Movimientos comunitarios

Bruno Secondin


Movimientos y grupos, fenómeno común en la iglesia

El que conoce algo de la historia de la iglesia sabe muy bien cómo —por coincidencias casuales o por una misteriosa providencia de Dios— en épocas de profundos cambios en la cultura y en los ordenamientos sociales también la iglesia ha tenido que replantearse seriamente sus actividades, sus instituciones y sus intenciones. Así por ejemplo, en el paso de las persecuciones a la «anexión» práctica de la sociedad imperial (siglos IV y V) tenemos una serie de prestigiosos concilios, en los que no sólo toma cuerpo y sistematización el núcleo central de la fe cristiana, sino que además se regulan, se consolidan adecuadamente y en cierto modo se canalizan dentro de unos comunes «criterios de identidad» varias formas de agregación de los cristianos, entre las que destaca el movimiento monástico, especialmente vivo en todos los países que se asoman al Mediterráneo. La misma situación se verifica en la época de los concilios de Letrán (1 en 1123-IV en 1215), a los que correspondió la tarea bastante difícil de estimular la reforma evangélica de la cristiandad empecinada en divisiones y conflictos por intereses temporales, y al mismo tiempo la de dar una madurez orgánica a los múltiples movimientos pauperistas y evangélicos animados por los laicos. En el fondo también el concilio de Trento (1545-1563) se vio metido en el centro mismo de una larga serie de movimientos de reforma en su interior y de desgarrones e incomprensiones entre diversas tendencias teológicas, detrás de las cuales se ocultaban no pocos intereses económicos y culturales.

Si la iglesia de los grandes concilios fue la iglesia de las grandes síntesis teológicas y vitales (tal como lo comprueban los movimientos de la época), la de los concilios de Letrán fue más bien una iglesia que intentó llenar de pasión evangélica a un cuerpo de creyentes, de monjes y de sacerdotes bastante cansados y cómodamente instalados en los esquemas del profundo medievo dentro de un peligroso retraso respecto al despertar de la civilización. La iglesia que gira en torno al concilio tridentino es más bien una iglesia que sufre el hechizo de la cultura en ebullición y al mismo tiempo siente en sus mismas raíces la angustia por la ruptura entre la Europa del norte y la del sur: sus reformas, sus impulsos tenderán a estrechar las filas de las masas católicas y a controlar de forma eficaz sus creencias y devociones; pero al mismo tiempo se le dará también a la institución un carácter «militante» y casi antagonista frente a una sociedad que tendía a dar una nueva dimensión a los factores religiosos, o al menos a sustraer de su dominio algunos sectores de importancia (nuevas ciencias, nuevas técnicas, aparición del capitalismo, método empírico...).

Hoy estamos viviendo en nuestra propia piel otra época, entre las más innovadoras para la iglesia y para la sociedad, parecida en muchos aspectos a las anteriormente mencionadas. Bajo nuestros ojos están cambiando formas pluriseculares de vida cristiana, de organización eclesiástica, de agregación religiosa. Nos estamos encaminando más aún, estamos ya plenamente dentro de él— hacia el final del estado de cristiandad, es decir, de aquella situación (ciertamente más teórica que real) en la que todos se consideraba que eran cristianos, como dato de hecho, como condición natural. Los cristianos en nuestras sociedades siguen siendo aún oficialmente la gran mayoría, a veces incluso la casi totalidad; pero se trata de un mero dato estadístico, puesto que de hecho los que llevan dentro de sí y demuestran por fuera convicciones cristianas un poco sólidas son una minoría, muchas veces exigua. Existen ciertamente fenómenos de masa procesiones, fiestas patronales, momentos de dolor y de alegría colectivos donde participan «turbas inmensas» y dan la impresión de querer expresar en ellas la totalidad , pero los expertos nos ponen en guardia de considerar semejantes fenómenos como signo de cristianismo auténtico. Se necesita mucho más que alguna que otra procesión o emoción colectiva para poder decirse cristiano, especialmente en nuestros días. El cristianismo que conduce ciertamente a manifestar en gestos públicos la propia fe— se basa ante todo en las convicciones arraigadas en la conciencia. Y estas convicciones se pueden expresar como conocimiento apasionado de la palabra de Dios, como memoria vivida y celebrada de la pascua del Señor, como experiencia del Espíritu, como caridad fraterna que comparte los bienes y los sentimientos, como promoción de la justicia y de la libertad y como esperanza de un futuro de vida que Dios da a quienes le permanecen fieles.

En una sociedad que margina cada vez más el factor religioso en todas sus variantes y lo hace incluso superfluo en la convivencia civil, hay que vivir los valores cristianos no por respeto a las tradiciones o por conveniencias sociales realmente frágiles, sino con una carga nueva de coherencia, asumiendo cada uno su propia parte en la conservación, consolidación, difusión y manera de vivir la verdad del evangelio. La eclesiología de comunión ha sido la perspectiva por la que optó el concilio Vaticano II. Respondía -como ocurrió con los concilios del pasado que recordábamos a la evolución teológica y experiencia) en acto y favorecía su proceso de organización en torno a algunos ejes centrales. Este concilio fue convocado por el gran profeta el papa Juan XXIII, guiado por el Espíritu santo y por su conciencia de que había llegado para la iglesia el tiempo de replantear en términos nuevos no sólo su autocomprensión, sino también sus relaciones con la historia y con los hombres, dando carta de ciudadanía a las mejores intuiciones de sus teólogos más atentos a la marcha de los tiempos y a las nuevas circunstancias. El concilio —en sus obispos y en el papa que lo guiaba y lo confirmaba tenía clara conciencia de que estaba surgiendo ya un mundo nuevo, de que había nuevos pueblos y nuevas culturas que empezaban a alterar los antiguos equilibrios culturales y religiosos. Un mundo nuevo que obligaba a la iglesia a salir de sus sagrados recintos, a dialogar con todos los hombres de un modo sistemático, a prestar oído a todas las esperanzas y frustraciones de los contemporáneos.

Quizás el concilio fue un poco optimista al valorar la situación, en cuanto que creyó que el paso a nuevas síntesis (GS 5) podría hacerse sin grandes traumas para la iglesia y hasta con la participación determinante de la misma. En realidad se vio cómo al final del concilio era ante todo la iglesia la que entraba en crisis. Y esto de un modo profundo, en medio de un auténtico terremoto. La preocupación posconciliar se fue agrandando velozmente en el giro de pocos años, tocando quizás su punto más alto a comienzos de los años setenta.

