+

Gentileza de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

El anuncio del reinado de Jesús, el Mesías

Antonio González

En la teología contemporánea, tanto en la que se elabora en el mundo industrializado como en las teologías emergentes, hay una creciente conciencia sobre la unidad entre el Jesús pre-pascual y su mensaje sobre el inminente inicio del reinado de Dios1. Una herencia feliz de la teología de la liberación es la conciencia sobre el hecho de que ese reinado de Dios tiene implicaciones muy concretas para un mundo amenazado por la injusticia, por la desigualdad, por la violencia político-militar y por los desastre ecológicos.

Conviene, sin embargo, comenzar haciendo algunas aclaraciones sobre el lenguaje que utilizo aquí, porque se distingue de la terminología usual en la teología. Prefiero la expresión "Jesús pre-pascual", porque, a diferencia de otras, como la de "Jesús histórico" o la de "Jesús terreno" deja más claro que sólo hay un Jesús, y no dos, y que Jesús el Mesías (o el Cristo) no es una simple proyección de nuestra fe, sino el mismo Jesús que, como dice el poeta, "anduvo en la mar". El Jesús que pescó en el lago Tiberíades, el Jesús colgado del madero y el Jesús resucitado son uno mismo, y a esa persona única es al que nuestra fe proclama Mesías e Hijo de Dios. Por otra parte, el término "reinado" traduce mejor que "Reino" el carácter dinámico de la basileía (malkut) de Dios, sin quitar nada de su historicidad y de sus ubicaciones espacio-temporales, como veremos.

¿Desapareció la unidad entre el reinado de Dios y Jesús después de la Pascua, cuando se fue haciendo claro que ese reinado no había llegado (A. Schweitzer)? ¿O sí vino ese reinado y se realizó en la Iglesia Católica, en el Imperio de Constantino, en el Reich de Hitler o en la Nicaragua de los sandinistas? Realmente, no siempre queda claro qué significa para nosotros esa unidad entre Jesús y el reinado de Dios, puesto que nos ha tocado vivir no sólo después de la Pascua, sino también después de muchos intentos fracasados de decir "el reinado de Dios está aquí" (Lc 17:21).

Tratemos de pensarlo.


1   Anunciar a Jesucristo es anunciar el reinado de Dios

En la teología se repite de un modo casi mecánico la tesis de que el anuncio del reinado de Dios por parte de Jesús fue sustituido, después de la Pascua, por el anuncio de Jesús como Cristo. Creo que esta tesis es totalmente errónea, por muchas razones, comenzando por la razón obvia de que el Nuevo Testamento nos muestra que los discípulos siguen anunciado el reinado de Dios después de la Pascua2, siendo este anuncio el contenido esencial de su misión: la gran obra lucana culmina precisamente cuando nos presenta a Pablo anunciando el Evangelio en Roma, lo cual significa literalmente estar "predicando el reinado de Dios y enseñando lo referente al Señor Jesús, el Mesías" (Hch 28:31).

Pero, ¿por qué es teológicamente inseparable (y no sólo exegéticamente inseparable) el anuncio de Jesucristo del anuncio del reinado de Dios? Hay una razón evidente, que hemos mencionado al principio: el Jesús que anunciamos hoy no es otro distinto del Jesús que antes de la pascua se entregó por entero a proclamar, con obras y palabras, el comienzo del reinado de Dios: "Después de que Juan fue encarcelado, Jesús fue a Galilea a predicar la buena noticia de Dios, y decía 'se ha cumplido el tiempo y el reinado de Dios se ha acercado. Arrepentíos y creed la buena noticia" (Mc 1:14-15). No es posible entender la persona de Jesús sin este dato fundamental de su biografía, y por tanto tampoco es posible anunciarle hoy.

Sin embargo, este dato fundamental de su biografía todavía no nos aclara en qué sentido su anuncio del comienzo del reinado de Dios es verdadero (y no una promesa incumplida) y puede ser continuado por nosotros hoy, después de la Pascua. Por esto es necesario añadir una segunda razón, referida a nuestro tiempo. El anuncio de Jesucristo es inseparable del anuncio del reinado de Dios precisamente porque la función de Jesús después de la Pascua consiste en introducir y ejercer el reinado de Dios en la historia. Veamos esto más despacio.


1.1   Jesús, el Mesías...

Tras la Pascua, Jesús ha sido declarado Hijo de Dios (Ro 1:4), y ha recibido el nombre que está sobre todo nombre, el título de Señor (Flp 2:9-11). La consideración de los títulos de Jesús ha servido frecuentemente para que la teología se pregunte ontológicamente por la realidad de Jesucristo, por su divinidad. Sin embargo, la identificación de Dios con Jesús no sólo tiene un significado ontológico, sino que también y al mismo tiempo nos habla sobre su función en la historia: "Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo" (2 Co 5:9).

Esto lo expresan más claramente otros títulos como el de "Rey" (Mt 21:5; 25:34; 27:37; etc.) o el de "Mesías" (Jn 1;41; 4:25). Como es sabido, "Mesías" se tradujo al griego como "Cristo", y aunque el término funciona ya a veces en el Nuevo Testamento como un nombre propio, no hay que perder de vista su significado originario. Para el cristiano helenista, la palabra "Cristo" significaba lo mismo que para el oyente judío el término "Mesías": es el Ungido. Y la unción en este caso significa la designación de alguien para el oficio de rey (1 S 10:1; 16:13). Y el reinado de ese rey no es otro que el reinado de Dios. Precisamente por esto carece de todo sentido la separación entre el anuncio de Cristo, es decir, del Mesías, el Ungido, y el anuncio del reinado de Dios. No hay ni puede haber un Cristo sin reinado. Solamente un dualismo cristológico radical entre el "Jesús histórico y el "Cristo de la fe" ha podido pretender arrebatarle a Jesucristo su reinado.

Anunciar a Jesús como Cristo es, por tanto, anunciarle como Ungido que ha comenzado a ejercer el reinado de Dios en la historia. El reinado de Dios ha pasado a ser ahora "el reinado de su amado Hijo" (Col 1:13). Contra lo que se suele afirmar, el reinado de Dios no desaparece de la fe cristiana tras la muerte y resurrección de Jesucristo. Al revés: lo que la fe cristiana afirma es que el reinado de Dios, anunciado por Jesús, ya ha comenzado en nuestro mundo, y está siendo ejercido por el Mesías. Jesús es el Rey que ejerce el reinado en nombre de Dios Padre. Por eso la carta a los Efesios puede hablar con toda propiedad del "reinado de Cristo y de Dios" (Ef 5:5).


1.2   ...reina en la historia...

A veces se piensa que el reinado de Dios es un reinado celestial, donde Jesucristo tiene su trono, y al que las personas pueden acceder después de su muerte. Pero no es ésa la idea que aparece en el Nuevo Testamento. Ante todo es bien sabido que la expresión "Cielos" es un modo piadoso con el que los judíos evitaban pronunciar el nombre de Dios. La "voluntad de los Cielos'' es la ``voluntad de Dios'', y el "reinado de los Cielos" no es otra cosa que "reinado de Dios". La Buena Noticia no es la existencia de un reino en el cielo, sino el hecho de que Dios ha comenzado a reinar tanto en la tierra como en el cielo. El reinado de Dios ha comenzado en la historia.

