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Gentileza de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
En la teología
contemporánea, tanto en la que se elabora en el mundo industrializado como en
las teologías emergentes, hay una creciente conciencia sobre la unidad entre el
Jesús pre-pascual y su mensaje sobre el inminente inicio del reinado de Dios1.
Una herencia feliz de la teología de la liberación es la conciencia sobre el
hecho de que ese reinado de Dios tiene implicaciones muy concretas para un mundo
amenazado por la injusticia, por la desigualdad, por la violencia político-militar
y por los desastre ecológicos.
Conviene, sin embargo, comenzar haciendo algunas aclaraciones sobre el lenguaje
que utilizo aquí, porque se distingue de la terminología usual en la teología.
Prefiero la expresión "Jesús pre-pascual", porque, a diferencia de
otras, como la de "Jesús histórico" o la de "Jesús
terreno" deja más claro que sólo hay un Jesús, y no dos, y que Jesús el
Mesías (o el Cristo) no es una simple proyección de nuestra fe, sino el mismo
Jesús que, como dice el poeta, "anduvo en la mar". El Jesús que pescó
en el lago Tiberíades, el Jesús colgado del madero y el Jesús resucitado son
uno mismo, y a esa persona única es al que nuestra fe proclama Mesías e Hijo
de Dios. Por otra parte, el término "reinado" traduce mejor que
"Reino" el carácter dinámico de la basileía (malkut)
de Dios, sin quitar nada de su historicidad y de sus ubicaciones
espacio-temporales, como veremos.
¿Desapareció la unidad entre el reinado de Dios y Jesús después de la
Pascua, cuando se fue haciendo claro que ese reinado no había llegado (A.
Schweitzer)? ¿O sí vino ese reinado y se realizó en la Iglesia Católica, en
el Imperio de Constantino, en el Reich de Hitler o en la Nicaragua de los
sandinistas? Realmente, no siempre queda claro qué significa para nosotros esa
unidad entre Jesús y el reinado de Dios, puesto que nos ha tocado vivir no sólo
después de la Pascua, sino también después de muchos intentos fracasados de
decir "el reinado de Dios está aquí" (Lc 17:21).
Tratemos de pensarlo.
En la teología
se repite de un modo casi mecánico la tesis de que el anuncio del reinado de
Dios por parte de Jesús fue sustituido, después de la Pascua, por el anuncio
de Jesús como Cristo. Creo que esta tesis es totalmente errónea, por muchas
razones, comenzando por la razón obvia de que el Nuevo Testamento nos muestra
que los discípulos siguen anunciado el reinado de Dios después de la Pascua2,
siendo este anuncio el contenido esencial de su misión: la gran obra lucana
culmina precisamente cuando nos presenta a Pablo anunciando el Evangelio en
Roma, lo cual significa literalmente estar "predicando el reinado de Dios y
enseñando lo referente al Señor Jesús, el Mesías" (Hch 28:31).
Pero, ¿por qué es teológicamente inseparable (y no sólo exegéticamente
inseparable) el anuncio de Jesucristo del anuncio del reinado de Dios? Hay una
razón evidente, que hemos mencionado al principio: el Jesús que anunciamos hoy
no es otro distinto del Jesús que antes de la pascua se entregó por entero a
proclamar, con obras y palabras, el comienzo del reinado de Dios: "Después
de que Juan fue encarcelado, Jesús fue a Galilea a predicar la buena noticia de
Dios, y decía 'se ha cumplido el tiempo y el reinado de Dios se ha acercado.
Arrepentíos y creed la buena noticia" (Mc 1:14-15). No es posible entender
la persona de Jesús sin este dato fundamental de su biografía, y por tanto
tampoco es posible anunciarle hoy.
Sin embargo, este dato fundamental de su biografía todavía no nos aclara en qué
sentido su anuncio del comienzo del reinado de Dios es verdadero (y no una
promesa incumplida) y puede ser continuado por nosotros hoy, después de la
Pascua. Por esto es necesario añadir una segunda razón, referida a nuestro
tiempo. El anuncio de Jesucristo es inseparable del anuncio del reinado de Dios
precisamente porque la función de Jesús después de la Pascua consiste en
introducir y ejercer el reinado de Dios en la historia. Veamos esto más
despacio.
Tras la Pascua,
Jesús ha sido declarado Hijo de Dios (Ro 1:4), y ha recibido el nombre que está
sobre todo nombre, el título de Señor (Flp 2:9-11). La consideración de los títulos
de Jesús ha servido frecuentemente para que la teología se pregunte ontológicamente
por la realidad de Jesucristo, por su divinidad. Sin embargo, la identificación
de Dios con Jesús no sólo tiene un significado ontológico, sino que también
y al mismo tiempo nos habla sobre su función en la historia: "Dios estaba
en Cristo reconciliando el mundo consigo" (2 Co 5:9).
Esto lo expresan más claramente otros títulos como el de "Rey" (Mt
21:5; 25:34; 27:37; etc.) o el de "Mesías" (Jn 1;41; 4:25). Como es
sabido, "Mesías" se tradujo al griego como "Cristo", y
aunque el término funciona ya a veces en el Nuevo Testamento como un nombre
propio, no hay que perder de vista su significado originario. Para el cristiano
helenista, la palabra "Cristo" significaba lo mismo que para el oyente
judío el término "Mesías": es el Ungido. Y la unción en este caso
significa la designación de alguien para el oficio de rey (1 S 10:1; 16:13). Y
el reinado de ese rey no es otro que el reinado de Dios. Precisamente por esto
carece de todo sentido la separación entre el anuncio de Cristo, es decir, del
Mesías, el Ungido, y el anuncio del reinado de Dios. No hay ni puede haber un
Cristo sin reinado. Solamente un dualismo cristológico radical entre el
"Jesús histórico y el "Cristo de la fe" ha podido pretender
arrebatarle a Jesucristo su reinado.
Anunciar a Jesús como Cristo es, por tanto, anunciarle como Ungido que ha
comenzado a ejercer el reinado de Dios en la historia. El reinado de Dios ha
pasado a ser ahora "el reinado de su amado Hijo" (Col 1:13). Contra lo
que se suele afirmar, el reinado de Dios no desaparece de la fe cristiana tras
la muerte y resurrección de Jesucristo. Al revés: lo que la fe cristiana
afirma es que el reinado de Dios, anunciado por Jesús, ya ha comenzado en
nuestro mundo, y está siendo ejercido por el Mesías. Jesús es el Rey que
ejerce el reinado en nombre de Dios Padre. Por eso la carta a los Efesios puede
hablar con toda propiedad del "reinado de Cristo y de Dios" (Ef 5:5).
A veces se piensa
que el reinado de Dios es un reinado celestial, donde Jesucristo tiene su trono,
y al que las personas pueden acceder después de su muerte. Pero no es ésa la
idea que aparece en el Nuevo Testamento. Ante todo es bien sabido que la expresión
"Cielos" es un modo piadoso con el que los judíos evitaban pronunciar
el nombre de Dios. La "voluntad de los Cielos'' es la ``voluntad de Dios'',
y el "reinado de los Cielos" no es otra cosa que "reinado de
Dios". La Buena Noticia no es la existencia de un reino en el cielo, sino
el hecho de que Dios ha comenzado a reinar tanto en la tierra como en el cielo.
El reinado de Dios ha comenzado en la historia.
Afirmaciones como "mi reinado no es de este mundo" (Jn 18:36) no
significan que el reinado de Jesús no tenga lugar en la historia. A lo que se
refieren es, en primer lugar, a la procedencia de ese reinado: ese reinado que
irrumpe en la historia es el reinado de Dios, y no un reinado creado por los
poderes de este mundo. Y esto significa, en segundo lugar, que ese reinado no
obedece a la lógica de este mundo, especialmente a la lógica de la violencia y
de la contra-violencia: "si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos
lucharían para que yo no fuera entregado" (Jn 18:36).