En particular entraron en crisis las formas tradicionales de la piedad, de las asociaciones religiosas, de la relación fe/política, de la organización eclesial: pensemos en las parroquias, en las obras de diaconía, en los sacerdotes y los seminarios, en la hemorragia entre los consagrados. Tampoco faltaron fenómenos de involución, retrasos en el «aggiornamento» debidos al apego fanático a las viejas tipologías eclesiales. Todas las etapas de cambio son etapas de agonías y las agonías en general provocan necesidad de seguridad, de agarrarse a cualquier cosa antes que morir. Pero la semilla estaba echada; la eclesiología de comunión —ciertamente la más importante entre las que propuso el concilio— ha empezado a dar sus frutos, a condensar posibilidades que hasta ahora estaban sin expresar o andaban fragmentadas, a promover una recuperación orgánica de todas las funciones de los creyentes a partir de la dignidad bautismal común, fundamento y eje de cualquier otra función en la iglesia, a rechazar las soluciones puramente tácticas en una búsqueda de coherencia «global» y en una acogida «simpática» de lo inédito y de lo no programado. Una nueva iglesia, una nueva presencia evangélica, una nueva palabra profética está germinando ante nuestros ojos; todo esto es muy antiguo y al mismo tiempo resulta ampliamente desconocido.

Deseo hablar aquí precisamente de algunos de estos síntomas de novedad y de juventud: los que corren con el nombre de grupos, movimientos, asociaciones, que se han difundido abundantemente en la iglesia universal en el período posconciliar, aunque sobre algunos de ellos hay que recordar que ya desde antes habían alcanzado su propia madurez espiritual y organizativa. Son realmente uno de los fenómenos actuales más sorprendentes. Su abundancia y su creatividad hace pensar en aquellas épocas casi míticas que veíamos al comienzo. Su multiplicación y su difusión casi simultánea por todos los continentes, la acogida que han tenido en el corazón de las sociedades industrializadas o en los grupos menos evolucionados, su actividad emprendedora en cuestión de liturgia, de catequesis, de oración, de anuncio, de servicio caritativo o ministerial, los hacen considerar como una sorpresa del Espíritu en una iglesia demasiado angustiada por limpiar su «imagen», por aprovechar las últimas posibilidades de poder temporal. Se trata de procesos «colectivos» en los que se buscan no sólo unas soluciones para las aspiraciones y las necesidades personales, culturales, económicas y al mismo tiempo espirituales, sino también y quizás en medida más amplia se advierte el empeño de ponerse como «signo» y como ejemplo de una «salida de urgencia», de un itinerario logrado de presencia significativa en la iglesia y en la sociedad. No es solamente la aparición del hecho en sí mismo, tan extenso y tan diversificado, lo que debe impresionarnos, aunque esto es realmente de enorme importancia. Lo que hemos de observar ante todo es su perspectiva, esto es su intención de ser una alternativa, una propuesta real, una solución que «va más allá» de la crisis de los modelos y del agregacionismo de viejo cuño.

Los fenómenos de este género no son totalmente nuevos ni mucho menos en la historia de la iglesia, como hemos dicho. Pensemos en la aparición de los grupos ascéticos o caritativos del siglo IV, de los que surgieron más tarde las formas rígidas «monásticas» como si hubieran sido las únicas, a pesar de que fue muy considerable la variedad de estos grupos. Podemos recordar también los grupos pauperistas, evangélicos, itinerantes de los siglos XII y XIII, de los que Francisco fue de alguna manera la solución más feliz y eclesial debidamente fundamentada; no hay que olvidar a los grupos de «devotos modernos» de las regiones flamencas y renanas, laicos piadosos y deseosos de una ascesis que diera también espacio a su psicología, a la búsqueda en el interior de una experiencia sólida, pero espontánea y sanamente laica (aunque más tarde el fenómeno evolucionó hacia formas más «institucionalizadas» y «clericales»). Pensemos en los fenómenos de reforma procedentes también en gran parte de laicos y de laicas devotas— en la época del concilio de Trento, que intentó canalizar estos fermentos dentro de las cofradías, las asociaciones de la doctrina cristiana, las diversas formas de caridad asociada. Y para llegar más cerca de nosotros hay que mencionar al menos las múltiples iniciativas de caridad y de apostolado que tomaron tantos laicos y laicas en el siglo XIX para remediar de alguna manera la descristianización que se iba llevando a cabo en la sociedad bajo los diversos regímenes anticlericales; de estos fervores nacieron muchísimos institutos de vida apostólica, gracias también a la acertada política eclesiástica de impulsar las iniciativas espontáneas hacia su estabilización e institucionalización. Finalmente habría que añadir los diversos movimientos de retorno a las fuentes (movimiento bíblico, litúrgico, patrístico, cristocéntrico, místico, ecuménico...) que fueron preparando el terreno y anticipando las soluciones convalidadas luego por el Vaticano II.

Sin embargo, parece ser que hay que reconocer a nuestra experiencia actual cierta patente de novedad respecto al pasado. En primer lugar debido a la enorme difusión simultánea en varios países y dentro de diversas tradiciones etnoculturales. Y además debido a la acentuación de la experiencia de comunidad, como momento fundamental y esencial de todo el proyecto de estos fenómenos colectivos. En el pasado el movimiento «comunitario» era más bien instrumental y ocasional, aunque la vida misma en el fondo era más comunitaria que la nuestra, tan alimentada de individualismo mental y estructural. Hoy el factor comunidad es una característica fija, muy acentuada en algunos casos, casi hasta la manipulación de las conciencias por obra del grupo. Incluso aquellos grupos o asociaciones o movimientos que de suyo no habían insistido mucho en ello, han acentuado en estos últimos años la línea del compartir, de la convivencia, del estar juntos.

Está claro que por debajo se habla siempre una necesidad de identidad, una tendencia a agregarse para sentirse más que antes personas «conocidas» y «reconocidas». Pero sobre todo hay que ver en ello una «traducción» concreta de los principios de participación, de comunión, de solidaridad tan ampliamente subrayados en el Vaticano II. No podemos adentrarnos en todas las hipótesis, más o menos fundadas, que se hacen en este sentido. Pero hemos de decir que no pueden perderse de vista dos exigencias fundamentales. La experiencia del estar juntos, de la fe compartida, del itinerario en común:

a) Ayuda a no dejarse aprisionar por el anonimato, por la soledad ni siquiera en el ámbito eclesiástico; mucho menos en un momento en que la sociedad va marginando progresivamente el factor religioso reduciéndolo a fenómeno personal (interior y privado por completo de valor social) y suscita no pocas sospechas sobre las antiguas formas de agregación eclesiástica y la agrupación a base de opciones religiosas. En vez de defender viejas modalidades con un evidente retraso cultural (incluso en el ámbito de la iglesia), se dicen estos pensadores, vale la pena inventar otras nuevas, más personalizantes, menos anónimas y menos deculturadas. Y entonces se ofrecen amplias posibilidades a la participación directa, a las estructuras de diálogo, a la vida vivida juntamente. La fuga del anonimato, la reacción contra todo intento de ser «administrados» según unas finalidades impuestas desde arriba, lleva a ser en la iglesia lugares de participación de todos en primera persona, lugares de corresponsabilidad ampliada a todos, de crecimiento de las funciones específicas según los carismas que se van descubriendo y reconociendo. De esta manera la iglesia-comunión se traduce en términos reales y vitales.