Afirmaciones como "mi reinado no es de este mundo" (Jn 18:36) no significan que el reinado de Jesús no tenga lugar en la historia. A lo que se refieren es, en primer lugar, a la procedencia de ese reinado: ese reinado que irrumpe en la historia es el reinado de Dios, y no un reinado creado por los poderes de este mundo. Y esto significa, en segundo lugar, que ese reinado no obedece a la lógica de este mundo, especialmente a la lógica de la violencia y de la contra-violencia: "si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que yo no fuera entregado" (Jn 18:36).

Se podría pensar entonces que el reinado de Dios, aunque haya comenzado en la historia, es sin embargo un reinado puramente interior e invisible. Jesucristo reinaría solamente en nuestros corazones. Y se cita por ejemplo Lc 17:21: "El reinado de Dios no viene con preparativos, ni dirán 'está aquí o allí', pues he aquí (idoù) que el reinado de Dios está entós hymôn". Este entós hymôn se puede traducir por "dentro de ustedes", pero también, y más adecuadamente, por "entre ustedes" o "en medio de ustedes". Y ello nos muestra algo esencial, que es precisamente el hecho de que el reinado de Dios no es puramente individual, sino que alude a una comunidad: la comunidad de los discípulos de Jesús.

Esta comunidad es algo visible en la historia. Por eso mismo, el reinado de Dios, ejercido por Jesús, no pasa desapercibido a los poderosos de este mundo, sino que por el contrario les produce inquietud y les desestabiliza. Así, por ejemplo, algunos cristianos de Tesalónica fueron acusados ante las autoridades del siguiente modo: "Éstos, que han revolucionado el mundo entero se han presentado también aquí, y Jasón los ha hospedado. Todos ellos actúan contra los decretos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús" (Hch 17:6-7). Para los judíos de Tesalónica quedaba muy claro (1) que el reinado de Dios se sigue predicando después de la Pascua, (2) que ese reinado es ahora ejercido por Jesús, y (3) que ese reinado se realiza en la historia, incluso hasta el punto de cuestionar el reinado del César.

No se trata de un simple malentendido de aquellos judíos. Los mismos cristianos perciben esta oposición entre el reinado de Dios, ejercido por Jesús, y los sistemas políticos vigentes en el mundo. Pablo dice sencillamente que fueron "los gobernantes de este mundo" (en general) los que crucificaron a Cristo (1 Co 2:8), y Santiago dice lo mismo refiriéndose a los ricos (Stg 5:1-6). No se trata sólo de una generalización de algo sucedido puntualmente en el Calvario, sino también de una percepción de qué es lo que está sucediendo hoy, en la historia, después de la Pascua.

El asunto es tan importante, que sirve incluso para anticipar los contenidos fundamentales del tiempo que resta entre la resurrección de Jesús y el final de los tiempos. Se trata de un tiempo marcado por la lucha de los poderosos de la tierra contra Dios y su Ungido (Sal 2:1 citado en Hch 4:26). Del mismo modo, el Apocalipsis prevé que los sistemas políticos del futuro se opondrán al reinado de Jesús. Sin embargo, éste les vencerá, "porque es el Señor de señores y Rey de reyes, y con él vencerán los suyos, los llamados, los elegidos, los fieles" (Ap 11:14). De este modo, queda apuntado aquello hacia lo que tiende la historia: hacia la instauración definitiva del reinado de Dios ejercido por el Mesías (Mt 16:28). Como dice Pablo, primero ha sido la resurrección de Cristo, después vendrá la resurrección de los que son de Cristo, y "entonces será el fin, cuando él entregue el reinado al Dios y Padre, y anule todo poder y toda autoridad y toda potencia" (1 Co 15:24). De este modo, el reinado de Dios, entregado a Jesús resucitado durante el tiempo que resta de la historia, volverá definitivamente al Padre, para que Dios lo sea todo en todo (1 Co 15:28).

Ahora bien, si el anuncio de Jesús implica el anuncio de su reinado, y si este reinado se ejerce en la historia, ¿por qué Jesús no aceptó ser proclamado rey de Israel? El evangelio de Juan nos dice que después de que Jesús alimentó a las multitudes, la gente decía: "éste es el profeta que tenía que venir al mundo. Y Jesús, dándose cuenta de que querían llevárselo para hacerle rey, se retiró otra vez al monte solo" (Jn 6: 14-15). ¿Qué reinado es éste que no se realiza políticamente? Para entender esto, tenemos que volver los ojos a la historia de Israel.


1.3   ...como rey de Israel

El evangelio de Lucas comienza anunciándonos que Jesús "será grande y se le llamará Hijo del Altísimo; el Señor le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin" (Lc 1:32-33). ¿Qué significa ser rey de la casa de Israel, ocupando el trono de David?

Para entender el sentido fundamental del reinado de Dios sobre Israel hay que ir a un texto muy poco citado, y que sin embargo ilumina la experiencia fundamental del pueblo hebreo: la liberación de Egipto. Cuando los israelitas atraviesan el mar, y el ejército opresor se hunde en las aguas, Moisés entona un cántico triunfal en el que se enumeran todas las acciones salvíficas del Señor (YHWH) en favor de su pueblo, abriendo una perspectiva que culmina con la construcción del templo. El Señor no sólo es más fuerte que el estado egipcio, sino también más fuerte que los príncipes de Edom, Moab y Canaán. El canto termina solemnemente con la aclamación: "el Señor reina por siempre jamás" (Ex 15:18). Situado en este contexto, el significado de este salmo es claro. Una vez liberados del poder opresivo del faraón, el pueblo israelita se constituye como una sociedad fraterna, en la que no se han de repetir las injusticias de Egipto, para poder de esta manera representar una alternativa atractiva para todos los pueblos de la tierra. Y esto significa en concreto: en Israel ya no habrá faraones, sino que Dios mismo reinará sobre su pueblo.

El reinado de Dios tiene por tanto un significado muy concreto: no hay otros reyes sobre Israel. De hecho, esto fue lo que sucedió durante unos dos siglos, entre el 1250 y el 1030 a.C. Israel fue una sociedad acéfala, a diferencia de los sistemas políticos del entorno, centrados sobre un rey más o menos sacralizado y dotado de funciones sacerdotales. Sin embargo, la presión de los pueblos vecinos llevó a que el pueblo israelita se quisiera dotar de una monarquía "como los demás pueblos" (1 S 8:5). Israel no quiere ser una sociedad alternativa. Ante la petición popular, el Señor acaba diciéndole al profeta-juez Samuel: "Obedece la voz del pueblo en todo lo que te diga, porque no te han rechazado a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos. Así se han portado conmigo desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome para servir a dioses extranjeros... pero adviérteles bien y hazles saber los derechos del rey que van a tener" (1 S 8 7-9). Estos derechos no son otros que la posesión de un ejército y de una corte real, con el consiguiente aumento de la violencia y de la desigualdad en el pueblo.

El reinado de Dios es sustituido por un rey humano (1 S 12:12), de tal manera que la injusticia y la idolatría tienen una raíz común: el deseo de ser como los demás pueblos, y no una alternativa distinta. Por supuesto, Dios sigue guiando a su pueblo incluso a través de sus elecciones equivocadas, hasta el punto de que la figura del rey David va a servir para dar forma concreta a las expectativas mesiánicas dirigidas al futuro (2 S 7:12-16). Incluso el pecado de David con Betsabé va a dar lugar a la línea dinástica de la que saldrá el Mesías (2 S 12:24). Pero la legitimación a posteriori de la monarquía no pierde de vista que los reyes de Israel no se sientan en un trono propio, sino "en el trono del reinado del Señor sobre Israel" (1 Cro 28:5; 2 Cro 13:8).