Se podría pensar entonces que el reinado de Dios, aunque haya comenzado en la
historia, es sin embargo un reinado puramente interior e invisible. Jesucristo
reinaría solamente en nuestros corazones. Y se cita por ejemplo Lc 17:21:
"El reinado de Dios no viene con preparativos, ni dirán 'está aquí o allí',
pues he aquí (idoù) que el reinado de Dios está entós hymôn".
Este entós hymôn se puede traducir por "dentro de ustedes",
pero también, y más adecuadamente, por "entre ustedes" o "en
medio de ustedes". Y ello nos muestra algo esencial, que es precisamente el
hecho de que el reinado de Dios no es puramente individual, sino que alude a una
comunidad: la comunidad de los discípulos de Jesús.
Esta comunidad es algo visible en la historia. Por eso mismo, el reinado de
Dios, ejercido por Jesús, no pasa desapercibido a los poderosos de este mundo,
sino que por el contrario les produce inquietud y les desestabiliza. Así, por
ejemplo, algunos cristianos de Tesalónica fueron acusados ante las autoridades
del siguiente modo: "Éstos, que han revolucionado el mundo entero se han
presentado también aquí, y Jasón los ha hospedado. Todos ellos actúan contra
los decretos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús" (Hch 17:6-7).
Para los judíos de Tesalónica quedaba muy claro (1) que el reinado de Dios se
sigue predicando después de la Pascua, (2) que ese reinado es ahora ejercido
por Jesús, y (3) que ese reinado se realiza en la historia, incluso hasta el
punto de cuestionar el reinado del César.
No se trata de un simple malentendido de aquellos judíos. Los mismos cristianos
perciben esta oposición entre el reinado de Dios, ejercido por Jesús, y los
sistemas políticos vigentes en el mundo. Pablo dice sencillamente que fueron
"los gobernantes de este mundo" (en general) los que crucificaron a
Cristo (1 Co 2:8), y Santiago dice lo mismo refiriéndose a los ricos (Stg
5:1-6). No se trata sólo de una generalización de algo sucedido puntualmente
en el Calvario, sino también de una percepción de qué es lo que está
sucediendo hoy, en la historia, después de la Pascua.
El asunto es tan importante, que sirve incluso para anticipar los contenidos
fundamentales del tiempo que resta entre la resurrección de Jesús y el final
de los tiempos. Se trata de un tiempo marcado por la lucha de los poderosos de
la tierra contra Dios y su Ungido (Sal 2:1 citado en Hch 4:26). Del mismo modo,
el Apocalipsis prevé que los sistemas políticos del futuro se opondrán al
reinado de Jesús. Sin embargo, éste les vencerá, "porque es el Señor de
señores y Rey de reyes, y con él vencerán los suyos, los llamados, los
elegidos, los fieles" (Ap 11:14). De este modo, queda apuntado aquello
hacia lo que tiende la historia: hacia la instauración definitiva del reinado
de Dios ejercido por el Mesías (Mt 16:28). Como dice Pablo, primero ha sido la
resurrección de Cristo, después vendrá la resurrección de los que son de
Cristo, y "entonces será el fin, cuando él entregue el reinado al Dios y
Padre, y anule todo poder y toda autoridad y toda potencia" (1 Co 15:24).
De este modo, el reinado de Dios, entregado a Jesús resucitado durante el
tiempo que resta de la historia, volverá definitivamente al Padre, para que
Dios lo sea todo en todo (1 Co 15:28).
Ahora bien, si el anuncio de Jesús implica el anuncio de su reinado, y si este
reinado se ejerce en la historia, ¿por qué Jesús no aceptó ser proclamado
rey de Israel? El evangelio de Juan nos dice que después de que Jesús alimentó
a las multitudes, la gente decía: "éste es el profeta que tenía que
venir al mundo. Y Jesús, dándose cuenta de que querían llevárselo para
hacerle rey, se retiró otra vez al monte solo" (Jn 6: 14-15). ¿Qué
reinado es éste que no se realiza políticamente? Para entender esto, tenemos
que volver los ojos a la historia de Israel.
El evangelio de
Lucas comienza anunciándonos que Jesús "será grande y se le llamará
Hijo del Altísimo; el Señor le dará el trono de David, su padre, y reinará
sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin" (Lc
1:32-33). ¿Qué significa ser rey de la casa de Israel, ocupando el trono de
David?
Para entender el sentido fundamental del reinado de Dios sobre Israel hay que ir
a un texto muy poco citado, y que sin embargo ilumina la experiencia fundamental
del pueblo hebreo: la liberación de Egipto. Cuando los israelitas atraviesan el
mar, y el ejército opresor se hunde en las aguas, Moisés entona un cántico
triunfal en el que se enumeran todas las acciones salvíficas del Señor (YHWH)
en favor de su pueblo, abriendo una perspectiva que culmina con la construcción
del templo. El Señor no sólo es más fuerte que el estado egipcio, sino también
más fuerte que los príncipes de Edom, Moab y Canaán. El canto termina
solemnemente con la aclamación: "el Señor reina por siempre jamás"
(Ex 15:18). Situado en este contexto, el significado de este salmo es claro. Una
vez liberados del poder opresivo del faraón, el pueblo israelita se constituye
como una sociedad fraterna, en la que no se han de repetir las injusticias de
Egipto, para poder de esta manera representar una alternativa atractiva para
todos los pueblos de la tierra. Y esto significa en concreto: en Israel ya no
habrá faraones, sino que Dios mismo reinará sobre su pueblo.
El reinado de Dios tiene por tanto un significado muy concreto: no hay otros
reyes sobre Israel. De hecho, esto fue lo que sucedió durante unos dos siglos,
entre el 1250 y el 1030 a.C. Israel fue una sociedad acéfala, a diferencia de
los sistemas políticos del entorno, centrados sobre un rey más o menos
sacralizado y dotado de funciones sacerdotales. Sin embargo, la presión de los
pueblos vecinos llevó a que el pueblo israelita se quisiera dotar de una
monarquía "como los demás pueblos" (1 S 8:5). Israel no quiere ser
una sociedad alternativa. Ante la petición popular, el Señor acaba diciéndole
al profeta-juez Samuel: "Obedece la voz del pueblo en todo lo que te diga,
porque no te han rechazado a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos. Así
se han portado conmigo desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome
para servir a dioses extranjeros... pero adviérteles bien y hazles saber los
derechos del rey que van a tener" (1 S 8 7-9). Estos derechos no son otros
que la posesión de un ejército y de una corte real, con el consiguiente
aumento de la violencia y de la desigualdad en el pueblo.
El reinado de Dios es sustituido por un rey humano (1 S 12:12), de tal manera
que la injusticia y la idolatría tienen una raíz común: el deseo de ser como
los demás pueblos, y no una alternativa distinta. Por supuesto, Dios sigue
guiando a su pueblo incluso a través de sus elecciones equivocadas, hasta el
punto de que la figura del rey David va a servir para dar forma concreta a las
expectativas mesiánicas dirigidas al futuro (2 S 7:12-16). Incluso el pecado de
David con Betsabé va a dar lugar a la línea dinástica de la que saldrá el
Mesías (2 S 12:24). Pero la legitimación a posteriori de la monarquía
no pierde de vista que los reyes de Israel no se sientan en un trono propio,
sino "en el trono del reinado del Señor sobre Israel" (1 Cro 28:5; 2
Cro 13:8).
