RELIGIONES NO CRISTIANAS


Alfonso M. di Nola

 

1. El problema del término y de la noción

Una exposición, por muy sintética que sea, de los aspectos de la espiritualidad en las religiones no cristianas supone necesariamente una aclaración preliminar metodológica y epistemológica sobre la cualidad y el significado del término «espiritualidad» en un ambiente distinto de aquel en que se formó el lexema, es decir, el ambiente cristiano occidental y oriental. Se trata una vez más de dar un valor universal, aplicable religionsgeschichtlich, a una imagen que parece estar limitada por la experiencia cristiana particular y que en consecuencia, si se la aceptase tal como se ha constituido en el interior del cristianismo, expondría a un cristianocentrismo que se resolvería en un etnocentrismo y en una falta de respeto para con la vida religiosa de los demás.

En el mundo cristiano-semítico la definición de «espiritualidad» resulta ya por sí misma bastante difícil. Se mueve entre una identificación genérica con «piedad» (pensemos en la obra de De Luca) y unas indicaciones más específicas, como pueden ser «una experiencia interior más intensa con lo divino» (Bouyer), un esfuerzo del núcleo del alma dirigido al descubrimiento de Cristo en la Biblia y en la liturgia, una invitación a una actitud mística... Más genéricamente la espiritualidad parece corresponder a una victoria del sentimiento, de la actitud total-existencial de Erlebnis que revive los esquemas y los hechos religiosos institucionales y tradicionales según una profundidad interior, un espesor emocionalmente denso. No es una casualidad el hecho de que Bremond haya titulado su obra sobre la espiritualidad una «historia de los sentimientos», como si quisiera indicar que en los procesos de desarrollo del patrimonio religioso cristiano (en el caso de Bremond hay que decir más expresamente católico de la edad barroca francesa) se manifiestan dos corrientes, la de la dinámica institucional vinculada a los ritos, a la legalidad normativa, a la ética del comportamiento, y la que bajo el aspecto exterior recupera una dimensión de lo «vivido» o de lo «revivido» que, sin rechazar nada de la trama exterior, la vuelve a adquirir in interiore anima. En esa característica me parece que consiste el aspecto fundamental de la piedad cristiana: la transformación de lo que, hablando como Durkheim, diríamos que es lo « social» religioso, lo institucional consolidado en el tiempo y en los espacios de los ritos / mitos (dromenon / legomenon) en un erlebt o «vivido» totalmente por el individuo; en virtud de esta transformación los signos visibles del rito/mito se constituirían en un bosque de símbolos que, como decía Baudelaire, hablan voces conocidas a los que por ventura están dispuestos a comprenderlas. Sin embargo, todo eso tiene lugar en los universos de la conciencia personal y del sentimiento personal, aunque todo ello, con esta relectura de los signos en su significado, sigue estando afortunadamente no cerrado, no sellado en la anámnesis individual. Porque si así fuera, la relectura espiritual del dato religioso se convertiría en una prueba para élites, aristocrática e incomprensible para la gente vulgar, siendo así que nos consta que los «espirituales» como Juan de la Cruz y Teresa de Avila no se consumen en el secreto de saberse elegidos, sino que consiguen hacer historia en el momento de transmitir a un pueblo cristiano y a una iglesia el fermento reformador de su experiencia.

Siempre en un plano de definiciones teológicas, indispensables para enfrentarnos con el tema de la medida espiritual no cristiana, hay que recordar que todas nuestras emociones y conocimientos, incluso en el terreno no religioso, se condensan en dos formas epistemológicas distintas. Existe una epistemología que permite acceder únicamente al aspecto exterior de lo real y que se desarrolla en cadencias puramente corticales; es la agresión que estadísticamente prevalece del dato visible y trasmisible que permanece en el exterior del hombre interior, sin turbarlo ni conmoverlo. Y existe otra epistemología del compromiso existencial, en donde la palabra o el dato transmitido y recibido explotan en un cambio del equilibrio del ser, incluso fisiológico. La palabra (o el signo visible) se convierten en «hechos» en nosotros, según una identidad que está muy clara en la lengua hebrea, donde dabar es al mismo tiempo hecho y palabra. Por poner un ejemplo, la comunicación de una fórmula matemática (2 por 2=4) no incide para nada en el yo emocional y sólo afecta al mecanismo mnésico-cognoscitivo indiferente a toda memoria existencial. Pero comunicar a una memoria el recuerdo de una muerte o de un amor juvenil que le hayan impresionado en su vida no es una transmisión mecánica de datos, sino que lleva consigo una variación de la estaticidad racional, una modificación de los equilibrios sentimentales que pueden transformarse solamente en un soplo existencial de participación o puede llegar incluso a reacciones fisiológicas (la aceleración del ritmo cardíaco, el sudor, etc.). En la vida religiosa puede verificarse una situación análoga: hay datos que determinan el comportamiento ético y ritual o que evocan a nivel cortical ciertos acontecimientos fundamentales (por ejemplo: yo participo en la cena del Señor, yo me bautizo, yo sé que Cristo ha muerto por los hombres, yo sé que mi cuerpo esta llamado a la resurrectio carnis y al juicio universal, etc.), pero se trata de los mismos datos que pueden saltar del nivel cortical al nivel de lo vivido participado e interior, en relación con lo cual ciertas frases como «yo sé que Cristo murió por los hombres» se destacan del código cortical de información y traen consigo todo el sufrimiento o la «com-pasión» (syn pathein) del ser. Se trata, por consiguiente, de una diversidad a la hora de descifrar la misma señal, por lo que tendremos en el primer caso un código de desciframiento de carácter cortical-mnésico y en el segundo caso un código de desciframiento de carácter total-existencial. La espiritualidad me parece que pertenece al horizonte del segundo sistema.

En conclusión, la noción de «espiritualidad» en el ámbito cristiano parece que puede definirse en su perfil no ya teológico, sino histórico-religioso, a través de la siguiente aproximación: «Espiritualidad (o piedad) es un modo su¡ generis de constituirse en presencia del dato religioso tradicional; este modo es una reelaboración total-existencial del dato que se desarrolla en el misterio del acceso individual, pero que sigue siendo frecuentemente comunicable en el plano institucional y a los portadores de epistemología cortical. En otras palabras, es el redescubrimiento del fluir de los compromisos personales e interiores por debajo del dato institucionalizado, no ya (y el peligro radica en esto) en una relectura 'hermetizante` y mistificada del hecho, sino en su despliegue que lo reduce a su primer valor que irrumpía como capaz de no comunicarse a los hombres solamente in limine verbi, in exterioritate figurae, sino en el abismo del yo».

 

2. Ulteriores aproximaciones histórico-religiosas

Para establecer si esta primera noción de piedad y de espiritualidad puede aplicarse a las religiones no-cristianas (y más adelante definiremos el área de estas religiones) es oportuno proceder a ulteriores observaciones sobre el término y sobre sus contenidos que, ante el análisis, aparecen mucho más complicados y ricos de lo que podría pensarse en un puro nivel lexical. Entretanto, del primer intento de aproximación se derivan los siguientes elementos constitutivos de esta noción:

- diferenciación del estatuto religioso institucional 
- cualidad de erlebt, de «experimentado» o vivido 
- actitud de relectura del mensaje institucionalizado 
- carácter de interioridad
- carácter de individualidad y personalidad
- capacidad de colectivización de la experiencia después del erlebt personal.