b) La segunda convicción es ésta: las instituciones, los organismos, las estructuras que ayudan a la fe más que «demonizarse» —como hacen algunos hipercríticos tienen que vivificarse desde dentro, hacerse más «humanas», más capaces de transferir con «inmediatez» los valores sagrados. Sería peligroso abandonarlas o sustituirlas sin haber intentado antes una posibilidad de recuperación total desde dentro. La convicción de que la situación, por muy pesada que sea, tiene que ser regenerada ante todo desde su interior dándole nuevas posibilidades expresivas y nueva savia, y no solamente tomando distancias frente a ella de modo creativo, lleva a buscar el diálogo, el compromiso, la solicitación profética, pero desde dentro. Hacia esto tienden actualmente los grupos en la iglesia: ¿se trata quizás de un «reflujo»? ¿O se tratará quizás de una madurez eclesial que une la innovación con el arraigo? Pueden hacerse muchas hipótesis interpretativas. Lo cierto es que los dos polos juegan dialécticamente, como si fueran antinomias. Por otra parte la autonomía, la conciencia de ser una «autorrealización» de la iglesia, una experiencia en cierto modo «inventada» como algo propio y administrada como propia, que afecta a la persona afectada. Y por otra parte la necesidad —más aún, la convicción eclesial de obligatoriedad de permanecer dentro de los espacios constituidos de lo sagrado, dentro de las formas estructuradas, aunque sean limitadas, para no verse marginados y para hacer evolucionar situaciones e instituciones en un sentido mejor, para una nueva etapa de la iglesia incluso como institución que se realiza siempre de nuevo. La iglesia es institución tanto como misterio; y lo uno y lo otro se condicionan mutuamente, lo uno y lo otro deben mantenerse en ósmosis, para que la historia quede fecundada por ello. Porque la historia es el lugar de la misión y de la esperanza de los creyentes.

A algunos, esta «atención» a los vínculos incluso visibles con la iglesia institución puede parecerles también como una legitimación de ciertas estructuras que «derrumban» más bien que promueven lo sagrado. Ya hace años un agustino holandés (Adolfs) se atrevió a llamar a la iglesia-institución «la tumba de Dios», y por esta razón destacaba la dispersión y la casi desaparición de la misma (la teología de la diáspora a la que muchos parecen estar abocados, aunque por otras razones) en beneficio de una mística del fermento disperso, anónimo y silencioso. Otros por el contrario tomaban y toman distancias de la institución para vivir en el equívoco del reformismo interior y gratificante, sin tomar en serio la historia actual, la gigantesca tarea de fundamentar de nuevo la convivencia en una nueva ética. Pero se trata de dos opciones ampliamente ambiguas y que conducen ambas a la esterilidad. La superación de la diáspora y la del intimismo que cierra los ojos ante las grandes obligaciones que impone la crisis estructural para una presencia histórica: éstas son las tendencias actuales, que se ven además favorecidas por un deseo de revisión de todo el sistema de organización y de producción de lo sagrado y por la nueva disponibilidad ante el diálogo y el encuentro que la jerarquía está manifestando en estos últimos años.

Intentos de clasificación

Es muy amplia la variedad de movimientos y de grupos, de asociaciones y de experiencias comunitarias. Para comprender este fenómeno es menester no solamente describirlo, sino también interpretarlo a la luz de las ciencias humanas y sobre todo a la luz de la reflexión teológica. Para el fondo de todo esto resulta importante captar las motivaciones, las intenciones y las relaciones reales de los mismos protagonistas de este hecho socio-religioso. Motivaciones que con frecuencia se han advertido como relevantes, pero que no han quedado suficientemente explicitadas en cuanto que constituyen una vivencia más que una doctrina elaborada. De todas formas es cierto que las formas de manifestación son múltiples y que por su naturaleza no se dejan reducir muchas veces a una interpretación de signo unívoco o a esquematizaciones rígidas. La crisis en acto en toda la cultura occidental —que presenta el rostro contradictorio de la destructuración y de la transición, de la caída de modelos globales y de la aparición de «necesidades religiosas» que oscilan entre la irracionalidad y la reinterpretación del carácter liberador de la experiencia cristiana— impone la obligación de trazar una pauta interpretativa y una catalogación de algún modo derivada de unos criterios objetivos; por otra parte es preciso ser cautos en el reconocimiento de las experiencias en acto y disponibles para abrirse a paradigmas diversos y más articulados.

Hasta hoy no existe todavía una forma de clasificación adecuada a su variedad. La tipología varía según los puntos de vista: socio-cultural, político, institucional, presencia de lo irracional, dialéctica alienación/liberación, etcétera. Y a menudo las clasificaciones que proponen los observadores —que no siempre aparecen— son rechazadas luego por los interesados directos. Y es legítimo que así sea, ya que sería absurdo presumir que estas realidades socio-religiosas no se prestasen a diversas valoraciones y no pertenecieran a sectores que frecuentemente se cortan entre sí.

Pasemos por alto las propuestas de clasificación que se basan en factores de psicología de grupo (relaciones primarias, secundarias, terciarias), de relación con la institución (aceptación o rechazo, alternativa o integración), de presión o de compensación (grupos de referencia y grupos de presión), etcétera. Nos inclinamos más bien a un género de tipología que grosso modo es frecuente en los análisis eclesiásticos italianos y podría también decirse que en todos los países latinos. Se trata de una subdivisión de los fenómenos colectivos de grupo sobre la base de ciertas tendencias predominantes, de algunas finalidades religiosas fácilmente reconocibles.

1. Movimientos y grupos de iniciación: se trata de una serie abundante de grupos posconciliares, que proponen por ejemplo un itinerario de redescubrimiento de la palabra de Dios, de reasunción de los compromisos sacramentales y eclesiales a través de una intensa experiencia comunitaria, un agudo sentido de pertenencia al grupo, una serie esmerada de etapas e iniciaciones «simbólicas», que de ordinario se refieren a los primeros siglos de la iglesia. Pensemos en las comunidades neocatecumenales, en los cursillos, en las comunidades de catecúmenos adultos, etcétera. Están convencidos de que es preciso comenzar de nuevo, iniciar desde los fundamentos un camino de fe y de vida eclesial.

