían las multitudes y los discípulos. Es cierto que me queda su memoria viva en los evangelios, es cierto que él es mi provenir hacia el que me dirijo y al que invoco para que venga. Es cierto incluso que, estando ausente de este mundo, está presente en sus sacramentos que son presencia en ausencia: él, que no está en sí mismo, está realmente en esas realidades: en los pobres, en la comunidad, en la Palabra, en la Eucaristía. Sin embargo sólo en el Espíritu es fiel la memoria; sólo en el Espíritu puedo llamarlo Señor; sólo en el Espíritu puedo dar vida a los privados de algún modo de ella; sólo en el Espíritu podemos entablar lazos que nos constituyen en el cuerpo de Cristo; sólo en el Espíritu podemos percibir a esos escritos del siglo I como palabra de Dios; sólo en el Espíritu el pan y el vino llegan a ser cuerpo y sangre de Jesucristo. ¿Qué significa en todo esto “en el Espíritu”? Negativamente significa no en mí como particularidad, como centro individual o colectivo de poder. Positivamente en el Espíritu es desde mi pertenencia a la vida, desde mi obediencia a ella, desde mi entrega a su fluir. Siempre que no entendamos la vida de modo vitalista, es decir que no la confundamos con sus manifestaciones y menos aún con sus manifestaciones históricas cuando están penetradas por la voluntad de poder. Siempre que la percibamos como la que hace vivir a los vivientes, como ese seno sin ubicación que mana vida, como la vida de la vida, que no la sustantivamos pero que es el misterio por el que nada es inerte, por el que todo alienta y se mueve hacia síntesis más complejas, más diferenciadas, más interconectadas, hacia la comunión.

Esta expropiación de la pretensión particular para constituirme canal concreto, y en ese sentido diferenciado, del misterio es la condición de posibilidad para seguir a Jesús; pero a la vez que es requisito indispensable, es lo que me posibilita el Espíritu. Yo tengo que negarme a mí mismo y nada puede sustituir esta decisión mía; pero ella es simultáneamente don del Espíritu cuando me dejo llevar por su impulso. En este sentido el Espíritu es el que me desapropia de mí y me pone en la órbita de Dios y de su enviado Jesucristo. Pero, ya lo hemos dicho, el Espíritu es verbo; por eso en el Espíritu es en la correspondencia a su movimiento, yo me muevo, yo actúo, pero a su ritmo: con su impulso y en su dirección.

Si esto no se da, todo lo temático, toda referencia a Dios o a Jesús (dirigirme a ellos en la oración o en el rito) no llega a ellos. Y no llega a ellos porque no sale de uno, porque no trasciende el propio yo que se proyecta como centro, como pretensión. Esto es muy importante retenerlo porque las personas religiosas tenemos la propensión de hipostasiar las manifestaciones religiosas sin caer en la cuenta de que son derivadas y por tanto irrecusablemente ambivalentes y por eso requieren ser discernidas para constatar si son expresiones de la carne (del egoísmo, de la voluntad de poder) o del Espíritu.

 

Reconociendo este gran aporte de esta religiosidad, sí tenemos que decir complementariamente que al confinarse en lo impersonal no acaba de hacer justicia a la realidad que también es personal. Si hay que hablar de lo divino en términos impersonales, también hay que hacerlo en términos personales. Si hay que trascender el yo en cuanto pretende erigirse centro, eso no significa que hay que desaparecer fundiéndose con el todo. La persona, entendida cristianamente desde la Trinidad, es la superación dialéctica tanto del yo como del ello. No es un yo que objetiviza todo lo demás y lucha por no ser objetivado por un yo más poderoso. No es tampoco un mero elemento de un conjunto. Es un animal de realidades: es capaz de concebir no sólo las particularidades de cada ser sino también su carácter de real; es capaz más todavía de percibir su religación a la realidad y el carácter de don que él y todo tiene: el carácter de religado de lo real. Este aceptarse como dado y este darse constituyen al ser humano como persona. Aquí cabe hablar de un yo que no se pretende como centro del mundo, que renuncia a la voluntad de poder porque se sabe don gratuito. Un yo que puede decir tú sin pretender posesión ni dominio, pero también sin temor ni resentimiento.

Es posible que el ser humano se reconozca como un tú de Dios y que pueda considerar a Dios como un tú porque el Dios cristiano no es el Yo Todopoderoso, porque no se define por la voluntad incontrastable de poder, porque no es el Dios de los dioses y el Señor de los señores. Por el contrario es el que puede pensar con alegría en el fuera de sí y quererlo como en sí, como libre, y respetarlo absolutamente. Más aún es el que da el ser y lo mantiene con tan absoluta discreción que da pie para que haya agnósticos y ateos. No exige que se le dé gloria. No exige nada. Da con total gratuidad y sólo acepta el don de sí cuando es totalmente gratuito.

Hay que insistir que un Dios que no se presente así es menos digno que ese modo de concebir lo sagrado bajo el aspecto de la vida, tal como lo hemos desarrollado. Y hay que reconocer que pocas veces incluso en el cristianismo ha sido presentado Dios con tan soberana gratuidad. Así es el Dios cristiano, pero no es así el dios de la mayoría de los cristianos. Por eso así como el Dios cristiano supera la concepción de la que venimos hablando, así esta concepción tiene sentido mientras el dios de los cristianos aparezca como incontrastable voluntad de poder, aunque sea benéfica. Esa creencia es un saludable antídoto frente a la atávica violencia no sólo de las sociedades cristianas sino también de sus Iglesias.

