Experiencia espiritual biblica:
 nuevo testamento

 

Prosper Grech

 

Para compendiar adecuadamente la espiritualidad del nuevo testamento en un artículo hay que definir muy estrictamente los límites tanto metodológicos como de contenido. El término «espiritualidad» resulta un tanto vago y podría comprender toda la teología neotestamentaria. Aquí lo comprendemos como las indicaciones que nos ofrece el nuevo testamento para la respuesta total del creyente, vivificado por el Espíritu santo, a la revelación de Dios en Jesucristo. Esta definición excluye al menos parcialmente la parte kerigmática de los escritos neotestamentarios, que pertenecería a la teología del nuevo testamento, es decir, a aquella parte que ilustra la obra de Dios y de Cristo en sí misma. Más difícil es la distinción entre teología moral y teología espiritual, ya que muchos autores las identifican por completo. A nosotros sin embargo nos parece que, mientras que la teología moral se preocupa de toda la escala de la respuesta humana al kerigma cristiano, distinguiendo entre el bien y el mal en los grados inferiores, la teología espiritual se preocupa más específicamente de los grados superiores de la escala de disponibilidad a la obra de Dios, a fin de que la respuesta sea total. La espiritualidad cristiana incluiría la negación de sí mismo que se describe mejor con el término de ascética y que se encuentra también en otras religiones especialmente orientales; e incluiría además una cierta espiritualidad genérica que se. encuentra en muchas filosofías. Lo específico de la espiritualidad neotestamentaria es la respuesta a una revelación de Dios, no en general, como podría ser la respuesta del hombre piadoso en el antiguo testamento, sino a la revelación de Dios en Jesucristo mediante el don del Espíritu: la respuesta al don total de Dios.

Los problemas metodológicos en el estudio de la espiritualidad neotestamentaria son los mismos que se encuentran en la exposición de la moral. Últimamente han aparecido muchas obras que tratan esta materia, de las que ha hecho una óptima recensión G. Segalla en nuestro volumen de metodología. Se trata de decidir entre la opción de un método histórico o de un método hermenéutico, entre una división temática o un estudio de modelos. Por fortuna estas opciones no se excluyen mutuamente. Toda teología se basa en una exégesis literal de la Escritura, que necesariamente implica un estudio histórico-crítico de los autores en su Sitz im Leben. Pero el estudio histórico crítico no exige un distanciamiento fenomenológico como si se estudiase la espiritualidad musulmana. Para el creyente el nuevo testamento tiene un valor normativo y vincula la respuesta del creyente en cada siglo; de ahí la necesidad de la perspectiva hermenéutica. Aunque en este artículo nos limitamos a estos dos aspectos, no hay que olvidar que la aplicación de la espiritualidad neotestamentaria a la vida de hoy no puede prescindir de dos mil años de interpretación cristiana y católica que canalizan la hermenéutica en una determinada dirección.

Expondremos nuestra materia según las diversas modalidades de la respuesta humana a la revelación de Dios en Jesucristo, a saber: 1) en relación con nuestro ser existencial, producto de nuestro pasado; 2) en relación con el mensaje del reino de Dios proclamado por Jesús de Nazaret; 3) en relación con el hecho salvífico de la resurrección de Cristo; 4) en relación con la obra del Espíritu en la comunidad de los creyentes; 5) en relación con la historia y con el mundo; 6) en relación con el conocimiento del Padre de nuestro señor Jesucristo.

Esta exposición no coincide exactamente con una división por autores, como es lógico, aunque cada tema encuentra su tratamiento particular en uno o en un grupo de autores del nuevo testamento, en el orden lógico correspondiente: sinópticos, Pablo y Santiago, pastorales, Efesios y Hechos, Apocalipsis y Juan. En cada sección la respuesta cristiana se pondrá en relación con los modelos de fe, esperanza y amor. Creemos que la lógica de la concatenación aparecerá mejor en el desarrollo de los temas. Se comprende que en un artículo está fuera de discusión un desarrollo detallado y comprensivo; aquí no podemos hacer más que subrayar unas cuantas ideas fundamentales que puedan servir de clave de lectura espiritual del nuevo testamento.

1. El pasado en el presente

Si tuviéramos que compendiar el mensaje esencial de toda la Biblia en un solo párrafo diríamos que el hombre no puede salvarse por sí solo, sino que necesita la intervención de Dios. A pesar de algunos pasajes que cantan un himno a la grandeza ideal del hombre, como Gén 2 y el salmo 8, la Escritura pone más bien el acento en su debilidad y su pecaminosidad. También el nuevo testamento, especialmente Pablo y Juan, poniendo en contraste la imagen de Cristo con el hombre existencial, lo que hace es revelar al hombre a sí mismo, ya que no puede valerse del don de Dios si antes no se reconoce indigente. De aquí nacen las aporías entre lo que nos gustaría creer de nosotros mismos y lo que Dios piensa de nosotros.

La primera característica de la autosuficiencia es la de no reconocer la necesidad de la iluminación. El hombre se encuentra en las tinieblas, con ojos enfermos (Lc 1, 79; 11, 34; Jn 1, 5; 12, 35.46), pero se empeña en decir que ve bien: «He venido a este mundo para un juicio: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos... si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: "vemos", vuestro pecado permanece» (Jn 9, 39-41).

Otra ilusión es la de la libertad, siendo así que somos esclavos: «Todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34). «Cuando erais esclavos del pecado, erais libres respecto de la justicia» (Rom 6, 20). El «pecado» personificado en este lugar es la argolla que atenaza a la humanidad que, como Adán, dejó de buscar la vida en la fuente del único Dios vivo para ponerse a excavar cisternas hendidas en el circuito cerrado de lo creado. Esta humanidad, presa entre el orgullo de la autosuficiencia y la consiguiente debilidad e incapacidad de sacudir el yugo es descrita con el nombre de «carne», que se opone al «Espíritu», el poder vivificante de Dios. Lo que nace de la carne es carne (Jn 3, 6) y la carne no puede ser fuente de obras buenas sino sólo de obras carnales (Gál 5, 16-19) que conducen a la muerte (Rom 8, 13). La «muerte» no es solamente la muerte física. Esta es la consecuencia de la falta de unión vital con Dios y conduce a la muerte escatológica, a todo lo que es negativo y destructor en la existencia cósmica y humana (Rom 5, 12-21; 6, 23; 1 Cor 15, 21-26).

El orgullo del que se declara libre de toda sumisión a Dios (Lc 1, 51) se encuentra en otra forma de esclavitud, la del «mundo», la suma de todos los prejuicios, errores, costumbres y debilidades de una sociedad que, con toda su presunta sabiduría, no ha conocido a Dios (1 Cor 1, 21). Especialmente en la literatura juánica el «mundo» es el gran enemigo de Dios (Jn 1, 10; 7, 7; 14, 17.27.30; 1 Jn 2, 15-17). El «príncipe de este mundo» es el demonio porque es el padre de la mentira (Jn 8, 44; 12, 31; 14, 30; 16, 11) y causa de la muerte, del pecado y de todo lo que se deriva de ello (Heb 2, 14; Lc 13, 16; 1 Cor 5, 5; 1 Jn 3, 8-10).

Las consecuencias de semejante estado de esclavitud sobre la psique del hombre son paradójicas. Mientras que la declaración de independencia de Dios pretende posibilidades infinitas, el hecho es que el no creyente es un hombre sin esperanza (1 Tes 4, 12; Ef 2, 12). Además, el que quiere tomar el futuro en sus propias manos queda sofocado por su afán, afán no sólo ante las necesidades materiales sino ante la propia realización existencial (Mt 6, 25-34; Flp 4, 6; 1 Pe 5, 7). También las enfermedades son producto de alejamiento de Dios en la visión bíblica (Mt 8, 17 =Is 53, 4; 1 Cor 11, 30 y Jn 9, 1 s). Los modernos, con los recientes estudios sobre las interacciones psicofísicas en la mente, podemos comprender mejor este punto de vista en el sentido de que el hombre que pierde su equilibrio interior tiene también repercusiones en su cuerpo, incluso en individuos que «no pecaron con una trasgresión semejante a la de Adán» (Rom 5, 14), pero que heredan la «muerte» de una humanidad que se ha apartado de la fuente de la vida. También los desastres físicos son interpretados por la apocalíptica como signo del desequilibrio cósmico que existe en el mundo rebelde.