2. Movimientos y grupos de formación: son todos aquellos que parten de un presupuesto: que existe más o menos una opción cristiana y que por tanto lo que hay que hacer es más bien un camino de maduración, una mayor profundidad y coherencia sobre los valores cristianos, una visibilidad explícita de la propia pertenencia a Cristo. Esto se propone a través de diversos caminos, como la profundización en la Palabra, la oración diaria en común, ejerciciosespeciales de piedad o de renovación interior, pertenencia a asociaciones con un programa formativo orgánico, colaboración en servicios asistenciales en donde se madura la caridad, vida en comunidad con algunos vínculos (promesas, votos, puesta en común de los bienes, celibato o virginidad...). Podemos citar como ejemplos los focolarini, el movimiento Schónstatt, los grupos bíblicos o los de oración, los grupos familias, los grupos de vida evangélica ligados a las familias religiosas (las antiguas terceras órdenes y formas similares, hoy profundamente renovadas en sus motivaciones y en las modalidades de la institución). La comunidad en estos casos es de ordinario un ambiente de vida, motivada por un proyecto común en el que prevalecen algunas opciones particulares, pero sin ser vinculantes. Pertenecen también a este grupo algunas formas de experiencia colectiva como los grupos de scouts, los grupos de voluntarios, ciertas comunidades de base en comunión con la jerarquía.

3. Movimientos y grupos devocionales: en general estos grupos se reúnen en torno a un inspirador, una institución (por ejemplo, un santuario mariano, asociación de «devotos», cofradías diversas), o un misterio cristiano (por ejemplo, la eucaristía, la pasión, la Trinidad), para vivir uno de esos valores de forma acentuada, bien sea bajo la forma de oración y adoración, reparación o testimonio público, etc. Prevalecen sobre todos los demás grupos de inspiración mariana, que tienden a mantener vivo en las comunidades el misterio de la Virgen madre de Dios y de su maternidad respecto a la comunidad eclesial. El factor comunitario sólo desempeña aquí pocas veces un papel decisivo. Estas formas no se distancian mucho de las que se conocieron en el pasado.

4. Movimientos y grupos de apostolado: son en general grupos y movimientos que gravitan en el ámbito de las estructuras (parroquias, diócesis, iglesias locales) y asumen sus planes de evangelización, de vida y de diaconía, haciéndolos propios o dándoles matices especiales. Puede decirse en general que se apoyan en las estructuras existentes, aunque algunas veces llegan a adueñarse de ellas y a monopolizarlas en su propio uso. A veces tienen una dimensión más amplia que la iglesia particular y cubren entonces diversas capas étnicas y tradiciones religiosas, dan vida a iniciativas, formas de apostolado y tipos de presencia apostólica más complejos y cualificados. A veces es notable y prolongado el empeño de un itinerario formativo personal (e incluso comunitario). Puede suceder que se conviertan en una fuerza paralela, casi antagonista, con propios intereses apostólicos y con estructuras eclesiásticas ampliamente autónomas. Tal es el caso por ejemplo de Comunión y liberación, del Opus Dei, y de ciertas formas de animación cristiana como Rinascita cristiana, Juventud Aclista (ACLI: Azione cattolica lavatori italiani) y sobre todo la Acción Católica.

5. Movimientos y grupos socio-caritativos: se proponen la animación cristiana de situaciones de pobreza y de marginación; tienen como objetivo convertir a los pobres en sujetos «privilegiados» en la iglesia, devolviéndoles su dignidad humana y eclesial, defendiendo sus derechos en lo social. Se trata de un gran número de grupos y de movimientos que se mueven en el terreno asistencial, en los barrios marginados de la periferia metropolitana, en las barracas de las zonas que sufrieron terremotos, en las colonias de extranjeros inmigrantes y sin una categoría civil. A veces esa diaconía está asociada y arraigada en una experiencia comunitaria bastante intensa, hecha de convivencia, de oración, de comunión de bienes, incluso de «consagración» personal en lo secular. Pensemos por ejemplo en el Grupo Abel, en la Comunidad de San Egidio, la Comunidad de Capo d'Arco, las diversas comunidades terapéuticas, los núcleos comunitarios de Jean Vanier, llamados «el Arca».

6. Movimientos y grupos de compromiso cultural: apuntan hacia una profundización cualitativa de la fe y de la misma teología, a fin de buscar nuevos lenguajes (nuevas mediaciones simbólicas y lingüísticas) que contribuyan a encarnar la fe en la historia, especialmente en el ámbito de la investigación cultural. Su intención específica es la de encontrar lenguajes, categorías de juicio, esquemas, modelos culturales capaces de transmitir con fidelidad y con novedad los datos de la fe. Es uno de los sectores más dramáticamente débiles: la fe y la cultura, el evangelio y los modelos colectivos de referencia tienen dificultades para entenderse, con grave daño para la eficacia del anuncio. Con ello queda empobrecida la fuerza salvífica del mensaje cristiano. También aquí pueden citarse muchos nombres, por ejemplo la FUCI (Federazione universitaria cattolici italiani), el Movimiento eclesial de compromiso cultural, las asociaciones católicas de los diversos profesionales de la cultura, algunos centros editoriales que de hecho se han convertido en núcleos de la nueva mediación cultural (pensemos en Testimonianze, en el Centro dehoniano de Bolonia, o en Francia la comunidad dominicana de Arbresle o la comunidad de Taizé, con sus investigaciones teológicas y ecuménicas).

7. Grupos y comunidades del evangelismo monástico: queremos referirnos aquí a aquellos grupos o comunidades que —frente a las divisiones y los recursos a la utopía represiva o progresiva que se advierten en las iglesias— responden dando vida a una experiencia de iglesia muy «abierta», reasumiendo o revisando el ideal fraterno de la iglesia primitiva o del ideal cenobítico de la iglesia monástica prebenedictina. Pero con esto no intentan ni mucho menos ser una alternativa distinta o una ruptura tajante dentro de sus iglesias, sino más bien solamente un signo profético de una historia impregnada de Palabra, de fraternidad, de pobreza, de generosidad, de creatividad evangélica, de unidad entre las iglesias. Podría parecer que se trata de islotes de cristianismo puro y autosuficiente, pero se sienten vivamente solidarios de los proyectos más evangélicos que circulan en el corazón de los hombres, incluso no creyentes. Pensemos en Taizé, Pose, Grandchamp, Poustinia, Canaan (Darmstadt), en ciertas pequeñas comunidades...

 

Además de la variedad, los problemas comunes

La múltiple variedad de movimientos, grupos o comunidades nace ciertamente de una serie de factores sociológicos y de contingencias culturales. Sería necesario en cada caso señalar el back ground, el humus dentro del cual surgieron y encontraron resonancia; esto nos ayudaría a comprender muchas cosas sobre la expresión instantánea y sobre las temáticas dominantes, así como sobre sus dinamismos de autogestión. Pero como creyentes hemos de reconocer también que la variedad nace y vive sobre todo gracias a la presencia vital del Espíritu santo, que guía al pueblo del Señor y lo llama a una perenne fidelidad hacia arriba (sus raíces se encuentran en el mismo seno del Dios trinitario) y hacia adelante (la solidaridad con la historia y el camino del hombre).