Pues bien, un «segundo grado» de lectura del mensaje religioso se presenta además en otras formas; por ejemplo, en la interpretación alegórica, parenética, hermética. La agresión propiamente espiritual de las estructuras religiosas, precisamente porque toca con frecuencia los terrenos de la mística y de ciertos aspectos de penetración reservada o secreta de la misma, puede confundirse con la lectura de tipo hermético. Esta lectura presupone, según una definición clásica, la existencia de dos niveles en todo mensaje: el que está destinado al común de los mortales (nivel exotérico) y el que pueden percibir ciertas personalidades capaces de penetrar más allá del velo exterior (nivel esotérico). La confusión entre «espiritual» y «esotérico» en la historia de las religiones es cosa corriente, incluso porque las escuelas de espiritualidad han acompañado a menudo sus elaboraciones con una defensa más o menos intencional contra posibles profanaciones. Pensemos, por ejemplo, que la enseñanza de los sufíes, en la historia islámica, aunque estaba muy orientada hacia las metas de la piedad, siempre apareció como confiada a una tradición reservada oral que es la de la tariqá o asociación para iniciados; y que la devoción hasídica en el judaísmo medieval, tanto en la primera fase germánica del siglo XIV como en la segunda fase centroeuropea del siglo XVIII, fue asociada de hecho por los maestros a doctrinas secretas, como la creación del Golem, el camino del trono (Ma'aseh Merkabah) y el camino de la creación (Ma'aseh Bereshit). Es decir, hay que reconocer que históricamente se ha verificado una mezcla entre hermetismo y espiritualidad. Sin embargo, las dos posiciones, la hermetizante y la devocional, aunque pueden coincidir, tienen profundas diferencias. Asumidos independientemente uno del otro, estos dos momentos de reelaboración de un mensaje religioso se constituyen en polos opuestos. La lectura secreta o hermética, en su cualidad radical, es un empeño del entendimiento, no del corazón; es un mecanismo adscrito al horizonte de lo que hemos señalado como corticalidad, donde la lectura espiritual retrocede de cifras cerebrales, intelectuales, reservadas, y accede a los significados por caminos sumamente sencillos y comprensibles, que no se entretienen en juegos intelectuales sino que realizan una conversión existencial frente al mundo y el tiempo. Pongamos en antítesis dos contextos distintos, relativos ambos al misterio católico de la eucaristía. C. G. Jung, basándose en numerosos textos del siglo XVI, pero que tienen un origen claramente más antiguo, ha descubierto en Psychologie und Alchemie (1944) un significado «oculto» o «hermético» del rito, señalando en él, en relación con sus tesis psicológicas, la trascripción simbólica del mysterium conjunctionis y de los procesos de identificación y de integración entre los elementos binarios de la personalidad (por los que Cristo se convierte en el masculus y la iglesia se configura como foemina, con todas las consecuencias de referentes alquímicos, astrológicos y sapienciales y con la adaptación de todos los textos posibles a esta exigencia interpretativa). La obra de Jung, independientemente de su fiabilidad y de su base científico-hermenéutica, apela a un plano de puro compromiso intelectual, en función del cual el objeto examinado (la misa católica) es un «caso» empíricamente posible entre otros muchos «casos» sin categoría de significación revolucionaria y fundamental. Es la sede arquetípica de un proceso de símbolos que aparecen en otras muchísimas ocasiones. También para san José de Copertino -y nos referimos a este nombre precisamente porque evoca la más extrema ingenuidad y simplicidad de la elaboración espiritual- la eucaristía es «objeto», pero lo es de una vivencia total e impulsiva que constituye la conjunción vital y carnal del yo con un misterio vivido en pasión comparticipada y en amor (según la narración hagiográfica, el santo se veía arrastrado en vuelo hacia el sagrario apenas pisaba el umbral de una iglesia donde estaba expuesto el santísimo sacramento). Esta clara diversidad de las dos experiencias puede sin embargo verse manchada por otros elementos. Los alquimistas, por ejemplo, aunque tienen que situarse en el área del hermetismo, exigen sin embargo que el que actúa tenga pureza interior y no esté cargado de pecados, lo cual significa que la figura del actuante se trasfiere, ciertamente de forma lábil y quizás exterior y ritual, al área de la piedad. Por otra parte hay experiencias espirituales perturbadoras que pueden trascribirse en una cifra lingüística que, por la dificultad en descifrarla, puede presentarse formalmente como análoga a la de los experimentadores herméticos. El célebre Mémorial de B. Pascal del 23 de noviembre de 1654 marca un cambio decisivo en la religiosidad pascaliana, hasta el punto de que su autor lo considerará como el signo de su «conversión», pero a pesar de la amplitud de exégesis y de comentarios a los que ha sido sometido este texto sigue siendo al mismo tiempo de una gran vulgaridad y de un inaccesible hermetismo. Cabe presumir que, bajo las cadencias de los versículos bíblicos, se oculta la esencia de una iluminación indescriptible; en consecuencia, el lector parece encontrarse en presencia de una cifra doble, la exterior (una colección de citas bíblicas, entrecortadas por exclamaciones personales existenciales) y la interior imposible de describir. Y entonces el corte tan claro entre hermetismo y espiritualidad, tal como ya hemos indicado, parece aclararse un poco más. El que en cualquier tipo de religión realiza una vivencia espiritual, sobre todo cuando esa vivencia es rayana con la mística, incurre en una falta de adecuación entre experiencia y comunicación lingüística de la experiencia, que ya Dante recordaba con tanta claridad («significar per verba non si porría»).

El hermetizante parte de la intención de usar un lenguaje ambiguo y no inmediatamente trasmisible; el hombre espiritual puede incurrir en eso mismo como consecuencia (no como intención) de su relación con el dato religioso. El hermetismo no quiere saber nada de lo cotidiano y necesita de lo extraordinario; la espiritualidad se inserta en la vida de cada día y la redime de la vulgaridad.

 

3. Religión institucionalizada y religión espiritual

Sigue en pie, precisamente por las observaciones que ya hemos hecho, una separación entre la institución y la espiritualidad; dicha separación no se sitúa generalmente como una conflictividad, pero a veces puede serlo. La institución exige una certeza de la norma exterior religiosamente fundada, tiene un código de comunicación rígido en las variantes de los contenidos propios de cada tiempo (la rigidez se refiere entonces a la comunicación formal, a las modalidades de la trasmisión, no a los contenidos sometidos a cambio temporal). La institución puede, por su misma naturaleza, controlar el ámbito visible de la comunidad, determinar normativamente sus comportamientos, infligir penas, ejercer los poderes de organización y de control. Es evidente que una imagen semejante de la institución tiene un tono extremista y reductivo, pero sin embargo es ella la que mejor sirve para calificarla. Es decir, no hay que negar que por debajo de la dinámica de organización subyacente a la institución religiosa y al gobierno de la comunidad se ocultan ocasionalmente profundas exigencias espirituales, por lo que la intervención que a primera vista parece meramente exterior se convierte en vehículo de un animus distinto, que es el de la caridad y el de la piedad mezcladas irremediablemente con los condicionamientos de la socialidad organizada. Por otra parte no se da espiritualidad sin la premisa institucional que, a través de la fuerza de la trasmisión tradicional del dato religioso y a través de la visibilidad de los signos, ofrece al espiritual el patrimonio disponible para la reelaboración. La repetición del nombre de Alá y su glorificación son en las diversas escuelas islámicas un deber ritual, tal como queda consagrado en el rezo diario de la bismillah; sin embargo, un acceso espiritual al nombre tal como nos la ha trasmitido precisamente la institución origina la espiritualidad del dikr, de la repetición sufita y mística de carácter unitivo. El nombre divino JHWH ha sido recibido por las generaciones judías hasta los tiempos actuales sólo porque formaba parte del ritual sacerdotal del templo de Jerusalén y había sido sometido a una serie de prohibiciones que vetaban su pronunciación y en algunos casos su transcripción. Precisamente por esa trasmisión institucional el nombre pasa a ser el centro de una intensa espiritualidad y mística primero hasídica y luego cabalística. El padrenuestro se congela en la recitación litúrgica, entra a formar parte del ritual occidental y oriental, se constituye como una oblación a menudo con un peso meramente repetitivo, tal como ocurre en el rosario o en ciertas devociones que a veces se apagan en el automatismo de la palabra. Pero esta recepción puramente pasiva del padrenuestro explica la reversión «espiritual» del mismo, por ejemplo, en san Ignacio de Loyola:

La persona... diga Pater y esté en la consideración desta palabra tanto tiempo, quanto halla significaciones, comparaciones, gusto y consolación en consideraciones pertinentes a la tal palabra, y de la misma manera haga en cada palabra del Pater noster o de otra oración qualquiera que desta manera quisiere orar.

La primera manera es que estará de la manera ya dicha una hora en todo el Pater noster...

La segunda regla es que si la persona que contempla el Pater noster hallare en una palabra o en dos tan buena manera que pensar y gusto y consolación, no se cure pasar adelante, aunque se acabe la hora en aquello que halla... 1.

Esta íntima relación entre institución y espiritualidad no quita que la función de relaciones dinámicas se resuelvan a veces en una clara conflictividad. En determinados momentos de su historia la institución tiene miedo de la espiritualidad que se configura como un asalto a los sistemas de garantía y de seguridad que pertenecen a cualquier poder, y por otra parte la espiritualidad rechaza la institución precisamente porque se da cuenta de que en ella se congela y se evapora aquel soplo carismático capaz de suscitar experiencias personales. Es verdad que la vida de los grandes místicos se ha visto atravesada por fricciones profundas con la institución en todas las religiones. Pero también puede ocurrir que el modelo espiritual asuma connotaciones proféticas, reformadoras y revolucionarias (como en el caso de alHallag y de Joaquín de Fiore) como para anunciar una nueva «iglesia» que, abriendo los ojos a la visión espiritual, tenga que sustituir a la institucional. En estos casos se verifica generalmente una reversión de la espiritualidad en institución; la piedad musulmana dio origen a la tariqá, la predicación de Joaquín de Fiore se apaga en la constitución de la iglesia de la tercera época.

 

4. Tradición oral y tradición escrita

La historia de la espiritualidad se ha visto sometida a graves desviaciones culturales, de las que es preciso dar cuenta en este lugar a través de una mirada general sobre los modos de ser en las religiones distintas del cristianismo. Cuando hablamos de espiritualidad tenemos como referente comúnmente conocido las religiones llamadas «superiores», con un residuo etnocétrico y culturicéntrico que desgraciadamente aparece incluso en un documento tan abierto y tan sensible como es la declaración conciliar Nostra Aetate. Este privilegio se le atribuye, en extraña coincidencia con el pensamiento hegeliano laico, al cristianismo y por detrás de él, como su fuente y su raíz, al judaísmo; luego, como en paralelismo de la naturalis revelatio, al hinduismo y al budismo. El universo de las demás formas religiosas queda relegado en un «ceterae religiones» del documento, aun cuando no se rechaza en ellas todo lo que puede haber de bueno bajo el juicio de valor cristiano. Parecería, incluso en el terreno de la historia de la espiritualidad, que solamente las religiones superiores dan derecho de ciudadanía a una forma vivendi y a una interpretación como la que hemos descrito. El progreso en los estudios de la vida religiosa «superior» explica entonces la imponente floración de obras sobre la piedad como la de Pourrat y Bremond, en el campo islámico la de Massignon, o en el judío la de Scholem, por recordar tan sólo algunos nombres. No es que no se haya profundizado en la experiencia espiritual de otros ambientes, pero la imagen sigue siendo la que hemos dicho, relegada al dominio de las Hochkulturen o de las culturas de escritura de area mediterránea, con una excursión por el continente indiano.