Más paradójico todavía es el estado de esclavitud del hombre bajo la ley de Dios. Según san Pablo, la ley mosaica es una cosa buena; pero indica un ideal deseable que, sin embargo, no es posible alcanzar sólo con las fuerzas humanas. Esa ley se nos ha dado para mantenernos en la humildad y hacernos reconocer como necesitados de ayuda (Rom 4, 15; 7, 1-25; Gál 3, 10-13). Pero la soberbia humana la transforma en un instrumento de autoglorificación (Rom 3, 27; 1 Cor 1, 29) que destruye la esencia misma de la religión revelada. En vez de hacer del culto y de la obediencia la expresión de la gratuidad del hombre a un Dios del que se origina todo don, pretende hacer un favor a Dios al observar la ley, casi haciéndolo deudor suyo (Lc 18, 10-14). Además, la repugnancia a sentirnos culpables produce esa casuística raquítica que se olvida de lo esencial para caer en la hipocresía (Mt 23, 13-29). Por algo Pablo equipara el estado del fariseo al del hombre pagano (Rom 2, 17 ss.). La ley, por consiguiente, que debería haber suscitado en nosotros el deseo de redención e indicarnos a Cristo, se convierte en instrumento de autodefensa y de autoafirmación hasta producir «ira» (Rom 4, 15).

Esta «ira de Dios» cae igualmente sobre el orgullo intelectual del hombre que se jacta de saberlo todo, pero no descubre al verdadero Dios, contentándose con divinidades creadas para el propio consumo (1 Cor 1, 21 ss.). Por esta razón precisamente Dios lo abandona a sus propios recursos y en mano de los vicios más vergonzosos, efectos de su ceguera total (Rom 1, 18 ss.). La conclusión de todo ello es que el hombre (toda la humanidad: «judío y griego») es enemigo de Dios (Rom 5, 10; Col 1, 21) y por naturaleza merecedor de la ira divina (Ef 2, 3).

El humilde reconocimiento de este estado existencial es el arrepentimiento; el deseo de liberación y el reconocimiento de la iniciativa salvífica de Dios es fe. Eso es lo que significa: «El tiempo se ha cumplido y está cerca el reino de Dios; convertíos y creed el evangelio» (Mc 1, 15).

2. El mensaje del Reino

La quintaesencia de la predicación de Jesús es la llegada del reino de Dios. Sobre el significado de este anuncio se basa la respuesta del discípulo que caracteriza a la espiritualidad evangélica. Jesús proclama la decisión de Dios de realizar definitivamente lo que había prometido hacía tiempo, de « tomar las cosas en su mano» y hacer culminar la historia de la salvación en el acontecimiento de Cristo. La palabra « pecado» es una palabra clave en la predicación de Jesús (Mt 6, 12-15; 9, 2-6; 18, 21-35; 26, 28) y no sería equivocado llamar al Reino el gran ofrecimiento del perdón de Dios. El sacramento de este perdón es Jesús mismo en quien el Padre ha derramado todo su amor (Mc 1, 11; 9, 7; 12, 6). Por consiguiente, el momento del gran perdón y la revelación del amor de Dios están indisolublemente ligados a la persona y a la misión de Jesús. A diferencia de Juan el bautista, Jesús no es sólo el anunciador del Reino, ya que la realeza de Dios empieza a actualizarse efectivamente no sólo a través de las palabras de Cristo, sino también a través de sus obras, especialmente a través de su muerte y su resurrección.

La conversión que exige la proclamación de Mc 1, 15 no es únicamente un cambio en la conducta de vida, sino que ha de comprenderse en relación muy estrecha con la frase siguiente: «creed el evangelio», que es la respuesta nueva al anuncio nuevo de que la historia de la salvación ha alcanzado su cima en la decisión de Dios de enviar a su Hijo para inaugurar el Reino. Por tanto, se trata de una conversión ante todo escatológica, que tiene consecuencias morales. Es una nueva manera de pensar y de comportarse (meta-noia) que procede del nuevo auto-conocimiento del hombre reflejado en esta última auto-revelación de Dios en Jesucristo. La gracia que se revela en la gratuidad del ofrecimiento de perdón requiere el reconocimiento agradecido, junto con una adecuación de la acción humana correlativa, no ya al do ut des farisaico, sino a la gratuidad misma del amor que da porque ha recibido.

Esta confrontación con el anuncio del Reino exige una respuesta inmediata, una decisión existencial que arriesga el todo por el todo, que vende todo cuanto tiene para comprar la perla o el tesoro escondido (Mt 13, 35 ss), que no espera ni siquiera para sepultar al propio padre (Lc 9, 59 s), que actúa con astucia lo mismo que un administrador poco fiel cogido in fraganti (Lc 16, 1-8). Todas las «parábolas de crisis» subrayan la urgencia de esta respuesta, que no debe ser sin embargo fruto de un entusiasmo pasajero que se va disipando poco a poco en el viento. Hay que hacer las cuentas debidamente con lo que se nos exige, lo mismo que el que ha de construir una torre o emprender una guerra (Lc 14, 28-32), pues de lo contrario la palabra no hará más que echar raíces por poco tiempo porque se secan enseguida (Mc 4, 2-9). En otras palabras, la respuesta exige violencia sobre sí mismo (Mc 11, 12 s). Ni los vínculos de parentesco (Lc 14, 26) ni algo tan apreciado como puede ser nuestro propio ojo (Mt 18, 9) han de prevalecer sobre la prontitud de nuestra respuesta.

¿Cuál es el contenido ético de esta respuesta? Es lógico que el primer mandamiento predicado por Jesús sea el de amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno mismo (Mc 12, 30). Se dice muchas veces que la originalidad de Jesús consistió en transformar el temor de Dios del antiguo testamento en amor, añadiéndole el precepto de amar al prójimo. La falsedad de esta premisa aparece en el hecho de que Jesús cita a Dt 6, 5 para hacer suyo este precepto y que apela continuamente a los profetas para subrayar la necesidad de un amor misericordioso con el prójimo. Al mismo tiempo Jesús habla del juicio de Dios y de sus castigos con un lenguaje no menos amenazador que el de los profetas (Mt 5, 22.29; 10, 28; 18, 9; 23, 33). La novedad y la esencia de la respuesta del creyente al anuncio del Reino consiste en tomar como modelo en nuestras relaciones con el prójimo la misma gratuidad y el mismo amor que se revelan en la predicación del gran perdón como cumbre de la historia de la salvación. De aquí se sigue que el concepto de «prójimo» se extiende al extranjero (Lc 10, 25-37), al enemigo y al perseguidor (Mt 5, 43-48), a los marginados (Lc 14, 12-14) y a los pecadores (Lc 17, 3 s); y todo ello para ser como nuestro Padre celestial que hace llover sobre los justos y los injustos (Mt 5, 48). El perdón gratuito que recibe todo el que cree en el Reino tiene que ser comunicado con la misma gratuidad a los que son deudores (Mt 18, 23-34). Más tarde, la medida de la retribución divina será precisamente la misma generosidad o avaricia con que hayamos tratado a los demás (Mt 5, 7.9.42; 7, 2-12; 6, 45; 6, 37; 25, 31-46).

El valor del Reino es el de lo único absolutamente necesario (Lc 10, 42) en relación con el cual el creyente recibe su existencia auténtica (Mc 8, 35 s). Con esa medida debe revalorar todo lo que consideraba más precioso en esta vida (Mc 10, 28-30). Y hace esto no sólo por un sentimiento de justicia social, sino más bien por la justicia escatológica inaugurada en la proclamación del Reino, tal como demuestra la parábola de Lázaro y el rico epulón (Lc 16, 19-31) y como proclaman las bienaventuranzas (Lc 6, 20-26). Dios y la riqueza son dos valores irreconciliables; el creyente tiene que decidir por el uno o por la otra. Además del hecho de que la riqueza es calificada a menudo como «inicua», es decir, fruto de injusticia (Lc 16, 9-12), aparta el corazón de Dios poniendo la finalidad de la existencia enteramente en este mundo (Mt 6, 19-21). El deseo de proveer con las propias fuerzas a la seguridad de nuestro futuro crea un sentimiento de autosuficiencia enemigo de la fe con la que hay que acoger el Reino (Lc 12, 16-20; 22, 31; Mt 6, 34); es la negación de nuestra contingencia en este mundo (Mt 6, 27). Es además fuente de egoísmo, incompatible con el amor del prójimo que tiene como modelo la generosidad de Dios (Lc 16, 912; Mt 10, 8). Por tanto, es dificilísimo que un rico entre en el reino de los cielos; la venta de lo superfluo para compartir lo que se saque de ello con los pobres se convierte en uno de los signos de la entrada en el Reino (Mc 10, 17-22).