Si esto decimos del Dios cristiano, más en cierto modo habría que decirlo de Jesús, en quien sobre todo se nos ha revelado este talante de Dios, que está ya presente en textos claves del Antiguo Testamento, pero es contradicho por muchos otros. Tal como aparece en los sinópticos, su soledad respecto de sus discípulos comienza cuando les revela que su mesianismo no es el davídico (que libera a la nación venciendo sobre sus enemigos) sino el del Siervo (que quita los pecados cargando con ellos), y que por eso, como él viene a proponer la alianza incondicional de Dios, no va a acabar con los jefes que la rechazan sino que va a sellar la alianza manteniéndola en el rechazo, entregándose a y por los que le entregan a la muerte. Para los discípulos (y para la mayoría de los cristianos a lo largo de la historia) en la cruz se oculta la divinidad y queda sola la debilidad humana. Para Jesús (así lo insiste programáticamente Juan) en la cruz acontece la revelación tanto de la más alta posibilidad de Dios como del ser humano. Dios puede perder, a Dios le pertenece la pasión: el amor apasionado y el dolor del amor no aceptado. Dios no es apático, Dios se entrega realmente y así se expone al rechazo. Pero precisamente en el rechazo se revela que en Dios no hay ni un ápice de voluntad de poder, es decir que Dios es amor. La resurrección de Jesús revela por su parte la fecundidad de esa entrega que traspasa a la misma muerte. Correspondientemente también el ser humano se realiza al mantener su sí frente al rechazo; la pasión es el lugar de la acción más trascendente: Jesús se entrega a sí mismo sin reserva y adquiere así la capacidad de entregar(nos) su mismo Espíritu, es decir no sólo da de sí como lo había hecho a lo largo de su vida sino nos da la fuente de su entrega para que también nosotros seamos fuente.

Este Jesús supera el anonimato de lo sagrado de la corriente que venimos considerando. Pero no lo supera como el Cristo Rey investido con las insignias imperiales, es decir revestido del poder de este mundo, aunque sea omnipotente y justísimo.

¿Podemos decir que la Iglesia ha superado como Jesús la voluntad de poder de manera que sobre este tipo de religiosidad porque ella la tiene asumida y superada? Mientras no ocurra así tendrá que mirar con respeto esta religiosidad y sentir celos de ella (como dice Pablo a sus hermanos judíos respecto de los cristianos) para con su estímulo convertirse más y más a su Dios que puede sufrir pero no matar.

 

 

3. EL FUNDAMENTALISMO

 

3.1 FENOMENOLOGÍA

 

El fundamentalismo es una reacción muy característica de nuestra época, tanto en el occidente mundializado como sobre todo en los países del tercer mundo. En América Latina las versiones cristianas fundamentalistas son tan abundantes y variadas que constituyen uno de los armónicos que definen la época. Se las encuentra tanto en grupos cristianamente tradicionalistas de la burguesía trasnacionalizada como en las llamadas sectas de los barrios y las zonas rurales. Como los fenómenos que agrupamos bajo este rótulo son muy diversos, las características que esbozaremos se dan con más intensidad en unos grupos que en otros, e incluso en fenómeno como tal encierra diverso alcance y significación.

De un modo general tiene que ver con la necesidad de encontrar seguridad y sentido; pero para unos esto reviste un carácter compensatorio respecto de su inserción en la dirección dominante de la figura histórica vigente, en tanto que para otros es el fundamento de una existencia alternativa. Para ambos grupos de personas el fundamentalismo es una reacción respecto de la época. Para los fundamentalistas compensatorios la reacción va contra lo que consideran como efectos indeseados de las propuestas dominantes o como ausencias o insuficiencias de las mismas. Para los que asumen el fundamentalismo como alternativa él es en su intención una propuesta categórica, exasperada y global; aunque hay elementos que permiten poner en duda el carácter global de la alternativa ya que en aspectos decisivos el proyecto fundamentalista se amoldaría sin crítica al orden dado, lo que daría al proyecto un cierto carácter apendicular. Entre las clases altas se abraza el fundamentalismo para lograr sentido y de este modo equilibrio personal y paz interior. Los de abajo buscan también responder mediante el fundamentalismo a la pérdida de sentido que no pocas veces va unida a lo que ante sus ojos se presenta como degradación moral que puede acarrear una ruptura de lazos familiares o incluso un naufragio económico y hasta vital; otras veces es la extrema inseguridad vital la que pone en peligro todo lo demás, y la conversión fundamentalista logra salvar de la catástrofe.

 

Normalmente se entra a un circuito fundamentalista por medio de una conversión que puede ser gradual o vivida como ruptura drástica y dolorosa. Esta conversión tiene dos dimensiones: a Dios o a Jesucristo o más generalmente a la religión tal como es propuesta por la organización, y a la organización como su mediación absoluta. Las dos dimensiones son correlativas: hay una correspondencia entre la manera como la organización presenta a Dios y el talante y la estructura de la misma congregación; ella se debe a que la organización participa por designio divino de su sacralidad.

Frente al individualismo autárquico (que es la exacerbación del individuo autónomo que viene desde Grecia, que en el Renacimiento se asume como un yo que convierte a lo demás en objeto para él y en la Ilustración en un sujeto crítico que se constituye en juez de la tradición y constructor de un mundo científico técnico) el fundamentalista se reconoce como un ser religado: puesto por Dios en el mundo y perteneciente por tanto a Dios, que le dota de una entidad concreta y de un destino. Uno no tiene que andarse inventando quién es y hacia dónde va: eso le viene dado. Ahora bien, Dios nos ha creado racionales y libres; por eso él nos pide que reconozcamos nuestra realidad religada y que la elijamos personalmente. Ya uno está orientado: en comunión con toda la creación y la humanidad, y en marcha hacia Dios. Aunque para bastantes fundamentalismos lo que pasa a primer plano es la rebelión del mundo contemporáneo contra Dios y por tanto la necesidad de desolidarizarse con la época o al menos con aspectos medulares de ella para mantener la fidelidad a Dios. En estas versiones el carácter creatural se opaca con lo que la salvación es únicamente la suerte de los partidarios de Dios. Así la religación a Dios toma un carácter adversativo frente a los indiferentes y los rebeldes.