La primera tara etnocéntrica consiste en considerar erróneamente que las poblaciones sin escritura (Schriftlosvólker) no están sometidas a la dialéctica religiosa que hemos intentado describir, es decir, que en ellas no aparece la exigencia de una vivencia espiritual superpuesta a la normativa institucional. A ello tendremos que aludir en las páginas siguientes. Y es una tara que incrementa los mezquinos límites occidentalizantes de la tendencia a descubrir espiritualidad en el cuatrinomio mencionado cristianismo-judaísmo-hinduismo-budismo, como si los demás estatutos religiosos fuera de este cuatrinomio no hayan nacido diacrónicamente y no estén presentes sincrónicamente como producto de una condición humana universal, atravesada en todas partes por las mismas exigencias, por los mismos sufrimientos y esperanzas. Es decir, aparece una nota discriminante que puede representarse en el siguiente error lógico: «a) los pueblos portadores de escritura pertenecen a la historia; b) los pueblos sin escritura pertenecen al orden zoológico o natural (error que estaba ya presente en Croce)». Pues bien, en este error pesa con todas sus consecuencias una ausencia de caridad para con los demás, de una caridad que es la piedad histórica de los laicos. Hay que pensar que todos los hombres, pertenezcan o no por una casualidad histórica al horizonte de las culturas técnicamente avanzadas, expresan su propia espiritualidad precisamente según las dinámicas que hemos intentado aclarar.

Una segunda tara que contamina el análisis histórico de la espiritualidad es la presunción de que tiene que estar necesariamente sometida a la gravedad de los doctos. Pues bien, existen enormes masas humanas, incluso cristianas, que pertenecen a una condición de pueblo, de infraestructura; y estas masas, aunque tienen a menudo una conciencia clara de los valores de su fe, aunque sea dentro de una humildad extrema de definiciones, han sido marginadas por la teología docta y situadas en el limbo de las «supersticiones» y de las creencias poco fiables. Aquí llamaría con toda la humildad posible la atención a los estudiosos, precisamente porque se trata de una condición humana que rechaza la intervención anatómica de la sabiduría y de la razón. En mis largas experiencias de trabajo en este terreno, siempre me he preguntado si estas religiones «distintas» de los humildes, que pertenecen por definición a la historia del silencio, consiguen expresar su propia espiritualidad; es decir, si en los símbolos densos y pesados, en la rudeza de relaciones con el plano del poder, no subyace quizás una intimidad de la condición humana, de la exposición creatural que nos esconde la superficie simbólica. Resulta fácil y gratificante para un hombre de cultura descifrar un ritual subalterno, como el de las serpientes de San Domenico di Cocullo (Abruzzos) o como el de las Treppe (peregrinación de la fiesta de la santísima Trinidad en Vallepietra, Lazio) como restos absurdos de una mescolanza entre creencias paganas y cristianismo. Pero, siendo aún laico, estuve en Cocullo diez veces y seguí la peregrinación de Vallepietra siete veces, recorriendo con los humildes el largo sendero de la esperanza a pie. Las conclusiones a las que uno llega es que estas «devociones» populares se sitúan como portadoras de una espiritualidad distinta de aquélla a la que nos ha habituado la costumbre lingüística. En ellas se realiza con mucha evidencia, para los ojos atentos y dispuestos a comprender, un claro desciframiento de los símbolos, de aquellos símbolos específicos (en los casos mencionados la serpiente o la triple imagen de Cristo venerada como Trinidad), mientras que la superficie visible se desplaza hacia una intimidad de la experiencia religiosa que no podemos menos de definir como espiritual. Si uno de los caracteres esenciales de la espiritualidad, tal como puede definirse en historia de las religiones, es su nuclearidad de «vivido» y «experimentado» que transforma los códigos de la comunicación y los adecúa al sufrimiento o a la esperanza personal, en los «residuos» paganizantes de los mundos subalternos este proceso transformativo se realiza plenamente dentro de las conciencias. Las pesadas representaciones icónicas, las peregrinaciones con todo su aparato de compadrazgos, de encuentros y hasta de momentos orgiásticos, las mitologías arcaicas, los rituales extralitúrgicos, tienen que ser rescatados de sus apariencias y, a través de ellas, hay que poner en movimiento una dialéctica de exposición total de la criatura frente al poder.

En conclusión, un esquema de definición de la espiritualidad bajo el aspecto histórico-religioso exige: a) la liberación de esta noción de su envoltura culturocéntrica cristiana y occidental, incluso cuando el culturocentrismo se ha extendido a áreas orientales; b) el reconocimiento de que al lado de la piedad inserta en tradiciones escritas, trasmitidas por la institución, existe una piedad arraigada en la tradición oral, que carece de fuentes ennoblecidas por la escritura (como es la espiritualidad de los pueblos sin escritura y la de las clases subalternas).

 

5. Espiritualidad y silencio

Le corresponde al historiador de las religiones y al antropólogo de la vida religiosa invitar en esta materia a no pocas puntualizaciones. El paradigma clásico de la espiritualidad tanto en occidente como en oriente apela a un filón de pensamiento y de acción que, aunque no sea precisamente la exhibición lo que les gusta a los grandes místicos y espirituales, resalta en toda su evidencia, en su «grandeza» de historia legible, transmitida, no pocas veces invasora. Cuando nos enfrentamos con el tema de la gran mística tamúlica, o con el del pensamiento y la piedad de los hassidim, inmediatamente saltan al recuerdo nombres célebres y palinsestos ejemplares. La vida de los espirituales es en cierto sentido contradictoria. Operando dentro de la modestia que les impone su propia experiencia, huyendo del clamor de «este mundo» en un contacto transformativo y personal con el plano del poder, se ven luego lanzados a la admiración colectiva, objeto de una participación que profana los mundos sellados en los que se formó su experiencia.

Pero en contra de la realidad de una espiritualidad «mundanizada» (en el sentido de que gozan de ella creyentes de varias religiones, ya que se convierte en «escuela» y en «método»), hay que señalar la segura presencia de una espiritualidad del silencio, incapaz de asomarse a la comunicación, consumida por completo en una anámnesis personal. Así es como una vez más la historia se divide en la doble corriente de las res gestae, gritadas al mundo, y de los hechos menores desconocidos e ignorados; de esto es de donde se deriva a menudo un juicio equivocado sobre los tiempos, ya que la ausencia ocasional de una historia mejor de la piedad (es decir, la falta de intervenciones de alto nivel o que por lo menos alcancen la notoriedad) puede hacer pensar que estuvo del todo ausente el fermento espiritual.

Si la piedad es el repensamiento vivido de los cuadros religiosos trasmitidos por la tradición de modo que su contenido se concrete en una dirección particular del espíritu hacia el mundo y hacia el poder, y es al mismo tiempo la sede original de la caridad y de la propensión amorosa hacia los demás, hemos de reconocer sin embargo que este fenómeno no puede medirse sobre la base de evidencias concretas e históricas, ni mucho menos sobre la base de los engaños estadísticos. Nunca lograremos saber, bien sea en relación con nuestra época o bien mirando hacia el largo caminar de los siglos, cuántas tensiones espirituales, aun cuando falten testigos ilustres, están encerradas en el silencio sin que lleguen nunca a ser conocidas por los hombres. Y hemos de pensar no sólo en los individuos comunes, educados de alguna forma en las enseñanzas de las religiones, y en los que un gesto pasajero, una decisión, una palabra dicha de paso pueden de pronto revelar las riquezas de un ethos propiamente espiritual; hay que recordar también a todos aquellos, hombres y mujeres, que por vocación o por elección, están llamados al servicio de la institución y que por debajo del velo exterior han alcanzado, sin dar muestras patentes de ello, aquella madurez de la conciencia que hace de la apariencia institucional la sede de la piedad; pensamos en estos momentos en esas muchedumbres de monjes budistas y taoístas, en esas filas de religiosos y de religiosas cristianos, marginados a menudo por el juicio fácil de cuantos carecen de ese respeto, para con los demás que debería dictarles la ética antropológica; ignoramos en cuántas de esas vidas aparentemente anodinas e insignificantes ha florecido una energía interior que no está lejos de la que es propia de los grandes santos y místicos.