El hecho de que el hombre se sienta mendigo frente al Reino y que en consecuencia tenga que compartir sus bienes con los demás que lo necesiten no afecta sólo al valor de sus bienes materiales, sino también al de aquellos de los que él se siente más orgulloso: los de su ser espiritual. Esta consideración fundamental emana de la controversia continua de Jesús con los fariseos. El fariseísmo, tal como aparece en los evangelios, pone un triple obstáculo a la recepción del don del Reino: su casuística ignora el verdadero espíritu de la ley de Dios (Mt 23, 16-19); es ocasión de hipocresía y de vanagloria (Mt 6, 1-6; Lc 16, 15); pero sobre todo pervierte la misma naturaleza de la religión revelada al intentar hacer de Dios un deudor nuestro, sumando los servicios que le hacemos más que demostrando la gratuidad de fe que le debemos por lo que él nos concede gratuitamente, como demuestra la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 10-14). El verdadero espíritu consiste en constatar, aunque nos sintamos satisfechos de nuestro bien, que «somos siervos inútiles, habiendo hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 7-10). La actitud farisaica ciega (Lc 6, 39) y mantiene a los más débiles lejos de Dios (Lc 11, 46). El fariseísmo no es solamente un fenómeno histórico de un determinado tiempo de la religión judía, sino también una actitud insidiosa que acecha a cualquier ética en cualquier tiempo, cuando no se está convencido de que todo lo que somos y lo que hacemos de bueno es un don de Dios (1 Cor 4, 7).

El reproche de Jesús a los fariseos no significa que tuviera una actitud negativa para con la ley en cuanto revelación de Dios. Más aún, él vino para cumplirla (pleroun en el sentido de cumplir y de perfeccionar: Mt 5, 17). El aspecto profético de la ley se cumple con el acto salvífico de Dios en Jesucristo. Las prescripciones culturales, que ocupaban una parte tan substancial en la torá resultan inútiles, o bien conservan su significado solamente alegórico, ya que el templo pasa a ser el cuerpo resucitado de Cristo (Mt 26, 61; 27, 40) y por consiguiente cambia la naturaleza misma del culto. Los preceptos morales, en cuanto revelación de la voluntad de Dios, son reinterpretados radicalmente en las famosas «antítesis» del sermón de la montaña (Mt 5, 2048). Esta reinterpretación lleva consigo una interiorización de intención y de amor que vivifica la observancia exterior; se trata de volver al proyecto original del Creador (Mt 19, 3-9). Con la llegada de la fuerza sobrenatural del Reino no queda ya lugar para concesión alguna a la debilidad humana. Si Dios lo ha dado todo, también el hombre tiene que ser total en su respuesta. La actitud de Jesús con la ley nos da hoy la clave de lectura para la inteligencia cristiana del antiguo testamento.

De este modo la presencia del evangelio en el mundo es al mismo tiempo una gracia y un desafío, una llamada y un juicio, según la reacción de los que escuchan la palabra. El que se siente ya discípulo, no lo es por sus méritos, sino porque su nombre estaba escrito en el cielo (Lc 10, 20), para que pudiera pertenecer al pequeño rebaño (Lc 12, 32) y recibiera el reino del Padre. Al que se le ha dado mucho es natural que se le exija también mucho (Lc 12, 48), ya que la revelación del Reino no se le da en enigmas (Mc 4, 11 s), sino como participación del conocimiento que el Hijo mismo tiene del Padre (Mt 11, 25-27). Y esto para que se convierta para los demás en una ciudad puesta sobre una montaña y en una luz colocada en el candelabro (Mt 5, 12-16). Por el contrario, el que se encuentra fuera del Reino no ha de cargar a los demás con la culpa, sino a sí mismo. La ceguera ante los milagros de Jesús dejó frío al Israel infiel, como un árbol infructuoso (Lc 13, 69) y como a niños que no responden al sonido de la flauta (Lc 7, 3135). Cafarnaún y Corazaín deben sus calamidades sólo a su dureza de corazón (Lc 10, 13-15). Pero peor todavía se porta el discípulo que, después de haber acogido la palabra, la rechaza luego (Mt 12, 43-45).

El que recibe esta llamada y la hace suya mediante la fe tiene que exteriorizar forzosamente esta experiencia suya con la confesión de fe. El centro del evangelio de Marcos es la confesión « Tú eres el Cristo» hecha por los doce a través de Pedro (Mc 8, 29). Mateo nos informa que semejante confesión no es fruto de la lógica humana, sino un don del Padre (Mt 16, 17). Pero en ambos evangelios se nos da a entender claramente que incluso esta confesión tan digna de alabanza es incompleta si no se integra con la aceptación de la cruz de Cristo. En efecto, inmediatamente después de la confesión de Pedro Jesús empieza a hablar de su pasión, y Pedro intenta disuadirle de esta idea. El que había recibido la revelación del Padre un poco antes vuelve ahora a hablar como hombre, más aún como Satanás (Mt 16, 23). Frente a los jueces hay que confesar a Jesús como Señor, no sólo en las asambleas litúrgicas. Antes hay que obedecer a la voluntad del Padre (Mt 7, 21) y consiguientemente ir hacia la cruz con Jesús. En ese momento el Espíritu santo completará la confesión de fe como testimonio (Mc 13, 9-11). Para Lucas seguir a Cristo significa recorrer el itinerario con él hasta Jerusalén mientras él expone su voluntad, y sufrir con él en esa ciudad ya que es en Jerusalén donde ha de sufrir todo profeta (Lc 13, 33). Sólo mediante la cruz es como la Jerusalén terrena y perseguidora se convertirá en Jerusalén celestial para los creyentes. En efecto, si los discípulos se portan realmente como una ciudad puesta sobre el monte (Mt 5, 14), dando testimonio de su fe, es inevitable la presencia de la persecución y del odio (Mc 13, 13; Mt 10, 25).

Pero antes de reproducir en sí la cruz de Cristo el discípulo tiene que imitar tanto la persona como la misión de Jesús. El mismo es el que indica ante todo su humildad y su mansedumbre de corazón como modelo a imitar (Mt 11, 29 s). También propone el celibato por el reino de los cielos (Mt 19, 12) y la prohibición del divorcio (Mt 19, 1-9). La finalidad de todo esto es ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (Mt 5, 48). De estos pasajes podemos deducir las motivaciones éticas propuestas por Jesús: la imitación de Dios y de Cristo, la vuelta al objetivo primordial de la creación y una respuesta adecuada a la revelación del Reino. Todo esto forma parte de la fe con que hay que acoger el mensaje de Jesús, una fe que culmina luego en la aceptación de la cruz y en el seguimiento de Cristo (Mt 10, 38; 16, 24).

Semejante tesoro de experiencia de la gracia divina no puede mantenerse oculto bajo el celemín (Mt 5, 15), sino que por su naturaleza tiene que comunicarse a los demás como testimonio. La fe es esencialmente misionera. Hemos recibido gratis y hemos de dar gratis (Mt 10, 8). Cuando se da, y cuando se da no solamente de manera individual sino colectivamente como iglesia, los discípulos asumen la misma figura y la misma tarea de Jesús, de forma que quien los acoge a ellos lo acoge a él y quien los rechaza también rechaza a Jesús (Lc 10, 16). Y puesto que la mies es muy grande y comprende a todo el mundo hay que pedirle también al Señor de la mies que envíe más operarios (Lc 10, 2). Estos saldrán provistos del mismo poder que Cristo (Mc 6, 7-9) en un mundo de lobos (Mt 10, 16), en el que tienen que proceder con prudencia y sencillez (Mt 10, 16).