Sin embargo, la monarquía se hunde debido a las infidelidades de los reyes de
Israel y Judá, y el templo donde reside la gloria de Dios cae en manos de los
gentiles. Ante esta situación, los profetas afirman que la ruina de la dinastía
y del templo no significa el final del reinado de Dios. Dios sigue reinando
sobre el universo entero y sobre todos los pueblos (Jer 10:7.10; Zac 14:9). Y
esto significa entonces que hay una esperanza que se puede dirigir hacia el
futuro, cuando Dios vuelva a reinar sobre su pueblo Israel: "el Señor de
los ejércitos reinará en el monte Sión y en Jerusalén, y ante sus ancianos
brillará su gloria" (Is 24:23).
Esta esperanza va tomando unos perfiles concretos: Israel volverá a ser una
sociedad alternativa capaz de atraer a todos los pueblos hacia sí (Sof 3:9-10).
Esto significa quitar de en medio del pueblo elegido a aquellos "orgullosos
fanfarrones", responsables en último término de la idolatría y la
injusticia (Sof 3:11). Lo que Dios dejará será "un pueblo humilde y
pobre, que esperará en el nombre del Señor, el resto de Israel, que no cometerá
injusticias ni dirá mentiras, ni tendrá en su boca lengua falsa; pastarán y
reposarán sin que nadie les inquiete" (Sof 3:12-13). Entonces se podrá
prorrumpir en alabanzas, porque Dios habrá vuelto a ser rey de Israel: "¡Canta
himnos, hija de Sión, alégrate, Israel, regocíjate y goza de todo corazón,
hija de Jerusalén! El Señor ha retirado la sentencia que pesaba contra ti, ha
alejado a tus enemigos; el Señor, rey de Israel, está en medio de ti; no
tienes que temer ya ningún mal" (Sof 14:15).
Desde este punto de vista, es Dios mismo el que va a volver a ocuparse en
persona de su pueblo, en lugar de los malos pastores que se han aprovechado de
él y lo han llevado a la ruina. Dios mismo reclama su rebaño, y él mismo se
encargará de pastorearlo y de establecer la justicia (Ez 34:10.15.17). Por
tanto, lo que se promete para el futuro se asemeja en cierto modo a la situación
anterior a la instauración de la monarquía: un pueblo sin reyes, a diferencia
de todos los demás. Sólo en cierto modo, porque las promesas para la casa de
David no han desaparecido. Lo que sucede es que ahora se habla de un "príncipe"
(nasí) y ya no necesariamente de un rey (Ez 34:24).
Todo esto entraña ciertas oscuridades respecto a la figura del Mesías, que
pasa incluso a ser representada ocasionalmente por un gobernante pagano (Is
45:1). No obstante, lo que predomina es una cierta colectivización del ideal
mesiánico, que parece ser desempeñado ahora todo el pueblo de Israel,
adquiriendo incluso rasgos decididamente pacíficos (Is 42:1-4). Lo que en
cualquier caso queda claro es que las grandes potencias mundiales, con sus
rasgos bestiales e inhumanos, tienen sus días contados, y el reinado de Dios se
impondrá definitivamente (Dn 2:44). Ciertamente, la figura de un "hijo de
hombre" es decisiva para estas esperanzas, porque a ese "hijo del
hombre" se le entregará el reinado definitivo de Dios (Dn 7:13-14). Pero
la soberanía parece también pertenecer colectivamente a todo el pueblo:
"el reinado, el poder y la grandeza de los reinos que hay bajo todo el
cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo; su reinado será
un reinado eterno, y todos los imperios le servirán y estarán sujetos a él"
(Dn 7:27).
Nos preguntábamos cómo era posible que el Jesús que las comunidades
cristianas proclamaban como rey ungido, fuera el mismo que antes de la Pascua
rechazó ser entronizado por sus seguidores (Jn 6:15). Para aclarar cuál era la
comprensión que Jesús podía tener del reinado de Dios, nos hemos dirigido a
algunas imágenes fundamentales sobre el mismo en el Antiguo Testamento. En
ellas nos hemos encontrado sin duda con la posibilidad de que el reinado de Dios
pueda ser ejercido por un rey, ungido por Dios para ese fin. Sin embargo, la
introducción de un rey es contemplada críticamente por el Antiguo Testamento,
el cual constata además el hundimiento de ese proyecto monárquico. Obviamente,
Jesús no quería protagonizar la reintroducción de una monarquía. Esto no
significa que el reinado de Dios haya desaparecido del horizonte de la fe de
Israel, sino más bien al contrario: se vuelve a afirmar que Dios mismo
va a volver a reinar sobre su pueblo. Pero esto deja en cierta oscuridad cuáles
serán las características propias del reinado de Dios en la historia y la
función que en ese reinado desempeñará el descendiente de David. Para salir
de esa oscuridad, tenemos que ir a contemplar directamente a ese descendiente.
Así como un ``Cristo de la fe'' separado del reinado de Dios representa una falsificación del Jesús predicado por los apóstoles, el cual, lejos de ser una simple proyección de la fe, es un Mesías real que ejerce en la historia el reinado de Dios, del mismo modo, la idea de un reinado de Dios separado de Jesucristo carece de sentido bíblico y teológico. Y esto, al menos, por dos razones.
En primer lugar, porque Jesús es el que posibilita conocer qué es el reinado de Dios.
Y, en segundo lugar, porque Jesús es el que posibilita entrar en el reinado de Dios.
Veamos esto más
detenidamente.
Si
careciéramos del testimonio de las primeras comunidades sobre Jesús, fácilmente
se podría confundir el reinado de Dios con una teocracia o con un mesianismo
político. La teocracia proclamaría a Dios mismo como verdadero gobernante de
un determinado estado, el cual se constituiría políticamente de acuerdo a unas
leyes dadas por Dios para todos sus ciudadanos. Obviamente, las teocracias fácilmente
se hacen intolerantes respecto a quienes no comparten la misma fe o frente a
quienes infringen la presunta voluntad de Dios. Además, la correcta
interpretación de la voluntad divina exige de un cuerpo de especialistas, que
son los que de hecho rigen los destinos del estado: las teocracias son de hecho
hierocracias (de hiereús, sacerdote). Mientras que las teocracias
santifican un determinado sistema político declarándolo como aplicación
directa de la voluntad divina, los mesianismos denuncian los fallos y las
injusticias del sistema social, prometiendo una rápida solución. Todo cambiará
en el momento en que el personaje o el grupo mesiánico alcance el poder político.
El poder político es la clave para realizar, desde arriba, las transformaciones
sociales que se consideran necesarias.
Tanto la teocracia como el mesianismo se diferencian radicalmente del reinado de
Dios que Jesús proclamó con sus obras y palabras. El reinado de Dios es una
buena noticia para los pobres (Mt 11:5), cosa que ni las teocracias ni los
mesianismos lo son, al menos a largo plazo. Las teocracias y los mesianismos
legitiman una dominación presente o futura, acudiendo en ocasiones a algún
tipo de retórica sobre los pobres. Lo que Jesús proclama es por el contrario
el fin de toda dominación. No se trata de un final futuro de la pobreza, cuando
el grupo correcto llegue al poder. El reinado de Dios significa el comienzo, ya
desde ahora y desde abajo, de unas nuevas relaciones sociales. Los relatos
de la alimentación de las multitudes ilustran este hecho. Jesús no sólo
afirma, frente a los discípulos, que el hambre de los pobres concierne a su
misión (Mc 6:35-37), sino que también señala que la tarea de los discípulos
no es convertirse en mediadores entre el sistema económico y los pobres, al
estilo de una organización caritativa ``no gubernamental''. La solución de Jesús
es más radical, pues exige que los discípulos salgan de la lógica
``vertical'' del sistema, compartiendo lo que tienen porque así
alcanzará para todos y sobrará (Mc 6:37-44)3.