 

6. Dificultades de una definición histórico-religiosa

Es probable que una investigación sobre la noción de espiritualidad realizada según criterios histórico-religiosos y antropológicos se presente bajo muchos aspectos como algo desconcertante, precisamente porque los resultados de la misma proponen un concepto de espiritualidad fuertemente alejado del que pertenece a cada una de las religiones. En cada religión esa noción se define según límites más o menos concretos que afectan al marco general de los ritos/mitos específicos de aquel ámbito cultual, y la designación del momento «espiritual» salta inmediatamente incluso bajo el aspecto de la nomenclatura y de la definición. Si tomamos por ejemplo ese conjunto de mitos/ritos que se llama artificialmente hinduismo y si con mayor precisión nos referimos, dentro del hinduismo, a la corriente religiosa denominada visnuismo, toda la serie de inclinaciones religiosas que gira en torno a la bhakti se muestra inmediatamente como sede de una vasta experiencia espiritual, distinta del ritualismo y de la mitología visnuita, aunque vinculada a la misma dentro de una dinámica de «relectura» de las formas exteriores. La bhakti se configura enseguida como un camino salvífico que dista de las creencias religiosas pertenecientes a la esfera intelectual; se define como una actitud del sentimiento y una propensión interior del fiel, que establece una relación personal y afectiva entre él y su dios; se basa en el abandono confiado e incondicionado al dios y se concluye en una esperada y deseada unión con él y, por eso mismo, en la liberación del fiel del samsara o ciclo de las existencias. Como tal, la bhakti está en dependencia de la creencia en un dios personal, fuertemente espiritualizado; y paralelamente se basa en la certeza de que existe una solidaridad entre la naturaleza del creyente y la de su dios, de manera que la relación de amor y de devoción deriva hacia un contacto intuitivo místico. El plano del conocimiento (intelectual) se convierte en un preliminar de la experiencia. En los Bhaktisutra de Sandilya, texto reciente de época incierta, se define la bhakti como un no-conocimiento, que puede resultar de un conocimiento, es decir, como un camino que se arraiga en una experiencia íntima y personal de unas relaciones afectivas con lo divino, que sin embargo puede tener como presupuesto una profundización en la naturaleza de lo divino, convertida en objeto de una meditación cognoscitiva salvífica que tiene los caracteres de jñana (vía cognoscitiva). En esa misma obra, esta relación particular entre ambas vías, la cognoscitiva y la sentimental, está representada en la definición de la bhakti como un «sentimiento afectivo dirigido al Señor» (Bhaktisutra 1, 2), donde el término «afecto» o «apego» (anurakti) se explica como el afecto (rakti) particular que viene «después» (anu) del conocimiento de los atributos del bienaventurado (Bhagavat). De este modo las consecuencias de esta actitud del alma y de la totalidad del ser parecen definirse con vigor en el llamado «verso quintaesencial» dirigido por Krisna a Arjuna: «El que siempre piensa en mí en todo su obrar y me ama sobre todas las cosas, entregado a mí por completo, el que no odia a nadie y no está apegado a nada, ese, oh hijo de Pandu, llega hasta mí» (Bhagavadgita 11, 55).

Entonces es posible establecer inmediatamente, según referentes explícitos, en qué consiste la piedad dentro de las corrientes visnuitas, según los rasgos siguientes: a) la piedad es bhakti, en el sentido de devoción y entrega (aunque el lexema en su origen etimológico tenga el valor de «adoración»; b) se desarrolla sobre la base de los ritos/mitos exteriores y formales del visnuismo y por eso presupone un «conocimiento» de nivel intelectual; c) interioriza los mitos/ritos y los recupera como camino de contacto unitivo con el plano personal divino; d) se traduce en abandono y confianza; e) se expresa en un cambio profundo de las relaciones interpersonales que se ven sometidas a una prueba de amor y de paciencia; f) hace indiferentes a las realidades (o ilusiones) mundanas; g) lleva consigo una salvación personal que, según la mitología hinduista, consiste en la liberación del ciclo de las existencias y en la unión con el dios de amor.

Esta misma exaltación del territorio «espiritual» será posible en cada caso al referirnos, por ejemplo, al judaísmo o al islam, etc., pensando siempre en las motivaciones (mitos/ritos) específicas (por ejemplo, en el judaísmo el tema de la circuncisión que se convierte, en algunas de las enseñanzas proféticas, en el motivo de una conversión interior y por consiguiente espiritual, presentándose como «circuncisión del corazón» en relación con la misericordia divina y con la capacidad y voluntad individual de teshuvah; en el islam está el motivo del abandono total en Alá).

Cuando de las áreas históricamente definibles pasamos a las aclaraciones histórico-religiosas se derrumban necesariamente los referentes específicos y el historiador de las religiones se ve obligado a un esfuerzo de síntesis que consiste en descubrir los mínimos comunes denominadores de la actitud espiritual, llegando así a paradigmas representativos que parecen deshojarse cuando se les empieza a verificar en cada una de las religiones, pero que siguen siendo válidos cuando se acepta el principio de que el tipo de epistemología histórico-religiosa se diversifica profundamente de las posibilidades de acceso cognoscitivo a cada una de las religiones.

 

7. Espiritualidad y función de integración cultural

Esta puntualización a propósito de los mínimos denominadores nos permite proponer una nueva y última observación históricoreligiosa. Aunque es notorio que solamente en algunas religiones (sobre todo en el cristianismo tal como se ha formado en la elaboración de las iglesias) existe una clara separación entre el plano de la profanidad y el de la sacralidad, hay que decir que también en las religiones que se dicen integradas o pertenecientes a culturas globales se da prácticamente, aunque sin una rigidez conflictiva, un corte entre las «cosas de este mundo» y las realidades que se perciben como superiores, extramundanas, escatológicas, interiores, etc. En todas las religiones en donde se constituye históricamente un grupo (o una clase) que se reserva la mediación con el plano de poder y ejerce la especialización del ritual y de la tradición, se abre inevitablemente un hiato entre el ámbito de lo «divino» administrado por ese grupo y el ámbito de lo profano en el que se reabsorbe todo lo demás. Pues bien, una de las características de la espiritualidad es la presentación de condiciones y de comportamientos que facilitan la superación de los dos niveles sagrado/profano y que reintegran al hombre en esa forma existencial de «globalidad» que tan bien han definido los estudios de los etnólogos franceses.

Un hasid o persona piadosa de la escuela judía puede naturalmente seguir asistiendo a las ceremonias de la sinagoga, cumplir con lo que indican los preceptos, actuar en el área formal de la vida religiosa, pero al mismo tiempo y esencialmente se abre en él una actitud particular hacia el mundo, en primer lugar los hombres y luego los animales, hasta llegar a una vivencia religiosa total que en última instancia transciende el nivel de la pura institucionalidad.

La dialéctica relacional y a menudo conflictiva piedad/institución se convierte en último análisis en una recuperación de la condición ideal de la vida religiosa, es decir, en el momento en el que del «espiritual» ya no se puede decir que « es religioso», « es profano», en dependencia de la oposición religioso (o sagrado)/profano, sino que sólo se puede decir que actúa y vive en una programación no ideológica, en una opción, en una dirección del alma que se convierte en totalidad del ser.

 

8. La espiritualidad entre las etnias 
    de nivel tradicional o arcaico

Era nuestra intención fijar unas cuantas líneas interpretativas generales a fin de determinar una categoría histórico-religiosa de la espiritualidad. Sería imposible y desorientador recoger aquí y ahora los ejemplos correspondientes a esta categoría en las diversas religiones que no tengan ya en esta colección un tratamiento propio en intervenciones específicas. Es que la historia de las religiones y el método que le sirve de base no son, como se cree frecuentemente según una imagen mistificada, unos análisis clasificatorios de los diversos cuadros religiosos que pueden encontrarse en dimensión diacrónica o sincrónica. Por eso mismo la historia de las religiones no consiste en ir recogiendo una tras otra las descripciones de los ritos / mitos en el cristianismo, los primitivos, el islam, los romanos antiguos, etc. Se trata más bien de llegar a una profundización antropológica, epistemológica, conceptual de las dinámicas comunes a todas las religiones entendidas como fenómenos de cultura y referidas al sistema completo de las etnias humanas. Por consiguiente, las referencias que vamos a dar no deben tomarse como exhaustivas, ya que no podrían captar en su integridad el tema de la espiritualidad de forma diacrónica y sincrónica en las historias propias de las religiones actuales o pasadas. Utilizaremos más bien algunos textos y ejemplos para facilitar la investigación de todos los que quieran luego interesarse por el tema y profundizar, dentro de las religiones analizadas, en sus motivos espirituales en toda su amplitud.

Cuando hablamos de «primitivos» nos referimos a un conjunto indeterminado de sociedades humanas que la clasificación occidental ha relegado al limbo de la inferioridad en relación con la evolución que se atribuye a las poblaciones de escritura o «superiores». En efecto, el orgullo de las naciones, típico de la cultura occidental, ha colocado infinitos mundos culturales fuera de la historia, dando de ellos una imagen falsa o aproximada. La ecuación mistificante que justifica esta marginación consiste en haber fijado en occidente una correspondencia entre progreso técnico-económico y superioridad cultural; y como la primera conquista del progreso humano está representada por la escritura, la ecuación se ha transformado en la oposición más atrevida entre inferioridad de los pueblos sin escritura y superioridad de los pueblos con escritura, incluso cuando éstos (tal es el caso, por ejemplo, del subcontinente indiano) no hayan alcanzado un alto nivel tecnológico en el sentido occidental. La consecuencia de este proceso de clasificación es muy grave, porque en líneas generales se ha negado a las poblaciones de nivel tradicional una historia interna de la espiritualidad. Y esta negativa depende de algunos elementos: a) la espiritualidad se consagró, según el esquema mental occidental, en textos escritos; por tanto, donde faltan a menudo textos escritos, no hay espiritualidad; b) la espiritualidad está siempre ligada a cuadros específicos de mitos/ritos, estudiados históricamente y comprobados filológicamente; en consecuencia, la imagen mistificada de «primitivo» que, como hemos dicho, junta en un caos aproximado infinitas experiencias humanas no ofrece al estudioso occidental un referente concreto de mitos/ritos (aunque substancialmente los progresos en el trabajo etnológico han permitido desde hace más de un siglo romper con la confusión del término «primitivo» y plantear de nuevo el problema de las etnias sin escritura como portadores de historia y de tradiciones bien diferenciadas).