El reino de Dios es esencialmente una promesa, una promesa que tuvo su origen en un acto de gracia. Jesús anuncia tanto el acto de gracia como su realización futura dando de esta forma un sello distintivo de expectación y de esperanza a la espiritualidad de sus discípulos. Son muy conocidas las frases escatológicas de Jesús. A pesar de toda la controversia crítica, Mc 13 sigue siendo el núcleo de la doctrina sobre la venida del Hijo del hombre, una venida cuya hora no conoce ni siquiera el Hijo, sino solo el Padre (Mc 13, 32) y que por tanto viene como un ladrón que entra de noche. ¡Que los discípulos no se encuentren mal preparados y sin fe (Lc 18, 8), con un amor tibio (Mt 24, 12), divididos entre sí (Lc 12, 57-59), malgastando los talentos que les han confiado (Lc 16, 1-8), sin el traje de justicia que se les dio al ser invitados (Mt 22, 11-13), con las lámparas apagadas (Mt 25, 112) y metidos en los vicios como en tiempos de Noé (Lc 17, 26-30)! Las guerras, el hambre y las calamidades del tiempo presente no son todavía el fin sino sólo un anuncio, un signo de los tiempos (Lc 12, 54-56) para indicar que el equilibrio de la creación está aún roto por el pecado y que se encamina hacia la consumación total (Mc 13, 7 s). «Son muchos los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22, 14). La venida del Hijo del hombre llevará a cabo la resurrección y los que hayan perseverado vivirán con Dios, que es el Dios de vivos y no de muertos (Mt 12, 26 s).

Los obstáculos para la consecución de este fin son muchos, el camino es estrecho y son pocos los que lo encuentran (Mt 7, 13-14), pero no hay que desesperar en este punto ya que todo es posible para Dios (Mc 10, 27), en el que hay que poner toda nuestra confianza y al que hay que rezar con constancia y con fe, más aún, con la certeza de ser atendidos (Mc 11, 24; Mt 7, 7 s; Lc 18, 1-8; 11, 5-8). Se le reza a Dios no con muchas palabras como los paganos, sino con un gran afecto de hijos (Mt 6, 7 s). En efecto, el mismo Jesús enseña la oración del Reino por excelencia, el padrenuestro, que compendia en sí toda la predicación del Reino y la respuesta completa del discípulo (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4). La primera preocupación del cristiano, su primer deseo y por tanto su petición principal, no es para sí mismo, sino para que Dios glorifique su nombre de Padre (cf. Ez 36, 23) con la acción constante de su amor y para que su Espíritu recoja a todos en el Reino predicado por Cristo e inaugurado en el misterio pascual. De este modo se hará la voluntad de Dios en la tierra como la hacen los ángeles y los santos en el cielo. Para el viaje por la tierra se pide sólo el pan de cada día a aquél que alimenta las aves del cielo y, más urgentemente todavía, el perdón de nuestros pecados imposibles de evitar mientras estamos en el cuerpo. La promesa de perdonar a nuestros deudores es también una oración, ya que sin la ayuda de Dios también esto sería imposible. Para el futuro le pedimos al Señor que no tengamos más tentaciones de las que podamos resistir y que con la tentación se nos dé también su gracia (1 Cor 10, 13). Finalmente, que nos libre de todo el mal que nos oprime, mal que procede en último análisis del Maligno, el cual quedará encerrado para siempre en su lago de fuego (Ap 20, 10) con la llegada final del Reino, cuando « ya no haya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).

 

3. Incorporados a Cristo resucitado

Generalizando un poco las cosas podemos afirmar que, si lo específico de la revelación paulina consistía en su evangelio de la llamada de los gentiles al consorcio con Israel y su consiguiente justificación por medio de la fe en Jesucristo, lo específico de su espiritualidad consiste en la conciencia de la incorporación de todo creyente a Cristo -en su persona, en su muerte y resurrección-,una conciencia que se manifiesta en la ética cotidiana. Esta última consideración es la que deseamos ilustrar en nuestro ensayo y no andaremos muy lejos de la verdad si la caracterizamos con el término de mística cristológica de Pablo.

Jesús se había llamado a sí mismo Hijo del hombre. A pesar de todas las discusiones sobre el significado concreto de este título, podemos decir que en Dan 7, 13, de donde procede esta denominación, esta figura tiene también un aspecto colectivo, el de los «santos del Altísimo» (7, 22.25). Pablo interpreta esta colectividad representando a Cristo resucitado como el segundo Adán en Rom 5, 12-20 y 1 Cor 15, 45-49. Particularmente en el segundo de estos textos Pablo propone la tesis de que, como nuestra existencia terrena se asemeja a la forma y a la suerte del primer Adán, una existencia destinada a la corrupción, así también nuestra existencia futura, la del cuerpo resucitado, se asemejará a la del Cristo resucitado, que desempeña el papel de segundo Adán, cabeza de una humanidad nueva, para todos los que serán transformados en él. Pero esta transformación no es exclusivamente obra del futuro, sino que comienza ya aquí abajo para los creyentes en Cristo, que pertenecen ya a la nueva humanidad inaugurada por él y están unidos con él mediante el Espíritu.

Esta pertenencia a Cristo resucitado se expresa habitualmente en Pablo con la fórmula «en Cristo Jesús», que utiliza hasta 164 veces en las cartas. A menudo significa «cristiano» o « de manera cristiana» (por ejemplo, en Gál 1, 22 y 1 Cor 3, 1) y se opone a «en el judaísmo» o «bajo la ley». Otras veces significa «por medio de Cristo» (2 Tes 1, 4; Flp 3, 3 s). Pero en numerosos casos se refiere a la comunión que el creyente tiene con Cristo, a su inserción en la personalidad colectiva del Señor. Cristo nos recoge en sí mismo no sólo representativamente, lo mismo que un embajador representa a su nación, ni tampoco como un padre recoge en sí jurídicamente a sus descendientes. La unión en Cristo es «mística», ya que nos hace vivir de su misma vida de resucitado. En efecto, la fórmula « en Cristo» es sinónima de «Cristo en nosotros», como aparece claramente en Rom 8, 1 explicado por Rom 8, 9-11. También la expresión «en el Espíritu», cuando no significa simplemente «por medio del Espíritu», indica nuestra inserción en Cristo (Rom 8, 9; 1 Cor 12, 13). Este intercambio de expresiones para indicar la misma realidad se explica con el hecho de que el Espíritu santo que emana del Cristo resucitado tiene como su campo de acción, como su esfera dinámica, la colectividad de aquellos que se han convertido en una sola personalidad con el Señor mediante el bautismo. Es una unidad funcional que sin embargo hace del cristiano y de la comunidad un «templo del Espíritu santo» (1 Cor 3, 16; 6, 19). Y en virtud de esta unión el cristiano puede decir con Pablo: «Ya no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2, 20).

El bautismo es el que lleva a cabo esta transformación en Cristo. La bajada a las aguas con la posterior salida de las mismas simboliza la consepultura y la conresurrección en Cristo. El pasaje tan hermoso de Rom 6, 1-11 profundiza en esta tesis aludiendo a una especie de desdoblamiento de personalidad en el cristiano: el hombre viejo que muere y el hombre nuevo que renace, un hombre nuevo no solo metafóricamente, por exhortación a una conversión moral, sino un hombre ontológicamente cambiado mediante una nueva relación con Cristo que llevará a una resurrección escatológica. Las consecuencias de esta unión transformadora repercuten en toda la vida del cristiano. Pablo tiene toda una serie de palabras acuñadas por él que comienzan con syn (=con) para describir la identidad de la suerte del creyente con el Cristo crucificado y glorificado: com-padecer (Rom 8, 17), concrucificados (Rom 6, 6; Gál 2, 9), con-muertos (2 Cor 7, 3), consultados (Rom 6, 5), con-resucitados (Ef 2, 6), con-glorificados (Rom 8, 17), con-sentarse en la gloria (Ef 2, 6), con-reinar (1 Cor 4, 8), concorporales (Ef 3, 6), co-herederos (Rom 8, 17), co-munidad en el evangelio (1 Cor 9, 23) y en la gracia (Flp 1, 7), con-alegrarse (1 Cor 12, 26), co-imitadores (Flp 3, 17), con-formes con el Hijo (Rom 8, 29) y con su cuerpo de gloria (Flp 3, 21), agraciados con él (Rom 8, 23), escondidos y manifestados con Cristo (Col 3, 3 s).