Una de las razones al menos desde el punto de vista fenomenológico más frecuente del gran éxito de estas experiencias es la presencia de líderes, de personas de algún modo carismáticas y excepcionales, que tuvieron el coraje de abandonar las viejas fórmulas y las soluciones ya frágiles para inventar algo distinto, para emprender caminos desconocidos y mediaciones innovadoras. Dios los llamó a salir del campamento, a ensanchar las lonas de la carpa, a ir más allá de lo ya dado, de lo ya aprobado, para demostrar las nuevas posibilidades de la eterna juventud del evangelio. Casi en todos los grupos y movimientos se da esta experiencia inicial hacia lo desconocido; casi en todos los grupos y movimientos surge enseguida la figura del líder, su función de modelo y de inspiración, su capacidad de agregar y de hacer converger a otros muchos en torno a un proyecto evangélico o por lo menos eclesial. A veces el líder puede ser visto por el grupo de una manera equivocada: idolatrado, idealizado, absolutizado como si fuera el depositario de la verdad y el único modo de encarnar el proyecto común. Se trata de una deformación que puede tener lugar y que de hecho lo ha tenido en no pocas ocasiones del pasado, aunque en otros contextos; pensemos en los diversos fundadores de los institutos religiosos. En cierto sentido se debe incluso observar que estos fenómenos colectivos de grupo se parecen mucho a lo que ocurrió en el pasado precisamente con los institutos religiosos; también aquéllos fueron formas outsiders, incómodas para los esquemas ya hechos, fácilmente marginados o al menos no muy bien vistos por los que no estaban acostumbrados a pensar de forma distinta del statu quo ante. Y con el tiempo todo este fervor se fue apagando, estabilizando, institucionalizando. Una canalización que ha hecho posible la supervivencia de estos grupos en la iglesia, pero que en cierto modo no dejó de mortificar también la libertad profética y la inventiva carismática.

La sociología ha intentado en este siglo estudiar los procesos de su aparición, las leyes internas de su desarrollo, cuáles son finalmente las posibles soluciones para que desemboquen en el ámbito de las instituciones consolidadas. Bastaría citar los nombres y los estudios clásicos de Weber, de Tróltsch, de Lévi Strauss, de Wittgenstein. Ultimamente Francesco Alberoni ha intentado desarrollar una teoría general sobre la génesis, el desarrollo, la conclusión de estos fenómenos, llegando a una síntesis que parece interesante, especialmente en dos de sus libros: Statu nascenti (Mulino 1968) y Movimento e Istituzione (Mulino 21981), aunque esta teoría debería verificarse mejor en los hechos reales, estudiándolos según la dinámica de los momentos del statu nascenti, del grupo ideológico, del movimiento, de la institucionalización, o para decirlo con otras palabras, el momento de la ruptura con el sistema, la aparición de funciones, la constitución de las ideologías, la decantación de la experiencia y su fijación en símbolos, fases, normas, ritos, códigos verbales y códigos normativos intocables, y por tanto nuevamente «sacralizados», como ocurría por otra parte con los elementos iniciales que se oponían al principio.

Otro problema común a todos los fenómenos eclesiales de este género es la concreción de criterios de eclesialidad. Se trata de una cuestión que ha ido cobrando cada vez más importancia con el correr de los años. No se trata ciertamente de un problema «nuevo», ni mucho menos; a lo largo de los siglos la iglesia ha tenido que asumir con frecuencia ideas claras sobre las razones de su fisonomía, los signos y los procesos de su realización y automanifestación, los criterios de pertenencia o de exclusión, de fidelidad o de comunión entre los diversos creyentes, así como sobre las razones de alejamiento de los que tenían concepciones teóricas equivocadas o practicaban formas de vida aberrantes.

Hoy es muy viva la cuestión de la identidad eclesial, del quién es iglesia, de cómo y dónde se manifiesta y se hace visible la iglesia del Señor. Esto se debe a la multiplicación de los fenómenos colectivos de grupo que se autodefinen como «manifestación» de la iglesia y pretenden ser reconocidos oficialmente como cuerpo vivo de la iglesia, pero también a que se ha modificado ampliamente la misma concepción de iglesia, de sus relaciones con la historia y con el mundo. El rostro de la iglesia que ha aparecido en estos años es menos jurídico y menos jerárquico/institucional; es por el contrario más sacramental, más misionero, más carismático, más «popular». Se sabe que la iglesia no existe para sí, sino para que el mundo crea. La iglesia no puede limitarse a hablar una lengua diversa que sólo oyen y comprenden los creyentes, sino que ha de aprender continuamente y ha de hablar el lenguaje de los hombres y de su historia a fin de ser signo que produce sentido, con un impacto real en la historia de los contemporáneos, bien sea contradiciéndola con la lógica de la cruz, o bien salvándola con la liberación que brotó de la misma cruz.

Es una cuestión delicada ésta de la eclesiología de los grupos: ser «experiencias eclesiales» quiere decir ser expresión de la iglesia entendida y pensada como viviendo hoy (un hoy que se asoma anticipadamente al mañana) y no de la iglesia del siglo pasado o de la que quizás se realice dentro de cien años. Por tanto es muy importante saber y comprender de qué tipo de iglesia se trata y se quiere ser encarnación: ¿una iglesia que se ve ligada a Cristo, guiada por el Espíritu, pero en compañía de los hombres? ¿o bien una iglesia que se aparta de la sociedad, que vive en un ghetto, que se complace en sí misma de forma narcisista, indiferente a la suerte de la humanidad y hasta sospechando del «mundo»? La cuestión es muy seria y también muy discutida. La conferencia episcopal italiana la ha tratado recientemente en la «nota pastoral sobre los criterios de eclesialidad de los grupos, movimientos y asociaciones» (1981). En dicho texto la primera parte está dedicada a clarificar cuatro criterios significativos para poder reconocer la eclesialidad de estos fenómenos colectivos:

  1. la ortodoxia doctrinal, acompañada de la coherencia en los métodos y en los comportamientos; es decir, una fidelidad a la doctrina, traducida en la praxis, sin contradicción y sin «gnosticismos» vacíos;

  2. conformidad con las finalidades de la iglesia, tanto en su misión de anuncio, como en su celebración como comunidad de culto, y finalmente en sus formas de diaconía en la historia;

  3. la comunión con los pastores, el obispo y su presbiterio;

  4. el reconocimiento de la legitimidad de las otras formas asociativas y la disponibilidad para la mutua acogida y colaboración; en otras palabras, no puede decirse eclesial el que tenga sentimientos sectarios, exclusivistas, el que evite la colaboración y el diálogo con otras experiencias vitales.