Más tarde, cuando se supera gracias al esfuerzo de algunos estudiosos ese límite etnocéntrico, se cae a menudo en otro error, que consiste en aplicar forzosamente a esta o a aquella area de investigación la terminología y la epistemología propias de la tradición occidental, como si la liberación del silencio de las poblaciones sin escritura tuviera que estar condicionada por su dignificación, en el sentido de que tuvieran que enmarcarse dentro de los cuadros cognoscitivos occidentales; por eso, en algunos casos los modos de pensar «primitivos» han parecido dignos de atención porque en ellos el investigador occidental lograba descubrir tal o cual correspondencia con los temas propios de su cultura. Por otra parte se ha mostrado cada vez más aberrante una metodología, dictada muchas veces por exigencias inconscientes, que llevaba a excluir motivos «primitivos», considerados como indignos de atención a los ojos de la presión inquisitorial de la moral occidental. Tal es por ejemplo el caso del motivo sexual, tan incisivo y apremiante en ciertas culturas primitivas; sería un atrevimiento para los estudiosos incluso de épocas bastante recientes admitir que pudiera desarrollarse cierto tipo de espiritualidad precisamente sobre la vida sexual y sobre las partes del cuerpo que la censura cultural juzgaba innominables.

 

a) Africa

Los datos espirituales que subyacen a las formas exteriores de algunas religiones africanas han sido analizados y sistematizados en algunos pocos estudios de estos últimos decenios. El padre Plácido Tempels publicaba en 1946 en Amberes su Bantoe-Philosophie, que había aparecido ya en 1945 en traducción francesa. Germaine Dieterlen reconstruye todo el sistema metaBsico, teológico y religioso de los bambara en Essai sur la religion bambara (París 1950). El bantú Alexis Kagame publicaba en 1956 en Bruselas La philosophie bantu-rwandaise de fEtre. No considero interesante en el aspecto espiritual el trabajo un tanto fantasioso de Maya Deren, Divine Horsemen. The Living Gods of Haití (London-New York 1953), que habla del vudú en sus raíces africanas y que Jahn señala como importante. Por el contrario, es fundamental el estudio de Janheinz Jahn, Muntu (Düsseldorf 1958; traducción francesa, Muntu. L'homme africain et la culture neo-africaine, París 1961), que sigo en estas páginas.

Algunos de los aspectos de la espiritualidad negra se exponen en la colección Aspects de la culture noire, donde se recogen las aportaciones del primer congreso de intelectuales negros celebrado en la Sorbona en 1957. Estas citas recuerdan evidentemente tan sólo las aportaciones mejor conocidas y más amplias, ya que en diversas revistas y obras especializadas han aparecido también intervenciones de notable interés.

Para la espiritualidad africana, referida lógicamente a la llamada Africa negra (por debajo de la línea sahariana) puede verificarse la dicotomía culto exterior/valores interiores. La imagen occidental del hombre africano no sólo prescinde de la gran diferenciación de etnia§, sino que se atiene a los aspectos puramente exteriores de los actós cultuales. No es una causalidad que el nombre «fetiche» y toda una hipótesis histórico-religiosa del siglo XIX, que todavía aparece de vez en cuando en la actualidad, parta de una observación del comportamiento realizada por los invasores portugueses y por los misioneros sobre las poblaciones colonizadas, entre las que casi toda la vida religiosa parecía reducirse a una idolatría mecánica centrada en la veneración de objetos materiales, árboles, piedras, amuletos, etc. (el término fetiche se deriva del portugués feticao, que se remonta a su vez al latín facticium, para indicar un objeto material de veneración construido o hecho por manos humanas). Basta con hojear la citada obra de Dieterlen sobre la religión de los bambara para comprender que tras el objeto exterior (fetiche) corre toda una visión del mundo y una complicada filosofía y metafísica que afecta a los valores éticos y morales.

Pues bien, la penetración en ese nivel invisible de la vida africana está condicionada por el reconocimiento de la totalidad o globalidad cultural que no establece diferencias entre lo sagrado y lo profano. Un autor Yoruba, citado por Jahn (o. c., 105 s), observa: « No se trata de una simple coherencia de la fe con los hechos, de la razón con la tradición, o del pensamiento con la realidad contingente. Se trata de una coherencia, de una compatibilidad global de todas las disciplinas. Una teoría médica, por ejemplo, que pudiera estar en contraste con una conclusión teológica sería rechazada, y viceversa. La exigencia de compatiblidad recíproca de los aspectos del pensamiento que concurren en un sistema total es el principal instrumento intelectual del pensamiento Yoruba. En el pensamiento griego sería posible poner a Dios entre paréntesis sin que su arquitectura lógica se viera sacudida radicalmente. Pero esto sería imposible en el pensamiento Yoruba... En la época moderna Dios no tiene ya lugar en el pensamiento científico. En el pensamiento Yoruba no cabe esa posibilidad, ya que desde la época de Oludumaré (el antepasado de los Yoruba) se ha construido un edificio de conocimientos, en cuyo seno se manifiesta por todas partes el dedo de Dios hasta en los elementos más rudimentales de la vida natural».

Sin embargo, es dificil establecer qué elementos de piedad y de espiritualidad dentro de los límites indicados destacan en el plano de un sistema total de dirección del pensamiento, que podría definirse como proceso de cosmización vitalista evitando constantemente la dualidad inmanente/transcendente. Ya de suyo este plano es totalmente «espiritual». Es probable que las informaciones más precisas que se refieren a una posible noción de piedad en el mundo africano sean las relativas al culto de los antepasados, como tránsito entre lo visible y lo invisible que garantiza la continuidad de la vida social y cósmica y que realiza la presencia del Gran Ser en el mundo y en la historia. Este vehículo de los antepasados, a diferencia de lo que acontece en nuestra tradición, espiritualiza en una alta tensión el momento religioso, como momento de la trama más vasta de la experiencia del mundo. Birago Diop, un poeta senegambés de lengua francesa, expresa con toda limpieza este sentimiento de las presencias:

Escucha en el viento 
la hierba que solloza: 
es el aliento de los antepasados... 
Los que murieron no se marcharon nunca. 
Están en la sombra que se condensa. 
Los muertos no están bajo tierra. 
Están en el árbol que tiembla, 
están en el leño que gime, 
están en el agua que fluye, 
están en el agua que duerme, 
están en la cabaña, 
están en la gente. 
Los muertos no están muertos... 
Los que murieron no se marcharon nunca: 
están en el seno de la mujer, 
están en el niño que llora 
y en la brasa que alumbra. 
Los muertos no están bajo tierra: 
están en el fuego que se apaga, 
están en las hierbas que lloran, 
están en la roca que gime, 
están en el bosque, están en la casa. 
Los muertos no están muertos 3.

Efectivamente, hay que reconocer que, si por espiritualidad se entiende un ¡ter interiorizado que parte de una experiencia personal y que sólo puede disfrutarse por parte de la colectividad en una fase posterior, no tenemos en Africa indicios concretos que permitan proponer una reflexión sobre la espiritualidad en el senado indicado. Incluso en una nota que lleva el título específico de «espiritualidad negra» (Maurice Got, en Varios, Aspetti delta cultura negra, Milano 1959, 97-104) el tema que se ofrece como «espiritualidad» no es más que un breve ensayo sobre el Weltbild negro en sentido religiosometafisico, sin indicaciones precisas sobre la forma de experimentación personal de ese Weltbild. Estas faltas de información parece que se deben a dos circunstancias: a) que en las obras de los etnólogos se ha insistido ampliamente en la cualidad colectivizada y colectivizante de la representación africana del mundo; b) que los intereses etnológicos se han dirigido casi siempre a registrar informaciones individuales indígenas que atañen a los aspectos formales y de comportamiento del rito/mito/magia, excluyendo la investigación sobre las historias personales en las que el nivel formal se hace vivencia espiritual.

b) Ejemplos de espiritualidad en las etnias americanas

Resultan más claros los términos del problema para las poblaciones arcaicas americanas, aunque no es posible establecer si esta mayor claridad depende de la diversa dimensión cualitativa de las religiones americanas o más bien de la atención de la investigación dirigida no solamente a los rasgos exteriores y formales de las mismas. Claire Goll, que vivió durante algún tiempo en Galup (Nuevo México), punto de reunión anual de los Nijinsky, escribe:

Todas estas aldeas viven en una trágica pobreza. Los ladrillos de las casas, pintadas de un blanco vivo y amontonadas unas con otras, se tuestan bajo el sol... En las habitaciones no hay ningún lecho, ninguna mesa, ninguna silla... Un ciudadano de nuestro mundo diría que esas habitaciones están vacías. Sin embargo, están amuebladas con objetos de la materia más preciosa: el sueño.

Y un poco más adelante:

Cuando hace diez mil años emigraron los primeros indios de Asia a América a través del estrecho de Bering y de Alaska, debieron llevar consigo la indiferencia por los bienes terrenos y la acesis que caracteriza a los pueblos del extremo oriente. Lo que a ellos les interesa son los bienes interiores, no los exteriores. Por eso precisamente se separan siempre de mala gana de la patria estéril que se convirtió en patria suya. Cuando se encuentran en una ciudad, se llenan de melancolía y se sienten invadidos por la nostalgia. Sienten la necesidad de volver a su desierto, cuya belleza indescriptible llevan en la sangre 4.