Esta lista impresionante de palabras compuestas que describe nuestra unión «mística» con Cristo es la espina dorsal de la espiritualidad paulina. Pero el bautismo no tiene que ser considerado como un acto mágico independiente de la conciencia del que cree. Es bien sabido que el núcleo de la teología de Pablo es la «justificación por medio de la fe» a la que están dedicadas por completo las cartas a los gálatas y a los romanos. ¿En qué consiste esta fe justificante? Podemos enumerar cuatro etapas que completan el acto de creer: el reconocimiento de nuestra «bancarrota» frente a Dios: «Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3, 23). Mientras que no teníamos ni méritos ni derechos frente a Dios, él tomó la iniciativa libre y amorosa de reconciliarnos consigo: «Pero Dios muestra su amor con nosotros porque, mientras éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Roen 5, 8). Este amor de Dios se encarna en el hombre Jesús de Nazaret, muerto y resucitado: «Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibieran la adopción de hijos» (Gál 4, 4). Finalmente, nuestra respuesta de completa sumisión y obediencia a esta iniciativa salvífica de Dios en Cristo es una vida digna: «Os exhorto pues... a que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo...; éste es vuestro culto espiritual. No os conforméis con la mentalidad de este mundo, sino transformaos renovando vuestra mente para poder discernir la voluntad de Dios» (Rom 12, 1-3).

FE/LEY: En la espiritualidad y en la teología paulina «fe» se opone a «ley». Esta palabra tiene un doble significado en san Pablo. A veces quiere decir lo que nosotros llamaríamos la «religión judía». Otras veces indica los mandamientos judíos y se acerca al concepto de «obras». La intuición central de Pablo es que la fe en Cristo no es un apéndice de la religión judía, sino una nueva religión que es el cumplimiento de la «ley», en cuanto promesa-gracia dada a Abrahán (Gál 3, 6-14). Si fuera solamente un apéndice, sería inútil la venida y la muerte de Cristo (Gál 2, 21). Pero si Cristo es suficiente por sí mismo, ¿qué valor tiene la ley? La ley es un pedagogo, un esclavo que conduce al alumno a su maestro (Gál 3, 23-29). En cuanto promesa, apunta al supremo acto de gracia de Dios que es Cristo; en cuanto mandamiento, quiere revelar al hombre a sí mismo haciéndolo consciente de su incapacidad de llegar a Dios por medio de sus obras, y ello debido a la debilidad de la «carne». Así pues, la religión no es algo que parte del hombre y hace a Dios deudor, sino un don de Dios al que el hombre responde. La respuesta es la fe, la gratitud del hombre que se exterioriza en obras buenas mediante el amor (Gál 5, 6). La fe nos saca de nuestra condición de esclavos, es decir, de hombres oprimidos por una serie de mandamientos externos que somos demasiado débiles para observar, y nos pone en una condición de hijos a los que se les ha dado el Espíritu Santo, que con el don del amor nos ayuda a superar nuestra innata debilidad y a cumplir las obras de Dios. El capítulo séptimo de la carta a los romanos describe de forma muy dramática la lucha interior del hombre bajo la ley y no liberado todavía por Cristo. El capítulo siguiente, por el contrario, es un himno al Espíritu dador de la verdadera libertad interior: «Porque la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. En efecto, lo que era imposible a la ley, ya que la carne la hacía impotente, Dios lo ha hecho posible, enviando a su propio Hijo..., para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no caminamos según la carne sino según el Espíritu (Rom 8, 2-4).

De aquí se sigue que la obediencia de la fe se manifiesta en obras buenas: « Ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios» (1 Cor 6, 9 s). Pero aquí nos interesa, más que el contenido de la ética paulina, la motivación claramente cristológica del obrar cristiano para demostrar la íntima conexión entre la fe, la unión con Cristo y el obrar.

A pesar de que Pablo no prescinde de ciertas motivaciones éticas comunes, como por ejemplo la llamada al sentido común (1 Cor 5, 6), al sentido del pudor (1 Cor 11, 6), razones sociales (Rom 13, 1-6), el premio y el castigo (2 Cor 9, 6-9), el beneplácito de Dios (1 Tes 4, 7), la autoridad de la Escritura (1 Cor 3, 19-23), la situación presente del cristiano (1 Tes 5, 8), o bien -más cristianamente- motivos históricos-redentivos (1 Cor 10, 1-10), escatológicos (1 Tes 5, 9) o eclesiológicos (Rom 12, 3-5), tiene sobre todo otra serie de motivos que apelan a la relación personal del cristiano con Cristo o a la presencia de Cristo en el cristiano. La primera carta a los corintios abunda en estos casos: 1 Cor 1, 13; 3, 23; 5, 7; 6, 12-20; 7, 21-24; 8, 11-13; 10, 14-22; 11, 5; 2 Cor 5, 13-15. Pero la motivación cristológica alcanza su punto más elevado cuando Cristo, y Cristo considerado incluso en su preexistencia, o bien Dios mismo, es tomado como modelo del obrar ético. Su principio general es el siguiente: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 10, 32-11, 1). El obrar de Cristo es el fundamento de la firmeza de nuestras promesas (2 Cor 1, 17-22), de nuestra pobreza (2 Cor 8, 9), de la adaptabilidad del apóstol (2 Cor 13, 2-4), del uso de la libertad (Rom 15, 2-6), de la convivencia pacífica (Rom 15, 7-9), de la humildad (Flp 2, 1-6), del perdón mutuo (Ef 4, 32-5, 2) y del orden familiar (Ef 5, 21-32).

La unión con Cristo no condiciona solamente la ética del creyente, sino que se verifica también en sus sufrimientos y en la comparticipación de la cruz de Jesús. El apóstol sintetiza esta idea con las palabras a los colosenses: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). Ya hemos visto que este tema aparecía también en los evangelios sinópticos para los que el acto de fe no significaba confesar a Jesús como el Cristo, sino participar de sus sufrimientos. Pablo designa esto como « el escándalo de la cruz» (Gál 5, 11) y explica lo que quiere decir en el contexto de la persecución por parte de los judíos: «Esos que intentan forzaros a la circuncisión son ni más ni menos los que desean quedar bien en lo exterior; su única preocupación es que no los persigan por causa de la cruz de Cristo... Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que de la cruz de nuestro señor Jesucristo, en la cual el mundo quedó crucificado para mí y yo para el mundo... De hecho, yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gál 6, 12-17).

Lo mismo que Cristo, Hijo de Dios, hereda la gloria de su resurrección mediante su pasión y su obediencia (Flp 2, 11), también el cristiano obediente en la fe y crucificado con Cristo en la persecución vive en la esperanza de ser coheredero con Cristo en la gloria: «Y si somos hijos, somos también herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo, si de verdad participamos de sus sufrimientos para participar también de su gloria» (Rom 8, 17). Así pues, nuestra salvación no es aún definitiva; la «redención de nuestro cuerpo», la adopción de hijos (8, 23) está en el futuro y sólo en esperanza existe en el presente, una esperanza que estimula a la perseverancia en las obras buenas y en el sufrimiento (8, 24 s). Más aún, la gloria futura no será solamente el destino del hombre, sino del cosmos entero que, como señalan los desequilibrios que nos rodean, está violentado por el pecado de los hombres y gime interiormente con el deseo de verse liberado y hacerse compartícipe de la gloria de los hijos de Dios (8, 19-22).