Frente a la ley de hierro del mercado que se presenta inapelable y sin rostro (como la Ananke griega, la ciega necesidad a la que dioses y seres humanos tienen que someterse y contra la que no caben ruegos ni promesas), frente a esas reglas de juego que aparentemente no las ha creado nadie en particular y que por eso ningún particular puede desafiar so pena de quedar fuera de juego, se presenta Dios, un ser sin duda trascendente pero con nombre propio y rostro; más aún un ser que, siendo el Señor omnipotente y eterno, se dirige a cada uno, dialoga con cada uno y espera de cada uno una respuesta libre. En lo que más importa uno no está frente a fuerzas no personales, no humanas ni, por lo que parece, susceptibles de ser humanizadas, sino ante el más personal de los seres personales. Frente a esa ley que no pretende el bien de ningún particular sino del sistema mismo, Dios está empeñado en mi felicidad incluso más que yo mismo y conoce mi bien mejor que yo.

La primera relación con el Creador y Señor es la adoración y el reconocimiento. El individualista lo es porque no reconoce personalmente a nadie en su vida privada, aunque tenga que someterse a las reglas de juego del mercado. El fundamentalista cree firmemente que el reconocimiento que hace de Dios no le disminuye ni en su ser ni en su dignidad personal porque es reconocer la verdad que lo constituye, es andar en la verdad y esa rectitud no sólo no mediatiza sino que hace libres, da la libertad verdadera, frente a la presunción individualista que es a la vez esclavitud al yo absolutizado y al mercado inapelable. El fundamentalista cree firme y gozosamente que servir a Dios es reinar. Por eso se proclama abiertamente adorador y servidor de Dios. Si ser moderno es ser sólo de sí y para sí mismo, el fundamentalista no quiere ser moderno ya que se confiesa de Dios y para Dios. Se sabe mayor de edad y en ese sentido autónomo ya que es capaz de obrar razonable, libre y responsablemente. Pero en lo trascendente y definitivo, en la orientación fundamental de su vida y en el código que la rige, confiesa su heteronomía: él no es su propia ley sino que sigue la ley de Dios. Él no teme decir que su vida es obediencia a Dios. Por el contrario, cree firmemente que obrando así hace justicia a la realidad de Dios y a la suya, es decir se realiza.

Ahora bien ¿cuáles son para el fundamentalista los designios de Dios y cómo llega a reconocerlos? Sus designios son universales y eternos. No son caprichosos ni cambiantes. El decálogo es la expresión más autorizada de su voluntad, un código válido para todos los pueblos y todas las edades. Pero además para el fundamentalista cristiano está la entrega a Jesús porque él es el único nombre que nos ha sido dado para salvarnos. Es una entrega personal y absoluta. Tanto la entrega a Dios como a Jesús (en realidad dos expresiones de una entrega única) sólo son dignas de ellos cuando se realizan con toda la mente, con toda la voluntad, con todas las fuerzas, y cuando esa entrega se extiende a todo lo que ellos mandan, no sólo a lo más grande sino hasta lo más pequeño. Es una entrega indivisa y total.

Una peculiaridad que caracteriza a la entrega del fundamentalista es que entregarse es expropiarse, dejar de pertenecerse, y esto lo entiende como abdicar del propio juicio y de la propia libertad en lo que concierne a los designios de Dios. Ahora bien los mandamientos de Dios son genéricos. ¿Cómo saber su aplicación concreta en cada caso? Si yo me quiero entregar a Cristo ¿cómo saber lo que él quiere de mí? La respuesta a estas preguntas está en la organización cristiana en la que me he entregado a Dios y a Jesús, y en su representante inmediato para mí. Ante él, como representante de Dios, tengo que abdicar en definitiva mi juicio y mi libertad. Ponerme en manos de Dios entraña ponerme también en sus manos; no en cuanto al individuo particular que es sino como representante de Dios para mí.

La razón de ser de este esquema es que si no puedo contar con un representante autorizado de los designios de Dios ¿cómo salir de la incertidumbre? Si Dios tiene que ser servido y yo quiero servirle ¿cómo evitar la angustia de no saber si acierto en lo más importante, en lo único decisivo de lo que depende mi destino eterno? Si yo quiero entregarme a Jesús para ser salvo y no sé cómo hacerlo ¿para qué se me habría revelado Jesús en mi vida? Así pues la absolutez de Dios parece pedir representantes autorizados en cierto modo absolutos.

Pero es que además está el orgullo y la debilidad humanos que llevan al extravío. Si la persona había caído en la turbación o en el alejamiento de los caminos de Dios o en el pecado ¿cómo podría orientarse por sí mismo? Si la situación inicial es el extravío ¿cómo dejar al propio juicio el camino de conversión? Si uno usó tan mal de la libertad ¿cómo retenerla a la hora de enderezar la vida? Si uno disponiendo de sí no encontró la paz ¿por qué no ponerse en manos del representante de Dios para lograrla?

Lo típico del fundamentalista es este nudo inextricable entre la entrega a Dios y la pertenencia a una comunidad de salvados en la que unas personas reglamentan todo como representantes autorizados de Dios y de su Cristo. Las reglas son precisas y terminantes. Algunas tal vez parezcan duras, pero cada quien sabe a qué atenerse y acepta como normal que el camino de la salvación sea una senda estrecha. Además, como las prescripciones son muy concretas, el individuo se puede concentrar en ellas y, al aplicarse con tesón reverencial a cumplirlas, puede avanzar resueltamente hasta sentir que ya está en los caminos de Dios. Esto causa una satisfacción íntima y mucho más al recordar la desazón de la vida pasada. Este arreglo vital y esta progresividad son una especie de certificado de que se está en el buen camino.