Entre las etnias norteamericanas, obligadas al proceso de colonización y de desculturización colonialista, se ha verificado en los últimos siglos una progresiva disolución de la conciencia histórica y de las capacidades de agresión de lo real. Estas etnias no se han rebelado ni podían realmente rebelarse contra la violencia desculturante anglosajona y francesa; y la consecuencia que es posible observar consiste en la tendencia especial a adaptar a esta situación de frustración y de pasividad todas aquellas aptitudes arcaicas para huir a los mundos del sueño. El sueño, con sus incidencias visionarias, escatológicas y apocalípticas, pertenece desde siempre al mundo experiencial e interior del indio americano; sin embargo, este trasladarlo «todo al más allá», este «buscar el sueño» como ritualidad propia de ciertas etnias, se sumerge actualmente en un intento de evadirse de la crudeza de un tiempo en el que unas gentes de cultura antiquísima, a pesar de los esfuerzos recientes que representa la planificación estadounidense de la llamada ethnicity (recuperación de los cuadros culturales propios de cada etnia), siguen siendo el testimonio concreto de una negativa a reaccionar y a afirmar sus propios rasgos de individuación.

La religión del sueño se convierte en el florecimiento de una relación profunda y personal con lo divino y en esa relación los esquemas rituales y míticos de los padres se ven sometidos a una interiorización en la que las acciones (el dromenon de Durkheim) y las narraciones legendarias y fundadoras (el legomenon) pasan a través de una transformación metafórico-simbólica y pasan a ser la sede de una presente tensión del alma.

Tomemos como ejemplo el testimonio de Hehaka Sapa (Alce negro, Wapiti negro) de la nación de los Sioux, muerto en 1950 en la reserva de Pine Ridge (Dakota del Sur). Este testimonio fue recogido y publicado por Joseph Epes Brown, en Sacred Pipe: Black Elk's account of the seven Rites of the Oglaha Sioux (en J. E. Brown ed., Civilization of the American Indian Sciences, n. 36 [1953]; trad. francesa con notas de J. E. Brown y con introducción de F. Schouon, Les rites secrets des Indiens Sioux, Paris 1953). En su introducción Schuon recoge una declaración de Alce negro donde me parece que está condensada toda la calidad «espiritual» de su vida:

Soy ciego (Alce negro se había quedado ciego) y no veo las cosas de este mundo pero cuando la Luz viene de Arriba, ilumina mi corazón y consigo ver, ya que el Ojo de mi corazón lo ve todo. El corazón es el santuario y en su centro hay un espacio muy pequeño donde habita el Gran Espíritu. Y ese es el Ojo. Ese es el Ojo del Gran Espíritu a través del cual él lo ve todo y nosotros lo vemos a él. Cuando el corazón no está limpio, no se puede ver al Gran Espíritu y uno está obligado a morir en esa ignorancia; entonces el alma no puede volver inmediatamente a él, sino que tendrá que purificarse por medio de peregrinaciones por el mundo. Para conocer el Centro del corazón donde reside el Gran Espíritu, tenéis que ser puros y buenos y vivir de la manera que el Gran Espíritu os ha enseñado. El hombre que es puro de este modo recoge el Universo en el bolsillo de su corazón.

Relacionada con la ritualidad y con la mitología de la Pipa Sagrada (calumet), la palabra de Hehaka Sapa alcanza a menudo tonos de piedad excepcional, los únicos que tienen que interesarnos en este terreno independientemente del referente cultual-cultural:

Aquel que guarda un alma no tiene que luchar nunca, ni siquiera tiene que manejar un cuchillo para ningún uso. Rezar continuamente, ser un ejemplo en todo: ésa es su conducta (o. c., 42).

Son muchas las ocasiones que incitan a un hombre a retirarse a la cima de una montaña para implorar una visión. Algunos han alcanzado visiones en edad todavía infantil y sin intentarlo... Imploramos también cuando deseamos aumentar nuestro coraje al acercarse una gran prueba, como la danza del sol, o para prepararnos a partir por el sendero de la guerra. A veces se implora para pedir algún favor al Gran Espíritu, por ejemplo la curación de un pariente; también imploramos para agradecer al Gran Espíritu algún don que nos ha concedido. Pero la razón más importante para implorar es sin duda el hecho de que esto nos ayuda a lograr nuestra unidad con todas las cosas, a comprender que todas las cosas están emparentadas con nosotros; y entonces, en su nombre, pedimos al Gran Espíritu que nos conceda su conocimiento, que lo conozcamos a él que es la fuente de todo y que es lo más grande de todo (o. c., 43).

El que implora... hace esta oración en silencio, en el fondo de su corazón, no en voz alta (o. c., 88).

Como amamos a Wakan-Tanka (el Gran Espíritu) en primer lugar, hemos de amar a nuestro prójimo y estrechar con los demás vínculos que puedan unirnos, aunque pertenezcan a tribus extrañas (o. c., 131).

Quiero recordar aquí que, por medio de estos rituales, se establece una triple paz. La primera paz es la más importante; es la que surge en las almas de los hombres cuando realizan su parentesco, su unidad, con el Universo y con todas sus Potencias, y cuando comprueban que en el centro del Universo reside el Gran Espíritu y que, en realidad, ese centro está en todas partes y está en cada uno de nosotros. Esta es la paz verdadera y las otras son solamente reflejos suyos. La segunda paz es la que se establece con los individuos; la tercera es la que se hace entre las naciones. Pero habéis de comprender que no puede haber paz entre las naciones si no se sabe que la verdadera paz, como os he dicho, está en las almas de los hombres (o. c., 145).

 

9. La piedad en el mundo clásico

El clasicismo greco-romano tiene, como es evidente, una matriz religiosa que en las categorías histórico-religiosas suele asignarse a su carácter étnico; es decir, se trata de construcciones mítico/rituales que no dependen de la intervención de unos fundadores o de unas revelaciones, tal como suele suceder en las llamadas religiones fundadas o proféticas (zoroastrismo, budismo, judaísmo, cristianismo, islam). Estas estructuras inciden sobre todo el corpus de los comportamientos que conectan de forma preferente con la tradición oral mítica y con el recurso constante a la ritualidad exterior. Sin embargo, la limitación estructural no impide la aparición de profundas exigencias de espiritualidad que recuperan con significados nuevos el contexto formal o que se oponen al mismo. Por otro lado esta espiritualidad del mundo antiguo o tardío-antiguo influyó decididamente tanto en la espiritualidad judía (sobre todo en el mundo judeo-helenístico) como en la cristiana.

El tema de la religión «personal» de los griegos (y por reflejo la de los romanos) ha quedado limpiamente expuesto en una breve obra del padre André-Jean Festugiére, Personal Religion among the Greeks (Berkeley-Los Ángeles 1954), que representa una síntesis de otro trabajo más extenso sobre la tradición hermética (La revélation áHermés Trismégiste, Paris 1944-1954, 4 vols.). El hecho de que hay una piedad informal adosada a la religión oficial aparece documentado, según Festugiére, en los mismos comienzos de la tradición escrita, probablemente con los presocráticos, con los órficos y con los pitagóricos. Pero este tipo de piedad se intensifica y alcanza sus primeras cimas con Platón, Aristóteles y Hesíodo. Indica Festugiére:

El dios de la devoción interior, el Dios de Hesíodo, de los trágicos y de los filósofos, no fue nunca en Grecia objeto de culto público. La devoción a ese Dios fue siempre una cuestión privada; esa veneración fue característica de los paganos cultos que habían tenido la oportunidad de reflexionar sobre los grandes problemas de la vida y habían alcanzado un concepto más puro de la divinidad, ya que ellos mismos tenían un espíritu filosófico y porque aprendían de los grandes filósofos. Desde esa época la unión con Dios en el sentido de devoción interior tuvo siempre un carácter personal (o. c., 5).

Un acto cultual en esta perspectiva es solamente la ocasión para un cumplimiento exterior o la sede en donde actúa la espiritualidad personal levantando la cifra formal a los valores y niveles de experiencia. Refiriéndose a los misterios eleusinos Aristóteles, en términos perfectamente modernos, escribe: «El candidato estaba obligado no solamente a aprender (mathein), sino a experimentar por comparticipación (pathein) alguna cosa, y si estaba predispuesto para ello tenía que alcanzar una condición mental particular» (Aristóteles, fr. 15 Rose, ap. o. c.,). De aquí la diversa calidad de la trama religiosa en sí misma en relación con la capacidad experiencial del individuo: «Muchas llevan el tirso, pero las bacantes son pocas» (Platón, Fed. 69 Dl). Sobre todo en esa forma de espiritualidad que Festugiére designa como reflective piety aparecen los rasgos muy claros de una historia de las actitudes frente a la vida que culminará en la imagen cristiana y tardío-judaica de la santidad. Es una piedad que nace del sinsabor por la vida y que lleva consigo un vuelo unitivo hacia Dios (phygé homóiosis theó). Y la realización de esta unión está ya en Platón condicionada por la santidad y la pureza. De aquí surge en el período helenista la tendencia al aislamiento, al retiro (anachorein), sobre todo al «retiro dentro de sí mismo» (anachorein eis heauton) que puede realizarse incluso en medio de la gente en la presencia del alma. Ese retorno al mundo interior es un motivo frecuente en Dión Crisóstomo, en Séneca, en Marco Aurelio, y guarda a menudo una conexión muy estrecha con la homologación típica de la época entre el «retirarse de la cosa pública» y el acceso a una intensidad contemplativa personal:

El anachorein político y el anachorein espiritual pasan a ser la misma cosa y el retirarse del mundo se une al retirarse dentro de si mismo; y esto se hace tan característico que estos moralistas (de la época imperial) declaran que no sirve de nada abandonar la ciudad si uno no ha aprendido a concentrar su propia alma y, en caso necesario, el sabio verá que es suficiente concentrarse en medio de la gente (o. c., 59).