El reinado de Dios, así considerado, es algo que ya comienza en la historia, y
no un evento del porvenir. No es un atributo estático de la divinidad, sino una
función que Dios ejerce prácticamente sobre la historia. Lo cual quiere decir
que no hay reinado de Dios si no hay nadie sobre quien Dios reine. Y esto
significa, por tanto, que el reinado de Dios requiere una comunidad. Es la función
de Israel en la antigua alianza y de las comunidades cristianas en la nueva. De
hecho, Jesús no pretende otra cosa que convocar de nuevo a Israel a
constituirse como auténtico pueblo de Dios (Mt 23:37-39). La comunidad sobre la
que Dios reina, obviamente, es una comunidad nueva, distinta a los demás
pueblos de la Tierra, no para aislarse de ellos, sino para constituir para
ellos una alternativa distinta y atractiva. La comunidad de los discípulos
de Jesús, en la medida en que sea distinta del mundo que la rodea, puede ser
sal y luz para ese mundo. Es la ciudad situada sobre el monte, que no se puede
esconder, sino que está a la vista de todas las naciones, y precisamente así
cumple una función en favor de toda la humanidad (Mt 5:13-16).
La comunidad sobre la que Dios ejerce su reinado tiene entonces unas características
propias, que la diferencian de otras comunidades humanas. En primer lugar, como
dijimos, un compartir real, que elimina tanto la escasez como las diferencias
sociales. Por eso precisamente el reinado de Dios no es muy atractivo para los
ricos (Mc 10:23), aunque no estén a priori excluidos del mismo (Lc
19:1-10). Pero no es la dominación económica la única que desaparece. El
hecho de que Dios reine implica que nadie más reina, y que por tanto
no es posible ninguna forma de dominación. Por eso carecen de sentido preguntas
como la de quién es mayor en el reinado de Dios, pues en el reinado de Dios se
invierte toda forma de poderío, incluyendo el poder de los adultos sobre los niños
(Mt 18:1-5). Solamente los que se hacen como niños entran en el reinado de
Dios. Incluso las diferencias basadas en el propio trabajo desaparecen en el
reinado de Dios. Los que han trabajado todo el día reciben exactamente lo mismo
que los que solamente han trabajado unas horas (Mt 20:1-16). Esta desaparición
de las diferencias incluye la desaparición de todo paternalismo y de
todo patriarcado. Quienes abandonan los lazos familiares y económicos
para unirse a la comunidad de Jesús reciben ``el ciento por uno'' en todo menos
en... padres (Mc 10:29-30; Mt 23:9). Y es que cuando se comparte, nadie queda en
posición de cuidar sobre los demás, sino que todos cuidan por todos.
Desde este punto de vista, resulta claro que el reinado de Dios, tal como Jesús
lo entiende, no consiste en un proyecto estatal, ya que las formas estatales
incluyen la violencia y la dominación. Y esto significa concretamente que el
reinado de Dios no puede concretarse en una monarquía como la que se inicia con
Saúl y termina en el año 587 a.C. En la medida en que Dios reina plenamente
sobre su pueblo, desaparece todo otro señorío. Y ello implica una diferencia
decisiva con toda teocracia, con toda hierocracia, y con todo mesianismo, pues
todas estas concepciones no son más que configuraciones diversas del poder político4.
Ante la absurda petición de los que quieren una posición de dominio en el
reinado de Dios, Jesús responde señalando que ``los que son tenidos por
gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre
ellas potestad. Pero no será así entre ustedes, sino que el que quiera hacerse
grande entre ustedes será su servidor, y el que de ustedes quiera ser el
primero, será siervo de todos, porque el Hijo del hombre no vino para ser
servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos'' (Mc
10:42-45).
Con esta última frase tocamos el núcleo del reinado de Dios, tal como Jesús
lo entiende y lo realiza. Y esto, por dos razones:
Toda forma de dominación, sea económica, religiosa o política, entraña algún tipo de violencia. El estado no pretende otra cosa que monopolizar el ejercicio de la violencia legítima. Frente a esta concepción, Jesús propone la renuncia radical a la violencia (Mt 5:38-48; 26:52). La renuncia a la violencia no es una simple táctica para lograr mejor ciertos objetivos, sino un reflejo de la actitud misma del Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos (Mt 5:45). La desaparición de la violencia en la comunidad donde Dios reina (Mt 5:21-26) muestra precisamente que se están ya cumpliendo, en la historia, las promesas proféticas para la era mesiánica. En la comunidad del Mesías, las espadas se convierten ya en arados (Is 2:4). Ahora bien, la realización de las promesas mesiánicas en una comunidad concreta no significa todavía la redención del mundo entero, donde todavía reina la injusticia. Precisamente por ello, el reinado no violento de Dios está sometido a la violencia por parte de los poderosos y de todos los que se sienten interpelados por el nuevo orden de cosas (Mt 10:34; 11:12)5 .
Jesús no sólo aceptó que los poderosos de su pueblo descargaran sobre él su violencia, sino que vinculó la entrada en el reinado de Dios a la adhesión a su persona. Solamente el que le sigue en su camino de servicio no-violento puede entrar en el reinado de Dios (Mc 8:31-9:1). Lo que Jesús propone como lógica del reinado de Dios pasa por su seguimiento, de tal manera que quien no tiene los ojos fijos en Jesús, que nos abre camino, ya no es apto para el reinado de Dios (Lc 9:62). De este modo, la motivación para el servicio no es otra que el servicio mismo de Jesús. Sin embargo, esto nos pone ante una pregunta esencial: ¿por qué esta vinculación del reinado de Dios a su persona? ¿No sería posible realizar el proyecto de comunidad alternativa propuesto por Jesús prescindiendo de Jesús mismo? Esto nos lleva directamente al siguiente apartado.
El reinado de Dios, es decir, el hecho de que Dios reine, significa que nadie más reina en su lugar, y esto conlleva la desaparición de toda forma humana de dominación, desde la dominación basada en la riqueza (mamonâs, Mt 6:24) hasta la dominación religiosa, intelectual o política:
``ustedes no llamen a nadie 'rabí', pues sólo uno es su maestro, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen a nadie 'padre' en la tierra, pues sólo uno es el Padre de ustedes, el que está en el cielo. Y no llamen a nadie 'guía', pues el guía de ustedes es sólo uno, el Mesías'' (Mt 23:8-10).
Sin embargo,
queda por aclarar cuál es la función de Cristo, el Mesías, en este reinado.
Pudiera pensarse que, de un modo semejante a lo que sucedió en la historia de
Israel, el trono que pertenece a Dios es ahora ocupado por un rey humano. Ahora
bien, el profeta Ezequiel había anunciado el hecho de que Dios mismo iba a
volver a reinar, dado el fracaso de los reyes de Israel. Y este anuncio de algún
modo relativizaba la figura del descendiente de David, convirtiéndolo de rey a
príncipe (Ez 34:20-24). ¿Es esto lo que sucede con Jesús?
La respuesta es
obviamente negativa. La fe cristiana afirma que Jesús ha sido constituido como
rey definitivo del nuevo Israel6.
Sin embargo, su reinado no es un reinado como el de los reyes de este mundo.
Todo lo contrario. De acuerdo a la profecía de Zacarías (9:9), el rey de Judá
se presenta ``manso y sentado sobre un asno'' (Mt 21:5). El León de Judá es un
cordero, degollado por los poderosos de este mundo (Ap 5:12), y la exaltación
de Jesús después de la Pascua no significa en modo alguno la restauración de
la soberanía política de Israel (Hch 1:6-8).