A su vez cada miembro de la comunidad siente el refuerzo de los demás que andan en el mismo proceso. Los más avanzados estimulan a los demás, y los que sienten cansancio o se van rutinizando o incluso experimentan la tentación de dejar el camino encuentran tanto el consejo como la compañía reconfortante y hasta la presión para seguir adelante. Este papel lo desempeña sobre todo el dirigente. Podríamos decir que en cierto modo la comunidad, moldeada por el dirigente, es como su cuerpo social a través del cual está omnipresente y actúa. Aunque también la comunidad, si es exitosa, es decir si se incrementan sus miembros y éstos avanzan por los cauces prescritos, confirma al dirigente en que es verdaderamente representante de Dios y que va por el camino recto.

 

3.2 DISCERNIMIENTO

 

El punto fuerte del fundamentalismo de buena ley es el respeto genuino a Dios, el estar en su presencia con reverencia, el poderse arrodillar ante él con toda verdad y sin ningún servilismo, acatándolo como Dios y Señor; el tomar en serio la jerarquía de la realidad, el saber que desde Dios todo toma su verdadera estatura, el relacionarlo todo con él; el decidir en la vida a partir de él. El fundamentalista no sólo sabe que Dios es el Señor de todo lo creado, también piensa bien de él: cree que sus designios son de paz y de bien, de salvación, que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva, que nos quiere a cada uno más de lo que nos queremos nosotros mismos y que quiere nuestro bien. Otro aspecto muy positivo del fundamentalista es que cree que Dios es la verdad, que no pacta con la mentira y que por tanto con él no se juega. Eso significa que tratar con Dios es peligroso: si no se es leal con él uno acaba peor que como comenzó, y si se entrega a Dios, él lo prueba y lo purifica, lo arranca de sus mentiras y complicidades; es como el oro que es purificado a través del fuego.

Lo mismo podemos decir respecto de Jesús. Él ha experimentado que Cristo salva, se ha entregado a él, lo ha descubierto como gracia que perdona, que ilumina, que llena de dignidad al pecador. Pero Cristo es un hombre de verdad. Él sabe que rehabilitarse cuesta y como nos quiere de verdad y nos respeta nos propone un camino duro y estrecho. Nos lo propone sin componendas, sin falsa piedad. Pone el dedo en la llaga de lo que más nos duele. Pero lo hace para nuestro bien, para darnos vida.

Ahora bien, no es lo mismo el fundamentalismo que procura sobre todo sentido que el que busca vida y salvación, luz y rehabilitación. El fundamentalismo compensatorio que demanda paz interna estando inmerso en la dirección dominante de esta figura histórica, carece de verdadera trascendencia. No se entrega a Dios porque está entregado a esta figura histórica y no se puede servir a dos señores. Quiere que Dios venga donde él está, que acepte las condiciones que él le pone, que se conforme con lo que le ofrece de su vida privada. Puede ser que el representante de la organización religiosa le convenza de que eso es todo lo que Dios le pide y que puede vivir en paz; puede ser que otros en su misma situación le confirmen que va por buen camino y que la honorabilidad social le compense por esa falta de trasparencia y disponibilidad; puede ser que acalle sus deseos y la conciencia, y que el esfuerzo por el rigor moral y la costumbre y el ambiente de la organización se conviertan en una segunda naturaleza, y que el elogio de otros y la capacidad de hacer prosélitos le convenza de la aceptación de Dios. Pero sigue siendo verdad que en el fondo hay una falta de entrega y de trascendencia.

El fundamentalismo de los pobres, de los que se sienten sin vida y desorientados y aun perdidos tiene mayor trascendencia y por eso procura mayor salvación. Ellos cambian realmente de vida, no sólo de conducta. Ellos pueden decir con verdad que en sus vidas ha habido un antes y un después, pueden decir que son mujeres o varones nuevos. Ellos están muy agradecidos a Dios y a Jesucristo y a los hermanos que los llevaron a ellos. Este fundamentalismo es en verdad respetable. Para un grupo significativo de personas es la única posibilidad que se les brindó de acercamiento personal a Dios. Por eso su entrega a él es apasionada y, dentro de la humana debilidad, total. Lo más visible y que a ellos les da más ánimo es el cambio de conducta, el adecentamiento moral. Pero de modo más profundo van llegando a una cierta posesión de sí y a un cierto conocimiento de Dios, es decir a una relación interna con él.

 

El problema del fundamentalismo es que el Dios que concibe no es suficientemente trascendente y por eso la relación que entabla con él no es suficientemente personalizada y humanizadora y por eso tampoco lo son las relaciones en el grupo y particularmente con el dirigente.

Dios sin duda es el Señor. Pero la manera de comprender ese señorío depende demasiado de la concepción de los señores de este mundo. Es esa misma concepción despojada de toda arbitrariedad y proyectada al infinito. Dios es un Señor universal no sólo porque su señorío se extiende a todo lo que existe sino porque trata a todos con justicia, sin acepción de personas, sin privilegios. Pero es Señor en el sentido de que él está arriba y los demás abajo, él manda, él tiene todo el poder, más aún él se caracteriza por el poder. Por eso lo llamamos con la liturgia romana Todopoderoso y Eterno. Es verdad que su poder está modulado por su amor; por eso en principio su poder está encaminado a nuestro bien. Pero en definitiva su poder se impondrá. Él quiere reinar por las buenas. Pero sobre los recalcitrantes reina a las malas. Él tiene el brazo de la justicia y el de la misericordia. Sólo quiere usar este último; pero, si le obligan, no le queda más remedio que usar su justicia. Es como el ideal de cualquiera que tiene algún tipo de poder: que no debe pretender sino la vida y el bien de aquéllos que tiene a su cargo; pero en último término, si no hay más remedio, tiene que proceder por la fuerza para que se haga lo que se debe.