 

10. Un ejemplo de espiritualidad oriental: el taoísmo

Ya que resulta fácil encontrar exposiciones más detalladas a propósito del hinduismo, del budismo y de otros movimientos derivados de ellos, quizás sea oportuno limitarnos aquí a la presentación de un modelo típico de movimiento oriental en donde se manifiesta plenamente la tensión espiritual.

En el último período de la dinastía Chou, es decir, en la época que sigue inmediatamente a Confucio y en la del propio Confucio (fecha tradicional: 551-479 a.C.) la vida religiosa, ciñéndose estrictamente a formas ritualistas y exteriores, atravesó una grave crisis. La decadencia del estado centralizado, la multiplicación de los principados feudales, la anarquía que dominaba en la vida pública, determinaron el derrumbamiento de los antiguos mitos. La ideología sacral del poder que caracteriza a la antigua religión nacional de China se vio gravemente atacada y con ello empezó a fallar el sentimiento de seguridad colectiva que se basaba en la función de sostén cósmicosocial del emperador. Las condiciones económicas, sobre todo las de los agricultores, resultan penosas según se deduce de las frecuentes alusiones que se hacen a ellos en el Canon confuciano. Mo-tzú es un típico representante de esta situación de emergencia y diagnostica con severidad los males de su época, denunciando entre otras cosas la decadencia del sentimiento religioso. Es probable que en la época en que se compuso el Li chi (entre el siglo IV y el I a.C., con dos redacciones definitivas del período Han) el mismo culto a los antepasados, que constituía el elemento central de la piedad pública y privada china, hubiese quedado reducido a una serie de meros cumplimientos legalistas, mientras que la crítica escéptica anidaba en el ánimo de los creyentes.

El Li chi insiste en estas críticas y propone ya una religión que vuelva a una participación interior del acto ceremonial: «El motivo de los sacrificios no es un objeto exterior; se basa en la interioridad, nace del corazón» (trad. Couvreur, II, 137). Los caminos para salir de la crisis en medio de la incertidumbre general son dos: el de la huida mística, la ascesis y el ritualismo mágico, representado por el taoísmo, y el camino de una reintegración de la sociedad dentro de los esquemas arcaicos de la política sacral, representado por el confucianismo.

En relación con el confucianismo, el taoísmo se distingue enseguida por su notable agresividad polémica, por su espíritu crítico y caústico siempre presente, por su gran fuerza de impacto ideológico y sectario, que tiende a carcomer lo que en los textos más antiguos aparece como una ortodoxia religiosa ya oficialmente reconocida. Por eso mismo uno de los caracteres más destacados del taoísmo antiguo es su franca posición antiortodoxa y anticonformista. Por otro lado resulta muy complejo establecer cuál es el substrato de las motivaciones críticas taoístas. En sentido general el taoísmo expresa el descontento por una religiosidad oficial, superficial, encerrada por completo en los esquemas abstractos y a menudo pedestres de una ética destinada a crear funcionarios del estado, incapaz de expresarse en una experiencia verdaderamente religiosa. El taoísmo recupera la antigüedad tradicional como experiencia vivida, como compromiso total de la persona, en itinerarios místicos que afectan al plano entero del ser y que proponen un camino de salvación personal, de manera que antes de convertirse en iglesia se califica por su pronunciado individualismo, por la problemática que se refiere al hombre como criatura.

No nos interesan aquí las complejas especulaciones teóricas que, por lo demás, no tienen más que un lugar absolutamente secundario en el planteamiento general de la piedad taoísta. La doctrina taoísta se sitúa inmediatamente como una alternativa al confucianismo y a la religión reducida a sólo ética, y ofrece un camino práctico a todo el que quiera librarse de la fácil ilusión que se ha empeñado en transformar con unas enseñanzas moralistas la experiencia religiosa en una conquista de las virtudes cívicas. Por eso mismo presenta inmediatamente su tesis de la «decadencia» de los valores religiosos desde una edad de oro en la que los hombres estaban unidos al Tao y vivían su presencia transformadora, a otra edad artificial, de moralismo hipócrita, de «virtudes» aparentes, que le quitaron al hombre el significado de su origen y de su contacto con lo sobrenatural.

El Tao-te-ching (época incierta que se sitúa entre el siglo VI y el I a.C.) se refiere expresamente y en términos polémicos a esta decadencia:

Cuando empezó a fallar la acción conforme al Tao..., se inventaron los principios artificiales de la bondad y de la equidad, así como los de la prudencia y de la sabiduría que pronto degeneraron en política. Cuando los padres dejaron de vivir de la antigua armonía natural, se empeñaron en suplir esa carencia con la invención de la piedad filial y del afecto paterno. Cuando los estados cayeron en el desorden, se inventó el modelo del ministro fiel.

El Tao-te-ching, atribuido a Lao-tzú, expresa la polémica de las almas sinceramente religiosas, sedientas de realidad metafisica, contra las acomodaciones fáciles de la ética; y se vuelve hacia una «antigüedad» que tiene dimensiones distintas de las que caracterizan a la «antigüedad» confuciana. Lao-tzú intenta recuperar, no ya el equilibrio político que Confucio veía en la época de los antiguos emperadores, sino el equilibrio cósmico, que es anterior a todos los emperadores, en el comienzo del mundo, en una edad modular de oro proyectada en un pasado atemporal.

Pues bien, la esencia del taoísmo tiene que buscarse precisamente en esa inserción polémica contra la «decadencia» del tiempo y en las soluciones propuestas para salir de esa crisis. Nace en el plano religioso como uno de los intentos más interesantes de rechazo de la vida social. Por eso mismo predica un retorno a la naturaleza (p'uo), entendido como acceso a una condición primordial y paradisíaca del hombre, contrapuesta a la violencia y a la artificiosidad de la política feudal. El hombre tiene que liberarse de las ataduras del engaño comunitario y político y reintegrarse al orden cósmico (tao) a través de un retorno a las fuentes de la vida, que se expresa en el «no obrar» (wei-wu-wei: «hacer el no-hacer»). Además esto, en vez de ser una práctica de la pasividad cínica elevada a categoría de sistema y confiada al desorden de los instintos, resulta ser -como ha indicado con gran claridad Tucci, Storia della filosofia cinese antica, Bologna 1922, 50)- una regla de conducta en virtud de la cual la acción, que es la vida misma, tiene que llevarse a cabo como si no se actuase, tiene que desligarse de sus motivaciones pasionales y de los obstáculos del interés o del apego. Sólo en esas condiciones esa reaparición de las « espontaneidades» originales, esa liberación de la instintividad natural y de las inclinaciones falseadas y reprimidas por la vida social, provocan la adecuación de nuestra acción, es decir, de nuestro existir, al modelo del Tao y la transformación de la vida en lo transcendente. Por eso el Tao ha representado, como elemento central de una gran experiencia religiosa, una condición paradigmática, atemporal y aespacial, que la criatura tiene que alcanzar no ya a través de la percepción, sino por medio de una adecuación vivida, que es un gozoso morir y un gozoso renacer:

Volver a la propia raíz es entrar en el estado del descanso. De esta raíz (los seres innumerables) salen hacia un nuevo destino. Y así continuamente sin fin (Tao-teching, XVI).

Estos temas aparecen continuamente en los textos taoístas:

El sabio sirve sin obrar, enseña sin hablar (Ib. II).

Saberlo todo, estar informado de todo, y sin embargo seguir indiferente, como si nada se supiese (Ib. XX).

Yo (el sabio) soy incoloro e indefinido; neutro como el feto que aún no ha probado su primera emoción; como sin objetivo y sin fin (Ib.).

Hablar poco y no actuar más que sin esfuerzo: ésa es la fórmula (Ib. XXIII).

El que es superior a la Virtud, el príncipe, no actúa, sino que conserva en sí la Virtud en estado de inmanencia (Ib.).

El sabio no tiene pasión por nada (Ib. LXIV).