Sin embargo, la monarquía se hunde debido a las infidelidades de los reyes de Israel y Judá, y el templo donde reside la gloria de Dios cae en manos de los gentiles. Ante esta situación, los profetas afirman que la ruina de la dinastía y del templo no significa el final del reinado de Dios. Dios sigue reinando sobre el universo entero y sobre todos los pueblos (Jer 10:7.10; Zac 14:9). Y esto significa entonces que hay una esperanza que se puede dirigir hacia el futuro, cuando Dios vuelva a reinar sobre su pueblo Israel: "el Señor de los ejércitos reinará en el monte Sión y en Jerusalén, y ante sus ancianos brillará su gloria" (Is 24:23).

Esta esperanza va tomando unos perfiles concretos: Israel volverá a ser una sociedad alternativa capaz de atraer a todos los pueblos hacia sí (Sof 3:9-10). Esto significa quitar de en medio del pueblo elegido a aquellos "orgullosos fanfarrones", responsables en último término de la idolatría y la injusticia (Sof 3:11). Lo que Dios dejará será "un pueblo humilde y pobre, que esperará en el nombre del Señor, el resto de Israel, que no cometerá injusticias ni dirá mentiras, ni tendrá en su boca lengua falsa; pastarán y reposarán sin que nadie les inquiete" (Sof 3:12-13). Entonces se podrá prorrumpir en alabanzas, porque Dios habrá vuelto a ser rey de Israel: "¡Canta himnos, hija de Sión, alégrate, Israel, regocíjate y goza de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha retirado la sentencia que pesaba contra ti, ha alejado a tus enemigos; el Señor, rey de Israel, está en medio de ti; no tienes que temer ya ningún mal" (Sof 14:15).

Desde este punto de vista, es Dios mismo el que va a volver a ocuparse en persona de su pueblo, en lugar de los malos pastores que se han aprovechado de él y lo han llevado a la ruina. Dios mismo reclama su rebaño, y él mismo se encargará de pastorearlo y de establecer la justicia (Ez 34:10.15.17). Por tanto, lo que se promete para el futuro se asemeja en cierto modo a la situación anterior a la instauración de la monarquía: un pueblo sin reyes, a diferencia de todos los demás. Sólo en cierto modo, porque las promesas para la casa de David no han desaparecido. Lo que sucede es que ahora se habla de un "príncipe" (nasí) y ya no necesariamente de un rey (Ez 34:24).

Todo esto entraña ciertas oscuridades respecto a la figura del Mesías, que pasa incluso a ser representada ocasionalmente por un gobernante pagano (Is 45:1). No obstante, lo que predomina es una cierta colectivización del ideal mesiánico, que parece ser desempeñado ahora todo el pueblo de Israel, adquiriendo incluso rasgos decididamente pacíficos (Is 42:1-4). Lo que en cualquier caso queda claro es que las grandes potencias mundiales, con sus rasgos bestiales e inhumanos, tienen sus días contados, y el reinado de Dios se impondrá definitivamente (Dn 2:44). Ciertamente, la figura de un "hijo de hombre" es decisiva para estas esperanzas, porque a ese "hijo del hombre" se le entregará el reinado definitivo de Dios (Dn 7:13-14). Pero la soberanía parece también pertenecer colectivamente a todo el pueblo: "el reinado, el poder y la grandeza de los reinos que hay bajo todo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo; su reinado será un reinado eterno, y todos los imperios le servirán y estarán sujetos a él" (Dn 7:27).

Nos preguntábamos cómo era posible que el Jesús que las comunidades cristianas proclamaban como rey ungido, fuera el mismo que antes de la Pascua rechazó ser entronizado por sus seguidores (Jn 6:15). Para aclarar cuál era la comprensión que Jesús podía tener del reinado de Dios, nos hemos dirigido a algunas imágenes fundamentales sobre el mismo en el Antiguo Testamento. En ellas nos hemos encontrado sin duda con la posibilidad de que el reinado de Dios pueda ser ejercido por un rey, ungido por Dios para ese fin. Sin embargo, la introducción de un rey es contemplada críticamente por el Antiguo Testamento, el cual constata además el hundimiento de ese proyecto monárquico. Obviamente, Jesús no quería protagonizar la reintroducción de una monarquía. Esto no significa que el reinado de Dios haya desaparecido del horizonte de la fe de Israel, sino más bien al contrario: se vuelve a afirmar que Dios mismo va a volver a reinar sobre su pueblo. Pero esto deja en cierta oscuridad cuáles serán las características propias del reinado de Dios en la historia y la función que en ese reinado desempeñará el descendiente de David. Para salir de esa oscuridad, tenemos que ir a contemplar directamente a ese descendiente.


2   Anunciar el reinado de Dios es anunciar a Jesucristo

Así como un ``Cristo de la fe'' separado del reinado de Dios representa una falsificación del Jesús predicado por los apóstoles, el cual, lejos de ser una simple proyección de la fe, es un Mesías real que ejerce en la historia el reinado de Dios, del mismo modo, la idea de un reinado de Dios separado de Jesucristo carece de sentido bíblico y teológico. Y esto, al menos, por dos razones.

  1. En primer lugar, porque Jesús es el que posibilita conocer qué es el reinado de Dios.

  2. Y, en segundo lugar, porque Jesús es el que posibilita entrar en el reinado de Dios.

Veamos esto más detenidamente.


2.1   Jesús posibilita conocer el reinado de Dios

Si careciéramos del testimonio de las primeras comunidades sobre Jesús, fácilmente se podría confundir el reinado de Dios con una teocracia o con un mesianismo político. La teocracia proclamaría a Dios mismo como verdadero gobernante de un determinado estado, el cual se constituiría políticamente de acuerdo a unas leyes dadas por Dios para todos sus ciudadanos. Obviamente, las teocracias fácilmente se hacen intolerantes respecto a quienes no comparten la misma fe o frente a quienes infringen la presunta voluntad de Dios. Además, la correcta interpretación de la voluntad divina exige de un cuerpo de especialistas, que son los que de hecho rigen los destinos del estado: las teocracias son de hecho hierocracias (de hiereús, sacerdote). Mientras que las teocracias santifican un determinado sistema político declarándolo como aplicación directa de la voluntad divina, los mesianismos denuncian los fallos y las injusticias del sistema social, prometiendo una rápida solución. Todo cambiará en el momento en que el personaje o el grupo mesiánico alcance el poder político. El poder político es la clave para realizar, desde arriba, las transformaciones sociales que se consideran necesarias.

Tanto la teocracia como el mesianismo se diferencian radicalmente del reinado de Dios que Jesús proclamó con sus obras y palabras. El reinado de Dios es una buena noticia para los pobres (Mt 11:5), cosa que ni las teocracias ni los mesianismos lo son, al menos a largo plazo. Las teocracias y los mesianismos legitiman una dominación presente o futura, acudiendo en ocasiones a algún tipo de retórica sobre los pobres. Lo que Jesús proclama es por el contrario el fin de toda dominación. No se trata de un final futuro de la pobreza, cuando el grupo correcto llegue al poder. El reinado de Dios significa el comienzo, ya desde ahora y desde abajo, de unas nuevas relaciones sociales. Los relatos de la alimentación de las multitudes ilustran este hecho. Jesús no sólo afirma, frente a los discípulos, que el hambre de los pobres concierne a su misión (Mc 6:35-37), sino que también señala que la tarea de los discípulos no es convertirse en mediadores entre el sistema económico y los pobres, al estilo de una organización caritativa ``no gubernamental''. La solución de Jesús es más radical, pues exige que los discípulos salgan de la lógica ``vertical'' del sistema, compartiendo lo que tienen porque así alcanzará para todos y sobrará (Mc 6:37-44)
3.