¿Es así el Padre de Jesús de Nazaret? Es verdad que bastantes textos de la Biblia, sobre todo del Antiguo Testamento, así parecen confirmarlo. Pero nos parece que se podría decir de ellos lo que Jesús dice a propósito del divorcio: que esos textos son una concesión a la dureza del corazón de aquéllos para los que se dieron. Como insisten los Padres de la Iglesia, forman parte de la pedagogía divina que toma en cuenta el grado de desarrollo de los pueblos para llevarlos gradualmente a la plenitud humana cuyo paradigma es Jesús y en definitiva él mismo.

Por eso una hermenéutica de esos textos y del movimiento integral de la Biblia, si la leemos desde Jesús de Nazaret, nos llevaría a pensar, dentro del carácter aproximativo de todos nuestros discursos sobre Dios, que en él no hay dos raíces: la del poder y la del amor; en él no hay sino dinamismo creador, energías de vida, la fuerza del amor. Lo sustantivo de Dios tiene que ver con la creación (en el sentido de actualidad pura), con la vida, con el amor. No hay en él un poder, digamos desnudo, sino el dinamismo, la energía, la fuerza de su amor, de su bondad. Para decirlo negativamente, si es congruente lo que venimos diciendo, eso significaría que no le compete a Dios forzar a nadie, obligarlo desde fuera de sí, coartar su ser, anular su libertad. En ese sentido no sería propio de Dios imponerse. El colmo de imponerse sobre otro es anularlo, hacerlo desaparecer, matarlo. ¿Es propio de Dios matar a alguien? Esa posibilidad ¿está dentro de su manera de ser, de su dinamismo, de sus virtualidades? Nosotros creemos que no. Si llamar a Dios creador no es una denominación accidental y extrínseca que nada dice de Dios sino un atributo suyo que revela su ser, es decir si Dios puede ser llamado propiamente creador, no podría matar porque matar es descrear y el que mata es un descreador.

Así pues Dios, como es el Señor, no está arriba, ni se impone desde fuera por las buenas o por las malas. El señorío de Dios se muestra por el contrario en que sirve a todos, en que lleva a todos en sus manos o a su espalda o en su regazo, en que sostiene a todos y a todo; él da vida, y a él nadie lo puede llevar ni sostener ni dar nada ni prestar ningún servicio. Él no necesita nada. Y si necesitara, lo podría conseguir porque es suyo; no tendría que pedírnoslo a nosotros. Se nota que Dios es Dios porque da a todos todo lo que son, en tanto nadie puede devolverle nada.

Dios no es como los señores que concentran recursos, poder, saber y gloria. Él no tiene que andar acarreando, acumulando, guardando y acrecentando. Él no absorbe ni concentra ni mediatiza lo que de suyo está diseminado y de algún modo pertenece a todos. Él simplemente da de sí; da porque es dadivoso. Da porque es capaz de concebir realidad fuera de sí, de amar lo que no es él mismo, de poner frente a sí, en su presencia, a seres en sí, y de gozarse de su consistencia y de servirla para que llegue al colmo de sus potencialidades. Su mayor alegría es cuando esas realidades dan de sí, como él.

Desde esta perspectiva los mandamientos no son, como lo piensa el fundamentalista, la expresión de nuestro vasallaje, el reconocimiento de que él manda y nosotros obedecemos. Los mandamientos han sido revelados únicamente para nuestro bien. Ellos son los cauces de la vida humana. Darlos es comunicar el secreto de la vida. No le hacemos un favor a Dios si los cumplimos. Él nos hizo el favor de comunicárnoslos. Y al guardarlos nos favorecemos a nosotros mismos. Dios quiere que los cumplamos porque quiere nuestro bien, no para que nos humillemos ante él y reconozcamos su supremacía.

De un modo más general la religión no puede ser concebida (como suele repetir la liturgia romana) como un comercio sagrado, ya que los seres humanos nada tenemos digno de Dios. Pensar que nosotros le damos y que así merecemos que él nos dé es colocarlo a nuestro nivel: al nivel de los intercambios humanos, intercambios entre seres de necesidades que nos complementamos.

Sin embargo la bondad de Dios se nos ha mostrado, más todavía que en darnos en querer relacionarse con nosotros. Más aún, desde el punto de vista cristiano, éste es el objetivo último de la creación. Así Dios se ha revelado como Dios con nosotros. Esta comunicación personal ha llegado al colmo al enviar al mundo a su Palabra. Dios con nosotros es ya uno de nosotros y hasta uno a merced de nosotros. De este modo la divinidad de Dios, su trascendencia, se ha mostrado paradójicamente en su asequibilidad, incluso en su debilidad. Hasta ahí llega la fuerza de su amor. Porque el dinamismo creador, las energías de vida y la fuerza liberadora del amor se manifestaron plenamente en Jesús de Nazaret. Él pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos. Pero los que no se abrieron a su propuesta, los que rechazaron la relación que se les brindaba lo asesinaron. Le quitaron la vida, pero su cerrazón les impidió ver que no le quitaron nada porque él murió entregándosela. De este modo la cruz reveló el terrible poder de los que, cerrándose a la vida y al amor, pueden matar incluso al Hijo de Dios; pero más aún se revela el triunfo del amor en la impotencia porque Jesús no murió como víctima sino desde sí, venciendo al mal a fuerza de bien. Por eso Dios lo resucitó y lo constituyó Señor: él había revelado en su vida a Dios cargando con pecadores y desvalidos y dando la vida por sus enemigos; ahora Dios revelaba la fecundidad de esa entrega: ese dinamismo creador traspasa incluso la muerte. La resurrección de Jesús es la revelación más plena de lo que significa que Dios es creador y que la creación es para estar con Dios para siempre. Jesús no sólo es el sí de Dios a la humanidad sino el sí de la humanidad a Dios. Es tanto la humanidad con Dios para siempre como Dios con la humanidad.