La espiritualidad paulina, basada en la fe, no es una espiritualidad individualista. Cada uno tiene ciertamente sus propias responsabilidades, pero el principio fundamental de nuestra unión con Cristo resucitado nos une en un solo cuerpo que es la iglesia. Pablo habla de ello en Rom 12 y en 1 Cor 12, a propósito de la diversidad de los carismas que contribuyen a consolidar la unidad de la iglesia y la organicidad de su actuación. Así pues, una espiritualidad paulina es necesariamente eclesial en el sentido de que un creyente no puede vivir independientemente de los demás su unión con el Señor. Todos los dones que recibe son de utilidad para todo el cuerpo, así como también él vive de los carismas concedidos a los demás miembros. El pensamiento paulino sobre el cuerpo de Cristo se desarrolla en las cartas a los colosenses (Col 2, 9-19) y a los efesios (Ef 4, 15 s y passim). En estas dos cartas, Cristo es la cabeza del cuerpo que es la iglesia; de él proviene la savia vital y la cohesión orgánica: « En vez de eso, siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo aspecto hacia aquél que es la cabeza, Cristo. De él viene que el cuerpo entero, compacto y trabajado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad particular de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor» (Ef 4, 15 s). En efecto, el carisma supremo que la iglesia ha recibido de Cristo es la caridad, un amor que no vuela por los aires, sino que se describe con todos sus detalles prácticos en el maravilloso himno de 1 Cor 13: paciente, benigno, no envidioso, no jactancioso, no orgulloso, sin faltar al respeto a nadie, sin buscar el propio interés, sin enfadarse, sin tener en cuenta el mal recibido, sin alegrarse de la injusticia, cubriéndolo todo, creyéndolo todo, esperándolo todo, soportándolo todo...

La caridad que cimenta el cuerpo de Cristo es alimentada por la eucaristía. Pablo habla de ello con ocasión de algunos abusos en Corinto en 1 Cor 10-11. En este último capítulo repite por entero la fórmula litúrgica que reproduce las palabras de Jesús en la última cena (1 Cor 11, 23-26), exhortando a los corintios a no convertir la cena, en cuyo contexto tenía lugar la «fracción del pan» en ocasión de discordias y de diferencias. La eucaristía «anuncia» la muerte del Señor hasta que vuelva (1 Cor 11, 26). Es la reactuación del sacrificio de Cristo y el banquete ad interim que precede al banquete escatológico, un banquete tanto de actuación como de espera. Pero el pan que es bendecido junta a todo el «cuerpo» de Cristo, también a su cuerpo «místico»: «Como es un solo pan, nosotros, a pesar de ser muchos, somos un solo cuerpo; en efecto, todos participamos del único pan» (1 Cor 10, 17). La participación del cuerpo de Cristo es «comunión» con la víctima de la cruz de la misma manera que un sacrificio entre los judíos incluye también la cena, que hace de los que participan en ella personas que comulgan de la bendición que brota de la víctima (1 Cor 10, 14-16). Así pues, la eucaristía recoge dentro de sí la espiritualidad cristológica, soteriológica, eclesiológica y ética del apóstol de las gentes.

De todo lo que hemos dicho brevemente sobre la espiritualidad paulina se puede deducir que tiene en común con la de Jesús la respuesta a la gracia de Dios, pero mientras que Jesús habla del reino de Dios, esta expresión apenas aparece en los escritos paulinos, y cuando aparece significa más bien el premio reservado a los creyentes en el mundo futuro. Pablo puntualiza la gracia de Dios en la misión, muerte y resurrección del Hijo. La fe responde con gratuidad a esta iniciativa del Padre, la traduce en obras de amor y mira hacia adelante al cumplimiento de la obra de la redención en la parusía.

 

4. Conocer el amor

La espiritualidad de Juan resulta tan característica como difícil de expresar. Lc faltan esos matices tan definidos que encontrábamos en Pablo, la ética cotidiana de los sinópticos, la inserción en la línea histórico-escatológica de los Hechos. Es una «mística» de trascendencia del «mundo» hacia el Padre a través de Jesucristo. La caracterizan unas cuantas palabras-clave como «creer», «luz», «tinieblas», «vida», «verdad», «arriba», « de este mundo», « el mandamiento», «amor», «signo», etc. Resulta difícil encajar estos términos en una definición bien determinada; por otra parte, la interrelación de todos estos conceptos aclara su significado. Juan lo reduce todo a los términos mínimos, a lo esencial, pero presuponiendo el conocimiento de los detalles por la catequesis que ya se ha impartido. Es la espiritualidad de la decisión existencial que tiene efectos ontológicos y puede ser apreciada por las almas delicadas (recordemos el comentario de Agustín sobre Juan), que comprenden mejor a través del amor que a través de la inteligencia. El espíritu materialista no interpreta los «signos» que hablan más bien a los de dentro que a los que están fuera, aun cuando las puertas no están nunca cerradas.

Hemos dicho que por espiritualidad entendemos la respuesta total al kerigma. Si queremos encontrar un pasaje que sintetice la paraclesis de Juan en sus puntos esenciales no podemos menos de citar por entero el de Jn 3, 16-21.31-36: « Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Al que cree en él no se le juzga; el que no cree en él, ya está juzgado, por no haber dado su adhesión al Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: en que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus acciones eran malas. Todo el que practica lo malo detesta la luz, y no se acerca a la luz para que no se descubran sus acciones. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz para que se vean sus acciones, porque están hechas como Dios quiere... Quien viene de arriba está más alto que nadie; quien es del suelo, del suelo es y desde el suelo habla. Quien viene del cielo está más alto que nadie; de lo que ha visto y oído, de eso da testimonio, pero su testimonio nadie lo acepta. Quien acepta su testimonio refrenda que Dios dice la verdad, pues el enviado de Dios comunica los mandatos de Dios; porque Dios no le escatima el Espíritu. El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en su mano; quien cree en el Hijo posee vida eterna; en cambio, quien se niega a creer en el Hijo no sabrá lo que es vida; lleva encima la sentencia de Dios». Consiguientemente, la respuesta a este kerigma no puede ser otra: « Esta es la vida eterna, reconocerte a ti como único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17, 3).

« Conocer» para Juan no significa un conocimiento intelectual o esotérico-gnóstico, sino que quiere decir reconocer, bien en el sentido de conocer más íntimamente bien en el de agradecer el gran beneficio del Hijo. Por consiguiente, « creer» está en la base de toda la espiritualidad de Juan. Por otra parte, no se puede creer en Cristo si no se conoce al Padre (Jn 5, 37-40). Esto parece una tautología. Para resolverla hay que ilustrar mejor la psico-teología del acto de creer en nuestro evangelista. Si Cristo es el único camino hacia el Padre, el encuentro con él es decisivo. Pero este encuentro no puede ser positivo si uno no está dispuesto a dejarse «poner en crisis» por Jesús. En el texto citado anteriormente (3, 18-20) hemos visto que los que prefieren permanecer en la malicia de sus obras tienen miedo a la luz, como decía san Agustín: Oculis lippis odiosa est lux quae sanis est amabilis. La actitud farisaica de autosuficiencia y de autoglorificación ciegan el ánimo ante la luz de la «verdad» (Jn 5, 37-47; 12, 42-45). La «Verdad» es la fidelidad de Dios que se manifiesta en la persona del Verbo hecho carne; es un don que no acogen los que se imaginan que ya lo tienen todo. Por eso «el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37). Los demás no son capaces ni siquiera de leer los «signos» de la vida de Jesús. En el ambiente judío esto procede del hecho de que no se comprendió el verdadero sentido de las Escrituras, de manera que el oído no sincronizó con la voz de Dios que habla ahora a través de Cristo (Jn 7, 19 s; 5, 45 s). En otras palabras, es la falta de conocimiento de Dios mismo (Jn 14, 18-24; 8, 52-56), conocimiento no teórico, sino vital; todos creían teóricamente en Dios, pero faltaba aquel conocimiento que procede de un trato íntimo con las Escrituras y que conduce a su amor. De ahí se sigue la falta de amor (Jn 5, 42), y al faltar éste se encuentra uno en brazos del maligno (Jn 8, 44), sometido al castigo de la ceguera (Jn 12, 40). Estas no son solamente consideraciones históricas, ya que semejante condición se verifica hoy entre cristianos que pueden ser muy buenos escrituristas, pero que al no «conocer» a Cristo con amor son incapaces de leer los «signos» que se manifiestan en su iglesia. Juan afirma que es precisamente el diablo el que produce esa ceguera (Jn 8, 44; 12, 40).