Este tipo de criteriología corresponde sobre todo a la situación especial italiana de estos años. Creemos que son más teológicas y más completas las indicaciones que trazaron los obispos en el sínodo de 1977, en una de las proposiciones finales. He aquí el texto completo:

«Para que una comunidad sea y se manifieste como verdaderamente eclesial, debe tener estas características: clara conciencia de su propia vinculación con Cristo y con el Padre en el Espíritu (unus Deus); la palabra de Dios como punto de referencia para conocer el plan divino sobre los hombres (una fides); celebración de la fe, especialmente de los sacramentos (unum baptisma); oración comunitaria e individual alimentada por la palabra de Dios; fraternidad en la caridad; conciencia de la propia misión para con todo el mundo; reconocimiento de los propios límites y de la necesidad de completarse en la relación con los demás» 1.

Estas afirmaciones sinodales nos parecen que están muy cerca del esquema antiquísimo, ya clásico, que propuso Lucas en la descripción de las primeras comunidades cristianas. Se trata de las notas «eclesiales» que subraya el redactor de los Hechos en sus conocidos sumarios (Hech 2, 42-46; 4, 32-35; 5, 12-16), en donde se nos ofrece un perfil ideal de la comunidad de Jerusalén y en el fondo de todas las iglesias en las que florece la fe y en donde «crece» la Palabra por impulso del Espíritu. Todos sabemos que esta fisonomía está ampliamente idealizada, pero en el fondo quiere expresar también una pauta de lectura y de referencia para todos «los que vienen a la fe». Se trata, como se sabe, de la fidelidad a la Palabra, de la comunión fraterna y de los bienes, de la «fracción del pan de vida», del diálogo orante, del anuncio «con fuerza» de la resurrección del Señor, de la cordialidad y simpatía para con todos. Sobre este paradigma el episcopado español ha desarrollado interesantes líneas interpretativas de eclesialidad para las nuevas experiencias 2.

  1. G. Caprile, 11 sínodo dei vescovi 1977, Roma 1978, 583.

  2. Comisión episcopal para la doctrina de la fe, La comunión eclesial, PPC, Madrid 1978.

 

Es verdad que precisamente la multiplicidad de las experiencias es lo que impide reducir ad unum la variedad que nace de la vida o encerrar dentro de unos esquemas aprioristas lo que debería más bien ser una urgencia para liberarse de unos cómodos axiomas repetidos perezosamente. En el documento citado los obispos españoles afirman: «La identidad cristiana se encuentra en la medida en que nos esforzamos en trazar de manera personal y profunda el itinerario que recorrió Jesús, nuestro Señor. Identidad dice relación con la permanencia con que se actualizan las propiedades típicas de una realidad sin solución de continuidad en la sucesión del tiempo. Una vida cristiana identificada tiene que hacer siempre referencia a sus orígenes, tiene que orientar hacia las promesas futuras de las que vive en esperanza y tiene que arraigarse de modo realista en el hoy. Pues bien, un acceso al itinerario de Jesús y la comunión con su destino pasan por el Espíritu que el Señor nos envía de junto al Padre y también --inevitablemente a través de la comunidad que él ha creado y que tiene como fundamento a los apóstoles y a los profetas, y a Jesucristo mismo como piedra angular (Ef 2, 20)» 3.

  1. Ibid., 4.

 

Por otra parte en la actualidad los límites entre la pertenencia explícita, la indiferencia, la no pertenencia, la no identificación, la hostilidad, se han hecho bastante problemáticos. No pocos se sienten lealmente cristianos, sin que por eso se sientan inclinados a compartir o a identificarse con el modo concreto con que se presenta y se autogestiona la comunidad de «bautizados/practicantes». Iglesia latente, iglesia marginal, cristianismo anónimo, cristianos sin iglesia, religión sin iglesia, identificación parcial, distancia afectiva: todas estas expresiones circulan por todas partes para expresar los contornos demasiado fluidos de una progresiva pérdida de autoridad de las estructuras visibles de la iglesia, aunque permanece una cierta adhesión interna a algunos valores evangélicos y el intento de traducirlos en la vida. El fenómeno cada vez más dilatado de los «creyentes sin iglesia» (en América se cuentan más de ochenta millones) debe convencernos de que es preciso superar las acostumbradas categorías valorativas a base de la sociometría (signos que pueden destacarse en las estadísticas: frecuencia de asistencia a ritos, relación de dependencia de los pastores, respeto a las «estructuras» sagradas, etcétera), para pasar a tener también en cuenta otros elementos, como el sentido de la justicia, la lucha por la libertad y la paz, la promoción de las clases marginadas, la búsqueda sincera de una nueva calidad de vida, un gesto especial por la palabra de Dios (aunque sin relación con la comunidad total), etcétera. Todo este conjunto de valores que siguen persistiendo —y que tienen su importancia también en los movimientos colectivos— tienen que ser mejor conocidos e integrados en una eclesiología que quiera salirse del surco, de seguir «contando las ovejas», para ir por los caminos del mundo y recoger a los que no tienen dignidad ni están catalogados, para compartir sus aspiraciones y sus valores.

¿Qué aportación eclesial puede dar la experiencia de los movimientos comunitarios?

La situación de hecho es muy fluida y cambia con enorme rapidez la sensibilidad religiosa de las masas y la modalidad de respuestas de los creyentes a la historia contemporánea. Pero los diversos fenómenos de sensibilización religiosa, aunque sea dentro de los límites del revival, de la irracionalidad o de lo sagrado salvaje, tienen que interpelar a la iglesia y especialmente a sus responsables. Es el deseo de ser al propio tiempo uno mismo y vivir para los otros, el afán de liberarse y de realizarse junto con todos los que no logran salir adelante para vivir en un mundo que ha perdido el sentido de lo gratuito, de lo festivo, del silencio, del estupor, de la diaconía carismática, de la profecía audaz, de la interioridad. Todo esto es patrimonio de siempre de la iglesia, todo esto es precioso en un mundo dominado por la eficiencia y por la soledad de la masa.

Señalamos unos cuantos sectores eclesiales en donde estos impulsos pueden ofrecer la aportación de su experiencia.

a) En la iglesia local pueden dar el testimonio vivo y ejemplar de la verdad fundamental de la comunidad del Señor: que un grupo puede decirse de Cristo, «ecclesia» suya, si lo que lo convoca, lo que lo pone en movimiento, lo que lo llama continuamente al camino es la Palabra, «semilla no corruptible, sino inmortal» (1 Pe 1, 22) con la que existe una relación vital, directa, colectivamente fecunda. En la iglesia hay una primacía de la Palabra, de la que habló el concilio en repetidas ocasiones, pero que corremos el riesgo de olvidar. Una palabra amada, buscada como presencia de Dios, misteriosa y eficaz, Palabra que hay que celebrar y vivir, adorar y hacer crecer continuamente de nuevo en su sentido profundo con una asidua «atención religiosa». En nuestras comunidades eclesiales parroquias y diócesis— los planos pastorales, nuestras catequesis, nuestra misma pasión por el hombre tienen que impregnarse más aún de Palabra, tienen que ser más epifanía de la Palabra de vida que proyectos humanos. Los grupos, los movimientos, las asociaciones, —unos más y otros menos han colocado de nuevo en su lugar central y familiar el hecho de ser iglesia por estar «reunidos debido a la Palabra». Como dicen los Hechos al hablar de la multiplicación de los cristianos, «la Palabra crecía y se difundía». No son las motivaciones devocionales, exteriores, sociológicas, sino la invitación de la Palabra lo que ha de convocar juntos a los creyentes, por medio de la fe que ella misma solicita y promueve. Es verdad que la Palabra, para poder entenderse, no puede ser acogida como si fuese un absoluto caído del cielo en vertical. Hay que hacerse guiar por la luz que ofrece el magisterio, por la luz que viene de los estudios de los teólogos y exegetas, y también por la luz que viene de abajo, de las preguntas, de los problemas de los hombres. «La Palabra vino en la carne» (Jn 1, 14); nunca podrá entenderse si la apartamos de la historia.