El fundamentalista desconoce ese tipo de relaciones de Dios con la humanidad y por eso no sabe que le tiene que corresponder del mismo modo. No sabe que a Dios le compete vaciarse y que ése es precisamente el colmo de su señorío; y que por tanto él se relaciona con absoluta discreción dando vida sin ser notado, dando lugar, dándonos su Palabra, para que nosotros le respondamos con la misma libertad. Él se nos autocomunica como Padre y Hermano y sólo como hijos y hermanos podemos corresponderle. La sumisión y obediencia total que con razón reclaman los fundamentalistas tienen que realizarse en esta atmósfera de confianza total.

Esto significa que tienen que realizarse con la unción del Espíritu. Y ésta es la mayor insuficiencia en el fundamentalismo. Por eso el que avanza con toda sinceridad en esa heteronomía consecuente y consentida acaba por experimentar un malestar de fondo, una sensación difusa pero persistente de que le falta aire, de que se ahoga, que es la señal de que la relación con Dios está marcada por la exterioridad: Dios es el Totalmente Otro y su atributo fundamental es la voluntad soberana. Vivir para obedecer al que siempre tiene razón, al que está mandando siempre, al que tiene prescrito todo, aunque sea para nuestro bien, es como estar trabajando en una cadena de montaje en la que uno no puede distraerse ni un momento y en la que uno no puede poner nada de sí sino limitarse a realizar lo pautado. Uno no puede reclamar nada porque todo está encaminado para nuestro bien, pero uno se satura y llega a sentir tristeza.

Pero ¿es cierto que la voluntad de Dios está tan objetivada? ¿Es cierto que él pauta todo? ¿Es cierto que nuestra vida es actuar un libreto escrito para nuestro uso sin contar con nosotros? Por supuesto que no. Dios se fía de nosotros. Él nos ha entregado a su Hijo como camino, como prototipo, y ha puesto su Espíritu en nuestros corazones que nos impulsa a seguirlo desde dentro. La fidelidad que se nos pide es creativa: nosotros tenemos que inventar la equivalencia en nuestra situación de lo que Jesús hizo en la suya.

Lo contrario de la autarquía individualista sin horizontes ni cauces es la heteronomía de una ley plenamente objetivada a través de un código minucioso y de la intimación en cada caso del guía espiritual. Lo contradictorio es la fidelidad creativa. El fundamentalista se asegura observando una normativa minuciosa. El cristiano que vive de fe es habilitado para vivir sin ninguna angustia el riesgo de una entrega personal. Él no hipoteca su libertad poniéndose en manos de Dios a través de su ley y su representante sino que por el contrario la actúa al corresponderle con todo lo que es, que es todo lo que Dios le ha dado. El vaciamiento del creyente adulto no se realiza en la observancia a la voluntad de Dios minuciosamente objetivada sino en la unificación interna, de modo que el pensamiento, el deseo, la imaginación, el querer, todo lo que uno es y tiene vaya dirigido a corresponder al amor del Padre participando de la misión del Hijo en el Espíritu.

Esta relación de Dios conmigo que me da lugar para que yo lo ocupe y esta relación mía con Dios en la que yo dejo de buscarme a mí mismo y vivo como hijo de Dios se refleja en un modo de concebir y vivir la comunidad que no es de dependencia respecto del dirigente y de relación pautada a través de una normativa y un ambiente moldeado por el que detenta la autoridad y reforzado por la actitud obsecuente de los miembros del grupo sino de relación horizontal y mutua en la que todos se llevan recíprocamente en el amor fraterno, en la fe y en la vida cristiana, y el dirigente anima como guía fraterno el proceso de iniciación en el misterio cristiano y estimula la participación de cada uno.

En el fundamentalismo no hay campo para procesar los desencuentros, malentendidos y divergencias. Cada quien se los traga y la resolución es disciplinar. En este esquema con dificultad se toleran los errores y menos aún las infidelidades. Ésta es una fuente constante de malestar. En el cristianismo personalizado que estamos considerando, mientras las personas quieran continuar en el camino, hay lugar para la rectificación. El modo de procesar los problemas es el diálogo, que puede resultar por momentos áspero y duro; pero en este horizonte cabe el pedir perdón y darlo, la paciencia y la tolerancia y por tanto la superación personal.

Un aspecto que habíamos estimado del fundamentalismo es su hambre de verdad frente al subjetivismo aleatorio del ambiente. En el esquema que consideramos la verdad no son propuestas detalladas sino un perpetuo echarle cabeza para conocer los designios de Dios, para hacer justicia a la realidad, para percibir por dónde pasa el Espíritu, y para obrar desde lo más genuino de uno y no de un modo meramente voluntarista o por espíritu de cuerpo.

 

 

 

4. PRACTICAR EL CRISTIANISMO SIN SENTIDO DE PERTENENCIA

 

4.1 FENOMENOLOGÍA

 

Un tipo de religiosidad y más concretamente un modo de vivir el cristianismo que está aumentando mucho en los últimos años y que merece muy atenta consideración es aquél que podría se caracterizado como cristianismo practicante aeclesial. Son personas que normalmente se autodenominan católicas, incluso que viven su identidad en pacífica posesión, pero sin sentido de pertenencia. No ligan su ser cristiano con la pertenencia a una comunidad apostólica, es decir que deriva de la comunidad de los primeros seguidores de Jesús, que se siente animada por su mismo Espíritu, y ha recibido y trasmite las tradiciones que se remontan a los testigos de su resurrección y más atrás a los de su vida mortal.