En su parte positiva la fe en Cristo procede de una combinación entre la llamada y la respuesta, la buena voluntad y el testimonio. El testimonio lo encontramos en la Escritura (5, 39), en la indicación del Bautista (1, 37; 5, 31-37), en las palabras de los mismos discípulos que ya han creído (4, 42; 17, 20-23; 20, 24), en la lectura de los milagros de Jesús como signos (5, 36; 10, 37 s), aunque es preferible creer sin milagros, captando tan sólo la evidencia de la verdad (10, 4); finalmente encontramos el testimonio en la visión directa, que Juan resume en las palabras «ven y ve» (1, 46). La llamada asume a menudo la forma de una autorrevelación de Cristo, como a la samaritana (4, 26), al ciego de nacimiento (9, 36) y al que hace un tesoro de los mandamientos (14, 21). El Espíritu santo es el que crea la fe (14, 26; 1 Jn 4, 7-11).

La espiritualidad de Juan se caracteriza por una especie de dualismo entre Dios y el mundo. Para disipar toda sospecha de maniqueísmo hemos de decir inmediatamente que el mundo material, habiendo sido creado por Dios por medio del Verbo, es bueno en cuanto tal. En su sentido peyorativo «mundo» se utiliza para señalar a los hombres que buscan la vida en su autosuficiencia y se cierran a la palabra de Dios que viene a través de Jesucristo. El que cree adquiere ya cierta existencia y pertenencia a la esfera celestial, en la que se vive de la misma vida de Dios y se goza por tanto de luz, de espíritu, de vida eterna, de amor. Los de «aquí abajo» viven en las tinieblas, en la muerte, en la carne, en la mentira. El traslado a la vida misma de Dios se realiza por medio del renacimiento del bautismo que confiere el Espíritu (3, 5-11).

Los dones de la existencia celestial están simbolizados en los milagros de Jesús, que por eso mismo se convierten en «signos». Son signo en cuanto que el obrar del Jesús histórico acredita la actividad del Cristo resucitado. Por eso encontramos frecuentemente unas palabras que explican la significación del milagro. Si Jesús cura a un ciego, le dice: « Yo soy la luz del mundo» (9, 5); si resucita a un muerto: « Yo soy la resurrección y la vida» (11, 25); si multiplica los panes: «Yo soy el pan de vida» (6, 48). Sin embargo, para el que comprende debidamente el significado de la persona misma de Jesús sobran todos los predicados y todo se resume en el yo soy, absoluto de Cristo (9, 58). El verbo ser expresado con eimí es propio de Dios mismo, el ani hu de Yahvé, y se opone al devenir de los hombres al que corresponde el ginesthai. La propiedad del ser es permanecer, durar eternamente (6, 27). El Espíritu, don del Padre, permanece en nosotros (14, 17) y hace que permanezcamos en Cristo, que permanece a su vez en nosotros (15, 4). Esta es la estabilidad existencial que buscan los hombres, pero que solamente se obtiene por medio de la fe.

AMOR-GRATUITO: Si la espiritualidad de Juan es la respuesta al kerigma del amor de Dios al mundo, la esencia de esta respuesta es el amor en absoluto. Como en la doctrina de la justificación en Pablo, Dios no nos ama porque lo amemos nosotros. La iniciativa del amor comienza por el Padre, que lo da como gratuito a un mundo que no se lo merece (1 Jn 4, 10). Puesto que el don del amor se nos comunica en Cristo, estamos seguros de que el Padre ama al Hijo (3, 35; 10, 17) y que éste ama al Padre (14, 21). La respuesta tiene que llegar al Padre a través del Hijo y por eso nuestro primer amor se dirige a Cristo (14, 15.23) y recibe en intercambio tanto el amor de Cristo como el del mismo Padre (13, 1; 14, 15.23). Pero no puede decirse que amamos al Hijo si no nos amamos unos a otros. Por consiguiente, el mandamiento único y específico del Cristo del cuarto evangelio es que nos amemos mutuamente (13, 34) como nos ha amado Cristo, es decir, con amor gratuito hasta la muerte. Así pues, es el amor el que hace circular la misma vida trinitaria en el espíritu del creyente.

El amor no tiene solamente un aspecto individual, sino también eclesial. La imagen del cuerpo místico de Pablo la encontramos en Juan a través de la imagen de la vid y los sarmientos. Si no permanecemos en la vid que es Cristo seremos como sarmientos secos que es preciso quemar (15, 4-7). Para permanecer en el amor de Cristo hay que observar sus mandamientos (15, 10). En la primera carta de Juan encontramos la aplicación práctica del aspecto eclesial del amor en la circunstancia histórica de una ruptura producida en la comunidad de Juan por causa de aquellos que, interpretando mal la tradición contenida en el evangelio e influidos quizás por cierto gnosticismo que andaba por los aires en aquellos finales del siglo I, infravaloran la humanidad de Cristo y la eficacia de su muerte, insistiendo en su divinidad y en la revelación que nos ha traído. Se consideran iluminados por el Espíritu y más tarde, en los primeros decenios del siglo II, no sólo se separaron de la comunidad de Juan, sino que acabaron cayendo en el gnosticismo y en el montanismo.

Las cartas del corpus johanneum subrayan la corporeidad de Jesús (1 Jn 1, 1-4), la eficacia de su muerte (1 Jn 5, 6) y tienen palabras muy duras contra todo espíritu de cisma (1 Jn 2, 18-23; 4, 1-6). Los «originales» apelan al «mundo», que los escucha porque el mundo no tiene el espíritu de Cristo, pero los que quieren permanecer con Cristo no pueden hacer otra cosa más que permanecer con Pedro y con los doce, que conservan sus palabras de vida eterna (Jn 6, 67-70).

La espiritualidad de Juan es tan sencilla como profunda. Está impregnada de un profundo espíritu de fe y de amor al Hijo de Dios, al que reconoce en su divinidad y en su humanidad, extendiendo luego su amor a la comunidad eclesial.

 

5. El cristianismo y la historia

Tras esta mirada a la espiritualidad de Jesús, de Pablo y de Juan concluyamos con dos palabras sobre la relación del cristiano con la historia. Hay dos libros del nuevo testamento que hablan de este tema, pero desde diversos puntos de vista: los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis. En el primer escrito Lucas, que había colocado ya a Jesús en el ámbito de la historia universal en su evangelio (Lc 3, 1-3; 3, 23-38), coloca también en él a la iglesia. El mundo, comenzando por Judea, a través de Samaría y hasta los confines del orbe (Hech 1, 8), es todo el terreno que hay que conquistar para el reino de Dios. La iglesia no se concibe como un ente a-histórico que mira sólo hacia el cielo, como en el gnosticismo, sino que se encuentra plenamente envuelta en las vicisitudes de este mundo, que a veces llegan incluso a arrastrarla, ya que es a través de la historia, y no a pesar de ella, como la comunidad de Jesús tiene que entrar en el Reino. Lo mismo que para el propio Jesús, son dos los medios para la conquista del hombre: el testimonio de la palabra y la cruz. El libro de los Hechos no hace sino describir cómo la pequeña y asustadiza comunidad de Jesús, robustecida por el Espíritu santo, dio testimonio con su palabra y con sus sufrimientos de Cristo resucitado, llegando así hasta Roma, la capital del mundo antiguo. Como no hay límites geográficos para la predicación de Cristo, tampoco hay límites étnicos: se llama a todos, hebreos y gentiles, romanos y bárbaros, a la fe en el único Cristo. La palabra lleva impresa una fuerza de penetración en el corazón humano, ya que el Espíritu le abre todas las puertas (Hech 16, 14; 8; 10 y passim). Pero es interesante el hecho de que siempre que Lucas nos habla de la condenación de un predicador del evangelio, lo hace usando referencias bastante claras a la pasión de Jesús (cf., por ejemplo, Esteban en el capítulo 7), lo cual quiere significar que la pasión de la iglesia continúa la de Jesús en el sentido de Col 1, 24: «Por eso me alegro de los sufrimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo». Sólo a través de la cruz es como se alcanza la luz de la resurrección, pero ella es además el testimonio que transforma el mundo y la sociedad (cf. por ejemplo el capítulo 19) en reino de Dios. El libro de los Hechos no presupone un final inminente del mundo presente. La iglesia tiene todavía por delante un largo recorrido tanto espacial como temporal, pero aguarda con firme esperanza la «restauración de todas las cosas» con el retorno de Cristo (Hech 3, 21). Por consiguiente, el cristiano no intenta escaparse de la historia, sino verse redimido a través del recorrido de los acontecimientos, interpretándolo todo a través de la palabra y de la cruz de Cristo.