Así pues, el ideal que propone Lao-tzú se presenta en su formulación elemental como el del sabio que se libra de las contaminaciones del mundo y que realiza su contacto con el Tao a través de la reaparición de la «espontaneidad» natural. Según estas fórmulas el camino se muestra muy sencillo; el mismo Tao-te-ching predica su enorme facilidad: «Lo que enseña (Lao-tzú) es fácil de comprender y de practicar» (LXX). Pero este ideal pacifista y de renuncia se complica inmediatamente debido a métodos experimentales, en los que se reflejan estructuras religiosas de origen más antiguo, que pertenecen al área más amplia del Asia Central y, en un segundo tiempo, modificadas por las influencias budistas. Es que el taoísmo propone, en su origen, una instancia de reintegración individual, acompañada de una temática de muerte y resurrección místicas, comunes a cualquier otra solución del drama existencial. Los primeros taoístas fueron probablemente ermitaños y monjes que huían de lo que les parecía una corrupción innatural del estado. Pero precisamente en la soledad se señalan, ya a nivel de los antiguos textos, ciertas técnicas que parecen completar la personalidad del sabio taoísta. El no sólo aplica su regla constante de renuncia a la contaminación política y se esfuerza en recuperar la simplicidad y- la perfección de una prehistoria idealizada para adecuarse al Tao, sino que recurre a unas cuantas prácticas que, al menos en el Tao-te-ching, parecen destinadas a asegurarle la conservación de las energías vitales, encerrarse y sumergirse incluso físicamente en su propio ser para evitar el riesgo vital de la dispersión en la acción. Pues bien, estas técnicas asumen en la historia religiosa del taoísmo, sobre todo en su época tardía, cierta caracterización elitista y aristocrática que marca la decadencia de la verdadera y propia espiritualidad en el sentido con que nosotros la entendemos. Sin embargo, entre esas técnicas hay que señalar, debido a ciertas analogías formales con experimentaciones típicas de la espiritualidad occidental, la técnica del éxtasis, que a pesar de todo se disuelve en sutiles exposiciones fisiológicas aunque conservando en el fondo su finalidad liberadora y unitiva. Efectivamente, el éxtasis taoísta, bien cuando aparece como una técnica para alcanzar el estado de trance o bien cuando apunta a los temas más densos de la unio mystica, es siempre una negativa a vivir según la normalidad y un intento de anonadarse para vivir en el Tao, como principio atemporal. Sobre toda experiencia pesa mucho la implicación del estado físico del practicante, que tiene que realizar una imponente reducción de los ritmos vitales y una supervivencia puramente auroral de la actividad consciente, de forma que se le permita experimentar por un lado el límite agónico de su resistencia fisica (con la consiguiente sensación extática tan conocida del «casi morir») y por otro lado los niveles prehumanos, animales o vegetales del ser. El éxtasis consiente alcanzar una condición indiferenciada de la sensibilidad y una dispersión de la propia individualidad unitaria, que es una forma vicaria de la muerte. Es probable que aluda a esta experiencia un texto de Lieh-tzú, donde el gran taoísta habla de su aprendizaje al lado de Lao-tzú:

Al final de nueve años de esfuerzos perdí finalmente toda noción del sí y del no, de la ventaja y de la desventaja, de la superioridad de mi maestro y de la amistad de mi condiscípulo. Entonces el uso específico de mis diversos sentidos quedó sustituido por un único sentido general; mi espíritu se concentró, mientras que mi cuerpo se disipó mis huesos y mi carne se derritieron; perdí la sensación de mi peso en el lugar donde me sentaba y no sentí ya que estuviera apoyado en la tierra con mis pies... He aquí el largo ejercicio de despojo, de retorno a la naturaleza, a través del cual tuve que pasar para llegar al éxtais (Ib IIc).

 

11. Algunas observaciones finales

Una vez trazadas las líneas generales de una tipología de la espiritualidad en dirección histórico-religiosa (y dentro de ella la referencia a unos cuantos contenidos específicos, asumidos como verificación de nuestra postura), nos queda la tarea de presentar a la atención del lector unas cuantas observaciones en forma de conclusiones.

En el interior de las diversas religiones la relectura espiritual de motivos particulares, históricamente determinados como mitos/ritos de tal o cual tradición, lleva de forma muy evidente a una superación de la especificidad, del «esto» y del «aquello», que pertenece al ámbito cultural y que tiene que ver con una experiencia de valores generales y universales.

Los grandes místicos han expresado esta unidad radical de la vida religiosa por encima de los simbolismos históricos. Ibn al-'Arabi (1165-1201?) atestigua ya en su vida práctica una opción espiritual cuando, después de recibir como regalo una casa del gobernador cristiano en Asia, se la ofrece a un pobre empeñándose en seguir en su vocación de mendicante. Pero, en el terreno religioso, después de rechazar la autoridad en materia dogmática (taqlid), a pesar de seguir practicando el culto musulmán según la común observancia, llega a declarar que su única guía era la luz interior espiritual de la que se sentía iluminado. Las diferencias entre las religiones en esta perspectiva se disuelven ante sus ojos cuando se le revela su unidad espiritual fundamental. Por poner otro ejemplo hemos de recordar como modelo de una conciencia de esta unidad a Ramakrisna (Gadadhar Chatterji, 1834-1885); después de seguir los caminos de meditación tántricos, shákticos y yóguicos, pasa a través de la gran experiencia bháktica visnuítica y se abre a un amor universal e incondicionado que da tono a su renovada religiosidad. La culminación de su itinerario, radical ideológico de todas las corrientes que se han derivado de él, consiste en la sed que lo invade de conocer las demás religiones. Se acerca a un musulmán y aprende de él los principios del islamismo y durante cierto período viste como musulmán. Profundiza luego en el cristianismo y meditanto en el misterio de Cristo tiene la visión yóguica de él en un contacto sobreabundante que durante tres días se siente invadido del amor de Cristo y no puede hacer otra cosa más que hablar de él a los demás. Llega de este modo a la formulación del principio teórico de la equivalencia fundamental de todas las religiones. Y entonces las directivas constantes de su postura son las siguientes: a) la vida religiosa solamente puede representarse como sentimiento y experiencia y, en relación con los valores experienciales, unitivos y místicos, los elementos intelectualistas y cognoscitivos sólo tienen una función secundaria y no necesaria; el hombre religioso tiende únicamente a realizar una relación y un compromiso personal con lo divino y esa relación tiene una eficacia liberadora y salvífica; b) la tolerancia más profunda, la humanidad, el respeto consciente por todas las confesiones y todos los credos. Hay que señalar que el pensamiento de Ramakrisna no se queda aislado en el limbo de una especulación personal, sino que afecta a la formación del individuo dándole un tono de religiosidad no organizada, de una actitud ante los problemas de la criatura, del Ser y de la sociedad, que califican a la moderna conciencia india en sus más elevadas expresiones.

El riesgo que sigue estando presente en todos los casos citados como ejemplo y que no es más que una señal ocasional de una situación general que subyace a casi todas las religiones consiste en que puede verificarse el paso desde una experiencia espiritual propia y verdadera a ciertas formas de sincretismo y de confusión, hasta el punto de que el planteamiento simbólico de mito/rito del que parte la experiencia quede negado por completo como insignificante. Pues bien, el punto crucial de esta tendencia universalizante consiste en el esfuerzo que hay que realizar para no echar a perder los valores específicos del rito/mito, para defenderlo en su estatuto de cultura, y al mismo tiempo para facilitar el encuentro de su especificidad con las categorías históricas propias de otros ámbitos culturales. Sin embargo, y es esto lo que intentaba subrayar en estos momentos, las relaciones interreligiosas, como condición de toda interrelación humana que supere todo sectarismo estrecho y que desemboque en el reconocimiento de la unidad fundamental de todos los seres humanos, solamente pueden llevarse a cabo en el plano de la espiritualidad, la cual por consiguiente asume una función singularísima que es la victoria sobre las diferencias impuestas por las vicisitudes de la historia y por la diversidad de las culturas. En otras palabras, no es posible realizar una reflexión universalizante sobre los paralelismos mítico/rituales, sino solamente sobre las tendencias espirituales que subyacen a los mismos. Si en una especie de sinopsis cultural situamos la figura de Jesucristo o el rito de la eucaristía al lado de otras figuras como por ejemplo las de Mahoma, Moisés o Zoroastro, o al lado de los comportamientos que representan el Ramadan, la circuncisión o el ritual parsi, necesariamente tienen que prevalecer las diferenciaciones culturales significadas en las estructuras que posee cada una de las etnias humanas y la unidad se verá obstaculizada precisamente por el exclusivismo de los patrimonios religiosos y por sus pretensiones de posesión absoluta de la verdad. Pero si en nuestro acercamiento a los mensajes derivados directa o indirectamente de Jesús, de Mahoma, de Moisés o de Zoroastro logramos percibir ciertas dimensiones de la espiritualidad (por ejemplo, el amor en Jesucristo, el trato con Dios en Moisés, la soledad del hombre en presencia del poder en Mahoma, la escatología cósmica con que ha de concluir la lucha perpetua entre el bien y el mal en Zoroastro), entonces nos sentiremos invitados a una descodificación que puede trasmitirse universalmente y que afecta a las disposiciones del corazón, haciendo pasar a un segundo plano todos los compromisos de la mente y todas las ideologías. Pues bien, esta solución, que es típica únicamente de la relectura espiritual de los mensajes, una vez se ha conseguido dentro de la seriedad de los compromisos de cada uno, no encierra ninguno de los riesgos de sincretismo que hemos denunciado. En el fondo, el carácter tan peculiar de la experiencia espiritual consiste en la superación de los límites de las estructuras históricas de las diversas religiones, aunque afirmando de todas formas el respeto a todas ellas y la necesidad de conservarlas. Es decir, tiene toda la razón aquella enseñanza de los santos padres según la cual pertenece al derecho de la naturaleza la creencia en los propios dioses y el cumplimiento de los propios ritos: « Humani juris et naturalis potestatis est unicuique quod putaverit colere, nec alii obest aut prodest alterius religio» (Tertuliano, Ad Scapulam 2); pero también es verdad que en la construcción de un mundo distinto, basado en la justicia y en la paz, le corresponde a la experiencia espiritual superar los riesgos de la estrechez etnocéntrica y la nebulosidad teológica de los mensajes para poder encontrar en cada una de ellas las aspiraciones más profundas del ser humano.
__________________
1. Ejercicios espirituales, n. 254 s., en Obras completas de san Ignacio de Loyola, BAC, Madrid 1952, 208.
4. C. Goll, Chants Peaux Rouges,
Paris 1958, 7 y 11.