El reinado de Dios, así considerado, es algo que ya comienza en la historia, y no un evento del porvenir. No es un atributo estático de la divinidad, sino una función que Dios ejerce prácticamente sobre la historia. Lo cual quiere decir que no hay reinado de Dios si no hay nadie sobre quien Dios reine. Y esto significa, por tanto, que el reinado de Dios requiere una comunidad. Es la función de Israel en la antigua alianza y de las comunidades cristianas en la nueva. De hecho, Jesús no pretende otra cosa que convocar de nuevo a Israel a constituirse como auténtico pueblo de Dios (Mt 23:37-39). La comunidad sobre la que Dios reina, obviamente, es una comunidad nueva, distinta a los demás pueblos de la Tierra, no para aislarse de ellos, sino para constituir para ellos una alternativa distinta y atractiva. La comunidad de los discípulos de Jesús, en la medida en que sea distinta del mundo que la rodea, puede ser sal y luz para ese mundo. Es la ciudad situada sobre el monte, que no se puede esconder, sino que está a la vista de todas las naciones, y precisamente así cumple una función en favor de toda la humanidad (Mt 5:13-16).

La comunidad sobre la que Dios ejerce su reinado tiene entonces unas características propias, que la diferencian de otras comunidades humanas. En primer lugar, como dijimos, un compartir real, que elimina tanto la escasez como las diferencias sociales. Por eso precisamente el reinado de Dios no es muy atractivo para los ricos (Mc 10:23), aunque no estén a priori excluidos del mismo (Lc 19:1-10). Pero no es la dominación económica la única que desaparece. El hecho de que Dios reine implica que nadie más reina, y que por tanto no es posible ninguna forma de dominación. Por eso carecen de sentido preguntas como la de quién es mayor en el reinado de Dios, pues en el reinado de Dios se invierte toda forma de poderío, incluyendo el poder de los adultos sobre los niños (Mt 18:1-5). Solamente los que se hacen como niños entran en el reinado de Dios. Incluso las diferencias basadas en el propio trabajo desaparecen en el reinado de Dios. Los que han trabajado todo el día reciben exactamente lo mismo que los que solamente han trabajado unas horas (Mt 20:1-16). Esta desaparición de las diferencias incluye la desaparición de todo paternalismo y de todo patriarcado. Quienes abandonan los lazos familiares y económicos para unirse a la comunidad de Jesús reciben ``el ciento por uno'' en todo menos en... padres (Mc 10:29-30; Mt 23:9). Y es que cuando se comparte, nadie queda en posición de cuidar sobre los demás, sino que todos cuidan por todos.

Desde este punto de vista, resulta claro que el reinado de Dios, tal como Jesús lo entiende, no consiste en un proyecto estatal, ya que las formas estatales incluyen la violencia y la dominación. Y esto significa concretamente que el reinado de Dios no puede concretarse en una monarquía como la que se inicia con Saúl y termina en el año 587 a.C. En la medida en que Dios reina plenamente sobre su pueblo, desaparece todo otro señorío. Y ello implica una diferencia decisiva con toda teocracia, con toda hierocracia, y con todo mesianismo, pues todas estas concepciones no son más que configuraciones diversas del poder político
4. Ante la absurda petición de los que quieren una posición de dominio en el reinado de Dios, Jesús responde señalando que ``los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre ustedes, sino que el que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor, y el que de ustedes quiera ser el primero, será siervo de todos, porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos'' (Mc 10:42-45).

Con esta última frase tocamos el núcleo del reinado de Dios, tal como Jesús lo entiende y lo realiza. Y esto, por dos razones:

  1. Toda forma de dominación, sea económica, religiosa o política, entraña algún tipo de violencia. El estado no pretende otra cosa que monopolizar el ejercicio de la violencia legítima. Frente a esta concepción, Jesús propone la renuncia radical a la violencia (Mt 5:38-48; 26:52). La renuncia a la violencia no es una simple táctica para lograr mejor ciertos objetivos, sino un reflejo de la actitud misma del Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos (Mt 5:45). La desaparición de la violencia en la comunidad donde Dios reina (Mt 5:21-26) muestra precisamente que se están ya cumpliendo, en la historia, las promesas proféticas para la era mesiánica. En la comunidad del Mesías, las espadas se convierten ya en arados (Is 2:4). Ahora bien, la realización de las promesas mesiánicas en una comunidad concreta no significa todavía la redención del mundo entero, donde todavía reina la injusticia. Precisamente por ello, el reinado no violento de Dios está sometido a la violencia por parte de los poderosos y de todos los que se sienten interpelados por el nuevo orden de cosas (Mt 10:34; 11:12)5 .

  2. Jesús no sólo aceptó que los poderosos de su pueblo descargaran sobre él su violencia, sino que vinculó la entrada en el reinado de Dios a la adhesión a su persona. Solamente el que le sigue en su camino de servicio no-violento puede entrar en el reinado de Dios (Mc 8:31-9:1). Lo que Jesús propone como lógica del reinado de Dios pasa por su seguimiento, de tal manera que quien no tiene los ojos fijos en Jesús, que nos abre camino, ya no es apto para el reinado de Dios (Lc 9:62). De este modo, la motivación para el servicio no es otra que el servicio mismo de Jesús. Sin embargo, esto nos pone ante una pregunta esencial: ¿por qué esta vinculación del reinado de Dios a su persona? ¿No sería posible realizar el proyecto de comunidad alternativa propuesto por Jesús prescindiendo de Jesús mismo? Esto nos lleva directamente al siguiente apartado.

2.2   Jesús posibilita entrar en el reinado de Dios

El reinado de Dios, es decir, el hecho de que Dios reine, significa que nadie más reina en su lugar, y esto conlleva la desaparición de toda forma humana de dominación, desde la dominación basada en la riqueza (mamonâs, Mt 6:24) hasta la dominación religiosa, intelectual o política:

``ustedes no llamen a nadie 'rabí', pues sólo uno es su maestro, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen a nadie 'padre' en la tierra, pues sólo uno es el Padre de ustedes, el que está en el cielo. Y no llamen a nadie 'guía', pues el guía de ustedes es sólo uno, el Mesías'' (Mt 23:8-10).

Sin embargo, queda por aclarar cuál es la función de Cristo, el Mesías, en este reinado. Pudiera pensarse que, de un modo semejante a lo que sucedió en la historia de Israel, el trono que pertenece a Dios es ahora ocupado por un rey humano. Ahora bien, el profeta Ezequiel había anunciado el hecho de que Dios mismo iba a volver a reinar, dado el fracaso de los reyes de Israel. Y este anuncio de algún modo relativizaba la figura del descendiente de David, convirtiéndolo de rey a príncipe (Ez 34:20-24). ¿Es esto lo que sucede con Jesús?


2.2.1   La identificación de Dios con el Mesías

La respuesta es obviamente negativa. La fe cristiana afirma que Jesús ha sido constituido como rey definitivo del nuevo Israel6. Sin embargo, su reinado no es un reinado como el de los reyes de este mundo. Todo lo contrario. De acuerdo a la profecía de Zacarías (9:9), el rey de Judá se presenta ``manso y sentado sobre un asno'' (Mt 21:5). El León de Judá es un cordero, degollado por los poderosos de este mundo (Ap 5:12), y la exaltación de Jesús después de la Pascua no significa en modo alguno la restauración de la soberanía política de Israel (Hch 1:6-8).