Desde el punto de vista del nuevo pueblo de Dios, la razón es clara:
las nuevas comunidades que surgen tras la Pascua no forman un estado, en el que
seguiría habiendo desigualdades, sino un pueblo libre en el que desaparecen las
diferencias sociales (Hch 2:43-47; 4:32-37). Pero desde el punto de vista de
Jesús mismo, él no se convierte en un soberano, terreno o celeste, a
diferencia de Dios, en el que de algún modo se delegaría la soberanía divina.
Lo que la fe cristiana afirma es justamente que Dios mismo se identificó con él.
Como dice Pablo, ``Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo'' (2 Co
5:19)7.
Con la afirmación de la divinidad de Cristo se juega algo muy importante para
la idea misma del reinado de Dios. Si Dios se identificó con el Mesías, no
hay una persona que ejerza el reinado en nombre de Dios, tal como sucedió
en la experiencia fallida de la monarquía de Israel. Dios mismo es el
que ejerce ese reinado, tal como anunciaba Ezequiel. Pero ese ejercicio del
reinado por parte de Dios mismo no supone una mengua en las funciones del Mesías,
porque Dios mismo es el Mesías. Por eso mismo, Jesús no sólo ejerce
el reinado sobre su pequeño pueblo, sino que es al mismo tiempo el Señor (Kýrios)
de todo el universo, ``Rey de reyes y Señor de señores'' (1 Ti 6:15). Por eso
ese pequeño pueblo, a pesar de todas las persecuciones, se sabe indestructible.
Ahora bien, la afirmación de la divinidad de Jesús no implica, para la fe
cristiana, ninguna merma de su humanidad. Dios se identificó con una persona
humana de carne y hueso. Y esto tiene gran importancia para el reinado de Dios.
Porque nos muestra que el acercamiento de Dios a su pueblo no sólo se concreta
en una forma de vida novedosa y atractiva (Dt 4:6-8), sino en el abajamiento máximo
de la divinidad, hasta tomar la forma de siervo, haciéndose semejante a
nosotros, y experimentando la más infame de las muertes, colgado de un madero,
en la cruz de los rebeldes y de los esclavos (Flp 2:6-11). La igualdad que
caracteriza al reinado de Dios acontece en Dios mismo hecho hombre. El servicio
que caracteriza al reinado de Dios acontece en un Dios que toma la figura de
siervo. La no violencia que caracteriza al reinado de Dios acontece en Dios
mismo que se hace obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Es el gran escándalo,
no sólo para la religión judía, sino para toda religión, incluso para las
que admiten ``encarnaciones'', y para todo humanismo pagano: Dios mismo se
identifica, no con alguna oronda figura intelectual, sacerdotal o política,
sino con un crucificado.
La doble afirmación de la divinidad y de la humanidad de Jesús es enormemente
importante para la lógica interna del reinado de Dios. Si Dios se ha
identificado personalmente con su Mesías, es Dios mismo quien ejerce el
gobierno de su pueblo. No hay, por tanto, ninguna figura mesiánica que pueda
gobernar en lugar de Dios, ocupando su trono. Todo mesianismo está excluido. La
única cabeza de las comunidades cristianas es Cristo mismo (Ef 1:22), en quien
todas ellas tienen su unidad (1 Co 1:12-13). Y esto significa entonces que en
las comunidades cristianas solamente tienen un mediador entre Dios y los
hombres: Cristo mismo (1 Ti 2:5). El sacerdocio antiguo queda superado, porque
Cristo mismo es el único sacerdote necesario (Heb 7:22-25). Por otra parte,
este gobierno de Dios sobre su pueblo tiene justamente la forma que se ha
mostrado en Cristo: es el servicio del Cordero, manso y humilde de corazón,
cuyo yugo es fácil y ligera su carga (Mt 11:29-30). Cualquier autoritarismo
teocrático pierde aquí su sentido. Dios mismo se ha hecho nuestro hermano
primogénito (Ro 8:29), que nos introduce en una relación exclusiva con el único
que puede ser llamado Abba, Padre (Ro 8:15). Precisamente por ello, la
comunidad cristiana es una comunidad de hermanos y hermanas, libres de toda
dominación (Mt 23:8-9).
De este modo, nos encontramos con una nueva y sorprendente característica del
reinado de Dios. La identificación de Dios con el Mesías no sólo posibilita a
Dios mismo reinar sobre su pueblo. Al identificarse Dios con su Siervo
sufriente, el reinado de Dios adquiere una dimensión inesperada, por más que
hunda sus raíces en el Antiguo Testamento (Ex 19:5-6): en el reinado de Dios,
los hermanos y hermanas de Jesús han sido constituidos con él en reyes y
en sacerdotes (1 P 2:9; Ap 1:6; 5:10)8.
No cabe mayor afirmación de la desaparición de todas las diferencias sociales
allí donde Dios reina. Como dice Pablo, ``ya no hay judío ni griego, no hay
esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús'' (Gl 3:28). Como ya anunciaba el libro de Daniel, la soberanía
en el reinado de Dios es transferida a todo su pueblo (Dn 7:27), que reina y
ejerce funciones sacerdotales en bien de toda la humanidad. Sin embargo, este
reinado del pueblo de Dios no entraña ninguna exaltación ni ningún poderío
mundano. Al contrario, el pueblo de Dios continúa la misión servidora del
Cordero. Y como el Cordero, también sus seguidores sufren la persecución.
Porque el reinado y el sacerdocio de las comunidades cristianas consiste en ser
esas asambleas visibles sobre las que Dios está ya ejerciendo su reinado, y
donde por tanto están siendo derribados todos los poderes de este mundo.
Todo
lo anterior nos muestra el significado esencial de Jesús para la estructura
misma del reinado de Dios. Es precisamente la presencia del Dios que se ha
identificado con Jesucristo lo que posibilita la igualdad propia del reinado de
Dios (2 Co 8:14), que Israel no pudo realizar plenamente. Cabría sin embargo
pensar, desde una óptica agnóstica y humanista, que todo esto suena muy
interesante, pero que los cristianos nunca lo han realizado verdaderamente en la
historia. O que, si lo han realizado, ha sido en comunidades minoritarias, al
margen de las corrientes centrales del cristianismo. En cualquier caso, los
humanistas piensan que el proyecto de una comunidad igualitaria podría
realizarse al margen de toda referencia a Jesús y a Dios. Bastaría con
eliminar aquellos impedimentos económicos, sociales y políticos que favorecen
la dominación de unos seres humanos por otros para que la realización de la
``utopía'' fuera posible.
Frente a estas concepciones, la fe cristiana sostiene que el reinado de Dios es
justamente de Dios, y no de los seres humanos, los cuales no lo pueden
realizar simplemente a su gusto. Con demasiada frecuencia se oye también
algunos cristianos decir que ellos van a ``construir'' el Reino de Dios. Se
trata de una pretensión ingenua, que choca de frente con el sentido fundamental
de la historia de la salvación. Si algo afirma la historia de la salvación,
tal como la Escritura la recoge, es que Dios es el sujeto de esa salvación, y
que la humanidad no se puede salvar a sí misma. Cuando se habla, por ejemplo,
de ``pecado estructural'' convendría no olvidar que, con esa terminología, se
está justamente diciendo que los males estructurales que tiene la
humanidad no son simples faltas morales, que el ser humano podría por sí mismo
corregir prescindiendo de Dios. Cuando decimos que es un pecado
estructural estamos diciendo que una alternativa al mismo solamente es posible
por una iniciativa de aquél que perdona los pecados del mundo. Y, en la fe
cristiana, éste no es otro que el Dios que se ha identificado con Cristo.