b) La comunión «eclesial» que se experimenta no puede quedar separada de la misión de la iglesia. «La misión y la comunión se apelan mutuamente. Entre ellas se da una relación íntima, ya que son dimensiones esenciales y constitutivas del único misterio de la iglesia... Tan sólo una iglesia que viva y celebre en sí misma el misterio de la comunión, traduciéndolo en realidad vital cada vez más orgánica y articulada, podrá ser sujeto de una evangelización eficaz. La unidad de los cristianos, atestiguada en la participación de los bienes de la salvación y en la vida fraternal comunitaria, es signo que hace creíble el mensaje evangélico» 4. Así lo han afirmado los obispos italianos, al presentar su nuevo plan pastoral.

4. Conferenza episcopale italiana, Comunione e comunitá, Roma 1981, n. 3.

Es ciertamente necesario vivir el misterio de comunión (que es la realidad más verdadera de la naturaleza de la iglesia) en términos de comunidad concreta, de agregación estable de personas, de organismo y formas humanas más o menos maduras. Pero las formas históricas, por muy auténticas que sean, por muy «reconocidas» y quizás incluso «recomendadas» que estén por la jerarquía, no cesan nunca de estar necesitadas de purificación volviendo a sus fuentes, ni cede nunca la exigencia de confrontarse con el misterio de comunión del que son una traducción y un signo, una manifestación expresiva y un sueño nostálgico. Volver a la raíz de la comunión, al misterio, e intentar siempre de nuevo su encarnación y su manifestación en correspondencia con el cambio de las culturas y de las sensibilidades incluso religiosas, a fin de conseguir una comunión fraterna cada vez más «significativa» que profetice el proyecto de Dios: tal es el problema que nunca se acaba de resolver. Toda la iglesia se siente comprometida en ese proyecto y ese es el camino hacia el que la ha impulsado el concilio.

Pues bien, los movimientos y los grupos, con su búsqueda característica de formas «convincentes» de comunión y de afán por compartir, de corresponsabilidad y de diaconía, son laboratorios privilegiados de esta implantatio de la koinonía en el corazón de las iglesias locales y en los contextos humanos más reales. Laboratorios y profecía del plan secreto de Dios: conducir a los hombres hacia la unidad, hacer de todos los pueblos una sola familia en la paz y en la libertad. Los núcleos de condensación que son las experiencias de comunidades estables dentro de los movimientos tienen que ser no ya ghettos todavía más exclusivistas para unos «supermanes», sino profecía y don para la comunidad más amplia; esto es una prueba de que el espíritu de las bienaventuranzas conduce a nuevas relaciones entre las personas, a una nueva e intensa comunión recíproca, a una nueva capacidad de escuchar a Dios y de servir al mismo tiempo a los hombres, de celebrar la memoria de la pascua y de emprender el camino de la concordia y de la unidad dejándose sellar hasta lo más profundo del ser por la pertenencia a Dios y a su amor fecundo y misterioso.

c) Señalaría un tercer espacio en la función activa que se les concede a los laicos. El concilio ha dicho que «también los laicos tienen sus funciones propias en la edificación de la iglesia» (AA 25) y ha cambiado la legislación anterior al afirmar que «los laicos tienen derecho a crear asociaciones y a guiar y dar su propio nombre a las ya existentes» (AA 19). Este derecho es reconocido como consecuencia de la dignidad que confiere el bautismo y la confirmación (LG 33). Esto resulta sumamente significativo: se llega no tanto a conceder un espacio también a los laicos, sino más bien a reconocer y valorar el espacio que les corresponde por su dignidad bautismal. Es decir, como cristianos tienen naturalmente derecho a un espacio, a una libertad que los haga capaces de construir iglesia, aunque en comunión con los demás, especialmente con la jerarquía (AA 19). De hecho en el posconcilio estos movimientos y grupos han sido promovidos sobre todo por los laicos: laicos ordinariamente sus líderes, estatuto laical el que rige en su interior, lenguaje y simbolismo laical; en otras palabras, el camino común y la comunión no considera preeminente la diferencia de los ministerios, más que para aquello que es indispensable. De este modo, fuera de la función propia y típica en la eucaristía y en otros servicios reservados al sacerdote por la legislación, el cura y el religioso no son distintos en nada de los demás: el mismo camino, los mismos compromisos, la misma verificación de los carismas, las mismas funciones. Y esto no por una marginación preconcebida de la clase clerical, sino por respeto a los carismas de todos y a la corresponsabilidad de todos en la edificación de la comunidad.

Se ha ampliado entonces la responsabilidad, se ha visto nacer y crecer un liderazgo laical bien capacitado, más renovador, menos ligado a los esquemas del «personaje», quizás también menos manipuladle por parte del sistema institucional. Esta libertad y dignidad de los laicos no puede verse como una repetición del régimen «clerical» anterior, ni puede tampoco reducirse a las formas de viejo cuño, calcadas de algún modo sobre el modelo jerárquico. Hay que dejar que los laicos sean laicos, no «clérigos en miniatura». Y también espreciso que el liderazgo de los laicos deje espacio efectivo al recambio de las experiencias, a mediaciones nuevas, a búsquedas nuevas sobre la base de nuevos carismas; de lo contrario tendríamos un nuevo tipo de clericalismo y un autoritarismo resucitado. Algunos líderes parece ser que se portan como dueños absolutos, llegando a manipular las conciencias, a sofocar los carismas y la libertad de los demás, incluso los de los sacerdotes y religiosos. Se trata de un neoclericalismo, peor y más deletereo que el que tanto se lamentaba en el pasado.

d) Hablemos un poco más de estos carismas. De hecho ha sido gracias a los movimientos y a los grupos, a todas estas agregaciones eclesiales nuevas y más libres, como se han visto surgir y madurar ciertas capacidades, servicios, ministerios y competencias que antes se valoraban muy poco o que el clero absorbía como si se tratara de un monopolio. Catequistas itinerantes, responsables de comunidades, testigos de la primacía de Dios, orantes y cantores de salmos, profetas y consoladores, doctores de la fe e intérpretes de los dones divinos, han sido recientemente una abundante floración. Se trata de una extraordinaria ministerialidad laical, que en parte ha revalorizado formas ministeriales y carismáticas de la tradición primitiva y en parte responde creativamente a las nuevas exigencias de la comunidad cristiana de hoy.