Este tipo responde a un estado de postcristiandad. Si ser cristiano fue uno de los componentes del ser latinoamericano, si todos eran cristianos, no había que hacer algo especial para serlo, más allá de seguir los ritmos de las celebraciones sociales (la mayoría de las cuales eran fiestas cristianas y todas incluían una solemnización religiosa) y los ritos de iniciación (que siendo ritos culturales tenían formas cristianas), y guardar la conducta que estaba pautada por normas y costumbres y sancionada por la institución eclesiástica. Claro está que había personas que tomaban una iniciativa más personal y más institucionalizada, pero la mayoría vivía con buena voluntad o distraídamente lo admitido que se suponía convenido y que con frecuencia era realmente aceptado.

Al aflojarse los lazos de la institución eclesiástica por efectos de la secularización y más todavía al disminuir drásticamente los efectivos de la institución, un número bastante considerable va perdiendo la referencia a ella. Para unos eso trae como consecuencia el aflojamiento de la identidad católica. Para otros por el contrario, al difuminarse en el horizonte la institución, se va dando el proceso de ir tomando en sus manos la alimentación de ese aspecto religioso de su ser que se sigue considerando cristiano.

Estas personas quieren vivir su cristianismo. No es que para ellos ése sea un asunto de vida o muerte, pero sí tienen una cierta determinación de vivir como cristianos y de cultivar su religión. No es que tengan mucha idea de cómo hacerlo. Pero les parece que con su instinto cristiano y su buena voluntad les basta para irse guiando en la vida. No se les ocurre ir donde un cura. Les parece demasiado lejano y complicado. Sienten que no van a entenderse y, como no quieren tener experiencias negativas en este campo, piensan que mejor es dejar las cosas de ese tamaño. No es que tampoco tengan alergia a los curas. Pero no ven que la cosa vaya por ahí. Ellos tienen algunas ideas básicas respecto de Dios, del modo de relacionarse con él y de lo que él espera de nosotros, y les parece que lo fundamental es vivir desde ahí, es decir no olvidarlas ni en la cotidianidad ni cuando algo grave la interrumpe. Pero para refrescarla siempre van buscando cómo empatar con lo religioso. Puede ser que en la casa tengan alguna imagen y tal vez también en la cartera, y que se acuerden de ella y le recen algo. También tienen algunas otras costumbres como rezar al acostarse o al levantarse o santiguarse cuando pasan frente a una iglesia o entrar de vez en cuando al templo, por supuesto ir a misa por un difunto o una graduación o algún otro evento. Además ven algún programa religioso, por ejemplo la misa del Papa, por televisión; escuchan de vez en cuando emisoras evangélicas que tienen mensajes interpelantes y explican con devoción la Palabra de Dios. También adquieren folletos o incluso algún libro que cae en sus manos y que hable de religión. Y hasta escuchan a algún familiar o amigo que sabe más del asunto y conversa de estos temas.

Por supuesto que se les pasan completamente desapercibidas las diferencias confesionales. Claro que saben que no son lo mismo los evangélicos que los católicos; pero para lo que a ellos les interesa las diferencias que haya (que ellos no pueden explicitar) no son relevantes. Este tipo de personas no se siente movido a entrar en ningún grupo, pero como sí quiere ser cristiano, se sirve de lo que encuentra en su medio. A él no le interesa tanto lo que diga en sí lo que ve o lee; sólo se fija en lo que pueda ayudarlo. Eso es lo que toma y lo demás simplemente lo deja de lado. Por eso no le gusta discutir de religión. Cada quien tiene sus ideas y nadie tiene derecho a meterse con ellas. Lo fundamental es ser congruentes con ellas, es decir vivirlas dentro de lo que permite la humana debilidad y la dureza de la situación. Pero él está persuadido de que sí se puede vivir cristianamente e ir ganando terreno poco a poco.

Siempre ha habido personas así; pero ahora no sólo son muchas y van en aumento sino que han perdido de modo mucho más radical que antes la referencia institucional. Esto ha llegado a tal extremo que empieza a no ser raro el caso de quien se confiesa sinceramente católico y no está bautizado y no ve en esto ninguna incongruencia. Quiero insistir en que estas personas viven en pacífica posesión de su identidad cristiana. Dentro de lo sumario de esas concepciones, no se sienten confundidos ni siquiera inseguros. De ningún modo aceptarían que su religión es aleatoria y menos aún sincrética. Ellos se sienten cristianos y tratan de vivir su cristianismo con coherencia.

Naturalmente que no son gente tradicional (criollos viejos o campesinos afincados en su tierra). Son gente nueva, renacidas en las ciudades que se dispararon desde mediados de los años cincuenta del siglo pasado. Gente que vive de modo abierto, que no considera a su identidad como algo claro y distinto, incluso previo a ellos, que ellos se limitaron a asumir. Son personas que se van haciendo, aunque dentro de ciertas coordenadas que les sirven de criterios y de orientación. Entre esas coordenadas está precisamente el cristianismo, que, como las demás, son elementos sumarios pero densos, respetados y asumidos personalmente. Son principios estructuradores y a la vez el horizonte de sus vidas.