Desde el punto de vista del nuevo pueblo de Dios, la razón es clara: las nuevas comunidades que surgen tras la Pascua no forman un estado, en el que seguiría habiendo desigualdades, sino un pueblo libre en el que desaparecen las diferencias sociales (Hch 2:43-47; 4:32-37). Pero desde el punto de vista de Jesús mismo, él no se convierte en un soberano, terreno o celeste, a diferencia de Dios, en el que de algún modo se delegaría la soberanía divina. Lo que la fe cristiana afirma es justamente que Dios mismo se identificó con él. Como dice Pablo, ``Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo'' (2 Co 5:19)
7. Con la afirmación de la divinidad de Cristo se juega algo muy importante para la idea misma del reinado de Dios. Si Dios se identificó con el Mesías, no hay una persona que ejerza el reinado en nombre de Dios, tal como sucedió en la experiencia fallida de la monarquía de Israel. Dios mismo es el que ejerce ese reinado, tal como anunciaba Ezequiel. Pero ese ejercicio del reinado por parte de Dios mismo no supone una mengua en las funciones del Mesías, porque Dios mismo es el Mesías. Por eso mismo, Jesús no sólo ejerce el reinado sobre su pequeño pueblo, sino que es al mismo tiempo el Señor (Kýrios) de todo el universo, ``Rey de reyes y Señor de señores'' (1 Ti 6:15). Por eso ese pequeño pueblo, a pesar de todas las persecuciones, se sabe indestructible.

Ahora bien, la afirmación de la divinidad de Jesús no implica, para la fe cristiana, ninguna merma de su humanidad. Dios se identificó con una persona humana de carne y hueso. Y esto tiene gran importancia para el reinado de Dios. Porque nos muestra que el acercamiento de Dios a su pueblo no sólo se concreta en una forma de vida novedosa y atractiva (Dt 4:6-8), sino en el abajamiento máximo de la divinidad, hasta tomar la forma de siervo, haciéndose semejante a nosotros, y experimentando la más infame de las muertes, colgado de un madero, en la cruz de los rebeldes y de los esclavos (Flp 2:6-11). La igualdad que caracteriza al reinado de Dios acontece en Dios mismo hecho hombre. El servicio que caracteriza al reinado de Dios acontece en un Dios que toma la figura de siervo. La no violencia que caracteriza al reinado de Dios acontece en Dios mismo que se hace obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Es el gran escándalo, no sólo para la religión judía, sino para toda religión, incluso para las que admiten ``encarnaciones'', y para todo humanismo pagano: Dios mismo se identifica, no con alguna oronda figura intelectual, sacerdotal o política, sino con un crucificado.

La doble afirmación de la divinidad y de la humanidad de Jesús es enormemente importante para la lógica interna del reinado de Dios. Si Dios se ha identificado personalmente con su Mesías, es Dios mismo quien ejerce el gobierno de su pueblo. No hay, por tanto, ninguna figura mesiánica que pueda gobernar en lugar de Dios, ocupando su trono. Todo mesianismo está excluido. La única cabeza de las comunidades cristianas es Cristo mismo (Ef 1:22), en quien todas ellas tienen su unidad (1 Co 1:12-13). Y esto significa entonces que en las comunidades cristianas solamente tienen un mediador entre Dios y los hombres: Cristo mismo (1 Ti 2:5). El sacerdocio antiguo queda superado, porque Cristo mismo es el único sacerdote necesario (Heb 7:22-25). Por otra parte, este gobierno de Dios sobre su pueblo tiene justamente la forma que se ha mostrado en Cristo: es el servicio del Cordero, manso y humilde de corazón, cuyo yugo es fácil y ligera su carga (Mt 11:29-30). Cualquier autoritarismo teocrático pierde aquí su sentido. Dios mismo se ha hecho nuestro hermano primogénito (Ro 8:29), que nos introduce en una relación exclusiva con el único que puede ser llamado Abba, Padre (Ro 8:15). Precisamente por ello, la comunidad cristiana es una comunidad de hermanos y hermanas, libres de toda dominación (Mt 23:8-9).

De este modo, nos encontramos con una nueva y sorprendente característica del reinado de Dios. La identificación de Dios con el Mesías no sólo posibilita a Dios mismo reinar sobre su pueblo. Al identificarse Dios con su Siervo sufriente, el reinado de Dios adquiere una dimensión inesperada, por más que hunda sus raíces en el Antiguo Testamento (Ex 19:5-6): en el reinado de Dios, los hermanos y hermanas de Jesús han sido constituidos con él en reyes y en sacerdotes (1 P 2:9; Ap 1:6; 5:10)
8. No cabe mayor afirmación de la desaparición de todas las diferencias sociales allí donde Dios reina. Como dice Pablo, ``ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús'' (Gl 3:28). Como ya anunciaba el libro de Daniel, la soberanía en el reinado de Dios es transferida a todo su pueblo (Dn 7:27), que reina y ejerce funciones sacerdotales en bien de toda la humanidad. Sin embargo, este reinado del pueblo de Dios no entraña ninguna exaltación ni ningún poderío mundano. Al contrario, el pueblo de Dios continúa la misión servidora del Cordero. Y como el Cordero, también sus seguidores sufren la persecución. Porque el reinado y el sacerdocio de las comunidades cristianas consiste en ser esas asambleas visibles sobre las que Dios está ya ejerciendo su reinado, y donde por tanto están siendo derribados todos los poderes de este mundo.


2.2.2   El Cordero que libra del pecado

Todo lo anterior nos muestra el significado esencial de Jesús para la estructura misma del reinado de Dios. Es precisamente la presencia del Dios que se ha identificado con Jesucristo lo que posibilita la igualdad propia del reinado de Dios (2 Co 8:14), que Israel no pudo realizar plenamente. Cabría sin embargo pensar, desde una óptica agnóstica y humanista, que todo esto suena muy interesante, pero que los cristianos nunca lo han realizado verdaderamente en la historia. O que, si lo han realizado, ha sido en comunidades minoritarias, al margen de las corrientes centrales del cristianismo. En cualquier caso, los humanistas piensan que el proyecto de una comunidad igualitaria podría realizarse al margen de toda referencia a Jesús y a Dios. Bastaría con eliminar aquellos impedimentos económicos, sociales y políticos que favorecen la dominación de unos seres humanos por otros para que la realización de la ``utopía'' fuera posible.

Frente a estas concepciones, la fe cristiana sostiene que el reinado de Dios es justamente de Dios, y no de los seres humanos, los cuales no lo pueden realizar simplemente a su gusto. Con demasiada frecuencia se oye también algunos cristianos decir que ellos van a ``construir'' el Reino de Dios. Se trata de una pretensión ingenua, que choca de frente con el sentido fundamental de la historia de la salvación. Si algo afirma la historia de la salvación, tal como la Escritura la recoge, es que Dios es el sujeto de esa salvación, y que la humanidad no se puede salvar a sí misma. Cuando se habla, por ejemplo, de ``pecado estructural'' convendría no olvidar que, con esa terminología, se está justamente diciendo que los males estructurales que tiene la humanidad no son simples faltas morales, que el ser humano podría por sí mismo corregir prescindiendo de Dios. Cuando decimos que es un pecado estructural estamos diciendo que una alternativa al mismo solamente es posible por una iniciativa de aquél que perdona los pecados del mundo. Y, en la fe cristiana, éste no es otro que el Dios que se ha identificado con Cristo.