Los carismas se tienen que interpretar en dos perspectivas: son dados como un impulso a la construcción de la fraternidad, para que el cuerpo común esté en disposición de edificarse para Cristo. Este era ya el problema con que se encontró Pablo ante el carismatismo de los corintios. Además, los carismas que florecen han hecho más evidente la exigencia de aclarar debidamente las diversas funciones y tareas en el servicio a la comunidad. Dicen los obispos italianos: «Los carismas laicales se distribuyen en una infinita variedad de gracias y de tareas al servicio del hombre en la familia, en el trabajo, en la sociedad, con el anuncio de la fe y con la asunción de responsabilidades eclesiales y civiles» 5.

5. Ibid., n. 48.

 

Los laicos han revivido, redescubierto su dignidad carismática, su capacidad peculiar que les ha dado el Espíritu— de construir la iglesia junto con los demás, de participar en la diaconía, en la celebración del misterio, en el anuncio de la Palabra, en la preparación de los caminos del Señor que vendrá a completar el camino de la iglesia entre los hombres.

En un momento de inflación de la experiencia carismática será sin embargo oportuno recordar a todos que cualquier interpretación de los carismas en clave individualista, o la inclinación a la complacencia en sí mismo, está fuera de la perspectiva bíblica y por tanto eclesiológica. Así como sería una herida inflingida a la comunidad apagar o marginar los dones que el Espíritu difunde entre los creyentes, de cualquier orden y grado que sean (LG 12). «Nadie puede ignorar que la variedad de los dones indica implícitamente su complementariedad. Tomando cada uno conciencia de sus limitaciones, pero consciente también del don recibido, tiene que abrirse a la integración que hace completo en sus diversas manifestaciones al cuerpo del Señor, es decir, a la iglesia. Y esto encuentra su aplicación válida no sólo cuando se trata de personas, sino también cuando se trata de grupos, de movimientos y de asociaciones. Cada uno tiene que reconocerse deudor de los demás, como realidad de una misma y única iglesia» 6.

6. Ibid., n. 65.

e) Una última observación sobre la fe y la praxis histórica. Quieran o no quieran, los diversos grupos y movimientos tienen su propio significado social así como un peso en la evolución de la convivencia civil. Los que se distancian de la realidad concreta pensando en una reforma interior que desconfia del mundo (Weber hablaría de «misticismo intramundano»), en el mundo están haciendo también a su manera una praxis política, bien porque la indiferencia y la huida son siempre un modo de hacer política (precisamente la de statu quo) o bien porque a menudo esas personas no son más que víctimas idiotas de los que siembran el miedo y la hostilidad frente a todo cambio social. Es una equivocación considerar «accesorio» y facultativo para el cristiano el comprometerse en actividades de promoción humana y social: el camino del hombre —como ha dicho muy bien Juan Pablo II— es garantía de autenticidad para los que creen y siguen a Jesucristo. Es verdad que con ello no pretendemos firmar a pies juntillas la postura de los que hacen del compromiso social la única cosa que actualmente vale la pena hacer, incluso para los creyentes. La iglesia es mucho más que una agencia de asistencia y de promoción humana y social; es una comunidad de fe ante todo, una fe que se vive en la historia y que debe saber responder de forma liberadora a los interrogantes profundos del hombre contemporáneo. Con la luz que viene de la revelación.

Entre estos dos extremos oscilan las iglesias y las comunidades. Les corresponde precisamente a estos movimientos y grupos, gracias a la experiencia que han ido madurando durante años, llamar a las iglesias locales a responsabilidades más amplias que las del propio narcisismo o las de una gestión miope, lejos de las angustias y de los dramas del hombre de hoy. Pero al mismo tiempo tendrán que remachar la idea de que hay que concentrarse sin equívocos en la única riqueza que verdaderamente habría que poseer y que es la única cosa necesaria: la memoria subversiva de Jesucristo crucificado y resucitado, hijo del Padre y dador con él del Espíritu, y finalmente nuestro juez futuro.

Estos grupos y movimientos tienen que ayudar a la iglesia entera a evitar el aislamiento y el encogimiento dentro de una sociedad bloqueada, para que no se refugie en el intimismo, para que no se complazca en el triunfalismo temporal o se mundanice en proyectos puramente seculares.

¡Ay de nosotros y de la iglesia si siguiéramos a todos esos que se desinteresan de la historia y se refugian en lo privado! Esta subiendo una larga ola de huida de la profecía y del compromiso profético debido a las desilusiones colectivas, a la caída de los mitos, al desgaste de la convivencia y de la moral. Un presente lleno de fracasos parece autorizar a perder las esperanzas en el futuro. Pero aquí es precisamente donde se pone en evidencia un reto para los creyentes: el de «meterse en el barro», el de vivir las ambigüedades, las tensiones, los conflictos, el sinsentido que ahogan a todos. Llevar con todos y para el bien de todos el esfuerzo por regenerar esta historia nuestra, de impregnarla de justicia y de paz, de libertad y de esperanza.

«Es un campo inmenso de estudio, de maduración, de conversión, el que se abre a nuestros ojos. Palabras como institución, deber, responsabilidad, socialidad, asistencia, o como mujer, hijo, alumno, minusválido, o como pueblo, nación, arte, se destacan sobre la babel de los lenguajes para ofrecernos nuevos caminos de hacer cultura y de hacerla como cristianos» (Monticone).

Los monjes de las cosas, ha llamado el sociólogo De Rita a los cristianos que saben dar forma y sentido a lo cotidiano, sentido, forma y densidad en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Los grupos y los movimientos, las asociaciones y las comunidades han ayudado a la iglesia a emprender otra vez el camino del encuentro nuevo con Cristo que vive en la iglesia y al mismo tiempo el camino de la presencia al hombre contemporáneo. Para una nueva plenitud de vida, para una nueva etapa en la fe, para una nueva profecía: una página evangélica de solidaridad escrita con nuestras manos, escrita juntamente por hombres y mujeres. Por ello el movimiento comunitario es mucho más que un síntoma de que se están descomponiendo los mundos viejos y están naciendo mundos nuevos. Es un don de Dios a una iglesia que, pensándose de nuevo a sí misma en términos de comunión, traduce ahora en la vida esta misteriosa estructura suya, y la convierte en don para los hombres divididos y asustados, y por eso mismo necesitados y nostálgicos de esos vínculos y esos encuentros que son los únicos que pueden darles plenitud.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

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