Desde ese talante resulta comprensible que una institución como la eclesiástica, sentida como tradicional, fija, incluso minuciosa y además taxativa, no sólo no tiene nada que decirles sino que la ven como una amenaza para su andadura, para su periplo vital. Podrán llegar a más o menos en sus vidas. Pero es claro que no tienen ninguna intención de regresar al mundo fijo del pasado. Para ellos sería tanto como renunciar a constituirse como humanos, a buscar una existencia auténtica.

 

4.2 DISCERNIMIENTO

 

Para discernir esta forma de vivir el cristianismo quisiera comenzar preguntando si ese vivir estructuralmente abierto, que es característico de gran parte de nuestros conciudadanos hasta dar el talante del tiempo, es buen conductor del Espíritu que mueve la historia abriéndola incesantemente o hay que entenderlo como una resistencia al Espíritu, como infidelidad deshumanizante. Creo que mucha gente que migró a las ciudades hasta convertirlas en megalópolis no buscaba sólo medios de vida sino más aún un modo de vida más dinámico, más libre, más responsable, más creativo. Era el agotamiento de las repúblicas señoriales y la irrupción de las masas en la vida pública. Una irrupción resistida y contrastada por los que tenían tradicionalmente poder y coaptada por los poderes nuevos, tanto nacionales como transnacionales, pero que dista mucho de haber cedido, que todavía está en una onda expansiva, que no cabe en los cauces de la dirección dominante de esta figura histórica, y de ahí la terrible violencia institucionalizada que caracteriza nuestra época.

El que mucha gente haya salido de su tierra, de su modo de vivir y de entenderse, de su horizonte vital indica no sólo la estrechez irrespirable de una situación sino más todavía las desbordantes energías de vida de esas personas. Es expresión de su obediencia a un dinamismo creador que busca canales para realizarse. Ahí hay una fe de fondo, una fe fundamental, trascendente. ¿Cómo no decir que en todo esto hay fidelidad al Espíritu? Es una fidelidad primordial, que puede coexistir con pasos en falso, con inercias, con contradicciones. Uno de todos modos quiere ir más allá porque intuye que puede ser más, en definitiva ser humano de modo más cualitativo. Este vivir abierto, con todas las matizaciones que quieran hacerse, es con todo vivir abiertos al Espíritu de Dios.

Es una gran cosa que estas personas consideren que su ser cristiano no queda del lado de allá, confinado en su pasado sino que él forma parte de los principios dinamizadores y orientadores del tiempo nuevo. Este discernimiento primario debe ser muy altamente valorado porque no lo propicia el ambiente sino que es una decisión altamente personalizada. Esta decisión implica un discernimiento a su modo matizado cuando se tiene en cuenta que la institución eclesiástica sí pertenece para ellos a ese mundo cerrado, reglamentado, en el que no cabe el proceso de irse haciendo, esa apertura estructural que es la condición de posibilidad de su constitución personal. Así pues estas personas no son anticlericales porque su distancia respecto de la institución eclesiástica es mucho más de fondo, es decir porque están en un horizonte donde ella, tal como ellos la perciben, no cuenta y ni siquiera aparece. No es que estén en contra de las instituciones. Descartan para su aventura vital aquellas instituciones que piensan que están estructuralmente cerradas.

Ellos no tienen problema en reconocer a compañeros de camino. Si fuera posible en los curas una apertura vital como la que ellos reconocen en sí y en los que captan como coetáneos suyos (es decir como los que viven no sólo en su mismo tiempo cronológico sino en su misma época histórica, en su misma aventura vital), no sólo no tendrían ningún inconveniente con ellos sino que agradecerían su presencia específica. Pero para eso tendrían que vivir personalmente abiertos, tendrían que hablar lo que piensan y hacer lo que les convence; no podrían presentarse como funcionarios honestos y esforzados que dicen lo que tienen que decir y hacen lo que está pautado.

Diríamos que para estas personas Dios es el trascendente que acompaña y va adelante. Por eso confían en él como garantía de apertura superadora y como fuerza en ese trance desgastante de renacer, de crecer, de irse haciendo más humano, cuando en uno y más todavía en el ambiente hay tanto que conspira para no caminar sino meramente adaptarse o para no ir hacia adelante sino desviarse por callejones sin salida en los que se pierde la genuina humanidad. Para bastantes de estas personas Jesús aparece como el modelo de los caminantes, como el que entre dificultades crecientes anduvo de tal modo que llegó a ser la persona más humana que ha transitado este mundo y lo transitará. Pero además de luz y estímulo para caminar, Jesús es para estas personas el compañero de camino, el compañero discreto, fiel y leal, que da consejos buenos y está siempre dispuesto a ayudar.

El que estas personas que sienten más o menos a Dios y a Jesús hayan perdido la referencia a la Iglesia se explica porque la mayoría de la Iglesia no hemos recibido el Concilio. El santo y seña del Concilio es precisamente la encarnación solidaria, el echar la suerte con los contemporáneos. Esta Iglesia que, como la Palabra de Dios, sale de sí para incorporarse a la humanidad, es decir para poner en común lo mejor de sí hasta formar un cuerpo social, es la que no han conocido estas personas. Lo que ellas saben de la Iglesia es que es una institución caracterizada más bien por su espíritu de cuerpo, es decir por tener sus propios fines y señas de identidad, aunque en su acción pueda ser altruista. Pero es la acción de una corporación, no la solidaridad abierta de unas personas que se constituyen como tales por las relaciones horizontales y mutuas que entablan con sus contemporáneos. Ciertamente que la Iglesia que han conocido estas personas no es esa Iglesia experta en humanidad de la que habló Pablo VI, experta porque la experimenta a fondo en sí y en el trato con los demás, no especialista porque sabe mucho por investigación científica.

Estas personas desean ser acompañadas, pero sólo aceptan a compañeros de camino. Es claro que hay aquí una llamada de Dios para constituirnos como tales.