El humanismo de la ilustración pensó que el ser humano era bueno por naturaleza, estando las causas del mal en la sociedad en la que nacemos. Se trata obviamente de un esquema algo ingenuo, que no explica satisfactoriamente cómo es posible una sociedad mala si aquellos que la integran son originariamente buenos. En cualquier caso, en el Nuevo Testamento encontramos otro modo de pensar, que relaciona los males estructurales de la sociedad con la estructura misma del corazón humano. Como dice Jesús:

``de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo y la insensatez'' (Mc 7:21).

Esto no significa, obviamente, que el ser humano sea incapaz para hacer el bien. Esta doctrina teológica extrema tiene poca base bíblica, pues incluso después del pecado de Adán se afirma la posibilidad que el ser humano tiene para resistir al pecado (Gn 4:7; cf. Dt 30:15-20). El problema no está propiamente en la incapacidad para hacer el bien, sino en la pregunta sobre si alguien puede ser bueno al margen de Dios. Jesús afirma precisamente que nadie es bueno más que Dios (Lc 18:19). Las ``buenas acciones'' del ser humano al margen de Dios no son en el fondo más que una estrategia de autojustificación. Es justamente lo que Jesús les dice a los fariseos:

``Ustedes son los que se justifican a sí mismos delante de los hombres, pero Dios conoce los corazones de ustedes, pues lo que lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación'' (Lc 16:15).

El hacer el bien conlleva sin duda una aprobación social. El ser humano cumple determinadas normas, o realiza ciertas expectativas, y la sociedad lo aplaude y lo admira. Sin embargo, este bien así realizado carece de toda gratuidad, sino que persigue unos resultados, una retribución. Es una buena acción que persigue asentar la propia justicia delante de los demás. O también delante de Dios. Es lo que relata por ejemplo la parábola del publicano y el fariseo que suben al templo a orar (Lc 18:9-14), la cual según Lucas va dirigida a aquellos que ``se creen a sí mismos justos y menosprecian a los demás'' (Lc 18:9). Ellos pueden ``creer sobre sí mismos que son justos'' (pepoithótas eph' heautoîs hóti eisìn díkaioi) y por tanto creerse dignos de algún merecimiento delante de Dios.

La lógica de la autojustificación es, en el fondo, la misma lógica que la de la retribución. En ambos casos se espera una correspondencia entre las propias acciones y sus resultados. Y se espera que Dios mismo entre en esa lógica, recompensando las buenas acciones, y castigando las malas. Obviamente, esta lógica de la autojustificación conlleva una profunda legitimación de todo orden social. No es extraño que Lucas nos diga que los mismos que se justifican a sí mismos son también unos avaros que se burlan del desprecio de Jesús al dinero (Lc 16:14-15). La legitimación del orden social consiste en que, en la lógica de la autojustificación, aquellos que tienen poder y éxito en este mundo pueden interpretar su bienestar como resultado de sus propias acciones: ``me va bien, porque me lo merezco''. Del mismo modo, esa lógica permite presentar a los desheredados de este mundo como culpables de sus propias desgracias. Es la pregunta de los discípulos ante un marginado social: ``¿Quién pecó, él o sus padres?'' (Jn 9:2; Lc 13:1-5).

Por supuesto, esta lógica de la retribución, cuando es vivida en una terminología religiosa explícita, intenta presentar a Dios como aquél que ha realizado o permitido el castigo de los culpables. Pero esta lógica tiene también sus formas seculares. Las diversas ideologías, en la medida en que quieren salvar el orden establecido, tienen que presentar a los desgraciados como culpables de su propia situación. Y esto sucede también cuando se nos dice que los malvados, en último término, siempre son castigados, o cuando se afirma que la pobreza, la enfermedad o el fracaso son responsabilidad de aquél que los sufre. El pobre, el enfermo, el fracasado es un ``perdedor'', y en él mismo, en sus incapacidades e inmoralidades, hay que buscar las razones del fracaso.

Sin embargo, el Dios que presenta Jesús no se deja atrapar en esta lógica. El Dios de Jesús hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5:45). En lugar de retribuir a cada uno según lo que considera como propios merecimientos, todos los trabajadores reciben lo mismo al final del día (Mt 20:1-16). No sólo eso. Dios se alegra más por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento (Lc 15:7), y así se entiende las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo (Lc 15:1-32). Y es que el que se considera justo no ha descubierto todavía su propio pecado, mientras que el que se sabe pecador ha descubierto al menos su profunda necesidad de salvación. Como dice la primera carta de Juan:

``Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es justo y fiel para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros'' (1 Jn 1:8-10).

Desde esta perspectiva se puede entender la teología paulina de la ley. Cuando Pablo nos dice que la ley, siendo buena, fue utilizada por el pecado (Ro 7:7-24), nos está en último término indicando esto mismo. Los mandamientos pueden ser buenos en sí mismos. Ellos pueden ser incluso mandamientos dados por Dios como una gracia especial hacia su pueblo. Pero, al margen de la gracia de Dios, estos mandamientos son utilizados por el pecado como caminos para lograr la propia autojustificación. De ahí la oposición radical entre la justicia de Dios y la propia justicia de quien se quiere autojustificar (Ro 10:3).

Desde esta perspectiva queda bastante claro por qué todos los intentos de construir por uno mismo el reinado de Dios están condenados al fracaso. No se trata solamente de que el reinado, por ser de Dios, dependa en último término de los ritmos que Dios le imponga, los cuales escapan a nuestro control (Mc 4:30-33). Lo más grave es que la pretensión de construir por uno mismo el reinado de Dios denota una lógica de autojustificación. El que piensa que él mismo es el que construye el reinado de Dios, fácilmente se considerará a sí mismo por encima de los demás, y caerá en alguna forma de mesianismo. Por eso mismo, sus llamados a la igualdad serán en último término retóricos. Al final tendrá que decir, como los cerdos de Animal Farm, que ``unos son más iguales que otros''. Los que construyen ellos mismos el reinado acabarán haciéndose llamar benefactores, al igual que todos los poderosos de la Tierra (Lc 22:25). Al final, ellos se anunciarán a sí mismos (2 Co 4:5) y a sus grandes hechos en favor de la humanidad. En estas condiciones, el reinado de Dios es sustituido por alguna farsa en la que se reproducen las estructuras de dominación que rigen sobre el mundo.

¿Cómo se rompe entonces esta lógica de autojustificación, contraria a la justicia de Dios y a su reinado? Desde lo que hemos visto aquí, resulta obvio que uno mismo no puede romper semejante lógica. Si uno mismo se liberara a sí mismo de esa lógica del pecado, la liberación sería el resultado de las propias acciones. Y por lo tanto, no habríamos roto con aquello que queremos romper, que es precisamente con la pretensión de ser justos en la justicia que viene de uno mismo (Flp 3:9). La salvación tiene que venir de fuera, de otro. Y ciertamente viene cada vez que el amor entra en la vida de las personas. Cuando amamos de verdad, nuestra entrega a la otra persona es gratuita, y no espera resultados. Cuando somos amados, otra persona nos hace justos más allá de la propia justicia. ¿De dónde viene esta gratuidad del amor? Si esa gratuidad es algo así como un logro de la especie humana, no habríamos salido de la lógica de la autojustificación. La autojustificación individual habría sido sustituida por una autojustificación colectiva. ¿Hay salida? ¿Quién nos liberará de esta lógica mortal? La fe cristiana proclama -y es sin duda un escándalo- que esa salida solamente es posible por Jesucristo. Él es el Cordero que quita el pecado del mundo (Jn 1:29). Pero, ¿por qué?