Al lado de esta perspectiva bastante positiva de la historia nos encontramos en el nuevo testamento con algunos pasajes de género apocalíptico: aparte del Apocalipsis de Juan, pasajes como Mc 13 y paralelos, 2 Tes y 2 Pe. Aparentemente, los apocalípticos tienen una visión negativa del mundo y de la historia y aspiran a la consumación de la historia en la parusía. Pero el que penetra más profundamente en la substancia de este género literario puede sacar de él una profunda espiritualidad que es posible situar perfectamente al lado de la de los Hechos de los apóstoles.

CR/PERSECUCION: El género apocalíptico tiene su origen en una comunidad creyente que es perseguida por su fe, a la que le parece que todo le va mal hasta verse por completo sacudida y aplastada. Pero el escritor sabe que la historia no la hacen los hombres, los poderosos o los que gobiernan. La historia no es más que la proyección en el tiempo y en el espacio de un conflicto más amplio entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Y puesto que Dios ha derrotado ya al maligno, el mal no tendrá la decisión última en la historia del mundo. La comunidad creyente podrá perder batallas, pero jamás perderá la guerra. Por consiguiente, el resultado de la historia, a pesar de todas las apariencias, es positivo y concluirá con la victoria de Dios y de los suyos. La apocalíptica, lejos de ser una literatura para asustar a la gente, quiere dar esperanzas al creyente y asegurarle de que sus sufrimientos no son en vano. Además, la comunidad creyente fundamenta su certeza en el convencimiento de que la resurrección de Cristo ha sido una victoria escatológica sobre la «muerte» en su significado más amplio y que el Cristo resucitado es ahora el que conduce la historia a un resultado feliz con su poder glorioso. El apocalíptico pinta siempre las cosas en blanco y negro, sin tonalidades medias, y tiene que ser comprendido solamente en relación con su objetivo principal, el de animar a los perseguidos y a los que sufren de cualquier modo. Interpreta todo lo que hay de negativo en la historia: las guerras, la carestía, las epidemias, los desastres naturales, como signos del desagrado de Dios con una humanidad pecadora a la que invita al arrepentimiento. Pero desgraciadamente estos signos, cuando no son recibidos de buena voluntad hacen que los malos se hagan peores, aun cuando algunos se corrijan. El final de cada una de estas dos categorías será conforme con su opción fundamental: la muerte o la vida. Pero el que persevere hasta el final se salvará.

 

6. Conclusiones

Después de examinar la espiritualidad de Jesús, de Pablo y de Juan, con una mirada al puesto del cristiano en el mundo, intentemos sacar algunas conclusiones generales sobre la espiritualidad del nuevo testamento en su conjunto:

a) Ante todo empecemos con la convicción de que el hombre, tal como se encuentra en su condición histórica y existencial, no puede salvarse por sí mismo. Es preciso que renuncie a su propia autosuficiencia y a las seguridades que el mundo le ofrece, seguridades basadas en la posesión de bienes materiales o de una justicia que prescinde del don de Dios. La religión revelada comienza con un don gratuito de Dios -Cristo y todo lo que él nos trae- y se completa con la respuesta total de gratuidad por parte del hombre.

b) La espiritualidad cristiana es cristocéntrica, no sólo porque no es posible conocer a Dios más que a través de Jesucristo en su totalidad salvífica, sino también porque la encarnación del Verbo y su resurrección unen a todos los creyentes en un solo ser en Cristo.

c) Esta unión se lleva a cabo mediante la fe en la obra salvífica de Dios. El que se niega a creer pertenece todavía al mundo y sigue estando en las tinieblas y en la sombra de la muerte. La unión con Cristo se realiza por medio del bautismo y de la eucaristía. Por consiguiente, la piedad «litúrgica» es la esencia de la expresión de nuestro acto de fe.

d) La vida nueva en el creyente es animada por la presencia del Espíritu santo en él y en la comunidad. El Espíritu transforma la debilidad innata de la « carne» y estimula la respuesta del amor que realiza obras buenas, superando la imposibilidad de la falta de observancia total de la ley de Dios mediante su gracia.

e) El Espíritu santo nos convierte en hijos de Dios y nos hace sentirnos tales, amados por él, ciudadanos de la Jerusalén celestial, peregrinos por la tierra hacia nuestra patria verdadera junto a Dios. Nos da así aquella alegría existencial de aquél que sabe de dónde viene y adónde va y que conoce el camino para llegar a su meta; que se siente amado y conducido en cada instante de su vida terrena.

El creyente no está solo, entre otras cosas porque su fe se despliega en una comunidad eclesial que teniendo intacto «el depósito» de la doctrina apostólica (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12-14) y del amor de Cristo, se convierte en la sal de la tierra y la luz del mundo.

g) Los fieles unidos en Cristo son el comienzo de una nueva humanidad. No se puede hablar de «humanismo» más que en relación con el hombre nuevo en Cristo.
Esta nueva humanidad va madurando y tiene que llegar a su estatura plena mediante la operación del Espíritu de Jesús dentro mismo de la historia. El hombre viejo ha muerto y el nuevo Adán ha dado comienzo a una nueva raza que tiene que llevar a cabo la transformación del mundo.

h) Sin embargo, el cristiano no se siente a disgusto en el mundo, ya que es a través de él como tiene que realizar su propia redención, transformándolo todo en Cristo. La suya no es una obra solamente de salvación personal, sino de testimonio a todos los hombres para que se difunda el reino de Dios.

i) El mundo y la condición existencial del hombre serán también la cruz del creyente. Esta cruz es la participación en la misma cruz de Cristo, que no destruye sino que redime y purifica. Sólo a través de la cruz se puede aspirar a la resurrección y a la vida. Abrazar la cruz del sufrimiento es la culminación de nuestra fe.

j) El cristiano ama. Ama con el mismo amor gratuito con que ha sido amado por Dios y por Cristo. Este amor, por superar las fuerzas del hombre, es don del Espíritu. No conoce límites ni de raza ni de méritos. Es un amor eficaz en obras buenas y es la mejor manera de expresar la respuesta de gratuidad a la iniciativa salvífica de Dios.

k) El cristiano cree además que está continuamente sometido al juicio de Dios, que le pide cuentas por los talentos recibidos y que le tratará del mismo modo con que él ha tratado a su prójimo.

1) A pesar de la certeza de la fe, la única «certeza» que le ha quedado al mundo, el cristiano camina a oscuras. « La fe es fundamento de las cosas que se esperan y prueba de las que no se ven» (Heb 11, 1). Es la única luz que nos muestra el camino hacia una promesa cuya realidad es todavía más firme que la realidad transitoria que nos rodea.

 

NOTA BIBLIOGRÁFICA

En un artículo panorámico tan lleno de referencias al texto del nuevo testamento he creído oportuno no poner notas al pie de página; pero para un estudio más profundo aconsejamos tener a mano algún comentario al nuevo testamento, especialmente los volúmenes de la serie Lettura spirituale del Nuovo Testamento de la editorial Cittá Nuova. Otras obras útiles son:

L. Bouyer, La spiritualité du Nouveuu Testament et des Péres, París 1960.

R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado, Sígueme, Salamanca 1983 (original inglés, London 1979).

L. Cerfaux, El cristiano en san Pablo, DDB Bilbao 1965 (original francés, París 1962). J. Dupont, Les Béatitudes I-III, Bruges 1958-1973.

R. Fabris, Atti degli Apostoli, Roma 1977.

Id., Le lettere di Paodo, Roma 1980.

A. M. Hunter, The Work and Words of Jesus, London 21973. T. W. Manson, The Sayings of Jesus, London 1949.

L. Morris, The Cross in the New Testament, Exeter 1976.

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R. Schnackenburg, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Rialp, Madrid 1965 (original alemán de 1959).

G. Segalla,San Giovanni ("Maestri di spiritualitá"), Fossano-Cuneo 1972. R. O. White, Biblical Ethics, Exeter 1979.

A. Winckenhauser, Die Christusmystik des Apostels Paulus, Freiburg 1956.

Para una reseña de los problemas y bibliografia bíblica del nuevo testamento de índole más bien teológica, cf. P. Grech-G. Segalla, Metodología per uno studio della Teología del nuovo Testamento, Torino 1978.