El humanismo de la ilustración pensó que el ser humano era bueno por
naturaleza, estando las causas del mal en la sociedad en la que nacemos. Se
trata obviamente de un esquema algo ingenuo, que no explica satisfactoriamente cómo
es posible una sociedad mala si aquellos que la integran son originariamente
buenos. En cualquier caso, en el Nuevo Testamento encontramos otro modo de
pensar, que relaciona los males estructurales de la sociedad con la estructura
misma del corazón humano. Como dice Jesús:
``de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo y la insensatez'' (Mc 7:21).
Esto no significa, obviamente, que el ser humano sea incapaz para hacer el bien. Esta doctrina teológica extrema tiene poca base bíblica, pues incluso después del pecado de Adán se afirma la posibilidad que el ser humano tiene para resistir al pecado (Gn 4:7; cf. Dt 30:15-20). El problema no está propiamente en la incapacidad para hacer el bien, sino en la pregunta sobre si alguien puede ser bueno al margen de Dios. Jesús afirma precisamente que nadie es bueno más que Dios (Lc 18:19). Las ``buenas acciones'' del ser humano al margen de Dios no son en el fondo más que una estrategia de autojustificación. Es justamente lo que Jesús les dice a los fariseos:
``Ustedes son los que se justifican a sí mismos delante de los hombres, pero Dios conoce los corazones de ustedes, pues lo que lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación'' (Lc 16:15).
El
hacer el bien conlleva sin duda una aprobación social. El ser humano cumple
determinadas normas, o realiza ciertas expectativas, y la sociedad lo aplaude y
lo admira. Sin embargo, este bien así realizado carece de toda gratuidad, sino
que persigue unos resultados, una retribución. Es una buena acción que
persigue asentar la propia justicia delante de los demás. O también delante de
Dios. Es lo que relata por ejemplo la parábola del publicano y el fariseo que
suben al templo a orar (Lc 18:9-14), la cual según Lucas va dirigida a aquellos
que ``se creen a sí mismos justos y menosprecian a los demás'' (Lc 18:9).
Ellos pueden ``creer sobre sí mismos que son justos'' (pepoithótas eph'
heautoîs hóti eisìn díkaioi) y por tanto creerse dignos de algún
merecimiento delante de Dios.
La lógica de la autojustificación es, en el fondo, la misma lógica que la de
la retribución. En ambos casos se espera una correspondencia entre las propias
acciones y sus resultados. Y se espera que Dios mismo entre en esa lógica,
recompensando las buenas acciones, y castigando las malas. Obviamente, esta lógica
de la autojustificación conlleva una profunda legitimación de todo orden
social. No es extraño que Lucas nos diga que los mismos que se justifican a sí
mismos son también unos avaros que se burlan del desprecio de Jesús al dinero
(Lc 16:14-15). La legitimación del orden social consiste en que, en la lógica
de la autojustificación, aquellos que tienen poder y éxito en este mundo
pueden interpretar su bienestar como resultado de sus propias acciones: ``me va
bien, porque me lo merezco''. Del mismo modo, esa lógica permite presentar a
los desheredados de este mundo como culpables de sus propias desgracias. Es la
pregunta de los discípulos ante un marginado social: ``¿Quién pecó, él o
sus padres?'' (Jn 9:2; Lc 13:1-5).
Por supuesto, esta lógica de la retribución, cuando es vivida en una
terminología religiosa explícita, intenta presentar a Dios como aquél que ha
realizado o permitido el castigo de los culpables. Pero esta lógica tiene también
sus formas seculares. Las diversas ideologías, en la medida en que quieren
salvar el orden establecido, tienen que presentar a los desgraciados como
culpables de su propia situación. Y esto sucede también cuando se nos dice que
los malvados, en último término, siempre son castigados, o cuando se afirma
que la pobreza, la enfermedad o el fracaso son responsabilidad de aquél que los
sufre. El pobre, el enfermo, el fracasado es un ``perdedor'', y en él mismo, en
sus incapacidades e inmoralidades, hay que buscar las razones del fracaso.
Sin embargo, el Dios que presenta Jesús no se deja atrapar en esta lógica. El
Dios de Jesús hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre
justos y pecadores (Mt 5:45). En lugar de retribuir a cada uno según lo que
considera como propios merecimientos, todos los trabajadores reciben lo mismo al
final del día (Mt 20:1-16). No sólo eso. Dios se alegra más por un pecador
arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento (Lc
15:7), y así se entiende las parábolas de la oveja perdida, de la dracma
perdida y del hijo pródigo (Lc 15:1-32). Y es que el que se considera justo no
ha descubierto todavía su propio pecado, mientras que el que se sabe pecador ha
descubierto al menos su profunda necesidad de salvación. Como dice la primera
carta de Juan:
``Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es justo y fiel para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros'' (1 Jn 1:8-10).
Desde esta
perspectiva se puede entender la teología paulina de la ley. Cuando Pablo nos
dice que la ley, siendo buena, fue utilizada por el pecado (Ro 7:7-24), nos está
en último término indicando esto mismo. Los mandamientos pueden ser buenos en
sí mismos. Ellos pueden ser incluso mandamientos dados por Dios como una gracia
especial hacia su pueblo. Pero, al margen de la gracia de Dios, estos
mandamientos son utilizados por el pecado como caminos para lograr la propia
autojustificación. De ahí la oposición radical entre la justicia de Dios y la
propia justicia de quien se quiere autojustificar (Ro 10:3).
Desde esta perspectiva queda bastante claro por qué todos los intentos de
construir por uno mismo el reinado de Dios están condenados al fracaso. No se
trata solamente de que el reinado, por ser de Dios, dependa en último término
de los ritmos que Dios le imponga, los cuales escapan a nuestro control (Mc
4:30-33). Lo más grave es que la pretensión de construir por uno mismo el
reinado de Dios denota una lógica de autojustificación. El que piensa que él
mismo es el que construye el reinado de Dios, fácilmente se considerará a sí
mismo por encima de los demás, y caerá en alguna forma de mesianismo. Por eso
mismo, sus llamados a la igualdad serán en último término retóricos. Al
final tendrá que decir, como los cerdos de Animal Farm, que ``unos son
más iguales que otros''. Los que construyen ellos mismos el reinado acabarán
haciéndose llamar benefactores, al igual que todos los poderosos de la Tierra (Lc
22:25). Al final, ellos se anunciarán a sí mismos (2 Co 4:5) y a sus grandes
hechos en favor de la humanidad. En estas condiciones, el reinado de Dios es
sustituido por alguna farsa en la que se reproducen las estructuras de dominación
que rigen sobre el mundo.
¿Cómo se rompe entonces esta lógica de autojustificación, contraria a la
justicia de Dios y a su reinado? Desde lo que hemos visto aquí, resulta obvio
que uno mismo no puede romper semejante lógica. Si uno mismo se liberara a sí
mismo de esa lógica del pecado, la liberación sería el resultado de las
propias acciones. Y por lo tanto, no habríamos roto con aquello que queremos
romper, que es precisamente con la pretensión de ser justos en la justicia que
viene de uno mismo (Flp 3:9). La salvación tiene que venir de fuera, de otro. Y
ciertamente viene cada vez que el amor entra en la vida de las personas. Cuando
amamos de verdad, nuestra entrega a la otra persona es gratuita, y no espera
resultados. Cuando somos amados, otra persona nos hace justos más allá de la
propia justicia. ¿De dónde viene esta gratuidad del amor? Si esa gratuidad es
algo así como un logro de la especie humana, no habríamos salido de la lógica
de la autojustificación. La autojustificación individual habría sido
sustituida por una autojustificación colectiva. ¿Hay salida? ¿Quién nos
liberará de esta lógica mortal? La fe cristiana proclama -y es sin duda un escándalo-
que esa salida solamente es posible por Jesucristo. Él es el Cordero que quita
el pecado del mundo (Jn 1:29). Pero, ¿por qué?