2.2.3   Resucitado para nuestra justificación

¿Qué quiere decir la afirmación bíblica según la cual Jesús es aquél que nos puede liberar de los pecados? (1 Jn 2:1-2). Para entender esto tenemos que recordar todas las implicaciones de eso que hemos llamado la lógica de la autojustificación o la lógica de la retribución. No se trata solamente de un modo de pensar, sino de un modo de ser y de comportarse. En la medida en que nos movemos en él, pretendemos alcanzar la propia justicia como resultado de nuestras acciones: nosotros mismos nos hacemos justos. Somos merecedores de premios, como también seríamos merecedores de castigos si actuáramos mal. Y esto significa también, por tanto, que el sufrimiento que se experimenta en la historia puede ser interpretado como resultado de nuestras faltas o errores. Dios, en esta perspectiva, aparece como aquél que garantiza una correspondencia entre nuestras acciones, y los resultados, buenos o malos, que ellas obtienen.

La buena noticia de Jesús nos dice, en cambio, que ``Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo'' (2 Co 5:19). Y esto significa entonces que Dios sufrió la suerte misma de Jesús. Y esa suerte no fue otra que la más humillante de las muertes: la crucifixión. Desde la lógica de la autojustificación, Jesús aparece como un fracasado, como alguien rechazado por Dios, como un maldito (Gl 3:13). Sin embargo, la fe cristiana afirma lo contrario: afirma que este en este aparente fracasado estaba Dios mismo reconciliando al mundo consigo. ¿Por qué ``reconciliando''? Justamente porque Dios mismo, en la lógica de la autojustificación, aparece como aquél que garantiza una correspondencia entre nuestras acciones, buenas o malas, y sus resultados: premios y castigos. Pero si aquél que tenía que garantizar esa correspondencia se identificó con Cristo, sufriendo la maldición y el abandono de Dios, esa lógica carece de toda validez ante Dios. En la cruz de Cristo, Dios mismo ha anulado la lógica de la retribución: ``Él anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en medio clavándola en la cruz'' (Col 2:14). En la cruz de Cristo Dios nos ha reconciliado consigo.

En la cruz, Dios ha cargado con el destino de todos los aparentemente rechazados por Dios, solidarizándose con ellos. Y en la cruz Dios se ha presentado como aquél que no lleva cuenta de los delitos (2 Co 5:19). De este modo, tanto las víctimas como los verdugos reciben la posibilidad de ser reconciliados con Dios. Normalmente, en las culturas de influjo cristiano, se da por sentada la posibilidad de perdonar y de arrepentirse. Pero esto no es algo tan evidente, como la experiencia nos muestra cotidianamente, también en las culturas que lo consideran tan fácil. La lógica de la retribución nos impide perdonar al culpable, y esa misma lógica nos encierra en nuestros pecados, impidiendo el verdadero arrepentimiento, que no es el simple sentimiento de culpa, sino el descubrimiento de haber sido acogidos por alguien que nos perdona. La muerte y resurrección de Jesucristo, al reconciliar a las víctimas y a los verdugos con Dios, posibilita la reconciliación de los seres humanos entre sí. Es lo que muestran tantas parábolas de Jesús (Mt 18:23-35).

Ahora queda claro porqué necesitamos de Jesús para entrar en el reinado de Dios. El reinado de Dios no es algo que simplemente podamos construir por nosotros mismos. Era necesaria la obra de Dios en Cristo para que se nos abrieran las puertas del reinado de Dios. Como dice el Evangelio de Juan, Cristo es la puerta por la que entran las ovejas (Jn 10:7). La entrada por esa puerta no es un mérito nuestro, sino un regalo de Dios. Y este regalo se recibe cuando nos fiamos de aquello que se nos anuncia: la reconciliación que Dios ha realizado en Cristo. En la medida en que creemos que Dios justifica al impío, somos liberados de la vanidad de pretender justificarnos a nosotros mismos. De este modo, salimos de la lógica de la autojustificación, y obtenemos una nueva justicia, que viene de Dios (Ro 4:5). Precisamente por ello, la fe es la clave de acceso al reinado de Dios. A quien confiesa a Cristo como Hijo de Dios se le entregan las llaves que posibilitan la reconciliación, y que nos permiten entrar en su reinado (Mt 16:19; 18:18).

Todo esto no constituye una espiritualización del reinado de Dios, sino una posibilitación. La aparición de comunidades fundadas sobre la palabra de Jesús, en las que es posible el perdón y el arrepentimiento, es precisamente lo que posibilita que Dios reine concretamente en la historia. Las iglesias cristianas son precisamente aquel ámbito donde Dios ya ha iniciado la reconciliación de la humanidad (Ef 2:11-22). Y esto tiene una importancia fundamental, porque ese ámbito es justamente donde comienza también la verdadera justicia, la justicia del reinado de Dios. La igualdad verdadera, tanto en sentido económico como político o religioso, solamente es posible cuando hemos salido de la lógica de los merecimientos. Solamente entonces es posible entender el liderazgo como un servicio destinado a que el pueblo de Dios ejerza también ese servicio, llegando todos a la unidad de la fe (Ef 4:11-12). Por eso mismo, si queremos comenzar, ya desde ahora y desde la base, una alternativa real a la civilización mundial del capital, no basta con crear cooperativas y buscar financiamientos de organizaciones no gubernamentales. Es necesario anunciar la reconciliación realizada por Cristo, pues es esa reconciliación la que posibilita la realización del reinado de Dios en la historia.

Entonces queda claro que nosotros no construimos un reinado que es de Dios. Más bien tenemos que comenzar recibiéndolo como el niño que se sorprende por un regalo inesperado, y no como el adulto que se jacta de sus obras: ``el que no reciba el reinado de Dios como un niño, no entrará en él'' (Mc 10:15). Lo que hay que hacer no es tanto ``construir el reino'', sino buscar el reinado de Dios, es decir, intentar que Dios reine con la justicia propia de Dios, que es precisamente lo que significa ``buscar el reinado de Dios y su justicia'' (Mt 6:33)
9. Esto no excluye el propio esfuerzo. Todo lo contrario. En un mundo capitalista dominado por la lógica de la autojustificación, nuestro trabajo es más necesario que nunca. Pero solamente será un trabajo efectivo cuando tengamos claro y dejemos claro que el reinado pertenece a Dios, y es Dios mismo quien lo ha introducido en la historia por medio del Mesías, Hijo de David. Nuestras obras manifestarán entonces que no pretendemos nosotros reinar, sino que lo que buscamos es que Dios mismo reine, destruyendo toda injusticia, toda desigualdad y todo pecado: ``Vayan ustedes predicando que el reinado de Dios se ha acercado. Sanen enfermos, limpien leprosos, resuciten muertos, echen fuera demonios; de gracia lo han recibido, denlo también de gracia'' (Mt 10:7-8). Justamente cuando el reinado de Dios es anunciado de este modo, con palabras y obras, nuestro trabajo no es superfluo, sino que somos verdaderos ``colaboradores de Dios'' (1 Co 3:9).