¿Qué quiere
decir la afirmación bíblica según la cual Jesús es aquél que nos puede
liberar de los pecados? (1 Jn 2:1-2). Para entender esto tenemos que recordar
todas las implicaciones de eso que hemos llamado la lógica de la
autojustificación o la lógica de la retribución. No se trata solamente de un
modo de pensar, sino de un modo de ser y de comportarse. En la medida en que nos
movemos en él, pretendemos alcanzar la propia justicia como resultado de
nuestras acciones: nosotros mismos nos hacemos justos. Somos merecedores de
premios, como también seríamos merecedores de castigos si actuáramos mal. Y
esto significa también, por tanto, que el sufrimiento que se experimenta en la
historia puede ser interpretado como resultado de nuestras faltas o errores.
Dios, en esta perspectiva, aparece como aquél que garantiza una correspondencia
entre nuestras acciones, y los resultados, buenos o malos, que ellas obtienen.
La buena noticia de Jesús nos dice, en cambio, que ``Dios estaba en Cristo
reconciliando el mundo consigo'' (2 Co 5:19). Y esto significa entonces que Dios
sufrió la suerte misma de Jesús. Y esa suerte no fue otra que la más
humillante de las muertes: la crucifixión. Desde la lógica de la
autojustificación, Jesús aparece como un fracasado, como alguien rechazado por
Dios, como un maldito (Gl 3:13). Sin embargo, la fe cristiana afirma lo
contrario: afirma que este en este aparente fracasado estaba Dios mismo
reconciliando al mundo consigo. ¿Por qué ``reconciliando''? Justamente porque
Dios mismo, en la lógica de la autojustificación, aparece como aquél que
garantiza una correspondencia entre nuestras acciones, buenas o malas, y sus
resultados: premios y castigos. Pero si aquél que tenía que garantizar esa
correspondencia se identificó con Cristo, sufriendo la maldición y el abandono
de Dios, esa lógica carece de toda validez ante Dios. En la cruz de Cristo,
Dios mismo ha anulado la lógica de la retribución: ``Él anuló el acta de los
decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en
medio clavándola en la cruz'' (Col 2:14). En la cruz de Cristo Dios nos ha
reconciliado consigo.
En la cruz, Dios ha cargado con el destino de todos los aparentemente rechazados
por Dios, solidarizándose con ellos. Y en la cruz Dios se ha presentado como
aquél que no lleva cuenta de los delitos (2 Co 5:19). De este modo, tanto las víctimas
como los verdugos reciben la posibilidad de ser reconciliados con Dios.
Normalmente, en las culturas de influjo cristiano, se da por sentada la
posibilidad de perdonar y de arrepentirse. Pero esto no es algo tan evidente,
como la experiencia nos muestra cotidianamente, también en las culturas que lo
consideran tan fácil. La lógica de la retribución nos impide perdonar al
culpable, y esa misma lógica nos encierra en nuestros pecados, impidiendo el
verdadero arrepentimiento, que no es el simple sentimiento de culpa, sino el
descubrimiento de haber sido acogidos por alguien que nos perdona. La muerte y
resurrección de Jesucristo, al reconciliar a las víctimas y a los verdugos con
Dios, posibilita la reconciliación de los seres humanos entre sí. Es lo que
muestran tantas parábolas de Jesús (Mt 18:23-35).
Ahora queda claro porqué necesitamos de Jesús para entrar en el reinado de
Dios. El reinado de Dios no es algo que simplemente podamos construir por
nosotros mismos. Era necesaria la obra de Dios en Cristo para que se nos
abrieran las puertas del reinado de Dios. Como dice el Evangelio de Juan, Cristo
es la puerta por la que entran las ovejas (Jn 10:7). La entrada por esa puerta
no es un mérito nuestro, sino un regalo de Dios. Y este regalo se recibe cuando
nos fiamos de aquello que se nos anuncia: la reconciliación que Dios ha
realizado en Cristo. En la medida en que creemos que Dios justifica al impío,
somos liberados de la vanidad de pretender justificarnos a nosotros mismos. De
este modo, salimos de la lógica de la autojustificación, y obtenemos una nueva
justicia, que viene de Dios (Ro 4:5). Precisamente por ello, la fe es la clave
de acceso al reinado de Dios. A quien confiesa a Cristo como Hijo de Dios se le
entregan las llaves que posibilitan la reconciliación, y que nos permiten
entrar en su reinado (Mt 16:19; 18:18).
Todo esto no constituye una espiritualización del reinado de Dios, sino una
posibilitación. La aparición de comunidades fundadas sobre la palabra de Jesús,
en las que es posible el perdón y el arrepentimiento, es precisamente lo que
posibilita que Dios reine concretamente en la historia. Las iglesias cristianas
son precisamente aquel ámbito donde Dios ya ha iniciado la reconciliación de
la humanidad (Ef 2:11-22). Y esto tiene una importancia fundamental, porque ese
ámbito es justamente donde comienza también la verdadera justicia, la justicia
del reinado de Dios. La igualdad verdadera, tanto en sentido económico como político
o religioso, solamente es posible cuando hemos salido de la lógica de los
merecimientos. Solamente entonces es posible entender el liderazgo como un
servicio destinado a que el pueblo de Dios ejerza también ese servicio,
llegando todos a la unidad de la fe (Ef 4:11-12). Por eso mismo, si queremos
comenzar, ya desde ahora y desde la base, una alternativa real a la civilización
mundial del capital, no basta con crear cooperativas y buscar financiamientos de
organizaciones no gubernamentales. Es necesario anunciar la reconciliación
realizada por Cristo, pues es esa reconciliación la que posibilita la realización
del reinado de Dios en la historia.
Entonces queda claro que nosotros no construimos un reinado que es de Dios. Más
bien tenemos que comenzar recibiéndolo como el niño que se sorprende por un
regalo inesperado, y no como el adulto que se jacta de sus obras: ``el que no
reciba el reinado de Dios como un niño, no entrará en él'' (Mc 10:15). Lo que
hay que hacer no es tanto ``construir el reino'', sino buscar el reinado de
Dios, es decir, intentar que Dios reine con la justicia propia de Dios, que es
precisamente lo que significa ``buscar el reinado de Dios y su justicia'' (Mt
6:33)9.
Esto no excluye el propio esfuerzo. Todo lo contrario. En un mundo capitalista
dominado por la lógica de la autojustificación, nuestro trabajo es más
necesario que nunca. Pero solamente será un trabajo efectivo cuando tengamos
claro y dejemos claro que el reinado pertenece a Dios, y es Dios mismo quien lo
ha introducido en la historia por medio del Mesías, Hijo de David. Nuestras
obras manifestarán entonces que no pretendemos nosotros reinar, sino que lo que
buscamos es que Dios mismo reine, destruyendo toda injusticia, toda desigualdad
y todo pecado: ``Vayan ustedes predicando que el reinado de Dios se ha acercado.
Sanen enfermos, limpien leprosos, resuciten muertos, echen fuera demonios; de
gracia lo han recibido, denlo también de gracia'' (Mt 10:7-8). Justamente
cuando el reinado de Dios es anunciado de este modo, con palabras y obras,
nuestro trabajo no es superfluo, sino que somos verdaderos ``colaboradores de
Dios'' (1 Co 3:9).