Esto supone una esperanza para la historia: la esperanza en una victoria final del reinado de Dios, cuando Él enjugue toda lágrima, y ya no haya más muerte, ni llanto, ni dolor (Ap 21:4). La garantía de esa esperanza está en la resurrección de Cristo. Si Dios se identificó realmente con Jesús de Nazaret, la muerte no le podía retener (Hch 2:24). Es la afirmación cristiana de la resurrección. La resurrección de Cristo no es más que la consecuencia de la identificación de Dios con Jesús de Nazaret. Y precisamente porque esa identificación nos libera del poder del pecado, podemos también decir que la resurrección de Jesús es la que nos justifica (Ro 4:25). Es decir, ella es la que nos libra de nuestras pretensiones de autojustificación y la que permite en la historia una nueva forma de justicia más allá de toda lógica de merecimientos. El anuncio de Cristo no es el anuncio de un personaje histórico del pasado, de sus enseñanzas éticas o de sus logros morales. El anuncio de Jesucristo es el anuncio de alguien vivo. Precisamente por ello, podemos tener esperanza en que el reinado de Dios se puede realizar en la historia humana. Cristo resucitado es la primicia de la cosecha de una nueva humanidad (1 Co 15:20.23).

Es importante observar que Dios se identificó con un ser humano de carne y hueso, y no sólo con sus ideas y con su ``alma''. Por eso mismo, la afirmación de la resurrección concierne a toda su persona. No se trata simplemente de que ``la causa de Jesús sigue adelante''. Lo que afirma la fe en la resurrección es la resurrección corporal de Jesús (Jn 20:27), porque Jesús, como verdadero ser humano, no es un alma sin cuerpo. Otra cosa es que no podamos saber, con nuestras categorías terrenas, qué es exactamente un cuerpo resucitado o, como Pablo dice, un ``cuerpo espiritual'' (1 Co 15:44). Pero la resurrección corporal de Jesús es esencial para la esperanza cristiana. Precisamente porque la resurrección se refiere a Jesús entero, y no sólo a sus ideas o a su espíritu, del mismo modo la esperanza cristiana puede referirse a esta historia, y no a otra. Cuando esperamos ``un cielo nuevo y una tierra nueva'' (Ap 21:1) no estamos esperando simplemente ``otro mundo'', sino este mismo mundo renovado y transformado escatológicamente (Ap 21:5). El reinado de Dios no es un reinado de ultratumba. Es un reinado que se inicia en esta historia, allí donde Jesús reina sobre su pequeño pueblo. Y es un reinado que, por el ``poder de su resurrección'' (Flp 3:10), está destinado a restaurar todas las cosas (Mt 17:11; Hch 3:21), renovando la creación entera, para que en ella habite la justicia (2 P 3:13), y Dios lo sea finalmente todo en todo (1 Co 15:28).


3   El anuncio de Cristo hoy

Tras este recorrido por algunos conceptos básicos de la historia de la salvación podemos sacar algunas consecuencias para nuestro anuncio de Cristo en el presente:

  1. El anuncio de Jesús el Mesías, si es un anuncio fiel a su persona y a su palabra, constituye nuestra principal contribución a la transformación del mundo actual. Nuestro mundo, dominado por el sistema económico capitalista, no sólo se caracteriza por la injusticia, por la desigualdad y por la opresión. En el capitalismo llega a su máxima expresión y a su más exacta cuantificación la pretensión humana de autojustificación, la cual se concreta necesariamente en injusticia, en desigualdad y en opresión. El anuncio de Cristo es precisamente aquello que puede romper con la más íntima lógica de pecado humano y de sus manifestaciones históricas. Muchas estrategias, aparentemente progresistas y radicales, no necesariamente alcanzan la raíz de los males y la clave de su solución. La solución es el reinado de Dios, y la clave (¡la llave!) de ese reinado no es otra que la confesión de Jesucristo.

  2. No cualquier anuncio de Cristo es un anuncio fiel a su persona y a su palabra. El anuncio de Cristo es inseparable del anuncio del reinado de Dios, y el anuncio del reinado de Dios es inseparable del anuncio de Cristo. Cabe pensar en una ``construcción del reino'' al margen del Dios que reina y del Mesías por medio del que reina. Pero cabe también la transformación de Cristo en un simple principio espiritual, al margen de su reinado eficaz sobre la historia. El anuncio verdadero del reinado de Dios es un anuncio que se transforma en hechos (Mt 10:7-8), precisamente porque el reinado de Dios es el reinado sobre un pueblo concreto. Y el pueblo sobre el que Dios reina es un pueblo en el que no se reproducen las desigualdades y las injusticias de este mundo. Anunciar el reinado de Dios, en el mundo actual, es mostrar al mundo, en comunidades vivas, que es posible ya desde ahora y desde la base una sociedad distinta, en la que no se reproducen las desigualdades económicas, sociales y políticas de nuestro mundo.

  3. El anuncio de Cristo es tan inseparable del anuncio del reinado de Dios que ambos finalmente se identifican (Mt 12:28). Y esta identificación es operativa sobre la historia. Todo buen judío sabe que no tiene sentido afirmar que el Mesías ya ha venido si el mundo no ha sido transformado10 . La respuesta cristiana no puede consistir en decir que Dios no reina, o que sólo reinará en el futuro o que sólo reina en el más allá. La única respuesta cristiana coherente consiste en decir que Dios ya reina sobre un pueblo en el que ya ha desaparecido la injusticia, la desigualdad, el rencor y la violencia. Un pueblo que no se prepara para la guerra, un pueblo que puede practicar el perdón, un pueblo que no devuelve mal por mal. Las comunidades cristianas no son una simple estrategia pastoral o política. Cuando ellas son verdaderas comunidades cristianas, ellas son la prueba visible de que el Mesías ya ha venido y de que ya tenemos en la historia las primicias de su reinado (Stg 1:18).


1

Cf. G. R. Beasley-Murray, Jesus and the Kingdom of God, Eerdmans, Grand Rapids, 1986.

2

Cf. Hch 14:22; 19:8; 20:25; 28:23.31; Ro 14:17; 1 Co 4:20; Col 4:11; 1 Ts 2:12; 2 Ts 1:5; etc.

3

Cf. R. Pesch, Über das Wunder der Brotvermehrung, Frankfurt a. M., 1995.

4

El zelotismo antiguo y el sionismo moderno son también variantes de este esquema, que en el fondo no sólo ignora el agotamiento del modelo estatal en el Antiguo Testamento, sino también el carácter no-violento de las promesas mesiánicas, cf. Is 65:25.

5

Cf. M. Hengel, Jesús y la violencia revolucionaria, Salamanca, 1973.

6

Cf. Mt 2:2; 21:5; 25:34; 27:11; 27:29.37; Mc 15:12; Lc 18:38; 23:38; Jn 1:49; 12.13.15; 19:14; Hch 17:7; 1 Ti 1:17; 6:15; Ap 15:3; 17:14; 19:16.

7

Sobre la afirmación de la divinidad de Jesús en el Nuevo Testamento puede verse Heb 1:8-9; Jn 1:1; 20:28; Tit 2:13; Ro 9:5; 1 Jn 5:20; 2 P 1:1; Jn 1:18). Cf. R. E. Brown, An Introduction to New Testament Christology, New York-Mahwa, 1994, pp. 171-195.

8

En las dos citas del Apocalipsis, el texto mayoritario dice ``reyes'', aunque la crítica textual actual prefiere ``reinado''; sin embargo Ap 5.10 (cf. 2 Ti 2:12) deja claro que los discípulos reinan junto con Jesús.

9

El texto muestra que se trata de la justicia de Dios mismo (dikaiosýne autoû) y no simplemente la justicia de un reino separable de Dios.

10

Puede verse, por ejemplo, la posición de Martin Buber y de Schalom Ben-Chorim al respecto en J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Madrid, 1997, pp. 99-100.