Esto supone una esperanza para la historia: la esperanza en una victoria final
del reinado de Dios, cuando Él enjugue toda lágrima, y ya no haya más muerte,
ni llanto, ni dolor (Ap 21:4). La garantía de esa esperanza está en la
resurrección de Cristo. Si Dios se identificó realmente con Jesús de Nazaret,
la muerte no le podía retener (Hch 2:24). Es la afirmación cristiana de la
resurrección. La resurrección de Cristo no es más que la consecuencia de la
identificación de Dios con Jesús de Nazaret. Y precisamente porque esa
identificación nos libera del poder del pecado, podemos también decir que la
resurrección de Jesús es la que nos justifica (Ro 4:25). Es decir, ella es la
que nos libra de nuestras pretensiones de autojustificación y la que permite en
la historia una nueva forma de justicia más allá de toda lógica de
merecimientos. El anuncio de Cristo no es el anuncio de un personaje histórico
del pasado, de sus enseñanzas éticas o de sus logros morales. El anuncio de
Jesucristo es el anuncio de alguien vivo. Precisamente por ello, podemos tener
esperanza en que el reinado de Dios se puede realizar en la historia humana.
Cristo resucitado es la primicia de la cosecha de una nueva humanidad (1 Co
15:20.23).
Es importante observar que Dios se identificó con un ser humano de carne y
hueso, y no sólo con sus ideas y con su ``alma''. Por eso mismo, la afirmación
de la resurrección concierne a toda su persona. No se trata simplemente de que
``la causa de Jesús sigue adelante''. Lo que afirma la fe en la resurrección
es la resurrección corporal de Jesús (Jn 20:27), porque Jesús, como
verdadero ser humano, no es un alma sin cuerpo. Otra cosa es que no podamos
saber, con nuestras categorías terrenas, qué es exactamente un cuerpo
resucitado o, como Pablo dice, un ``cuerpo espiritual'' (1 Co 15:44). Pero la
resurrección corporal de Jesús es esencial para la esperanza cristiana.
Precisamente porque la resurrección se refiere a Jesús entero, y no sólo
a sus ideas o a su espíritu, del mismo modo la esperanza cristiana puede
referirse a esta historia, y no a otra. Cuando esperamos ``un cielo
nuevo y una tierra nueva'' (Ap 21:1) no estamos esperando simplemente ``otro
mundo'', sino este mismo mundo renovado y transformado escatológicamente (Ap
21:5). El reinado de Dios no es un reinado de ultratumba. Es un reinado que se
inicia en esta historia, allí donde Jesús reina sobre su pequeño pueblo. Y es
un reinado que, por el ``poder de su resurrección'' (Flp 3:10), está destinado
a restaurar todas las cosas (Mt 17:11; Hch 3:21), renovando la creación entera,
para que en ella habite la justicia (2 P 3:13), y Dios lo sea finalmente todo en
todo (1 Co 15:28).
Tras este recorrido por algunos conceptos básicos de la historia de la salvación podemos sacar algunas consecuencias para nuestro anuncio de Cristo en el presente:
El anuncio de Jesús el Mesías, si es un anuncio fiel a su persona y a su palabra, constituye nuestra principal contribución a la transformación del mundo actual. Nuestro mundo, dominado por el sistema económico capitalista, no sólo se caracteriza por la injusticia, por la desigualdad y por la opresión. En el capitalismo llega a su máxima expresión y a su más exacta cuantificación la pretensión humana de autojustificación, la cual se concreta necesariamente en injusticia, en desigualdad y en opresión. El anuncio de Cristo es precisamente aquello que puede romper con la más íntima lógica de pecado humano y de sus manifestaciones históricas. Muchas estrategias, aparentemente progresistas y radicales, no necesariamente alcanzan la raíz de los males y la clave de su solución. La solución es el reinado de Dios, y la clave (¡la llave!) de ese reinado no es otra que la confesión de Jesucristo.
No cualquier anuncio de Cristo es un anuncio fiel a su persona y a su palabra. El anuncio de Cristo es inseparable del anuncio del reinado de Dios, y el anuncio del reinado de Dios es inseparable del anuncio de Cristo. Cabe pensar en una ``construcción del reino'' al margen del Dios que reina y del Mesías por medio del que reina. Pero cabe también la transformación de Cristo en un simple principio espiritual, al margen de su reinado eficaz sobre la historia. El anuncio verdadero del reinado de Dios es un anuncio que se transforma en hechos (Mt 10:7-8), precisamente porque el reinado de Dios es el reinado sobre un pueblo concreto. Y el pueblo sobre el que Dios reina es un pueblo en el que no se reproducen las desigualdades y las injusticias de este mundo. Anunciar el reinado de Dios, en el mundo actual, es mostrar al mundo, en comunidades vivas, que es posible ya desde ahora y desde la base una sociedad distinta, en la que no se reproducen las desigualdades económicas, sociales y políticas de nuestro mundo.
El anuncio de Cristo es tan inseparable del anuncio del reinado de Dios que ambos finalmente se identifican (Mt 12:28). Y esta identificación es operativa sobre la historia. Todo buen judío sabe que no tiene sentido afirmar que el Mesías ya ha venido si el mundo no ha sido transformado10 . La respuesta cristiana no puede consistir en decir que Dios no reina, o que sólo reinará en el futuro o que sólo reina en el más allá. La única respuesta cristiana coherente consiste en decir que Dios ya reina sobre un pueblo en el que ya ha desaparecido la injusticia, la desigualdad, el rencor y la violencia. Un pueblo que no se prepara para la guerra, un pueblo que puede practicar el perdón, un pueblo que no devuelve mal por mal. Las comunidades cristianas no son una simple estrategia pastoral o política. Cuando ellas son verdaderas comunidades cristianas, ellas son la prueba visible de que el Mesías ya ha venido y de que ya tenemos en la historia las primicias de su reinado (Stg 1:18).
Cf.
G. R. Beasley-Murray, Jesus and the Kingdom of God, Eerdmans, Grand
Rapids, 1986.
Cf.
Hch 14:22; 19:8; 20:25; 28:23.31; Ro 14:17; 1 Co 4:20; Col 4:11; 1 Ts 2:12; 2 Ts
1:5; etc.
Cf.
R. Pesch, Über das Wunder der Brotvermehrung, Frankfurt a. M., 1995.
El zelotismo antiguo y el sionismo moderno son también variantes de este esquema, que en el fondo no sólo ignora el agotamiento del modelo estatal en el Antiguo Testamento, sino también el carácter no-violento de las promesas mesiánicas, cf. Is 65:25.
Cf. M. Hengel, Jesús y la violencia revolucionaria, Salamanca, 1973.
Cf.
Mt 2:2; 21:5; 25:34; 27:11; 27:29.37; Mc 15:12; Lc 18:38; 23:38; Jn 1:49;
12.13.15; 19:14; Hch 17:7; 1 Ti 1:17; 6:15; Ap 15:3; 17:14; 19:16.
Sobre la afirmación
de la divinidad de Jesús en el Nuevo Testamento puede verse Heb 1:8-9; Jn 1:1;
20:28; Tit 2:13; Ro 9:5; 1 Jn 5:20; 2 P 1:1; Jn 1:18).
Cf.
R. E. Brown, An Introduction to New Testament Christology, New York-Mahwa,
1994, pp. 171-195.
En las dos citas del Apocalipsis, el texto mayoritario dice ``reyes'', aunque la crítica textual actual prefiere ``reinado''; sin embargo Ap 5.10 (cf. 2 Ti 2:12) deja claro que los discípulos reinan junto con Jesús.
El texto muestra que se trata de la justicia de Dios mismo (dikaiosýne autoû) y no simplemente la justicia de un reino separable de Dios.
Puede verse, por ejemplo, la posición de Martin Buber y de Schalom Ben-Chorim al respecto en J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Madrid, 1997, pp. 99-100.